14

QURONG IRRUMPIÓ en el comedor, haciendo caso omiso del dolor que le atravesaba la carne.

– ¡Muéstrenme su cuerpo!

Ya habían sacado al general del barril de agua y lo habían puesto en el piso. Por un momento, Qurong se llenó de pánico. Había estado con el general apenas esa noche, antes de que lo mataran. El único consuelo en este terrible asesinato era el descubrimiento de que un cuchillo, no el agua, había acabado con su vida.

– ¿Quién hizo esto? -gritó-. ¿Quién?

La portezuela se abrió de repente y entró Woref, jefe de inteligencia militar.

– Fueron los guardianes del bosque -informó.

Bajo cualquier otra circunstancia, Qurong habría rechazado la afirmación. La sola idea de que los guardianes del bosque hubieran estado en su propio campamento era indignante. Pero Woref hizo la afirmación como si reportara un hecho bien conocido.

No obstante, él no lograba asimilarlo.

– ¿Cómo?

– Le hemos tomado una confesión a una de las criadas. Dos de ellos entraron por la pared a sus dormitorios. Ella dijo que venían por los libros de historias.

La revelación le dejó el rostro sin sangre. No porque le importaran mucho las reliquias simbólicas, aunque sí le importaban, sino debido al lugar donde él mantenía los libros. Su religión era una cosa; su vida era totalmente otra.

Qurong se fue a grandes zancadas hacia su recámara.

– Hay más, señor -informó Woref siguiéndolo-. Acabamos de recibir la noticia de un explorador, de que hay un pequeño campamento de guardianes del bosque a solo cinco kilómetros al oriente.

Así que era cierto entonces. Caminó por el pasillo central.

– Ahoguen a los guardias que estaban anoche en servicio -expresó bruscamente.

Los dos arcones se hallaban donde siempre estaban, rodeados por los seis candeleras.

– ¡Ábrelo! -le ordenó a Woref.

Pocos habían entrado al pequeño aposento y Qurong dudaba que Woref hubiera estado alguna vez allí. Pero él conocía bastante bien los baúles; había sido responsable de su construcción casi diez años atrás. El resto de libros, miles de ellos, estaban ocultos, pero él conservaba a su lado todo el tiempo estos dos baúles debido al aura de misterio que le daban, no por cualquier poder tangible.

Ninguno de ellos podía leer los libros… parecían estar escritos en un idioma que ninguna de sus personas podía leer. Se rumoraba que los guardianes del bosque podían hacerlo con mucha facilidad, pero esta era una broma acerca de lenguas estúpidas. ¿Cómo podían los guardianes del bosque leer algo en que ninguno de ellos había puesto los ojos?

– Han cortado el cuero -informó Woref inspeccionando cada lado de las cuerdas-. Estuvieron aquí.

Qurong supo que alguien había estado en sus aposentos en el momento en que abrieron la tapa. El polvo sobre los libros estaba corrido.

Hizo a un lado la cortina y salió. Aire. Necesitaba más aire.

– Pero no me mataron.

– Entonces solo venían tras los libros -comentó Woref.

– ¿Y planean regresar ahora que saben que los tenemos?

– Sin embargo, ¿por qué venir tras estas reliquias cuando pudieron haber…?

Woref no terminó el pensamiento.

– Es Thomas -enunció Qurong.

Sí, ¡desde luego que fue él! Solo Thomas pondría tal valor en los libros.

– Tenemos la décima división al sur de…

– ¿Cuántos de los guardianes están en este campamento?

– Una docena. No más.

– Envía un mensaje inmediato. A la décima división al sur de los cañones.

Diles que les corten toda vía de escape. ¿En cuánto tiempo podrían estar en el lugar?

– Tienen que movilizar mil hombres. Dos horas.

– Entonces nos movemos en dos horas. En realidad con algo de suerte podríamos atrapar a ese perro.

– Y si es Thomas, ¿matarlo ahora pondría en peligro la captura de las selvas? -preguntó Woref.

