30

LAS HORDAS vigilaron el lago esa noche. La costumbre de los moradores del desierto exigía que el ejecutado permaneciera una noche en el agua para completar su humillación. A nadie se le permitió entrar o bañarse hasta que fuera sacado el cuerpo.

Ciphus objetó, pero al final capituló, tanto para controlar la persistencia de los leales a Justin como para ceder a las exigencias de las hordas. La playa estaba despejada y quienes celebraban la muerte de Justin lo hacían en las calles en vez de en el lago. Los pocos que no pudieron esperar hasta la mañana para bañarse lo hicieron con las pequeñas reservas que tenían en algunas de las casas.

Thomas halló a Rachelle en casa, tendida en el piso, agotada e inmóvil. Ninguno había dormido en casi dos días. Ella se aseó y luego él hizo lo mismo. Se metieron en la cama sin hablar de la ejecución y cayeron en un sueño profundo.

De manera extraña, esa noche Thomas no soñó con la variedad Raison. No había comido la fruta rambután, así que soñó, solo que no con el virus ni con Francia. Sin embargo, debió haberlo hecho. A menos, por supuesto, que ya no estuviera vivo en la otra realidad, en tal caso no tendría con qué soñar.

Pero eso significaría que estaba impotente para detener la variedad Raison. Esperaba que Monique pudiera hacerlo. Si no, ella moriría junto con el resto del mundo más o menos en diez días. Y Rachelle muy bien podría morir con Monique.

Estos eran los pensamientos fantasiosos que recorrían la mente de Thomas cuando oyó los gritos que temprano a la mañana siguiente lo sacaron del profundo sueño.

Se irguió bruscamente y de inmediato lanzó un grito ahogado por un dolor agudo que le recorrió la piel. Una rápida mirada confirmó lo peor. La enfermedad lo había agarrado. No solo un tono grisáceo leve, ¡sino una condición totalmente avanzada!

Dobló el brazo, pero el dolor no se lo permitió. Las grises escamas en la epidermis no empezaban a caracterizar la horrible agonía. ¿Cómo sucedió esto? ¡Debía llegar al lago!

Volvió a doblar el brazo, esta vez haciendo caso omiso del dolor, como sabía que hacían los moradores del desierto. Sintió como si la capa de piel debajo de la epidermis se hubiera vuelto quebradiza y se rajara al moverse.

– ¿Qué pasa? -preguntó Rachelle sentándose.

Los gritos venían del occidente. El lago.

– ¿Qué…?

– Rachelle gritó de dolor y se miró la piel-. ¿No nos bañamos anoche?

Thomas quitó las cobijas y se obligó a pararse en medio del dolor. La mente se le llenó de confusión. Quizás accidentalmente usaron agua de lluvia en vez de agua del lago. Ya había pasado antes.

Rachelle se había levantado y corrió a la ventana, haciendo un gesto de dolor con cada paso.

– Es el lago. ¡Algo está mal con el lago!

– ¡Papá! -gritó Marie entrando a toda prisa a la habitación.

¡Ella también! La enfermedad le cubría la piel como ceniza blanca.

– ¡Trae a tu hermano! ¡Rápido!

– Duele…

– ¡Rápido!

No se molestaron en ponerse zapatos, solo túnicas. Thomas y Rachelle sacaron a sus hijos de la casa, instándoles a moverse tan rápido como pudieran, lo cual resultó en lágrimas y un paso apenas más veloz que si caminaran. El griterío se había extendido; cientos, miles de aldeanos habían despertado en la misma condición. La enfermedad había azotado durante la noche y los había infectado a todos, pensó Thomas. Bajaban gritando por la calle principal, desesperados por el lago.

– Olvídate del dolor -expresó Thomas agarrando de la mano a Samuel y jalándolo-. Cuanto más rápido llegues al agua, más pronto se irá el dolor.

– ¿Por qué está sucediendo esto? -indagó Rachelle jadeando.

– No sé.

– ¡Está en todos! Quizás es castigo por la muerte de Justin.

– Espero que solo sea eso.

– ¿Qué quieres decir?

– ¡No sé, Rachelle! -contestó él bruscamente.

Ella corrió a ponerse al lado de él en silencio. Tanto Marie como Samuel gritaban de dolor, pero sabían demasiado bien lo que tenían que hacer para seguir adelante. El lago de Elyon era su salvación; sabían eso como que necesitaban aire para respirar. Cada célula de sus cuerpos pedía a gritos el alivio que solamente el lago podía darles.

El espectáculo que los recibió en la orilla del lago paró en seco a Thomas. Cinco mil, tal vez diez mil hombres, mujeres y niños enfermos se apartaban del borde del agua, mirando aterrados o yendo de un lugar a otro, gimiendo.

¡El agua estaba roja!

No solo matizada de rojo, sino roja como sangre.

Cientos de almas valientes se habían adentrado en el lago y frenéticamente se salpicaban el agua roja en las piernas y las caderas, pero la mayoría se hallaba tan aterrada que ni siquiera se acercaba al agua.

Thomas comprendió que los gritos no eran del dolor que normalmente se asociaría con lavarse en tal estado de enfermedad. Había terror y muchas palabras en las voces de la gente, pero las expresiones que la mente de él captó fueron aquellas que se alzaban por sobre las otras en este mar de caos.

– ¡El poder ha desaparecido!

Un hombre que Thomas apenas reconoció como William, su propio teniente, salía tambaleándose del agua. Tenía la piel húmeda pero la enfermedad colgaba de él como cuero resquebrajado y mohoso.

William se agarró la cabeza con ambas manos y miró desesperado alrededor. Vio a Thomas y subió tambaleándose a la playa.

– ¡No funciona! -gritó; tenía la mirada de un demente-. ¡El poder se ha ido! ¡Vienen las hordas, Thomas!

Thomas miró la playa a su izquierda. Martyn y Qurong estaban con los brazos cruzados a doscientos metros de distancia. Detrás de ellos, los mil guerreros encostrados que los habían acompañado observaban en silencio.

– ¿Te refieres a estos?

William caminó con desesperación, ajeno a la pregunta de Thomas.

– ¡William! ¿Qué quieres decir con que ellos vienen?

– Llegaron los exploradores. Ambos ejércitos están en la selva.

¿Ambos?

– ¿Cuántos? ¿A qué distancia?

– ¡Él era inocente! Ahora moriremos por permitirlo.

Más personas llegaban a las orillas. Aún más huían del lago aterradas. William apenas se hallaba lúcido. Thomas lo agarró de los hombros y lo sacudió.

– ¡Escúchame! ¿Cuántos reportaron los exploradores?

