CAPÍTULO XXVI

Las manos amigas

Anaíd despertó en el interior de una cueva sobre un lecho de paja fresca. La temperatura era fría y el aire estaba cargado de humedad. Sentía el gotear de las paredes calizas rezumando agua y el olor familiar a tierra mojada. Alzó la mirada y, en efecto, bellas estalactitas y estalagmitas de curiosas formas adornaban techos y contornos. Debajo de ella percibió el rumor de un riachuelo subterráneo.

Intentó incorporarse, pero una mano regordeta la sujetó.

– Espera. No te muevas todavía.

Era Criselda, su buena Criselda.

– ¿Qué día es? ¿Y Clodia?

Criselda le impuso silencio y revisó el cuerpo de Anaíd centímetro a centímetro.

– Las heridas han sanado, pero te sentirás muy débil. Llevas aquí una semana. Incorpórate poco a poco.

Anaíd tuvo un leve amago de desmayo, pero se sobrepuso. Quería saber lo que le había ocurrido a Clodia.

– Clodia está grave. A pesar de las pociones, los ungüentos y mis manos, puede morir. Anda, toma un poco de caldo. Te sentará bien.

Anaíd bebió del cuenco que le tendía su tía y se sintió más reconfortada.

– Y ahora explícame qué sucedió.

Anaíd revivió la angustia del zarpazo de Salma y sus crueles palabras sobre su madre.

– ¡Oh, tía, fue horrible!

Y le explicó a Criselda sus recuerdos de esa noche.

A pesar de la ansiedad, hablar sobre lo sucedido le sirvió para alejar los fantasmas de sus delirios nocturnos.

Criselda la abrazó con ternura y Anaíd la sorprendió preguntándole a bocajarro:

– Es mentira, Salma mintió sobre Selene, ¿a que sí?

Criselda se incomodó y le revolvió el cabello.

– Mi niña. Fuiste muy valiente.

– Y poderosa -añadió la voz de la vieja Lucrecia.

Lucrecia estaba sentada en la sombra velando a un cuerpo pálido.

– ¡Clodia!

Anaíd se acercó gateando hasta el lecho donde reposaba Clodia, blanca como la muerte, gimiendo en sueños, pero la mano rugosa de la vieja Lucrecia le apresó la muñeca.

– ¿Despertaste al volcán? ¿Fuiste tú?

Anaíd se asustó.

– ¿Hubo una erupción?

Criselda intervino:

– La lava arrasó completamente la ladera y el valle.

Lucrecia aflojó la presión que ejercía sobre su muñeca. Su voz se tornó comprensiva:

– El Etna dormía apaciblemente, pero alguien lo sacó de su sueño y lo violentó. No fue ninguna de nosotras. ¿Fuiste tú?

Anaíd no había podido dominar su rabia, pero no pretendía causar una desgracia. ¿De verdad desencadenó un cataclismo? Sólo sintió odio y deseos de morir. Eso era peligroso, muy peligroso. Una Ornar iniciada no podía causar daños ni ceder a la desesperación.

– No quería, lo siento, perdí los estribos… Deseé que el fuego acabase con aquella cabaña y ardiésemos todas.

Lucrecia tembló levemente. Luego pasó sus manos encallecidas por los ojos y la boca de Anaíd, su cuello, hasta que sus dedos se detuvieron en las piedras de luna que pendían de su cuello.

– No hay duda. Puedes dominar el fuego.

Criselda intervino dirigiéndose a Lucrecia:

– ¿Entonces lo harás?

Anaíd no sabía a qué se referían hasta que Lucrecia susurró:

– Te haré partícipe del secreto de la forja y la alquimia del fuego. Forjarás tu átame con la piedra invencible, la piedra de luna que tú misma escogiste.

Anaíd se sintió abrumada por el honor que le dispensaba la vieja Lucrecia. Ella y su futura sucesora del clan de la serpiente eran las únicas depositarías de ese antiguo saber.

– Será lo último que haga antes de morir. Y ahora, déjame tu mano.

Palpó su palma y colocó la suya propia sobre la de Anaíd. Asintió con un movimiento a Criselda.

– ¿Recuerdas la canción de Deméter, la que Deméter tarareaba al sanar?

