Anaíd daba un largo paseo en solitario por la playa. Había acabado con honores sus clases con Aurelia, pero en lugar de sentirse orgullosa la había acometido un vacío repentino. Tal vez se hubiera convertido en una luchadora, pero… ¿Le serviría para luchar contra su soledad, su incapacidad para hacer amigos, su fealdad o su orfandad?
Al regresar a la casa encontró a Clodia acostada. Nunca se iba a dormir a una hora tan temprana y Anaíd, convencida de que era un truco, esperó en vano a que se levantara, se cambiara de ropa, se maquillara y saliera por la ventana.
Pero Clodia permaneció en la cama, tosiendo y temblando bajo dos mantas y una colcha de dril.
– ¿Te encuentras mal?
Hubo un silencio extraño. Casi no se habían hablado durante esas semanas. Eran como dos extrañas compartiendo habitación y de pronto Anaíd había formulado una pregunta personal.
– Hace mucho frío -respondió Clodia al cabo de un ralo-. ¿No lo notas?
Estaban en pleno verano y la temperatura en la isla era bochornosa, casi asfixiante, sobre todo para Anaíd, acostumbrada al clima de alta montaña.
– Estás enferma.
– No… -contradijo la otra de inmediato, a la defensiva.
Pero sin que Anaíd objetara nada, ella misma rectificó:
– O a lo mejor sí…
– ¿Se lo has dicho a Valeria?
– ¡Ni se te ocurra!
Anaíd calló y Clodia continuó abriéndose como una ostra, lentamente, dolorosamente.
– Enfermé la noche de la tormenta, cogí un resfriado y aún lo arrastro. Duermo fatal.
– ¿Y te duele algo?
– Los huesos, el pecho al respirar, la cabeza.
El mismo esfuerzo de hablar le provocó un ataque de tos. Anaíd se levantó y le pasó su mano por la frente. Estaba fría, glacial. ¡Qué extraño! No tenía ni gota de fiebre. Al retirar la mano Clodia la retuvo.
– No, déjala, me alivia el dolor.
Anaíd se sintió reconfortada. Clodia le pedía que curase su jaqueca. Le impuso las manos en su frente helada y absorbió el frío que la impregnaba sintiendo cómo se apoderaba de su cuerpo y oprimía su corazón. Clodia dejó de temblar y sonrió. Eso le bastó para animarse a continuar. Anaíd, con renovadas fuerzas, palpó con pericia el cráneo de Clodia y, poco a poco, sus dedos se fueron prolongando mágicamente hasta que penetraron en todos y cada uno de los inflamados nervios de su cerebro. Con la punta de sus yemas podía sentir cómo se disolvían las tensiones y la sangre volvía a circular fluidamente. La respiración de Clodia, antes agónica, se regularizó y su rostro se relajó mientras sus ojos se cerraban al impulso del aleteo inconsciente de sus pestañas.
Anaíd la contempló. Así dormida, con los negros cabellos rizados sobre la almohada enmarcando el óvalo dulce y pálido de su cara, le recordó al icono de una Virgen ortodoxa.
Anaíd vio a una chica enamorada que sufría porque su madre la tenía prisionera a causa de su condición de bruja. Lamentó no poder ser su amiga.
Al regresar a su cama un terrible escalofrío la sacudió de pies a cabeza. Sentía frío, un frío terrible. Temblaba como una hoja y le castañeteaban los dientes. El frío de Clodia se había instalado en su cuerpo. Abrió el armario, sacó su jersey y al ponérselo sintió un bienestar inmediato.
Agotada, completamente exhausta, se dejó caer en la cama y cerró los ojos.
Se despertó horas más tarde sudando a mares y sintiendo un fuerte escozor en la piel. Claro, la lana áspera del jersey. ¿Se había dormido en pleno verano con un jersey puesto? Y al intentar quitárselo sintió ese desagradable olor acre, el mismo que había olido en la fiesta de los amigos de Clodia. Algo, su instinto, le aconsejó no moverse.
Y entonces oyó los gemidos de Clodia y sus sollozos. Parecía dormida y aterrorizada por alguna pesadilla. Pero cuando Anaíd quiso levantarse para consolarla, se dio cuenta de que el cuerpo, su cuerpo, no le respondía. Sintió el horror de la inmovilidad. Por más que daba órdenes a sus miembros, su cuerpo era como un fardo inerte y sordo. Ni siquiera sus ojos la obedecían y permanecían cerrados. Pensó que estaba en las profundidades de un sueño y se propuso despertar, pero el olor era muy intenso y el sollozo de Clodia era real. Así pues, estaba despierta. ¿Qué sucedía?
