5 VISIÓN

Ser incluido en el convoy de Spinola a Flandes era más de lo que Cristóforo podía haber esperado. Cierto, era el tipo de oportunidad para la que se había preparado durante toda su vida hasta entonces, suplicando que cualquier barco le llevara hasta conocer la costa de Liguria mejor de lo que conocía los bultos de su propio colchón. ¿Y no había convertido su viaje «de observación» a Khíos en un éxito comercial? No es que hubiera vuelto rico, por supuesto, pero había empezado con muy poco y había comerciado con resina hasta volver a casa con la bolsa llena… y luego tuvo la suficiente inteligencia como para entregar gran parte, públicamente, a la Iglesia. Y lo hizo en nombre de Nicoló Spinola.

Spinola le mandó llamar, naturalmente, y Cristóforo fue la viva imagen de la gratitud.

—Sé que no me encargasteis ningún deber en Khíos, mi señor, pero sin embargo fuisteis vos quien me permitió unirme al viaje, y sin costes. No merecía la pena ofreceros las pequeñas sumas que logré ganar en Khíos: dais más a vuestros criados cuando van al mercado para comprar la comida del día para vuestra casa. —Ambos sabían que era una exageración ridícula—. Pero cuando las di a Cristo, no pude fingir que el dinero, por escaso que fuera, procedía de mí, cuando lo hacía por completo de vuestra amabilidad.

Spinola se echó a reír.

—Sois muy bueno en esto —dijo—. Practicad un poco más, para que no parezca memorizado, y os prometo que discursos como éste os labrarán una fortuna.

Cristóforo pensó que eso quería decir que había fracasado, hasta que Spinola le invitó a tomar parte en un convoy comercial a Flandes e Inglaterra. Cinco naos, navegando juntas para mayor seguridad, y una de ellas transportando un cargamento que el propio Cristóforo se encargaría de comercializar. Era una gran responsabilidad, una buena porción de la fortuna de Spinola, pero Cristóforo se había preparado bien. Lo que no había hecho en persona lo había visto hacer a otros prestando especial atención a los detalles. Sabía cómo supervisar la estiba de un barco y cómo conseguir lo que deseaba sin crearse enemigos. Sabía cómo hablar al capitán, cómo permanecer al mismo tiempo distante y sin embargo afable con los hombres, cómo juzgar por el viento y el cielo y el mar cuánto avanzarían. Aunque había realizado pocos trabajos de marinero, sabía cuáles eran esas labores, por haberlas observado, y sabía cuándo se hacían bien. De joven, cuando no recelaban de que pudiera meterlos en problemas, los marineros le habían dejado mirarlos trabajar. Incluso había aprendido a nadar, cosa que la mayoría de las marineros jamás se molestaban en hacer, porque pensaba de niño que eso era uno de los requisitos de la vida en el mar. Para cuando el barco zarpó, Cristóforo se sintió completamente al control.

Incluso le llamaban «signor Colombo». Eso no había sucedido muchas veces antes. A su padre sólo rara vez le llamaban «signor», a pesar del hecho de que en los últimos años las ganancias de Cristóforo habían permitido que Domenico Colombo prosperara, ampliara el taller de tejidos, tejiera ropas más finas, cabalgara un caballo como un noble y comprara unas cuantas casas fuera de las murallas de la ciudad para poder jugar al terrateniente. Así que el título no era ciertamente adecuado para alguien de la cuna de Cristóforo. Sin embargo, en este viaje, no sólo los marineros sino también el capitán lo llamaron por el título de cortesía. Aunque este respeto básico era un signo de lo lejos que había llegado, pero no era tan importante como tener la confianza de los Spinola. El viaje no fue fácil, ni siquiera al principio. Los mares no estaban inquietos, pero tampoco plácidos. Cristóforo advirtió con secreta diversión que era el único de los agentes comerciales que no se mareaba. En cambio, pasaba el tiempo como en todos sus viajes: repasando las cartas con el navegante o conversando con el capitán, sonsacándoles toda la información que conocían, en busca de todo cuanto pudieran enseñarle. Aunque sabía que su destino se encontraba al este, también era consciente de que algún día tendría un barco, una flota, que podría necesitar navegar a través de todos los mares conocidos. Conocía Liguria; el viaje a Khíos, su primera travesía en mar abierto, la primera vez que perdió tierra de vista, la primera vez que confió en la navegación y sus cálculos, le ofreció un atisbo de los mares del este. Pronto vería el oeste, atravesaría el estrecho de Gibraltar, viraría hacia el norte, costeando Portugal, cruzaría el golfo de Vizcaya… nombres que sólo había oído cuando alardeaban de los marineros. Los caballeros (los otros caballeros) podrían vomitar por todo el Mediterráneo, pero Cristóforo aprovecharía cada momento para prepararse, hasta que por fin estuviera listo para ser el siervo en las manos de Dios que…

No se atrevía a pensar en ello, o Dios conocería la horrible presunción, el mortal orgullo que ocultaba dentro de su corazón.