Anaíd la recordaba perfectamente. Criselda le hizo un ruego:

– Anaíd, impón tus manos a Clodia. Compartes el don de las Tsinoulis, pero eres más joven y más fuerte. Tal vez tengas más suerte que yo.

Lucrecia desnudó a Clodia y Anaíd contempló la pequeñísima herida por la que había ido escapando la vida de su compañera. Aplicó ambas manos sobre el delicado orificio y entonó la canción de Deméter. Olía la proximidad de la muerte.

Como ya le había ocurrido en otra ocasión, se sintió paralizada por el frío glacial que ella misma absorbía del cuerpo de Clodia. Clodia volvía a la vida y ella perdía fuerzas, se agotaba, y aun así no se rindió. Sus dedos, mágicamente prolongados, masajeaban el corazón de Clodia y hacían aumentar sus latidos bombeando con más fuerza, con más convicción. Se detuvo cuando la misma Lucrecia la sujetó.

– Ya basta, estás enfermando. Descansa.

Anaíd se dejó caer en el regazo de Criselda, pero se apartó inmediatamente. Criselda pretendía abrigarla con el maldito jersey de Cristine Olav.

– Quémalo, quémalo inmediatamente, está hechizado.

– Cierto.

– Por una Odish, es el hechizo de una Odish -protestó torpemente Anaíd.

Criselda se lo puso a la fuerza. Anaíd estaba demasiado débil para resistirse.

– Te equivocas. Este jersey ha salvado la vida de Clodia y la tuya. Está hechizado con un conjuro benefactor.

El calor de la lana la arrulló con la calidez de las llamas de un hogar.

Entonces…

¿Cristine Olav pretendía protegerla como dijo?

Anaíd no entendía nada, pero se durmió.


Se habían sentado a saborear su desayuno en la misma entrada de la cueva, allí donde el alero natural de las piedras las cobijaba de la lluvia y el viento, pero les permitía gozar de los cálidos rayos del sol.

Tendieron un mantel a cuadros sobre los guijarros y colocaron dos servilletas, sendas tazas de loza y una jarra de leche. En sus sucesivos viajes al interior de la cueva trajeron panecillos tiernos, cocidos por las serpientes en sus hornos, mantequilla y queso de oveja, ofrendas de las ciervas, y mermelada de moras silvestres, el dulce preferido de las cornejas.

Clodia se sentó junto a Anaíd y llenó su taza. Anaíd recogió la nata con su cuchara y la untó de azúcar con glotonería. Antes de ceder a uno de sus placeres favoritos, ofreció a Clodia compartirlo con ella.

– Anda, prueba.

– ¿Estás loca?

– Está riquísimo, nata con azúcar.

– Por eso, tropecientas mil calorías para mi culo.

Anaíd no insistió. Clodia se lo perdía.

– Estabas en los huesos.

– Estaba, tú lo has dicho. Este régimen de engorde de ganado va a conseguir que Bruno prefiera a una vaca antes que a mí.

Anaíd sintió celos. La relación con Clodia era cordial, pero no era íntima ni se prestaba a confidencias.

– Lo dudo. Está loco por ti. Gorda, flaca, tatuada o vampira le gustas un montón.

Clodia se hinchó de satisfacción y pegó un buen mordisco a su bollo con mantequilla y mermelada. Luego, masticando despacio, se quedó unos segundos indecisa.

– ¿Y tú cómo lo sabes?

– Te seguí. Te seguí una noche a la fiesta de cumpleaños. Vi cómo os besabais.

Clodia se le encaró con los brazos en jarras.

– ¿Me espiaste? ¿Entonces era verdad que me espiabas?

Anaíd bajó la cabeza avergonzada.

– Lo siento, no tuvo nada que ver con las Odish, te espié porque…

– ¿Por qué?

– Porque… porque a mí nunca me han invitado a una fiesta de cumpleaños.

– ¿Qué?

Anaíd empequeñeció, se protegió la cabeza con las manos.

– Eso, lo que acabas de oír.

– Pero, pero… ¿Por qué no me lo dijiste?

– Me odiabas.

– Claro.

Anaíd no comprendía.

– ¿Cómo que claro? No está nada claro. Yo no te había hecho nada.

– ¿Ah no? Eras genial, eras la leche.

Y esta vez Anaíd se atragantó con su propio bollo.

– Te estás confundiendo.

