8

LA CRISIS era una bestia extraña. A veces unía. A veces dividía.

Por el momento esta crisis particular había obligado al menos a algunos de la élite de Washington a poner de lado las diferencias políticas y someterse a las demandas del presidente para una reunión inmediata.

Obviamente, un virus no era demócrata ni republicano.

Aun así, Thomas se sentó en la parte trasera del auditorio, sintiéndose fuera de lugar en compañía de esos líderes… no porque no estuviera acostumbrado al liderazgo, sino debido a que su propia experiencia en el liderazgo era enormemente distinta a la de ellos. El liderazgo de él había tenido más que ver con fortaleza y poder físico que con las políticas manipuladoras que sin duda aquí se hacían valer.

Miró por sobre los veintitrés hombres y mujeres a quienes el presidente había reunido en el salón de conferencias del ala occidental. Thomas había volado hacia el occidente, sobre el Atlántico, y con el cambio de horario llegó al mediodía a Washington. Merton Gains lo había dejado con la seguridad de que pronto le darían la palabra para que les contestara las preguntas. Bob Stanton, un asistente, respondería mientras tanto a cualquier inquietud. Bob se hallaba a un lado, Kara al otro.

Asunto gracioso el de Kara. ¿Era ahora él mayor que ella, o era todavía menor? El cuerpo de Thomas aún tenía veinticinco años, no se podía negar eso. Pero ¿y su mente? Ella parecía mirarlo más ahora como a un hermano mayor. Él le había dado los detalles de su victoria usando la pólvora y ella había escuchado la mayor parte con un ligero dejo de asombro en los ojos.

– Llevan retraso -expresó Bob-. Ya deberíamos haber empezado.

La mente de Thomas volvió a divagar en la victoria en la brecha Natalga. Allí, él era un líder mundial de renombre, un general endurecido por la batalla, temido por las hordas, amado por su pueblo. Era esposo y padre de dos hijos.


Sus quince años como comandante habían sido misericordiosos con él a pesar de los malos juicios que William era tan amable en recordarle.

El estribillo aún le resonaba en la mente. Hunter, Hunter, Hunter.

¿Y qué era él aquí? El muchacho de veinticinco años en la parte de atrás, que iba a hablar de algunos sueños síquicos que estaba teniendo. Criado en Filipinas. Padres divorciados. Madre que padece depresión maníaca. No terminó la universidad. Se enredó con la mafia. No asombra que tuviera estos sueños absurdos. Pero si el presidente Robert Blair le pide que vaya, él va. Privilegios del cargo.

Un tipo alto y canoso con una nariz propia de una niña de un año entró al escenario y se sentó ante una mesa larga dispuesta con micrófonos. Lo siguieron otros tres que se sentaron. Luego el presidente Robert Blair entró y se dirigió a la silla de la mitad. La reunión tenía el aura de una conferencia de prensa.

– Ese es Ron Kreet, jefe de personal, a la izquierda -informó Bob-. Luego Graham Meyers, ministro de defensa. Creo que conoces a Phil Grant, CÍA. Y esa sería Barbara Kingsley, ministra de salud.

Thomas asintió. Los poderosos. La fila del frente estaba repleta de rostros vagamente conocidos. Otros miembros del gabinete. Senadores. Miembros del Congreso. El director del FBI.

– No muy a menudo consigues tan amplio espectro de poder en un salón -comentó Bob.

Ron Kreet aclaró la garganta.

– Gracias por venir. Como todos ustedes saben, el Departamento de Estado recibió un fax hace más o menos catorce horas en que se amenazaba a nuestra nación con un virus ahora conocido como «Variedad Raison».

Encontrarán una copia de este fax y de todos los documentos pertinentes a||

la carpeta que se les ha entregado.|'

Era evidente que no todos ellos habían leído el fax. Unos cuantos abrieron las carpetas y revolvieron los papeles.

– El presidente ha pedido hablarles personalmente de este asunto – anunció Kreet dirigiéndose al gobernante-. Señor.

Robert Blair siempre había hecho a Thomas pensar en Robert Redford. Sin tantas pecas, pero por lo demás era un vivo retrato del actor. El presidente se inclinó hacia delante y ajustó su micrófono, con el rostro relajado y serio pero sin tensión.

– Gracias por acudir a tan repentino aviso -empezó, la voz se oía un poco grave; movió la cabeza de lado a lado y se aclaró la garganta-. He pensado en una docena de maneras diferentes de proceder y decidí ser totalmente franco. He invitado un panel para que en un momento conteste sus preguntas, pero permítanme resumirles una situación que ahora se ha expuesto a ustedes.

Hizo una profunda respiración.

– Un grupo de terroristas poco convencionales, que creemos están asociados con un suizo, Valborg Svensson, ha soltado un virus en numerosas urbes en todo el mundo. Estas ciudades incluyen ahora seis de las nuestras, y creemos que la cantidad aumentará con cada hora que pase. Hemos verificado la variedad Raison en Chicago, Nueva York, Atlanta, Los Angeles, Miami y Washington.

El salón estaba muy tranquilo para distinguir exclamaciones particulares.

– La variedad Raison es un virus transmitido por vía aérea que se extiende a un ritmo sin precedentes. Es letal y no tenemos cura. Según nuestros mejores cálculos, en las dos semanas siguientes trescientos millones de estadounidenses serán infectados por el virus.

El salón mismo pareció exclamar, así de general fue la reacción.

– Eso es… ¿qué está usted diciendo?

– Estoy diciendo, Peggy, que aunque todos los presentes en este salón no hubieran estado infectados hace diez minutos, probablemente ahora usted lo esté. También estoy diciendo que a menos que descubramos una manera de tratar con este virus, todas las personas vivas entre Nueva York y Los Angeles habrán muerto en cuatro semanas.

Silencio.

– ¿Se expuso usted deliberadamente a este virus? -preguntó alguien.

– No, Bob. Es muy probable que usted se expusiera antes de poner un pie en este edificio.

Siguió un griterío. Mucho griterío. Una disonancia de desconcierto e indignación. Un anciano se puso de pie a la izquierda de Thomas.

– Sin duda usted no está seguro de esto. La afirmación causará pánico.

Una docena más ofreció ligera conformidad un poco menos refrenada.