No es que Dios no lo supiera ya, por supuesto. Pero al menos sabía también que Cristóforo hacía todo lo posible para no dejar que su orgullo lo poseyera. «Hágase Vuestra voluntad, oh, Señor, mas no la mía. Si soy el que ha de liderar vuestros triunfantes ejércitos y navios en una poderosa cruzada para liberar Constantinopla, expulsar a los musulmanes de Europa, y una vez más alzar el estandarte cristiano en Jerusalén, así sea. Pero si no, haré cualquier tarea que tengáis a bien ofrecerme, grande o humilde. Estaré preparado. Soy vuestro fiel servidor.

»Qué hipócrita soy —pensó Cristóforo—. Fingir que mis motivos son puros. Puse el dinero conseguido en Khíos en la bolsa del obispo… pero lo utilicé para promover mi relación con Nicoló Spinola. E incluso así, no fue todo el dinero. Llevo encima buena parte de él; un caballero ha de tener las ropas adecuadas o la gente no lo llamará «signor». Y mucho más fue a manos de mi padre, para que comprara caballos y vistiera a mi madre como una dama. No puede decirse que sea la perfecta ofrenda de fe. ¿Quiero convertirme en rico e influyente para servir a Dios? ¿O sirvo a Dios con la esperanza de que eso me convierta en rico e influyente?»

Ésas eran las dudas que le asaltaban, entre sus sueños y planes. Sin embargo, pasaba la mayor parte del tiempo sonsacando información al capitán y el piloto o estudiando las cartas o contemplando las costas ante las que pasaban, haciendo sus propios mapas y cálculos, como si fuera el primero en ver aquellos lugares.

—Hay cartas de sobra de la costa andaluza —dijo el piloto.

—Lo sé —contestó Cristóforo—. Pero aprendo más cartografiándolas yo mismo de lo que aprendería estudiándolas. Y tengo las cartas para contrastarlas con mis propios mapas. La verdad era que todas las cartas estaban llenas de errores. O eso o algún poder sobrenatural había movido los cabos y golfos, las playas y los promontorios de la costa ibérica, pues de vez en cuando asomaba una cala que no aparecía en ninguna carta.

—¿Hicieron estas cartas los piratas? —le preguntó al capitán un día—. Parecen diseñadas para asegurar que un corsario pueda zarpar de la costa y plantarnos batalla sin advertencia.

El capitán se echó a reír.

—Son cartas moras, o eso he oído. Y los copistas no son siempre perfectos. De vez en cuando se les pasa un detalle. ¿Qué saben ellos, sentados ante sus mesas, lejos de ningún mar? Normalmente seguimos las cartas y aprendemos dónde están los fallos. Si recorriéramos estas costas todo el tiempo, como hacen los españoles, raramente necesitaríamos las cartas. Y ellos no están dispuestos a corregirlas, pues no tienen ningún deseo de ayudar a los barcos de otras naciones a navegar con seguridad por estos pagos. Cada nación guarda sus cartas. Así que continuad con vuestros mapas, signor Colombo. Algún día puede que tengan valor para Genova. Si este viaje es un éxito, habrá otros.

No había ningún motivo para pensar que no lo sería, hasta que dos días después, cuando habían atravesado el estrecho de Gibraltar, alguien dio un grito:

—¡Velas! ¡Corsarios!

Cristóforo corrió a cubierta, donde poco después las velas se hicieron visibles. Por su aspecto, los piratas no eran moros. Y no temían a los cinco barcos mercantes que navegaban juntos. ¿Por qué iban a hacerlo? Los piratas tenían cinco naos propias.

—No me gusta esto —dijo el capitán.

—Estamos igualados, ¿no? —preguntó Cristóforo.

—No precisamente —contestó el capitán—. Nos frena la carga, a ellos no. Conocen estas aguas, y nosotros no. Y están acostumbrados a la lucha. ¿Qué tenemos nosotros? Caballeros con espadas y marineros aterrorizados de batallar en mar abierto.

—Sin embargo, Dios luchará del lado de los justos.

El capitán le dirigió una amarga mirada.

—No creo que seamos más justos que otros a quienes han cortado la garganta ya. No, los dejaremos atrás si podemos, y si no, se lo haremos pagar tan caro que renunciarán a nosotros y nos dejarán en paz. ¿Sois bueno en la batalla?

—No mucho —dijo Cristóforo. No serviría de nada prometer más de lo que podría dar. El capitán merecía saber con quién podía contar y con quién no—. Llevo la espada para infundir respeto.

—Bien, esos piratas sólo respetarán la hoja si está tinta en sangre. ¿Tenéis buen brazo para lanzar?

—He lanzado piedras, de niño —dijo Cristóforo.

—Con eso me basta. Si las cosas se ponen mal, ésa será nuestra última esperanza: tenemos vasijas llenas de aceite. Les prenderemos fuego y las lanzaremos a los barcos piratas. No podrán combatirnos si sus cubiertas están ardiendo.

—Para eso tendrán que estar terriblemente cerca, ¿no?

—Como dije, sólo usaremos esas vasijas si las cosas se ponen feas.

—¿Qué impedirá que las llamas se esparzan a nuestros propios barcos, si los suyos salen ardiendo?

El capitán le miró fríamente.

—Como dije, queremos que nuestra flota sea una conquista sin valor para ellos. —Miró de nuevo las velas corsarias, que estaban muy lejos, mar adentro—. Quieren aislarnos contra la costa. Si podemos llegar al cabo de San Vicente donde podamos virar al norte, los perderemos. Hasta entonces intentarán interceptarnos cuando tratemos de romper su bloqueo, o hacernos embarrancar en la costa.

