– Otra vez.
Anaíd saltó de nuevo en el aire y mantuvo la ilusión óptica de su imagen ante los ojos de Aurelia mientras ella aprovechaba para mover su cuerpo a la velocidad de la luz y sorprenderla por el flanco derecho.
Pero no era Aurelia, era su ilusión. Aurelia estaba justo detrás de ella y la paralizó con un sencillo movimiento de sus dedos de garfio oprimiendo un nervio de la yugular y haciéndole lanzar un grito de dolor.
Anaíd dejó caer los brazos dándose por vencida. Era imposible sorprender a Aurelia, nunca conseguiría vencerla.
– Otra vez -insistió Aurelia inflexible.
Anaíd estaba agotada. Aurelia era repetitiva, no la dejaba descansar ni un segundo, la obligaba a volver a los mismos ejercicios una y otra vez hasta que se convertían en gestos mecánicos, automáticos. Por las noches, cuando se dejaba caer como un fardo sobre el colchón, sólo oía «otra vez» como un tambor martilleando sus oídos. Y ante ese «otra vez» su cuerpo se encogía y se plegaba a la resignación. Pero en esta ocasión se rebeló.
– No puedo más. No puedo sorprenderte, intento desdoblarme con la misma rapidez que tú, pero no puedo.
– Otra vez -respondió impasible Aurelia.
Anaíd se encendió. ¿No la había entendido? ¿Estaba sorda quizá? Se lo había dicho muy claramente. No se veía con fuerzas ni con ganas de volver a intentar algo tan absurdo y tan evidentemente destinado al fracaso.
– Otra vez -insistió Aurelia con su voz neutra y machacona.
Y la alumna supo que hasta que no consiguiera dar un salto cualitativo en su aprendizaje oiría esa frase, hueca de sentido, pero tan temible como una gota de agua cayendo rítmicamente sobre sus nervios destrozados. Así que hizo lo único que se le ocurrió. Concentró toda la rabia que sentía contra Aurelia y pensó lo agradable que sería sorprenderla y hacer suyo el sonsonete. Sonrió imaginando el cambio que supondría pronunciar ella esas palabras tozudas. «Otra vez», diría a una Aurelia desconcertada que miraría hacia todos lados sin saber dónde ni cómo sería sorprendida por la rapidísima Anaíd. Y, sin pensarlo ni un segundo, saltó como un rayo y modificó totalmente su técnica. Lo hizo al revés. Mantuvo su cuerpo ante Aurelia y desdobló su ilusión a un flanco.
– ¡Mírame a los ojos! -gritó Aurelia.
Fuese por el desconcierto o fuese por el automatismo en obedecer las órdenes, Anaíd -su cuerpo y no su ilusión-dirigió su mirada a Aurelia y fue atrapada por la zarpa de su maestra.
– ¡Mierda! -exclamó Anaíd, dándose cuenta de la trampa.
– Cuando luches, nunca escuches a tu oponente. Otra vez.
Y Anaíd probó a arriesgar el todo por el todo. Aurelia le había enseñado a desdoblar la ilusión de su cuerpo y a moverse con la agilidad del rayo para atacar al oponente.
Aurelia distinguía perfectamente entre dos cuerpos cuál respondía a la verdad y cuál era la farsa. ¿Y si lo intentara con tres cuerpos? Las milésimas de segundo que le supondría descartar posibilidades serían suficientes para lograr un margen de ventaja y atacarla de improviso. Anaíd decidió intentarlo y probar, además, a atacarla de frente y rodearla de réplicas.
Tres Anaíds rodearon a Aurelia que, efectivamente, se desconcertó por la arriesgada propuesta y, antes de que se desdoblase a su vez en otras tantas, fue neutralizada por el zarpazo de Anaíd en su cuello.
Aurelia, vencida y noqueada, sonrió por primera vez en los muchos días que llevaban practicando. Anaíd pensó que hasta era bonita. La sonrisa distendía la dureza de sus ojos y se sintió cautivada por la blancura de sus dientes que refulgían en aquel rostro curtido.
– ¿Cómo lo has hecho? -le preguntó Aurelia.
– Otra vez -propuso Anaíd.
Y de nuevo, aun estando advertida Aurelia de la treta de su alumna, volvió a perder un tiempo precioso discerniendo sobre la auténtica Anaíd. Perdió por segunda vez. Pero no se desanimó. Al contrario, parecía más motivada si cabe a continuar.
