10

LAS HORDAS incendiaron el Bosque Sur en la noche, después de tres días de batalla campal. Nunca antes habían hecho eso, en parte porque los guardianes del bosque casi nunca los dejaban acercarse tanto para que tuvieran tal oportunidad. Pero eso fue antes de Martyn. Incendiaron los árboles con flechas ardientes desde el desierto a menos de doscientos metros de distancia del perímetro. Ahora no solo estaban usando fuego, también habían hecho arcos.

A Jamous y los hombres que le quedaban les tomó cuatro horas dominar las llamas. Por la gracia de Elyon, las hordas no habían empezado otro incendio, y los guardianes del bosque habían logrado dormir una hora.

Jamous se paró en una colina desde donde se divisaba la selva carbonizada. Más allá estaba el desierto blanco y justo ahora logró ver en la luz cada vez mayor al ejército congregado de las hordas. Diez mil, muchos menos que los que habían empezado. Pero él había perdido seiscientos hombres, cuatrocientos en una ofensiva importante justo antes del crepúsculo la noche anterior. Otros doscientos estaban heridos. Eso le dejaba solo doscientos guerreros sanos.

Nunca había visto a los moradores del desierto participar en batalla de manera tan eficaz. Parecían blandir sus espadas con mayor destreza y su avance parecía más resuelto. Hacían maniobras de costado y se retiraban cuando empezaban a verse dominados. Él no había visto realmente al general que ellos llamaban Martyn, pero solo podía suponer que era quien conducía ese ejército.

Había llegado la noticia de la gran victoria en la brecha Natalga y sus hombres habían vitoreado. Pero la realidad de la situación aquí estaba obrando en la mente de Jamous como una garrapata escarbando. Otra ofensiva importante de las hordas y estas superarían a sus hombres.

Detrás de ellos, a menos de cinco kilómetros, se hallaba el poblado. Era el segundo más grande de los siete, veinte mil almas. A Jamous lo habían enviado a escoltar a estos devotos seguidores de Elyon a la Concurrencia anual, cuando una patrulla había chocado con el ejército de las hordas.

Los habitantes habían votado por quedarse y esperar la firme derrota de los moradores del desierto, la cual estaban seguros de que sería inminente, en vez de cruzar el desierto sin protección.

Hasta el día antes ese parecía un buen plan. Pero en ese momento se hallaban en una terrible situación. Si huían ahora, las hordas probablemente quemarían toda la selva o, peor, los agarrarían por detrás y los destruirían. Si se quedaban y peleaban, podrían contener al ejército hasta la llegada de los trescientos guerreros que Thomas había enviado, pero sus hombres estaban cansados y desgastados.

Jamous se agachó en una cepa y reflexionó sobre sus opciones. Una delgada niebla se elevaba sobre los árboles. Detrás de él, siete de sus guardianes personales hablaban tranquilamente alrededor de una fogata ardiendo en que calentaban agua para un té de hierbas. Dos de ellos estaban heridos, uno donde el fuego le había quemado la piel del cuero cabelludo, y otro cuya mano izquierda se la había aplastado la parte roma de una guadaña. Ellos hacían caso omiso del dolor, pues sabían que Thomas de Hunter haría lo mismo.

Bajó la mirada a la pluma roja atada a su codo y pensó en Mikil. Él le arrancó dos plumas a una guacamaya y le dio una a ella para que la usara. Cuando volviera a casa esta vez pediría su mano. No había nadie a quien él amara o respetara más que a Mikil. ¿Y qué haría ella?

Jamous frunció el ceño. Decidió que pelearían. Pelearían porque eran los guardianes del bosque.

Los hombres se habían quedado en silencio detrás de él.

– Markus, los golpearemos en el flanco norte con veinte arqueros – ordenó sin volverse, señalando el desierto mientras lo hacía-. Los demás me seguirán desde la pradera hacia el sur, donde menos lo esperan.

Markus no respondió.

– Markus -lo llamó, y él se volvió.

Sus hombres miraban a tres individuos que entraban al campamento sobre sus monturas. El que los dirigía iba en un caballo blanco que resoplaba y Pisoteaba la blanda tierra. Usaba una túnica beige con un cinturón de bronce tachonado y una capucha que le cubría la cabeza en una manera no muy diferente a los encostrados. No era un verdadero atuendo de batalla. Una funda de espada colgaba de la silla de montar.

