CAPÍTULO XXXI

La elegida

Las orillas del lago estaban repletas de hermosas mujeres peinando sus cabellos y contemplando sus reflejos en las aguas.

Anaíd sintió cómo su corazón se paralizaba. Algo le decía que una de ellas era Selene.

¿Pero cuál? No podía distinguir el rojo intenso de sus cabellos. La luz matizaba los colores e impedía los contrastes. Anaíd comenzó lentamente su búsqueda susurrando quedamente:

– ¿Selene? ¿Has visto a Selene?

Las anjanas se lamentaban de la antipatía de Selene, pero no la ayudaban. Indicaban con un gesto vago y continuaban con su baño inacabable… Hasta que al doblar el recodo y salvar el sauce, la vio.

Estaba arrodillada junto a la orilla. Peinaba con mirada extraviada sus largos cabellos oscuros mientras cantaba, o tal vez tarareaba, una vieja canción. Una canción que Anaíd recordaba de niña. Era ella. Era Selene.

– ¡¡¡Mamá!!! -gritó lanzándose a sus brazos.

Pero Selene no los abrió. Al revés. Se protegió replegando sus brazos sobre sí misma, encogiéndose asustada.

– Soy yo, mamá, soy Anaíd, por favor -insistió, suplicando por que su madre la reconociese.

Selene tenía ojos de loca, los ojos perdidos de los que han vagado por tantos mundos que ya no saben regresar. Miraba atentamente al fondo del lago.

– Se me ha caído, se me ha caído y no puedo recogerlo. Nadie me ayuda, quiero que alguien me ayude.

Anaíd siguió la mirada de su madre y distinguió en el fondo del lago una especie de rama dorada, medio oculta por los juncos y el cieno. El lago era profundo y sus aguas tan frías que nadie que se atreviese a zambullirse sobreviviría a sus bajas temperaturas. No. Era imposible recuperar el objeto que Selene reclamaba.

– He venido a buscarte, tenemos que irnos -susurró Anaíd tomándola de la mano.

– Déjame, no me iré sin mi cetro -la rechazó Selene con fuerza.

Y se inclinó sobre el lago de nuevo dando la espalda a Anaíd. Las anjanas se rieron.

– Selene quiere su cetro para ser la más hermosa de todas.

– Y la más poderosa.

– Para acabar con las Tsinoulis.

– ¡Callaos! -rugió Selene con odio.

Anaíd se estremeció. La voz de su madre era diferente a como ella la recordaba. No había ni asomo de ternura. Tenía un sonido metálico como el de las monedas tintineando en el billetero.

– Mamá -pronunció Anaíd a duras penas, masticando las sílabas.

Le costaba, pero no estaba dispuesta a renunciar a Selene a la primera.

– ¿Qué quieres?

– Te quiero a ti, te quiero, mamá.

Selene se giró rauda, como una serpiente al atacar, y su rostro quedó a tan sólo un milímetro del de Anaíd.

– Si me quieres, si me quieres de verdad, devuélveme mi cetro.

Anaíd miró al fondo del lago de aguas violetas. Se fue desnudando lentamente hasta que toda su ropa quedó en la orilla.

– No lo hagas, niña tonta, te destruirá.

– No le devuelvas el cetro, eso es lo único que desea.

Pero esta vez fue Anaíd quien las ordenó callar.

– ¡Silencio!

Luego miró a Selene y preguntó:

– Si consigo tu cetro, ¿vendrás conmigo?

Selene la miró sin verla y asintió con gesto de loca.

Anaíd tomó aire y, desde la roca, se zambulló limpiamente. Las aguas del lago se enturbiaron y se tragaron el cuerpo de la niña.

De pronto, Selene extendió los brazos hacia el agua. No veía el fondo del lago, no podía ver la rama dorada que tenía su voluntad encerrada.

– Anaíd, Anaíd, ¡vuelve! Anaíd, Anaíd…

Una lucecilla de miedo había prendido en su pupila y el horror estaba adueñándose de su conciencia.

Las anjanas se reían indiferentes a su angustia.

– El lago se ha tragado a Anaíd.

– El lago se ha cobrado su presa.

– El lago no devuelve nunca a sus víctimas.

– Quedan prisioneras de los juncos y sus cabellos se enredan en las ramas.

