CAPITULO XI

Los espíritus obedientes

Anaíd se metió en la cama deprimida. Si se había levantado de buena mañana creyendo ser la persona más poderosa del mundo, capaz de conseguir lo que quisiese por las buenas o por las malas, ahora en cambio estaba convencida de que era la chica más miserable, egoísta y sinvergüenza que poblaba el planeta Tierra.

Dio mil vueltas sin conseguir pegar ojo. Ahuecó la almohada de plumas, probó a conciliar el sueño recostada del lado derecho, cambió al lado izquierdo, probó a taparse, pero al sentir calor se retiró la colcha y se destapó un brazo, luego un pie, el otro, y volvió a sentir frío de nuevo. Se hartó definitivamente, encendió la luz y saltó de la cama.

Ya no estaba deprimida. Estaba enfadada, enfadadísima con el mundo entero. Su vida era una verdadera porquería y todo avanzaba al revés, hacia atrás. Lo cual quería decir que hacía una semana era mucho más desgraciada que hacía un mes y así paulatinamente.

Sobre el kilim turco, junto a su cama, estaba sentada la alucinación del caballero con yelmo y armadura, que se echó a un lado para que Anaíd, con el impulso que llevaba, no le pisase.

La dama de las cortinas esbozó una sonrisa burlona por el susto que se había pegado el caballero.

Anaíd no se inmutó. Las dos alucinaciones formaban parte de su imaginario, eran invenciones suyas que habían surgido desde que tenía poderes. Ni la asustaban ni la incomodaban. Acudían algunas noches, en silencio, y tomaban posesión de sus dominios preferidos. El caballero, recostado en su alfombra de algodón de vivos colores, y la dama, medio oculta tras las cortinas. Con los primeros rayos del sol desaparecían.

Esa noche, sin embargo, Anaíd necesitaba pelea, fuese consigo misma o con alguien.

Primero lo intentó consigo misma. Se miró al espejo y se sacó la lengua. No se gustaba nada, nada, nada. Era un engendro. A medio camino entre una niña esmirriada y una joven granuda. Preferir por preferir, se prefería antes de crecer. Antes era una enana. Pero ahora, ¿en qué se había convertido? Ahora era un monstruo. Una bruja capaz de detener una mosca en pleno vuelo, hablar con los lobos, cubrir una bonita cara de granos pestilentes y preferir que la invitasen a una fiesta de cumpleaños antes que pensar en su madre y en la mejor forma de ayudarla.

Era una rencorosa que no perdonaba que su madre no hablase de ella a su novio.

Era una vengativa porque le dolía el engaño de Selene de ocultarle sus amoríos con Max.

Lo cierto era que le escocía la regañina de sus mayores y estaba muerta de miedo ante la empresa que ella misma había propuesto. Había dado un paso adelante sin saber hacia dónde tendría que continuar. Se había ofrecido a buscar a Selene y rescatarla de las manos de las Odish a la brava, por chulería. Pero…

¿Cómo sabría dónde estaba Selene?

¿Y si la encontraba qué haría?

¿Y si Selene no quería ser encontrada?

¿Y si los conjuros no le funcionaban y los que le salían estaban prohibidos por las Omar?

Por eso se había ido por la tangente soñando en ser invitada a la fiesta de Marion.

Puro escapismo.

¿Cómo había podido ser tan superficial?

¿Cómo había podido tener deseos de ir a una fiesta superficial, con gente superficial, cuando su madre estaba prisionera, probablemente estaba siendo torturada y ella, solamente ella, la quería lo suficiente como para sacarla del atolladero y salvarla?

La única explicación posible es que era una chica superficial, sin sentimientos y muerta de miedo. Además de fea, claro.

– ¡Cobarde! -se insultó Anaíd delante del espejo.

Y en el mismo espejo vio reflejada la silueta de la dama que, a sus espaldas, se reía por debajo de la nariz. Anaíd no pudo aguantarse.

– ¿De qué te ríes? -le espetó.