Jamous se puso de pie y se volvió hacia el campamento. Sus hombres parecían extrañamente cautivados por lo que veían. ¿Por qué? Los tres individuos parecían fuertes y saludables guardias forestales extraviados, de los que podrían ser buenos guerreros con suficiente entrenamiento, pero sin duda no tenían nada que los hiciera diferentes.

Y entonces el líder levantó los ojos color esmeralda hacia Jamous.

Justin del Sur.

El poderoso guerrero que desafiara a Thomas al rechazar el más grande honor de general ahora pasaba los días vagando por las selvas con sus aprendices, un autoproclamado profeta que extendía ideas ilógicas que atacaban de frente al Gran Romance. Una vez había sido muy popular, pero sus costumbres exigentes estaban resultando demasiado para muchos, incluso para algunos de los tontos influenciables que lo seguían con diligencia.

Sin embargo, este hombre ante él amenazaba con su herejía a la misma estructura del Gran Romance, y aseguraban que su retórica se fortalecía cada vez más. Mikil le dijo en cierta ocasión a Jamous que si alguna vez ella se volvía a topar con Justin, no vacilaría en sacar la espada y matarlo donde estuviera. Ella sospechaba que a él lo estaban manipulando los hechiceros del profundo desierto. Si las hordas eran el enemigo exterior, hombres como Justin, que menospreciaba el Gran Romance y hablaba de entregar el bosque a los moradores del desierto, eran el enemigo interior.

No ayudaba el hecho de que Justin hubiera rechazado su promoción a general y renunciado a los guardianes del bosque dos años atrás, cuando Thomas lo necesitara más.

Jamous escupió a un lado, hábito que había adquirido de Mikil.

– Markus, dile a este tipo que salga de nuestro campamento si quiere vivir -ordenó dirigiéndose a su saco de dormir-. Tenemos una guerra por delante.

– Tú eres aquel a quien llaman Jamous.

La voz del hombre era melodiosa y profunda. Confiada. La voz de un líder. No era extraño que hubiera cautivado a muchos. Era bien sabido que los hechiceros de las hordas cautivaban a los suyos con idioma astuto y magia negra.

– Y tú eres aquel a quien llaman Justin -contestó Jamous-. ¿Y qué? Aquí estorbas.

– ¿Cómo puedo estorbar en mi propia selva?

– Estoy aquí para salvar tu selva -objetó Jamous negándose a mirar al hombre-. Markus, monta tu caballo y reúne a los hombres. Asegúrate que todos se hayan bañado. Podríamos tener un largo día por delante. Stephen, saca veinte arqueros y reúnete conmigo en el campamento más abajo.

Sus hombres titubearon.

– ¡Markus! -gritó él, girando.

Justin había desmontado. Tuvo la audacia de desafiar a Jamous y acercarse al fuego, donde ahora estaba parado, con la capucha removida para revelar un cabello castaño hasta los hombros. Tenía el rostro de un guerreo que se había ablandado. Todos habían conocido sus destrezas como soldado antes de que desertara de los guardianes. Pero las líneas de experiencia estaban suavizadas por sus brillantes ojos verdes.

– Los moradores del desierto los destruirán hoy -advirtió Justin, estirando una mano hacia el fuego; miró por encima-. Si los atacas, ellos acabarán con lo que queda de tu ejército, quemarán la selva y matarán a todos los de mi pueblo.

– ¿ Tu pueblo? El pueblo de esta selva está vivo debido a mi ejército – objetó Jamous.

– Sí. Han estado en deuda contigo por muchos años. Pero hoy las hordas son demasiado fuertes y aplastarán lo que quedó de tu ejército como aplastaron ayer la mano de este hombre -advirtió señalando a Stephen, que había recibido el golpe de guadaña.

– Tú abandonaste el ejército. ¿Qué sabrás de guerra? -cuestionó Jamous.

– Yo hago una nueva clase de guerra.

– ¿A favor de quién? ¿De los encostrados?

– ¿Cuánta sangre derramarás? -preguntó Justin mirando el desierto.

– Tanta como Elyon decida.

