8 NEGROS FUTUROS

El padre Talavera había escuchado todos aquellos argumentos elocuentes, metódicos, a veces desapasionados, pero sabía desde el principio que tendría que tomar la decisión final sobre Colón en persona. ¿Cuántas veces habían escuchado a Colón, y le habían acosado también, hasta cansarse todos de las mismas conversaciones interminablemente repetidas? Durante muchos años, desde que la reina le pidió que dirigiera los exámenes a las propuestas de Colón, nada había cambiado. Maldonado seguía pareciendo considerar como una afrenta la misma existencia de Colón, mientras que Deza parecía casi embelesado con el genovés. Los demás se alineaban tras uno u otro o, como el propio Talavera, permanecían neutrales.

O más bien, parecían neutrales. Simplemente se agitaban como la hierba, danzando según el viento que soplara. Cuántas veces habían acudido a él en privado y pasado largos minutos (a veces horas) explicando sus puntos de vista, que siempre se resumían en lo mismo: estaban de acuerdo con todo el mundo.

«Sólo yo soy verdaderamente neutral —pensó Talavera—. Sólo yo no me dejo manipular por ningún argumento. Sólo yo puedo escuchar a Maldonado recuperar frases de antiguas y olvidadas escrituras de lenguajes tan oscuros que posiblemente nadie los habló jamás excepto el propio escritor original… sólo yo puedo escucharlo y oír únicamente la voz de un hombre que está decidido a no permitir que la más leve idea nueva rompa su perfecta comprensión del mundo. Sólo yo puedo escuchar a Deza pontificando sobre la inteligencia de Colón para encontrar verdades pasadas por alto por los eruditos y oír únicamente la voz de un hombre que ansiaba ser un caballero errante de los romances, campeón de una causa que es noble sólo porque él la abandera.

»Sólo yo soy neutral, porque sólo yo comprendo la absoluta estupidez de toda la conversación. ¿Cuál de todos los antiguos que citan con tanta certeza fue elevado por la mano de Dios para ver la Tierra desde un adecuado puesto de observación? ¿Cuál de ellos recibió una regla de la mano de Dios para tomar una medida exacta del diámetro de la Tierra?

»Ninguno sabía nada. El único intento serio de medición, hecho más de mil años antes, podría haber quedado desastrosamente lastrado por la más diminuta inconsistencia en las observaciones originales. Todos los argumentos del mundo no podrían cambiar el hecho de que toda lógica construida sobre suposiciones llevaría a conclusiones también supuestas.»

Naturalmente, Talavera nunca podría decirle esto a nadie. No había ascendido a su posición de confianza expresando libremente su escepticismo sobre la sabiduría de los antiguos. Al contrario: todos los que lo conocían estaban seguros de que era completamente ortodoxo. Había trabajado duro para asegurarse de que tuvieran esa opinión de él. Y en cierto modo tenían razón. Simplemente, definía la ortodoxia de forma muy distinta a los otros.

Talavera no depositaba su fe en Aristóteles o Ptolomeo. Ya sabía lo que el examen de Colón estaba demostrando con tan agónicos detalles: por cada antigua autoridad había otra autoridad contradictoria igual de antigua y (según sospechaba) igual de ignorante. Que los otros eruditos sostengan que Dios le susurró a Platón mientras escribía el Simposium; Talavera sabía que no. Aristóteles era sabio, pero sus ingeniosas frases no tenían por qué ser más ciertas que las opiniones de otros hombres sabios.

Talavera ponía su fe sólo en una persona: Jesucristo. Sus palabras eran las únicas que le importaban, Su causa la única causa que sacudía su alma. Todas las otras causas, todas las otras ideas, todos los otros planes o partidos o facciones o individuos, habían de ser juzgadas a la luz de cómo ayudarían o retrasarían la causa de Cristo. Talavera había comprendido al principio de su carrera en la Iglesia que los monarcas de Castilla y Aragón eran buenos para la causa de Cristo, y por eso se alineaba en su campo. Descubrieron que era un valioso servidor porque era diestro manejando los recursos de la Iglesia en su apoyo.

Su técnica era sencilla: ver qué quieren y necesitan los monarcas para apoyar su esfuerzo de hacer de España un reino cristiano, expulsando a los infieles de todo poder o influencia, y luego interpretar todos los textos pertinentes para mostrar cómo las Escrituras, la tradición de la Iglesia y todos los antiguos escritores coincidían en el apoyo al curso que los monarcas habían decidido seguir. Lo gracioso (o, cuando estaba de otro humor, lo triste) era que nadie había advertido jamás su método. Cuando invariablemente citaba a los eruditos que apoyaban la causa de Cristo y los monarcas de España, todos asumían que por supuesto el curso que los monarcas seguían era el adecuado, no que Talavera hubiera manipulado astutamente los textos. Era como si no advirtieran que los textos podían ser manipulados.

Y sin embargo, todos manipulaban e interpretaban y transformaban las antiguas escrituras. Sin duda Maldonado lo hacía para defender sus propias y elaboradas preconcepciones, y Deza igual para atacarlas. Pero ninguno parecía saber que esto era lo que hacían. Pensaban que estaban descubriendo la verdad.

¡Cuántas veces había deseado Talavera hablarles con total desprecio! «Aquí está la única verdad que importa, quería decirles: España se halla en guerra, purificando Iberia como tierra cristiana. El rey ha dirigido esta guerra con destreza y paciencia, y vencerá, expulsando a los moros de Iberia. La reina pone ahora en movimiento lo que los ingleses hicieron sabiamente hace años: la expulsión de los judíos de su reino.» (No es que los judíos fueran peligrosos en sí mismos. Talavera no sentía ninguna simpatía hacia la fanática creencia de Torquemada en los malvados planes de los judíos. No, tenían que ser expulsados porque mientras los cristianos más débiles pudieran mirar alrededor y ver a los infieles prosperando, verlos casarse y tener hijos y vivir vidas normales y decentes, no serían firmes en su fe de que sólo en Cristo existe la felicidad. Los judíos tenían que irse, igual que los moros.)

¿Y qué quería Colón? Navegar hacia poniente. ¿Y qué? Aunque tuviera razón, ¿qué conseguiría? ¿Convertir a los paganos de una tierra remota cuando la propia España no estaba aún unida en la cristiandad? Eso sería maravilloso y merecería el esfuerzo… siempre que no interfiriera de modo alguno en la guerra contra los moros. Así, mientras los demás discutían sobre el tamaño de la Tierra y la franqueabilidad de la mar océana, Talavera estaba siempre sopesando asuntos mucho más importantes. ¿Qué haría la noticia de esta expedición por el prestigio de la corona? ¿Qué costaría y cómo afectaría a la guerra el desvío de fondos? Apoyar a Colón ¿haría que Castilla y Aragón se unieran más o se separaran? ¿Qué querían en realidad el rey y la reina? Si Colón era rechazado, ¿adonde iría a continuación y qué haría?

Hasta entonces, las respuestas habían sido bastante claras. El rey no pretendía gastar ni un céntimo en nada más que la guerra contra los moros, mientras que la reina quería apoyar la expedición de Colón. Eso significaba que cualquier decisión sería dividida. En el delicado equilibrio entre el rey y la reina, entre Aragón y Castilla, cualquier decisión sobre la expedición de Colón haría que uno de ellos pensara que el poder había pasado peligrosamente al otro, y los recelos y la envidia aumentarían.

Por tanto, a pesar de todos los argumentos, Talavera estaba decidido a que no se alcanzara ningún veredicto hasta que la situación cambiara. Al principio fue bastante sencillo, pero a medida que pasaban los años y quedaba claro que Colón no tenía nada nuevo que ofrecer, se hacía más y más difícil mantener viva la cuestión. Por fortuna, Colón era la otra única persona implicada en el proceso que parecía comprenderlo. O, si no lo comprendía, al menos cooperaba con Talavera hasta este punto: seguía dando a entender que sabía más de lo que decía. Veladas referencias a informaciones aprendidas mientras estuvo en Lisboa o Madeira, menciones a pruebas que aún no habían sido presentadas, esto era lo que permitía a Talavera mantener la investigación abierta.

Cuando Maldonado (y Deza, por motivos opuestos) quería que obligara a Colón a colocar esos grandes secretos sobre la mesa, a zanjar el asunto de una vez por todas, Talavera siempre reconocía que sería de gran ayuda que Colón así lo hiciera, pero había que comprender que todo lo que hubiera aprendido en Portugal debía de haber sido bajo sagrado juramento. Si era sólo cuestión de miedo a las represalias portuguesas, entonces sin duda hablaría, pues era un hombre valiente y no temería nada de lo que el rey Juan pudiera hacer. Pero si era un asunto de honor, ¿cómo podían insistir en que rompiera su juramento y hablara? Eso sería lo mismo que pedir a Colón que se condenara por toda la eternidad, sólo por satisfacer su curiosidad. Por tanto, debían escuchar con atención cuanto Colón decía, con la esperanza de que, sabios eruditos como eran, acertaran a decidir qué era lo que no podía decirles abiertamente.

Y, por la gracia de Dios, Colón siguió el juego. Sin duda los otros lo habían llevado aparte, en algún momento u otro, tratando de sacarle los secretos que no quería contar. Y en todos estos largos años, Colón nunca había dado un indicio de cuál era su información secreta. Igual de importante, tampoco había dado ningún indicio de que no hubiera ninguna información secreta.

Durante mucho tiempo Talavera no había estudiado los argumentos: los había atendido al principio y no se había añadido nada importante durante años. No, lo que Talavera estudiaba era al mismísimo Colón. Al principio había asumido que era otro cortesano buscavidas, pero esa impresión desapareció rápidamente. Colón estaba decidido absoluta, fanáticamente a navegar hacia poniente, y no se le podía distraer con ninguna otra idea. Gradualmente, Talavera había comprendido que este viaje al oeste no era un fin en sí mismo. Colón tenía sueños. Colón quería conseguir algo, y este viaje al oeste era el cimiento. Pero ¿qué era lo que pretendía hacer?

Talavera se había devanado los sesos durante meses, durante años.

Por fin, la respuesta había llegado. Apartándose de su habitual cháchara erudita, Maldonado había recalcado, con cierta saña, que era egoísta por parte de Colón tratar de distraer a los monarcas de su guerra con los moros, y Colón súbitamente se dejó llevar por la furia.