– Demasiados, Thomas. No importa. ¡Todos mis hombres están enfermos!

Thomas pudo sentir la llegada de la condición con la misma confusión que una vez sintiera cuando la enfermedad casi se había apoderado de él en el desierto. Pero aún pensaba con suficiente claridad para comprender lo que había ocurrido.

– Johan lo sabía -expresó Rachelle por Thomas; ella miraba la confusión ante ellos-. Él sabía que Justin era puro y sabía que la sangre inocente envenenaría el lago.

Luego miró a su esposo con ojos desorbitados.

– Nos estamos volviendo como ellos -concluyó-. ¡Nos volvemos como las hordas!

Era verdad. Esta era la verdadera traición de Martyn. Así fue como estaba librando esta batalla. Se apoderarían de la selva sin blandir una sola espada. La única diferencia ahora entre los habitantes del bosque y los moradores del desierto era un lago inservible. En cuestión de horas, quizás menos, los guardianes del bosque se verían, actuarían y pensarían como sus propios enemigos.

No había mucho tiempo.

– ¡Dame tu espada!

William miró como un tonto.

Thomas estiró la mano y arrebató la hoja de la vaina de William.

– ¡Llama a los hombres! Pelearemos ahora. ¡A muerte!

Su esposa miraba el lago rojo, con ojos bien abiertos, pero ahora no con horror. Había otra mirada en ellos… un atisbo de comprensión.

Un alarido partió el aire matutino detrás de ellos. Thomas giró y vio a una mujer señalando hacia los portones principales. Se contorsionó y miró la calle principal. Los portones principales estaban a quinientos metros de distancia… no lograba distinguir ningún detalle, sino el suficiente para ver que había llegado un ejército.

Un ejército de hordas.

– ¡Los hombres, William! ¡Sígueme!

Thomas empuñó la espada y corrió por la playa, hacia Martyn, sacando de la mente el terrible dolor que sentía. Detrás de él unos pies salpicaban la arena, pero no volteó a ver de quién se trataba.

El plan que había emergido de la niebla de su mente era sencillo, con un único final: la muerte de Qurong. En su actual condición el guardián no tendría la misma ventaja con que comúnmente contaba, pero no los derrotarían antes de que matara al líder de las hordas, el primogénito Tanis.

– ¡Thomas!

Reconoció la voz. Mikil subía corriendo la orilla cegada por el pánico. No le hizo caso a ella y siguió corriendo. El distante sonido de choque de espadas se oyó sobre el poblado. Algunos de sus guardianes intentaban defenderse. Pero el sonido más amenazador de botas y cascos, miles y miles que marchaban rítmicamente, hacía parecer la precaria defensa como una barraca infantil.

Uno de los encostrados había salido del ejército de Qurong y corría para encontrarse con Thomas. No, no era un guerrero encostrado, sino un general encostrado, con una banda negra.

¡Martyn!

– Recuerda, Thomas, él es mi hermano -advirtió Rachelle detrás de él. Era su esposa, no William, quien lo seguía. ¿Y quería ella que él no le hiciera daño a Johan?

Thomas miró hacia atrás.

– Él traicionó a Elyon.

Los miembros del Consejo, guiados por Ciphus, habían llegado finalmente al lago y estaban examinando las aguas. El tumulto había puesto la esperanza en que quizás el anciano pudiera solucionar ese terrible problema. Nadie parecía preocuparse del ejército en las calles… querían lavarse. Simplemente lavarse.

Rachelle se colocó al lado de Thomas. Johan estaba ahora a solo cincuenta metros de ellos.

– Thomas, hay otra manera. ¿Recuerdas lo que me dijo Justin?

Thomas disminuyó el paso y sostuvo la espada con ambas manos.

– La única manera que conozco ahora es llevarme a Qurong conmigo. Si quieres que tu hermano viva, dile que me deje pasar.

– ¡No estás escuchando! -susurró ella con dureza-. «Cuando llegue el momento», eso es lo que dijo. Thomas, este es ese momento.

Martyn había sacado la espada y redujo la carrera al paso lento. Thomas se detuvo y se preparó para recibir al general en cualquier manera que este pensara. Parecía tener fuego en la piel y sentía las articulaciones como fracturadas, pero él sabía que las hordas luchaban todo el tiempo con el dolor. Él podía hacer eso y más, y si no morir en el intento.

– Él dijo que había una manera mucho mejor -declaró Rachelle-. Justin me dijo que muriera con él.

– Eso es lo que me estoy preparando para hacer. Y conmigo morirá Qurong.

– ¡Escúchame Thomas! -le gritó ella agarrándolo del brazo, luego habló a toda prisa-. Creo entender lo que él quiso decir. ¡Dijo que eso me daría vida! Él sabía que necesitaríamos vida. Sabía que moriríamos. Sabía que el lago ya no nos daría vida porque estaría envilecido por el derramamiento de sangre inocente. \Su sangre!

La figura solitaria que iba hacia ellos se debilitó en la visión de Thomas.

Muere conmigo.

– Ya hemos muerto con él -expresó él-. ¡Míranos!

– ¡Él dijo que eso nos traería vida.

Martyn cubría el rostro con su capucha. Llevaba suelta la espada, al costado… demasiado seguro de sí mismo, burlador.

Thomas miró al lago, al mar rojo que le hizo recorrer un frío por la columna. De repente, el mensaje de Justin le pareció bastante obvio. En realidad no podía imaginarse haciéndolo, pero si Rachelle tenía razón, Justin les había pedido que murieran como él había muerto.

Les había pedido que se ahogaran en este mar rojo.

Thomas había nadado una vez por un mar rojo, en lo profundo del lago esmeralda en que podía respirar.

Un grito fuerte vino de la orilla. Era evidente que Ciphus había fallado en su tarea de probar que todo estaba aún bien con su lago. Pero había más. Ciphus gritaba por sobre el caos.

– ¡Ha desaparecido!

Thomas lanzó una rápida mirada al hombre. El anciano estaba parado en la playa, chorreando agua. Miraba sorprendentemente como un encostrado… con rizos que lo hacían parecerse al mismo Qurong.

– ¡No está el cuerpo! -gritó el anciano-. ¡Se lo han llevado! Thomas volvió a girar hacia Martyn.

– Miente -objetó Martyn-. El cuerpo podría estar ahora en cualquier parte bajo agua. Te está llamando.

– Thomas, ¡tienes que escucharme! -suplicó Rachelle.

La enfermedad hacía que se le mareara la cabeza. Pestañeó y trató de pensar con claridad.

– ¿Sugieres que corramos hasta el lago y nos ahoguemos?

– ¿Vivirías si no de este modo? -dijo ella.