– ¿Elyon? -refutó Justin como si estuviera sorprendido-. ¿Y quién hizo a los encostrados? Creo que fue Elyon.

– ¿Estás diciendo que Elyon no nos guía contra las hordas?

No. Sí lo hizo. Pero sin el lago, ¿no son ustedes en realidad iguales a las hordas? Así que, si yo fuera a tomar tu agua y te obligara a entrar al desierto, te estaríamos cortando en pedazos en vez de ellos. ¿No es correcto eso?

– ¿Estás diciendo que yo soy uno de ellos? ¿O quizás sugieras que tú lo eres?

– Lo que estoy realmente diciendo es que en cada uno de nosotros acechan las hordas -contestó Justin sonriendo-. La enfermedad que paraliza. La podredumbre, si prefieres. ¿Por qué no perseguir la enfermedad?

– Ellos no quieren una cura -declaró Jamous agarrando el cuerno de la silla y montándose sin usar el estribo-. La única cura para las hordas es la que Elyon nos ha dado. Nuestras espadas.

– Si insistes en atacar, quizás podrías dejarme guiar a tus hombres. Tendríamos mucho mejores posibilidades de victoria -aseguró Justin guiñando un ojo-. No que seas malo, no para nada. Te he estado observando desde que viniste y realmente eres bueno, muy bueno. Uno de los mejores. Siempre está Thomas, por supuesto, pero creo que eres el mejor que he visto en algún tiempo.

– ¿Y sin embargo me insultas?

– No, en absoluto. Solo que yo mismo soy muy bueno. Creo que podría ganar esta guerra y creo que podría hacerlo sin perder un solo hombre.

Justin exhibía una extraña calidad acerca de sí mismo. Decía cosas que comúnmente harían pelear a Jamous, pero las decía con tan perfecta sinceridad y de una manera tan poco combativa que Jamous estuvo momentáneamente tentado a darle una palmadita en la espalda como haría con un buen amigo y decirle: «Adelante, compañero».

– Eso es lo más arrogante que nunca he oído.

– Entonces supongo que vas sin mí a la batalla -expresó Justin.

– ¡Ahora, Markus! -exclamó Jamous haciendo girar su caballo.

– Al menos admite esto -insistió Justin-. Si logro quitarte de encima a este ejército de hordas sin ayuda, cabalga conmigo en una marcha de victoria por el Valle de Elyon hacia el oriente del poblado.

Los hombres de Jamous ya habían empezado a montar, pero se detuvieron. Los compañeros de Justin no habían movido sus caballos. Nada de esta absurda propuesta pareció sorprenderlos.

De los ojos de Justin había desaparecido cualquier insinuación de estar jugando. Volvió a mirar directamente a Jamous, autoritario. Exigente.

De acuerdo -contestó Jamous, más interesado en desembarazarse del hombre que en tomarle en serio cualquier desafío.

Justin le sostuvo la mirada por largo rato. Luego, como si se acabara el tiempo, fue hasta su caballo, trepó a la montura, hizo girar el corcel y salió sin lanzar otra mirada.

Jamous se alejó.

– Stephen, arqueros. De prisa, antes de que salga por completo la luz.


***

JUSTIN CONDUJO al galope a Ronin y a Arvyl por los árboles. Ellos casi no lo podían seguir, a pesar de no estar exigiendo a su corcel como solía hacerlo cuando cabalgaba solo. Había otros además de Ronin y Arvyl: miles que ovacionarían a Justin en las circunstancias correctas, pero últimamente su popularidad había disminuido. Se trataba de individuos inconstantes, guiados por las opiniones del día. Justin solo esperaba tener suficiente valor. Su acuerdo con Martyn dependía al menos parcialmente de su habilidad para liberar a una multitud según lo planeado.

Vivir como un marginado social había extraído su precio. A veces apenas podía resistir el dolor. Una cosa era entrar a la sociedad siendo huérfano, como pasó con él; otra era ser rechazado descaradamente como lo era ahora a menudo.

A veces no estaba seguro de por qué Elyon no llevaba el poder militar de Justin a muchos de ellos. El Gran Romance entre ellos para nada era un romance con Elyon.

Ahora, el destino de estos hombres estaba en manos de él. Si solo supieran la verdad, podrían matarlo ahora mismo, antes de que tuviera la posibilidad de hacer lo que fuera necesario.