– Él hizo caso omiso a la inquietud de Woref. No había secretos acerca del interés del general en asegurarse las selvas. Al finalizar esa tarea se le daría a Woref en matrimonio la hija de Qurong, Chelise. Todos estaban esperando sus premios, y el de Woref sería el objeto de su obsesión no correspondida. Pero Qurong ya no estaba muy seguro acerca de lo sabio de su acuerdo de entregar a Chelise a esta bestia.

Qurong fue hasta una vasija de morst, una mezcla blanca harinosa de almidón y caliza molida, metió los dedos y se dio palmaditas en la cara. Eso le daba cierto consuelo al secar algún sudor en la superficie de la piel. Cualquier clase de humedad, incluyendo el sudor, aumentaba el dolor.

– ¿Cuánto tiempo pasará antes de que el ejército principal del Bosque Sur nos alcance? -inquirió Qurong.

– Hoy. Quizás horas. Tal vez deberíamos esperar hasta que venga acá.

– ¿Está él dando ahora las órdenes? Se le pudo haber ocurrido este plan, pero que yo sepa, aún soy quien manda.

– Sí, por supuesto, su excelencia. Perdóneme.

– Si logro matar a Thomas, los habitantes del bosque tendrán aún menos probabilidades de saber nuestros planes. Ellos todavía no saben del cuarto ejército al extremo lejano de su selva. Sus bombas incendiarias solo alcanzarán para cuatrocientos mil hombres.

– Ellos tienen otros líderes capaces. Mikil. William. Y quizás sepan más de lo que creemos.

– ¡Ninguno de ellos se compara con Thomas! Ya lo verán ustedes, sin él están perdidos. Envíen el mensaje: ¡Aíslenlos! Hagan que el resto de nuestros hombres empiecen a levantar el campamento como si nos fuéramos a meter al desierto. Lo juro, si Thomas de Hunter está entre ellos, no vivirá este día.


***

UNA FRASE en tono suave en medio del viento lo despertó. Thomas se estaba quedando dormido en el avión, pero también estaba despertando, aquí en el desierto, con estas palabras al oído.

– Se están movilizando.

Thomas se sentó. Mikil se colocó en una rodilla.

– No es una asamblea de guerra… están empacando en los caballos. Supongo que regresan al desierto.

Thomas se puso de pie, corrió a lo alto de la duna, agarró el monóculo de manos de William y atisbo. No se lograba ver todo el campamento; el extremo trasero estaba oculto por una leve elevación en el desierto. Pero hasta donde podía ver, los encostrados cargaban lentamente sus carros y sus caballos.

– ¡Thomas! -exclamó Rachelle, subiendo la ladera.

– ¿Soñaste? -preguntó él rodando sobre la espalda y sentándose.

Ella miró a William como si dijera: No aquí.

– William, diles a los demás que se preparen para seguir al ejército al interior del desierto -ordenó Thomas.

– Señor…

– ¿Cómo es posible que vayas tras ellos ahora? -cuestionó Rachelle-. ¡La Concurrencia es dentro de dos días!

– ¡Debemos conseguir los libros! Ella volvió a mirar a William.

– William, diles a los otros.

– Ella tiene razón. Si los seguimos por un día, añadiremos otro día a nuestro viaje a casa. Nos perderemos la Concurrencia.

– No al ritmo que viajan esas babosas. Y creo que Elyon entenderá que nos perdamos la Concurrencia si estamos ocupados destruyendo a sus enemigos.

– Estamos robando libros, no destruyendo al enemigo -objetó William.

– Destruiremos al enemigo con los libros, ¡piensa con la cabeza!

– ¿Cómo?

– Tú diles.

William bajó corriendo la duna.

– ¿Qué sucedió? -inquirió Rachelle.

– ¿Soñaste? -inquirió él.

– No. No con las historias. Pero tú sí. ¿Qué ocurrió?

– Tenías razón -contestó él parándose-. Hay una montaña llamada Cíclope en Indonesia. Algo pasó que te permitió soñar.

– ¿Estás yendo entonces tras Monique?

– Estamos en camino ahora.