– Nunca regresan de las frías aguas.

Selene recobraba poco a poco su memoria, imposible calcular el tiempo, pero Anaíd no salía, Anaíd no regresaba a la superficie. Selene palpó la ropa que la niña había dejado en la orilla y la acercó a su rostro. La olió, como haría cualquier loba, y lanzó un aullido de dolor. De pronto, unas burbujas en la superficie desviaron su atención. Una enorme trucha con ojillos inteligentes sostenía entre su boca el cetro. Selene, dudosa, alargó su mano y lo tomó. La trucha, de un potente salto, salió del lago y fue a caer en su regazo convulsionándose en un aleteo agónico. Se ahogaba, y Selene no sabía cómo ayudarla. Era Anaíd.

– Mi niña, mi niña bonita, mi pequeña Anaíd…, vuelve, mi pequeña, Selene te cantará tu canción y te mecerá entre sus brazos.

Y Selene la acarició, la acunó y cantó en un susurro mientras las convulsiones de la trucha cesaban y sus aletas se transformaban en largas piernas y brazos delgados, y sus

escamas se cubrían de la piel blanca y azulada de Anaíd.

– ¿Anaíd?

– Soy yo -murmuró la niña agotada por el esfuerzo.

Selene la abrazó con ternura. Estaba regresando lentamente a los recuerdos vagos de su otra vida.

– Anaíd, hija.

– Mamá -respondió Anaíd temblando de frío y arrebujándose en la tibieza de su pecho.

Y el abrazo cálido acabó de disolver los témpanos de indiferencia que se habían apoderado de la rutina de loca de Selene.

– ¿Qué haces aquí? ¿Cómo has venido?

Anaíd miró su reloj. No había tiempo que perder.

– He cabalgado sobre el último rayo de sol y debemos regresar con el primero. Vamos.

Pero Selene no la escuchaba, su mirada se había detenido en el cetro que ella misma había dejado caer sobre los guijarros. Lo cogió, lo secó con su vestido y lo agitó.

– La profecía.

Anaíd no comprendió.

– Se está cumpliendo la profecía -musitó de nuevo Selene.

Palpó la bolsa de cuero de su hija, extrajo su átame de piedra de luna y proclamó:

– Cabalgará el sol y blandirá la luna.

Y Anaíd fue comprendiendo lentamente, demasiado lentamente. Selene abrió el medallón que Anaíd llevaba al cuello y sonrió al contemplar su fotografía de niña.

– Mi pequeña. No quise traer ni siquiera tu imagen a este lugar, pero deseaba tanto tenerte conmigo…

Anaíd temblaba.

– ¿Viniste por tu propia voluntad?

– Así es.

– ¿Y no luchaste contra las Odish?

– No. Sólo quería alejarlas de ti.

Anaíd tenía que asumir tantas informaciones que no se sentía capaz de asimilarlas.

– ¿Por qué?

– Para distraerlas. Les hice creer que era tentada, así fijaban su atención en mí y se alejaban de la verdadera elegida.

– Así pues, ¿no eres la elegida?

Selene se la quedó mirando con la convicción de los que creen.

– ¿Aún no te has dado cuenta?…

Anaíd temblaba de frío y de miedo.

– La elegida eres tú, cariño.

– No, no puede ser -negó Anaíd con severidad al sentir cómo el miedo la atenazaba.


Y Selene recitó con voz melodiosa la profecía de O:

Y un día llegará la elegida, descendiente de Om.

Tendrá fuego en el cabello,

alas y escamas en la piel,

un aullido en la garganta

y la muerte en la retina.


Cabalgará el sol

y blandirá la luna.


Anaíd la escuchaba en silencio. No podía ser, Selene estaba equivocada.

– Anaíd, puedes ver a los espíritus de los muertos y puedes comprender a los animales y hablar su lengua. Eres la elegida. Lo supe cuando eras muy niña. Un cometa anunció tu nacimiento.

Pero Anaíd no lo asimilaba, ella no tenía fuego en el cabello. A no ser que… Una sospecha cruzó rápida por su mente. Selene adivinó lo que estaba pensando. Le mostró su medallón y el pequeño mechón rojo.

– Este cabello rojo es tuyo, Anaíd. Te lo corté cuando eras niña.