Martyn se detuvo a tres metros de ellos, con la cabeza baja de tal modo que las sombras le ocultaban el rostro.

Thomas agarró con mayor fuerza la espada. Una imagen del rostro hinchado de Justin le llenó la mente.

– Sígueme. Muere conmigo.

Era una increíble demanda que Justin había sugerido a quienquiera que escuchara.

– ¿Qué nos has hecho? -le preguntó a Martyn; su voz salió penetrante y extraña, amarga y llena de dolor a la vez.

Martyn levantó la cabeza y Thomas le vio el rostro.

No era el ceño fruncido que esperaba. Los ojos del general estaban llenos de lágrimas. Tenía el rostro tenso, asolado por el miedo. ¡Miedo!

De pronto Martyn volvió a caminar, más cerca, con la espada aún a su costado.

– Detente allí -ordenó Thomas.

Martyn dio dos pasos más y luego se detuvo.

Esto no era lo que Thomas había esperado. Fácilmente podía dar dos zancadas y clavar su hoja en el pecho desprotegido del general. Una parte de él insistió en que debería. Debería matar a Martyn y luego correr por Qurong.

Pero no podía. No ahora. No con las palabras de Rachelle resonándole en los oídos. No al ver lágrimas en los ojos de Martyn. ¿Podría esto ser más artimañas?

– Recuerdo -expuso el general; el remordimiento en su tono era tan poco característico que Thomas parpadeó-. Recuerdo, Rachelle. Él me habló y toda la noche he recordado.

Rachelle dejó escapar un sollozo y empezó a acercarse a su hermano.

– Por favor, no -objetó él levantando una mano, pero levemente-. Ellos no pueden vernos.

Johan miró por encima de Thomas hacia la orilla detrás de ellos. El primero de los ejércitos de las hordas había llegado a las orillas. Esporádicos gritos surgían cuando los aldeanos se dispersaban buscando seguridad, pero no había sonidos de actividad de espadas ni de resistencia, observó Thomas. La enfermedad ya había usurpado la mente de la mayoría. Una enfermedad que ninguno de los poderosos guardianes del bosque había vencido antes los había despojado de su voluntad para pelear.

Johan miró a Thomas, con ojos suplicantes.

– Yo sabía que él era inocente. Sabía que su sangre envilecería el lago. Sabía quién era, pero no podía recordar por qué eso me debía importar. Ahora lo he asesinado. No puedo vivir con esto.

– No, ¡hay una manera! -exclamó Rachelle.

– Por favor, he decidido. Regresaré a mi ejército con una propuesta de rendición de parte de ustedes, luego mataré a Qurong y públicamente asumiré la responsabilidad por envenenar el agua. Ciphus te culpará. Le dije que, si algo salía mal con nuestro plan, él debía culparte. Dirá que tú tomaste el cuerpo de Justin y envenenaste el agua. En el estado de conmoción de las personas debido a la enfermedad, le creerán. Lo menos que puedo hacer es protegerlos a ustedes.

– ¿Protegernos de qué? -quiso saber Rachelle-. No de la enfermedad.

Thomas bajó la espada. Johan la miró luego por sobre el hombro de él. Qurong movilizaba una línea de sus guerreros, que empezaban a marchar por la orilla hacia ellos.

– Qurong sospecha algo. No tenemos mucho tiempo -exteriorizó Thomas, luego miró hacia el agua-. ¿Recuerdas cuando el niño dijo que se jugaba mucho con nosotros?

– Sugiero que inclinemos nuestras cabezas en una señal de acuerdo mutuo -declaró Johan-. Qurong debe ver que hemos alcanzado alguna clase de…

– Olvida tu plan -interrumpió Thomas-. ¿Recuerdas al niño cuando dijo que dependía de nosotros?

– Sí.

– Justin le dijo ayer en la mañana lo mismo a Rachelle. Luego le pidió que lo siguiera en su muerte. Afirmó que traería vida de una manera mejor.

Rachelle está convencida que él quería que muriéramos por ahogamiento en el mar rojo, igual que él. Johan miró el agua.

– ¿Crees que él era Elyon -inquirió Thomas.

– Yo… yo no sé. Él era… él era inocente.

– ¿Pero crees que era Elyon? -inquirió Thomas otra vez-. ¿Crees que era el niño?

Johan hizo una pausa y miró la vidriosa agua roja.

– Sí. Sí, creo que lo era.

– ¿Y es posible respirar el agua roja de Elyon? -preguntó ahora Thomas rápidamente.

– Quizás -respondió Johan mientras una lágrima fresca se le filtraba por el ojo derecho y le bajaba por la mejilla encostrada.

– Entonces creo que ella tiene razón -afirmó Thomas-. Y creo, que si esperamos más, nuestras mentes serán confundidas por la enfermedad, como los demás.

Ciphus lanzaba una diatriba por la orilla. Thomas oyó repetidamente su nombre, pero en el momento sintió la maraña de mentiras del anciano como bobadas al lado de las cosas que su esposa estaba sugiriendo ahora.

– ¿Estás sugiriendo que nos ahoguemos en el lago como él? -preguntó Johan.

Todos miraban ahora al lago. Una fila de guerreros había salido de los recién llegados y se acercaban por la derecha. Los que Qurong había despachado se acercaban por la izquierda. Se les acababa el tiempo.

– Tengo miedo -confesó Rachelle con temblor en la voz.

– Pero ¿qué fue lo que él te dijo? -inquirió Johan-. ¿Ahogarse como él?

– Sí.

Silencio.

– ¿Y Samuel? ¿Marie? -exclamó ella.

– Si te equivocas, ellos estarán muertos con nosotros.

Thomas vivió lo mismo quince años atrás, al debatir entre huir del lago de Elyon y zambullirse. Entonces había sido un estanque de vida. Este lago parecía un charco frío de muerte.

Johan lanzó un pequeño grito ahogado. Estaba mirando a través del lago.

– ¿Qué pasa?

Pero Johan no tenía respuesta. Thomas y Rachelle vieron acercarse a los guerreros, e instintivamente ella agarró del brazo a su esposo. El primer pensamiento de él fue que los árboles al lado opuesto del lago habían dado una gran cosecha de cerezas.

Pero esas cerezas estaban puestas en negras cuencas de ojos que se hallaban adheridas a peludos cuerpos negros.

¡Shataikis!

Cien mil al menos, colgaban de los árboles justo en las ramas más cercanas, observándolos con miradas carentes de parpadeos.

Habían pasado quince años desde que Thomas viera los murciélagos, negros o blancos. ¿Qué había cambiado ahora? Habían matado a Justin. La selva estaba ahora habitada por shataikis. ¿O el grito de Justin para que ellos recordaran les había abierto los ojos como abrió la mente de Johan? Fuera como fuera, ambas cosas eran aterradoras y reveladoras a la vez.

