CAPÍTULO XV

La huida

Querida tía Criselda:

Ya os he causado bastantes problemas y no quiero preocuparos más, por eso he decidido apañarme por mi cuenta y libraros de la responsabilidad de vigilarme. Buscad a mi madre, yo también lo haré. Un beso.

Anaíd


Criselda arrugó la nota y la lanzó sobre la alfombrilla del coche de Karen pisoteándola con rabia.

– ¡Cuidado! -gritó Karen dando un volantazo a la izquierda.

Había topado con algún obstáculo imprevisto, pero lo había franqueado. Atrás quedó un sonido de cristales resquebrajándose, pero ninguna de las dos mujeres se percató.

– Lo siento -se disculpó Karen.

Criselda, sentada en el lugar del copiloto, se había pedido con la cabeza en el cristal de la ventanilla y se palpaba la sien con gesto lastimoso.

– Me está bien empleado, por tonta -gimoteó.

Y Karen no se atrevió a desmentirla.

Hacía más o menos dos horas que Criselda, en camisón, lívida y descalza, había llamado a su puerta y le había mostrado la nota de Anaíd. Karen no se podía creer que una niña de catorce años decidiera desaparecer de la noche a la mañana y que además se largara conduciendo un coche. Pero así era. Anaíd les llevaba una ventaja de una media hora que no conseguían superar. Eso significaba que no bajaba de los cien por hora. ¡Qué locura!

– ¿Falta mucho? -se impacientó Criselda.

– Estamos llegando a Huesca.

– ¿Y estás segura de que se ha dirigido a la estación?

– ¿Adonde, si no? -exclamó Karen-. No se arriesgará a conducir de día y, teniendo en cuenta que está a punto de amanecer y que el primer tren, el que sale para Madrid, pasa dentro de muy poco, lo más lógico es que haya trazado ese plan.

– ¿Llegaremos a tiempo? -insistió Criselda.

– Será cuestión de saltar del coche y subirse al tren. Eso, si no se nos escapa en nuestras mismas narices.

– Déjamela a mí -gruñó Criselda dolorida por el chichón y ofendida con Anaíd.

– ¿En camisón? ¿Descalza? ¿Y sin documentación? -objetó Karen.

Criselda se percató de su despiste. Con las prisas no se le había ocurrido ni siquiera coger su bolso. No llevaba nada encima.

– No hay otra solución que un conjuro de ilusión.

– ¡Ah no, en mi coche no!

Pero Criselda ya estaba pronunciando las palabras y, unos segundos antes de que el Renault de Karen entrase en el recinto de la estación, vestía un elegante traje de chaqueta, calzaba unos zapatos de tacón impropios de su estilo y de su hombro colgaba un bolso que contenía todo lo necesario.

Karen, al verla, chasqueó la lengua.

– ¿No has podido encontrar nada mejor?

– Lo siento, es lo primero que se me ha ocurrido.

– Que no te vean conmigo. No quiero que nos relacionen.

Criselda entendió que si sucedía algo, Karen, médico de la comarca y conocida por todos, estaría en apuros y debería cambiar de residencia. Los conjuros de ilusión estaban vetados por los problemas que conllevaban, pues podían desvanecerse en cualquier momento y toda la ilusión que el conjuro había desarrollado, pura apariencia óptica, desaparecía. El esfuerzo que suponía para una Omar era tan arduo que la dejaba agotada durante unas horas y sin fuerzas para lanzar otro.

Karen advirtió a Criselda muy seriamente:

– Recuerda lo que le sucedió a Brunilda.

Por suerte Criselda no había creado la ilusión de un globo, como la chalada Brunilda, para contemplar la ciudad con su amante. La caída de la pobre desde una altura de más de tres mil metros era siempre tristemente recordada entre las Omar como el mejor ejemplo de la mala utilización de los conjuros de ilusión. Tan sencillo como que una golondrina descreída atravesó limpiamente el globo imaginario, y Brunilda y su acompañante se precipitaron cu el vacío a doscientos kilómetros por hora.

Karen frenó en el aparcamiento de la estación, abrió la puerta del copiloto y señaló el coche de Selene, perfecta mente aparcado. Su intuición había sido acertada.