—Entonces tratemos ya de romper el bloqueo —dijo Cristóforo—. Mantengámonos lo más lejos posible de la costa.

El capitán suspiró.

—Es lo más sabio, amigo mío, pero los marineros no lo permitirán. No les gusta perder de vista la tierra si hay pelea.

—¿Por qué no?

—Porque no saben nadar. Su mejor esperanza es agarrarse a algún pecio, si las cosas nos salen mal.

—Pero si no perdemos de vista la costa, ¿cómo podremos salir con bien?

—No es buen momento para esperar que los marinos sean racionales —dijo el capitán—. Y una cosa es segura: no se puede llevar a los marineros a donde no quieren ir.

—No se amotinarán.

—Si pensaran que iban a ahogarse por mi causa, llevarían este barco a tierra y dejarían el cargamento para los piratas. Mejor que ahogarse, o ser vendidos como esclavos.

Cristóforo no había advertido esto. No había sucedido en ninguno de sus viajes anteriores, y los marineros no hablaban de ello cuando estaban en Genova. No, entonces eran todo valor, estaban llenos de lucha. Y la idea de que el capitán no los llevara a donde quisiera… Cristóforo reflexionó sobre aquello mientras los corsarios los perseguían, apretándolos cada vez más contra la costa.

—Franceses —dijo el piloto.

En cuanto oyó la palabra, un marinero cercano dijo:

—Coullon.

Cristóforo se sorprendió por el nombre. En Genova había oído suficiente francés, a pesar de la hostilidad de los genoveses hacia una nación que más de una vez había saqueado a sus muelles y tratado de incendiar la ciudad, para saber que coullon era la versión gala del apellido de su propia familia: Colombo, o en latín, Columbus.

Pero el marinero que lo dijo no era francés, y no parecía tener idea de que el nombre significara algo para Cristóforo.

—Podría ser Coullon —dijo el piloto—. Por lo osado que es, bien podría ser el mismo diablo… aunque ya dicen que Coullon lo es.

—¡Y todo el mundo sabe que el diablo es francés! —comentó un marinero.

Todos los que pudieron oírle se echaron a reír, pero había poca alegría real en aquello. Y el capitán le enseñó a Cristóforo dónde estaban las vasijas de fuego, una vez que el grumete del barco las llenó.

—Aseguraos de que conserváis el fuego en vuestras manos —le dijo—. Ésa será vuestra espada, signor Colombo, y os respetarán.

¿Estaba jugando con ellos el pirata Coullon? ¿Por eso los dejó permanecer tan lejos de su alcance hasta que el cabo de San Vicente estuvo tentadoramente a la vista? Sin duda entonces Coullon no tendría problemas para cerrar la trampa, cortándoles el paso antes de que pudieran virar hacia el norte, tras rodear el cabo, y salir al Atlántico abierto.

Ya no había esperanza de coordinar la defensa de la flota. Cada capitán tenía que encontrar su propio camino a la victoria. El del barco de Cristóforo advirtió de inmediato que si continuaban con su rumbo actual embarrancarían o lo abordarían casi enseguida.

—¡Virad! —gritó—. ¡A sotavento!

Era una estrategia atrevida, pero los marineros la comprendieron, y los otros barcos, al ver lo que hacía el viejo ballenero de Cristóforo, lo imitaron. Tendrían que pasar entre los corsarios, pero si lo hacían bien acabarían con el mar abierto por delante, los piratas detrás y el viento de su parte. Pero Coullon no era ningún idiota, e hizo virar sus naos a tiempo de lanzar garfios de abordaje a los mercantes genoveses cuando pasaron por su vera.

Mientras los piratas tensaban las cuerdas mano sobre mano, forzando a los barcos a acercarse, Cristóforo advirtió que el capitán tenía razón: su tripulación tendría poca esperanza en una lucha. Sí, plantarían batalla lo mejor posible, sabiendo que sus vidas estaban en juego. Pero había desesperación en todos los ojos y se encogían visiblemente ante el derramamiento de sangre que se acercaba. Oyó a un rudo marinero decirle al grumete:

—Reza para que mueras.

No era algo alentador, ni tampoco lo era la obvia ansiedad por parte de los piratas.

Cristóforo extendió la mano, cogió la mecha, prendió dos de las vasijas, y luego, sujetándolas con fuerza aunque chamuscaron su jubón, se encaramó al castillo de proa, desde donde podía alcanzar con facilidad el barco corsario más cercano.

—¡Capitán! —exclamó—. ¿Ahora? El capitán no le oyó: había demasiados gritos en la popa. No importaba. Cristóforo sabía que la situación era desesperada, y cuanto más se acercaran los corsarios, más probable era que las llamas envolvieran ambos barcos. Lanzó la vasija. Su brazo era fuerte, su puntería buena, o al menos aceptable. La vasija se hizo añicos en la cubierta corsaria, desparramando llamas como una tina de brillante tinte naranja sobre la madera. En unos instantes trepó hasta las velas. Por primera vez, los piratas dejaron de reír y aullar. Entonces tiraron con más fuerza de los cabos de atraque, y Cristóforo advirtió que con su nave ardiendo su única esperanza era apoderarse del bajel mercante.