– Por favor -declaró el presidente levantando una mano-. Cállense y Réntense, ¡Charles, y todos ustedes!

El hombre titubeó y se sentó. Se hizo silencio en el salón.

– La única manera en que vamos a superar esto es centrándonos en el problema. Ya me extrajeron sangre. Resulté positivo con la variedad Raison. Tengo tres semanas de vida.

Tipo inteligente, pensó Thomas. Logró paralizar eficaz aunque temporalmente al salón.

El presidente estiró la mano hacia un lado, levantó una resma de papel y la mantuvo en alto usando ambas manos.

– Las noticias no mejoran. El Departamento de Estado recibió un segundo fax hace menos de dos horas. En él tenemos una exigencia muy detallada y extensa. La «Nueva Lealtad», como ellos dicen llamarse, entregará un antivirus que neutralizaría la amenaza de la variedad Raison. A cambio han exigido, entre otras cosas, nuestros sistemas clave de armamentos. Su lista es muy específica, tanto que estoy sorprendido. Exigen que las armas sean llevadas en catorce días a un destino que ellos elegirán.

Bajó el papel haciendo un suave ruido.

– Se ha dado el mismo ultimátum a todas las potencias nucleares. Este, damas y caballeros, no es un grupo de escolares, ni estamos tratando con algunos terroristas imbéciles. Se trata de un grupo muy organizado que tiene toda la intención de cambiar radicalmente el equilibrio del poder mundial en los próximos veintiún días.

Se detuvo y examinó el salón. Todos estaban helados.

Un hombre en la parte delantera expresó el pensamiento que gritaba en la mente de cada uno.

– Eso es… eso es imposible.

El presidente no respondió.

– ¿Es posible eso? -preguntó el hombre.

Bob se inclinó hacia Thomas.

– Jack Spake, dirigente de los demócratas -le susurró.

– ¿Es posible qué?

– Que enviemos nuestros armamentos en dos semanas.

– Ahora estamos analizando eso. Pero ellos han sido… selectivos. Parece que han considerado todo.

– ¿Y nos está diciendo usted que con los científicos más brillantes y los mejores profesionales de la salud pública en el mundo, no tenemos manera de tratar con este virus?

– ¿Barbara? -exclamó el presidente dirigiéndose a su ministra de salud.

– Naturalmente, estamos trabajando en eso -contestó ella; se oyó un ruido de retroalimentación de sonido y ella se echó para atrás antes de acercarse otra vez al micrófono-. Apenas hay en nuestra nación tres mil virólogos cualificados para trabajar en un desafío de esta magnitud y nos estamos asegurando su… este… su ayuda mientras hablamos. Pero ustedes deben entender que tratamos aquí con una mutación de una vacuna creada de manera genética… literalmente miles de millones de pares de ADN y ARN. Investigar y hallar un antivirus podría tomar más tiempo del que tenemos. Farmacéutica Raison, creadores de la vacuna de la cual se adaptó el virus, nos está proporcionando todo lo que tiene. Solo revisar su información llevará una semana, incluso con la ayuda de sus propios genetistas. Por desgracia, su principal genetista encargada del proyecto ha desaparecido. Creemos que fue secuestrada por los mismos terroristas.

Se estaba empezando a comprender la magnitud del problema.

Brotó una docena de preguntas a la vez y el presidente insistió en cierta apariencia de orden. Las preguntas sobre el virus eran lanzadas en descargas simultáneas y contestadas en conformidad.

¿Hay otras maneras de tratamiento? ¿Cómo funciona el virus? ¿Con qué rapidez se extiende? ¿En cuánto tiempo empiezan a morir las personas?

Barbara los manejó a todos con un profesionalismo que Thomas encontró admirable. Les mostró la misma simulación computarizada que él había visto en Bangkok y, cuando la pantalla se volvió azul al final, terminaron las preguntas.

– Así que básicamente, este… este asunto no va a desaparecer y no tenemos manera de tratar con él. En tres semanas todos habremos muerto. No hay nada… absolutamente nada que podamos hacer. ¿Es eso lo que estoy oyendo?

– No, Pete, no estamos diciendo eso -enunció el presidente-. Estamos diciendo que no sabemos de ninguna forma de tratarlo. No todavía.

– ¿Y qué pasa si cedemos a las demandas de ellos? -preguntó poniéndose en pie un hombre a la derecha con cabello negro y rostro perfectamente redondo.

Bob se inclinó.

– Dwight Olsen. Líder de la mayoría en el senado. Detesta al presidente.

El presidente dio la palabra al ministro de defensa, Graham Meyers.

– Como hemos visto, es imposible ceder a sus demandas -respondió Meyers-. No hacemos tratos con terroristas. Si entregamos los sistemas de armamentos que han exigido, Estados Unidos quedaría indefenso Suponemos que estas personas están trabajando al menos con una nación soberana. A través de amenazas por la fuerza, en el transcurso de tres semanas esa nación tendría suficiente poder para manipular a quien deseara. En esencia, esclavizarían al mundo.

– Tener poder militar no le da a una nación el control del mundo – objetó Olsen-. La Unión Soviética tenía poder militar y no lo utilizó.

– Los soviéticos tenían un oponente con tantas armas nucleares como ellos. Estos individuos pretenden desarmar a todo el que tenga voluntad para disuadirlos. Ustedes deben entender que ellos están exigiendo la entrega de sistemas, las bombas nucleares, incluso nuestros portaaviones, ¡por amor de Dios! Quizás no tengan el personal para dirigir un grupo de batalla, pero no lo necesitarán si tienen nuestros sistemas. También están exigiendo evidencia, muy detallada podría añadir, de que hayamos inutilizado todos nuestros sistemas de advertencia anticipada y nuestros radares de largo alcance. Como dijo el presidente, no estamos tratando aquí con niños exploradores. Ellos parecen saber de qué están hablando.

– ¿Y si uno de los otros países entrega sus armas? -preguntó alguien.

– Estamos haciendo lo posible para asegurarnos de que eso no ocurra.

– Pero la alternativa de entregar nuestras armas es la muerte, ¿correcto? -volvió a preguntar Dwight Olsen.

– Lo uno o lo otro es muerte -reafirmó el presidente mismo-. La única alternativa que tiene algún mérito en mi mente es vencerlos antes de que el virus haga su daño.