– Justin! Espere -llamó Ronin desde atrás.

Habían llegado a un bosquecillo de árboles frutales.

– ¿Desayuno, mis amigos?

– Señor, ¿qué tiene en mente? ¡No puede enfrentarse a todo un ejército de hordas sin ayuda de nadie!

Aún al trote, Justin extrajo de su vaina una espada de empuñadura nacarada, se inclinó hacia delante, dio vuelta a la hoja sobre su cabeza en un "movimiento parecido a un ocho y luego hizo frenar el caballo.

Una, dos, tres grandes frutas rojas cayeron del árbol. Agarró cada una en un giro y lanzó una a Ronin y otra a Arvyl. ¡Aja!

Con un gran mordisco saboreó el dulce néctar. Le corrió jugo por la barbilla y metió la espada en la vaina. La fruta que él extrañaría.

– En serio -expresó Ronin sonriendo y mordiendo su fruta.

El caballo de Justin se irguió. Lentamente desapareció la sonrisa de su rostro. Miró fuera del bosque.

– Hablo en serio, Ronin. ¿No has escuchado cuando he dicho que nivelar el desierto con una sola palabra es asunto del corazón, no de la espada?

– Por supuesto que he escuchado. Pero esta no es una sesión ante una fogata con una docena de almas desesperadas en busca de un héroe. Se trata del ejército las de hordas.

– ¿Dudas de mí?

– Por favor, Justin. Señor. ¿Después de lo que hemos visto?

– ¿Y qué has visto?

– Le he visto a usted dirigir a mil guerreros por la llanura desierta Samyrian con veinte mil hordas delante de nosotros y veinte mil detrás. Le he visto enfrentarse sin ayuda de nadie a un centenar de enemigos y salir ileso. Le he oído hablar al desierto y a los árboles, y he visto que le escuchan. ¿Por qué cuestiona mi confianza en usted?

Justin lo miró a los ojos.

– Usted es el guerrero más grande en toda la tierra -continuó Ronin-. Creo que más grande incluso que Thomas de Hunter. Pero ningún hombre puede ir solo contra diez mil guerreros. No estoy dudando; estoy preguntando qué quiere usted decir con esto.

Justin le sostuvo la mirada, luego sonrió lentamente.

– Si alguna vez tuviera un hermano, Ronin, oraría porque fuera exactamente como tú.

Esa era la más grande honra que un hombre pudiera darle a otro. En realidad Ronin dudaba de Justin, incluso al preguntar, pero ahora se quedó sin palabras.

– Soy su siervo -manifestó Ronin con una inclinación de cabeza.

– No, Ronin. Eres mi aprendiz.


***

APENAS RESPIRANDO, Billy y Lucy observaban detrás de una mata de moras a los tres guerreros. En las manos agarraban espadas de madera que tallaron un día antes. La de Lucy no era tan afilada ni tan parecida a una espada porque había tenido dificultad en labrarla con su mano seca, aunque suficientemente buena para oprimir la madera contra la pierna. De lo contrario el reseco trozo de carne solo le servía para señalar o para aporrear a Billy en la cabeza cuando él se ponía muy fastidioso. Había sido idea de Billy salir a hurtadillas del poblado mientras aún estuviera oscuro, y unirse a la batalla… o al menos echar un vistazo.

Su amiga había tratado de convencerlo de que eso era muy peligroso, que a los niños de nueve años no les correspondía mirar a las malvadas hordas, mucho menos pensar en que podían pelear contra ellas. Lucy no había creído que vendrían de veras, pero entonces Billy la despertó y ella lo siguió, murmurando sus objeciones la mayor parte del camino.

Ahora ella miraba a los tres guerreros en sus caballos, y el corazón le palpitaba con tanta fuerza como para asustar a los pájaros.

– Ese es… ese es él -susurró Billy.

Lucy se retiró del arbusto. ¡Los oirían!

– ¡Ese es Justin del Sur! -exclamó Billy mirándola con ojos desorbitados.

Lucy estaba demasiado aterrada para decirle que se callara. Desde luego que no se trataba de Justin del Sur. No se hallaba vestido como un guerrero. Ella ni siquiera tenía la seguridad de que Justin existiera. Había oído todas las historias, pero eso no significaba que ningún ser vivo pudiera hacer realmente esas cosas.