De pronto, Johan se echó la capucha hacia atrás. Ahora tenía el rostro surcado de lágrimas. Lanzó a los murciélagos una última mirada y se quitó la capa, revelando carne asombrosamente blanca y descascarada. Al ver a su general con tan solo un taparrabos, los guerreros encostrados se pararon en seco a menos de cincuenta metros a cada lado.

En ese instante Thomas supo lo que debía hacer. Lo que deseaba hacer con gran desesperación. A quién debería seguir. Porque Elyon se jugaba mucho con él. Con ellos.

No se molestó en quitarse la túnica. Miró a la derecha, encontró los ojos bien abiertos de Rachelle; a la izquierda, la frenética mirada de Johan.

– Por Justin -expresó.

Corrió.

A pesar de su anterior declaración, Thomas casi se vuelve para buscar a sus hijos. La idea de dejarlos entre las hordas le produjo náuseas. Pero se forzó a seguir… este no era el momento de detenerse y hacer provisión para ellos, cualquiera que fuera el resultado. Sus hijos estaban ahora en manos de Elyon. Si él sobrevivía a los próximos momentos, los buscaría hasta encontrarlos y los besaría con gozo.

Se lanzaron a la orilla. Thomas primero, con Johan y Rachelle pisándole los talones. Los guerreros de las hordas refunfuñaban asombrados a izquierda y derecha; él logró oírlo. Los shataikis chillaban. Él se preguntó si alguien más podría oírlos.

Entonces se lanzó.

Tocó el agua e inmediatamente fue tragado por un mar frío.


***

LO PRIMERO que pensó fue que la decisión que tomaron había sido una terrible equivocación. Que la enfermedad les había debilitado el razonamiento y los llevó a hacer algo tan absurdo como seguir a Justin en su muerte.

Se hundió tan fuerte que los pies no patalearan en la superficie para que las hordas vieran.

El agua cambió con su segunda brazada, a menos de metro y medio abajo, de fría a tibia. Thomas abrió los ojos sorprendido. Había esperado un tenebroso abismo debajo de él… demonios negros anhelando satisfacer sus ansias de muerte.

Lo que vio fue una laguna de luz roja, tenue y confusa, ¡pero definitivamente había luz! Miró a la izquierda, luego a la derecha, pero no vio señal de Johan o Rachelle.

Thomas dejó de patalear. Flotó. El agua estaba serena. Silenciosa, increíble y extraña. Oía el suave latido de su propio pulso. Por encima de él, muchísimos encostrados observaban el agua buscando señales de su salida, pero aquí en este fluido se hallaba momentáneamente seguro.

Después pasó el momento, la realidad de su apuro le invadió la mente.

Los ojos le empezaron a arder y parpadeó en el agua tibia, pero no halló alivio. Ya se le acababa el oxígeno; sintió opresión en el pecho y por un instante pensó en nadar hacia la superficie para tomar otra bocanada de aire.

Abrió la boca, sintió el agua cálida en la lengua. La cerró.

Es el agua de él, Thomas. Has estado en este lago mil veces y sabes que el fondo siempre ha sido lodoso y sombrío. Pero ahora hay luz. Has estado aquí antes.

Pero de pronto este plan le pareció irracional. ¿Qué hombre se llenaría voluntariamente los pulmones con agua? ¿Estaba deseando deshacerse de su propia vida? ¡La enfermedad lo había trastornado! Por un momento de desesperación había creído realmente que morir le brindaría una nueva clase de ida, pero en este instante le pareció totalmente ridículo.

¿Qué pasaría con Johan y Rachelle? ¿Habrían subido aterrados a la superficie?

Pero, ¿qué alternativa tenía? ¿Era menos absurdo regresar con los muertos en vida allá arriba? Se relajó, intentando hacer caso omiso de la horrible comprensión de que los pulmones le empezaban a arder. Pero eso sencillamente era así… ya no se podía dar el lujo de contemplar más su decisión. Le quedaban unos pocos segundos.

Una convulsión por el pánico, una desesperación que nunca antes había sentido, le recorrió el cuerpo, estremeciéndolo mientras se apoderaba horriblemente de él.

Thomas abrió la boca, cerró los ojos. Empezó a sollozar. Un último grito le comprimió la mente, impidiéndole tomar de esa agua. Justin había aspirado el agua, pero ese fue Justin.

No, ese fue Elyon, Thomas.

Entonces se le acabó el aire. Thomas desplegó la mandíbula y aspiró fuerte como un pez tragando oxígeno.

El dolor le atacó los pulmones como una embestida de carnero.

Intentó exhalar. Dentro, fuera, como una vez hiciera en el lago esmeralda. Pero esta no era esa clase de agua. Sintió los pulmones como si estuvieran llenos de piedras. Iba a morir. Su cuerpo lleno de agua empezó a hundirse lentamente.

No luchó contra la asfixia. Si Justin era Elyon, entonces esto era lo que Thomas debía hacer. Así de sencillo. Justin les había dicho que lo siguieran en su muerte y eso es lo que estaban haciendo. Y si Rachelle se había equivocado con esto, entonces él moriría como Justin a fin de mostrarle respeto por su inocencia. De todos modos, encima de la superficie no había vida.

La falta de oxígeno hizo estragos en su cuerpo durante larguísimos segundos y él no intentó detener la muerte.

Entonces lo intentó. Con todo su ser trató de revertir ese horrible curso.

Elyon, te ruego. Tómame. Tú me hiciste; ahora tómame.

La penumbra le invadió la mente. Comenzó a gritar.

Luego todo se hizo negro.

Nada.

Estaba muerto; lo sabía. Pero aquí había algo más allá de la vida. Desde la lobreguez, un gemido empezó a llenarle los oídos, reemplazando sus propios bramidos. El gemido aumentó en volumen y se volvió un lamento, luego un grito.

¡Él conocía esa voz! Era Justin. ¡Elyon estaba gritando! Y gritaba de dolor.

Thomas se presionó las manos contra los oídos y comenzó a gritar al unísono, pensando ahora que esto era peor que la muerte. Su cuerpo se sobresaltó con energía como si hasta la última célula se sublevara ante el sonido; y así debían hacerlo, le susurró una voz en el cráneo. ¡Su Hacedor gritaba del dolor!

¡Él había estado aquí antes! Exactamente aquí, en lo profundo del lago esmeralda. Había oído este grito.

Una voz profunda reemplazó el clamor.

– Recuérdame, Thomas -expresó. Pronunció Justin. Formuló Elyon.