– Ya lo está haciendo.

– No si logramos encontrar tanto a ellos como al antivirus en las próximas tres semanas. Ese es el único curso de acción que tiene algún sentido.

– En lo cual les puedo asegurar que estamos trabajando mientras hablamos -se anticipó a decir el director de la CÍA, Phil Grant-. Hemos suspendido temporalmente todos los demás casos, más de nueve mil, y hemos enfocado todos nuestros esfuerzos en localizar a esta gente.

– ¿Y cuáles son sus posibilidades de lograrlo? -inquirió Olsen.

– Los encontraremos. El truco será hallar el antivirus con ellos.

El presidente se inclinó sobre su micrófono.

Mientras tanto, creo que es importante que confrontemos esto con la más estricta cautela. Necesitamos algunas ideas. Algo que se les pueda ocurrir… soy todo oídos. Por absurdo que parezca.

Cierta clase de caos mental se apoderó del salón en la hora siguiente. Todos parecían actuar dentro de ese caos, pero sería erróneo decir que lo controlaran, pensó Thomas. El caos los controlaba.

Observó la pelea verbal, sorprendido. No era muy diferente a la de su propio Consejo. Aquí había una civilización avanzada comportándose exactamente como los suyos; estos exploraban y defendían ideas con mucha energía, no con espadas sino con lenguas igual de afiladas.

Dejó de seguir la pista a quién hacía preguntas y quién las contestaba, pero reflexionó con cuidado en cada pregunta y cada respuesta. En realidad, los estadounidenses tenían una clase de recursos poco común cuando de presionar se trataba.

– Parece que ralentizar la extensión del virus al menos nos podría dar un poco de tiempo -observó una hermosa mujer de vestido azul marino-. El tiempo es nuestro mayor enemigo y nuestro mejor aliado. Deberíamos paralizar los viajes.

– ¿Y ocasionar un pánico generalizado? Una amenaza de esta magnitud sacaría lo peor de la gente.

– Entonces brindémosles otra razón -respondió la mujer-. Hagamos pública una alerta creciente de terrorismo basada en información que no podemos revelar. Supondrán que estamos tratando con una bomba o algo así. Detengamos los viajes por tierra y cerremos los aeropuertos. Suspendamos todo viaje interestatal. Todo lo que podamos para disminuir el ritmo de extensión del virus. Incluso un día o dos podría ser determinante, ¿correcto?

– Estrictamente hablando, sí -contestó Barbara, la ministra de salud.

Nadie objetó.

– Francamente, más bien podríamos concentrarnos en el antivirus y en los medios de distribuirlo en poco tiempo. Vacunar a seis mil millones de personas no es una tarea fácil.

¿Está usted diciendo entonces que supuestamente todos aquí estamos infectados? -objetó alguien-. ¿No deberíamos aislar cualquier mando y control que no haya sido afectado? Mantenerlos en aislamiento el tiempo que sea necesario.

– ¿Puede usted aislar a las personas de esta cosa? -preguntó alguien más.

– Debe haber una manera. Espacios desinfectados. Ponerlas en el trasbordador espacial y enviarlas a la estación espacial, hasta donde yo sé.

– ¿Con qué fin? ¿De qué sirven doscientos generales en la estación espacial si el resto del mundo se está muriendo?

– Entonces aislemos a los científicos que trabajan en el antivirus. O si es necesario demos a la estación espacial los códigos para lanzar unas cuantas bombas nucleares bien apuntadas a las gargantas de quienquiera que haya causado esto.

¿Con qué fin?, se preguntó Thomas. La retaliación se siente hueca frente a la muerte. El debate se paralizó.

– Dirigimos esta nación, morimos con esta nación si es necesario – comentó finalmente el presidente-. Pero no creo que se pierda nada con aislar a los elementos de mando y control, y a tantos científicos como sea posible.

El caos dio gradualmente paso a una tensión moderada. A veces la crisis divide y a veces une. Ahora unía. Al menos por el momento.


***

LA REUNIÓN llevaba dos horas cuando finalmente se pronunció la pregunta que hizo comparecer a Thomas.

La mujer vestida de azul. La inteligente.

– ¿Cómo sabemos que ellos tienen de verdad el antivirus?

No hubo respuesta.

– ¿No es posible que estén embaucándonos? Si se necesitan meses para crear una vacuna o un antivirus, ¿cómo es que ellos tienen uno? Usted afirmó que la variedad Raison es un virus nuevo, de menos de una semana de antigüedad, una mutación de la vacuna Raison. ¿Cómo consiguieron un antivirus en menos de una semana?

El presidente miró hacia Thomas en la parte trasera, luego asintió al ministro encargado Gains, que se puso de pie y fue hasta un micrófono encendido. Gains había hablado solo algunas veces durante toda la discusión, sometiéndose a su superior, el secretario de estado Paul Stanley, a modo de cortesía política, supuso Thomas.

– Hay más en esto. Nada que cambie lo que han oído, pero algo que creo podría ayudarnos de una manera más… original. Titubeo porque estoy punto de abrir una caja de Pandora, pero, considerando la situación que lo mejor es seguir adelante.

A Thomas lo abandonó de repente cualquier deseo que le quedara de hablar ante este grupo. Él no era más político de lo que sería una rata.

Hace aproximadamente dos semanas un hombre llamó a uno de nuestros funcionarios y afirmó estar teniendo sueños extraños.

Thomas cerró los ojos. Allí van.

– Él llegó a la conclusión de que los sueños eran reales, porque en ellos había libros de historias que registraban hechos de la Tierra. Logró tener acceso a esos libros y enterarse de quién ganó el Derby de Kentucky de este año, por ejemplo. Lo cual hizo, antes de que se corriera el Derby, imagínense. Y tuvo razón. Resumiendo, ganó de veras más de trescientos mil dólares. La información en los libros de historias de su mundo de sueños resultó real. Exacta.

Thomas estaba un poco sorprendido de que no hubiera al menos algunas risitas.

– Llamó a nuestras oficinas porque se enteró de algo más bien amenazador, concretamente de que un virus llamado Variedad Raison sería liberado alrededor del mundo esta semana. Repito, esto fue hace casi dos semanas, aun antes de que se conociera la existencia de la variedad Raison.