—¿Una guerra con los moros? ¿Para qué, para expulsarlos de Granada, de un pequeño rincón de esta seca península? ¡Con las riquezas de Oriente podríamos expulsar al turco de Constantinopla, y de ahí sólo habría un corto paso para el Armageddon y la liberación de Tierra Santa! ¿Y vos me decís que no debo hacer esto, porque podría interferir en la guerra contra Granada? ¡Bien podríais decirle a un matador que no estoquee al toro porque podría interferir en su esfuerzo por aplastar a un ratón!

De inmediato Colón lamentó su observación, y fue rápido en afirmar a todos que no sentía sino el mayor entusiasmo por la gran guerra contra Granada.

—Perdonadme por dejar que mi pasión gobierne mi boca —dijo—. Ni por un momento he deseado más que la victoria de los ejércitos cristianos sobre el infiel granadino.

Talavera le había perdonado inmediatamente y prohibió que se repitieran las observaciones de Colón.

—Sabemos que lo que dijisteis fue debido al celo por la causa de Cristo, deseando que pudiéramos conseguir incluso más que la victoria contra Granada, no menos.

Colón pareció realmente aliviado de oír sus palabras. Si sus observaciones hubieran sido interpretadas como deslealtad, podrían haber significado la muerte en el acto de su petición… y las consecuencias personales habrían sido igual de severas. Los demás habían asentido sabiamente. No tenían ningún deseo de denunciarlo. ¡Para empezar, no redundaría en beneficio de nadie que hubieran tardado tantos años en descubrir que Colón era un traidor!

Lo que Colón no sabía, lo que no sabía ninguno de ellos, era lo profundamente que sus palabras habían tocado el alma de Talavera. ¡Una cruzada para liberar Constantinopla! ¡Romper el poderío del turco! ¡Clavar un cuchillo en el corazón del Islam! En unas cuantas frases Colón había obligado a Talavera a ver la vida desde una nueva luz. Todos estos años los había dedicado a la causa de España por bien de Cristo, y de pronto se daba cuenta de que, comparada con la de Colón, su fe era infantil. «Colón tiene razón: si servimos a Cristo, ¿por qué perseguimos ratones cuando el gran toro de Satán corre suelto por la más grande ciudad cristiana?»

Por primera vez en años, Talavera advirtió que servir al rey y a la reina podría no ser lo mismo que servir a la causa de Cristo. Advirtió que por primera vez en su vida estaba en presencia de alguien cuya devoción por Cristo bien podría igualarse a la suya propia. «Tan grande fue mi orgullo —pensó Talavera—, que tardé todos estos años en verlo.

»Y en estos años, ¿qué he hecho? He mantenido a Colón atrapado aquí, dándole esperanzas, manteniendo abierto el debate año tras año, todo porque tomar una decisión podría debilitar la relación entre Aragón y Castilla. Sin embargo, ¿y si es Colón, y no Fernando e Isabel, quien comprende lo que servirá mejor a la causa de Cristo? ¿Cómo se compara la purificación de España con la liberación de todas las antiguas tierras cristianas? Y con el poder del Islam roto, ¿qué impediría entonces que la Cristiandad se extendiera para cubrir el mundo?»

Si tan sólo Colón hubiera acudido a ellos con un plan de cruzada en vez de ese extraño viaje al oeste… El hombre era elocuente, enérgico, y había algo en él que impulsaba a estar de su lado. Talavera lo imaginó yendo de rey en rey, de corte en corte. Bien podría haber convencido a los monarcas de Europa para unirse en una causa común contra el turco.

En cambio, Colón parecía seguro de que la única manera de provocar tal cruzada era establecer una conexión rápida y directa con los grandes reinos de Oriente. Bien, ¿y si tenía razón? ¿Y si Dios había puesto esta visión en su mente? Sin duda, no era algo que un hombre inteligente hubiera pensado por su cuenta… el plan más racional era navegar rodeando África, como hacían los portugueses. ¿Pero no era también eso una especie de locura? ¿No eran los antiguos escritores quienes habían asumido que África se extendía hasta el polo sur, y que no había modo de rodearla? Sin embargo, los portugueses habían perseverado, bajando más y más no importaba cuan al sur navegaran, y África estaba siempre allí, extendiéndose aún más allá de lo que habían imaginado. Sin embargo, hacía un año que Dias había regresado por fin con la buena nueva: habían rodeado un cabo y encontrado que la costa se extendía al este, no al sur; y luego, después de cientos de millas, decididamente se extendía al noreste y luego al norte. Habían rodeado África. Y de pronto la irracional persistencia de los portugueses era ampliamente reconocida como racional, después de todo.

¿No podría suceder lo mismo con los irracionales planes de Colón? Sólo que en vez de un viaje de largos años, su ruta al Oriente produciría riquezas mucho más rápido. ¡Y su plan, en vez de enriquecer a un país diminuto e inútil como Portugal, acabaría consiguiendo que la Iglesia de Cristo llenara el mundo entero!

Así que ahora, en vez de pensar cómo estirar el examen a Colón, esperando a que los deseos de los monarcas se resolvieran, Talavera permanecía sentado en su austera cámara tratando de pensar cómo forzar el tema. Lo que sin duda no podía hacer era anunciar de repente, después de tantos años, sin nuevos argumentos significativos, que el comité decidía a favor de Colón. Maldonado y sus seguidores protestarían directamente a los hombres del rey y se produciría una lucha por el poder. La reina, casi con toda certeza, perdería en una pugna abierta, ya que su apoyo por parte de los señores del reino se debía en gran parte al hecho de que éstos consideraban que «pensaba como un hombre». Estar en franco desacuerdo con el rey contradiría esa idea. Así, el apoyo abierto a Colón provocaría divisiones y probablemente cancelaría el viaje.

«No —pensó Talavera—, lo único que no puedo hacer es apoyar a Colón. ¿Entonces qué puedo hacer?

»Puedo liberarlo. Puedo terminar el proceso y dejar que se marche a ver a otro rey, a otra corte.» Talavera sabía bien que los amigos de Colón habían hecho discretas averiguaciones en las cortes de Francia e Inglaterra. Una vez que los portugueses habían conseguido su hazaña de hallar una ruta africana al Oriente, podrían permitirse una pequeña expedición al oeste. Sin duda la ventaja portuguesa para comerciar con Oriente sería envidiada por otros reyes. Colón podría tener éxito en cualquier parte. Así que pasara lo que pasara, debía poner fin al examen inmediatamente.

¿Pero no podía haber también un medio de acabar con el examen y sin embargo volver las cosas para ventaja de los partidarios de Colón?

Con un plan a medio formar en la mente, Talavera envió a la reina una nota solicitando una audiencia secreta con ella para tratar del tema de Colón.


Tagiri no comprendía su propia reacción ante la noticia del éxito de los científicos que trabajaban en el viaje en el tiempo. Debería estar contenta. Debería estar alegrándose de que su gran obra pudiera ser conseguida, físicamente. Sin embargo, desde la reunión con el equipo de físicos, matemáticos e ingenieros que trabajaban en el proyecto, se había sentido molesta, enfadada, asustada. Lo opuesto de lo que esperaba.

Sí, decían, podemos enviar al pasado a una persona. Pero si lo hacemos no hay ninguna posibilidad, absolutamente ninguna, de que nuestro presente sobreviva en ninguna forma. Enviar a alguien al pasado es el fin de nosotros mismos.

Fueron muy pacientes, tratando de explicar física temporal a unos historiadores.

—Si nuestro tiempo es destruido —preguntó Hassan—, ¿entonces no destruirá eso también a la misma gente que enviemos atrás? Si ninguno de nosotros llega a nacer jamás, entonces la gente que enviemos no habrá nacido tampoco, y por tanto nunca podrán haber sido enviados.

No, explicaron los físicos, estás confundiendo causalidad con tiempo. El tiempo en sí, como fenómeno, es completamente lineal y unidireccional. Cada momento sucede sólo una vez, y pasa al siguiente momento. Nuestras memorias agarran esta forma de fluir del tiempo y en nuestras mentes las relacionamos con la causalidad. Sabemos que si A causa B, entonces A debe venir antes de B. Pero no hay nada en la física del tiempo que lo requiera. Piensa en lo que hicieron vuestros predecesores. La máquina que enviaron atrás en el tiempo fue el producto de un largo entramado causal. Esas causas eran todas reales y la máquina existió de verdad. Enviarla atrás en el tiempo no deshizo ninguno de los acontecimientos que llevaron a la creación de esa máquina. Pero en el momento en que la máquina causó que Colón tuviera su visión en la playa de Portugal, empezó a transformar el entramado causal de modo que ya no condujo al mismo lugar. Todas esas causas y efectos existieron realmente… las que llevaron a la creación de la máquina, y las que siguieron a la introducción de la máquina en el siglo quince.

—Pero entonces están diciendo que su futuro todavía existe —protestó Hunahpu.

Eso depende de cómo definas la existencia, explicaron ellos. Como parte del entramado causal que lleva al momento presente, sí, continúan existiendo en el sentido en que toda parte de su entramado causal que condujo a la existencia de su máquina en nuestro tiempo sigue teniendo efectos en el mundo presente. Pero todo lo periférico o irrelevante a eso carece ahora por completo de efecto en nuestra corriente temporal. Y todo lo de su historia que la introducción de la máquina en la nuestra causó que no sucediera está completa e irrevocablemente perdido. No podemos volver a nuestro pasado y verlo porque no sucedió.

—Pero sucedió, porque su máquina existe. No, repitieron ellos. La causalidad puede ser recursiva, pero el tiempo no. Todo lo que la introducción de su máquina causó que no sucediera, no sucedió en el tiempo. No hay ningún momento del tiempo en que existieran esos acontecimientos. Por tanto no pueden verse o visitarse porque el loa temporal que ocuparon está ahora ocupado por diferentes momentos. Dos conjuntos contradictorios de acontecimientos no pueden ocupar el mismo momento: estáis confundidos porque no podéis separar causalidad de tiempo. Y es perfectamente natural, porque el tiempo es racional. La causalidad es irracional. Hemos estado jugando juegos especulativos con las matemáticas del tiempo durante siglos, pero nunca habríamos visto esta distinción entre causalidad y tiempo si no tuviéramos la máquina del futuro.

—Entonces, lo que estáis diciendo —ofreció Diko— es que la otra historia todavía existe, pero no podemos verla con nuestras máquinas.

Eso no es lo que estamos diciendo, replicaron ellos con infinita paciencia. Todo lo que no estaba causalmente conectado con la creación de esa máquina no puede decirse que haya existido jamás. Y todo lo que llevó a la creación de esa máquina y su introducción en nuestro tiempo existe sólo en el sentido en que existen los números irreales.