Al volverse, vio que otro corsario, igualmente abarloado con un barco genovés, estaba tan cerca que también podía recibir un poco de la misma medicina. Su puntería no fue tan buena: la vasija cayó al mar, inofensiva. Pero el grumete del barco encendía ya las vasijas y se las iba tendiendo, y Cristóforo consiguió colocar dos en la cubierta del barco insignia corsario y otro par en la cubierta del barco pirata que se disponía a abordar el suyo.

—Signor Spinola —dijo—, perdonadme por perder vuestro cargamento.

Pero sabía que el signor Spinola no oiría sus oraciones. Y lo que entonces estaba en juego no era su carrera, sino su vida. «Querido Dios —dijo en silencio—, ¿voy a ser vuestro servidor o no? Os ofrezco mi vida, si la salváis ahora. Liberaré Constantinopla.»

—El Hagia Sofía oirá una vez más la música de la santa misa —murmuró—. Sólo salvadme, mi Señor.


—¿Éste es el momento de su decisión? —preguntó Kemal.

—No, claro que no —respondió Diko—. Sólo quería que viera lo que estuve haciendo. Esta escena se ha mostrado un millar de veces, por supuesto. Colón contra Colón, la llamaron, ya que el pirata y él tenían el mismo apellido. Pero todas las grabaciones eran de los días del tempovisor, ¿no? Así que veíamos que sus labios se movían, pero en el caos de la batalla no había ninguna esperanza de entender lo que decía. Hablaba en voz demasiado baja, sus labios apenas se despegaban. Y esto no molestó a nadie, porque, después de todo, ¿qué importa cómo rece un hombre en mitad de la batalla?

—Pero esto importa, supongo —dijo Hassan—. ¿El Hagia Sofía?

—El altar más sagrado de Constantinopla. Quizás el templo cristiano más hermoso del mundo, en aquellos días anteriores a la construcción de la Capilla Sixtina. Y cuando Colón reza a Dios para que le salve la vida, ¿qué jura? Una cruzada al este. Descubrí esto hace varios días, y me ha mantenido despierta noche tras noche. Todo el mundo ha buscado el origen de su viaje hacia el oeste más atrás, en Khíos, tal vez, o en Genova. Pero ya ha partido definitivamente de Genova. Nunca regresará. Y sólo le falta una semana para iniciar su estancia en Lisboa, donde está claro que ya había vuelto sus ojos hacia poniente de forma irrevocable. Y sin embargo aquí, en este momento, jura liberar Constantinopla.

—Increíble —dijo Kemal.

—Así que ya ve, supe que fuera lo que fuese lo que le hizo obsesionarse con el viaje hacia el oeste, con las Indias, debió haber sucedido entre este momento a bordo de este barco cuyas velas están ya ardiendo y su llegada a Lisboa una semana después.

—Excelente —dijo Hassan—. Buen trabajo, Diko. Esto lo acota todo considerablemente.

—Padre, lo descubrí hace días. Os dije que había encontrado el momento de la decisión, no la semana.

—Entonces muéstranoslo —dijo Tagiri.

—Tengo miedo de hacerlo.

—¿Porqué?

—Porque es imposible. Porque… porque por lo que puedo decir, Dios le habla.

—Muéstranoslo —dijo Kemal—. Siempre he querido oír la voz de Dios. Todos se rieron. Excepto Diko.

—Está a punto de hacerlo —dijo. Dejaron de reír.


Los piratas los abordaron, y con ellos vino el fuego a saltar de vela en vela. Todos comprendieron que aunque lograran de algún modo rechazar a los piratas, ambos barcos estaban condenados. Los marineros que no estaban ya enzarzados en una lucha cuerpo a cuerpo empezaron a arrojar al agua barriles y portezuelas de escotilla, y varios consiguieron lanzarse al mar por el lado contrarío del navio pirata. Cristóforo vio al capitán que se negaba a abandonar la nave: luchaba como un valiente, su espada bailaba. Y entonces la espada dejó de estar allí, a través del humo que barría la cubierta Cristóforo ya no lo distinguió.

Los marinos saltaban al agua, en busca de los trozos de madera que flotaban. Cristóforo vio a un marinero que empujaba a otro de una portezuela; vio a otro sumergirse al no haber encontrado nada a lo que agarrarse. El único motivo por el que los piratas no habían alcanzado ya a Cristóforo era que estaban ocupados tratando de soltar los mástiles ardientes del barco genovés antes de que el fuego se extendiera por la cubierta. Parecía que iban a conseguirlo, y a quedarse con el cargamento a expensas de los genoveses. Era intolerable. Los genoveses caerían de todas formas, pero Cristóforo tenía en sus manos asegurarse de que los piratas también fracasaran.

Tras coger otras dos vasijas ardiendo, lanzó una a la cubierta de su propia nao, y la segunda aún más lejos, de forma que la popa pronto quedó cubierta por las llamas. Los piratas gritaron de furia (los que no lo hacían de dolor o terror) y sus ojos no tardaron en encontrar a Cristóforo y al grumete en el castillo de proa.

—Creo que es hora de que saltemos al agua —dijo Cristóforo.

—No sé nadar —confesó el grumete.