– Juro que es él! -susurró Billy-. Mató a cien mil encostrados con una sola mano.

Lucy se inclinó hacia delante y echó otro vistazo. Ellos eran como los mágicos roushims de Elyon que su padre afirmaba que un día acabarían con las hordas.


***

Y QUÉ hay contigo, Arvyl? -preguntó Justin-. ¿Qué haces de…? Se detuvo a mitad de frase. Ronin le siguió la mirada y vio a un niño y una niña agachados al borde del claro, mirando a los tres guerreros detrás de 'a mata de moras.

Estaban mirando a Justin, por supuesto. Siempre miraban a Justin. Él siempre cautivaba a los niños. Estos parecían gemelos, cabello rubio y grandes ojos, como de diez años, demasiado jóvenes para estar deambulando tan lejos de casa en un momento como este.

Pero él tampoco podía culparles por su curiosidad. ¿Cuándo habían tenido tan cerca una batalla como esa?

Justin ya se había metido en otro mundo, pensó Ronin con una sola mirada. Los niños le inducían a esto. Él ya no era el guerrero; era el padre de los niños, fueran quienes fueran. Los ojos le centelleaban y el rostro se le iluminaba. A veces Ronin se preguntaba si Justin cambiaría su vida para volver a ser niño, para colgarse en los árboles y rodar en los prados.

Este amor por los chicos confundía más a Ronin que cualquier otra característica de Justin. Algunos decían que Justin era hechicero. Y comúnmente se sabía que los hechiceros podían engañar a inocentes con solo unas cuantas palabras blandas. Ronin tenía dificultad para separar el efecto de Justin sobre los niños de la especulación de que él no era lo que parecía.

– Hola -dijo Justin.

Ambos muchachos se agacharon detrás de la mata.

Justin se deslizó del caballo y corrió hacia el arbusto.

– No, no, salgan, por favor. Salgan, necesito su consejo -expresó y se inclinó en una rodilla.

– ¿Mi consejo? -preguntó el niño, asomando la cabeza en lo alto.

Una mano lo agarró de la camisa y lo jaló hacia abajo. La niña no era tan valiente.

– Tu consejo. Se trata de la batalla de hoy.

Ellos susurraron con urgencia, finalmente salieron, el muchacho decidido, la chiquilla desconfiada. Ronin vio que cada uno de ellos portaba espadas de madera. La de la chica era más pequeña y la mano izquierda se le inclinaba hacia atrás en un extraño ángulo. Deforme.

La mirada de Justin bajó hacia la mano de la niña, luego subió hasta el rostro. Por un momento pareció cautivado por la escena. Un pájaro trinaba en el árbol encima de ellos.

– Mi nombre es Justin, y yo… -se calló mientras se sentaba en el suelo y cruzaba las piernas en un movimiento-. ¿Cómo se llaman?

– Billy y Lucy -contestó el muchacho.

– Bien, Billy y Lucy, ustedes son dos de los niños más valientes que he c0nocido.

Los ojos del chico refulgieron.

– Y los más hermosos -añadió Justin.

La muchacha se apoyó en el otro pie.

– Mis amigos aquí, Ronin y Arvyl, no están convencidos de que yo pueda poner de rodillas a las hordas sin ayuda de nadie. Debo decidir y creo que ustedes me podrían dar alguna indicación. Mírenme a los ojos y díganme. ¿Qué creen? ¿Debo enfrentarme a las hordas?

Billy miró a Ronin, sin saber qué decir.

– Sí -contestó primero la niña.

– Sí -expresó el muchacho-. Desde luego.

– ¡Sí! ¿Oíste eso, Ronin? Dame diez guerreros que crean como estos dos y pondré a todas las hordas a mis pies. Ven acá, Billy. Me gustaría estrechar la mano del hombre que me dijo lo que los adultos no pueden decirme.

Justin estiró la mano y Billy la agarró, con una radiante sonrisa. El guerrero le alborotó el cabello al niño y le susurró algo que Ronin no logró oír. Pero los dos chicos rieron.

– Lucy, ven y déjame besar la mano de la doncella más hermosa en toda la tierra.

