Anaíd masticaba lentamente la croqueta rogando que le durase horas. Se sentía incapaz de levantar la vista del plato y topar con los ocho pares de ojos que estaban fijos en ella.
Era la novedad.
Era el centro de la curiosidad y la atención de los siete hijos de Elena y su marido.
– ¿Veis cómo come Anaíd? Poco a poco, masticando, sin hablar con la boca llena, ni eructar, ni limpiarse los dedos grasientos en la camiseta… Pues así son las chicas bien educadas.
Anaíd se quería fundir de la vergüenza. El marido de Elena no hacía más que hablar de ella como de una nueva especie de chimpancé recién descubierta.
Elena intentó distraer la atención.
– Anda, dejadla, ya. Roc, ¿has decidido el disfraz para la fiesta de Marión?
Roc contestó con desgana.
– Es un secreto. No puedo decirlo.
Anaíd no había sido invitada y al recordarlo la croqueta se le hizo una bola y se empeñó en quedarse atascada. Y comenzó a ponerse nerviosa. Era más que evidente que Roc no quería hablar del disfraz porque ella estaba delante. ¿Era tonta Elena? ¿No se daba cuenta de que Roc y ella era como el agua y el aceite? ¡Qué empeño en casarlos quieras o no!
Por más que lo intentaba, no podía tragar la croqueta, se le había atragantado. Sin levantar apenas la vista, acercó la mano hasta el vaso y bebió de un trago.
– ¡Anaíd no se ha limpiado los morros! -se chivó uno de los mocosos.
Anaíd le miró a través del vaso, que lo deformaba horriblemente, y lo fulminó con la mirada. Era un gemelo desdentado con un enorme chichón en la frente.
Su padre quitó hierro al asunto.
– Bueno, bueno, no pasa nada, los tenía limpios. – Mentira, estaban sucios de croqueta -atacó el otro gemelo con un ojo a la funerala.
Debían de atacar a pares, pensó Anaíd, que no sabía si limpiarse los labios con la servilleta, lanzar el agua sobre la cara de los gemelos o salir corriendo. Elena la sacó del apuro.
– ¿Queréis hacer el favor de dejarla tranquila? Anaíd es exactamente como vosotros.
– ¡No! Es una chica.
– ¡Y las chicas tienen tetas!
– ¡Pero Anaíd no!
– ¡A callar!
Anaíd estaba roja como un tomate. Los pequeños monstruos no se callaban ni una. Seguro que en esos momentos la estaban repasando de arriba abajo y anotando I odas las diferencias para luego escupirlas sin piedad.
– ¿Puedo salir esta noche?
Era la voz de Roc que pedía permiso a su padre.
– ¿Con Anaíd? -preguntó Elena.
– ¿Con Anaíd? -exclamó Roc sorprendido-. ¿Cómo quieres que salga con Anaíd?
Anaíd supo que lo que Roc había querido decir era: «¿Anaíd es algo con lo que se pueda salir por la calle?»
Pero Elena insistió:
– Es nuestra invitada.
– Ya he quedado con otra gente y no les gustará si me presento con Anaíd…
Anaíd sacó fuerzas de donde no le quedaban.
– Tengo que pasar por casa para imprimir el trabajo de Sociales.
Lo dijo de un tirón. Fue lo único que dijo en toda la cena y lo hizo para salvar a Roc del apuro y para salvarse a sí misma del engorro. Pero Roc no tuvo ni la gentileza de agradecérselo.
Una vez en la calle corrió y corrió y corrió, pero no fue a su casa. Se refugió en un lugar que sólo ella conocía. En el mismo lugar donde lloró a solas la muerte de Deméter. En su cueva del bosque.
Antes de su muerte, Anaíd solía ir con Deméter al robledal. Desde muy niña la ayudaba a recolectar las raíces de mandrágora, las hojas de belladona, las flores de estramonio, los tallos de beleño blanco y todas las plantas medicinales con las que preparar tisanas y ungüentos.
Con ella Anaíd aprendió a conocer el bosque y a desconfiar de los poderes alucinógenos de las amanitas que proliferaban bajo los frondosos robles, de las venenosas hojas del tejo y de la cicuta silvestre, letal y fulminante.