—Yo sí —replicó Cristóforo. Pero primero arrancó la portezuela de la escotilla de proa, la arrastró hasta la borda y la arrojó. Luego, cogiendo al muchacho de la mano, saltó al agua cuando ya los piratas corrían hacia ellos.

El grumete en efecto no sabía nadar y Cristóforo necesitó un esfuerzo considerable para auparlo a la portezuela. Pero cuando el muchacho estuvo a salvo en lo alto del pecio flotante, se calmó.

Cristóforo trató de acomodar su propio peso en la diminuta balsa, pero eso hizo que se ladeara peligrosamente bajo el agua. El grumete se dejó llevar por el pánico. Así que Cristóforo volvió a zambullirse. Había al menos cinco leguas hasta la costa… seis, más probablemente. Cristóforo era buen nadador, pero no tanto. Necesitaba aferrarse a algo que ayudara a soportar su peso para poder descansar de vez en cuando, y si no podía ser esta portezuela, tendría que dejarla y encontrar otra cosa.

—¡Escucha, grumete! —gritó—. ¡La costa está por allí! —señaló.

¿Entendía el muchacho? Sus ojos estaban desorbitados, pero al menos miraba a Cristóforo mientras hablaba.

—Rema con las manos. ¡Hacia allí!

Pero el grumete permaneció allí, aterrado, y luego miró la nave en llamas.

Era demasiado agotador mantener el equilibrio en el agua mientras trataba de comunicarse con el muchacho. Le había salvado la vida, era el momento de dedicarse a salvar la suya propia.

Lo que finalmente encontró, mientras nadaba hacia la costa invisible, fue un remo flotando. No era una balsa y no lo sostenía por completo fuera del agua, pero montándose a horcajadas sobre él y manteniendo la pala bajo su pecho y su rostro pudo descansar un poco cuando sus brazos se agotaron. Pronto dejó atrás el humo de los incendios, y luego el fragor de los gritos, aunque no sabía si ya no oía aquel horrible ruido porque se había alejado nadando o porque todos se habían ahogado. No miró hacia atrás; no vio los cascos en llamas sumergirse bajo las aguas. Ya había olvidado las naos y su misión comercial. En lo único que pensaba entonces era en mover las manos y piernas, debatiéndose entre las olas del Atlántico hacia la lejana orilla.

A veces Cristóforo se convencía de que una corriente lo alejaba de la costa y se lo llevaría no importaba lo que hiciera. Se sentía dolorido, sus brazos y piernas estaban agotados y no podían moverse más, y sin embargo seguían haciéndolo, aunque débilmente ya, y por fin, por fin vio que estaba mucho más cerca de la orilla que antes. Eso le dio suficiente esperanza para continuar, aunque el dolor de sus articulaciones le hacía sentir que el mar lo estaba desmembrando.

Ya oía el choque de las olas contra la orilla, ya veía arbustos y pequeñas dunas. Y entonces una ola rompió a su alrededor y divisó la playa. Siguió nadando, trató de ponerse en pie. No lo consiguió. En cambio, se hundió en el agua, sólo que ahora ya había perdido el remo y por un momento se sumergió. Se le ocurrió que sería una estupidez ahogarse tan cerca de la orilla después de haber nadado tanto sólo porque sus piernas estaban demasiado cansadas para sostenerlo.

Cristóforo decidió no hacer la tontería de morirse en aquel momento, aunque la idea de rendirse y descansar tuvo un atractivo momentáneo. En cambio, empujó el fondo con los pies, y como el agua, después de todo, no era profunda, su cabeza se alzó sobre la superficie y logró volver a respirar. Medio nadando medio caminando, se obligó a llegar a la orilla y luego se arrastró hasta alcanzar arena seca. Tampoco entonces se detuvo: un último esfuerzo racional de su mente le dijo que debía rebasar la línea de la marea alta, indicada por las algas y los palos resecos a muchos metros por delante. Se arrastró, reptó, finalmente llegó a la línea y la rebasó; entonces se desplomó en la arena, inconsciente.

Fue la marea alta lo que le despertó, cuando varias de las olas más grandes empezaron a lanzar chorros de agua por encima de la línea de pleamar, haciéndole cosquillas en los pies y luego en los muslos. Se despertó sediento, y cuando trató de moverse descubrió que todos sus músculos le ardían de dolor. ¿Se había roto de algún modo brazos y piernas? No, advirtió rápidamente. Simplemente había extraído de ellos más trabajo del que habían sido diseñados para ofrecer, y lo pagaba con dolor.

Pero el dolor no iba a hacer que se quedara a morir en la playa. Se levantó a cuatro patas y se arrastró hasta llegar a los primeros arbustos. Entonces buscó algún signo de agua que pudiera beber. Tan cerca de la orilla era casi pedir demasiado, ¿pero cómo podría recuperar sus fuerzas sin nada que beber? El sol se ponía. Pronto estaría demasiado oscuro para poder ver, y aunque la noche lo refrescaría, bien podría helarlo y, débil como estaba, eso podría matarlo.

—Oh, Dios —susurró, los labios agrietados—. Agua.


Diko detuvo la grabación.

—Todos saben lo que sucede aquí, ¿verdad?

—Una mujer del pueblo de Lagos le encuentra —dijo Kemal—. Lo cuidan hasta que se recupera y luego se marcha a Lisboa.