– Entonces renuncia ahora a los libros de historias. ¡Es demasiado peligroso! Puedes detener el virus con la ayuda de Monique.

– ¿Y si no podemos rescatarla? ¿Y si ella no puede detener el virus? ¡Quizás los libros nos digan lo que debemos saber para detener a Svensson! Ellos no pueden entenderlo, pero tú sí.

Rachelle empezó a bajar la duna y él se apresuró a agarrarla.

– Rachelle, por favor, escúchame. Tienes que regresar. Enviaré a dos de mis hombres con Suzan para que te lleven a salvo…

– ¿Y por qué debo irme si tú estás aquí afuera arriesgando el cuello en el desierto?

– Porque si algo te pasa aquí, ¡Monique podría morir! ¿No ves? No podemos arriesgarnos a que recibas algún daño. ¿Y nuestros hijos?

– ¿Y tú, Thomas? ¿Qué nos pasará a Monique, a la selva, a la tierra o a mí si algo te pasa? Nuestros hijos están en buenas manos; no me trates con condescendencia.

– ¡Escúchame! -exclamó agarrándola del brazo y haciéndole dar media vuelta.

Ella tragó saliva y miró al desierto por sobre el hombro de su esposo.

– Te amo más que a mi vida -aclaró él-. Llevo quince años peleando contra estas bestias. Nada me ocurrirá ahora, lo juro. No aquí. Es allá lo que me preocupa. Tenemos que detener el virus y para eso necesitamos los libros de historias.

Los ojos de ella estaban palideciendo. Se había bañado la noche previa, pero solo con un trapo y algo de agua de las cantimploras.

– Por favor, mi amor, te lo suplico. Ella suspiró y cerró los ojos.

– Sé que tengo razón -insistió él.

– Está bien. Pero prométeme que no dejarás que te agarre la enfermedad.

– Deja tu agua extra.

– Lo haré.

Ambos se quedaron en silencio. Los demás lanzaban miradas curiosas hacia lo alto de la duna.

– Regresa por favor a tiempo para la Concurrencia -rogó Rachelle inclinándose hacia adelante y besándolo suavemente en la mejilla.

– Lo juro.

Ella dio media vuelta y se fue hacia su caballo.


***

THOMAS SE hallaba en la cima de la duna, observando con los otros siete que se habían quedado. Sus caballos los esperaban detrás de ellos, impacientes en el creciente calor. Se quedaron con toda el agua que se atrevieron a tomar de los cuatro que habían salido dos horas antes, suficiente para mantenerlos dos días más si eran cuidadosos. William y Suzan habían regresado con Rachelle.

– ¿Es solo mi imaginación o se están movilizando lentamente? -preguntó Mikil.

– Son encostrados. ¿Qué esperabas? -contestó alguien.

– Si eliminaran la mitad de todo ese equipaje se podrían mover al doble de velocidad -enunció ella-. No es de extrañar que marchen tan lento.

Thomas escudriñó el horizonte. Una elevada colina se alzaba a la derecha. Mucho más allá de ella se hallaba el Bosque Sur, donde Jamous fuera salvado por Justin, que negoció una paz con los encostrados.

Las palabras que oyó la noche anterior le resonaban en la mente. Hablaremos de paz y escucharán porque deben hacerlo, había dicho Qurong. Para el momento en que hagamos actuar la traición en él, será demasiado tarde.

¿Quién era él ¿Martyn? No, Qurong había estado hablándole al general, que ahora estaba muerto. Quizás Justin, pero Thomas no podía aceptar eso. Su ex teniente se pudo haber vuelto una furia, pero no conspiraría contra su propia gente.

¿O sí?

– Señor, hay algo de movimiento.

Él volvió a enfocar el fondo de la colina. Una línea de caballos había surgido en la distante elevación y se dirigía hacia ellos. Lu ego otra.

No solo dos líneas de caballos. Una división, al menos, cabalgando al galope hacia ellos. Thomas sintió que se le tensaban los músculos. -Señor…

– Lo saben -interrumpió él-. ¡Saben que estamos aquí!