– ¡Corre! -murmuró.

Ya se oía el traqueteo del tren retumbando en las desiertas vías. Los pitidos del maquinista anunciando su mirada en la estación movieron a Criselda a actuar. Sin recordar sus tacones ni su estrecha falda, saltó del coche y corrió a grandes zancadas hacia el andén tras despedirse con un beso fugaz de Karen. Tuvo que detenerse un instante en la taquilla para comprar un billete a Madrid. Un instante precioso con sus minutos y segundos malgastados. Al llegar al andén sintió que el corazón se le salía por la boca al ver a través de los sucios cristales de la ventanilla de un vagón cómo una niña desgarbada se subía ágilmente a un asiento y colocaba una bolsa de deportes en el maletero. Era Anaíd, su pequeña Anaíd.

Criselda corrió y corrió, pero sus tacones la traicionaron; a tan sólo unos metros de alcanzar la puerta de la plataforma, trastabilló, perdió el equilibrio y cayó de bruces en medio del andén. Un viajero de mediana edad que había descendido del tren la auxilió inmediatamente, pero la mujer ni siquiera le agradeció que la ayudase a ponerse en pie. Ante su desolación, el tren había cerrado sus puertas e iniciaba lentamente su marcha.

En ese mismo instante, el monovolumen de Karen daba la vuelta de regreso a Urt. Poco podía hacer ya. Sería tarea de Criselda convencer a la niña para regresar a casa y bregar con ella. Karen, bostezando y soñando con un café en la próxima gasolinera, se preguntaba cómo era posible que una bruja tan sensata, equilibrada y prudente como Deméter hubiese tenido por hermana a la atolondrada Criselda. Aunque, pensándolo bien, la realidad era que Deméter estaba muerta, y en cambio… Criselda viva.

Karen notó a través de la ventanilla que el aire de la mañana tenía una textura más precisa y menos agobiante que los últimos días. Hasta la luz del sol parecía más clara y diáfana.

Últimamente tenía percepciones curiosas.

Concluyó que necesitaba un calé bien cargado.


La señora Olav repiqueteaba con sus hermosos y gráciles dedos sobre la colcha floreada de Anaíd.

– ¿A París? -preguntó con voz amable, como dudando de sus propias palabras.

– Eso dijo, bella señora -musitó con un deje de voz la dama sin atreverse a sonreír.

Cristine Olav atravesó con su mirada sombría al caballero.

– ¿Tú también lo oíste?

– Naturalmente, sus palabras fueron claras.

La señora Olav se acercó a los postigos cerrados de la ventana y, poco a poco, gozando en ese movimiento lento, los fue entreabriendo.

– No, por favor -suplicó la dama tapándose la cara ante el débil resplandor del sol que se filtraba a través del resquicio.

La señora Olav no se detuvo y continuó jugueteando con los postigos.

– Hace un día tan hermoso…, el sol luce en todo su esplendor, merece la pena que lo contempléis conmigo, aunque sea la última vez.

– Mi señora, no seáis cruel.

– ¿Cruel yo? -exclamó horrorizada la señora Olav abanicándose con la mano-. ¿Yo? Que quiero a esa niña como a mi propia hija y que por vuestra culpa la he perdido.

El caballero y la dama intercambiaron una mirada que fue rápidamente interceptada por la perspicaz intrusa.

– Mi querida niña es demasiado inteligente para deciros a vosotros adonde piensa ir, pero vosotros también sois lo suficientemente listos como para no creeros, después de tantos siglos de vanas promesas, todo lo que os cuentan.

Ni la dama ni el caballero se atrevieron a contradecirla. La señora Olav frunció la nariz.

– Claro está que no puedo confiar en una traidora ni en un cobarde. Ése ha sido mi error. Alguien le indicó cómo comunicarse con Selene desde la laguna.

– ¡Oh, no! ¡No fuimos nosotros!

– Esa niña es listísima.

La señora Olav suspiró profundamente.

– Debería haceros sufrir todo lo que yo sufro ahora por haber perdido a mi querida niña. Creo que sí, que será lo mejor.

