18

LA CELEBRACIÓN se había prolongado hasta tarde en la noche, como siempre ocurría durante los tres días que los habitantes del bosque tenían su Concurrencia anual. Música, danza, juegos y comida, mucha comida. Y bebida, por supuesto. Principalmente cerveza suave de vino de frutas y bayas. Cualquier cosa que aún les insinuara recuerdos del Gran Romance en el bosque colorido.

En las ceremonias de inauguración todas las tribus marchaban por la avenida que llevaba al lago, dirigidas por los ancianos de cada una. Ciphus encabezaba el mayor séquito del Bosque Intermedio, seguido por las otras selvas según su localización, de norte a sur.

Veinte mil antorchas ardían alrededor del lago mientras Ciphus recitaba sus credos y les recordaba a todos por qué debían observar la misma estructura del Gran Romance sin la más leve desviación, como sin duda lo haría Elyon. Ciphus afirmó que la religión que tenían era sencilla, con solo seis leyes en el corazón, pero que era necesario dar el mismo peso a las otras leyes que el Consejo había pulido con los años para ayudar a seguir esos seis principios. La manera de amar a Elyon era entregándose por completo a sus caminos, sin la más leve transgresión.

Thomas se había acostado tarde, tuvo profundos sueños de tortura y despertó con dos preocupaciones paralelas.

La primera era ese asunto de averiguar quién podría ser Carlos en esta realidad, si es que eso fuera posible, como Rachelle había sugerido al paso. Una posibilidad remota, sin duda, pero ir tras ella era la única forma que se le ocurría de poder escapar del calabozo con Monique.

La segunda era el duelo, el cual se debía realizar esa tarde. Aparte de anunciarlo, el Consejo había guardado un prudente silencio acerca de Justin. Sin embargo, ese fue el tema de conversación toda la mañana en el poblado.

Algunos cuestionaron por qué siquiera era necesario indagar, pues las doctrinas de Justin no eran muy distintas de ninguna de las que ellos habían seguido todos esos años. Él hablaba de amor. ¿No se trataba de amor el Gran Romance? Es verdad, sus enseñanzas de paz con las hordas eran muy difíciles de seguir, pero ahora estaba hablando de amor. Quizás había cambiado.

Otros se preguntaban por qué simplemente no desterraban a Justin, pues las enseñanzas de él constituían a las claras una afrenta a todo lo que era sagrado respecto del Gran Romance, empezando con sus palabras de paz. ¿Cómo podía alguien hacer la paz con los enemigos de Elyon? Afirmaban que las enseñanzas de Justin eran difíciles solo porque iban contra el Gran Romance.

El anfiteatro donde se llevaría a cabo el careo era suficientemente grande para acomodar a veinticinco mil adultos, lo cual era muy adecuado, puesto que solo podían asistir adultos. Los demás tendrían que buscar lugares en la selva sobre la enorme estructura en forma de tazón en el costado occidental del lago.

Los bloques de piedra que actuaban como bancas en gradas de tierra estuvieron casi llenos poco después del mediodía. Para cuando el sol descendía por el cielo occidental ya no había espacios vacíos donde pararse, mucho menos sentarse.

Thomas se hallaba con Rachelle y sus tenientes en una de las plazoletas con vista al espectáculo.

– Yo debería estar siguiendo la pista a las hordas en el desierto -masculló Thomas.

– No pienses que no serás llamado a hacer aquí tu parte -objetó Mikil-. Cuando esto termine iremos tras las hordas y yo seré la primera a tu lado.

Ella se hallaba al lado de Jamous. Habían anunciado sus planes de casarse en la celebración de la última noche. A la derecha de ellos, William escrutaba el gentío.

Rachelle puso la mano en el hombro de Thomas. Solo ella entendía aquí el dilema de su esposo.

– Aunque haya una pelea, no lo mataré, Mikil -afirmó él-. Destierro, o muerte.

– Bien. Destierro es mejor que darle la libertad de envenenar las mentes de nuestros niños -concordó ella.

– Debo ir otra vez tras los libros de historias -anunció él soltando un suspiro de alivio.

– Y esta vez entraré a la tienda -aseguró Mikil-. Puedo pasar sin el resto de esta Concurrencia. Tratamos con Justin y luego nos vamos a encontrar tus libros. Y Jamous vendrá con nosotros.

– Mientras esté contigo, puedo atravesar el desierto -contestó Jamous después de besarla en la boca.

– Eternamente -dijo ella.

– Eternamente -repitió él y se besaron otra vez.

De repente se hizo silencio en la muchedumbre.

– Están viniendo.