Con Deméter celebraba el solsticio de invierno en la quietud de la noche, mirando al norte y abriéndose a la inspiración. En el equinoccio de primavera, de cara al sol que nace al este, se preparaban para la sabiduría. En el solsticio de verano, en pleno día enfrentándose al sur, celebraban la expresión de sus sueños. Por fin llegaba el equinoccio de otoño, en el que el sol se escondía por el oeste y que era tiempo de recolección de frutos y experiencias y la preparación para el renacer de un nuevo ciclo.
A veces, Anaíd sentía pereza de las serias tareas que le imponía Deméter y se escondía tras unos matorrales eludiendo su llamada. Así descubrió su cueva, apenas un resquicio en la roca por el que se coló reptando y por donde cayó a través de un túnel que, a guisa de tobogán, desembocaba en una maravillosa sala de amplios techos. Y cuando la exploró, extasiada ante sus delicadas estalactitas y sus lagos y grutas subterráneos, supo que aquél sería por siempre más su refugio, el pequeño lugar del mundo -confortable y solitario- que la había escogido a ella y no al revés, y donde de ahora en adelante se cobijaría siempre que tuviese miedo.
Esa noche no tuvo miedo de atravesar el bosque oscuro, de oír el solitario grito de la lechuza, ni de dejarse caer por el túnel hasta las profundidades de su cueva. Allí, sola, con la única luz de un candil, talló meticulosamente dos pedazos de su piedra meteórica negra en forma de lágrimas, tal y como hizo cuando murió su abuela Deméter. La piedra, un meteorito que cayó en el bosque el verano anterior, tenía la dureza y el brillo que Anaíd precisaba. Por eso ambas veces colgó una lágrima de su cuello y enterró la otra en la entrada de su cueva. Nadie le había dado instrucciones, nadie le había explicado el significado de su ritual. Lo repitió para confortarse nuevamente. Era su forma primitiva de marcar el territorio de su pena y expresar su dolor públicamente. En su cuello lucía dos lágrimas, una por cada mujer que la había querido y la había abandonado.
Deméter, sensata y estricta, pero justa.
Selene, extravagante y loca, pero cariñosa.
Para Anaíd, que tuvo dos madres radicalmente opuestas, ambas conformaban un equilibrio. Muerta Deméter, se aferró a Selene como a un clavo ardiente. Reconocía que Selene la hacía avergonzar muy a menudo, que no se comportaba como las otras madres ni vestía como las otras madres ni guardaba discreción como las otras madres. Y sin embargo la quería.
Y ahora que Selene había desaparecido, estaba SOLA. Pero no quería sentir miedo ni angustia, por eso se repetía continuamente que Selene regresaría en cualquier momento.
Anaíd, acuclillada en la entrada de su cueva, acabó de enterrar su lágrima y, aunque le hubiera gustado permanecer a solas con sus recuerdos, un rumor impreciso, una brisa extraña, la obligó a levantarse de un salto y reparar en la oscuridad que la rodeaba. Mientras se sacudía el fango y las hojas secas que habían quedado adheridas a sus vaqueros, se giró hasta tres veces con la certeza de que unos ojos la miraban a través de la negrura del bosque.
De regreso al pueblo fue acelerando el paso imperceptiblemente. Sentía una vaga inquietud a sus espaldas, y tal vez fuera un espejismo producto del cansancio y la tristeza, pero hubiera jurado que el aire se enrarecía y el fulgor nítido de la luna en cuarto creciente se mitigaba.
Sin Selene, el mundo, su mundo, parecía más pequeño y sombrío. Como si alguien hubiera encerrado el valle de Urt en una bola de cristal empañado.
– ¡Anaíd, Anaíd!
Anaíd, con la cartera al hombro, levantó la cabeza. Elena había ido a esperarla a la puerta de la escuela.
– Acaba de llegar tu tía Criselda.
Se quedó tan sorprendida con la noticia que ni siquiera supo reaccionar.
– ¿Mi tía? ¿Qué tía?
– La hermana de tu abuela. Anda, vamos, seguro que la recuerdas, estuvo en su entierro el año pasado.