– ¿El qué, mi señora?

– Que desaparezca vuestra imagen y vague vuestro espíritu sin ojos y sin rostro. Estoy harta de veros.

El horror se dibujó en los dos espíritus y, durante unos instantes, el silencio precedió al leve movimiento de la mano de la señora Olav tanteando las persianas, hasta que la dama la retuvo con un grito.

– ¡No! No es necesario. El caballero y yo os complaceremos para que dejéis de sufrir.

La señora Olav aplaudió alegremente y volvió a sentarse en la cama de Anaíd. Tomó una de sus muñecas y comenzó a peinar el apelmazado cabello rubio con suavidad.

– Os escucho.

El caballero se atusó los mostachos y se recolocó el yelmo.

– Tomó un sobre del cajón de la cómoda.

– Un sobre no es interesante en sí mismo. ¿Qué contenía el sobre? -le interrumpió la señora Olav.

– Un billete de avión.

– Me gusta. Estupendo. Continuad. ¿Adonde?

– A Catania.

– ¿A Sicilia? ¿Una niña de catorce años compra un billete de avión sola para irse a Sicilia?

– Lo compró Selene.

– Vaya, vaya, cuántas cosas sabíais que no me habíais dicho.

– No creímos que fuera importante.

– Anaíd se negó a ir -aclaró la dama.

– ¿A ir adonde? ¿A Catania?

– A Taormina, con Valeria y su hija Clodia.

La señora Olav desenredó con firmeza un nudo del cabello de la muñeca.

– ¿A pasar unas vacaciones?

– Eso parecía.

La señora Olav estiró con rabia y arrancó la cabellera de la muñeca.

– Las cosas nunca son lo que parecen. ¿A que no?

El caballero y la dama comenzaron a temblar ante el ataque de ira que encendía a la bruja Odish.

– Por favor, tranquilizaos -rogó la dama-. La encontraréis.

La señora Olav se había levantado y se erguía alta y amenazadora ante los dos fantasmas, mientras éstos empequeñecían y empequeñecían hasta casi desaparecer.

– Hablabais con Anaíd y posiblemente pactabais a mis espaldas. Esperabais que Anaíd os diera la libertad, claro. Creísteis que por ser una niña era más ingenua, más confiada y más tonta que yo.

La señora Olav arrancó la cabeza de la muñeca calva de un golpe seco.

– Pero Anaíd os engañó. A vosotros y a mí. Esa niña no es lo que parece.

– Sin duda, nuestra señora.

– ¡Ni yo tampoco! -dicho lo cual, se dirigió hacia la ventana y abrió los postigos de par en par.

El sol, en todo su esplendor matinal, celebró alegremente la entrada en la habitación. A su paso se oyó un gemido y los dos espíritus se esfumaron dejando tras ellos un hilillo de humo.

La señora Olav lanzó la muñeca decapitada sobre la cama, abrió el armario de la niña, tomó un jersey y lo olfateó como un sabueso. No se equivocaba, era el último jersey que recordaba haber visto puesto a Anaíd. Claro, la niña no lo había cogido pensando que en Sicilia no le haría falta. El jersey olía a Anaíd, estaba impregnado de ella. Le serviría para sus fines.

La señora Olav guardó cuidadosamente el jersey en su bolso y luego desapareció de la casa con la misma rapidez y discreción con la que había aparecido una hora antes.


Anaíd lamentó no saber maquillarse ni pintarse los ojos como Selene. A lo mejor, si en lugar de aparentar catorce años hubiera sabido simular dieciocho, se hubiera ahorrado muchos problemas.

Seguramente el revisor del tren no le hubiera preguntado tantas veces su nombre y su destino, no se hubiera sentado a su lado ni le hubiera dado la lata con los videojuegos de su miniconsola.

Seguramente, en el autobús hacia el aeropuerto, aquella abuela bronceada y musculosa no la hubiera obligado a compartir su paquete de galletas, su bocadillo de queso, su zumo de frutas, sus cacahuetes vitamínicos y sus caramelos de fresa.