Se le iluminaron los bordes de la mente. Una luz roja. Thomas abrió los ojos, asombrado de este cambio repentino. Había desaparecido el ardor en el pecho. El agua era tibia y la luz abajo parecía más brillante.

¿Estaba vivo?

Aspiró el agua roja y la exhaló. ¡Respirándola! ¡Estaba vivo!

Thomas gritó de asombro. Se miró las piernas y los brazos. Sí, esto era real. Él estaba aquí, flotando en el lago, no en otra realidad desconectada.

Y la piel… se la frotó con el pulgar. La enfermedad había desaparecido. Giró lentamente en el agua, buscando a Rachelle o a Johan, pero ninguno de los dos estaba ahí.

Thomas giró una vez más en el agua y lanzó el puño por encima (¿o fue por debajo?) de la cabeza. Se zambulló en lo profundo, luego ejecutó una voltereta hacia atrás y se lanzó hacia la superficie. ¡Debía localizar a Rachelle! Justin había cambiado el agua.

En el momento en que su mano tocó el agua fría por sobre la tibia le empezaron a arder los pulmones. Trató de respirar pero descubrió que no podía. Luego pasó y emergió del agua.

Tres pensamientos le aparecieron en la mente mientras el agua aún le caía del rostro. El primero fue que salía a la superficie en el mismo instante en que lo hacían Rachelle a su derecha y Johan a su izquierda. Como tres delfines que rompían la superficie en un salto coordinado, con las cabezas arqueadas hacia atrás, el agua escurriéndoseles del cabello, sonriendo tan ampliamente como el cielo.

El segundo pensamiento fue que podía sentir el fondo del lago debajo de los pies. Se estaba parando.

El tercero fue que aún no podía respirar.

Salió del agua hasta la cintura, se dobló y expulsó de los pulmones un litro de agua. El dolor se fue con el agua. Boqueó una vez, descubrió que podía respirar con facilidad y se volvió lentamente.

Hacia la derecha. Agua y saliva en chorritos salían de la sonriente boca de Rachelle. Ella también acababa de morir.

Hacia la izquierda. Por un breve instante no reconoció al hombre a metro y medio a su izquierda. Este era Martyn el encostrado, pero la piel le había cambiado. Tono color carne. Suave. Rosada como la piel de un bebé. Sus ojos brillaban como esmeraldas. Este era Johan como una vez había sido, sin rastro de la enfermedad. Él también había respirado el agua.

Se pararon en el agua, tres extraños empapados frente a cien mil hordas, unos vestidos en las túnicas de los habitantes del bosque, otros en las capas encapuchadas de los moradores del desierto, todos mostrando la blanquecina piel de la enfermedad.

Por un rato ninguno habló. Qurong permanecía con su ejército a cien metros a la derecha, con el rostro cubierto por su capucha. Ciphus estaba a cincuenta metros a la izquierda, con los labios demacrados. Allí, directamente adelante, estaban Mikil, Jamous, Marie y Samuel, boquiabiertos como los demás.

Thomas salió del lago, salpicando ruidosamente agua con los muslos. En alguna forma sintió que miraba un mundo totalmente nuevo. No solo era una nueva persona, cubierta de magia, sino que los miles que tenía en frente eran distintos. La enfermedad se les adhería como estiércol seco. Pero cuando entendieran lo que Elyon había hecho por ellos en este lago, se reunirían en grandes cantidades dentro de las aguas rojas. Lo atropellarían, pensó irónicamente.

Los guerreros de las hordas que habían enviado a investigar se hallaban a cincuenta pasos de distancia. Tenían su respuesta, Thomas dudó que la entendieran.

Regresó a mirar donde había visto los shataikis. Se habían ido. No, no se habían ido. Aún estaban allí, sin duda, pero él ya no los veía.

Estaba a punto de hablar, de contarles lo que había ocurrido, cuando una voz chillona rompió el silencio.

– ¡Fueron ellos! -gritó Ciphus-. Nos han engañado y envenenaron el agua de Elyon.

– Ya no toleraremos tus mentiras, ¡viejo! -exclamó Johan poniéndose al lado de Thomas-. ¿Estás ciego? ¿Te parecemos envenenados?

– ¡Mírense! ¡El agua les ha quitado la carne!

– ¿Nos la quitó? -preguntó Thomas, anonadado; miró a las personas-. Nos ha quitado nuestra enfermedad. ¿Pueden ver eso?

– ¡Imposible! -cuestionó Ciphus-. Este ya no es el lago de Elyon. Esta es agua roja, envenenada por la muerte.

Eso es lo que diría alguien de los de las hordas, pensó Thomas. Ciphus se había virado por completo. Buscó en la orilla a Marie y Samuel, los encontró, y vio que Rachelle ya corría hacia ellos. Ella sabía tan bien como él que si la enfermedad había atrapado tan rápido a todos, quizás sus hijos no estuvieran tan receptivos.

Thomas miró al anciano, que se volvió hacia la gente.

– La ley establece sin lugar a dudas que el cuerpo debe permanecer en el agua hasta la mañana, pero todos ustedes lo vieron con sus propios ojos. ¡No hay cuerpo!

Otra vez fue Johan quien se adelantó en la defensa.

– Nadie atravesó mi línea de guardias para robarse el cuerpo y ustedes apenas registraron. Además, la que estás citando es la ley de las hordas, no la tuya. ¿Desde cuándo conoces la ley de las hordas?

– ¡Es la ley! -gritó el anciano-. Y tú fuiste cómplice en el plan de ellos para robar el cuerpo. ¿Quién habría sospechado que los dos generales estaban obrando juntos para esclavizar al mundo entero en una enredada conspiración?

Señaló hacia el lago.

– ¡Miren lo que han hecho!

Johan dio un paso adelante y se dirigió directamente a la gente.

– El lago no está envenenado; solo ha cambiado. ¿Estoy muerto? ¿Está la enfermedad pegada a mi cuerpo? ¿Soy un encostrado? No, estoy libre de la enfermedad, y eso se debe a que hice lo que Justin nos pidió. ¡Seguirlo en su muerte ahogándonos en el lago y encontrando nueva vida! Este es el cumplimiento de la profecía del niño. Este es el golpe contra el maligno del que nos hablara el niño, y llegó cuando se había perdido toda esperanza.

Johan volvió a extender el brazo hacia el lago.

– Entren al lago y encuentren la vida de él. ¡Ahóguense, todos ustedes! ¡Ahóguense!

Nadie corrió hacia el lago. Lo miraron como si se hubiera vuelto loco. El gran Martyn que ahora era Johan ya no infundía el respeto que tuviera solo minutos antes.