– ¡No es verdad! ¡Mientes! -se resistió Anaíd.

Pero Selene insistió:

– Siempre teñí tu cabello y el mío. Los intercambié. Ahora tus raíces deben de ser rojas, otra vez.

Anaíd fue comprendiendo. Recordó el estupor de Elena al verla con el pelo limpio.

– Entonces, entonces tú… las engañaste adrede.

– Deméter y yo decidimos protegerte y confundirlas haciéndoles creer que yo era la elegida. El cometa que las Odish detectaron apareció hace quince años, cuando tú naciste.

Anaíd se sintió peor.

– ¿Te dejaste atrapar por mí?

Selene intuyó que Anaíd estaba a punto de desmoronarse.

– Anaíd, mira tu reloj. Aquí no transcurre el tiempo. Debes regresar, yo protegeré tu huida. Vístete.

Y mientras iba poniéndose la ropa, Anaíd continuó insistiendo. No estaba dispuesta a renunciar a ella fácilmente.

– He venido a buscarte y tenemos que escapar las dos.

Selene se entristeció.

– No puedo, Anaíd. Ninguna Omar ha conseguido salir nunca. Vivimos por siempre prisioneras junto al lago. Perdemos la memoria y la ilusión. Esta vez me he dejado atrapar para no sufrir. Creí que no llegarías hasta aquí. Querían que te eliminase.

– ¿A mí?

– La condesa sospecha. Por eso me llevé el cetro, por eso lo lancé al lago. Pero Salma es muy peligrosa y no te perdona que amputases su dedo.

– ¿Yo?

– Huye, Anaíd, y escóndete hasta que estés preparada para gobernar con el cetro de poder. Aún no se ha producido la conjunción, aún tienes tiempo.

El cetro brillaba con todo su esplendor. Anaíd fue a cogerlo, pero Selene le advirtió:

– ¡No lo toques!

– ¿Qué ocurre?

– No lo sé, es el cetro de O, y es tan poderoso que ha conseguido que Salma se rebele contra la condesa y que yo enloquezca.

– Está bien, no lo tocaré, pero tienes que venir conmigo. Alguien tiene que llevarlo. Llévalo tú.

– No, Anaíd, me quedaré aquí y seré bella para siempre. Cuando estés triste, acude al lago a verme. Estaré bajo las aguas, sonriendo.

– Si tú no vienes, yo también me quedaré bajo las aguas. Peinaré mis cabellos, sonreiré a los hombres y tendré ojos de loca se plantó Anaíd.

Selene se desesperó.

– No puede ser. Has recorrido un largo camino tú sola. Nunca creí que tu destino fuese llegar hasta este mundo triste, pero lo que sé es que no debes quedarte. Tu sitio está en el mundo real, junto a las Ornar. Tú eres la elegida, Anaíd, y tú deberás cumplir la profecía algún día, ¿me oyes?

– He venido a buscarte -insistió Anaíd con terquedad- y no me iré sin ti.

Selene sabía que Anaíd era tan tozuda como ella. Así pues se puso en pie.

– Está bien, te acompañaré.

Anaíd miró su reloj. Eran las cuatro y media y el sol salía a las siete. ¿Llegarían a tiempo?


Con Selene el regreso fue más fácil. Selene condujo a Anaíd sin dilaciones hacia el claro del bosque esquivando con pericia las provocaciones de las anjanas y los gritos insolentes de los duendes. Selene era una habitante más de ese mundo insólito y absurdo, pero estaba cuerda y serena y Anaíd se reconfortó al oír los argumentos que aportaban luz a las espantosas sospechas de traición que recaían sobre ella.

Al contrario de la loba, que jamás abandona a su carnada, Selene actuó como la zorra taimada, que aleja a los cazadores de sus crías y los provoca astutamente con su reclamo. Selene traicionó por tanto al espíritu de su clan y confundió a las Odish. Todas, Omar y Odish, creyeron en su condición de elegida. Selene interpretó magistralmente su personaje haciendo recaer todas las miradas sobre ella y ocultando tras su sombra rutilante y provocadoramente pelirroja a la fea Anaíd, a la pequeña Anaíd, a la bruja sin poderes a quien no valía la pena iniciar.