Un conjuro. Era víctima de un conjuro.
Hizo un intento desesperado por librarse del peso de su parálisis concentrando todas sus energías en sus párpados. Una de las lecciones de Criselda había sido ésa. Cuando el pánico te disperse los sentidos, concentra tus fuerzas en un solo punto.
Sus párpados pesaban como un carro cargado de piedras, abrir sus párpados suponía el esfuerzo de cien hombres alzando una persiana de hierro. Arriba, arriba, ya…
Lo había conseguido. La habitación estaba en penumbra y los peluches y muñecos de Clodia alineados en sus estanterías proyectaban fantasmagóricas sombras sobre la pared. Anaíd parpadeó. Con gran esfuerzo giró el cuello lentamente y consiguió distinguir por espacio de unos segundos la cama de Clodia. Sentada en ella, una sombra tan esperpéntica e irreal como las que se proyectaban sobre la pared, la sombra esbelta de una mujer de largos dedos hurgando en el pecho de Clodia.
Anaíd quiso ahuyentarla, pero debió de hacer algún movimiento y la mujer, alertada por el ruido, clavó su mirada en ella. Anaíd se hundió en una terrible pesadilla.
Anaíd sudaba. La cocina ardía, el sol del mediodía ardía y sobre todo le ardía la cara de vergüenza por lo que estaba haciendo.
– No soy ninguna chivata, no quiero que pienses que voy por ahí chivándome sobre lo que hacen o dejan de hacer las otras chicas, pero fíjate, Clodia está pálida, ojerosa y tose. Le duele la cabeza y por las noches sufre pesadillas.
Valeria la escuchaba controlando el tiempo del asado en el horno.
– Ya, ya me he dado cuenta. Le prepararé una poción reconstituyente. Ha cogido un buen resfriado.
Anaíd insistió.
– Le duele el pecho y sufre pesadillas.
– ¿Y los huesos? ¿Se queja de los huesos?
– Sí.
– Lo que me temía, un estado gripal.
Anaíd se retorció las manos apurada.
– Anoche me pareció ver una sombra en la habitación.
Valeria, que había estado más atenta a la salsa del asado que a la gravedad de las palabras de Anaíd, esta vez se detuvo y cerró inmediatamente la puerta del horno.
– Habla claro, no me gustan las insinuaciones.
– Sospecho que una Odish la está desangrando.
Valeria enmudeció.
– ¿En esta casa?
– Sí.
– ¿A mi propia hija?
– Sí.
– ¿Cómo?
– Aprovecha que te ocupas poco de ella para distraer su atención.
Valeria, habitualmente tranquila, se enfureció. Anaíd dio un paso atrás al notar su ira.
– No te sobrepases, Anaíd. El que te trate como a una hija no te da derecho a opinar sobre la forma en que me ocupo de mi familia. ¿Entendido? Si he descuidado a Clodia, ha sido por ti. Recuérdalo.
– Yo no quería ofenderte, pero…
– Discúlpate.
– Lo siento.
– Y no quiero oír ni una palabra más sobre ese absurdo. Ninguna Odish se atrevería a desangrar a una niña ante mis narices.
Anaíd se llevó las manos a las mejillas más avergonzada si cabe que al principio de su alocución. Se había equivocado, en la forma y en el contenido. No se atrevía a confesarle a Valeria las continuas escapadas nocturnas de Clodia, sus amores secretos ni su desobediencia temeraria al despojarse del escudo protector. Si Valeria lo supiera, a lo mejor tomaría en serio sus sospechas e investigaría. Pero hablar más sólo significaría convertirse en una miserable chivata.
Durante toda la tarde, mientras preparaban el escenario de la ceremonia de adivinación, encendían los troncos e iban a buscar al conejo, notó a Clodia pálida y distante. La rehuía, se alejaba si Anaíd se acercaba a ella o fingía no oír sus palabras y le negaba las respuestas. Volvía a ser la misma Clodia antipática de siempre.