Hubo movimiento al lado de Qurong, a la derecha de ellos. Y a su izquierda.

– ¿Lo van a oír? -preguntó Ciphus caminando lentamente hacia ellos.

Rachelle había guiado a Marie y a Samuel hacia el borde del agua y les susurraba a los oídos. Ellos temblaban.

– ¡Martyn el general completaría su engaño con Thomas haciendo que todos nos ahoguemos! -continuó Ciphus-. ¡Nunca!

– Qurong viene -susurró Johan con urgencia-. No tenemos mucho tiempo.

El líder de las hordas marchaba por la orilla con varios centenares de guerreros.

Dos hombres salieron de la multitud de habitantes del bosque y corrieron hacia la orilla… los dos que habían viajado con Justin por el Valle de Tuhan. Ronin y Arvyl.

Tenían los rostros surcados de lágrimas y los ojos totalmente abiertos por el miedo.

– Lo seguiremos hasta nuestras muertes si debemos hacerlo -expresó con calma Ronin, mirando profundamente a los ojos de Thomas-. ¿Qué debemos hacer?

– Naden profundo y respiren el agua. Dejen que ella los tome. Hallarán vida.

Ellos se miraron entre sí.

– ¡Rápido! Están llegando.

Los dos hombres caminaron al frente, titubearon, luego corrieron y se zambulleron. Desaparecieron.

– Ahora sus hombres, ¡los hombres de Justin! -exclamó Ciphus-. ¡Todos han conspirado para traer nuestra ruina!

Qurong aún estaba marchando. Entonces todo había resultado en esto. Las hordas contra una familia. ¡Sin duda los segundos de Thomas lo seguirían!

Thomas subió la orilla y agarró las manos de Mikil y Jamous.

– ¡Síganme!

– Thomas…

– ¡Cállate y sígueme, Mikil! -prorrumpió él en voz baja y queda-. ¿Crees en mí?

Ella no contestó.

– Ustedes mataron a Elyon. Todos lo hicimos. ¡Ahora devuélvele tu vida y anda conmigo!

Mikil y Jamous se miraron.

– Creo que él tiene razón -dedujo Jamous.

– ¿Crees que Justin era Elyon? -inquirió ella.

– Él me habló.

Ella lo miró con sus blancos ojos bien abiertos.

– Zambúllete profundo y respira el agua; por amor de Elyon, ¡muévete! ¿Te he mentido alguna vez? Nunca. ¡Corre!

Eso bastó para Mikil. Los dos corrieron por la orilla arenosa con Thomas exactamente detrás. Se zambulleron al unísono, mientras Ronin y Arvyl salían a la superficie, con la carne rosada, las bocas abiertas, exhalando agua.

Thomas agarró a Johan del brazo.

– Caballos, necesitaremos caballos del establo auxiliar de los guardianes -le susurró-. Estarán ensillados y…

Pero Johan sabía todo eso, por lo que rápidamente corría por la orilla. Los enfermos habitantes del bosque le abrían paso a toda prisa. Desapareció en una fila de casas.

– Todos los de ustedes que sigan a Justin en su muerte, encontrarán nueva vida, ¡ahóguense! -gritó Thomas-. ¡Ahóguense ahora!

El líder de las hordas marchaba más rápido.

Ciphus se quedó en silencio. Él también vio a Qurong. También vio al ejército de las hordas que los había rodeado, muchos miles, montados en caballos, con las guadañas listas. Todos estaban bajo un nuevo orden.

– ¡Se lo ruego! ¡Recuérdenlo! ¡Este es el día de la liberación de ustedes! -gritaba Thomas.

Detrás de él salpicó el agua. Mikil y Jamous habían subido.

La frustración de Thomas hervía en la superficie.

– ¿Qué pasa con ustedes? ¿Están ciegos? ¡Es vida, tontos! ¡Ahóguense!

Mikil reía.

Dos niños corrían por la orilla. Lucy y Billy, los del Valle de Tuhan. Entraron con Marie y Samuel. Pisándoles los talones siguieron varios hombres y mujeres adultos, quizás media docena, uno de aquí, otro de allá. Chapotearon en el agua y se hundieron bajo la superficie. Uno resopló en la superficie y salió gritando del lago. La piel no le había cambiado. Dos más salieron del lago.

– ¡Basta! -gritó Qurong de pie con el puño en la cadera y las piernas extendidas-. Si entran al lago, considérense un enemigo al que cazaremos y destruiremos.

– ¡Tú eres Tanis! -declaró Thomas-. Bebiste el agua de Teeleh y nos provocaste la enfermedad. ¿Harás ahora la guerra a los hijos de Elyon? Justin nos ha traído paz.

– ¡Yo les he traído la paz!

La voz de Qurong pareció demasiado fuerte para un hombre. Entonces Thomas cayó en cuenta de que era Teeleh quien hablaba a través de su primogénito. Jugaba al niño malcriado que quería ser tan grande como Elyon. Esa siempre había sido la manera de Teeleh; ahora, al haber matado a Justin, haría la guerra a este remanente inesperado. Eliminaría la vida que Justin había hecho posible en su muerte.

– ¡Somos uno! -gritó Qurong con los brazos extendidos-. ¡Soy la paz!

– Estás en paz con Teeleh, no con Elyon. No con Justin.

– ¡Blasfemia! -gritó Ciphus-. Estás desterrado. ¡Todo hombre, mujer o niño que se bañe en este lago será desterrado!

Qurong echó hacia atrás la capucha para dejar al descubierto sus largos rizos nudosos sobre una blancuzca piel llena de escamas.

– Desterrados no -rugió-. ¡Muertos!

Detrás de Thomas el agua salpicaba mientras otros salían del lago. Ajenos al intercambio de palabras, varios de los niños reían. Rachelle los sacó corriendo del agua haciéndolos callar.

Thomas revisó la playa. Solo había un camino despejado de guerreros de las hordas y era pasando a Ciphus. Aún entonces Qurong los perseguiría.

¿Dónde estás, Johan?

Un hombre solitario salió del gentío, corrió directo a la orilla y se zambulló en un acto de rebeldía a la orden de Qurong. ¿William? Si Thomas no se equivocaba, su teniente, William se les acababa de unir.

¿Dónde estaba Johan? ¿Cuánto tiempo necesitaba para abrir un portón a unos cuantos caballos? Thomas debía entretener a Qurong.

– Si estás con Elyon, ¿condenarías entonces a hombres y mujeres a morir porque no tienen tu enfermedad?

– Son ustedes quienes tienen la enfermedad -objetó Qurong-. Son desteñidos con carne envenenada y mentes enfermas.

De la boca le salía baba. Tenía los ojos candentes de la ira. ¿Por qué estaba tan furioso por unas pocas presas indefensas?