—Pero ellos existieron —dijo Tagiri, más apasionadamente de lo que esperaba—. Existieron.

—No —dijo el viejo Manjam, que hasta entonces había dejado que sus colegas más jóvenes tomaran la palabra—. Los matemáticos nos sentimos muy cómodos con esto: nunca hemos habitado el reino de la realidad. Pero naturalmente tu mente se rebela contra ello porque tu mente existe en el tiempo. Lo que debes comprender es que la causalidad no es real. No existe en el tiempo. El Momento A no causa realmente el Momento B en la realidad. El Momento A existe y el Momento B existe, y entre ellos están los Momentos A.a hasta A.z, y entre A.a y A.b hay desde A.aa hasta A.az. Ninguno de esos momentos toca realmente ningún otro momento. Eso es la realidad: un conjunto infinito de momentos discretos desconectados de cualquier otro momento porque cada momento en el tiempo no tiene una dimensión lineal. Cuando la máquina fue introducida en nuestra historia, desde ese punto en adelante un nuevo conjunto infinito de momentos sustituyó por completo al antiguo conjunto infinito de momentos. No quedaron lugares-momentos de sobra para que los antiguos momentos sobrevivieran. Y como no había tiempo para ellos, no sucedieron. Pero la causalidad no es afectada por esto. No es geométrica. Tiene unas matemáticas completamente distintas, unas matemáticas que no encajan bien con conceptos como espacio y tiempo y que desde luego no encajan con nada que podamos llamar «real». No hay ningún espacio ni tiempo donde sucedieran esos acontecimientos.

—¿Y eso qué significa? —preguntó Hassan—. ¿Que si enviamos a alguien atrás en el tiempo, de pronto dejarán de recordar todo sobre el tiempo del que proceden, porque ese tiempo ya no existe?

—La persona que enviéis —dijo Manjam— es un acontecimiento discreto. Tendrá un cerebro, y ese cerebro contendrá recuerdos que le darán cierta información cuando acceda a ellos. Esta información causará que crea recordar una realidad entera, un mundo y una historia. Pero todo lo que existe en realidad es él y su cerebro. El entramado causal sólo incluirá aquellas conexiones causales que condujeron a la creación de su cuerpo físico, incluyendo su estado cerebral, pero toda parte de ese entramado causal que no sea parte de la nueva realidad no podrá considerarse como existente.

Tagiri se quedó de una pieza.

—No me importa si no comprendo la ciencia —dijo—. Sólo sé que la odio.

—Siempre da miedo tratar con algo que es contraintuitivo —dijo Manjam.

—En absoluto —respondió Tagiri, temblando—. No he dicho que estuviera asustada. No lo estoy. Estoy furiosa y… frustrada. Horrorizada.

—¿Horrorizada por las matemáticas del tiempo?

—Horrorizada por lo que estamos haciendo, por lo que hicieron los Intervencionistas. Supongo que siempre sentiré que en cierto modo ellos sobrevivieron. Que enviaron su máquina y continuaron con sus vidas, consolados en su miserable situación sabiendo que habían hecho algo para ayudar a sus antepasados.

—Pero eso nunca fue posible —dijo Manjam.

—Lo sé. Y por eso cuando realmente pienso en ello, los imagino enviando la máquina y en ese momento ellos más o menos… desaparecen. Una muerte limpia e indolora para todo el mundo. Pero al menos habían vivido hasta ese momento.

—Bueno, ¿cómo puede ser peor una no existencia limpia e indolora que una muerte limpia e indolora?

—No lo es. No es peor. Ni tampoco mejor para la gente en sí.

—¿Qué gente? —le preguntó Manjam, encogiéndose de hombros.

—Nosotros, Manjam. Estamos hablando de hacer esto a nosotros mismos.

—Si lo hacéis, entonces no habrá habido gente como nosotros. Los únicos aspectos de nuestro entramado causal que tendrán algún futuro o pasado serán los que estén conectados con la creación de los cuerpos físicos y los estados mentales de las personas que enviéis al pasado.

—Todo esto es tan tonto —dijo Diko—. ¿A quién le importa lo que es real y lo que no lo es? ¿No es lo que hemos querido siempre? ¿Actuar para que los terribles acontecimientos de nuestra historia nunca sucedieran en primer lugar? Y en cuanto a nuestra propia historia, las partes que se perderán, ¿a quién le importa si un matemático nos insulta llamándonos «irreales»? También dicen lo mismo sobre la raíz cuadrada de menos dos.

Todos se rieron, pero no Tagiri. No veían el pasado como lo veía ella. O más bien, no sentían el pasado. No comprendían que para ella al mirar a través del tempovisor y el TruSite II el pasado estaba vivo y era real. El hecho de que la gente estuviera muerta no significaba que no siguieran siendo parte del presente, porque ella podía volver atrás y recuperarlos. Verlos, oírlos. Conocerlos, al menos tan bien como cualquier ser humano llega a conocer a otro. Incluso antes del TruSite y el tempovisor, los muertos aún vivían en la memoria, algún tipo de memoria. Pero no si ellos cambiaban el pasado. Una cosa era pedirle a la humanidad de hoy que escogiera renunciar a su futuro con la esperanza de crear una nueva realidad. Eso sería ya bastante duro. Pero retroceder y matar a los muertos, descrearlos también… y no tenían derecho a voto. No se les podía preguntar.

«No debemos hacerlo —pensó—. Está mal. Será un crimen peor que los que tratamos de impedir.»

Se levantó y abandonó la reunión. Diko y Hassan trataron de seguirla, pero ella se lo impidió.

—Necesito estar sola —dijo, y por eso se quedaron atrás, regresando a una reunión que ella sabía indecisa. Por un momento sintió remordimientos por haber saludado el momento triunfal de los físicos con una respuesta tan negativa, pero mientras recorría las calles de Juba ese remordimiento fue menguando, sustituido por otro más profundo.

Los niños jugaban desnudos en la tierra, entre las hierbas. Los hombres y mujeres iban a lo suyo. Les habló a todos al corazón, diciendo: «¿Os gustaría morir? Y no sólo vosotros, también vuestros hijos y sus hijos. Y no sólo ellos, sino también vuestros padres. Volvamos a las tumbas, abrámoslas y matémoslos a todos. Todo lo bueno y todo lo malo que hicieron, toda su alegría, todo su sufrimiento, todas sus decisiones… matémoslos a todos, borrémoslos, deshagámoslos. Volvamos atrás y atrás, hasta que finalmente lleguemos al dorado momento que hayamos elegido, declarándolo digno de continuar existiendo, pero con un nuevo futuro atado al final. ¿Y por qué debéis morir vosotros y todos los vuestros? Porque a nuestro juicio no crearon un mundo lo bastante bueno. Sus errores por el camino fueron tan imperdonables que borran el valor de todo el bien que también sucedió. Todo debe ser aniquilado.

»¿Cómo me atrevo? ¿Cómo nos atrevemos? Aunque consigamos el consenso unánime de toda la gente de nuestro tiempo, ¿cómo consultaremos con los muertos?»

Caminó hasta la ribera del río. Con la llegada del atardecer, el calor del día empezaba por fin a remitir. En la distancia, los hipopótamos se bañaban, comían o dormían. Los pájaros llamaban, preparándose para su frenético festín de insectos nocturnos. «¿Qué pasa por vuestras mentes, pájaros, hipopótamos, insectos de las últimas horas de la tarde? ¿Os gusta estar vivos? ¿Teméis la muerte? Matáis para vivir; morís para que otros puedan vivir; es el sendero ordenado por la evolución, por la vida misma. Pero si tuvierais el poder, ¿no os salvaríais?» Todavía estaba junto al río cuando oscureció, cuando salieron las estrellas. Por un momento, al contemplar la antigua luz de los astros, pensó: «¿Por qué debería preocuparme descrear tanta historia humana? ¿Por qué debería importarme que sea peor que olvidada, que sea desconocida? ¿Por qué debería eso parecerme un crimen, cuando toda la historia humana es un parpadeo comparada con los miles de millones de años que han brillado las estrellas? Todos seremos olvidados con el último suspiro de nuestra historia; ¿qué importa, pues, si algunos son olvidados más pronto que otros, o si se causa que algunos nunca hayan existido?

»Oh, es una sabia perspectiva, comparar las vidas humanas con las vidas de las estrellas. El único problema es que corta por los dos lados. Si a la larga no importa que anulemos miles de millones de vidas para salvar a nuestros antepasados, entonces a la larga salvar a nuestros antepasados no importará tampoco, ¿así que por qué molestarnos en cambiar el pasado?

»La única perspectiva que cuenta es la humana —Tagiri lo sabía—. Somos los únicos que cuentan; somos los actores y también el público, todos nosotros. Y los críticos. También somos los críticos.»

La luz de una linterna eléctrica asomó a la vista mientras oía que alguien se acercaba a través de la hierba.

—Esa linterna sólo atraerá a animales que no queremos —dijo.

—Ven a casa —contestó Diko—. Aquí no se está seguro, y papá y yo estamos preocupados.

—¿Por qué debería estar preocupado? Mi vida no existe. Nunca viví.

—Estás viva ahora, y yo también, igual que los cocodrilos.

—Si las vidas individuales no cuentan, ¿entonces por qué molestarnos en volver atrás para mejorarlas? Y si en efecto cuentan, ¿cómo nos atrevemos a potenciar unas por encima de otras?

—Las vidas individuales cuentan —contestó Diko—. Pero la vida también. La vida como conjunto. Eso es lo que has olvidado hoy. Eso es lo que Manjam y los otros científicos olvidaron también. Hablan de todos esos momentos, separados, sin tocarse, y dicen que son la única realidad. Igual que la única realidad de la vida humana son los individuos, aislados y sin conocerse, sin tocarse en ningún punto. No importa lo cerca que estés, siempre estás separado.

Tagiri sacudió la cabeza…

—Esto no tiene nada que ver con lo que me molesta.

—Tiene todo que ver —dijo Diko—. Porque sabes que es mentira. Sabes que los matemáticos se equivocan también respecto a los momentos. Se tocan. Aunque no podamos realmente tocar la causalidad, las conexiones entre los momentos, eso no significa que no sean reales. Y sólo porque cada vez que miras de cerca a la raza humana, a la comunidad, a la familia, lo único que puedes encontrar son individuos separados, eso no significa que la familia no sea también real. Después de todo, cuando miras de cerca una molécula, lo único que ves son átomos. No hay ninguna conexión física entre ellos. Y, sin embargo, la molécula sigue siendo real por la forma en que los átomos se afectan unos a otros.