Pero no, Clodia no se confundía. Con la gracia de las italianas, enumeró dedo a dedo sus muchas razones para aborrecer a Anaíd:

– Primero, eras nieta de la gran Deméter. Segundo, eras hija de Selene, la elegida. Tercero, eras misteriosa. Cuarto, eras bonita. Quinto, eras superinteligente. Sexto, eras poderosa. Séptimo, eras obediente. Octavo, eras el ojito derecho de mi madre. Noveno, eras candidata para iniciarte antes que yo y, décimo, y muy, muy importante, todos los chicos de mi pandilla votaron por tu culo antes que por el mío.

– ¿Qué? -exclamó Anaíd anonadada.

Todo lo que Clodia vomitaba le resultaba tan ajeno como una investigación nuclear. ¿Estaba hablando de ella? ¿Se había inventado a una nueva Anaíd?

– ¿Cuándo? Quiero decir… ¿cuándo me vieron los de tu pandilla?

– Siempre que me venían a buscar o a saludar se daban codazos hablando de ti.

Anaíd estaba atónita.

– Te equivocas en todo, pero disiento especialmente de los puntos cuarto, séptimo, octavo y décimo.

– Muy graciosa. Ahora quieres quedarte conmigo.

– No soy guapa, no soy obediente, no soy el ojito derecho de tu madre y… mi culo es penoso.

– ¡Ja!

– Ja, ¿qué?

– Que no te has mirado al espejo. ¿Cuánto hace que no te miras al espejo?

Era inútil discutir con Clodia. A veces lo mejor era darle la razón como a los locos.

– Muy bien, tienes razón en todo.

Pero Clodia se revolvió dando zarpazos a diestro y siniestro.

– ¡Ah, claro!, me das la razón como a los locos, pues no me da la gana. Reconoce que si tú te conocieses te tendrías envidia.

Anaíd calló. La envidia. Los celos. Le eran sentimientos familiares.

– Soy yo la que estaba celosa de ti.

Clodia se ablandó y se sirvió más leche. Esta vez cedió a la tentación de la cucharada de nata con azúcar.

– Te escucho, soy toda oídos.

– Eres simpática, vistes genial, tienes un novio que te quiere, un montón de amigos, eres hija de Valeria y, aunque no lo admitas, eres guapísima.

Clodia se ahuecó las plumas como una gallina. A diferencia de Anaíd, aceptaba los elogios y no era impermeable a los piropos.

– ¿De verdad?

– No, de mentira.

Clodia se levantó y besó a Anaíd. Anaíd no supo qué hacer ni qué decir.

– Te quiero -musitó Clodia.

– Que me… ¿me quieres? -balbuceó Anaíd.

– Y soy tu hermana para siempre. Te debo la vida.

– No me debes nada.

– ¡Ohhh…, vete a la mierda! -rugió Clodia obligándola a sentarse-. Eres asquero-samente autosuficiente. Si quiero deberte la vida, te la debo. Estoy en mi derecho. Y para que te enteres, voy a firmar un pacto de sangre contigo, te guste o no.

Dicho lo cual, tomó su átame y con la misma sangre fría con la que rebanó el cuello al conejo se dio un tajo limpio en la muñeca. Luego ofreció el cuchillo de doble filo a Anaíd.

– Anda, rápido, córtate tú antes de que me desangre.

Anaíd, ante la visión de la sangre, palideció y notó que le flaqueaban las piernas.

– No, no tengo valor.

Clodia tomó la muñeca de Anaíd y, con más delicadeza que en su caso, le hizo un leve corte superficial. Anaíd intentó aguantar el tipo para no marearse y ofreció su muñeca sangrante a Clodia, que adelantó la suya mezclando sus sangres en un ritual tan antiguo como mágico.

Luego, Clodia tomó las servilletas para vendar sus heridas e invitó a Anaíd a acompañarla.

– Ven, ven conmigo.

Se internaron en los recovecos de la cueva húmeda que había servido a cazadores paleolíticos para sus ceremonias de caza. Clodia se detuvo en un estrecho túnel y avanzó gateando unos metros. Enfocó con su linterna una de las paredes laterales y enseñó a Anaíd la deslucida silueta de un bisonte. Junio a ese grabado decenas de manos rojas sobreimpresas decoraban techos y paredes.

– Moja tu mano en mi sangre, yo lo haré en la tuya.