Thomas fue hasta la barandilla y miró el anfiteatro abajo. Ciphus bajaba la prolongada ladera en su larga túnica blanca ceremonial. Detrás de él los otros seis miembros del Consejo. Se acercaron a una larga plataforma en el medio del campo. Siete grandes antorchas ardían en un semicírculo alrededor de ocho elevados taburetes de madera. Un atril tenía un tazón de agua entre ellos.

Los hombres se fueron en silencio hacia siete de los bancos. El octavo permanecía vacío. Si Justin ganaba el careo se le permitiría sentarse con el Consejo, demostrándole así que lo aceptaban. Ya que los miembros del Consejo habían solicitado el careo, no estaban obligados a aceptar la doctrina de Justin, pero con el tiempo hasta la podrían incorporar al Gran Romance.

Los miembros subieron a sus taburetes y quedaron frente a una plataforma parecida y más pequeña con un solo taburete a menos de veinte metros de los de ellos.

– ¿Dónde está Justin? -susurró Mikil.

Ciphus levantó una mano pidiendo silencio, aunque no era necesario ningún gesto… nadie se movía, mucho menos hablaba. Si Thomas tosiera, todo el coliseo lo oiría.

– El Consejo hará público el careo de las filosofías de Justin del Sur en esta la décima Concurrencia anual de todos los habitantes del bosque -gritó Ciphus, con voz fuerte y clara-. Justin del Sur, te convocamos.

El Consejo se volvió hacia la ladera por donde había ingresado. Siete enormes árboles en la cima de la cuesta marcaban la única entrada al anfiteatro.

Nadie apareció.

– No se presentará -expresó Mikil-. Sabe que está equivocado y que es…

– ¿Quién es ese? -interrumpió William.

Un lugareño caminaba desde uno de los asientos más bajos. En vez de usar la túnica corta más popular, estaba vestido con una más larga con capucha beige. Y usaba botas de soldado.

– Es él -anunció Jamous.

El Consejo aún no lo había visto. El hombre se dirigió hacia el taburete solitario, se sentó y se despojó de la capucha.

– Justin del Sur les acepta el careo -exclamó en voz alta.

El Consejo giró al unísono. Murmullos recorrieron el anfiteatro. Unas cuantas sonrisas.

– Es audaz; lo admito -manifestó Mikil.

Thomas pudo ver literalmente la indignación que le salía a Ciphus por los oídos.

El anciano levantó la mano para pedir silencio, esta vez sí era necesario. Se dirigió hasta el tazón, metió las manos en el agua y se las frotó en una toalla pequeña. Detrás de él los demás miembros tomaron sus asientos.

Ciphus fue hasta el borde de la plataforma y se jaló la barba.

– Es precisamente esta clase de artimañas las que temo que te hayan engañado, amigo mío -declaró con voz suficientemente alta para ser oído.

– No tengo deseos de confundir las importantes preguntas que ustedes harán -objetó Justin-. Es lo que digamos hoy, no cómo luzcamos, lo que ganará o perderá los corazones de las personas.

Ciphus vaciló, luego se dirigió al pueblo.

– Oigan entonces lo que tengo que decir. El hombre que hoy vemos sentado delante de nosotros es un poderoso guerrero que en su momento favoreció a las selvas con muchas victorias. Es la clase de individuo que ama a los niños y marcha como un verdadero héroe, además acepta elegantemente las alabanzas. Todos sabemos eso. Por todo esto debo gratitud a Justin del Sur -exclamó y luego inclinó la cabeza hacia Justin-. Gracias.

Justin devolvió la inclinación.

Ciphus no era tonto, pensó Thomas.

– Sin embargo, se dice que en estos dos últimos años este hombre también ha extendido el veneno de la blasfemia contra Elyon por el Bosque Sur. Nuestro deber hoy es simplemente determinar si esto es verdad. No juzgamos al hombre sino a su doctrina. Y, como con cualquier careo, ustedes, el pueblo, juzgarán el asunto cuando hayamos concluido nuestros análisis. Así que juzguen bien.

A la izquierda de Thomas se oyeron murmullos, voces que ya discrepaban. Estos debían ser del Bosque Sur, los partidarios más fuertes de Justin. ¿Dónde estaban los hombres que habían entrado al Valle de Tuhan con Justin? Ronin y Arvyl, si Jamous le había informado correctamente. Sin duda, sus voces estaban entre la multitud, pero no en el ruedo como Thomas pudo haber esperado. Por otra parte, así era como Justin peleaba sus propias batallas y defendía sus propias filosofías. Era probable que les hubiera prohibido interferir.

– ¡Silencio!

Se volvieron a callar.