– Entonces vámonos -opinó Mikil-. Podemos dejarlos atrás sin esfuerzo.

– ¿Y los libros?

– Creo que por el momento los libros son historia -contestó ella-. No era un deliberado juego de palabras.

– ¡Señor, detrás!

La voz había venido del guardián al final de la línea. Thomas giró rápidamente. Otra línea de caballos bordeaba ahora las dunas hacia el oriente, entre ellos y el bosque. Mil, al menos.

Era una trampa.

– Hacia el norte, ¡rápido! -gritó él lanzándose colina abajo. Llegó primero al caballo, agarró la fusta y lo espoleó antes de que el trasero le tocara la silla.

– ¡Arre!

El animal salió disparado. Detrás de él los demás caballos relinchaban y pisoteaban la arena.

El ejército a la derecha de ellos se veía ahora claramente, una larga línea que se extendía más allá de lo que él había creído en primera instancia. Mientras él y sus hombres habían estado observando la partida del campamento, las hordas los habían rodeado por detrás. O peor, este ejército había estado acampado hacia el oriente o el sur y había sido convocado.

Los atacaban ahora por el oriente y el occidente. Sin duda las hordas sabían que ellos simplemente se dirigirían al norte fuera de la trampa. A menos…

Él vio los guerreros justo adelante. ¿Cuántos? Demasiados para contarlos, cortándoles la vía escape.

Thomas jaló las riendas, haciendo detener bruscamente al caballo. Tres de sus hombres vociferaron pasándolo.

– ¡Retrocedan!

Ellos vieron las hordas y pararon en seco.

– ¡Al sur! -gritó Thomas súbitamente haciendo girar su caballo.

Acababa de arremeter contra el viento cuando vio lo que temía ver. Las dunas al sur se llenaban con otra división.

Giró a su izquierda y corrió hacia la misma duna detrás de la que habían estado ocultos. No había ningún sentido en correr a ciegas. Tenía que ver lo que estaba sucediendo y para eso necesitaba esa elevación.

Llevaron sus caballos a tropezones a lo alto de la duna. Desde ahí se clarificó el aprieto en que se hallaban. Los encostrados los acosaban desde todas las direcciones. Thomas hizo girar su caballo, buscando una separación en las filas de hordas, pero, cada vez que veía una, esta se cerraba.

Qurong los había burlado.

Thomas hizo una rápida evaluación. Había estado en muchos apuros cerca del pánico, demasiadas batallas a punto de considerar perdidas. Pero nunca habían sido ocho contra tanta cantidad.

No había manera de salir peleando de la emboscada. Mikil había sacado su espada, pero este no era asunto de espadas. Una mente los había derrotado y ahora solo podían ganar con su propia mente.

Le vinieron estos pensamientos a Thomas como el golpe de una sola ola.

Pero no surgieron los pensamientos que importaban, los que sugerían un curso sensato de acción. El mar se había quedado en silencio.

Ni siquiera sus sueños le ayudarían ahora. Lo podrían noquear, y él soñaría, y hasta despertaría en cosa de segundos, pero ¿con qué finalidad?

Las palabras de advertencia de Rachelle le susurraron tiernamente al oído. Ella no había usado una voz serena, pero ahora cualquier pensamiento de Rachelle podía parecer tierno.

Lo siento mucho, amor mío.

Tocó el libro que había sujetado fuertemente a la cintura debajo de su túnica. Quizás podría usarlo como influencia. Para ganar tiempo. No tenía idea de con qué fin, pero debía hacer algo. Thomas jaló el libro y lo levantó sobre la cabeza. Se paró en sus estribos y gritó hacia el cielo.

– ¡Los libros de historias! ¡Tengo un libro de historia!

Las hordas no parecieron impresionadas. Desde luego, aún no lo habían oído.

Liberó las riendas, permaneció elevado con las rodillas fuertemente apretadas contra el caballo y galopó en un pequeño círculo alrededor de sus hombres, la mano derecha en alto con el libro entre los dedos.