– Es una nueva técnica mucho más efectiva. Otra vez.
Y Aurelia probó a imitar a Anaíd y se desdobló a su vez en dos Aurelias, pero no lo logró con la misma eficacia que Anaíd y fue vencida.
– Otra vez -continuó proponiendo Anaíd.
Y así durante horas y horas, hasta que las dos, exhaustas, se sorprendieron quedando ambas prisioneras de su oponente. Estaban en tablas.
– Lo has aprendido -dijo Anaíd-. Muy bien.
– ¿Cómo que lo he aprendido? -protestó Aurelia-. Soy tu maestra. Eres tú quien ha aprendido a luchar.
Anaíd se puso en pie.
– ¿Ah sí? Otra vez.
Aurelia se echó a reír.
– ¿Has soñado conmigo? ¿He sido tu peor pesadilla? ¿Has querido hacerme tragar mis «otra vez» con una buena dosis de estramonio?
Anaíd se sonrojó.
– ¿Cómo lo sabes?
– Eso es lo que me ocurrió a mí cuando Juno, la luchadora que me adiestró, me tuvo un año a dieta de «otra vez», hasta que la vencí, claro.
– ¿Un año? -se horrorizó Anaíd.
Ellas llevaban dos semanas y le parecía una eternidad.
– ¿Y cómo es que me lo has enseñado a mí en tan poco tiempo?
Aurelia se secó el sudor y le ofreció un trago de zumo de pomelo.
– El mérito no es mío. Sabía que eras mejor que yo.
Anaíd quiso fundirse. Se había ganado otra enemiga. ¿Por qué tenía que ser tan poco empática como para no darse cuenta de que a nadie le gusta ser relegada a un segundo plano?
– Eso no es cierto, hay muchísimas cosas que soy incapaz de hacer…
Aurelia se dio cuenta del apuro de Anaíd y se extraño.
– Ep, ep, ep… ¿Te crees que estoy celosa?
Anaíd aún se apuró más.
– No sé lo que creo o no, pero…
Aurelia se puso en pie y la señaló.
– Ni siquiera tú misma sabes lo poderosa que eres. – Anaíd palideció. ¿Qué quería decirle Aurelia?
– ¿Poderosa?
– ¿Sabes cuántas brujas delfín vivas han conseguido aprender el arte de transformarse?
Anaíd lo ignoraba y se encogió de hombros. Creía que todas las delfín dominaban ese arte.
– Valeria es la única y duda de que Clodia pueda llegar a aprenderlo nunca.
Esa vez Anaíd se atragantó y tosió.
– ¿Quieres decir que soy la única que me he transformado además de Valeria?
– Selene estuvo intentándolo, pero tuvo que regresar.
Anaíd sintió un calor muy especial al oír el nombre de su madre.
– Fue Selene quien le pidió a Valeria que me enseñase.
Aurelia se puso en pie y tomó su toalla.
– ¿Te das cuenta de que Valeria no te enseñó nada?
– ¿Cómo que no me enseñó?
– Se transformó ante ti, pero no te dijo cómo debías hacerlo.
Anaíd no quería sentirse diferente. Siempre se había sentido mal sabiéndose diferente. Quería ser una bruja más, no una bruja rara.
– Igual que yo no te enseñé la posibilidad de desdoblarte en múltiples ilusiones. Eso lo has probado y lo has aprendido sola.
Anaíd se defendió.
– En realidad se consigue aplicando el mismo principio. Es una cuestión de voluntad y concentración.
– Y poder.
Anaíd se llevó las manos a la cabeza.
– No tendrías que habérmelo dicho.
Aurelia insistió.
– Eres la hija de la elegida. Has heredado su poder y debes aprender a dominarlo y a valerte de él.
– Pero ella no está para enseñármelo.
Aurelia se compadeció.
– Lo sé y todas sabemos que tú eres la única que puedes ayudarla.
– Tengo miedo -confesó Anaíd.
Aurelia se sentó junto a ella y la acarició.
– Sé que da miedo saber que los que tienen que protegerte están menos capacitados que tú. Me sucedió de niña.
– ¿El qué?
– Fue terrible.
– ¿Qué sucedió?
– Una Odish acabó con mi hermana.
Anaíd recordó las imágenes del libro de niñas Omar deformadas, blancas y desangradas. Se estremeció.