– No tardaré mucho. En realidad es un asunto muy sencillo. Creo que para esta indagación podríamos hacer que los niños voten y terminaríamos con un veredicto claro y justo. El asunto es este.

Ciphus se volvió a Justin.

– ¿Es verdad o no que las hordas son verdaderas enemigas de Elyon?

– Es verdad -contestó Justin.

– Correcto. Todos sabemos eso. Además, ¿es verdad o no que conspirar con el enemigo de Elyon es conspirar contra el mismo Elyon?

– Es verdad.

– Sí, por supuesto. Todos también sabemos eso. Además, ¿es verdad o no que recomiendas crear un vínculo con las hordas para negociar la paz?

– Es verdad.

Una exclamación brotó en el coliseo. De la izquierda surgieron murmullos de asombro y de la derecha amonestaciones para dejar que terminaran. Ciphus volvió a callar a la turba con la mano. Evaluó con cuidado a Justin, creyendo sin lugar a dudas que él estaba trazando algunas de sus artimañas.

– ¿Comprendes que conspirar con las hordas siempre ha sido traición para nosotros? No llegamos a acuerdos con el enemigo de Elyon, según la palabra del mismo Elyon. Nos suscribimos a la profecía del niño, de que Elyon proveerá una manera de limpiar al mundo de este azote que está sobre nosotros. A pesar de eso, tú pareces querer hacer la paz con el enemigo. ¿No es esto una blasfemia?

– Blasfemia, sí -contestó Justin.

El tipo es un insensato, pensó Thomas. Con esas palabras se estaba condenando al destierro.

– El asunto es -continuó Justin-, ¿blasfemia contra qué? ¿Contra el Gran Romance de ustedes o contra el mismísimo Elyon?

– ¿Y crees que hay alguna diferencia? -preguntó Ciphus asombrado por esta aseveración.

– Hay una gran diferencia. No en espíritu, sino en forma. Hacer la paz con las hordas les podría profanar a ustedes su Gran Romance, pero no blasfema contra Elyon. Elyon haría la paz con cualquier hombre, mujer y niño de este mundo, aunque sus enemigos se encuentren en todas partes, incluso aquí en este mismo lugar.

Silencio. El pueblo parecía demasiado asombrado como para hablar. Se ha cortado su propia garganta, pensó Thomas. Lo que Justin afirmó tenía originalidad en sí, quizás una idea que podría considerar si fuera teólogo. Pero Justin había menospreciado todo lo que era sagrado, excepto al mismo Elyon. Al cuestionar el Gran Romance también podría haber incluido a Elyon.

– ¿Dices que somos enemigos de Elyon? -interrogó Ciphus con temblor en la voz.

– ¿Aman ustedes su lago, sus árboles y sus flores, o aman a Elyon? ¿Morirían por todo esto o morirían por Elyon? Ustedes no son diferentes a las hordas. Si morirían por Elyon quizás deberían morir por las hordas. Después de todo, las hordas son de él.

– ¿Nos harías morir por las hordas? -gritó Ciphus, enfurecido-. ¡Morir por el enemigo de Elyon, al que hemos jurado destruir!

– Si fuera necesario, sí.

– ¡Pronuncias traición contra Elyon! -exclamó el anciano señalando a Justin con un dedo tembloroso-. ¡Eres un hijo de los shataikis!

El orden abandonó el anfiteatro con esa sola palabra: shataikis. Alaridos de indignación, que se encontraron de frente con gritos de objeción de que Ciphus pudiera decir tal cosa contra este profeta, rasgaron el aire. Este Justin del Sur. Si solo dejaran que el hombre se explicara, entenderían, gritaban ellos.

En Thomas desapareció cualquier ambivalencia que hubiera sentido hacia esta sesión. ¿Cómo se atrevía nadie que sirviera bajo sus órdenes a sugerir que murieran por las hordas? Morir en batalla por defender los lagos de Elyon, sí. Morir por proteger de las hordas a las selvas y a sus hijos, sí. Morir por conservar el Gran Romance en medio de un enemigo que había jurado eliminar de la faz de la tierra el nombre de Elyon, sí.

Pero ¿morir por las hordas? ¿Hacer la paz para que puedan engañar libremente?

¡Nunca!

– ¿Cómo puede decir eso? -cuestionó Rachelle a su lado-. ¿Sugiere que nos entendamos con los miembros de las hordas y muramos por ellos?

– ¿Qué les dije? -intervino Mikil-. Debimos haberlo matado ayer cuando tuvimos oportunidad.

– Si lo hubiéramos matado ayer estaríamos muertos hoy -recordó Thomas.