Al menos estaban escuchando.

– Nadie le hizo caso, por supuesto. ¿Quién lo haría? Él fue a Bangkok y tomó el asunto en sus manos. Durante la última semana nos ha estado transmitiendo datos formales, todos previos a los acontecimientos.

Hizo una pausa. Nadie se movió.

– Ayer volé a Bangkok a solicitud del presidente -continuó Gains-. Lo que he visto con mis propios ojos los dejaría aterrados a todos ustedes. Igual que yo, es muy probable que ustedes hayan llegado a la conclusión de que nuestra nación está en una posición muy, pero muy grave. La situación parece desesperada. Si hay alguna persona que pueda salvar esta nación, damas y caballeros, muy bien podría ser Thomas Hunter. ¿Thomas?

Thomas se puso de pie y caminó por el pasillo. Se dirigió al frente, sintiéndose cohibido en los pantalones negros y la camisa blanca que había comprado en el centro comercial al venir aquí desde el aeropuerto. Se debía ver muy, pero muy extraño. He aquí el hombre que ha visto el fin del mundo. Se hallaba tan desconectado de la realidad de ellos como Hulk o el hombre araña.

Tapó el micrófono.

– No estoy seguro de que esto vaya a hacer algún bien -comentó tranquilamente; el presidente lo calmó con una firme mirada.

– Hazlos creer -le dijo Gains dándole una anémica sonrisa y haciéndose a un lado-. Déjalos que hagan sus preguntas.

Thomas enfrentó a la audiencia. Lo miraron veintitrés pares de ojos, r inseguros e incómodos como los de él.

Sintió gotas de sudor en la frente. Si supieran lo desorientado que se sentía, caería en oídos sordos la información que les iba a transmitir. Debí representar su parte con tanta convicción como pudiera. No importaba si las aceptaban o les caía bien. Solo que lo oyeran.

– Sé que todo esto les parece muy absurdo a algunos de ustedes, quizás a; todos. Y eso está bien -empezó; su voz sonó fuerte en el silencioso salón-. Me llamo Thomas Hunter y el hecho es que sin importar cómo sé lo que s' ni cuan increíble les parezca, me he enterado de algunas cosas. Si ponen atención a lo que estoy a punto de decirles, podrían tener una posibilidad. Si n tal vez estén muertos en menos de veintiún días.

Pareció demasiado confiado. Incluso muy gallito. Pero era la única manera que conocía en esta realidad.

– ¿Debo continuar?

– Continúe, Thomas -asintió el presidente detrás de él.

Sintió sus reservas como cadenas flojas. La pura verdad era que tal vez tenía más que ofrecer a la nación que cualquier otra persona en este salón. Y no porque quisiera tener esa responsabilidad. No tenía nada que perder. Igual que ninguno de ellos.

– Gracias.

Thomas caminó a su derecha, luego recordó el micrófono y regresó, analizando a los asistentes. Quizás solamente lograra intentarlo, así que se los transmitiría en un lenguaje que al menos los hiciera estremecer.

– En las dos semanas anteriores he experimentado toda una vida. También me he enterado de algunos asuntos en esa vida. En particular que la mayor parte de hombres y mujeres cederán ante las fuertes corrientes que los arrastrarán al interior de los mares de la ruina. Solo quienes sean más fuertes de mente y espíritu nadarán contra esa corriente. Tal vez parezca un poco filosófico, pero eso es lo que dicen algunas personas del lugar de donde vengo, y estoy de acuerdo.

Hizo una pausa y miró a los ojos a la mujer vestida de azul, cuya pregunta condujera a la introducción de Gains.

– Todos serán arrastrados al mar si no son muy, pero muy cuidadosos. Sé que debo parecerles un consejero espiritual. No es así. Solo estoy hablando lo que sé, y he aquí lo que sé.

La mujer sonreía con dulzura. Él no supo si en señal de apoyo o de incredulidad. No importaba.

– Sé que el suizo tendrá el antivirus si no lo tiene ya. Lo sé porque eso es lo que dicen los libros de historias. Algunas personas sobreviven. Sin un antivirus sería imposible ninguna clase de supervivencia.

Thomas respiró hondo e intentó estudiarlos, pero era difícil medir la diferencia entre estar impresionados por el conocimiento de un orador y estar impactados por la audacia de este.

– Además, sé que Estados Unidos cederá finalmente a las demandas del suizo y entregará su armamento. Sé que todo el mundo cederá ante este hombre y que, aun así, la mitad de la población del planeta morirá, aunque solo puedo imaginar qué mitad. Esto llevará a una época de terrible tribulación.

Parecía un profeta, o un maestro de escuela dictando clases a niños. Eso era lo último que deseaba, aunque supuso de alguna forma poco convencional que era un profeta. ¿Sería posible que debiera estar hoy aquí?

– Si ustedes ceden ante el suizo, seguirán el curso de la historia como está escrito. Serán arrastrados al mar. La única esperanza es resistir a quienes les exigen ceder. O encontrarán una manera de cambiar la historia, o seguirán su curso y morirán, como está escrito.

– Discúlpeme.

Era Olsen, el hombre de cabello negro de quien Bob afirmó que era enemigo del presidente. Sonreía de manera perversa.

– Sí, señor Olsen.

Los ojos del hombre se movieron repentinamente. No había esperado que se refiriera a él por su nombre.

– ¿Está usted insinuando que es un síquico? ¿Consulta ahora síquicos el Presidente?

– Ni siquiera creo en los síquicos -respondió Thomas-. Soy simplemente alguien que sabe más que usted respecto de algunas cosas. hecho, por ejemplo, de que usted morirá en menos de veintiún días debido a hemorragias masivas en el corazón, los pulmones y el hígado. Tendrá menos de veinticuatro horas desde que aparezcan los síntomas hasta su muerte. Sé que todo parece un poco duro, pero supongo que ninguno de ustedes tiene tiempo para juegos.

La risita petulante de Olsen desapareció.

– También sospecho que dentro de una semana usted encabezará un movimiento para ceder ante las demandas de Svensson. Eso no es de los libros de historias, entiéndalo. Es mi juicio basado en lo que he observado hoy en usted. Si tengo razón, usted es la clase de individuo al que los demás en este salón deben oponerse.