—Hemos visto esto en el tempovisor un millar de veces —repuso Hassan—. O al menos miles de personas lo han visto una vez.

—Exactamente. Lo habéis visto en el tempovisor —respondió Diko. Se acercó a una de las antiguas máquinas, conservada sólo para reproducir viejas grabaciones. Hizo pasar el fragmento a toda velocidad; como si fuera una marioneta cómica, Colón miraba en una dirección y luego permanecía un rato tirado en el suelo, quizá rezando, hasta que se volvía a arrodillar, se persignaba y decía: «Del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo.» Fue en esa postura como lo encontró la mujer de Lagos (María Luisa, hija de Simón el Gordo, para ser exactos). También como si fuera una marioneta en la reproducción veloz del tempovisor, corrió hacia el pueblo en busca de ayuda.

—¿Es esto lo que todos habéis visto? —preguntó Diko.

Lo era.

—Obviamente, no sucede nada. Así que ¿quién se habría molestado en volver a mirar esto con el TruSite II? Pero eso es lo que yo hice, y esto es lo que vi.

Regresó al aparato y continuó la reproducción. Todos vieron a Colón buscar agua, volviendo lentamente la cabeza, dolorido y agotado. Pero entonces, para su sorpresa, oyeron una voz muy baja.

—Cristóforo Colombo —dijo la voz.

Una figura, luego dos, titilaron en la oscuridad ante Colón. Entonces, mientras el marino miraba en esa dirección, todos observaron que no estaba buscando agua, sino contemplando la imagen que se formaba ante él en el aire.

—Cristóbal Colón. Coullon. Colombus —continuó la voz, pronunciando su nombre en un idioma tras otro. Era apenas audible. Y la imagen nunca llegaba a adquirir claridad.

—Tan tenue —murmuró Hassan—. El tempovisor nunca podría haberlo detectado. Como humo o vapor. Una leve vibración del aire.

—¿Qué estamos viendo? —demandó Kemal.

—Callaos y escuchad —dijo Tagiri, impaciente—. ¿Qué conclusión puede alcanzarse antes de ver los datos?

Guardaron silencio. Observaron y escucharon.


La visión se convirtió en dos hombres que brillaban con un leve nimbo a su alrededor. Y en el hombro del más pequeño de los dos había una paloma. No podía haber duda alguna en la mente de ningún hombre medieval, sobre todo uno que hubiera leído tanto como Cristóforo, de lo que representaba aquella visión: la Santísima Trinidad. Casi pronunció sus nombres en voz alta. Pero ellos hablaban, llamándolo por su nombre en idiomas que nunca había oído antes.

Entonces, finalmente:

—Colón, eres mi fiel servidor.

«Sí, lo soy con todo mi corazón.»

—Has vuelto tu corazón hacia Oriente, para liberar Constantinopla del turco.

«Mi oración, mi promesa fue oída.»

—He visto tu fe y tu valor, y por eso te he salvado la vida hoy. Tengo una gran obra para ti. Pero no es a Constantinopla donde debes llevar la cruz.

«¿A Jerusalén, entonces?»

—Ni es Jerusalén, ni ninguna otra nación tocada por las aguas del Mediterráneo. Te salvé la vida para que pudieras llevar la cruz a tierras situadas mucho más al este, tan al este que sólo pueden ser alcanzadas navegando el Atlántico hacia poniente.

Cristóforo apenas pudo comprender lo que le decían. Tampoco podía soportar mirarlos. ¿Qué hombre mortal tenía derecho a mirar directamente al rostro del Salvador resucitado, mucho menos al Todopoderoso o a la paloma del Espíritu Santo? No importaba que esto fuera sólo una visión; no podía continuar mirando. Bajó la cabeza hasta la arena para no verlos, pero siguió escuchando con toda su atención.

—Hay grandes reinos allí, ricos en oro y poderosos en ejércitos. Nunca han oído el nombre de mi Hijo Unigénito y mueren sin el bautismo. Es mi voluntad que les lleves la salvación y traigas las riquezas de esas tierras.

Cristóforo oyó estas palabras y el corazón le ardió. Dios le había visto, Dios había reparado en él, y se le encomendaba una misión mucho más grande que la simple liberación de una antigua capital cristiana. Tierras tan lejanas al este que debía navegar hacia poniente para alcanzarlas. Oro. Salvación.

—Tu nombre será grande. Los reyes te nombrarán virrey, y serás el gobernador del océano. Reinos caerán a tus pies, y millones de vidas que serán salvadas te llamarán bendito. Navega hacia poniente, Colombus, hijo mío, un viaje fácilmente al alcance de vuestros navios. Los vientos del sur os llevarán al oeste, y luego los vientos del norte os devolverán fácilmente a Europa. Que el nombre de Cristo sea oído en esas naciones, y salvarás tu alma junto con la de ellos. Haz el solemne juramento de que emprenderás ese viaje, y después de muchos obstáculos tendrás éxito. Pero no rompas este juramento, o los hombres de Sodoma lo tendrán mejor que tú en el día del juicio. Ninguna misión más grande se ha encomendado a mortal alguno que la que te doy. Sean cuales fueren los honores que recibas en la Tierra se multiplicarán por mil en el cielo. Pero si fracasas, las consecuencias para ti y toda la cristiandad serán terribles más allá de tu imaginación. Ahora haz el juramento, en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.