– Mejor muertos que en deuda con este traidor.

El anfiteatro era un desorden. Ciphus no hizo intento por detener al pueblo. Fue hasta el tazón de agua y volvió a meter las manos. Él había acabado, comprendió Thomas.

El anciano consultó con cada uno de los demás miembros del Consejo.

Justin se hallaba tranquilo, sentado. No hizo ningún intento por explicarse. Parecía satisfecho a pesar de no haber ofrecido ninguna defensa verdadera. Tal vez quería una pelea.

Finalmente, Ciphus levantó ambas manos y, después de unos instantes, la multitud se calló lo suficiente para poder oírlo.

– He hecho mi careo a esta herejía y ahora ustedes decidirán el destino de este hombre. ¿Debemos adoptar sus enseñanzas o enviarlo lejos de nosotros y que nunca regrese? ¿O deberíamos poner su destino en manos de Elyon por medio de una pelea a muerte? Examinen sus corazones y hagan oír su decisión.

Thomas oró porque el voto fuera claro. A pesar de su aversión a lo que Justin había dicho, no deseaba participar en una pelea. No es que le temiera a la espada de Justin, pero tampoco le sentaba bien la idea de ser presionado a apoyar al Consejo.

Por otra parte, habría cierta clase de justicia al hacerse valer sobre su ex teniente en una lucha final antes de enviarlo a vivir con las hordas. De cualquier modo, Ciphus no conseguiría la muerte de Justin.

– Se acabó -declaró Thomas en voz baja.

– Entonces no estuviste ayer en el valle -objetó Rachelle.

Ciphus bajó la mano derecha.

– Si ustedes aseguran que este hombre dice blasfemia, ¡que se escuche su voz!

Un estruendoso rugido estremeció la plazoleta. Suficiente. Sin duda suficiente.

Ciphus dejó que el griterío continuara hasta que estuvo satisfecho, entonces los acalló.

– Y si aseguran que deberíamos aceptar las enseñanzas de este hombre y hacer la paz con las hordas, entonces que se escuche también la voz de ustedes.

Los habitantes del Bosque Sur tenían pulmones fuertes, porque el grito fue enérgico. Y se oyó con tanto volumen como el primero. ¿O fue menos? La distinción no fue suficiente para que Ciphus la considerara.

A Thomas le palpitó el corazón con fuerza. Nadie fuera de esta plazoleta sabía que él defendería al Consejo en una pelea. Y habría pelea. No importa cuán sordo quisiera hacerse Ciphus en este momento, no podía considerar clara esta decisión. Las reglas eran sencillas, no podía haber dudas.

Ciphus bajó ambas manos y el pueblo se calló. Todos sabían lo que iba a acontecer. El anciano se quedó callado por un largo momento, quizás desconcertado porque el gentío estuviera tan dividido.

– Entonces pondremos el destino de este hombre en las manos de Elyon -exclamó en voz alta-. Llamo al ruedo a nuestro defensor, Thomas de Hunter.

La muchedumbre lanzó un grito ahogado. O al menos la mitad lanzó un grito ahogado. La mitad del sur, que había decidido reclamar a Justin como su propiedad desde que les salvara su selva la semana anterior. Era claro que no querían ver pelear a Thomas contra su Justin.

La otra mitad comenzó a vitorear el nombre de Thomas.

Los ojos de Rachelle se ensombrecieron de terror.

– Yo le enseñé -la tranquilizó él besándole la mejilla-. Recuérdalo.

Thomas trepó la barandilla y la gente le abrió paso hacia la tribuna descubierta. Agarró la espada de su costado y saltó por sobre la corta pared que separaba el campo de los asientos. El camino hacia la plataforma principal parecía largo con todas las ovaciones y con Justin taladrándolo con la mirada.

Se detuvo ante Ciphus, que acalló a la multitud.

– Te solicito, Thomas de Hunter, comandante supremo de los guardianes del bosque, que defiendas nuestra verdad contra esta blasfemia en una pelea a muerte. ¿Aceptas?

– Lo haré. Pero pediré destierro, no muerte, para Justin.

– Soy yo quien toma esa decisión, no tú -cuestionó Ciphus.

Thomas nunca había oído algo así.

– Yo tenía entendido que era mi decisión -objetó a su vez.

– Entonces malinterpretas las reglas. El Consejo hizo esta regla y ahora la debes acatar. Será una pelea a muerte. El precio por este pecado es la muerte. No estoy dispuesto a considerar la muerte en vida.