En cambio Valeria estaba mucho más atenta y deferente con su hija. Le ofreció el átame para que oficiara el rito y sujetó con fuerza al conejo. Clodia, con mucha entereza, lo clavó de un golpe y, con pulso firme, le rebanó el cuello. Anaíd estaba acostumbrada al sacrificio de cerdos, gallinas y conejos, pero en Urt ninguna chica de la edad de Clodia se atrevería a tomar el cuchillo y a usarlo con tanta precisión. Valeria le tendió la palangana de plata y Clodia la colocó de forma que la sangre del animal fuera goteando y salpicando de rojo el bello metal.
Luego, Clodia ofreció el átame, el cuchillo de doble filo, a Valeria, quien de un certero tajo abrió en canal al moribundo conejo y extrajo sus vísceras calientes. Madre e hija las extendieron sobre una bandeja argentada y ahí quedaron esos retazos de palpitos de vida, desnudos, laberínticos y repletos de recovecos y misterios.
Clodia y Valeria fueron discerniendo con mudos asentimientos los signos que descubrían en el color, la textura y la forma del hígado y los intestinos. Actuaron con tal complicidad que Anaíd se sintió a la fuerza excluida y se arrepintió de haber abierto la boca.
Nunca aprendería a morderse la lengua a tiempo. Al fin y al cabo, qué le importaba a ella esa presumida mentirosa.
Clodia, tomando la iniciativa, formuló el augurio.
– El lugar adecuado para que te comuniques con Selene es en las latomías. En Siracusa.
– ¿Las latomías? -preguntó Anaíd con extrañeza-. ¿Qué son las latomías de Siracusa? -repitió.
Y tras hacer la pregunta miró de reojo a Clodia esperando una respuesta mordaz a su analfabetismo. Pero Clodia estaba pálida y ojerosa y permaneció en silencio ignorándola. Era una forma de desprecio mucho más sofisticada. Anaíd no existía. Valeria respondió por las dos.
– Las latomías son las grutas excavadas en las antiguas minas calizas de las que se extrajo la piedra que permitió levantar los más bellos edificios de Siracusa. El templo de Júpiter, el teatro, la fortaleza de la Ortigia. Siete mil atenienses fueron hechos prisioneros durante las guerras contra Atenas y confinados en las latomías antes de ser vendidos como esclavos.
– ¿Y ahí me comunicaré con Selene?
– Eso dicen los augurios.
Criselda las interrumpió entrando en la sala con una bandeja que contenía una jarra y cuatro vasos y, sin pretenderlo, resbaló con unas gotas de sangre derramadas y trastabilló. Era tan precario el equilibrio de la pobre Criselda que, aunque intentó sujetarlos, los vasos fueron cayendo uno a uno en el suelo y estrellándose contra él. Valeria y Clodia se quedaron inmóviles contemplando el estropicio. Criselda se disculpó como pudo y se agachó a recoger los pedacitos, pero se detuvo ante el grito de Valeria y Clodia.
– ¡Nooo!
Las dos estaban horrorizadas.
– ¿Qué ocurre?
– ¡No lo toques! Antes debemos formular un conjuro para contrarrestar el mal augurio.
– ¿Qué augurio?
Clodia no podía creerlo.
– ¿Acaso no lo ves? ¿Acaso no lo estás viendo?
Criselda, al desentrañar el misterio de los cristales esparcidos sobre la baldosa color miel, también se llevó las manos a la boca. Clodia señaló el suelo.
– Veo una muerte próxima. Una muerte terrible y espantosa.
Valeria le atenazó un brazo.
– Veo fuego, un fuego destructor que arrasará y pondrá en peligro la vida.
Clodia se tapó los ojos.
– Veo dolor, dolor y llanto, lágrimas de pena y sufrimiento.
Anaíd se fijó en Criselda, que permanecía encogida y angustiada mientras escuchaba las amenazadoras palabras de Clodia y Valeria. El prestigio de los oráculos etruscos le bastó para creer en el mal presagio de muerte y desolación que anunciaban. Anaíd coincidió con Criselda: la inminencia de un suceso terrible flotaba en el ambiente. Y ambas, Criselda y Anaíd, se miraron a los ojos estupefactas al darse cuenta de que se estaban comunicando por telepatía.
Nadie tuvo hambre esa noche para degustar el guiso de conejo.
Anaíd conjuró un escudo protector sobre la habitación que compartía con Clodia para aislarla. Pero tuvo que esperar a que Clodia se metiese en cama. Luego se mantuvo despierta y vigilante. Clodia respiraba agitada.
– ¿Quieres que te dé un masaje para descansar mejor?
Pero la respuesta de Clodia fue agresiva.