Anaíd, ante su asombro, la recordaba perfectamente a pesar de que no se parecía en nada a Deméter. Tal vez no recordaba con precisión los rasgos de su cara, suaves, imprecisos, pero en cambio tenía muy presente su aroma de lavanda y la caricia de su mano en su cabello. Su mano, el contacto de la palma de su mano, la tranquilizó profundamente y eso que la tía Criselda no era nada tranquilizadora. Pequeña, revoltosa y regordeta, tenía la cabeza ocupada en tantas cosas a la vez que algo acababa por salir malparado. Un plato, un vaso, un jarrón o un pobre perro. Cuando la abrazó con cariño, Anaíd se dio cuenta, sorprendida, de que en el poquísimo tiempo que llevaba ahí, había puesto la cocina patas arriba. ¿Por qué?
– Estaba muy sucia, muy revuelta. Las cocinas son el alma de las casas y hace falta limpieza y orden.
Anaíd no se preguntó quién la había llamado, cómo había entrado en casa ni de dónde había sacado la peregrina idea de que lo primero que tenía que hacer era vaciar las alacenas, la nevera, revolver los tarros de Deméter, probar todas las especias con las que cocinaba Selene, alinear los pucheros y las cazuelas y meter las narices en las hierbas que colgaban en rastrojos de las vigas del techo.
Por suerte, tía Criselda no se había movido de la cocina. Aún no había tenido ocasión de entrar en tromba en la biblioteca, el salón o las habitaciones. Anaíd estaba acostumbrada a las excentricidades de Selene y decidió no enfadarse. Criselda la sacaba de un apuro terrible. Podría volver a dormir en su cama y olvidarse de la pesadilla de las cenas en la mesa de Elena y las noches en el plegatín junio a Roc. Consideró que si ésa era la manera de sentirse cómoda de su lía la aceptaba, pero… ¿Qué significaba su llegada? ¿Qué significaba su presencia en casa?
– ¿Sabes algo de Selene?
– Pronto tendremos noticias, pequeña, pronto, muy pronto.
Y mientras hablaba, la mano de Criselda se posó de nuevo en la frente de Anaíd y borró sus inquietudes, como un bálsamo.
Elena, maternal, regresó de la cocina al cabo de unos instantes con un delicioso potaje de carne, patatas, garbanzos y col humeante. Anaíd no era niña de potajes, pero recordó que tenía hambre y ni siquiera preguntó quién había cocinado aquel plato tan laborioso ni de dónde habían salido los ingredientes. En la nevera de su casa nunca había col, Selene no soportaba la col.
Las tres se dispusieron a dar buena cuenta de la comida y Anaíd dedujo tres cosas de la conversación cruzada y algo enigmática que mantuvieron Criselda y Elena por encima de su cabeza.
Que Elena estaba embarazada por octava vez, pero que de nuevo era un varón.
Que Criselda no tenía ni idea de cuidar niños, pero pensaba quedarse en su casa, hacerse cargo de ella y averiguar el paradero de Selene.
Y que Criselda había roto y tirado todos los tarros de la cocina incluida su medicina de crecimiento.
Y eso la indignó mucho.
– ¡Llevo cuatro años tomando ese jarabe! Desde que tenía diez y Karen nos advirtió que iba muy atrasada en mi crecimiento…
El asombro de tía Criselda fue mayúsculo.
– ¿Tienes catorce años?
Y su sorpresa, sincera, la indignó más todavía, porque estaba indignada por el atropello.
– ¡Y fíjate en cómo estoy!
Entonces su lía Criselda abrió una boca enorme y le hizo el tipo de pregunta que sólo hacen las tías, las tías indiscretas.
– ¿Y ya tienes la regla?
Anaíd se dio cuenta de que dos pares de ojos la escrutaban atentamente. Su respuesta tenía gran importancia, puesto que la expectativa que se había generado era enorme. No dilató más el misterio, era más que obvio que su naturaleza femenina era un desastre.
– No.
Y las dos mujeres cruzaron una mirada de preocupación. Elena se disculpó con un movimiento de hombros como diciendo «Lo siento, no computaba ese detalle».
– Y dime, Anaíd, ¿tu madre te habló de tomar precauciones? De estar… preparada por si…
Anaíd se ofendió. ¿Por quién la tomaban?
– En mi clase todas mis amigas tienen la regla, sé lo que son una compresa y un tampón. No voy a llorar ni a asustarme, no os preocupéis.