Seguramente, en la Terminal 1 del aeropuerto, el piloto de avión que la reprendió por ir sola no le hubiera sacado las fotos de las últimas vacaciones con sus hijos en el Caribe ni le hubiera hecho aprender un trabalenguas idiota.

Anaíd llegó a las oficinas de Air Italia del aeropuerto de Barajas aturullada de ruido y gente, suspirando por encontrarse con algún adulto antipático y a ser posible sin ninguna empatía por los niños. Un adulto que hiciese su trabajo y despachase un billete a una joven de catorce años sin interesarse por su apetito, su familia, ni sus notas.


¿Por qué existía la especie de los adultos protectores? ¿Por qué los adultos protectores se creían simpáticos, graciosos y estaban convencidos de que todos los chicos tenían los mismos gustos, las mismas ideas en la cabeza y hablaban de la misma forma tonta? ¿Por qué esos adultos no se compraban un perro y dejaban tranquilos a los chavales?

– ¡A ver, tú! ¿Qué quieres? -la interpeló el empleado de las aerolíneas italianas sin mirarla siquiera a los ojos.

Por fin. Por fin un empleado que la trataba desconsideradamente como a cualquiera.

Anaíd, sin embargo, pronto supo que era mucho peor un adulto antipático que un adulto protector. El adulto antipático no tenía en consideración nada más que lo que la ley establecía, y la ley, en su caso, decía que los menores de edad no existían sin el consen-timiento de un adulto.

– No vuelvas si no es acompañada de una persona mayor que responda por ti -le dijo devolviéndole el billete y sin haberla mirado ni una sola vez a los ojos.

De nada le sirvió a Anaíd inventar una historia truculenta -no muy diferente en esencia de la suya propia- para intentar convencer al empleado de las aerolíneas de que era una pobre chica que estaba sola en el mundo y que necesitaba cambiar la fecha de su billete para viajar antes de lo previsto a Catania, donde la esperaban unas buenas amigas.

– El siguiente -fue la única y lacónica respuesta.

Innegociable. Anaíd dio media vuelta y salió de la oficina esperando encontrar a algún adulto protector que se conmoviese con su historia y la avalase.

No tuvo éxito. Descubrió el mundo cosmopolita de los adultos desconfiados, recelosos y estresados. Eran hombres y mujeres que huían al verla acercarse, desviando la mirada y cambiando el rumbo de su itinerario. O bien se disculpaban sin escucharla con un «Lo siento, pero tengo prisa».

¿Qué hacer?

Anaíd comenzaba a tener hambre, a sentirse cansada y a preocuparse por dónde dormiría esa noche en el caso de que no consiguiera tomar un avión.

Pero aún le faltaba enfrentarse a otra especie de adultos: el adulto represor. Y puesto que su desamparo era evidente, llamó la atención de un agente de seguridad.

– Documentación.

Anaíd tembló sin poder evitarlo y el policía, como un perro de caza, olió a su presa e hincó el diente.

– Acompáñame, por favor.

Y Anaíd se sintió prisionera de su mala cabeza. Justo en ese instante, en el mismísimo instante en que el policía la tomaba con fuerza del brazo, oyó una voz que unas horas antes hubiese rechazado pero que en ese momento le pareció música celestial.

– ¡Anaíd!

Y ante su asombro, tía Criselda, horriblemente disfrazada de abogada de la tele, llegó boqueando a la carrera y se lanzó sobre el agente sonriéndole como si fuese

Superman.

– ¡Anaíd, hija, por fin! ¡Muchas gracias por encontrarla!

Anaíd prefirió mil veces los brazos maternales de tía Criselda a la garra represora del policía y se refugió en ellos ocultando la cabeza en la chaqueta bermellón impregnada de un horroroso perfume presuntamente tan elegante como el vestido que lucía.

– ¿La conoce?

– Pues claro, soy su tía. Viajábamos juntas, pero con lo mal que señalizan los aeropuertos, la pobre niña se ha perdido y llevo siglos buscándola.

Anaíd no desmintió la versión de tía Criselda y, ya fuera por el vestido, por el perfume o por el abrazo, el policía ni siquiera confirmó el parentesco y se dio media vuelta no sin antes permitirse decir la última palabra.

– Otro día tenga usted más cuidado.