– Estoy seguro de que Thomas no es del todo sincero -terció Gains sonriendo nerviosamente-. Él tiene un… ingenio exclusivo, como estoy seguro que ustedes ven. ¿Alguna otra pregunta?

– ¿Habla usted en serio? -exigió saber Olsen, mirando a Gains-. ¿Tiene usted en realidad la audacia de presentar un acto circense frente a nosotros en un momento como este?

– ¡Muy en serio! -exclamó Gains-. Estamos aquí hoy porque hace dos semanas no quisimos oír a este hombre. Él nos dijo qué, nos dijo dónde, nos dijo cuándo y nos dijo por qué, y le hicimos caso omiso. Sugiero que usted acepte cada palabra que él pronuncia como si fuera del mismo Dios.

Thomas se estremeció. Difícilmente culpaba a esas personas por sus dudas. No tenían referencia contra la cual juzgarlo.

– ¿Así que usted supo acerca de esto porque todo está escrito en unos libros de historias en otra realidad? -inquirió la mujer del vestido azul.

– ¿Cuál es su nombre?

– Clarice Morton -contestó ella, mirando al presidente-. Congresista Morton.

– La respuesta es sí, señora Morton. En realidad así fue. Cierta cantidad de hechos pueden confirmar eso. Me enteré de la variedad Raison hace poco más de una semana. Lo reporté al Departamento de Estado y luego a los Centros para el Control de Enfermedades. Como nadie quiso hacer caso, volé por mi cuenta a Bangkok. En un acto desesperado secuestré a Monique de Raison… quizás ustedes han oído al respecto. Intenté ayudarla a comprender lo peligrosa que era su vacuna. Es innecesario decir que ella ahora lo entiende.


– ¿Así que la convenció antes de que todo esto sucediera?

Ella me exigió datos específicos. Fui a las historias y recuperé esa información. Entonces se dio cuenta. Eso fue antes de que Carlos me disparara y la raptara. Sin duda, ahora la están usando para crear el antivirus.

– ¿Lo balearon a usted?

.Una historia muy larga, señora Morton. Discutible en este momento.

Gains apenas lograba contener una sonrisita.

Así que si todo esto es en realidad verdadero, si usted puede conseguir información acerca del futuro como asunto de historia, y por el momento voy a creer que así es, ¿puede averiguar lo que viene a continuación?

– Si pudiera encontrar los libros de historias, estrictamente hablando, sí. Sí podría.

Ella miró al presidente.

– Y si puede averiguar lo que sucederá, podría averiguar cómo pararlo, ¿correcto?

– Tal vez pueda, sí. Suponiendo que se pudiera cambiar la historia.

– Pero tenemos que suponer que sí se puede, o todo esto es discutible, como usted afirma.

– De acuerdo.

– ¿Así que puede averiguar qué sucederá a continuación?

Thomas ya había comprendido adonde quería llegar Clarice, pero apenas ahora la sencilla sugerencia que le hizo tocó una fibra sensible en la mente de él. El problema, desde luego, era que los libros de historias ya no estaban a disposición. Había vivido con ese entendimiento quince años. Pero se rumoraba que aún existían. Él nunca había tenido motivos para buscarlos. Defender de las hordas a las selvas y celebrar el Gran Romance había sido allí su pasión principal. Ahora tenía una buena razón para buscarlos. Estos podrían proporcionar una salida a este desastre, precisamente como la congresista insinuaba.

– En realidad, los libros de historias… por el momento ya no están disponibles.

Un murmullo recorrió el salón. Era como si esa pequeña información les interesara de veras. Estaban indignados. Qué conveniente. ¡Los libros de historias se han perdido! Sí, por supuesto, ¿qué esperabas? Siempre funciona de este modo.

O tal vez estaban desilusionados. Algunos de ellos al menos querían creer todo lo que él había dicho.

Y deberían creer. Los hombres y mujeres decentes podían ver la sinceridad cuando él les miraba a los rostros.

– ¡Esto es absurdo! -exclamó Olsen.

– Entonces temo que me estoy inclinando hacia lo absurdo, Dwight.

declaró el presidente-. Thomas se ha ganado por sí mismo una voz. Y creo que Clarice tiene razón. ¿Podría usted averiguar algo más para nosotros, Thomas?

¿Podría hacerlo? Su respuesta fue tan calculadora como sincera.

– Quizás.

Olsen musitó algo, pero Thomas no logró entenderlo.

– Bueno -añadió el presidente cerrando su carpeta-. Damas y caballeros, envíen cualquier idea y comentario adicional a través de mi personal. Buenas noches. Y que Dios preserve a nuestra nación.

Se paró y salió del salón.

Ahora la crisis dividiría.


***

– SEIS CIUDADES más -informó Phil Grant, tirando la carpeta sobre la mesa de centro; su corbata granate de seda le colgaba floja alrededor del cogote; se pasó un dedo por el cuello y la aflojó aún más-. Incluyendo San Petersburgo. Ellos se están sintiendo frustrados. Sería un milagro que los rusos no dijeran ni pío.

– Esto… esto es una pesadilla -expresó su asistente; Thomas observó a Dempsey ir hasta la ventana y mirar hacia fuera con una mirada perdida-. Los rusos tienen décadas de experiencia en mantener algo tapado. Yo me preocuparía por Estados Unidos. Si fuera a apostar por alguien, diría que Olsen ya está informando de esto. ¿Cuántas dijo usted?

– Veinte. Todos aeropuertos. Como un reloj.

– ¿No estamos cerrando los aeropuertos?

– Los CDC presentaron otra simulación usando las últimas informaciones. Afirman que cerrar los aeropuertos no ayudará en este momento. Ha habido más de diez mil vuelos continentales en Estados Unidos desde que el virus tocara primero a Nueva York. Según cálculos conservadores, la cuarta parte de la nación ya está expuesta.

Grant puso los codos en las rodillas y formó un ángulo con los dedos. Un leve temblor le sacudía las manos. Dempsey volvió de la ventana, frunciendo e1 ceño. El sudor le oscurecía la camisa azul claro en las axilas. La realidad total de lo que se le había entregado a Estados Unidos se precipitaba de manera terrible y concluyente en la CÍA.

Grant había llevado a Thomas a las oficinas centrales de la CÍA cuarenta y cinco minutos antes.