Esperaba que no dijese nada y continuase riéndose. Era más que evidente que se reía de ella. Anaíd era tan desgraciada que hasta sus propias pesadillas se reían de ella en sus narices, como Marion, como Roc y su pandilla. Pero la dama la sorprendió señalando al caballero y gritando gozosa:

– Me río de él. ¡Él es el cobarde!

El caballero se sonrojó, pero no respondió. Anaíd se desconcertó.

– ¿Ah sí? ¿Y por qué es un cobarde?

– ¿Me lo preguntas a mí? -sondeó la dama.

– Sí, a ti.

La dama dio un respingo, encantada de poder explicarse.

– Ahí donde lo ves, dejó plantado a su ejército en el desfiladero, dio media vuelta y salió corriendo.

Anaíd no se esperaba una acusación tan fundamentada. ¿Con quién estaba hablando?

– ¿Qué ejército?

– El del conde Ataúlfo que intentó defender el valle ante la acometida de las huestes de al-Mansur.

Anaíd se estaba quedando muy sorprendida. En la escuela de Urt había estudiado ese episodio negro de la historia de los valles. Cuando el malvado al-Mansur-Bi-Lälh penetró a sangre y fuego por el desfiladero arrasando las aldeas y los pueblos a su paso. Y todo por culpa del ejército cristiano que acudió a defenderlo pero que salió huyendo ante el empuje de las tropas sarracenas y la visión de sus afiladas cimitarras.

¿Le estaba tomando el pelo su propia alucinación?

Anaíd se dirigió al caballero, que parecía especialmente cariacontecido, pero que no decía esta boca es mía.

– ¿Es verdad lo que dice esa dama?

El caballero levantó cautelosamente la cabeza y mi-m) a Anaíd.

– ¿Te diriges a mí?

– Sí.

– Oh, hermosa niña, cuánto te agradezco que me hagas el honor de interpelarme. No sabes cuánto deseaba poder hablar y acabar así con el mutismo de mil diecisiete anos. Aburre, sinceramente aburre.

– ¿Es cierto lo que ha dicho la dama?

El caballero compungido afirmó con la cabeza.

– Desgraciadamente sí. Mi padre el vizconde me melló ni un buen brete dándome el mando tan joven y sin experiencia. Al primer alarido del ejército sarraceno se me heló la sangre en las venas. Debí de salir corriendo y no recuerdo nada más hasta que caí muerto.

Ahí Anaíd sí que se quedó boquiabierta.

– ¿Te mataron?

– En efecto, bella niña, la cobardía no me libró de la muerte. Una flecha perdida me sacó de este mundo y la maldición de mi padre me retuvo en él condenándome a vagar por la tierra que eché a perder.

Y con un gesto vago abarcó a su alrededor.

Anaíd le señaló incrédula.

– ¿Entonces eres un… espíritu?

– Un espíritu errante, mi hermosa interlocutora. A quien tú puedes ayudar si te muestras generosa.

Anaíd no daba crédito.

– ¿Yo?

– ¿Puedo hablar?

Era la voz de la dama, un poco impaciente y un poco celosa del caballero que le había robado el protagonismo.

Anaíd le concedió la palabra.

– Mi dulce niña, tú nos puedes ver, tú nos puedes escuchar y tú nos puedes pedir. A cambio, naturalmente, estás obligada a darnos.

Anaíd computó rápidamente.

– Os puedo pedir ¿qué? Y estoy obligada a daros ¿qué?

La dama sonrió.

– Nos puedes pedir deseos imposibles, deseos que los humanos no pueden concebir. Deseos que sólo los muertos pueden hacer realidad.

Anaíd no comprendía.

– ¿Sois brujos?

La bella dama negó.

– Simplemente viajamos por el mundo de los espíritus y conocemos lodos los rincones que les están vedados a los vivos. No hay secreto que nos pase inadvertido… Lo sabemos todo. Estamos enterados de dónde ocultáis vuestras riquezas, qué secretos escondéis, qué crímenes habéis cometido, qué mentiras pronunciáis y a quién amáis. Podemos susurrar en el oído de un vivo para convencerlo de que su propia voz le guía y podemos crear remordimientos para minar su moral. Podemos desencadenar muchas tempestades.

Anaíd comenzaba a comprender.