– La enfermedad de ustedes nos dividirá y amenazará mi reino, ¡y por eso serán ahogados!

– ¡Ya nos hemos ahogado! -cuestionó Mikil; luego soltó la risotada-. ¿Quieres que nos ahoguemos otra vez?

Thomas alargó la mano para tranquilizarla.

– Prepáralos -le dijo en voz baja-. Viajaremos por el bosque, al norte.

– ¿Caballos?

– Johan. Ella entendió.

– Veremos si sobrevives a mi ahogamiento -formuló Qurong-. ¡Agárrenlos!

La guardia del jefe de las hordas salió de su sitio y marchó al frente.

– ¡Espera! -gritó Thomas-. ¡Tengo algo que intercambiar! Metió la mano en la túnica, sacó un libro de cuero y lo levantó.

– Un libro de historia.

Qurong levantó la mano y sus soldados se detuvieron. Dio un paso adelante. En su propia mente retorcida este era un libro sagrado; sin embargo, ¿qué haría para volver a tenerlo? Después de todo solo era un objeto.

– Has manifestado que a nadie se le permite entrar al lago -declaró Thomas-. Si lanzo este libro a esta agua envenenada, ¿romperás tu propia ley y entrarás a buscarlo?

– Ponlo a un lado.

Johan emergió del poblado detrás de la gente, llevando una docena de caballos. Dio una mirada a la situación y espoleó su montura. Thomas habló a gritos para cubrirle la llegada.

– Dejaré este libro a un lado si me das un minuto para llevar el caso ante todo el Consejo, como es la costumbre de nuestro pueblo en un suceso de…

El sonido de Johan y sus caballos al galope por la orilla fue suficiente para hacer volver todas las cabezas. Los encostrados acababan de caer en cuenta de la súbita aparición de su antiguo comandante y se movieron para interceptarlo cuando pasó como un rayo a Qurong.

Thomas se metió en la túnica el libro de historia en blanco, luego giró y agarró al niño más cercano.

– Llévenlos a los caballos, ¡rápido!

Rachelle puso a Marie en una silla detrás de William. Agarró a Samuel del brazo y lo levantó con la ayuda de William. Luego giró hacia otro niño.

– ¡Deténganlos! -gritó Qurong.

– Vete, ¡Rachelle! Me encargaré de los otros. ¡Monta! Pero ella corrió por un cuarto niño.

Ya no les inhibía la dolorosa enfermedad que hacía lentos a los encostrados. Antes de que los alcanzara el primer guerrero, ya se habían subido a las sillas y galopaban hacia los miembros del Consejo, los cuales se quedaron petrificados.

Todos menos Thomas y Rachelle, que ayudaban a los niños.

– ¡Monten! ¡Rápido!

¡Rachelle no iba a lograrlo! Thomas espoleó su caballo hacia el guerrero más cercano, que se paró en seco y le lanzó un débil golpe. El eludió la guadaña con bastante facilidad. Ahora su esposa había montado.

– ¡Corre! ¡Corre!

De alguna parte, una flecha atravesó el aire y se estrelló contra el cuello de la montura de Thomas. El animal se paró en las patas traseras y él se agarró de la silla.

– ¡Thomas! -gritó Rachelle.

Ella sabía muy bien que esa herida acabaría con el caballo. Y los encostrados se acercaban aprisa. Una hoja golpeó las ancas del caballo de Thomas. Rachelle hizo girar su propia montura.

– ¡Salta! -gritó ella corriendo hacia él, soltando las riendas, colocándose detrás de la silla y agarrándose del puño con una mano.

Este era un movimiento que los guardianes conocían muy bien; a menudo caían caballos en batalla. Desde el principio aprendieron que a cualquier velocidad, saltar de un caballo a otro era casi imposible a menos que el jinete pudiera sostenerse rápido en los estribos y agarrarse de quien saltaba entre su persona y el cuello del caballo.

Thomas saltó, chocó con el cuello del caballo de Rachelle y fue a parar en la silla. Se inclinó un poco y agarró las riendas. Ella lo abrazó alrededor de la cintura y lo apretó con fuerza.

Pero ahora iban por el camino equivocado. Thomas hizo girar el caballo y galopó para alcanzar a los demás. Todo había sucedido en unos pocos segundos. Johan acababa de abrirse paso entre el Consejo, pero los seguidores de Justin se hallaban lejos de estar a salvo.

Los cien encostrados sobre la playa espolearon a sus caballos para interceptar.

– Jamous, William, a la derecha! -gritó Thomas; luego viró directo hacia las hordas-. ¡Agárrate!

Rachelle se apretó con más fuerza alrededor del estómago de Thomas.

Jamous y William se desprendieron de los demás y enfrentaron al ejército. Johan volteó a mirar, dio una rápida patada y guió a toda carrera a los demás lejos del peligro.

Thomas se inclinó al frente y gritó mientras se lanzaba a la batalla. Cada soldado encostrado allí sin duda había visto a este poderoso guerrero derribando a los compañeros de ellos y verlo con sus dos tenientes corriendo directamente hacia ellos hizo que se pararan en seco.

El retraso fue suficiente para darle a Johan el tiempo necesario de internar a los demás entre los árboles.

– ¡Giren!

Thomas, Jamous y William giraron a la izquierda ante la orden y corrieron hacia los árboles tras Johan.

Fue entonces, a no más de dos caballos de distancia de los árboles, que un suave tas se metió entre el martilleo de cascos.

Rachelle gimió detrás de él.

Otro tas.

Una flecha se clavó en un árbol a la derecha de Thomas. Rachelle aflojó su presión en la sección media de él.

– ¿Rachelle?

Ella lanzó un gemido, acompañado del inconfundible tono del dolor.

– ¿Rachelle? ¡Háblame!

En respuesta, una docena de flechas se metieron entre las ramas. Entonces ingresaron a la selva. ¡Le habían dado a su esposa! Él tenía que parar.

– ¡Rachelle!

Las hordas estaban en directa persecución… no podía detenerse.

– ¡Contéstame! -gritó-. ¡Rachelle!

Nada. Las manos de ella resbalaron y él las agarró con la mano izquierda.

– ¡William!

Su teniente miró hacia atrás.

– ¡Corre, Thomas! ¡Corre!

– ¡Le dieron a Rachelle! -gritó él.

Inmediatamente, William se hizo a un lado y aminoró el ritmo. Thomas lo pasó, aun galopando a toda velocidad. Esquivaron varios árboles y entraron a una pradera. William analizó el cuerpo inerte detrás de Thomas. El cuerpo de Rachelle.