Thomas pensó por un momento. Era verdad que la ley exigía la muerte para cualquiera que desafiara a Elyon. El destierro era una clase de muerte, una muerte en vida, como la llamara Ciphus. Pero ahora, obligado a considerar el asunto, comprendió que podría haber un problema con desterrar a Justin. ¿Y si entraba a las hordas y obtenía poder bajo Qurong? ¿Y si llevaba luego a sus ejércitos contra las selvas? Quizás la muerte era la decisión más sabia, aunque no era lo que él quería.

– Entonces acepto -admitió inclinando la cabeza.

– ¡Espadas! -gritó Ciphus.

Un miembro del Consejo levantó del suelo dos gruesas espadas de bronce cerca de su taburete y las colocó en el tablado.

– Escoge tu espada -ordenó Ciphus.

Thomas miró a Justin. El guerrero lo observó ahora con un leve interés. ¿Tenía el hombre deseos de morir?

Thomas levantó las espadas, una en cada mano, y fue hacia Justin.

– ¿Tienes alguna preferencia?

– No.

Thomas aventó ambas espadas al aire. Estas giraron lentamente al unísono y se clavaron a cada lado de Justin.

– Insisto -expresó Thomas-. No quiero que se diga que vencí a Justin del Sur porque escogí la mejor espada.

El gentío reaccionó con un estruendo de aprobación.

Justin mantuvo su mirada en Thomas sin mirar las espadas. Dio un paso adelante, jaló la de su derecha.

– Ni yo -dijo, lanzando el arma de tal modo que su hoja perforó la tierra a los pies de Thomas.

Otro estruendo de aprobación.

– ¡Peleen! -gritó Ciphus-. ¡Peleen a muerte!

Thomas arrancó la espada y la blandió dos veces para sentirla. Era un arma normal de los guardianes, bien proporcionada y bastante pesada para cercenar una cabeza de un solo golpe.

Justin puso la mano en la espada y esperó. Basta de poses. Cuanto más pronto terminara la pelea, mejor. Conocer a un hombre en un combate de esa clase significaba observar sus ojos. Y a Thomas no le gustó lo que vio en los ojos de Justin. Estaban demasiado llenos de vida para cortarlos fácilmente de sus hombros. El hombre estaba tan lleno de cautivador dominio que lo enervó.

Brincó a su izquierda y cayó sobre la plataforma, a tres metros de Justin. Por un instante se preguntó si el hombre simplemente iba a morir sin pelear, porque apenas se movió.

Thomas embistió y giró la espada con tanta fuerza como para cortar al hombre en dos.

En el último momento, Justin levantó su espada y desvió el golpe. Un horrible sonido rechinó en la arena. Era exactamente como Thomas había esperado. En el instante en que Justin le bloqueaba el golpe, él estiró la mano izquierda y le dio un golpecito en el mentón.

Era un movimiento que él les había enseñado una vez como en broma. Mikil lo apodaba «El mentón». Lo que Thomas no esperaba era la mano de Justin que salió disparada precisamente en el mismo instante. Le dio un golpecito en el mentón.

El gentío rugió y Thomas creyó haber oído el grito de aprobación de Mikil por encima del bullicio.

Lo menos que pudo hacer fue sonreír. Bien. Muy bien. Justin sonrió con complacencia. Hizo un guiño.

En seguida se trabaron en un combate total, agarrando sus espadas con ambas manos. Choques y contra choques, pinchazos, patadas, empujones, movimientos alrededor de la plataforma… destrezas básicas para aflojar las articulaciones y tantear al oponente. Nada en la manera de pelear de Justin sorprendió a Thomas. Reaccionaba a sus ataques exactamente del modo que lo harían Mikil, William o cualquier otro de sus tenientes.

Y también estaba seguro de que nada de lo que hacía él sorprendía a Justin. Eso vendría más tarde.

Los contrincantes comenzaron a añadir algunos de los movimientos de Marduk: amagar, inclinarse, zigzaguear, rodar… de la plataforma al campo, luego por un costado de la plataforma y alrededor del perímetro. Otra vez en lo alto del tablado.

– Eres un buen hombre, Thomas -comentó Justin en voz demasiado baja para que la gente oyera-. Siempre te he admirado. Y aún te admiro, muchísimo.

Sus espadas volvieron a chocar.

– Veo que has conservado tus habilidades -expuso Thomas-. Matando de vez en cuando a algunos de tus amigos de las hordas, ¿o no?

Justin rechazó un golpe, luego se lanzaron una momentánea mirada.

– No tienes idea de en qué te estás metiendo. Ten cuidado.

Thomas dio cuatro veloces pasos. Era una manera clásica de iniciar un salto, pero no saltó. Plantó la espada como para dar una voltereta, pero en vez de ir por lo alto giró bajo.