– Y si yo os pidiera algo y me lo concedieseis, ¿qué os tendría que dar a cambio?

El caballero se adelantó.

– ¡La libertad!

– ¿Qué libertad? -preguntó Anaíd sorprendida-. ¿No sois libres?

La dama chasqueó la lengua.

– Estamos condenados a vagar. Queremos descansar, descansar eternamente. Ya hemos pagado nuestras culpas.

Anaíd no podía creer que estuviese platicando con dos almas en pena, sobre todo la dama, tan hermosa y alegre.

– ¿Qué culpa arrastras tú?

– La traición. Traicioné a mi amor. Le prometí que le esperaría y cuando regresó de las cruzadas me encontró casada con el barón. Me mató, claro, y me maldijo, por eso estoy aquí.

Anaíd se indignó.

– O sea que además de matarte encima te condenó.

La dama puntualizó:

– Él también vaga por haberme matado.

– Pues que se fastidie -exclamó Anaíd con sinceridad.

En ese caso le pareció una condena muy justa. Menuda t.ini, matar a alguien por una promesa.

La dama suspiró.

– Ay, bella niña, resulta muy cansado llevar a cuestas tantos lustros, decenios, centurias y milenios de inactividad. El caballero cobarde y yo, la dama traidora, deseamos tanto poder descansar…

Anaíd se iba convenciendo de que los dos espíritus no formaban parte de su bagaje imaginativo ni eran ninguna pesadilla. Tenía ante sí a dos pobres fantasmas dispuestos a complacerla a cambio de que ella les librase de sus cadenas.

¿A qué esperaba?

Le habían dicho que lo sabían todo, todo.

¡Fantástico! Precisamente lo que ella necesitaba era información.

Se hizo la interesante.

– Pues, estoy dispuesta a entrar en tratos con vosotros si me ayudáis.

Consiguió lo que pretendía. Expectación total. Los dos bebieron de sus palabras.

– ¿Y bien?

– Nos tienes dispuestos a escucharte y a complacerte.

– ¿Sabéis lo que es una bruja Odish?

– Naturalmente.

– Nos comunicamos con las brujas Odish.

– Tú eres una bruja Odish.

Anaíd interrumpió a la dama, indignada.

– ¿Cómo se te ocurre decir que soy una Odish?

– Perdona, bella niña, yo creía…

– Soy una bruja Omar, de la tribu escita, del clan de la loba, hija de Selene, nieta de Deméter.

El caballero y la dama se miraron consternados por haberla hecho enfadar.

– Como tú digas, hermosa niña, hija de Selene.

– Nieta de Deméter.

– Te pedimos disculpas por haber creído que eras una bruja Odish.

– Aceptamos tu condición de Omar, hija de Selene.

– Nieta de Deméter -repitió de nuevo el caballero como entonando una letanía.

– A callar, basta ya de peloteo -les cortó Anaíd, mosqueada por el exceso de sumisión que tenía un no sé qué de chirigota.

Observó sorprendida que, tras su orden tajante, los dos espíritus callaron en el acto sin ninguna intención de continuar hablando. Entonces recordó que no podían dirigirse a ella si ella no los interpelaba. ¿Era sólo la primera vez? ¿0 siempre necesitaban su permiso para hablar? Eran espíritus obedientes, pero no muy inteligentes. ¡Confundirla a ella con una Odish!

– ¿Tan fea soy para que me confundáis con una Odish?

– ¿Nos preguntas, hermosa niña?

– Sí, contestadme.

El caballero se lanzó:

– Por lo que parece, no conoces a demasiadas brujas Odish. Te puedo asegurar que son tan hermosas que el sol a su lado palidece.

Anaíd se quedó patidifusa.

– Entonces, ¿no son viejas, arrugadas, con verrugas en la nariz y pelos en la barbilla?

La dama se echó a reír como una loca.

– ¡Que me muero, que me muero otra vez de la risa!

Anaíd se mosqueó. Quizá fuera una descripción de cuento de niños, pero… ¿qué otra referencia tenía? Y ahora que pensaba en ello, ni tía Criselda ni ninguna de las brujas de su coven le había descrito jamás a una Odish.