Lo que Thomas vio en los ojos verdes de su teniente hizo que un terror salvaje le recorriera el corazón.


***

THOMAS SE salió del camino el tiempo suficiente para revisarle el pulso a Rachelle. Estaba viva. Pero inconsciente. Tres flechas sobresalían de su espalda. Él empezó a sollozar, aún sentado en la silla con el sonido de las hordas a menos de cien metros atrás. William ató las manos de Rachelle alrededor del estómago de Thomas y corrieron aprisa para alcanzar a los demás.

Elyon, te ruego que hi sanes, oró. Te suplico que salves a mi esposa.

Los demás no lo sabían. Samuel y Marie iban adelante con Mikil y Jamous, que había agarrado a Marie para aligerar la carga de Mikil. Thomas revisaba a cada instante el pulso en la muñeca de Rachelle. Viva, aún viva.

William corría detrás, en silencio. Aunque lograran detenerse, no podían hacer nada por Rachelle. Ella debía descansar. Necesitaba que todos se detuvieran, pero con esta persecución nada de eso era una opción.

Tú me salvaste, Justin. Salvarás a mi esposa.

Ellos habían muerto y vuelto a vivir en el lago. ¿Para qué? ¿Para que Rachelle muriera a manos de las hordas? No tenía sentido, lo cual solo podía significar que ella no iba a morir. ¡Él la necesitaba! Los niños la necesitaban. La tribu la necesitaba. ¡Ella era la persona más tierna, más sabia y más amorosa de todas!

Ella no iría a morir.

William se puso al lado de él tras veinte minutos.

– Nos persiguen como doscientos -informó-. Johan y yo los llevaremos hacia el sur y nos juntaremos contigo en el bosque de manzanos al norte.

Thomas asintió.

Su teniente corrió al frente y habló brevemente con Johan, que miró hacia atrás inquieto. Él giró a la derecha y desapareció entre los árboles con William. Ellos retrocederían en círculo, atraerían a las hordas y luego las llevarían hacia el sur, según los métodos clásicos de los guardianes.

Thomas corrió tanto como se atrevió. Seguramente para ahora William y Johan habían atraído a las hordas. Palpó el pulso de su esposa por centésima vez. Con el caballo dando tumbos debajo de ellos, la tarea ahora era casi imposible. Tal vez el pulso de ella se había debilitado demasiado para poder sentirlo sin detenerse.

– ¡Mikil!

Thomas detuvo el caballo en seco antes de que su segunda pudiera responder. Ella lo vio detenerse y llamó a los demás, que acababan de entrar a un claro.

Desató las muñecas de su esposa, bajó del caballo y la depositó sobre el pasto. Ella se quedó de lado, sosegada. Él le palpó el cuello con una mano temblorosa, desesperado por sentir el pulso conocido en el rostro que había acariciado muchas veces.

No había pulso.

Los otros se pusieron detrás de él y les oyó sus llantos sobresaltados, pero ahora no les importaban ellos. Solo quería una cosa. Quería que su esposa regresara. Pero ella se hallaba tendida en el suelo y él no lograba encontrarle el pulso.

Está muerta, Thomas.

No, no podía estar muerta. Ella era Rachelle, la que había sido sanada por Justin. La que los había metido al lago. La que le había mostrado cómo amar, luchar, guiar y vivir.

– ¿Mamá?

Marie. De los ojos de él salieron lágrimas al oír la voz de su hija.

– ¡Mamá!

Los dos niños cayeron de rodillas al lado de su madre. Thomas intentó una vez más sentirle el pulso, esta vez tuvo la seguridad de que estaba muerta.

Se puso en cuclillas y se dejó envolver por una terrible angustia. Respiró hondo, levantó la barbilla y comenzó a sollozar al cielo.

Mikil luchaba con el cuerpo; una mujer abrazaba a los niños, que también lloraban; lo único que Thomas podía hacer era llorar. Había visto morir a muchos en batalla, pero hoy, tras haber respirado el agua de Elyon, de algún modo sintió diferente esta muerte. Injusta, terrible y más dolorosa de lo que se pudo haber imaginado.

Thomas se desplomó al lado de su esposa, se acurrucó y lloró.

Mikil se encargó de lo demás.

– Monten. Diríjanlos hacia el bosquecillo de manzanos. Espérennos allá. Lo dejaron solo. Él sabía que debía continuar. No todos en las hordas habrían seguido a Johan. Estarían cerca.

El guerrero los invitaba ahora. Vengan y mátenme también. Me juego demasiado contigo, Thomas de Hunter.

La voz completamente diáfana le habló en la mente. Él abrió los ojos. La espalda de Rachelle se hallaba a treinta centímetros de su rostro. Quieta. Cerró los ojos, con la mente entumecida. Mi hija está conmigo ahora. La necesito.

– Devuélvela -susurró Thomas.

– ¿Qué? -preguntó la voz de Mikil.

– ¡Devuélvela! -gimió él.

Por largo rato solo hubo silencio. Debieron haber salido mucho tiempo antes, pero Mikil seguía observándolo tendido en dolor. Luego la voz volvió a hablar. Cabalga, Thomas. Cabalga conmigo.

Algo le sucedía en el pecho. Abrió los ojos y se fijó en un calor que se le extendía por los pulmones y le subía por el cuello. Se sentó.

Encuéntrame en el desierto, Thomas. Cabalga.

– ¿Thomas? -exclamó Mikil arrodillándose a su lado-. Lo siento, es… es una terrible tragedia. Deberíamos irnos.

Thomas se puso de pie. El dolor en su corazón era punzante, pero estaba esa otra voz, la cual conocía. Le había hablado en el lago esmeralda mucho tiempo atrás. Había hablado hoy en el lago rojo. Justin había muerto. Todos habían muerto. Ahora Rachelle había vuelto a morir. Pero estaba viva, porque la voz decía que estaba viva. Si no aquí, en algún otro lado.

– Ayúdame con ella, Mikil.

Pusieron el cuerpo de Rachelle sobre el caballo frente a Thomas, frente a él con el rostro apoyado en el hombro y los brazos a los costados. Él sostenía a su esposa, cabalgaba y lloraba con lágrimas que empapaban el cabello de ella.

Pero el lamento de Thomas era por sus hijos y por él mismo, no por Rachelle. No por la hija de Elyon. Ella estaba con Justin.

Cuando llegaron al huerto de manzanas, Johan y William esperaban con los demás. Johan lloró por su hermana. La besó, le acarició el cabello y les dijo a los demás que él la había traicionado.

– ¿Adónde vamos? -inquirió Mikil.

– Al desierto -anunció Thomas, espoleando el caballo-. Cabalguemos hacia el desierto.

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