¿Está usted convencido de que este psicólogo es digno de nuestro tiempo? -inquirió Thomas-. Esto solo parece un lapso de inactividad.

Al contrario, tratar de desbloquear esa mente suya es lo único que tiene sentido en lo que se relaciona con usted -contestó Grant.

Recuerdos, quizás. Pero yo no supondría que lo que ocurre está sucediendo en mi cabeza -objetó Thomas.

– Clarificaré los recuerdos. Si le dio las características del antivirus a Carlos, como usted cree que pudo haberlo hecho, esa información sería un recuerdo. Con algo de suerte, el doctor Myles Bancroft puede estimular ese recuerdo. ¿No tiene información, absolutamente ninguna, sobre dónde podría estar Svensson?

– Ninguna.

– ¿O dónde podría tener a Monique?

– Supongo que donde está él. La única comunicación ha sido por medio de faxes, enviados desde un apartamento en Bangkok. Fuimos allá hace seis horas. Estaba vacío, a no ser por una laptop. Él está usando retransmisiones. Muy listo al mantenerse fuera de la web usando facsímiles. El último fax vino de una dirección en Estambul. Hasta donde sabemos, tiene cien aparatos de retransmisión. ¿Cuánto tiempo tardamos en averiguar el paradero de Bin Laden? Este sujeto podría ser peor. Pero en algunos días creo que no importará. Como usted señaló antes, es indudable que está trabajando con otros. Probablemente una nación. Entonces usted sabrá dónde mirar.

– Pero solo porque él quiera que sepamos. No podemos así no más bombardear Argentina o cualquier país que esté usando. No mientras tenga el antivirus -opinó el director parándose y lanzando un gruñido-. El mundo se está viniendo abajo y nosotros estamos sentados aquí, ciegos como ratas.

– Pase lo que pase, no permita que nadie intente hacer transigir al presidente -expresó Thomas.

– Creo que usted mismo tendrá la oportunidad de hacerlo -informó Grant-. Él desea reunirse personalmente mañana con usted.

El teléfono sonó. Grant levantó bruscamente el auricular y escuchó por un momento.

– Ahora mismo nos dirigimos hacia allá -enunció dejando el auricular en su base-. Él está listo. Vamos.

El doctor Myles Bancroft era un tipo anticuado, bajito, sin gracia, y con pantalones arrugados y vellos faciales asomándosele por los orificios, en general no era la clase de hombre que la mayoría de personas asociaría con el Premio Pulitzer. Tenía una ligera sonrisita de complicidad que fue desarmada al instante… algo bueno, considerando con lo que jugaba. Las mentes de las personas.

Su laboratorio ocupaba un pequeño sótano en el costado sur de las instalaciones del Johns Hopkins. Llevaron a Thomas en un helicóptero y bajaron corriendo las escaleras como si fuera alguien confiado al programa de protección de testigos y hubieran recibido advertencias de francotiradores en los techos colindantes.

Thomas enfrentó al psicólogo cognoscitivo en el salón blanco de concreto. Dos de los hombres de Grant esperaron en el vestíbulo con las piernas cruzadas. Grant se quedó en Langley con mil preocupaciones obstruyéndole la mente.

– Así que básicamente usted tratará de hipnotizarme y luego me enganchará a sus máquinas y me hará dormir mientras juega con mi mente usando estímulos eléctricos.

– Básicamente sí -contestó Bancroft sonriendo-. En mi descripción uso palabras más seductoras y divertidas, pero en esencia usted tiene la idea general, muchacho. La hipnosis puede ser poco confiable. No le tomaré el pelo. Se necesita un sujeto particularmente cooperador y me gustaría que usted fuera ese sujeto. Pero de no ser así, yo podría lograr algunos resultados interesantes «frankensteinizándolo». Otra sonrisa.

A Thomas le resultó inmensamente simpático este tipo.

– ¿Y cómo explicaría este método suyo de frankensteinizarme? En términos que yo pueda entender.

– Intentémoslo. El cerebro registra todo; estoy seguro de que usted sabe eso. No sabemos con exactitud cómo acceder externamente a la información, cómo registrar recuerdos, etcétera, etcétera. Pero nos estamos acercando. Lo enganchamos a estos cables y podemos registrar los patrones característicos de ondas emitidas por el cerebro. Por desgracia, estamos un poco confusos en el lenguaje cerebral, de modo que cuando vemos un zip y un zap, sabemos que significa algo, pero aún no sabemos qué significa zip o zap. ¿Me hago entender?

– Básicamente, usted no tiene idea.

– Eso lo resume todo. ¿Empezamos?

– ¿En serio?

– Bueno, es más bien… especulativo, debo admitirlo, pero aquí vamos: He estado desarrollando una manera de estimular recuerdos. Diferentes actividades cerebrales tienen distintos patrones característicos de ondas. Por ejemplo, en términos más sencillos, la actividad conceptual, o los pensamientos mientras se está despierto, se ven distintos del pensamiento perceptivo y de los sueños. Por algún tiempo he estado registrando e identificando esos patrones característicos. Entre otros innumerables descubrimientos hemos aprendido que existe una relación entre los sueños y los recuerdos… iguales patrones característicos, ¿sabe? Lenguaje cerebral parecido, por así decirlo. En esencia, lo que voy a hacer es registrar los patrones característicos de sus sueños y luego alimentarlos a la fuerza dentro de la sección de su cerebro que típicamente mantiene los recuerdos. Esto parece incitar la memoria. El efecto no es permanente, pero estimula los recuerdos de la mayoría de los sujetos.

– Hum. Pero usted no puede aislar ningún recuerdo particular. Solo tiene una esperanza general de que yo despierte recordando más que cuando me quedé dormido.

– En algunos casos, sí. En otros, los sujetos tienen sueños que resultan ser verdaderos recuerdos. Es como echar líquido en una taza ya llena de agua °› en este caso, de recuerdos. Cuando deposita el líquido, el agua se desplaza por el borde. En realidad muy divertido. La estimulación de la memoria parece incluso ayudar a algunos sujetos a recordar los sueños en sí. Como usted sabe, el individuo promedio experimenta cinco sueños por noche y a 1° sumo recuerda uno. No así cuando yo lo engancho. ¿Empezamos?

– ¿Por qué no?