Ella dio un paso adelante y le ofreció la mano buena.

– Esa no. La otra.

La sonrisa de Lucy se apagó. Lentamente bajó la espada. Ahora las dos manos le colgaban a los costados. Justin la miró a los ojos.

– No tengas miedo -le manifestó en voz muy baja.

Ella levantó la mano lisiada y Justin la agarró entre las suyas. Se inclinó y la besó tiernamente. Luego se inclinó hacia delante y le susurró algo al oído.


***

PARA SER absolutamente francos, Lucy estaba aterrada por Justin. Pero no de miedo, sino de nervios. No estaba segura de si debía confiar en él o no. Con los ojos y la sonrisa decía sí, pero había algo en él que le hacía temblar las rodillas. Cuando él le agarró la mano y la besó, la pequeña se dio cuenta de que él sintió su temblor. Luego él se inclinó adelante y le susurró al oído.

– Eres muy valiente, Lucy -pronunció con una voz melodiosa que le recorrió el cuerpo como un vaso de leche caliente-. Si yo fuera un rey me gustaría que fueras mi hija. Una princesa.

La besó en la frente.

Ella no estaba segura de por qué, pero le brotaron lágrimas de los ojos. No se debió a lo que él dijo, ni a que la hubiera besado, sino al poder en su voz. Como magia. La niña se sintió como una princesa levantada por el príncipe más fabuloso de toda la tierra, exactamente como en las historias.

Solo que no era a la hermosa princesa a la que el príncipe había escogido. Era a ella, la que tenía un muñón por mano.

Se esforzó por no llorar, pero era muy difícil, y de repente se sintió incómoda parada de este modo frente a Billy.

Justin le guiñó un ojo y se puso de pie, sosteniéndole todavía la mano. Puso la otra mano sobre el hombro de Billy.

– Quiero que los dos vayan a casa tan pronto como puedan. Díganle al pueblo que las hordas serán derrotadas hoy. Marcharemos por el Valle de Elyon al mediodía, victoriosos. ¿Puedo contar con ustedes?

Ambos asintieron.

El los soltó y volvió a donde esperaba su caballo.

– Ojalá todos nosotros pudiéramos volver a ser niños -declaró. Luego saltó sobre la silla y atravesó al galope el pequeño claro. Se paró al llegar a los árboles e hizo girar el corcel.

Si Lucy no se equivocaba, logró ver lágrimas en el rostro de Justin.

– Ojalá todos ustedes pudieran volver a ser niños. Entonces se internó entre los árboles.


***

– ¡VIGILEN NUESTROS flancos! -resonó Jamous-. ¡Manténganlos hacia el frente! Markus metió directamente el caballo entre un grupo de guerreros de las hordas y se paró en seco justo en el momento en que uno trató de asestarle un golpe con la guadaña. Markus echó el torso hacia atrás y se arrellanó en la grupa del caballo. La guadaña silbó en el aire por encima. Levantó el cuerpo junto con la espada, cortándole el brazo al encostrado desde el hombro.

Jamous usó el arco, atravesando con una flecha la espalda del guerrero que acosaba por detrás a Markus. El atacante gritó del dolor y dejó caer la espada.

– ¡Retrocedan! ¡Retrocedan! -gritó Jamous.

Era su cuarto ataque esa mañana y la estrategia estaba funcionando exactamente como Jamous la había diseñado. Si seguían golpeando por los costados, su mayor velocidad impediría que el ejército más lento lograra posicionárseles por detrás. Eran como lobos destrozándole las piernas a un oso, siempre fuera del alcance de sus afiladas garras y bastante cerca para dar pequeños mordiscos a voluntad.

La selva estaba a menos de cien metros detrás. Jamous volteó a mirar.

No, doscientos. ¿Tan lejos?

Más lejos.

Giró alrededor y se paró en sus estribos, contemplando el campo de batalla. Un escalofrío desafió al ardiente sol bajándole por la espalda. ¡Estaban demasiado lejos!

– ¡Regresen al bosque! -gritó, e incluso mientras lo hacía vio la amplia franja de hordas recortando por el oriente, cortándoles el paso.

Miró hacia el occidente. El enemigo estaba demasiado lejos para cortarles las líneas allá. Giró hacia el occidente. Un interminable mar de hordas.