Justin ya había levantado la espada para rechazar el pinchazo esperado que llegaría cuando Thomas se le catapultara sobre la cabeza. Pero ahora Thomas se hallaba más cerca de los tobillos de Justin. Todo acabaría aquí, cuando agarrara a Justin por los pies y continuara con la espada.

Thomas giró alrededor de su espada, los pies primero, apuntalándose para el impacto de su espinilla contra las pantorrillas de Justin.

Pero de repente las pantorrillas de Justin ya no estaban allí. En el último momento había visto el cambio y, aunque se hallaba totalmente desequilibrado se las arregló para lanzarse en una contorsión hacia atrás. Una voltereta por encima del borde de la plataforma. Girando luego en forma perfecta.

Aterrizó en el campo, con los pies extendidos y la mano en la espada; listo para cualquier cosa.

Thomas lo vio todo mientras lanzaba su inútil patada y utilizó su impulso para dar un giro completo en una voltereta hacia atrás, salir de la plataforma y dar lo que se llamaba un latigazo por detrás.

El movimiento aéreo del golpe con el brazo extendido obligó al oponente a protegerse contra un mortal taconazo en el rostro, pero luego cambió en una contorsión, una rotación completa para lanzar la espada, no el pie, con violenta velocidad.

Thomas ejecutó perfectamente el movimiento. Justin lo malinterpretó. Pero se lanzó hacia atrás a tiempo para que la hoja le diera un golpe de refilón en el pecho.

En vez de continuar con una voltereta hacia atrás, cayó de espaldas y rodó en la dirección opuesta a la que el impulso de Thomas lo llevaba.

Listo. Muy listo. Si hubiera seguido con la voltereta hacia atrás, como haría la mayor parte de guerreros, Thomas pudo haber dirigido su propio impulso hacia otro ataque directo antes de que el hombre se hubiera recuperado por completo.

La muchedumbre también lo sabía. Los gritos se habían acallado.

Justin se puso de pie en una rápida postura, los ojos le centelleaban con diversión.

– Debiste haber aceptado mi ascenso hace dos años en vez de perderte en el desierto -advirtió Thomas-. Eres mejor guerrero que los demás.

– ¿Lo soy? -preguntó Justin enderezándose, como si esa revelación lo tomara desprevenido; tiró la espada al suelo-. Entonces permíteme pelear contigo sin espada. La batalla siguiente no se ganará con la espada.

– Recoge tu espada, necio -expresó Thomas dando un paso adelante con la espada extendida.

– ¿Para qué, para matarte?

Thomas puso su hoja en el cuello de Justin. Este no hizo ningún intento por detenerlo.

– ¡Mátalo! -gritó Ciphus-. ¡Que muera!

– Él quiere que te mate.

– Si puedes -contestó Justin.

– Puedo. Pero no lo haré.

Ahora hablaban en voz baja.

– Engañaste al pueblo haciéndole creer que puede haber paz cuando en este mismísimo instante las hordas están planeando una traición -reveló Thomas.

Justin parpadeó.

– ¡Recoge tu espada! -gritó Thomas para que todos oyeran.

Justin dio lentamente un paso atrás y a la izquierda. Pero hizo caso omiso de su espada y dejó caer las manos a los costados; miró fijamente a Thomas.

Thomas le había dado suficiente libertad al hombre del sur; ahora sus Payasadas eran exasperantes. Thomas atacó. Cubrió el espacio entre ellos en tres zancadas e hizo oscilar la espada con toda la fuerza. La hoja cortaría al hombre en dos sin saber que se hubiera topado contra algo.

Pero Justin no se hallaba allí para recibir el golpe de la espada. Thomas lo vio rodar hacia atrás y la derecha, y levantar la espada, y muy tarde se dio cuenta de que se había confiado con este golpe que ya estaba a medio camino.

Sus propias palabras de entrenamiento le gritaron en la mente. ¡Nunca confiarse en combate directo!

Pero, en su enojo, lo había hecho. Pudo haber matado al hombre. Ahora el hombre lo podía matar a él.

Con un oponente más lento, no habría importado su error. Pero Justin se movía tan rápido como él. El golpe llegó por detrás, el costado de la espada golpeó de lleno a Thomas en la espalda.

Aterrizó con fuerza. Había pasto en sus manos. En ambas manos. Había perdido la espada.

El comandante de los guardianes se lanzó hacia la derecha, rodando en su espalda. Una hoja le presionó el cuello y una rodilla se le clavó en el plexo solar. Justin se arrodilló sobre él, con sus ojos verdes centelleantes, y Thomas supo que estaba acabado.