Pero le faltó tiempo para acabar de atar los cabos de su plan. Las Odish la secuestraron antes de que pudiese poner a salvo a Anaíd en manos de Valeria y creyó que finalmente había fracasado en su estrategia, urdida a lo largo de muchos años con su madre Deméter.

Sin embargo, tras su desaparición, el destino de Anaíd se había ido cumpliendo, inexorablemente, con contundencia, casi, casi matemáticamente.

Durante el trayecto, la fe de Anaíd había impregnado de esperanza a Selene. Estaba tan falta de futuro que ya no creía en su propia vida. Su hija le había hecho recordar y reír, sufrir y temer. Por eso, al acercarse al claro del bosque, la inquietud la acosó con fuerza.

– Ellas saben que estás aquí. Nos esperan. Intentarán impedir tu marcha -murmuró.

Anaíd también podía sentir el peligro. Eran las seis. Disponían de apenas una hora. ¿Cuánto tiempo era una hora en un espacio sin tiempo? Simplemente el que marcase su reloj.

– Anaíd, bonita, sabía que vendrías.

Anaíd y Selene se detuvieron paralizadas por la sorpresa. Ante ellas, la encantadora y dulce Cristine Olav les cerraba el paso.

– No sabes lo feliz que me siento al verte sana y salva y tan hermosa como te había concebido en mis fantasías. Selene, la impostora, nunca creyó que pudieses eclipsarla, pero así ha sido. Eres más alta que tu madre, Anaíd, más esbelta, más joven, más bella, y tienes el poder de la elegida.

Selene, pálida, tapó los oídos a Anaíd.

– No la escuches, no creas ni una palabra de lo que diga.

La risa clara de Cristine resonó en el bosque.

– ¿No le has explicado nada, Selene? Sabes que la quiero, que la quiero tanto como tú. Que no le deseo ningún mal. ¿No le has dicho la verdad?

Selene se interpuso entre ambas.

– Déjanos pasar si es cierto que la quieres.

– Ah no, Anaíd es tan mía como tuya, Selene. Me engañaste una vez, pero ya no me engañarás nunca más.

Selene se irguió como una leona y avanzó hacia la señora Olav. Echaba fuego por los ojos y hasta Anaíd se compadeció de la dulce fragilidad de la hermosa dama nórdica.

– Apártate -rugió Selene.

Pero la fragilidad era aparente. La dulce voz tenía la firmeza del acero y escondía un poder infinitamente superior al de Selene. El poder que otorgan los milenios y la inmortalidad.

– No, querida, no me apartaré ni os dejaré marchar. La compartiremos tú y yo. Como una familia. Anaíd, recuerda, ¿no te reconforté en mis brazos? ¿A que te hice feliz? Te traté como a una hija. ¿Te hice algún daño quizá? Te protegí en Taormina, velé por ti y te aislé de Salma. Yo estaba en tu armario bajo la forma de una gata. Díselo a Selene, no me cree.

Anaíd estaba confundida, la señora Olav la confundía. Decía la verdad y además ella y Selene parecían haber tenido tratos. ¿Se conocían? ¿Qué derechos reclamaba Cristine Olav?

Selene la empujó.

– No la escuches, Anaíd, está mintiendo. Huye, Anaíd, el rayo está a punto de salir. Vete de aquí. Sal de esta trampa.

Anaíd se sintió indecisa durante unos segundos; luego, segura de ella misma, miró a la señora Olav a los ojos.

– Te creo, pero déjanos marchar a las dos.

La señora Olav parpadeó. Anaíd detectó una lágrima, una pequeñísima lágrima en su pupila. ¿Era posible? Le temblaban los labios, era un temblor reflejo, producto de la emoción.

– ¿Me crees?

Selene la tomó de la mano.

– Ya basta, Anaíd, no la mires a los ojos, no…

Pero Anaíd no obedeció a su madre, sino que continuó ofreciéndose a Cristine Olav con las manos desnudas.

– Déjanos marchar.

– ¿Es eso lo que quieres, Anaíd?

– Sí.

– Está bien, marchaos.

– ¿Las dos? -quiso confirmar Anaíd.

– Si es eso lo que quieres…

Anaíd, siguiendo su impulso, abrazó a Cristine Olav y dejó que los delgados brazos de la hermosa dama la rodeasen. Sintió su calor y su afecto, y la besó en la mejilla antes de despedirse.