– No me toques, chivata de mierda.
Anaíd se encogió en su cama. No era justo, la estaba protegiendo. Ahora Clodia focalizaba su rabia contra ella en lugar de hacerlo contra Valeria o las Odish.
El sueño de Clodia fue intermitente, con continuos estertores y despertares bruscos. Sentía ahogos, decía que le faltaba el aire, se acercaba a la ventana, aspiraba una migaja de brisa, sin asomarse siquiera, y luego, inquieta, regresaba a la cama.
Hacía rato que el olor acre impregnaba el jardín y se superponía al aroma de los jazmines y las glicinas.
Anaíd estaba alerta.
La ansiedad desbocada de Clodia provenía de esa presencia. La Odish no podía franquear la entrada ni formular su conjuro sin la fuerza de su mirada. Permanecía fuera lla-mando insistentemente a Clodia, como una vaca a su ternero, y Clodia se desvivía por obedecerla. De pronto Clodia se puso en pie dispuesta a vestirse.
– ¿Adonde vas?
Anaíd se interpuso entre Clodia y su ropa. Las manos de Clodia pugnaban por alcanzar sus vaqueros.
– Bruno. Bruno está enfermo, Bruno me necesita.
Anaíd encendió la luz.
– ¿Cómo lo sabes?
– Lo sé, soy bruja, como tú. Lo sé. Es el presagio de muerte. Anuncia la muerte de Bruno.
– Te equivocas.
– Cállate.
Pero Anaíd no estaba dispuesta a callar. Apagó la luz, tomó a Clodia de la mano y la acercó a la ventana. En la sombra del jardín se perfilaba claramente la silueta de una mujer.
– ¿La ves?
– Claro que la veo. Es la prima de Bruno, me ha venido a buscar.
– ¡Estás loca! Es una Odish. Te está desangrando, por eso estás tan pálida y ojerosa y gimes en sueños y sientes ese dolor en el corazón. Enséñame tu pecho y te mostraré la herida.
– Déjame, no me toques.
Anaíd retiró las manos. Clodia, muy alterada, tosía y respiraba con dificultad.
– ¿Por qué no puedo salir de esta habitación?
Anaíd no podía engañarla.
– He formulado un conjuro de protección para que nadie te haga daño.
Clodia se llevó la mano al pecho, estaba muy agitada. Se paseó durante unos minutos como un león enjaulado, arriba y abajo de la pequeña habitación. Finalmente, se detuvo ante la ventana unos instantes, pareció reflexionar, luego se sentó y dejó caer la cabeza sobre el pecho.
– ¿Me estás diciendo que la prima de Bruno es una Odish y que me está desangrando?
Anaíd se relajó. Por fin, por fin comenzaba a aceptar su situación.
– La vi anoche en tu cama, en esta habitación.
– Y por eso has hablado con mi madre. Querías protegerme.
Anaíd afirmó. Clodia se llevó las manos a la cabeza.
– ¡Oh, qué tonta he sido! Ya lo entiendo. Sólo querías ayudarme.
Anaíd le tomó la mano, estaba helada.
– Anda, abrígate y descansa.
Le ofreció su jersey de lana para hacer las paces. Clodia lo aceptó y se lo puso con una sonrisa de agradecimiento, pero no se metió en la cama.
– ¿El escudo no me impide ir al baño, verdad? Me estoy meando.
Anaíd deshizo el conjuro por unos instantes.
– Vale, ya puedes salir, pero deprisa, o la Odish podría colarse en la habitación y paralizarme con su mirada.
– De acuerdo -y Clodia salió de puntillas hacia el baño.
Anaíd hizo guardia desde la ventana controlando los movimientos de la Odish. Se estaba alejando de la casa y se dirigía hacia el coche aparcado en la callejuela. Anaíd suspiró aliviada. Desistía.
Se retiró de su mirador al oír el sonido de la cadena del baño y se preparó para conjurar de nuevo el escudo… Pero de pronto la sorprendió el eco de unos pasos precipitados y el ruido sordo de una puerta al cerrarse. ¿Qué ocurría?
Se asomó a la ventana con una terrible premonición. Efectivamente, era Clodia huyendo descalza y en pijama a través del jardín en dirección al coche que la esperaba con el motor encendido y la portezuela abierta. La había engañado, era más astuta de lo que parecía.