Parecía que le hubieran aspirado su propio aliento de la arena. Miró los ojos de su antiguo teniente y vio un feroz fuego.

Entonces el hombre se levantó, retrocedió y lanzó la espada al aire; esta giró bajo el sol de la tarde y cayó de lado con un golpe sordo, a veinte metros de distancia.

Caminó aprisa hacia el Consejo y se detuvo frente a su plataforma.

– El contendiente de ustedes ha sido derrotado. Elyon ha hablado.

– El combate es a muerte -expuso Ciphus.

– No lo mataré por el pecado de ustedes.

– Entonces Elyon no ha hablado -añadió tranquilamente el anciano-. La única razón de que estés vivo ahora es porque Thomas no terminó antes. Fuiste derrotado primero.

– ¿Lo fui?

– Esto no ha acabado -objetó Ciphus.

– ¡Que viva! -gritó alguien en la multitud-. ¡Deja que Thomas viva!

– ¡Que viva! ¡Que viva! ¡Que viva! ¡Que viva! -empezaron a canturrear todos.

Thomas se puso de pie, la mente le daba vueltas. Había sido derrotado por Justin en combate limpio.

Era claro que Ciphus no iba a desafiar al pueblo bajo circunstancias tan ambiguas. Dejó que la multitud cantara.

– ¡Lo dejaré vivir! -gritó Justin.

El canturreo disminuyó y se aplacó.

Caminó lentamente, analizando a las personas.

– Les mostraré ahora, puesto que me he ganado el derecho, la manera verdadera de tener paz -expresó, yendo hacia la ladera que subía hacia los árboles en la entrada-. En este mismo instante las hordas están conspirando para aplastarlos con un ejército que hará parecer escaramuzas infantiles las batallas del sur y del occidente.

¿Cómo podía Justin saber esto? Sin embargo, Thomas sabía que así era. Debían avisar a los exploradores… inspeccionar el perímetro más lejano.

Giró hacia la glorieta, vio a Mikil y le hizo señas de que lo hiciera. Ella y William salieron.

Justin extendió las manos para calmar al confuso gentío.

– ¡Silencio! Solo hay una manera de enfrentar a este enemigo. Es el camino de la paz; hoy les entregaré esa paz a ustedes.

Se detuvo y señaló hacia los árboles. Por un instante, nada. Y entonces apareció un hombre encapuchado.

¡Un encostrado!

Usando la banda de general.

Justin había hecho entrar a la selva a un general de las hordas. Diez mil voces gritaron. El resto de personas se quedó muda de asombro.

El hombre alto y encapuchado caminó rápidamente, Justin lo recibió en la mitad de la cuesta. Se dieron la mano e inclinaron las cabezas en saludo. Justin miró la arena y extendió la mano en una forma de presentación.

– Les traigo al hombre con quien he negociado la paz entre los moradores del desierto y los habitantes del bosque -anunció e hizo una pausa-. ¡El poderoso general de las hordas, Martyn!

– ¡Martyn! ¿Era posible? ¿A quién mató él entonces en la tienda de Qurong?

Thomas volvió a mirar hacia la plazoleta. Ya estaba vacía. Sus guardianes no dejarían salir vivo del poblado a ese hombre. No ahora, con esa revelación de que las hordas estaban reunidas en el flanco que ellos tenían expuesto.

Thomas agarró la espada y corrió por la ladera. El día había visto suficiente teatralidad. No podía matar ahora a Justin, pero este general era otro asunto.

– Le he dado mi palabra de que ustedes no lo matarán -anunció Justin-. Los ejércitos de él están cerca, podrían irrumpir en la selva y hacer una guerra que enrojecería con sangre los valles. Pero si todos los hijos de Elyon mueren, ¿quién entonces tendría la victoria?

La revelación de que tenían a las hordas a sus puertas pareció haber templado los nervios de la multitud. El pueblo estaba escuchando de veras. Thomas vio a William y a varios de los guardianes emerger de los árboles en lo alto de la colina detrás de Justin. Rachelle se hallaba con ellos.

¿Qué hacía Rachelle allí? Ella no tenía nada que hacer con ellos.

Descartó el pensamiento y fue hacia Justin y el encostrado. Los guardianes bajaron la colina para cortar cualquier escape posible.

– Thomas, te ruego que me escuches -pidió Justin adelantándose para encontrarlo-. ¡Te he demostrado mi lealtad! ¡Ahora debes dejarme hacer esto!

– Estás equivocado. ¡Él lleva la traición en la sangre! Los dos estaban desarmados hasta donde él podía ver. Los hombres de Thomas bordeaban la colina, con las espadas extraídas.