Luego, ante sus asombrados ojos, la señora Olav se transformó en una elegante gata blanca y desapareció.

Anaíd y Selene llegaron al claro unos minutos antes de las siete. Pero no estaban solas.

Criselda y Salma las estaban esperando.

Las cuatro enmudecieron. Salma las recibió con una sonrisa.

– Bienvenidas, creíamos que nunca llegaríais.

¿Criselda, la buena de Criselda junto a Salma? ¿Qué significaba eso? ¿Qué había ocurrido?

Anaíd y Selene las miraban alternativamente intentando discernir cuál era más peligrosa y más impredecible.

– Cumple con tu sagrada misión, vieja Omar.

Criselda sacó su átame, miró a Selene, luego a Anaíd.

– No lo haré delante de la niña. Quiero que se vaya. Una vez haya regresado al mundo real, cumpliré mi tarea.

Anaíd se negó.

– No me iré sin mi madre.

Y Salma mostró su mano de la que faltaba el dedo índice.

– La niña es cosa mía. Tengo una deuda pendiente con ella. Tú ocúpate de la elegida. Aún no se ha producido la conjunción, puedes sacrificarla, no nos sirve ni a vosotras ni a nosotras. Devolvió a un bebé con vida y me hizo creer que se alimentaba de su sangre.

Criselda, atenta a la luz que se filtraba a través del claro, lanzó una suplicante mirada a Anaíd que abarcó también a Selene.

– ¡Huid con el rayo! -chilló.

Y con una fuerza y una agilidad sorprendentes se lanzó con su atame sobre Salma.

Selene lanzó un grito y Anaíd ni siquiera llegó a comprender qué había sucedido. La extraña reacción de Criselda la había dejado desorientada. Criselda, en lugar de cumplir con su juramento de eliminar a Selene, atacaba a Salma. Quiso ayudarla y desenvainó su átame forjado en el crisol de las serpientes. Pero ya era demasiado tarde.

Criselda había caído fulminada por Salma y yacía muerta o inconsciente.

Salma la contempló extrañada.

– Nunca entenderé a las Ornar, son capaces de sacrificarse las unas por las otras absurdamente, estúpidamente.

– Hay muchas cosas que no entiendes, Salma -la provocó Selene a propósito-. A lo mejor la estúpida eres tú. Tengo el cetro. Aparta o acabaré contigo.

Anaíd vio el resquicio del primer rayo de sol apuntando entre la oscuridad del firmamento opaco. Selene también lo vio.

– Cabalga, rápido -le ordenó Selene.

Salma avanzaba hacia Selene con su vara extendida, y la hubiera herido como a Criselda de no ser por la rápida intervención de Anaíd desdoblándose en múltiples ilusiones de sí misma y alcanzándola con su propio átame de luna. Esta vez no se desintegró. El arma invencible que había forjado en las profundidades de la tierra devolvió a Salma su propio conjuro de destrucción y la hirió en un hombro con tal contundencia que la hizo gritar de dolor y soltar su vara.

El dolor de Salma desencadenó la tempestad. Los relámpagos cegaron a Anaíd y a Selene y una sombra las rodeó. El poder de Salma se manifestaba en toda su virulencia. Sentían sus zarpas oprimiéndolas, ahogándolas, exprimiendo sus corazones al unísono. Selene se abrazó a Anaíd para protegerla y Anaíd sintió el contacto del cetro en sus manos que la atraía como un imán. Sin dudarlo un instante, arrebató el cetro a su madre y lo blandió con fuerza sobre su cabeza contra Salma.

– ¡Oh, cetro! ¡Destruye a la inmortal y retórnala a los tiempos de los tiempos!

Y ahí se perdieron los recuerdos de Anaíd. Recuerdos de confusión y caos. Recuerdos de una terrible explosión y de los brazos fuertes de Selene arrastrándola hacia el rayo de sol y obligándola a cabalgar sola, recuerdos de la voz de Criselda empujando a Selene y a Apolo con ella, recuerdos de ambas, Selene y Anaíd, abrazadas sobre el primer rayo del amanecer, viajando desde el mundo sin contrastes, sin tiempo, cabalgando hacia la claridad y la luz.

Apolo, al tocar tierra, maulló al sol del nuevo día.

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