– ¡Tengo los libros! ¡Tengo un libro de historia! -gritó.

Cuando el círculo de guerreros llegó a las dunas que rodeaban aquella en la que él se hallaba, se detuvieron en seco. Cinco mil al menos, sentados sobre sudorosos caballos en un enorme círculo muy profundo. La arena se había convertido en hombres. Encostrados.

Quizás el titubeo de ellos era simplemente un asunto de quién estaba dispuesto a morir y quién deseaba vivir. Ellos sabían que los primeros en llegar a los guardianes del bosque morirían. Tal vez cientos antes de que Thomas de Hunter y sus guerreros fueran dominados.

Lo dominarían, por supuesto. Ningún alma que tuviera la escena ante sus ojos podía dudar del resultado final.

– Mi nombre es Thomas de Hunter y tengo los libros de las historias, ¡los cuales su líder Qurong venera! ¡Desafío a cualquier hombre a probar mis poderes!

Más de cien caballos se adelantaron de las filas y se acercaron lentamente. Usaban la banda roja de los verdugos, los que habían jurado dar sus vidas por la de Thomas en un momento dado. Se decía entre los guardianes que la mayoría eran parientes que quedaban de hombres muertos en batalla.

– No está funcionando -expresó Mikil.

– ¡Tranquila! -susurró Thomas-. Podemos vencer a estos.

– Estos, ¡pero hay demasiados!

– ¡Tranquila!

Pero el propio corazón de él hizo caso omiso de la orden y aceleró su ritmo generalmente sosegado.

El sonido de un cuerno solitario rasgó el aire. El círculo de caballos se detuvo. El cuerno sonó de nuevo, largo y alto. Thomas buscó la procedencia. Sur.

Allí, en lo alto de la colina más elevada, se hallaban dos jinetes en caballos blancos. El de la izquierda era un encostrado. Thomas logró ver eso desde esa distancia, pero no más.

El otro jinete, deduciendo por la túnica, era otro de los moradores del desierto.

– ¡Es él! -exclamó Mikil.

– ¿Es quién?

– Justin -anunció ella y escupió.

Otro toque prolongado de cuerno. Había un tercer hombre, vio Thomas, sentado sobre un caballo exactamente detrás de los encostrados. Era él quien hacía sonar el cuerno.

De repente el morador del desierto descendió bruscamente la colina hacia las invasoras hordas. Estas comenzaron a dividirse para abrirle paso. Las hordas se comunicaban frecuentemente con varios cuernos y este último debió de haber indicado algo sagrado.

El jinete cabalgó con fuerza a través de los encostrados sin mirarlos. Estaba aún a cien metros de distancia, en lo fuerte del ejército de hordas, cuando Thomas confirmó la conjetura de Mikil. Nunca confundiría el estilo fluido e inclinado hacia delante de montar del hombre. Este era Justin del Sur.

Justin se subió a la duna y frenó a quince metros de distancia. Simplemente los miró por un largo instante. Mikil puso mala cara a la derecha de Thomas. El resto de sus hombres mantenían sus lugares detrás de él.

– Hola, Thomas -saludó Justin-. Ha pasado un buen rato.

– Dos años.

– Sí, dos años. Te ves bien.

– En realidad, podría bañarme en el lago -contestó Thomas.

– ¿No podríamos hacerlo todos? -inquirió Justin riendo.

– ¿Incluyendo estos amigos tuyos? -preguntó Thomas.

Justin miró alrededor del ejército de encostrados.

– Especialmente ellos. Nunca se acostumbran al olor.

– Creo que el olor podría estar viniendo tanto de tu piel como de la de ellos -terció Mikil.

Justin la miró con esos penetrantes ojos verdes. Él parecía recién bañado.

– Veo que se han metido aquí en un gran lío -expresó finalmente Justin.

– Perceptivo -enunció Thomas frunciendo el ceño.

– No necesitamos tu ayuda -declaró Mikil.

– ¡Mikil!

– Quizás deberías pensar en cambiar tu enfoque -dijo Justin sonriendo-. Quiero decir, me encanta ese espíritu. Estoy tentado a unirme a ustedes y pelear.