Anaíd gritó, pero el grito no la eximió de actuar. Tomó su átame y su vara de abedul. Saltó por la ventana, se deslizó por el tronco del ciruelo hasta el suelo del jardín, salió corriendo tras Clodia y, una vez en la calle, actuó instintivamente. Formuló un conjuro de ilusión. Al cabo de nada estaba sentada al volante del coche de Selene. Esta vez no tuvo problemas en maniobrar. Salió zumbando tras el turismo blanco de la Odish que se destacaba claramente sobre la carretera zigzagueante. Anaíd no encendió los faros y se mantuvo a una prudente distancia.
El turismo se desvió de la carretera comarcal y tomó una pista de tierra roja, era un camino forestal que ascendía lentamente por la ladera sur del Etna, el majestuoso volcán de la isla. Anaíd conducía con miedo a sabiendas de que cualquier vacilación supondría el fin del conjuro de ilusión. Se convenció firmemente de que conducía el auténtico coche de Selene y siguió durante un largo trecho el punto blanco que iba guiándola a lo lejos.
Por fin el coche se detuvo y las luces se apagaron. Anaíd abandonó el conjuro y siguió a pie. Al evaporarse la ilusión del vehículo se sintió desprotegida, pero ahora el bosque ya no era un murmullo de sonidos inquietantes. Ahora distinguía las voces de todos aquellos que cazaban en las sombras, los carroñeros protegidos por la oscuridad.
Caminó arropada por el ulular del búho y el canto de la lechuza, y respondió al berrido de un joven ciervo macho que limaba sus astas contra los troncos preparándose para la berrea otoñal.
Se dirigió hacia la lucecilla proveniente de una cabaña de pastor. Su avance fue lento y cauto. No tenía ningún plan excepto impedir que Clodia muriera. Mientras avanzaba, segura de su posición, efectuó una llamada telepática. Llamó a Criselda, consciente de que la habría alertado con su grito, y supuso que en esos momentos Valeria ya habría renunciado a su maldito orgullo y habría urdido la forma de rescatar a Clodia. Sintió la respuesta de Criselda advirtiéndola del peligro y aconsejándole precaución.
Anaíd se propuso esperarlas, pero desde el resquicio de la puerta el panorama era desolador. Clodia estaba blanca como el papel y gemía en sueños con voz cada vez más débil. Su estertor era agónico y la Odish, sin ningún recato, acariciaba su pecho desnudo y se relamía la boca de la que goteaban unas pequeñísimas perlas sonrosadas. Sangre. Anaíd hubiera soportado esa escena de no haber sido por la intención turbia y cruel de la Odish, que con sus blancas y elegantes manos de largos dedos abrió un ojo de Clodia, un ojo extra-viado, y palpó el globo ocular con la evidente intención de arrancarlo.
Tenía que impedirlo.
Apenas una mesa y cuatro sillas de madera, un arcón y un lecho junto al hogar conformaban el interior de la pequeña cabaña de piedra. En el suelo, tirado de cualquier manera, el jersey. Anaíd lo estudió todo con rapidez y confió en el efecto sorpresa de la incursión.
Un, dos, tres.
Penetró en la pequeña cabaña abriendo la puerta de par en par y lanzó un conjuro de oscuridad a la lamparilla de petróleo que colgaba de una viga.
No quiso mirar a los ojos de la Odish. Sabía que si la miraba estaría perdida, se amparó en la oscuridad y controló los movimientos de su oponente situándose a la espalda de la Odish, de forma que el débil resplandor de la luna, en cuarto menguante, iluminara la silueta de su enemiga y mantuviera su propio cuerpo al amparo de la zona más oscura. Durante unos instante supo que la había desconcertado. La Odish se detuvo y lanzó a Clodia al suelo mirando fijamente hacia el rincón de la cabaña donde se ocultaba Anaíd. Anaíd no pretendía atacar, lo más importante era ganar tiempo para salvar la vida de Clodia.
– ¿Te escondes de mí? ¿Me tienes miedo tal vez?
Anaíd se impidió escuchar las palabras de la Odish. Su voz era acariciadoramente dulce e inducía al engaño.
En efecto. Había sido una maniobra de distracción, pero la Odish no pudo coger a Anaíd por sorpresa. Las enseñanzas de Aurelia y su adiestramiento le habían servido para prepararse ante cualquier contingencia. El cuerpo de Anaíd, al sentir la acometida, se desdobló en tres. La Odish alcanzó con su vara una réplica de Anaíd.