El caballero se permitió una aclaración.

– Si me permitís, hermosa niña, eso no es más que una fantasía popular. Las Odish son los seres más poderosos, ambiciosos y narcisistas entre los que pueblan la tierra. Adoran la juventud, la inmortalidad y la belleza.

Anaíd se sintió un poco idiota. El caballero tenía toda la razón. ¿Habría algún ser superior tan estúpido como para cargar con un cuerpo viejo y desagradable para toda la eternidad?

Si lo miraba desde ese punto de vista, los espíritus le habían echado un piropo confundiéndola con una Odish. Aunque… tendría que desconfiar un poquito.

– Perdonad, aún soy muy joven y no he visto nunca a una bruja Odish.

La dama sonrió por debajo de la nariz. Ese gesto no le gustaba nada a Anaíd.

– ¿De qué te ríes? ¿Todo lo que digo te hace gracia?

– No, mi señora, pero creo que sí que conoces a alguna Odish.

Anaíd palideció.

– ¿Quién?

La dama, esta vez, negó con la cabeza.

– Lo siento, pero esa información nos podría resultar peligrosa. Las Odish no desean que hablemos de ellas. Ni siquiera entre las mismas Odish.

De lo cual, Anaíd dedujo que los espíritus eran servidores de las Odish. Tendría que ir con pies de plomo con esos dos.

– Pues no hay trato.

Anaíd vio que, a pesar de su firmeza, ninguno de los dos espíritus replicaba, regateaba ni ofrecía nada a cambio. Decididamente eran obedientes.

O sea que optó por ceder ella misma. En realidad lo que quería saber era otra cosa.

– Está bien, no hablemos de las Odish. Os haré otra pregunta.

Los espíritus sonrieron esperanzados, con ganas de ayudarla y, claro está, ayudarse.

– ¿Dónde está Selene, mi madre?

El caballero y la dama se miraron de nuevo y se entristecieron.

– Hermosa niña, sabes que está con las Odish.

– Claro que lo sé, pero ¿dónde?

El caballero carraspeó.

– Nos debemos a la discreción, mi señora. Podemos ser castigados por nuestra indiscreción.

– Dadme una pista, algo.

Los espíritus intercambiaron un gesto de connivencia, aunque parecían asustados.

– ¿Nos prometes que nos liberarás?

Anaíd no lo pensó dos veces.

– Os lo prometo.

– ¿Y nos prometes que no dirás a nadie de dónde procede tu información?

– Prometido.

El caballero musitó con voz queda y algo ronca:

– Donde las aguas relentecen su curso y los mortales pierden pie, las cavernas unen los mundos. Selene te hablará, pero no te será permitido verla.

– Su reflejo sólo te será retornado a través de las aguas «incidió la dama.

Anaíd hizo sus propias deducciones.

– ¿Os referís a la laguna negra? ¿Es eso?

Pero ante su estupor, el caballero y la dama fingieron gran asombro.

– No sabemos de qué hablas, bella niña.

– ¿Cómo que no? Pero si acabáis de decirme…

– ¿Nosotros? -exclamó la dama.

– Ir con Tundes, bella niña. ¡No hemos dicho nada!

Anaíd se molestó.

– Pero bueno, ¿a qué viene negar que habéis hablado?

– Es que no hemos hablado.

– Ha sido pura sugestión tuya.

– O tal vez un sueño.

– Pero yo os he oído.

– Sí que lo sentimos, hermosa niña.

– Hija de Selene.

– Nieta de Deméter.

Anaíd se mosqueó definitivamente.

– ¡Por mí podéis iros a la porra!

Y ante el asombro de Anaíd, los dos espíritus desaparecieron.

Anaíd no quiso llamarlos de nuevo. Estaba claro que o bien se arrepentían de haber hablado, o bien formaba parte de su manera mentirosa de no vivir. Al día siguiente iría a la laguna negra.

Y mientras intentaba conciliar el sueño, le venía a la cabeza una y otra vez una pregunta tonta. Ese tipo de preguntas tontas que distraen de las preguntas serias sin respuesta, pero que no dejan dormir.

¿Existía la porra?


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