Con las manos empapadas de rojo apoyaron la palma contra la pared cóncava y lisa, la mantuvieron fuertemente apretada un minuto, dos, luego la retiraron. Así dejaron sus huellas para siempre, para la posteridad.

– Ahora fastídiate. Vayas donde vayas, estés donde estés, nuestras vidas estarán unidas. Estas manos recordarán nuestra unión.

El sonido de unos pasos lentos y pesados se aproximaba de una de las galerías laterales.

– ¿Anaíd? ¿Clodia? ¿Estáis ahí? -preguntó la voz de Lucrecia.

Anaíd iba a responder, pero Clodia le puso un dedo sobre su boca y le indicó silencio. Se escabulleron de puntillas alejándose de la vieja serpiente.

– ¿Dónde vamos?

– Vamos a escondernos un rato, seguro que Lucrecia quiere volver a secuestrarte y encerrarte en las profundidades del infierno para enseñarte ese rollo del conocimiento de la forja y el fuego.

Anaíd se sintió mal por esquivar a Lucrecia, pero ciertamente le apetecía más estar con su nueva amiga.

– ¿Y qué haremos?

– Ahí va mi programa de actividades para esta mañana. Te enseñaré a maquillarte, a peinarte y a caminar sexy. Si no aprendes a mover ese culo diez que tienes, te lo advierto…, con un conjuro te lo cambio por el mío. Tú decides.

Anaíd no lo pensó dos veces, la balanza se decantaba claramente del lado de Clodia.

Lucrecia había esperado ciento un años. Bien podía esperar unas horas más.


– ¿Pero qué haces? -protestó Anaíd con la cara pintada y el cabello a medio peinar.

Clodia estaba revolviendo en su bolsa.

– Estoy buscando en tu neceser, necesito un peine fino y un par de horquillas.

– Espera, no me lo revuelvas todo.

Sin embargo Clodia ya había optado por colocar la bolsa de Anaíd boca abajo y vaciarla en el suelo.

– ¿Qué llevas encima, tía? ¿La Enciclopedia Británica?

El suelo había quedado cubierto de libros y papeles, pero ni asomo de peines ni cepillos.

– No me hace falta peine.

– ¡Ja!, eso es lo que tú te crees. Te ha crecido el pelo un montón y lo llevas asque-rosamente sucio y enredado. Necesitas acondicionarlo y peinarlo.

Anaíd se llevó la mano a la cabeza y separó los dedos intentando arrastrar el nudo de un mechón. Imposible. Se le había acabado el champú especial que le recetaba Karen y ahora en lugar de pelo tenía un estropajo. Lo mejor sería cortarlo, menos problemas.

– Guardemos esto y dejemos lo del pelo para otro día. Lucrecia me está esperando.

Dicho y hecho. Anaíd se puso a la faena de enmendar el estropicio. Meter todos los libros, calcetines y bragas dentro de la bolsa era infinitamente más entretenido que dejarlos caer al suelo. Y estaba en ésas, medio distraída, medio atenta, cuando el papel pasó por su mano camino de la bolsa y un sexto sentido lo retuvo. De pronto supo que ese papel era muy importante, que le había pasado inadvertido en otras ocasiones y que en cambio ahora podría comprenderlo. El papel quemaba y despedía un olor acre. Lo olió con repugnancia. Era un e-mail del ordenador de Selene y la impresión, constaba en el pie de página, databa del día después de su desaparición. El e-mail que tenía entre las manos estaba fechado una semana antes y el texto era el siguiente.


Queridísima Selene:

En tu anterior escrito me sugerías que la mejor época para conocernos y pasar una larga temporada juntas sería este verano. Ardo en deseos de adelantar la fecha de nuestro encuentro, pero reprimiré mi curiosidad y mi impaciencia. Este verano, pues, nos conoceremos.

No te arrepentirás de la experiencia. A mi lado podrás gozar de cuantos caprichos te vengan en gana y nada ni nadie se opondrá a tus deseos. Si tú quisieses, podrías disfrutar de unas vacaciones eternas.

Tuya para siempre.

S

Anaíd no podía retirar la vista de esa «S» sinuosa y pérfida.

La «S» de serpiente.

La «S» de Salma.

¿Cómo había podido ser tan ciega?


Загрузка...