– Vaya. Conoces el arte de la lucha del clan de la serpiente.
Anaíd no respondió. Sentía la fuerza de la Odish midiendo la distancia de su escudo protector. Era poderosa. Era terriblemente poderosa y ese intenso olor acre que ahora sentía tan cerca y que ofendía a sus sentidos se acrecentaba por momentos. Estaba urdiendo estrategias de ataque. Atacó de nuevo, y esta vez, a pesar de que Anaíd saltó a un lado y se desdobló, no pudo evitar que el roce de la vara de la Odish reabriera la herida oculta de su pierna, la que le ocasionó el corte de la campana y que ahora, como la primera vez, le produjo un dolor lacerante.
Sin darse un respiro y tomándola por sorpresa, Anaíd la atacó con su átame, su cuchillo de doble filo que sólo servía para trazar círculos y cortar ramas. Fue un gesto espontáneo que consiguió su propósito, sintió cómo el cuchillo se hendía sobre la mano de la Odish y oyó caer un objeto al suelo, pero no se entretuvo a averiguar qué era ni la importancia de la herida que había causado. La Odish gritó y su grito resonó en la noche. Ojalá se desmayase por el dolor y permitiese a las otras Omar llegar a tiempo.
La Odish se detuvo, estaba jadeando y se sujetaba la mano con rabia. Anaíd sintió el sonido de una tela al rasgarse. Se estaba fabricando un torniquete con un trozo de camisa. Le habría cortado un dedo o una falange.
Anaíd apenas podía dar un paso. Supo que no tenía fuerzas para restañar el daño de su antigua herida. Lo único que podía hacer era arriesgar el todo por el todo y atacarla definitivamente. Se lanzó con toda su energía contra la Odish, pero esta vez la esperaba. La estaba esperando. Con un aullido de loba, Anaíd blandió su atame y atacó, pero su átame, al contacto con la piel de la Odish, estalló en mil pedazos. Una esquirla se hundió en el brazo de Anaíd, que se retiró unos pasos sintiéndose perdida.
Podían oír sus mutuas respiraciones entrecortadas. Esperando la reacción de la otra, el próximo ataque.
– Eres una serpiente muy poderosa.
– No soy una serpiente.
Anaíd decidió hablar. No escucharía sus mentiras ni creería la bondad de sus palabras, pero la entretendría.
Apenas podía moverse. El veneno, aquel dolorosísimo veneno que penetrara en su cuerpo hacía ya tiempo, se había activado y se estaba extendiendo al resto de sus miembros. Necesitaba algún antídoto.
– Entonces, qué eres.
– Soy una loba. Mi nombre es Anaíd del linaje Tsinoulis.
– ¿Del linaje Tsinoulis? ¿Del linaje de Selene Tsinoulis?
– Soy su hija.
– ¿La hija de Selene?
Descubrió la sorpresa que sus palabras causaron en la Odish. ¿No lo sabía? Era extraño. Su llegada a la isla había sido anunciada a bombo y platillo y las delfines no eran precisamente discretas.
– ¿Eres realmente la hija de Selene?
– Y la nieta de Deméter.
– Yo soy Salma.
Anaíd se moría de miedo. Si Salma descubría su indefensión acabaría con ella en pocos segundos. Sin embargo la había desconcertado. ¡Bien, Anaíd!, se dijo. La Odish no es de piedra. Venga, a qué esperas, mete el dedo en su llaga.
– ¿Y cómo una bruja tan poderosa como Salma no sabe que la hija de Selene está durmiendo todas las noches junto a Clodia?
Salma no respondió inmediatamente. Jadeó. Estaba desconcertada. Había algo que se le escapaba, pero si se sentía traicionada o insegura lo disimuló a las mil maravillas. Rió alegremente. Una risa hueca y falsa, pero que tenía la virtud de lavar las afrentas y distender los ánimos. Anaíd se sintió engañosamente reconfortada. Sin darse cuenta disminuyó su nivel de adrenalina y distrajo sus defensas. Justo lo que pretendía Salma.
– Selene, tu madre, os ha traicionado a todas. Te abandonó por su propia voluntad.
– ¡Eso no es cierto! -saltó Anaíd olvidando todo lo que debía haber recordado.
Salma, en la oscuridad, se estaba relamiendo de gusto.
– Selene ama la sangre tanto como yo. Aspira a la inmortalidad y quiere mantener su belleza eternamente.