Sin embargo, ni Elena ni Criselda se tranquilizaron por la respuesta de Anaíd. Al contrario, su preocupación aumentó. El lenguaje de los signos de los adultos, cuando había infiltrados incómodos delante, siempre la había fascinado. Desde niña desentrañó, o se propuso desentrañar, muchas de las señales que se enviaban su madre y su abuela y que ella interceptaba. Anaíd tradujo algo así como «Menuda faena nos ha hecho Selene». Pero no pudo comprender su significado. A ella continuaba preocupándole su medicina.
– ¿Y ahora qué tomo? Selene era la única que conocía la fórmula de Karen y ahora Karen está trabajando en un hospital de Tanzania.
Y al acabar de decirlo, Anaíd se preguntó cómo y desde cuándo sabía que Karen había viajado a Tanzania. Había sido algo muy curioso. Una revelación. De pronto lo supo, como supo que Selene estaba viva y como supo también, un año antes, al despertarse bruscamente a las tres de la madrugada, que Deméter había muerto.
– No te preocupes, lo solucionaremos. Criselda te preparará una fórmula con la misma receta, estoy segura de haberla visto por ahí.
A pesar de que ese «por ahí» se perdía en la inmensidad del caserón, su espíritu maternal y pragmático bastó para calmar a Anaíd, que no se quedó tranquila del todo hasta comprobar con sus propios ojos que tía Criselda no había arrasado también con su champú especial. Tenía un pelo tan desastroso que, si no se aplicaba el fortalecedor y lo lavaba con su champú de vitaminas, se le caía a puñados.
¿Por qué Selene era alta, esbelta y tenía un cabello precioso? Anaíd no se parecía en nada a su madre, a su lado se sentía un buñuelo mal frito. Y a pesar de eso añoraba a Selene. Viéndola tan mundana y segura de sí misma, tan habladora, simpática y extrovertida, se reconfortaba y soñaba en parecerse a ella algún día. Su angustia por la falta del medicamento no era tal, se mezclaba todo, era la angustia por la ausencia de la madre.
Tía Criselda la tomó entonces de la mano y la miró al fondo de su retina.
– Ahora quiero que me lo expliques todo desde el principio. Explícame todo lo que recuerdes de la noche en que desapareció Selene. Todo.
Y susurró ese «todo» tan persuasivamente que Anaíd sintió como si los recuerdos -que ella había borrado para que no la molestasen – aflorasen de golpe.
De uno en uno, obedientes, los recuerdos de Anaíd se pusieron en fila y salieron del fondo de los cajones de su memoria inmediata para que tía Criselda los desempolvara y los estudiara detenidamente.
«Selene me sirvió un zumo de arándanos, que me chiflan, y me invitó a sentarme en el porche, a su lado, para jugar a nombrar las constelaciones. Lo hacíamos a menudo, pero aquella noche me pilló desprevenida y, mientras yo buscaba desesperadamente Andrómeda y Casiopea, me propuso pasar las vacaciones de verano en Sicilia con una amiga suya, Valeria. Me vendió que tenía un chalé junto al mar en la playa de Taormina, bajo el Etna, y una hija como yo, de mi edad. Y, al rato, me enseñó un billete de avión. Yo no me lo podía creer: Selene lo tenía todo preparado y no me había dicho nada antes. Por eso no reaccioné como ella creía que tenía que reaccionar, no di saltos de alegría ni la besé ni me fui a probar el bikini del año pasado. Sólo le pregunté que cómo se le había ocurrido que a mí me gustaría pasar las vacaciones sola, sin ella, con una familia desconocida y en un país extranjero. Selene se puso muy nerviosa, como si la hubiese contrariado, y bizqueó. Cuando Selene está en apuros bizquea. No quería que yo me diese cuenta de que para ella era muy importante que yo me marchase de casa. Fingió que no le importaba y se sacó de la manga que todo había sido casual y que se le ocurrió esa posibilidad por una llamada de Valeria felicitándola por su personaje Zarco y que fue en ese momento, mientras hablaban por teléfono, cuando se le encendió la bombilla y creyó que comprarme el billete sería una sorpresa bomba para mí. Me dijo que, si yo no quería ir, lo anularía inmediatamente, pero que era una lástima porque Clodia, la hija de Valeria, era muy extrovertida y tenía un montón de amigos y yo necesitaba ver mundo y estar con gente joven, de mi edad. Y entonces le dije que no, un no definitivo. No me daba la gana. Y no lo dije por falta de curiosidad ni porque Sicilia no tuviese atractivos. Al revés, me encantaría visitar el teatro de Siracusa y conocer Palermo, participar en una persecución de la malla, subir al Etna y lanzarme de cabeza al Mediterráneo, pero ni loca, ni borracha, estaba dispuesta a ser el hazmerreír de Clodia y sus amici italiani. Cuantas más virtudes tuviera Clodia, peor. ¿No se daba cuenta de que mi problema era ése? Si me hubiera vendido que Clodia, la pobre, tenía lepra y no podía salir de casa porque se le caían los dedos y las orejas, a lo mejor hubiese aceptado.