Thomas corrió hacia el general. Justin le agarró el brazo.

– ¡Thomas! ¡No sabes quién es él! Martyn retrocedió.

Thomas pudo ver los ojos blancos del encostrado observando desde las sombras de su capucha. El extraño círculo que tenía tatuado sobre el ojo derecho lo identificaba como un hechicero, confirmando los rumores.

– ¿Crees que mi espada no puede hacer sangrar al hombre que ha asesinado a diez mil de mis hombres? -preguntó el comandante de los bosques; luego dirigió su desafío a Martyn-. ¿Te protegerá tu magia de una fría hoja?

Ahora los hombres de Thomas se hallaban a solo unos pasos detrás del encostrado. Martyn los sintió, miró hacia atrás y se detuvo. Thomas zafó el brazo que le tenía agarrado Justin y cubrió los últimos pasos. Clavó la punta de la espada en la base de la capucha del general y la contuvo.

Apartó la hoja. Martyn no reaccionó ante la pequeña cortada en el cuello. Sangre roja se colaba de la herida en la superficie.

– ¿Crees que él no sangrará como mis hombres han sangrado? Te digo que lo enviaremos de vuelta en pedazos a sus hordas.

Justin pasó a Thomas, agarró la capucha del general y la tiró hacia atrás.

El rostro de Martyn era ceniciento. Una cicatriz curva le bajaba por la mejilla derecha. Sus emblanquecidos ojos parpadearon en la repentina luz. Apenas era humano, y sin embargo era totalmente humano. Pero había más.

Thomas conocía a este hombre.

El corazón le saltaba en el pecho.

Johan.

Lanzó la espada hacia atrás.

¿Johan? Y la cicatriz… ¿Por qué lo sorprendió esta cicatriz?

– Johan -reveló Justin.

Thomas vio a Rachelle por sobre el hombro del tipo. Ella corrió alrededor del general y le miró el rostro descubierto.

– ¿Johan? ¿Eres… eres tú?

El general no mostró ninguna emoción al ver a su hermana. Thomas sabía que la enfermedad se había apoderado de la mente del individuo. No lo habían matado en batalla, como todos supusieron. Se extravió en el desierto y se convirtió en encostrado hace tres años. Con razón las estrategias de las hordas se habían vuelto tan eficaces. Estaban dirigidas por uno de los antiguos guardianes del bosque que perdiera su mente a causa de la enfermedad.

Rachelle estiró la mano hacia él, pero él retrocedió. Ella lo miró, triste. Horrorizada.

– Tienes que dejarnos ir -enunció Justin-. Es la única manera.

– Señor, él ha enfermado -declaró William acercándose-. No podemos dejarlo…

– ¡Entonces báñalo! -gritó Rachelle.

– No puedes obligar a un hombre a bañarse -le recordó Thomas-. Él es lo que decida ser.

– ¡Él se bañará! Diles, Johan. Te lavarás esta maldición de tu piel. Nadarás en el lago.

Los ojos de él se abrieron de par en par con un destello momentáneo de temor.

– Si es paz lo que quieren, les puedo dar paz.

Thomas apenas logró reconocer la voz. Ahora era más profunda. Dolida.

– De otro modo traeremos a esta selva una maldición que no han conocido jamás.

– ¡Basta de esto! -exclamó William agarrando la capa del hombre y sacando la espada.

– ¡Déjalo ir! -gritó Thomas.

– Señor…

– ¡Suéltalo!

William lo soltó y retrocedió.

– ¡No mataré a mi propio hermano!

Sus guardianes nunca estarían de acuerdo con los términos de ninguna paz que Justin y Martyn acordaran, pero una tregua podría entretener a las hordas el tiempo suficiente para que los guardianes se prepararan si en realidad había un ejército en los valles.

Detrás de ellos, Ciphus estaba en silencio. ¿Por qué?

Thomas miró a Justin.

– Llévatelo. Haz tu paz, pero no esperes que mis hombres y yo estemos de acuerdo. Si vemos un solo encostrado a la vista de la selva, los cazaremos a ustedes dos y derramaremos sangre.

Rachelle lo agarró del brazo. Ella temblaba.

Martyn se volvió a poner la capucha y dio media vuelta. William no se movió.

– Déjalo ir, William -ordenó Thomas, luego habló más alto-. Estos dos tienen mi palabra personal de atravesar con seguridad nuestra selva. El hombre que los toque se enfrentará conmigo.

Sus hombres se hicieron a un lado.

Justin y Martyn, el poderoso general de las hordas cuyo nombre también era Johan, se introdujeron entre los árboles en lo alto de la colina y desaparecieron.

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