Colón se arrodilló.

—Del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo —murmuró.

—Te he enviado una mujer para que te cuide y te devuelva la salud. Cuando hayas recuperado fuerzas, debes comenzar tu misión en mi nombre. No le digas a nadie lo que he hablado contigo: no es mi voluntad que perezcas como los profetas de la antigüedad, y si dices que te he hablado los sacerdotes sin duda te quemarán como hereje. Debes persuadir a los demás para que te ayuden a realizar este gran viaje por su propio bien, y no porque yo lo haya ordenado. No me importa si lo hacen por oro o por amor hacia mí, mientras cumplan esta misión. Cúmplela tú. Tú. Ejecuta mi misión.

La imagen se fue desvaneciendo, y desapareció. Casi llorando de cansancio y gloriosa esperanza, Cristóforo (no, a partir de entonces era Colombus*, su nombre en latín, el idioma de la Iglesia) esperó en la arena. Y, como había prometido la visión, en cuestión de minutos llegó una mujer y, al verle, inmediatamente corrió en busca de ayuda.

Antes de que cayera la noche, los fuertes brazos de los pescadores lo llevaron al pueblo de Lagos, donde amables manos acercaron vino a sus labios y le quitaron las ropas cubiertas de sal y arena y le bañaron. «Así soy nuevamente bautizado .—pensó Colón—, nacido de nuevo a la misión de la Santísima Trinidad.»

No comentó nada de lo que había acaecido en la playa, pero su mente se agitaba ya con ideas sobre lo que tema que hacer. Los grandes reinos de Oriente… inmediatamente pensó en las historias de Marco Polo, las Indias, Cathay, Cipango. Sólo que para alcanzarlas no navegaría hacia el este, ni al sur a lo largo de la costa de África como hacían los portugueses. No, navegaría hacia poniente. ¿Pero cómo conseguiría un navio? No en Genova. No después de que el barco que le habían confiado se hubiera hundido. Además, los barcos genoveses no eran lo bastante rápidos, y eran torpes en las aguas abiertas del océano.

Dios lo había traído a las costas portuguesas, y los portugueses eran los grandes marinos, los atrevidos exploradores del mundo. ¿No sería virrey de reyes? Encontraría un medio de encontrar el apoyo del rey de Portugal. Y si no, otro rey, o algún otro hombre que no fuera rey. Tendría éxito, pues Dios estaba con él.


Diko detuvo la grabación.

—¿Queréis verla otra vez?

—Querremos verla muchas veces —dijo Tagiri—. Pero no en este momento.

—Ése no era Dios —comentó Kemal.

—Espero que no —dijo Hassan—. No me gustó ver la Trinidad cristiana. La encontré… decepcionante.

—Muestre esto en cualquier lugar del mundo árabe y los disturbios no cesarán hasta que todas las instalaciones de Vigilancia del Pasado a su alcance hayan sido destruidas —dijo Kemal.


* A partir de aquí, el texto original inglés nombra al personaje Columbus y no Cristóforo, en alusión al significado religioso. En la traducción se le llamará Colón. (N. del T.)


—Como decía usted, Kemal —repuso Tagiri—, no era Dios. Porque esa visión no fue visible sólo para Colón. Todas las otras grandes visiones de la historia han sido completamente subjetivas. Hemos visto ésta, pero no con el tempovisor.

Sólo el TruSite II fue capaz de detectarla, y ya sabemos que el TruSite II puede hacer que la gente del pasado vea a aquellos que están observando.

—¿Uno de nosotros? ¿El mensaje fue enviado por Vigilancia? —preguntó Kemal, enfadado ya por la idea de que uno de ellos jugueteara con la historia.

—Uno de nosotros no —dijo Diko—. Nosotros vivimos en el mundo donde Colón navegó hacia poniente e hizo que Europa destruyera o dominara toda América. En las horas pasadas desde que vi esto, he advertido una cosa: esta visión creó nuestro tiempo. Ya sabemos que el viaje de Colón lo cambió todo. No sólo porque alcanzó las Indias Occidentales, sino porque cuando regresó estaba lleno de historias absolutamente creíbles de cosas que no había visto. De oro, de grandes reinos. Y ahora sabemos por qué. Navegó hacia el oeste siguiendo las órdenes de Dios, y Dios le había dicho que encontrara esas cosas. Así que tuvo que informar de su hallazgo, tuvo que creer que el oro y los grandes reinos iban a ser encontrados, aunque no tuviera ninguna prueba, porque Dios le había dicho que estaban allí.

—Si no es uno de nosotros, ¿entonces quién lo hizo? —preguntó Hassan.

Kemal se rió desagradablemente.

—Fue uno de nosotros, obviamente. O, más bien, uno de ustedes.

—¿Está diciendo que creamos esto como un truco? —dijo Tagiri.