Anaíd no se movió. Era consciente de que el policía se había alejado de ellas, de que estaban solas en medio del hall del aeropuerto y de que su tía tenía muchos reproches y regañinas almacenados que pronto caerían sobre su cabeza.

Pero en lugar de eso, tía Criselda, temblorosa, sólo le hizo una advertencia:

– No hagas ninguna pregunta, sobre todo no me preguntes lo que estás pensando.

Y eso fue lo peor. Consiguió llenar de curiosidad a Anaíd, que lógicamente se preguntó qué sería lo que no podía preguntar, y lo que se le ocurrió fue lo primero que pensó al verla: ¿qué hacía tía Criselda vestida de esa forma?

– ¿No puedo preguntar nada? ¿Ni siquiera algo muy tonto?

Tía Criselda le tapó la boca y la arrastró hacia los lavabos a toda prisa.

– ¡Ni se te ocurra, ni lo pienses!

Pero eso fue lo que Anaíd hizo. Lo pensó tanto que de pronto, a unos pocos metros de los lavabos de señoras, tía Criselda gritó:

– ¡Oh, no!

Y un humo blanco y espeso la envolvió unos segundos. Al despejarse, Criselda estaba despojada de su traje chaqueta, su peinado, sus zapatos y su bolso. Ante el estupor

de Anaíd, la buena mujer quedó descalza y semidesnuda-vestida tan sólo con su camisón- y con el cabello revuelto y despeinado.

En cuatro zancadas alcanzaron del baño de señoras y se refugiaron en su interior. Afortunadamente, en esos momentos estaba vacío.

Anaíd estaba horrorizada.

– ¿Qué ha pasado?

Tía Criselda se contemplaba desolada en el espejo. Tenía mucho peor aspecto del que imaginaba.

– Has roto la ilusión. No te has creído mi disfraz y se ha disuelto el encantamiento.

– ¿Quieres decir que lo que llevabas puesto era un disfraz?

– Eso mismo.

– ¿Y por qué escogiste ese disfraz tan absurdo?

– ¡Maldita cría! Me vestí con lo primero que se me pasó por la cabeza, una serie de televisión, creo… Por tu culpa salí de casa sin nada y llevo más de nueve horas tras tu rastro. ¿Dónde pensabas ir?

Anaíd no tenía ningún motivo para ocultar más sus intenciones.

– A Taormina.

– ¿A Taormina? ¿Y por qué?

– Por tres razones: porque Selene quería que fuese, porque quiero encontrar a Selene y porque la señora Olav no lo sabrá y creerá que estoy en París.

– ¿De qué me hablas? ¿Por qué creerá que estás en París?

– Engañé a los espíritus fingiendo que me fugaba a París. Fueron ellos los que me indicaron cómo comunicarme con Selene, pero me traicionaron y…

Evidentemente tía Criselda no entendía ni una palabra.

– ¿Te importaría explicármelo desde el principio?

Y Anaíd, con paciencia, le relató su relación con los espíritus, su aventura en el paso de montaña, su viaje a través del abismo de la laguna y su sospecha de que la dama y el caballero eran sus delatores ante la señora Olav. A medida que Anaíd refería sus experiencias, la otra palidecía. Cuando Anaíd acabó de hablar, Criselda agachó la cabeza sobre la pila, abrió el grifo y se mojó la nuca con el chorro de agua. Tal era el estupor que le había causado la confesión, que hasta la misma niña se asustó.

– ¿Estás bien?

Criselda negó con la cabeza.

– No, no estoy bien. Acabo de oír que has estado hablando y viéndote con esos espíritus como si nada.

– Sí.

– Y que rompiste un obstáculo, una especie de barrera invisible que no te permitía salir del valle.

– Sí.

– Y que te caíste al abismo de oscuridad tras haber mordisqueado una seta y así conseguiste hablar con Selene.

– Sí.

– ¿Hay algo más que no me hayas explicado?

– Puedo entender a los animales y hablar en su lengua.

Criselda volvió a meter la cabeza bajo el chorro de agua helada hasta que la sacudió un escalofrío. Pareció ir asimilando lentamente la información. Respiró una vez, dos, tres, y luego espiró el aire. El color retornó a sus mejillas y el oxígeno irrigó de nuevo su cerebro.