– Antes que nada, algunos aspectos básicos. Signos vitales y varias cosas más. Debo extraerle un poco de sangre y analizarla en el laboratorio por varias enfermedades comunes que afectan a la mente. Solo por precaución.

Media hora después, tras una breve serie de pruebas sencillas seguidas por cinco intentos fallidos de hacer que Thomas entrara en un estado hipnótico, Bancroft cambió de sistema y lo enganchó a la máquina de electroencefalografías. Conectó doce electrodos pequeños a varias partes de la cabeza antes de darle una pastilla que lo calmaría sin interferir con la actividad cerebral.

Entonces apagó las luces y salió del salón. Momentos después se empezó a oír música suave por los parlantes en el cielo raso. La silla en que se hallaba Thomas era parecida a la de un dentista. Él se preguntó si había una pastilla que pudiera bloquear sus sueños. Este fue el último pensamiento que tuvo antes de quedarse profundamente dormido.


***

MIKE OREAR salió de su oficina en el canal televisivo de noticias CNN a las seis y avanzó entre el tráfico durante la típica hora que le tomaba llegar a la casa nueva de Theresa Sumner en el sur. No había planeado verla esta noche, aunque no se estaba quejando.

A ella la habían llamado a una misión en Bangkok para los CDC y hoy regresó temprano para tener otra reunión privada en Washington. Un poco extraño, solo un poco. Ambos llevaban vidas llenas de falsedad y de cambios repentinos de planes.

Theresa lo había llamado desde la pista del Reagan Internacional, diciéndole que llevara sus penas a la casa de ella esa noche a las ocho. Ella pasaba por uno de sus estados de ánimo irresistiblemente mandones y, después de cantarle cuatro verdades a su amiga, principalmente tonterías para montar un buen drama, él estuvo de acuerdo, como los dos sabían que iba a estarlo incluso antes de que ella lo pidiera. El solo había ido a la nueva casa de Theresa tres o cuatro veces en los diez meses que habían estado saliendo, y nunca salió desilusionado.

Un auto blanco parecido a una caja, un Volvo, se le puso a la derecha y un Lincoln negro a la izquierda. Ninguno de los choferes lo miró cuando él los taladró con una buena mirada. Esta era la hora pico en Atlanta y todo el mundo se hallaba vagando en su propio mundo, totalmente ajeno al de los | demás. Estos zombis flotaban por la vida como si al final nada importara.

Fue algo bueno tres años atrás la reasignación de él a la oficina de Atlanta desde Dakota del Norte a fin de hacer sus presentaciones a primeras horas de la noche. Ahora no estaba tan seguro. La ciudad tenía sus distracciones, pero él se cansaba cada vez más de ir tras ellas. Uno de esos días tendría que dejar de jugar al tipo duro y echar raíces con alguien más como Betty que como Theresa.

Por otra parte, le gustaba representar la mayor parte del juego que personificaba. Podía prender o apagar el acto del tipo duro tocando un interruptor oculto, una verdadera ventaja en este asunto. Para la audiencia y algunos de sus compañeros, él era la verdadera fisonomía de Dakota del Norte, con rostro bronceado tipo revista y cabello oscuro, en el que siempre podían confiar. Para otros, como Theresa, él era el enigmático mariscal universitario de campo que pudo haberse hecho profesional de no haber sido por las drogas.

Ahora lanzaba palabras en vez de balones y podía pronunciarlas a cualquier ritmo que requiriera el juego.

Finalmente detuvo su BMW frente a la casa blanca en la esquina de Langshershim y Bentley.

Suspiró, abrió la puerta y se despegó del asiento del chofer. El auto de ella estaba en el garaje. A través de la ventana vio el techo del deportivo.

Se acercó a la puerta y pulsó el timbre.

Theresa abrió la puerta y retrocedió hacia la cocina sin decir una palabra. Era necesario resaltar que Betty, la chica con quien estuvo saliendo dos años durante la universidad, nunca habría hecho eso… desconociendo que él había conducido una hora para verla. Bueno, quizás ella se le insinuaría de vez en cuando, pero nunca mientras tuviera esa mirada distante, casi de enfado.

El cabello rubio y corto de Theresa estaba despeinado y el rostro tenso… no era exactamente la figura tentadora y sexy que él había esperado. Ella sacó del estante una copa y la llenó con Sauvignon Blanc.

– ¿Me equivoco o de veras me invitaste a venir aquí? -indagó él.

– Te invité. Y gracias. Lo siento, solo que… ha sido un largo día -titubeó ella forzando una sonrisa.

Esto no era un juego. Era evidente que a Theresa le molestaba algo que había ocurrido en su viaje. Ella puso las dos manos sobre el mesón y cerró los ojos. Él mostró inquietud por primera vez.

– Está bien, ¿qué pasa?

– Nada. Nada que te pueda decir. Solo un mal día -explicó ella, tomó un trago largo y bajó la copa-. Un día muy malo.

– ¿Qué significa que no me puedes decir? ¿Está bien tu trabajo?

– Por el momento -contestó y tomó otro trago.

El vio que a ella le temblaba la mano. Se le acercó. Le quitó la copa.

– Cuéntame.

– No puedo decir…

– Por amor de Dios, Theresa, ¡cuéntame!

Ella se alejó del mesón y se pasó las manos por el cabello, lanzando un profundo suspiro. Él no recordaba haberla visto en esa condición. Alguien había muerto, o estaba moribundo, o algo terrible le había ocurrido a su madre o al hermano que vivían en San Diego.

– Si tratas de asustarme, ya lo lograste. Así que, si no te importa, dejemos el juego. Simplemente cuéntame.

– Me matarán si te lo digo. A ti más que a nadie.

– ¿Significa «a ti» que estoy en la noticia?

Ella ya había hablado demasiado, su rápida mirada lateral lo confirmaba. Había pasado algo que haría que ella sudara balas y que pondría en órbita a un periodista como él. Y ella había prometido no decir nada.

– No te engañes -manifestó Mike, agarrando una copa del estante-. Me pediste que viniera para decirme algo y te puedo garantizar que no me iré hasta que lo hagas. Ahora podemos sentarnos y emborracharnos antes de que me cuentes, o puedes decírmelo sinceramente mientras aún estamos sobrios. Tú decides.