—Eres tan mala como ellos —dijo Tagiri—, respondiendo a la angustia con analogías.

—Las analogías son todo lo que tengo. La verdad es todo lo que tengo, y nunca es un consuelo. Pero comprender la verdad, eso es lo que tú me enseñaste a hacer. Así que aquí está la verdad. Lo que es la vida humana, para qué sirve, lo que nosotros hacemos es crear comunidades. Algunas son buenas, otras son malas, o algo intermedio. Tú me enseñaste esto, ¿no? Y hay comunidades de comunidades, grupos de grupos y…

—¿Y qué los hace buenos o malos? —demandó Tagiri—. La calidad de las vidas individuales. Las que vamos a eliminar.

—No —dijo Diko—. Lo que vamos a hacer es volver atrás y revisar la comunidad de comunidades definitiva, la raza humana como conjunto, la historia como un todo aquí en este planeta. Vamos a crear una nueva versión de ella, una que dará a los nuevos individuos que la habiten una oportunidad mucho mejor de ser felices, de tener una buena vida. Eso es real, y es bueno, madre. Merece la pena hacerlo.

—Nunca he conocido ningún grupo. Sólo personas. Sólo personas individuales. ¿Por qué debería hacer pagar a esa gente para que esta cosa imaginaria llamada «historia humana» pueda ser mejor? ¿Mejor para quién?

—Pero madre, las personas individuales siempre se sacrifican por el bien de la comunidad. Cuando cuenta lo suficiente, la gente a veces incluso muere, voluntariamente, por el bien de la comunidad de la que se considera parte. ¿Y por qué? ¿Por qué renunciamos a nuestros deseos individuales, dejándolos sin cumplir, o trabajamos duro en tareas que odiamos o tememos porque otros necesitan que las hagamos? ¿Por qué experimentaste tanto dolor para parirme a mí y a Acho? ¿Por qué renunciaste a todo el tiempo que hizo falta para cuidar de nosotros?

Tagiri miró a su hija.

—No lo sé, pero al escucharte, empiezo a pensar que tal vez mereció la pena. Porque tú sabes cosas que yo no sé. Quería crear a alguien distinto de mí, mejor que yo, y voluntariamente renuncié a parte de mi vida para hacerlo. Y aquí estás. Y estás diciendo que eso es lo que la gente de nuestro tiempo hará a la gente de la nueva historia que creemos. Que nos sacrificaremos para crear su historia, como los padres se sacrifican para crear hijos sanos y felices.

—Sí, madre —dijo Diko—. Manjam está equivocado. La gente que envió esa visión a Colón existió. Fueron los padres de nuestra época; nosotros somos sus hijos. Y ahora nosotros seremos los padres de otra era.

—Lo que sólo demuestra que siempre pueden encontrarse las palabras adecuadas para que las cosas más terribles parezcan nobles y hermosas, para poder sobrevivir a hacerlas.

Diko miró a Tagiri en silencio durante un largo instante. Luego arrojó la linterna eléctrica a los pies de su madre y se perdió en la noche.


Isabel temía el encuentro con Talavera. Iban a tratar de Cristóbal Colón, por supuesto. Eso debía significar que habían llegado a una conclusión.

—Es una tontería por mi parte, ¿no os parece? —le dijo a Doña Felicia—. Sin embargo, me preocupa tanto este veredicto como si yo fuera la juzgada.

Doña Felicia murmuró algo intrascendente.

—Quizás estoy siendo juzgada.

—¿Qué corte en la Tierra puede juzgar a una reina, majestad? —preguntó Doña Felicia.

—Ése es mi argumento —dijo Isabel—. Sentí, cuando Cristóbal habló aquel primer día en la corte, hace tantos años que la Santa Madre me estaba ofreciendo algo dulce y muy hermoso, un fruto de su propio jardín, una baya de su propia enredadera.

—Es un hombre fascinante, majestad.

—No me refiero a él, aunque lo considero un hombre amable y fervoroso. —Lo que Isabel nunca haría era dar la impresión de que miraba a otro hombre que no fuera su esposo con algo que se pareciera al deseo—. No, quiero decir que la Reina del Cielo me estaba dando la oportunidad de abrir una enorme puerta que llevaba mucho tiempo cerrada.

Suspiró.

—Pero ni siquiera el poder de las reinas es infinito. No tenía barcos que ofrecer y el coste de decir que sí al instante habría sido demasiado grande. Ahora Talavera ha decidido, y me temo que esté a punto de cerrar una puerta cuya llave sólo se me habrá dado en esa ocasión. Ahora pasará a otra mano y yo lo lamentaré para siempre.

—El cielo no puede condenar a vuestra majestad por no hacer lo que no estaba en su mano —dijo Doña Felicia.

—No me preocupa en este momento la condenación del cielo. Eso es algo entre mis confesores y yo.

—Oh, majestad, no quise decir que os enfrentarais a ningún tipo de condena del…

—No, no, Doña Felicia, no os preocupéis. No considero vuestra observación más que como una amabilísima muestra de confianza.

Felicia, aún agitada, se levantó para atender a la puerta. Era el padre Talavera.

—¿Queréis esperar junto a la puerta, Doña Felicia? —preguntó Isabel.

Talavera hizo un reverencia sobre su mano.

—Majestad, estoy a punto de pedir al padre Maldonado que escriba el veredicto.

El peor resultado posible. Isabel oyó la puerta del cielo cerrarse con fuerza a sus espaldas.

—¿Por qué hoy precisamente? —le preguntó—. ¿Lleváis todos estos años examinando a ese Colón y de repente hoy es una emergencia que debe ser decidida de inmediato?

—Creo que sí.

—¿Y por qué es eso?

—Porque la victoria en Granada se acerca.

—Oh, ¿os ha hablado Dios de eso?

—Vos también lo sentís. No Dios, naturalmente, sino su majestad el rey. Hay nueva energía en él. Está haciendo el esfuerzo final y sabe que tendrá éxito. El verano próximo. A finales de 1491, toda España estará libre del moro.

—¿Y eso significa que debéis resolver el asunto del viaje de Colón ahora?

—Significa que alguien que desea hacer algo tan audaz debe a veces proceder con mucha cautela. Imaginad, si queréis, qué ocurriría si nuestro veredicto fuera positivo. Adelante, majestad, decimos. Este viaje es digno de éxito. ¿Y entonces qué? De inmediato Maldonado y sus amigos buscarán los oídos del rey y criticarán el viaje. Y hablarán con muchos otros, de modo que el viaje pronto será considerado una locura. En particular, la locura de Isabel.

Ella alzó una ceja.

—Sólo digo lo que sin duda se dirá por parte de los corazones maliciosos. Ahora imaginad que se alcanzara el veredicto cuando la guerra termine, y su majestad el rey pueda dedicar toda su atención al asunto. El tema del viaje podría fácilmente convertirse en un obstáculo en las relaciones entre los dos reinos.

—Ya veo que, según vuestra opinión, apoyar a Colón será desastroso —dijo ella.

—Ahora imaginad, majestad, que el veredicto es negativo. De hecho, que el propio Maldonado lo escribe. A partir de ese punto, Maldonado no tiene nada de lo que chismorrear. No habrá comentarios.

—Tampoco habrá viaje alguno.

—¿No lo habrá? —preguntó Talavera—. Imagino un día en que una reina podría decirle a su esposo: «El padre Talavera vino a verme, y acordamos en que el padre Maldonado debería escribir el veredicto.»

—Pero yo no estoy de acuerdo.

—Imagino a esta reina diciéndole a su esposo: «Acordamos que Maldonado escribiera el veredicto porque sabemos que la guerra con Granada es la preocupación más vital de nuestro reino. No queremos distraeros, ni a vos ni a nadie, de esta santa cruzada contra el moro. Con toda certeza, no queremos dar al rey Juan de Portugal motivos para pensar que estamos planeando ningún viaje por aguas que considera propias. Necesitamos su completa amistad durante esa lucha final con Granada. Así que, aunque en mi corazón no quiero más que aprovechar la oportunidad y enviar a Colón al oeste, para que lleve la cruz a los grandes reinos de Oriente, he descartado este sueño.»

—Qué reina tan elocuente habéis imaginado —dijo Isabel.

—Toda controversia muere. El rey ve a la reina como una estadista de gran sabiduría. También ve el sacrificio que ha hecho por sus reinos y la causa de Cristo. Ahora imaginad que pasa el tiempo. La guerra se gana. En la alegría de la victoria, la reina acude al rey y dice: «Veamos ahora si ese Colón todavía quiere navegar hacia poniente.»

—Y él dirá: «Pensaba que ese asunto estaba resuelto. Creía que los examinadores de Talavera habían puesto fin a todas esas tonterías.»

—Oh, ¿dice eso? —repuso Talavera—. Por fortuna, la reina es bastante hábil y dice: «Oh, pero sabéis que Talavera y yo acordamos que Maldonado escribiera el veredicto. Por bien del esfuerzo de guerra. El asunto nunca fue zanjado en realidad. Muchos de los examinadores pensaban que el proyecto de Colón era digno y tenía una buena posibilidad de éxito. ¿Quién puede saberlo? Lo averiguaremos enviando a Colón. Si vuelve con éxito, sabremos que tenía razón y enviaremos grandes expediciones de inmediato. Si regresa con las manos vacías, lo encarcelaremos por defraudar a la corona. Y si nunca regresa, no perderemos más tiempo con tales proyectos.»

—La reina que imagináis es tan seca —dijo Isabel—. Habla como un clérigo.

—Es mi punto débil. No he oído a suficientes grandes damas en conversaciones privadas con sus maridos.

—Creo que esta reina debería decirle a su esposo: «Si navega y no regresa jamás, habremos perdido un puñado de carabelas. Los piratas toman más que eso cada año. Pero si navega y tiene éxito, entonces con tres carabelas habremos conseguido más de lo que Portugal ha logrado en un siglo de caros y peligrosos viajes a lo largo de la costa africana.»

—Oh, tenéis razón, eso es mucho mejor. Este rey que imagináis tiene un agudo sentido de la competencia.

—Portugal es una espina en su costado —dijo Isabel.

—¿Así que estáis de acuerdo conmigo en que Maldonado debe escribir el veredicto?

—Olvidáis una cosa.

—¿Y cuál es?

—Colón. Cuando se produzca el veredicto, nos abandonará y se dirigirá a Francia o Inglaterra. O Portugal.

—Hay dos motivos por los que no lo hará, majestad.

—¿Y son?