– ¿Cuántos bombones me comería?

– Una caja entera.

– He estado idiotizada todo este tiempo.

– Ya, ya me lo parecía.

– Iremos a Taormina. Tú y yo. No pienso dejarte sola nunca más.

– ¡Oh, tía! -la abrazó Anaíd.

Pero la otra rechazó su abrazo y la interrogó por última vez:

– ¿Y se puede saber por qué no me lo explicaste en lugar de montar este zipizape?

Anaíd evitó mirarla, pero finalmente venció su resistencia a confesar la verdad. Necesitaba a Criselda, necesitaba a su tía y sentía que debía ser muy sincera con ella.

– No me fío de ti.

– ¿Cómo? -la indignación de Criselda era auténtica-. ¿A qué viene esa tontería?

– No quieres encontrar a mi madre. Tienes miedo de encontrarla. Selene o yo, o algo… te da miedo.

Criselda sostuvo la mirada acusatoria de Anaíd. La niña estaba en lo cierto.

– Han sido los bombones. Han adormecido mi conciencia.

Pero Anaíd no se conformaba.

– Hay algo más. Algo que te preocupa y no quieres decirme.

Criselda bajó la vista. Anaíd era muy perspicaz.

– ¿Por qué tendría que impedirte viajar a Taormina?

Anaíd estaba muy segura de ella misma.

– Ése era el plan de Selene. Ella quería que yo fuese allí. Seguramente Valeria sepa cosas de mi madre que yo no sé. Seguramente Selene quería que yo estuviese ahí por algún motivo. Voy a averiguarlo.

Criselda calló abrumada. El razonamiento de Anaíd era excelente. Su fe en Selene era admirable y la coherencia de sus actos desmentía la supuesta inconsciencia adolescente que ella misma había atribuido a su huida. Anaíd comenzaba a inquietarla.

– Muy bien, te has salido con la tuya, pero ahora tendrás que hacer un trabajo que te dejará tan agotada como lo estoy yo. Es tu único castigo por haberme hecho levantar de la cama a las cuatro de la madrugada.

Anaíd no tenía ni idea de lo que su tía pensaba proponerle. Evidentemente no lo que le propuso.

– Vas a hacer tu primer conjuro de ilusión. Quiero un disfraz de tía lo suficientemente convincente para que nadie dude de su autenticidad y para que nadie vuelva a despojarme de su apariencia. ¿Comprendes?

Anaíd abrió la boca un palmo.

– ¿Como el del sujetador?

– Eso mismo. Yo te ayudaré. Se trata de capturar una imagen que encierre un deseo mío y conseguir que se haga realidad. Recuerda que necesitamos mi documentación, mi pasaporte y mi dinero. Eso también va incluido en el paquete. Es muy delicado, Anaíd, y la duración de estos hechizos es efímera.

– Me sé el conjuro.

– ¿Cómo?

– ¿Quieres que te lo demuestre?

– No, espera, no…, todavía no…

Pero Anaíd ya había tomado su vara de abedul, pronunciado las palabras y había vestido a tía Criselda con un largo vestido floreado, unas sandalias, un capazo de mimbre y una espesa trenza que le llegaba hasta más abajo de la espalda.

Tía Criselda abrió su capazo y extrajo sus documentos de identidad. Impecables, con su nombre exacto y su fecha de nacimiento… No comprendía cómo su sobrina podía haber sido tan rápida. ¿Y ese aspecto de hippy trasnochada? Le resultaba familiar y entrañable. ¡Claro! Pertenecía al recuerdo de una foto suya con Deméter, una foto de su juventud que hacía siglos que no veía.

Anaíd sonrió.

– Siempre me gustaste en esa foto.

La memoria retornó límpida a Criselda. La memoria de unas vacaciones maravillosas que compartió con su hermana, sus amigos y su primer amor.

Y Criselda, esa vez sí, abrazó tiernamente a su sobrina por retornarle, cuarenta años después, la calidez de un verano de sol y esperanza. Se necesitaban.

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