Anaíd se tapó los oídos, no quería oír, pero a pesar suyo había oído suficiente. Las piernas le flaqueaban y Salma se acercaba a ella, podía sentir su quemazón, acariciando su escudo y burlando sus defensas, la opresión en su pecho se acentuó. Su respiración se hizo entrecortada.
– Selene no te quiere con ella, te rechaza, te ha olvidado para siempre. Lamenta haber tenido una hija y me pidió que me ocupase de ti. Desearía que tu sangre sirviese para algo.
Un sollozo sacudió a Anaíd y la hizo caer al suelo. La zarpa de Salma se hundió en su pecho y de un brusco tirón arrancó su coraza. Anaíd levantó la cabeza implorante y sus ojos toparon con los ojos de Salma. Sintió una terrible punzada en sus entrañas y cayó inconsciente.
Despertó a los pocos momentos. ¿Había pasado una hora, unos minutos, unos segundos? No lo sabía. Salma peleaba a gritos con alguien. ¿Habían llegado las Ornar? ¿Qué estaba pasando? Simuló yacer inconsciente y aguzó el oído. Escuchó unas voces airadas que se entrecruzaban por encima de su cuerpo. Salma estaba furiosa, muy furiosa.
– ¡Me engañaste! No me dijiste que la hija de Selene estaba en Taormina. La aislaste con tu conjuro. Ese maldito jersey que la protegía lo utilizaba Clodia, por eso no pude acabar con ella.
La respuesta produjo en Anaíd el mismo efecto que una bofetada. Era Cristine Olav. La voz cálida y maternal de Cristine.
– ¡Es mía! ¡Me pertenece!
– ¿Y qué piensas hacer con ella?
– Eso a ti no te importa, vieja bruja. Déjala.
– ¿Te has vuelto sentimental?
– Acaba con Clodia, pero devuélveme a Anaíd.
– La ocultaste, evitaste que ninguna de nosotras conociese su paradero y la protegiste como una gallina clueca.
– La quiero para mí sola -insistió Cristine Olav.
La risa de Salma resonó en la pequeña cabaña.
– Qué risa, pero qué risa me da. A mí no me engañas bruja. Esa niña es algo más que una pequeña Ornar.
– ¡Eso no es asunto tuyo!
– ¿Ah no? Te equivocas. Ya he hundido la maldición en su cuerpo.
Salma levantó a Anaíd del suelo, como si fuera un fardo, y hurgó con su mano fría en sus entrañas.
– ¡Déjala! -protestó la señora Olav tomándola de un brazo e intentando arrancarla de Salma.
Anaíd sintió cómo su corazón se encogía y se encogía a medida que Salma exprimía su sangre y Cristine tiraba de ella. Moriría. Y moriría sin saber si Selene la quería, si la señora Olav la quiso alguna vez. El dolor del desamor y la traición pudo más que el dolor de la pérdida lenta de la vida. Se levantó de un salto y gritó con todas sus fuerzas venciendo la punción de Salma y rechazando la mano de la señora Olav.
Fue una explosión de rabia que surgió de sus entrañas. Anaíd deseó que el mundo entero temblara con su dolor, que la tierra escupiera fuego y que Salma y Cristine fueran abrasadas por ese fuego junto con ella y su pena.
¿Por qué? ¿Por qué lo que más daño le hacía era dudar del amor ajeno?
Y la tierra tembló. Una vez, dos, tres. Los temblores cada vez eran más rotundos. El Etna dormido había despertado y escupía fuego y lava. El rugido grave del cono del volcán heló la sangre a Anaíd. Salma y Cristine enmudecieron. El suelo se resquebrajaba y las tejas de la frágil cabaña caían aquí y allá. Anaíd saltó sobre Clodia y rodó con ella bajo el camastro. Poco después el techo se desplomó entero a tiempo para que dos siluetas de gata saltasen ágilmente por la ventana.
La tierra escupía lava y fuego y de sus entrañas surgió un extraño objeto brillante, una vara labrada en oro.
La gata moteada se detuvo y se transformó en una hermosa mujer. Tomó el objeto brillante y huyó con él.
Bajo los escombros, cubierta de polvo y humo, Anaíd sintió cómo unos brazos fuertes la levantaban en vilo, palpaban su pulso y susurraban palabras tranquilizadoras a su oído.
– Están vivas, aún están vivas.
La voz de Valeria fue lo último que oyó antes de perder la conciencia.