Había un centelleo en los ojos de Justin que inspiraba confianza. Esta era una de las razones por las que Thomas lo seleccionara dos años atrás para que fuera su segundo.

– ¿Han notado ustedes por casualidad cuan enormes son los ejércitos de las hordas en estos días? -indagó Justin.

– Siempre nos han superado en número.

– Sí, así es. Pero esta no es una guerra que vayas a ganar, Thomas. No de este modo. No con la espada.

– Con qué, ¿con una sonrisa?

– Con amor.

– Nosotros amamos, Justin. Amamos a nuestras esposas y a nuestros hijos enviando a estos monstruos al infierno de donde vinieron.

– Yo no sabía que vinieran del infierno -objetó Justin-. Siempre supuse que fueron creados por Elyon. Como tú.

– Y también los shataikis. ¿Estás sugiriendo que también los llevemos a la cama?

– La mayoría ya lo ha hecho -aseguró Justin-. Temo que los murciélagos han dejado los árboles y han hecho morada en los corazones de ustedes.

Mikil no iba a tolerar tal sacrilegio, pero Thomas había clarificado su deseo, así que ella le habló a él, no a Justin.

– Señor, no podemos sentarnos aquí y escuchar a esta ponzoña. El cabalga con ellos.

– Sí, Mikil, sé cuan profundamente hieren estas palabras a una persona religiosa como tú.

Ellos sabían que ella era religiosa solo cuando le convenía. Se bañaba y seguía los rituales, desde luego, pero preferiría tramar una batalla a nadar en el lago cualquier día.

Ella se hartó.

– Hay un dicho -continuó Justin-. Por cada cabeza que las hordas corten, corten diez de las de ellos, ¿no es así? Las escalas de justicia como deberían darse. Llegará la hora en que partirás el pan con un encostrado, Thomas.

Alguien tosió detrás de Thomas. Era claro que Justin estaba errado. Incluso Thomas no pudo resistir una ligera sonrisa.

– Mikil tiene razón. ¿Viniste aquí a darnos una mano o estás más interesado en convertirnos a tu nueva religión?

– ¿Religión? El problema con el Gran Romance es que se ha convertido en una religión. ¿Ves lo que ocurre cuando escuchas a los murciélagos? Ellos lo arruinan todo. Primero el bosque colorido y ahora los lagos.

El calor bajó por el cuello de Thomas. ¡Hablar contra el Gran Romance era blasfemia!

– Ya dijiste suficiente. Ayúdanos o déjanos.

– Los libros de historias -expuso Justin bajando la mirada hacia el libro en las manos de Thomas-. Lo peor y lo mejor del hombre. El poder de crear y el poder de destruir. Hagas lo que hagas, no lo pierdas. En las manos equivocadas podría causar mucho problema.

– Está en blanco.

Justin asintió una vez, lentamente.

– Ten cuidado, Thomas. Te veré en la Concurrencia.

Entonces hizo girar el caballo y pasó galopando a los encostrados, regresando a la elevada duna, donde se paró al lado del morador del desierto.

Un cuerno sonó una vez, dos veces. El toque de retirada. Al principio no se movió nadie en las hordas. Los verdugos parecían confundidos y un murmullo retumbó sobre la arena.

El cuerno volvió a sonar dos veces, con más fuerza.

El precio por desobedecer una orden como esta era ejecución inmediata para cualquier encostrado. Se retiraron en masa, en las mismas direcciones en que habían venido.

Thomas observaba, estupefacto, a medida que el desierto se vaciaba.

Luego se fueron. Todos ellos.

La salvación de los guardianes del bosque había llegado tan rápido, con tan poca fanfarria, que difícilmente se sentía real. Giró en su silla para mirar a Justin. La colina estaba desierta. Mikil escupió.

– Yo podría matar a ese…

– ¡Silencio! Ni una palabra más, Mikil. Acaba de salvar tu vida.

– ¿Y a qué costo?

El no obtuvo respuesta.

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