—Primero, Portugal tiene a Dias y la ruta africana a las Indias, y da la casualidad de que sé que los primeros contactos de Colón con París y Londres, a través de intermediarios, no recibieron ningún apoyo.

—¿Ya ha recurrido a otros reyes?

—Después de los primeros cuatro años —dijo Talavera secamente—, su paciencia empezó a agrietarse un poco.

—¿Y el segundo motivo por el que Colón no abandonará España entre el veredicto y el final de la guerra con Granada?

—Será informado por carta del veredicto de los examinadores. Y esa carta, aunque no contendrá ninguna promesa, le dará a entender que cuando la guerra termine el asunto volverá a ser abierto.

—¿El veredicto cierra la puerta, pero la carta abre la ventana?

—Un poquito. Pero si conozco a Colón, esa leve rendija en la ventana será suficiente. Es un hombre de grandes esperanzas y gran tenacidad.

—¿He de entender, padre Talavera, que vuestro veredicto personal es a favor del viaje?

—En absoluto. Si tuviera que juzgar qué visión del mundo es más correcta, creo que estaría a favor de Ptolomeo y Maldonado. Pero serían suposiciones, porque nadie lo sabe y nadie puede saberlo con la información que ahora tenemos.

—¿Entonces por qué venís aquí hoy con todas esas sugerencias?

—Pienso en ellas como imaginaciones, majestad. No me atrevería a sugerir nada. —Sonrió—. Mientras los demás han estado tratando de determinar qué es correcto, yo he estado pensando más en la línea de lo que es bueno y adecuado. He estado pensando en san Pedro bajando de la barca y caminando sobre el agua.

—Hasta que dudó.

—Y entonces fue alzado por la mano del Salvador.

Los ojos de Isabel se llenaron de lágrimas.

—¿Pensáis que Colón podría estar lleno del Espíritu de Dios?

—La Doncella de Orleans era o bien una santa o bien una loca.

—O una bruja. La quemaron como a tal.

—Mi argumento exactamente. ¿Quién podría saber, con seguridad, si Dios estaba con ella? Y, sin embargo, al poner su confianza en ella como servidora de Dios, los soldados de Francia expulsaron a los ingleses de un campo de batalla tras otro. ¿Y si hubiera estado loca, qué? ¿Entonces qué? Habrían perdido una batalla más. ¿Qué diferencia habría habido? Ya . habían perdido muchas.

—Así, si Colón está loco sólo perderemos unas pocas carabelas, un poco de dinero, un viaje en balde.

—Además, si conozco a su majestad el rey, sospecho que encontrará un medio de conseguir los barcos por poco dinero.

—Dicen que si pellizcáis las monedas que tienen su cara, se quejan.

Los ojos de Talavera se ensancharon.

—¿Alguien os ha contado ese chiste?

Ella bajó la voz. Hablaban ya tan bajo que Doña Felicia no podía oírlos; con todo, él se inclinó hacia la reina para poder escuchar su leve susurro.

—Padre Talavera, sólo entre vos y yo, cuando ese chiste se contó por primera vez, yo estaba presente. De hecho, cuando ese chiste se contó por primera vez, yo estaba hablando.

—Trataré eso con todo el secreto de una confesión.

—Sois un buen sacerdote, padre Talavera. Traedme el veredicto del padre Maldonado. Decidle que no sea demasiado cruel.

—Majestad, le diré que sea amable. Pero la amabilidad del padre Maldonado puede dejar cicatrices.


Diko llegó a casa y encontró a sus padres despiertos, vestidos, sentados en la habitación principal, como si se dispusieran a ir a alguna parte. Resultó que así era.

—Manjam ha pedido vernos.

—¿A esta hora? —preguntó Diko—. Id entonces.

—Quiere vernos a todos —dijo su padre—. Tú estás incluida.

Se reunieron en una de las salas más pequeñas de Vigilancia del Pasado, diseñada para ofrecer una visión óptima de las pantallas holográficas del TruSite II. Sin embargo, a Diko no se le ocurrió que Manjam hubiera escogido la sala por nada que no fuera intimidad. ¿Qué necesitaría del TruSite II? No pertenecía a Vigilancia. Era un renombrado matemático, pero eso significaba que el mundo real no tenía para él ninguna utilidad. Su herramienta era un ordenador para manipular números. Y, por supuesto, su propia mente. Después de que llegaran Hassan, Tagiri y Diko, Manjam los hizo esperar un instante más a Hunahpu y Kemal. Luego todos se sentaron.

—Debo comenzar con una disculpa —dijo Manjam—. Me doy cuenta, en retrospectiva, que mi explicación de los efectos temporales fue inepta en grado extremo.

—Al contrario —contestó Tagiri—. No podría haber sido más clara.

—No pido disculpas por falta de claridad. Pido disculpas por falta de empatia. No es una de las cosas en las que los matemáticos tengamos mucha práctica. Pensé que contaros que nuestro tiempo dejaría de ser real os supondría un alivio. Para mí lo sería, ¿sabéis? Pero claro, yo no me paso la vida contemplando la historia. No comprendo la gran… compasión que llena aquí vuestras vidas. A ti especialmente, Tagiri. Ahora sé lo que debería haber dicho. Que el final será indoloro. No habrá ningún cataclismo. No habrá ninguna sensación de pérdida. No habrá ninguna lamentación. En cambio, habrá una nueva Tierra. Un nuevo futuro. Y en este nuevo futuro, a causa de los sabios planes que Diko y Hunahpu han trazado, habrá mayores posibilidades de felicidad y culminación que en nuestro propio tiempo. Seguirá habiendo infelicidad, pero no será tan penetrante. Eso es lo que debería haberos dicho. Que conseguiréis borrar mucha tristeza, mientras que no crearéis ninguna nueva fuente de ella.

—Sí —dijo Tagiri—, tendrías que haber dicho eso.

—No estoy acostumbrado a hablar en términos de tristeza y felicidad. No hay ninguna matemática de la tristeza, ¿sabéis? No existe en mi vida profesional. Y, sin embargo, me preocupa. —Manjam suspiró—. Más de lo que creéis.

Algo de lo que dijo hizo sonar una nota falsa en la mente de Diko.

Farfulló la pregunta en cuanto advirtió qué era.

—Hunahpu y yo no hemos terminado ningún plan.

—¿No? —dijo Manjam. Extendió las manos hacia el Tru-Site II, y para sorpresa de Diko manipuló los controles como un experto. De hecho, casi de inmediato recuperó una pantalla de control que Diko nunca había visto antes e introdujo una clave doble. Momentos después, la pantalla holográfica cobró vida.

En la pantalla, para su asombro, Diko se vio a sí misma y a Hunahpu.

—No es suficiente detener a Cristóforo —decía Diko en la pantalla—. Tenemos que ayudarle a él y a su tripulación en La Española a desarrollar una nueva cultura en combinación con los tainos. Un nuevo cristianismo que se adapte a los indios como se adaptó a los griegos en el siglo segundo. Pero tampoco eso es suficiente.

—Esperaba que lo vieras así —contestó Hunahpu en la pantalla—. Porque tengo la intención de ir a México.

—¿México? ¿Qué quieres decir?

—¿No era ése tu plan?

—Iba a decir que necesitamos desarrollar tecnología rápidamente, hasta el punto en que la nueva cultura híbrida pueda equipararse con la europea.

—Sí, eso es lo que pensaba que ibas a decir. Pero por supuesto eso no puede hacerse en la isla de Haití. Oh, los españoles lo intentarán, pero los tainos simplemente no están preparados para recibir ese nivel de tecnología. Seguirá siendo española, y eso significa una permanente división de clases entre los cuidadores blancos de las máquinas y la clase trabajadora de piel oscura. No es sano.

Manjam detuvo la pantalla. Las imágenes de Diko y Hunahpu se congelaron.

Diko miró a los demás y vio que el miedo y la furia de sus ojos se equiparaba con lo que ella sentía.

—Se supone que estas máquinas no pueden ver nada más reciente que lo sucedido hace un centenar de años —dijo Hassan.

—Normalmente no pueden —respondió Manjam.

—¿Por qué sabe un matemático utilizar el TruSite? —preguntó Hunahpu—. Vigilancia del Pasado ya ha duplicado todas las notas privadas perdidas de los grandes matemáticos de la historia.

—Esto es una intolerable violación de la intimidad —dijo Kemal gélidamente.

Diko estaba de acuerdo, pero saltó de inmediato a la pregunta más importante.

—¿Quién eres realmente, Manjam?

—Oh, soy Manjam. Pero no, no protestes, comprendo tu verdadera pregunta. —Los observó a todos tranquilamente durante un instante—. No hablamos sobre lo que hacemos, porque la gente no lo entendería. Pensaría que somos una especie de grupo secreto que gobierna el mundo a puerta cerrada, nada podría estar más lejos de la verdad.

—Eso me tranquiliza por completo —dijo Diko.

—No hacemos nada político. ¿Comprendéis? No interferimos en el gobierno. Nos preocupa mucho lo que hacen los gobiernos, pero cuando queremos conseguir algún objetivo, actuamos abiertamente. Escribo a un funcionario del gobierno como yo mismo, como Manjam. O aparezco en una emisión. Haciendo públicas mis opiniones. ¿Veis? No somos un gobierno secreto en la sombra. No tenemos ninguna autoridad sobre las vidas humanas.

—Y, sin embargo, nos espiáis.

—Monitorizamos todo lo que es interesante e importante en el mundo. Y como tenemos el TruSite II, podemos hacerlo sin enviar espías o hablar abiertamente con nadie. Sólo observamos, y luego, cuando algo es importante o valioso, animamos.

—Sí, sí —dijo Hassan—. Estoy seguro de que sois nobles y muy amables en vuestro papel de dioses. ¿Quiénes son los otros?

—Yo soy el que ha acudido a vosotros —dijo Manjam.

—¿Y por qué nos muestras esto? ¿Por qué nos lo cuentas? —preguntó Tagiri.

—Porque tenéis que comprender que sé de qué estoy hablando. Y tengo que mostraros algunas cosas antes de que comprendáis por qué vuestro proyecto ha sido potenciado, por qué no habéis tenido ninguna interferencia, por qué se os ha permitido unir a tanta gente desde el momento en que descubristeis, Tagiri y Hassan, que podemos volver atrás y afectar el pasado. Y sobre todo desde que tú, Diko, descubriste que alguien lo había hecho ya, cancelando su propio tiempo para crear un nuevo futuro.

—Entonces, muéstranoslo —dijo Hunahpu.