Aumentó el pánico, luego se desvaneció. Había una salida. Siempre había una salida.

– ¡Línea central! -gritó-. ¡Línea central!

Sus hombres formaron filas detrás de él para retirarse corriendo. Cuando las hordas se movieran para interceptarlos, los guardianes romperían filas en una docena de direcciones para esparcirlas. Pero siempre se moverían en la dirección en que Jamous los guiara primero.

El caballo de Jamous se levantó en dos patas y él miró desesperadamente en esa dirección.

– Nos están recortando -gritó Markus-. Jamous…

Él sabía lo que el enemigo acababa de hacer. El oso había sufrido con paciencia los ataques de los lobos, gruñendo e intentando golpear como siempre hacía. Pero hoy habían atraído de manera lenta y metódica a los lobos cada vez más a lo profundo del desierto, suficientemente lejos para que estos no pudieran ver la maniobra por los flancos. Demasiado lejos para salir corriendo.

El ejército de hordas se cerró a cien metros detrás de ellos. En el centro Un guerrero sostenía en alto su estandarte, el serpenteante murciélago shataiki. Estaban atrapados.

De pronto, los encostrados más cerca de Jamous se replegaron como cien metros y se unieron al ejército principal. Sus hombres se le habían agrupado a la derecha. Sus caballos relinchaban y pateaban, desgastados por la batalla. Ninguno exigió a Jamous que hiciera algo. Poco se podía hacer.

Excepto atacar.

La línea de hordas entre ellos y la selva era su única opción indudable. Pero ya tenía cincuenta metros de ancho, demasiados encostrados para atravesarla con menos de doscientos hombres.

Sin embargo, era su única opción. Una imagen de Mikil le resplandeció en la mente. Dirían que él había peleado como ningún hombre lo había hecho antes y ella llevaría su cadáver a la pira funeraria.

El ejército de encostrados se detuvo ahora. El desierto se había quedado en silencio. Parecían deleitarse en dejar que Jamous hiciera el primer movimiento. Sencillamente apretarían la soga en cualquier dirección a que los llevara el guardián del bosque. El ejército de hordas estaba aprendiendo.

Martyn.

Jamous miró a sus hombres, que formaban una línea frente a la selva.

– Solo hay una salida -les dijo.

– Directo hacia ellos -confirmó Markus.

– La fortaleza de Elyon.

– La fortaleza de Elyon.

Tal vez algunos lograran atravesar el muro para advertir al poblado.

– Extiendan la voz. A mi señal, directo al frente. Si lo logran, evacúen el poblado. Ellos lo quemarán.

¿Había llegado de verdad la situación a esto? ¿A una última carrera suicida?

– Eres un buen hombre, Jamous -comentó Markus.

– Tú también, Markus, tú también.

Se miraron. Jamous levantó la espada.

– Jinete! ¡Por detrás! -se oyó un grito desde la línea.

Jamous giró en su silla. Un jinete solitario atravesaba corriendo el desierto por el oriente, como a ochocientos metros de distancia. A su paso se levantaba polvo.

– ¡Cuidado! -gritó Jamous haciendo girar el caballo.

El jinete no iba rumbo a ellos ni a los moradores del desierto. Se acercó a medio camino entre la posición de ellos y el ejército de hordas. Un caballo blanco.

Hasta Jamous llegó el sonido del golpeteo de cascos. Fijó los ojos en ese corcel solitario, que retumbaba en el desierto como un mensajero ciego que se hubiera perdido y estaba decidido a entregar su mensaje al comandante supremo a cualquier costo.

Era Justin del Sur.

El hombre todavía no estaba vestido con ropa adecuada de batalla. La capucha le volaba detrás con mechones sueltos. Montaba parado en las puntas de los pies como si hubiera nacido en esa silla de montar. Y en la mano derecha le colgaba una espada, abajo y tan libre que parecía como si fuera a tocar la arena en cualquier momento.

Jamous tragó saliva. Este guerrero había peleado y ganado más batallas que cualquier hombre vivo, a excepción del mismo Thomas. Aunque Jamous no había peleado con él, todos habían oído de sus proezas antes de que dejara a los guardianes.