Sin embargo Selene creyó que lo hacía para fastidiarla y me dijo que era una irresponsable estúpida que no entendía nada, y me amenazó, me amenazó con… una desgracia, con una desgracia terrible. Me dijo que si ella faltaba, si ella se veía obligada a marcharse o le sucedía algo…, yo debía estar acompañada. Y me dio tanta rabia que usase una treta tan cochina para salirse con la suya, que me ofusqué y pensé que lo que quería en realidad era quitarme de en medio para estar sola con alguien y que ese alguien debía de ser MUY importante para ella y a lo mejor era el destinatario de todos sus perfumes, sus maquillajes, sus vestidos ajustados y sus noches en la ciudad. Vaya, que me convencí de que Selene tenía un novio que no podía conocerme porque yo no era importante para Selene. 0 porque Selene se avergonzaba de mí. Y por eso me obcequé y me negué a bajar del burro. Juré que nunca iría a Taormina. Y luego hice lo que más fastidiaba a Selene: me levanté, sin abrir la boca, y me largué. Selene me persiguió hasta mi habitación intentando que la mirara a la cara, rogándome que le hablase, obligándome a escucharla para ablandarme, para estudiar mis flaquezas y atacar mis puntos débiles. Pero, por eso mismo, me negué a darle cancha, me metí en la cama, apagué la luz y fingí dormir.
Y ya no volví a verla más.
Esa noche, de madrugada, me desperté a causa de un rayo. El resplandor fue tan grande que abrí los ojos de golpe y creí que era de día, que estaba tomando el sol en la playa de Taormina, al lado de una italiana leprosa, y el Etna entraba en erupción. Daba miedo ver el cielo y oír los truenos que hacían retumbar las paredes. Hasta los cuervos parecían asustados y no paraban de volar en círculos ante mi ventana. Lo curioso es que ahora que lo pienso, y recuerdo que lo pensé, parecían más grandes, enormemente deformados y como si quisiesen refugiarse dentro de casa. Uno de ellos se me quedó mirando fijamente a través del cristal y tenía una mirada inteligente, sentí que me hablaba y que me ordenaba abrir la ventana y… por un momento estuve a punto de abrirla.
Luego cerré los ojos e intenté continuar durmiendo a pesar de la tormenta.
No fui a la habitación de Selene para que no se creyese que cedía y que aceptaba su propuesta. Continuaba enfadada y quería demostrarle mi enfado. Por eso no me moví de mi habitación y no me metí en su cama, como otras veces, ni ella me llamó para salir juntas al huerto a danzar bajo la lluvia hasta caer en el barro empapadas y exhaustas, como hacíamos siempre que llovía a cántaros, para desesperación de Deméter que se desgañitaba riñéndonos.
Al día siguiente Selene no estaba en su cama y su ventana estaba abierta. Pensé que estaría en la ducha o en la cocina. Pero no. No estaba en ninguna parte. No faltaba nada, ni sus zapatillas, ni su libro, ni su cepillo de dientes, ni su pasador del pelo, sólo ella. Tampoco había signos de lucha ni de violencia, no había sangre en el suelo ni cabellos en la almohada. Todo estaba intacto, como si durante el sueño Selene se hubiese esfumado, como si hubiese salido volando por la ventana y en cualquier momento pudiese regresar a dormir a su cama.
Yo no toqué nada, lo dejé lodo tal cual lo había dejado ella, pero esa mañana exploré palmo a palmo el bosque con miedo de encontrar el cuerpo de mi madre alcanzado por un rayo.
Sólo encontré una loba muerta y de repente supe que Selene estaba viva. Aunque no supe por qué lo sabía.»