Manjam tecleó las nuevas coordenadas. La pantalla cambió. Era una vista aérea de larga distancia de un enorme llano de piedra con sólo unas cuantas plantas desérticas diseminadas, a excepción de hierba y gruesos árboles junto a las riberas de un ancho río.

—¿Qué es esto, el Proyecto Sahara? —preguntó Hassan.

—Es el Amazonas —dijo Manjam.

—No —murmuró Tagiri—. ¿Tan mal aspecto tenía antes de que comenzara la restauración?

—No comprendéis —insistió Manjam—. Esto es el Amazonas ahora mismo. O, técnicamente hablando, hace unos quince minutos.

La imagen se movió rápidamente, kilómetro a kilómetro a lo largo del río, y nada cambió hasta que por fin, después de lo que podrían haber sido mil quinientos kilómetros, vieron las escenas familiares de los informativos: el denso bosque tropical del proyecto de restauración. Pero en sólo unos instantes atravesaron toda la jungla y volvieron al suelo rocoso donde apenas crecía nada. Y así continuó, hasta la desembocadura del río en el océano.

—¿Eso es todo? ¿Eso es el bosque tropical del Amazonas? —preguntó Hunahpu.

—Pero ese proyecto lleva en marcha cuarenta años —dijo Hassan.

—No era tan malo cuando empezaron —dijo Diko.

—¿Nos han estado mintiendo? —preguntó Tagiri.

—Veamos —dijo Manjam—. Todos habéis oído hablar de la terrible pérdida de la capa superior del suelo. Todos sabéis que, con la desaparición de los bosques, la erosión se volvió incontrolada.

—Pero estaban plantando hierba.

—Y se murió —dijo Manjam—. Están trabajando en una nueva especie que pueda vivir con la escasez de nutrientes importantes. No pongáis esa cara. La naturaleza está de nuestro lado. Dentro de diez mil años el Amazonas habrá vuelto a la normalidad.

—Eso es más tiempo que… más antiguo que la civilización.

—Un mero hipido en la historia ecológica de la Tierra. Simplemente, hace falta tiempo para que se traiga nuevo suelo de los Andes y se acumule en las riberas del río, donde las hierbas y los árboles sobrevivan y gradualmente vayan ampliándose. Al ritmo de unos seis a diez metros al año para la hierba, con suerte. También sería una gran ayuda si hubiera algunas inundaciones masivas de vez en cuando, para esparcir nuevo suelo. Un nuevo volcán en los Andes estaría bien… las cenizas serían muy útiles. Y las perspectivas de que uno entre en erupción en los próximos diez mil años son muy buenas. Y luego siempre está la tierra que cruza el Atlántico desde África, empujada por los vientos. ¿Veis? Nuestras perspectivas son buenas.

Las palabras de Manjam eran alegres, pero Diko estaba segura de que estaba siendo irónico.

—¿Buenas? Esa tierra está muerta.

—Oh, bueno, sí, por ahora.

—¿Qué hay de la restauración del Sahara? —preguntó Tagiri.

—Va muy bien. Buen progreso. Yo calculo que nos quedan unos quinientos años.

—¡Quinientos! —exclamó Tagiri.

—Eso es suponiendo que haya un gran aumento de lluvias, por supuesto. Pero nuestra predicción meteorológica va muy bien a nivel climático. Tú trabajaste en parte de ese proyecto cuando eras estudiante, Kemal.

—Hablábamos de restaurar el Sahara en cien años.

—Bueno, sí, y eso sucedería si pudiéramos continuar manteniendo tantos equipos en marcha. Pero eso no será posible dentro de otros diez años.

—¿Por qué no?

Otra vez la pantalla cambió. El océano en una tormenta, golpeando contra un dique. Lo rompió. Una pared de agua inundó… ¿campos de grano?

—¿Dónde es eso? —demandó Diko.

—Sin duda habéis oído hablar de la rotura del dique de Carolina. En América.

—Eso fue hace cinco años.

—Cierto. Muy desafortunado. Perdimos las islas de la barrera costera hace cincuenta años, con la subida del océano. Esta sección de la costa este norteamericana dejó de producir tabaco y madera para dedicarse al grano, para así sustituir a las granjas que desaparecieron con la sequía de la pradera norteamericana. Ahora hay multitud de hectáreas bajo el agua.

—Pero estamos haciendo progresos para reducir los gases invernadero —dijo Hassan.

—Así es. Pensamos que, con seguridad, podremos reducir el efecto invernadero significativamente dentro de unos treinta años. Pero para entonces, veréis, no querremos reducirlos.

—¿Por qué no? —preguntó Diko—. Los océanos están subiendo a medida que los casquetes polares se funden. Tenemos que detener el calentamiento global.

—Nuestros estudios climáticos muestran que ese problema se corregirá solo. El calor superior y el aumento del área superficial del océano producirán una evaporación significativamente superior y diferenciales de temperatura en todo el mundo. La capa de nubes aumenta, lo que eleva el albedo de la Tierra. Pronto reflejaremos más luz solar que nunca, incluso que antes de la última edad de hielo.

—Pero los satélites climatológicos… —dijo Kemal.

—Impiden que los extremos sean insoportables en cualquier localización. ¿Cuánto piensas que pueden durar esos satélites?

—Pueden ser sustituidos cuando se agoten —dijo Kemal.

—¿De veras? —preguntó Manjam—. Ya estamos retirando a la gente de las fábricas para que trabajen en los campos. Pero eso no ayudará de verdad porque ya estamos cultivando casi el ciento por ciento de la tierra donde queda alguna capa superficial de suelo. Y como hemos estado labrando a máximo nivel desde hace algún tiempo, ya empezamos a advertir los efectos del aumento de la capa de nubes… menos cosechas por hectárea.

—¿Qué estás diciendo? —dijo Diko—. ¿Que ya es demasiado tarde para restaurar la Tierra?

Manjam no respondió. En cambio, hizo aparecer en la pantalla una gran región llena de silos de grano. Acercó la imagen y vieron el interior de todos ellos.

—Vacíos —murmuró Tagiri.

—Estamos consumiendo nuestras reservas —dijo Manjam.

—¿Pero por qué no estamos racionando?

—Porque los políticos no pueden hacer eso hasta que la gente como conjunto vea que se trata de una emergencia. Ahora mismo, no lo ve.

—¡Entonces hay que advertirla! —dijo Hunahpu.

—Oh, las advertencias están ahí. Y dentro de poco la gente empezará a pensar al respecto. Pero no hará nada, por el sencillo motivo de que no hay nada que se pueda hacer. Las cosechas continuarán menguando.

—¿Qué hay del océano? —preguntó Hassan.

—El océano tiene sus propios problemas. ¿Qué quieres que hagamos, que recolectemos todo el plancton para que también el océano muera? Pescamos todo lo que nos atrevemos. Ahora mismo estamos al máximo. Un poco más, y dentro de diez años nuestra producción se reducirá a una diminuta fracción de la actual. ¿No lo veis? El daño que causaron nuestros antepasados fue demasiado grande. No está en nuestra mano detener las fuerzas que llevan ya siglos en marcha. Si empezáramos a racionar ahora mismo, eso significaría que hambrunas devastadoras comenzarían dentro de veinte años en lugar de seis. Pero por supuesto no empezaremos a racionar hasta la primera hambruna. E incluso entonces, las zonas que están produciendo comida suficiente se volverán reacias a tener que pasar hambre para alimentar a gente que se encuentra en lugares remotos. Ahora mismo sentimos que todos los seres humanos son una tribu, de modo que no hay nadie con hambre en ninguna parte. ¿Pero cuánto tiempo creéis que durará, cuando la gente que produce alimentos oiga a sus hijos suplicar pan y los barcos se lleven el grano a otras tierras? ¿Cómo creéis que conseguirán entonces los políticos contener las fuerzas sociales que agitan el mundo?

—¿Entonces qué es lo que está haciendo tu inexistente grupo? —preguntó Hassan.

—Nada. Como decía, los procesos han llegado demasiado lejos. Nuestra proyección más favorable muestra el derrumbe del actual sistema dentro de treinta años. Eso es si no hay guerras. Simplemente no habrá comida suficiente para mantener a la población actual, ni siquiera a una diminuta fracción de ella. No se puede mantener la economía industrial sin una base agrícola que produzca mucha más comida que la necesaria para mantener a los productores de alimentos. Así que la industria empieza a derrumbarse. Ahora mismo hay menos tractores. Ahora las fábricas de fertilizantes producen menos, y menos de lo que producen puede ser distribuido porque no pueden mantenerse los transportes. La producción de alimentos cae aún más. Los satélites climatológicos se estropean y no pueden ser sustituidos. Sequía. Inundaciones. Menos tierra en producción. Más muertes. Por tanto, menos industria. Por tanto, menos producción de alimento. Hemos estudiado un millón de escenarios diferentes y no hay ninguno que no nos lleve al mismo sitio. Una población mundial de unos cinco millones antes de que nos estabilicemos. Justo a tiempo para que comience la glaciación. En ese punto la población podría iniciar un declive más lento hasta reducirse a dos millones. Eso es si no hay guerras, desde luego. Todas estas proyecciones están basadas en la suposición de una respuesta completamente dócil. Todos sabemos lo probable que es eso. Lo único que hará falta es una guerra plena en uno de los principales países productores de alimentos y la caída será mucho más grande, con la población estabilizándose a un nivel mucho más bajo.

Nadie pudo decir nada a eso. Todos sabían lo que significaba.

—No todo son malas noticias —dijo Manjam—. La raza humana sobrevivirá. Cuando termine la glaciación, nuestros hijos lejanos empezarán otra vez a construir civilizaciones. Para entonces los bosques tropicales habrán sido restaurados. Los rebaños pastarán de nuevo en las ricas tierras del Sahara y el Rub'al Khali y el Gobi. Por desgracia, todo el hierro fácil de obtener fue sacado del suelo hace años. También el estaño y el cobre. De hecho, uno no puede sino preguntarse de dónde sacarán los metales para salir de la edad de piedra. No puede sino preguntarse cuál va a ser su fuente de energía motriz, con todo el petróleo desaparecido. Hay todavía un pequeño remanente en Irlanda. Y por supuesto los bosques regresarán, así que habrá carbón hasta que quemen todos los bosques y el ciclo comience otra vez.

—¿Estás diciendo que la raza humana no puede volver a levantarse?

—Estoy diciendo que hemos agotado todos los recursos fáciles de encontrar. Los seres humanos están llenos de inventiva. Tal vez encuentren otros caminos para un futuro mejor. Tal vez imaginen cómo fabricar recolectores solares con los escombros de nuestros rascacielos.