– ¿Qué clase de garantía tengo de que no vayas al público con esto?

– Depende.

– Entonces olvídalo -declaró ella, los ojos le centellearon-. Esta no es la clase de asunto que «dependa» de algo que creas o no.

La mujer no tenía control total de sí misma. Cualquier cosa que hubiera sucedido era más grande que una muerte o un accidente.

– Esto tiene algo que ver con los CDC, ¿correcto? ¿Qué, el virus del Nilo Occidental está en la Casa Blanca?

– Lo juro, con solo que digas…

– Está bien -expresó Mike levantando ambas manos, con la copa en la derecha-. Ni una palabra acerca de nada.

– Eso no es…

– ¡Lo juro, Theresa! Tienes la total seguridad de que no diré una palabra a nadie fuera de esta casa. ¡Solo dime!

Se trata de un virus -confesó ella respirando hondo.

– Un virus. ¿Tenía razón yo?

– Este virus hace que el del Nilo Occidental parezca un caso de hipo.

– ¿Qué entonces? ¿Ébola?

Él estaba medio bromeando, pero ella lo miró y por un momento horrible Mike pensó que él podría tenerlo.

– Estás bromeando, ¿verdad?

Por supuesto que ella no estaba bromeando. Si lo estuviera, su labio superior no estaría empañado de sudor.

– ¿El ébola?

– Peor.

Mike sintió que la sangre se le drenaba del rostro.

– ¿Dónde?

– En todas partes. Lo estamos llamando Variedad Raison -explicó Theresa, el temblor se le había extendido de las manos a la voz-. Fue liberado hoy por terroristas en veinticuatro ciudades. Para el final de la semana toda persona en Estados Unidos estará infectada y no existe tratamiento. A menos que encontremos una vacuna o algo, nos enfrentamos a muchísimo dolor. Atlanta fue una de las ciudades.

Él no lograba clasificar todo eso dentro de los compartimientos que usaba para entender a este mundo. ¿Qué clase de virus era peor que el ébola?

– ¿Terroristas?

– Están exigiendo nuestras armas nucleares -contestó ella asintiendo con la cabeza-. Las armas nucleares del mundo. Él la miró un largo instante.

– ¿Quién está infectado? Quiero decir, cuando hablas de Atlanta no necesariamente te estás refiriendo…

– No estás escuchando, Mike. No hay manera de detener esta cosa. Que sepamos, todos en CNN ya están infectados.

¿Estaba él infectado?

– Esto es… ¿cómo puede ser eso? -preguntó Mike, parpadeando-. No siento que tenga nada.

– Eso se debe a que el virus tiene un período latente de tres semanas. Confía en mí, si no solucionamos esto, sentirás algo en un par de semanas.

– ¿Y no crees que la gente merece saberlo?

– ¿Para qué? ¿Para que entren en pánico y corran a los montes? Lo juro, Mike, aun si te haces el chistoso con alguien en la estación, ¡te mato personalmente! ¿Me oyes? -exclamó enojada.

Mike puso los lentes sobre el mesón y luego se inclinó en el gabinete en busca de equilibrio.

– Está bien, está bien, tranquilízate.

Pero algo no estaba bien con lo que ella le había dicho. No sabría decir concretamente qué, pero algo no parecía razonable.

– Tiene que haber una equivocación. Esta… esta clase de cosas sencillamente no suceden. ¿Nadie sabe acerca de esto?

– El presidente, su gabinete, unos cuantos miembros del Congreso. La mitad de los gobiernos del mundo. Y no hay equivocación. Yo misma revisé algunas de las pruebas. He estudiado el modelo en las últimas doce horas. Así es, Mike. Esto es lo que todos esperábamos que nunca sucediera.

Theresa se dejó caer en un sillón, reposó la cabeza, cerró los ojos y tragó saliva.

Mike se sentó a horcajadas en una silla de la mesa y durante un buen rato ninguno de los dos habló. El aire acondicionado se encendió y una ráfaga de aire frío le recorrió el cabello desde un conducto del techo. La refrigeradora zumbaba detrás de él. Theresa había abierto los ojos y miraba al cielo raso, perdida.

– Empieza desde el principio -pidió él-. Dímelo todo.


***

HABÍA UN problema con el electroencefalograma (EEG).

Bancroft sabía que esto no era verdad. Sabía que algo extraño estaba sucediendo en esa mente que dormía en su silla, pero el científico dentro de él exigía que eliminara toda alternativa posible.

Desconectó el EEG, volvió a enchufar los doce electrodos y lo encendió de nuevo. Patrones de ondas coherentes con actividad conceptual cerebral atravesaban la pantalla. Lo mismo. Él lo sabía. Lo mismo que en la otra unidad. No había ondas perceptivas.

Revisó los otros monitores. Color facial, movimiento ocular, temperatura de piel. Nada. Ni una sola condenada cosa. Thomas Hunter llevaba dos horas dormido. La respiración era profunda y su cuerpo estaba combado en la silla No había duda al respecto, este hombre estaba perdido del mundo. Profundamente dormido.

Pero allí es donde terminaban las indicaciones típicas. La temperatura de la piel no había cambiado. Los ojos no habían entrado en el rápido movimiento ocular característico del sueño. Los patrones en el EEG no mostraban ni una señal de característica perceptiva.

Bancroft dio dos vueltas alrededor del paciente, repasando una lista mental de explicaciones alternativas.

Nada.

Entró a su oficina y llamó a la línea directa que Phil Grant le había dado.

– Grant.

– Hola, señor Grant. Myles Bancroft con su muchacho aquí.

– Creo que tenemos un problema.

– ¿Qué problema?

– Que su muchacho no está soñando.

– ¿Cómo es posible eso? ¿Puede ocurrir algo así?

– No muy a menudo. No por tanto tiempo. Está durmiendo, de eso no hay duda. Mucha actividad cerebral. Pero cualquier cosa que esté pasando en esa cabeza no está caracterizada por algo que yo haya visto. A juzgar por los monitores, yo diría que está despierto.

– Creí haberle oído decir que se hallaba durmiendo.

– Lo está. Por tanto, ese es el problema.

– Iré en seguida. Manténgalo soñando.

El hombre colgó antes de que Bancroft pudiera corregirle.

Thomas Hunter no estaba soñando.

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