– Yo era muy pequeña, dormíamos en la misma habitación. Había notado su miedo y su inquietud durante muchas noches. Hasta que vi a la bruja Odish acudir a su cama para exprimir las últimas gotas de sangre de su corazón.
Anaíd se paralizó por el espanto.
– ¿Y qué hiciste?
– Luché contra la Odish, nadie me había enseñado cómo, pero es un arte muy antiguo entre las serpientes. Fue instintivo.
– Qué valiente.
– Pero era una niña y creía que las madres siempre son más fuertes que sus hijas. Así pues fui a pedir ayuda a mi madre.
– ¿Y qué pasó?
– Mi madre se dio por vencida.
Anaíd calló. Aurelia, con su historia, le había dado la respuesta a muchas de sus preguntas.
– Otra vez -murmuró Anaíd.
Aurelia se limpió una pequeñísima lágrima con el dorso de su mano.
– Juré que nunca me daría por vencida y luego descubrí que ésa era la técnica de lucha de las serpientes. Lo sabía por instinto, pero no todas poseíamos el instinto. Mi madre carecía de él.
– ¿Te has enfrentado alguna otra vez contra alguna Odish?
Aurelia miró hacia todos lados. Luego tomó a Anaíd de la mano y la llevó hasta las duchas, abrió un grifo y con el ruido del agua como encubridor confesó:
– Una vez.
– ¿Por qué me lo dices así?
Aurelia se veía cohibida.
– Está prohibido.
– ¿Está prohibido luchar contra las Odish?
– ¿No conoces la historia de Om? Om esconde a su hija Oma para evitar que su hermana Od la desangre. Eso hemos hecho las Omar durante milenios, ocultarnos y evitar la conflagración.
– Om no permaneció impasible, destruyó las cosechas y trajo el invierno.
– Justo. Por eso aprendemos a dominar a los elementos.
Anaíd no acababa de encajar las piezas del puzzle.
– Sin embargo yo estoy aprendiendo a luchar. Un coven de fraternidad me ha encomendado la tarea de rescatar a Selene de las Odish, por eso me estás enseñando a luchar.
– Tienen miedo, mucho miedo.
– ¿De qué?
– De la elegida.
– ¿De Selene? ¿De mi madre?
– Si Selene se convierte en una Odish la profecía vaticina el fin de las Omar.
– Pero es absurdo, Selene nunca sería una de ellas.
– Esperemos que no.
Anaíd percibió la inquietud de ese «esperemos», el nerviosismo que se intercalaba entre sílaba y sílaba, el ligero titubeo al pronunciar el no. ¿Una luchadora como Aurelia se sentía intimidada?
– ¿Tú también tienes miedo?
– Salma ha vuelto.
– ¿Salma? Oí ese nombre a Valeria. ¿Quién es?
– Una Odish muy cruel, ha tenido mil nombres y mil apariencias.
Anaíd se estremeció.
– ¿Y eso qué quiere decir?
– Algo va a pasar o está pasando ya.
– Me tengo que dar prisa. ¿Verdad?
Aurelia le mostró su pie izquierdo. Le faltaban dos dedos.
– Si tienes que luchar contra una Odish, recuerda bien mis dos consejos. Uno por cada dedo que perdí.
Anaíd se acercó a ella y aspiró de sus palabras.
– Nunca las creas. No creas ni una palabra de lo que te digan, aunque parezca posible, aunque haya indicios de que sea verdad, no las escuches. Te confundirán.
Anaíd grabó ese consejo de oro en su memoria.
– ¿Y el otro consejo?
– No las mires a los ojos. En sus ojos concentran todo su poder y pueden paralizar tu voluntad y clavarte su daga en el corazón. Evita mirarlas. Lucha en la oscuridad. Usa un vendaje. Algo que te inmunice de su mirada.
Anaíd estaba ansiosa de saber.
– ¿Algo más?
Aurelia se acercó a ella con sigilo.
– Sí -susurró-. Una cosa muy, muy importante.
– ¿Cuál?
Y de un certero empujón la mandó bajo el helado chorro de agua de la ducha. Anaíd pegó un chillido del susto. Aurelia rió.
– Estate siempre a la defensiva, niña tonta.
Anaíd salió de debajo la ducha chorreante. Se plantó en jarras ante Aurelia y la retó.
– Otra vez.