—Vuelvo a preguntar —dijo Hassan—. ¿Qué estáis haciendo para impedir esto?

—Y yo vuelvo a contestar, nada. No se puede impedir. Las advertencias son inútiles porque no hay nada que la gente pueda hacer para cambiar su conducta y resolver este problema. La civilización que ahora mismo tenemos no puede ser mantenida ni siquiera durante otra generación. Y la gente se da cuenta. Las tasas de nacimiento caen por todo el mundo. Todos tienen sus propios motivos individuales, pero el efecto acumulativo es el mismo. La gente elige no tener hijos que compitan con ellos por los escasos recursos.

—¿Por qué nos muestras esto, entonces, si no hay nada que podamos hacer? —dijo Tagiri.

—¿Por qué buscaste en el pasado, cuando creías que no había nada que pudieras hacer? —preguntó Manjam, sonriendo sombríamente—. Además, nunca he dicho que no haya nada que vosotros podáis hacer. Sólo que nosotros no podríamos hacerlo.

—Por eso se nos ha permitido investigar el viaje en el tiempo —dijo Hunahpu—. Para que podamos volver e impedir todo esto.

—No teníamos ninguna esperanza, hasta que descubristeis la mutabilidad del pasado —prosiguió Manjam—. Hasta entonces, nuestro trabajo se dirigía a la conservación. Recolectar todo el conocimiento y la experiencia humanos y almacenarlo de alguna manera permanente que pudiera durar oculta al menos diez mil años. Hemos elaborado algunos muy buenos artilugios de almacenamiento compacto. Y algunas guías sencillas y no mecánicas que podrían durar dos o tres mil años. Nunca podríamos hacerlo mejor. Y por supuesto nunca conseguimos recopilar la suma de todo el conocimiento. Lo que tenemos ha sido reescrito como una serie de lecciones fáciles de aprender. Paso a paso a través de la sabiduría adquirida de la raza humana. Ese proyecto duró desde el álgebra a los principios básicos de la genética y luego tuvimos que renunciar a él. Durante la última década nos hemos limitado a recopilar información en los bancos de datos y duplicarla. Tendremos que dejar que nuestros nietos averigüen cómo decodificarlo y sacarle sentido a todo, cuando encuentren los silos donde hemos ocultado el material, si los encuentran. Para eso existe nuestro pequeño grupo. Para preservar la memoria de la raza humana. Hasta que os localizamos a vosotros.

Tagiri estaba llorando.

—Madre —dijo Diko—. ¿Qué ocurre?

Hassan rodeó a su esposa con los brazos y la atrajo hacia sí. Tagiri alzó el rostro manchado de lágrimas y miró a su hija.

—Oh, Diko —dijo—. Durante todos estos años he creído que vivíamos en el paraíso.

—Tagiri es una mujer de sorprendente capacidad de compasión —dijo Manjam—. Cuando la encontramos, la observamos con amor y admiración. ¿Cómo podía soportar el dolor de tantas otras personas? Nunca imaginamos que sería su compasión, y no la inteligencia de nuestros compañeros más inteligentes, lo que finalmente nos conduciría al camino que nos aparte del desastre que se extiende ante nosotros.

Se levantó y se acercó a Tagiri. Se arrodilló ante ella.

—Tagiri, tuve que mostrarte esto, porque temíamos que decidieras detener el Proyecto Colón.

—Ya lo hice. Decidirme, quiero decir.

—Se lo pregunté a los demás. Dijeron que teníamos que mostrártelo. Aunque sabíamos que no lo verías como una tierra reseca o estadísticas o algo seguro y distante y controlable. Verías cada vida perdida, cada esperanza destruida. Oirías las voces de los niños nacidos hoy, a medida que crecieran, maldiciendo la crueldad de sus padres por no haberlos matado en el vientre. Lamento el dolor. Pero tenías que comprender que si de hecho Colón es un fulcro en la historia, y detenerlo abre un camino para crear un nuevo futuro para la raza humana, entonces debemos hacerlo.

Tagiri asintió lentamente. Pero entonces se secó las lágrimas de las mejillas y se enfrentó a Manjam, hablando con furia.

—No en secreto —dijo.

Manjam sonrió débilmente.

—Sí, algunos de nosotros advertimos que pensarías así.

—La gente debe consentir en enviar a alguien atrás para deshacer nuestro mundo. Deben estar de acuerdo.

—Entonces tendremos que esperar a decírselo. Porque si lo preguntáramos hoy, dirían que no.

—¿Cuándo? —preguntó Diko.

—Sabréis cuándo —contestó Manjam—. Cuando empiece el hambre.

—¿Y si entonces soy demasiado viejo para ir? —preguntó Kemal.

—Entonces enviaremos a otro —dijo Hassan.

—¿Y si yo soy demasiado vieja para ir? —preguntó Diko.

—No lo serás —dijo Manjam—. Prepárate. Y cuando tengamos la emergencia encima, cuando la gente vea que sus hijos tienen hambre, que la gente se muere, entonces darán permiso a lo que vayáis a hacer. Porque finalmente tendrán la perspectiva.

—¿Qué perspectiva? —preguntó Kemal.

—Primero tenemos que preservarnos a nosotros mismos, hasta que veamos que no podemos. Luego trataremos de preservar a nuestros hijos, hasta que veamos que no podemos. Luego actuaremos para preservar a nuestros familiares, y luego nuestra aldea o nuestra tribu, y cuando veamos que tampoco podemos preservarlos, actuaremos para preservar nuestra memoria. Y si no podemos hacer eso, ¿qué nos queda? Finalmente tenemos la perspectiva de tratar de actuar por el bien de la humanidad como conjunto.

—O desesperar —dijo Tagiri.

—Sí, bueno, ésa es la otra opción —respondió Manjam—. Pero no lo veo ya como tal. Y cuando ofrezcamos esta oportunidad a la gente que ve cómo el mundo se desploma a su alrededor, creo que elegirán dejaros hacer el intento.

—Si no están de acuerdo, entonces no lo haremos —dijo Tagiri ferozmente.

Diko no dijo nada, pero también sabía que la decisión ya no estaba en manos de su madre. ¿Por qué debería la gente de una generación tener el derecho de vetar la única oportunidad de salvar el futuro de la raza humana? Pero no importaba. Como decía Manjam, la gente estaría de acuerdo en cuanto viera la muerte y el horror mirándolos cara a cara. Después de todo, ¿para qué habían rezado aquel anciano y aquella mujer en la aldea de Haití, cuando lo hicieron? No por la liberación, no. En su desesperación habían pedido una muerte rápida y piadosa. El Proyecto Colón, al menos, podría proporcionarles eso.


Cristóforo se acomodó y dejó que el padre Pérez y el padre Antonio continuaran su análisis del mensaje de la corte. Lo único que realmente le importó fue cuando el primero le dijo:

—Naturalmente, esto procede de la reina. ¿Pensáis, después de todos estos años, que dejaría que os enviaran un mensaje sin asegurarse de aprobar los términos? El mensaje habla de la posibilidad de un nuevo examen en «un momento más conveniente». Esas cosas no se dicen a la ligera. Los monarcas no tienen tiempo para molestarse por asuntos que ya han cerrado. Ella os invita a molestarla. Por tanto, el asunto no está cerrado.

El asunto no estaba cerrado. Casi deseaba que lo estuviera. Casi deseaba que Dios hubiera elegido a otra persona.

Entonces descartó la idea y dejó que su mente vagara mientras los franciscanos discutían las posibilidades. Daba igual ya cuáles eran los argumentos. Lo único que realmente le importaba a Cristóforo era que Dios y Cristo y la paloma del Espíritu Santo se le aparecieron en la playa y le ordenaron que navegara hacia poniente. Todo lo demás… debía ser cierto, por supuesto, o Dios no le habría dicho que hiciera tal cosa. Pero no tenía nada que ver con él. Estaba obligado a navegar hacia poniente por… por Dios, sí. ¿Y por qué por Dios? ¿Por qué se había vuelto Cristo tan importante en su vida? Otros hombres (incluso miembros de la Iglesia) no dedicaban sus vidas como lo había hecho él. Perseguían sus ambiciones privadas. Tenían carreras, planeaban sus futuros. Y, extrañamente, parecía que Dios era mucho más amable con aquellos que se preocupaban poco por él, o al menos se preocupaban menos que Cristóforo.

«¿Por qué me preocupo tanto?»

Sus ojos miraban la pared al otro lado de la mesa, pero no veían el crucifijo que allí había. En cambio, un recuerdo cruzó su mente. Su madre acurrucada tras una mesa. Murmurándole, mientras alguien gritaba en la distancia. ¿Era eso un recuerdo? ¿Por qué acudía a él ahora?

«Tuve una madre; el pobre Diego no tuvo ninguna. Y tampoco un padre, en realidad. Me escribe que está cansado de La Rábida. Pero ¿qué puedo hacer? Si tengo éxito en mi misión, entonces su fortuna estará labrada, será hijo de un gran hombre y por tanto será también un gran hombre. Y si fracaso, al menos tendrá una buena educación, cosa que nadie puede hacer mejor que los buenos sacerdotes franciscanos. Nada de lo que viera o escuchara conmigo en Salamanca (o adondequiera que vaya a continuación en persecución de reyes o reinas) le prepararía para nada en la vida que probablemente llevará.»

Gradualmente, a medida que los pensamientos de Colón se convertían en sopor, se dio cuenta de que debajo del crucifijo había una muchacha de piel oscura, vestida de forma sencilla pero alegre, que le observaba atentamente. Sabía que ella no estaba realmente allí, porque aún veía el crucifijo en la pared tras ella. Debía ser muy alta, pues el crucifijo estaba colgado muy arriba. «¿Por qué sueño con mujeres de piel negra? —pensó Colón—. Sólo que no estoy soñando, porque no estoy dormido. Aún puedo oír al padre Pérez y al padre Antonio discutiendo sobre algo. Que el padre Pérez acuda a ver a la reina. Bueno, es una idea. ¿Por qué me está observando esa muchacha?

»¿Es esto una visión? —se preguntó, aturdido—. No es tan clara como la de la playa. Y desde luego no es Dios. ¿Podría proceder de Satán la visión de una mujer negra? ¿Es eso lo que estoy viendo? ¿La perra de Satán?

»No con un crucifijo visible detrás. Esta mujer es como cristal, cristal negro. Puedo ver dentro de ella. Hay un crucifijo dentro de su cabeza. ¿Significa eso que sueña con volver a crucificar a Cristo? ¿O que el Hijo de María habita también en su mente? No soy bueno con las visiones y sueños. Necesito más claridad en esto.