—En absoluto. Pero miren a su alrededor. Ustedes son la gente de Vigilancia que está dispuesta a alcanzar el pasado y mejorar las cosas. Así que digamos que en otra versión de la historia, otro grupo dentro de una iteración previa de Vigilancia descubrió que podían cambiar el pasado, y lo hicieron. Digamos que decidieron que el acontecimiento más terrible de su historia fue la última cruzada, la liderada por el hijo de un tejedor genovés. ¿Por qué no? En esa historia, Colón dirigió su implacable ambición hacia el objetivo que tenía justo antes de esta visión. Llega a la orilla e interpreta su supervivencia como un favor de Dios. Persigue la cruzada para liberar Constantinopla con el mismo celo, la misma inflexibilidad que le hemos visto en su otra misión. Con el tiempo, dirige un ejército en una guerra sangrienta contra el turco. ¿Y si gana? ¿Y si destruye a los turcos seljuk, y luego sigue hacia todas las tierras musulmanas, causando matanzas y destrucción a la manera europea normal? La gran civilización musulmana podría resultar destruida, y con ella quién sabe qué grandes tesoros de conocimiento. ¿Y si la cruzada de Colón fuera vista como el peor acontecimiento en toda la historia… y la gente de Vigilancia del Pasado decidiera, como ustedes, que deben mejorar las cosas? El resultado es nuestra historia. La devastación de las Américas. Y el mundo dominado por Europa de igual forma.

Los demás lo miraron, incapaces de decir nada.

—¿Quién dice que el cambio que esta gente efectuó no acabó con peores resultados que los acontecimientos que trataban de evitar? —Kemal les sonrió con malicia—. La arrogancia de aquellos que desean jugar a ser Dios. Y eso es exactamente lo que hicieron, ¿no? Jugaron a ser Dios. O la Trinidad, para ser exactos. La paloma fue un buen detalle. Sí, por supuesto, observen esta escena un millar de veces. Y cada vez que vean a esos pobres actores fingiendo ser la Trinidad, engañando a Colón para que se aparte de su cruzada y se embarque en un viaje al oeste que devastó un mundo, espero que se vean a ustedes mismos. Fue gente como ustedes la que causó todo ese sufrimiento.

Hassan dio un paso hacia Kemal, pero Tagiri se interpuso entre ambos.

—Puede que tenga razón, Kemal. Y puede que no. Para empezar, no creo que su propósito fuera apartar a Colón de su cruzada. Para eso, lo único que habrían necesitado es ordenarle que abandonara la idea. Y dijeron que si fracasaba, las consecuencias serían terribles para la cristiandad. Eso está muy lejos de tratar de deshacer la conquista cristiana del mundo musulmán.

—Podrían haber estado mintiendo fácilmente —contestó Pernal—. Podrían haberle dicho lo que pensaban que necesitaba oír para hacer que actuara como querían.

—Quizá —dijo Tagiri—. Pero creo que hacían otra cosa. Había algo más que habría sucedido si Colón no hubiera recibido esta visión. Y debemos averiguar qué fue.

—¿Cómo podemos averiguar lo que podría haber sucedido? —preguntó Diko.

Tagiri sonrió desagradablemente a Kemal.

—Conozco a un hombre de inagotable persistencia, gran sabiduría y rápido juicio. Es el hombre adecuado para encargarse del proyecto de determinar lo que esta visión pretendía evitar, o lo que pretendía conseguir. Por algún motivo la gente de ese otro futuro decidió enviar a Colón al oeste. Alguien debe liderar el proyecto de averiguar por qué. Y usted, Kemal, no está haciendo nada productivo, ¿verdad? Sus grandes días han pasado ya, y ahora sólo va por ahí diciendo a la gente que sus sueños no merecen la pena.

Por un momento pareció que Kemal iba a golpearla, tan cruel había sido la valoración que había hecho de él. Pero no alzó la mano, y tras un largo instante se volvió y abandonó la habitación.

—¿Está bien, madre? —preguntó Diko.

—Más concretamente: ¿Nos creará problemas? —dijo Hassan.

—Creo que liderará el proyecto de averiguar qué habría sucedido —contestó Tagiri—. Creo que el problema se apropiará de él y no lo soltará y acabará trabajando con nosotros.

—Oh, vaya —murmuró alguien secamente, y todos se echaron a reír.

—Kemal como enemigo es formidable, pero como amigo es irreemplazable —dijo Tagiri—. Encontró la Atlántida cuando nadie creía que fuera necesario hacerlo, ¿no? Encontró el gran Diluvio. Encontró a Yewesweder. Si alguien puede, él descubrirá cómo podría haber sido la historia, o al menos un escenario plausible. Y todos nos alegraremos de trabajar con él.

Sonrió.

—Los locos somos testarudos e irracionales e imposibles de tratar, pero hay cierta raza de víctima voluntaria que elige trabajar con nosotros de todas formas.

Los otros se rieron, pero pocos pensaban que Kemal se pareciera en algo a su querida Tagiri.

—Y creo que todos hemos pasado por alto uno de los puntos más importantes del gran descubrimiento de Diko. Sí, Diko, grande. —Tagiri miró en derredor—. ¿Podéis ver lo que es?

—por supuesto —dijo Hassan—. Ver la pequeña actuación de esos actores fingiendo ser la Trinidad nos hizo saber una cosa más allá de toda duda: podemos alcanzar el pasado. Si ellos consiguieron enviar una visión, una visión deliberadamente controlada, entonces también nosotros podemos.

—Y tal vez —dijo Tagiri—, tal vez podamos hacerlo mejor.

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