De repente, Justin se desvió hacia el ejército de hordas, inclinado sobre el costado opuesto del caballo y con la espada metida en la arena. Corriendo aún a toda velocidad dejó marcada en el desierto una línea de cien metros antes de enderezarse y parar en seco a la bestia.

El blanco corcel retrocedió y dio la vuelta.

Justin se volvió al galope, sin mirar ni una sola vez a ningún enemigo. Las filas frontales de las hordas se movieron pero se quedaron tranquilas. El frenó en el centro de la línea que había trazado y las enfrentó.

Los ejércitos se mantuvieron en perfecta calma.

Justin miró al frente durante varios segundos, dándole la espalda a Jamous.

– ¿Qué está él…?

Jamous levantó una mano para callar a Markus.

Justin echó la pierna por detrás de la silla y desmontó. Se dirigió a la línea y se detuvo. Entonces, con parsimonia, se paró sobre la línea y siguió adelante, arrastrando a su lado la espada en la arena. Ellos podían oír el suave crujido de la arena debajo de los pies del hombre. Un caballo en la línea relinchó.

El guerrero se hallaba a solo treinta metros del principal ejército de hordas cuando se volvió a detener. Esta vez clavó la espada en la arena y dio tres Pasos atrás.

– ¡Solicito hablar con el general llamado Martyn! -resonó su voz en el desierto.

– ¿Qué cree él que está haciendo? ¿Se está rindiendo?

– No sé, Markus. Aún estamos vivos.

– ¡No podemos rendirnos! Las hordas no toman prisioneros.

– Creo que intenta hacer la paz.

– ¡Paz con ellos es traición contra Elyon! -exclamó Markus.

– Envía un mensajero, por el flanco oriental.

– ¿Ahora?

– Sí. Veamos si lo dejan pasar. Markus dio la orden.

Justin aún miraba al enemigo, esperando. Un jinete salió de la línea de Jamous y corrió hacia el oriente, del mismo modo que había hecho Justin. Los encostrados no se movieron para detenerlo.

– Lo están dejando pasar.

– Bueno. Veamos si…

– Ahora lo están deteniendo.

Los encostrados cerraron el flanco oriental. El jinete se detuvo y retrocedió.

Jamous lanzó una palabrota.

– Bien, veamos entonces cuán lejos nos lleva la traición.

Como en el momento justo, el ejército de hordas se abrió directamente al frente. Un general solitario montado en un caballo, que vestía la banda negra de su rango, salió lentamente hacia Justin. Martyn. Jamous logró distinguir el rostro del encostrado debajo de la capucha, pero no sus rasgos. Se detuvo a diez metros de la espada de Justin.

El desierto llevaba el suave sonido de las voces, pero Jamous no distinguía las palabras. Siguieron hablando. Cinco minutos. Diez.

De pronto el general Martyn se deslizó del caballo, se reunió con Justin a la altura de la espada clavada en la arena y se agarraron las manos en el saludo tradicional de la selva.

– ¿Qué?

– Cállate, Markus. Si vivimos otro día para pelear, lo arrastraremos por su traición.

El general montó, retrocedió hasta donde sus hombres y desapareció. Un prolongado cuerno resonó desde la línea frontal.

¿Ahora qué?

Justin subió a su silla, giró el caballo y salió corriendo hacia ellos. Estaba como a siete metros sin disminuir la marcha antes de que a Jamous se le ocurriera que él no iba a atravesar la línea.

Lanzó una maldición y giró bruscamente el caballo hacia la izquierda.

Jamous pudo ver el pícaro reflejo en los ojos color esmeralda de Justin mientras se dirigía a la línea y galopaba hacia las expectantes hordas. Mucho antes de que él llegara, el ejército de encostrados se partió y se retiró, primero de oriente a occidente y luego al sur como una ola en retirada en cada lado.

Justin se paró en la línea de árboles.

Jamous volvió a mirar hacia atrás, luego espoleó su caballo.

– ¡Vamos!

No fue sino cuando estaba a mitad de camino hacia Justin que Jamous recordó su acuerdo. En realidad, el hombre le había quitado de encima las hordas, ¿verdad? Sí. No por ningún medio que se hubiera imaginado, ni por ningún medio que entendiera, pero lo había hecho. Y, por eso al menos, Justin había vencido.

Hoy lo honraría el pueblo.

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