»Así que si habéis enviado esto, Dios, y si pretendéis algo con ello, no lo comprendo bien y tendréis que aclararme mucho más las cosas.»

Como por respuesta, la muchacha negra se desvaneció y Cristóforo se dio cuenta de que alguien más se movía en un rincón de la sala. Alguien que no era transparente; alguien sólido y real. Un joven, alto y guapo, pero con ojos dubitativos e inseguros. Se parecía a Felipa. Mucho. Como si ella habitara en él, un continuo reproche a Cristóforo, una continua súplica. «Te amé, Felipa. Pero amé más a Cristo. Eso no puede ser pecado, ¿no? Háblame, Diego. Di mi nombre. Exige lo que es tuyo por derecho: mi atención, mi respeto por ti. No te quedes ahí esperando débilmente. Esperando una migaja de mi mesa. ¿No sabes que los hijos deben ser más fuertes que sus padres, o el mundo morirá?»

Él no dijo nada.

«No todos los hombres tienen que ser fuertes —pensó Cristóforo—. Ya es bastante con que algunos sean sencillamente buenos. Es suficiente que yo ame a mi hijo, que él sea bueno. Yo seré fuerte por los dos. Tengo suficiente fuerza para sostenerte también.»

—Diego, hijo mío —dijo Cristóforo.

Entonces el niño pudo hablar.

—Oí voces.

—No quería despertarte.

—Pensé que era otro sueño.

—Sueña a menudo con vos —susurró el padre Pérez.

—Yo sueño contigo, hijo mío —dijo Cristóforo—. ¿También tú sueñas conmigo?

Diego asintió, sin que sus ojos se apartaran jamás del rostro de su padre.

—¿Crees que el Espíritu Santo nos da esos sueños, para que no olvidemos el gran amor que sentimos el uno por el otro?

Volvió a asentir. Entonces se acercó a su padre, inseguro al principio; pero luego, cuando Cristóforo se puso en pie y extendió los brazos, las zancadas del niño se hicieron más seguras. Y cuando se abrazaron, Cristóforo se sorprendió de lo alto que se había vuelto, de lo largos que eran sus brazos, de lo fuerte que era. Lo abrazó, durante largo rato.

—Me han dicho que eres bueno dibujando, Diego.

—Sí, lo soy.

—Muéstramelo.

Mientras se dirigían a la habitación de Diego, Cristóforo le habló.

—Yo también vuelvo a dibujar. Quintanilla me dejó sin fondos hace un par de años, pero le engañé. No me marché. Dibujo mapas para la gente. ¿Has dibujado alguna vez un mapa?

—El tío Bartolomé vino y me enseñó a hacerlo. He hecho un mapa del monasterio. ¡Hasta con las ratoneras!

Se rieron juntos mientras subían las escaleras.


—Esperamos y esperamos —dijo Diko—. Y no nos hacemos más jóvenes.

—Kemal sí —dijo Hunahpu—. Hace ejercicio constantemente. Olvidando sus otros estudios.

—Tiene que ser lo bastante fuerte para nadar bajo los barcos y colocar las cargas.

—Creo que deberíamos contar con un hombre más joven.

Diko sacudió la cabeza.

—¿Y si tiene un ataque al corazón, lo has pensado? Lo enviamos atrás en el tiempo para detener a Colón y se muere en el agua. ¿De qué nos sirve? Yo estaré entre los zapotecas. ¿Pondrás tú las cargas y mantendrás a Colón allí? ¿O regresará a Europa y hará que todos nuestros esfuerzos sean en balde?

—Sólo con ir conseguiremos algo. Estaremos infectados con los virus, recuérdalo.

—Para que el Nuevo Mundo sea inmune a la viruela y el sarampión. Y eso significa que más gente sobrevivirá para disfrutar de muchos años de esclavitud.

—Los españoles no estaban tan adelantados, tecnológicamente hablando. Y sin las plagas para hacerlos creer que los dioses han llegado, la gente no perderá valor. Hunahpu, no podemos evitar que las cosas mejoren un poco, al menos hasta cierto grado. Pero Kemal no fracasará.

—No —dijo Hunahpu—. Es como tu madre. Nunca menciona la muerte.

Diko se rió con amargura.

—Nunca la menciona, pero la planea todo el tiempo.

—¿Planea el qué?

—No ha hablado de ello durante años. Sólo se lo oí decir como un pensamiento a medio formar, y luego simplemente decidió hacerlo.

—¿Qué?

—Morir.

—¿Qué quieres decir?

—Estuvo hablando allá por… oh, hace una eternidad. Sobre cómo el hundimiento de un barco es una desgracia. Dos barcos es una tragedia. Tres barcos es un castigo de Dios. ¿Qué pasará si Colón piensa que Dios está contra él?

—Bueno, eso es un problema. Pero los barcos tienen que desaparecer.

—Escucha, Hunahpu. Él continuó. Dijo: «Si supieran que fue un turco quien voló los barcos. El infiel. El enemigo de Cristo.» Luego se echó a reír. Y después dejó de hacerlo.

—¿Por qué no lo mencionaste antes?

—Porque él decidió no hacerlo. Pero pensé que deberías comprender por qué no se toma en serio todos los otros aprendizajes. No espera vivir lo bastante para necesitarlos. Lo único que necesita es habilidad atlética, conocimiento de explosivos y suficiente español, latín o lo que sea que hablen los hombres de Colón para decirles que fue él quien voló los barcos, y que lo hizo en nombre de Alá.

—¿Y entonces se matará?

—¿Bromeas? Por supuesto que no. Dejará que los cristianos lo hagan.

—No será agradable.

—Pero irá derecho al cielo. Muerto por el Islam.

—¿De verdad es creyente? —preguntó Hunahpu.

—Eso piensa mi padre. Dice que cuanto más viejo te haces, más crees en Dios, no importa el rostro que tenga.

El doctor entró en la habitación, sonriendo.

—Todo muy excelente, como os dije. Vuestras cabezas están llenas de cosas interesantes. ¡Nadie en toda la historia ha contenido tanto conocimiento en su cabeza como vosotros y Kemal!

—Conocimiento y bombas de tiempo electromagnéticas —dijo Hunahpu.

—Sí, bueno, es cierto que cuando se dispare el mecanismo señalizador podría causar cáncer después de varias décadas de exposición. Pero no señalizará hasta dentro de cien años, así que pienso que sólo seréis huesos en la tierra y el cáncer no os resultará un gran problema.

Se echó a reír.

—Creo que es un morboso —dijo Hunahpu.

—Todos lo son —contestó Diko—. Es una de las asignaturas de la facultad de medicina.

—Salvad el mundo, jóvenes. Haced que sea un mundo nuevo y muy bueno para mis hijos.

Durante un horrible instante Diko pensó que el doctor no comprendía que, cuando se marcharan, sus hijos serían borrados, como todo el mundo en este tiempo condenado. Si tan sólo los chinos hicieran un esfuerzo por enseñar inglés a la gente para que así comprendieran lo que decía el resto del mundo…

Al ver la consternación en sus rostros, el médico volvió a echarse a reír.

—¿Creéis que soy tan listo que puedo poner huesos falsos en vuestros cráneos, pero tan tonto que no comprendo? ¿No sabéis que los chinos eran listos cuando todos los demás pueblos eran estúpidos? Cuando vayáis al pasado, jóvenes, decidle a toda la gente del nuevo futuro que son mis hijos. Y cuando oigan vuestros huesos falsos hablarles, entonces encontrarán los registros, sabrán de mí y de toda la otra gente. Así nos recordarán. Sabrán que somos sus antepasados. Es muy importante. Sabrán que somos sus antepasados, y nos recordarán.

Hizo una inclinación de cabeza y salió de la habitación.

—Me duele la cabeza —dijo Diko—. ¿No te parece que podrían darnos más drogas?


Santángel desvió la mirada de la reina y se fijó en sus libros, tratando de adivinar qué querían los monarcas de él.

—¿Puede permitirse el reino este viaje? ¿Tres carabelas, provisiones, una tripulación? La guerra con Granada ha terminado. Sí, el tesoro puede permitírselo.

—¿Fácilmente? —preguntó el rey Fernando.

Así que realmente esperaba detener el asunto por motivos financieros. Todo lo que Santángel tenía que decir era: «No, no fácilmente, ahora sería un sacrificio», y entonces el rey diría: «Esperemos pues a una ocasión mejor», y el tema nunca volvería a tocarse.

Santángel ni siquiera miró a la reina, pues un cortesano sabio nunca permitía que pareciera que, antes de poder contestar a uno de los monarcas, tenía que mirar al otro en busca de algún tipo de señal. Sin embargo, vio por el rabillo del ojo que ella se aferraba a los brazos del trono. «Le preocupa esto, —pensó—. Le concierne. Al rey no le importa. Le molesta, pero tampoco siente pasión por ello.»

—Majestad —dijo Santángel—, si tenéis alguna duda sobre la capacidad del tesoro para sufragar el viaje, me alegraré de subvencionarlo yo mismo.

Un susurro recorrió la corte, y luego se alzó un bajo murmullo. De un solo golpe, Santángel había cambiado todo el ambiente. Si había una cosa de lo que la gente estuviera segura era de que Luis de Santángel sabía cómo ganar dinero. Era uno de los motivos por los que el rey Fernando confiaba completamente en él en asuntos financieros. No tenía que engañar al tesoro para ser rico: era extravagantemente adinerado cuando llegó al cargo y tenía la habilidad de ganar aún más fácilmente sin tener que convertirse en un parásito de la corte real. Así que si se sentía tan entusiasmado por el viaje como para ofrecerse a sufragarlo él mismo…

El rey sonrió ligeramente.

—¿Y si aceptamos vuestra generosa oferta?

—Sería un gran honor si su majestad me permitiera relacionar mi nombre con el viaje del señor Colón.

La sonrisa del rey se desvaneció. Santángel sabía por qué. El rey era muy sensible a cómo lo percibía la gente. Ya era bastante malo que tuviera que pasarse la vida en este delicado equilibrio con una reina gobernante para asegurar una pacífica unificación de Castilla y Aragón cuando uno de ellos muriera. No le gustaba imaginar los chismorreos. El rey Fernando no pagaría el viaje. Sólo Luis de Santángel tenía la previsión de hacerlo.

—Vuestra oferta es generosa, amigo mío —dijo el rey—. Pero Aragón no escabulle su responsabilidad.

—Ni Castilla —dijo la reina. Sus manos se relajaron.

«¿Sabía que la noté tensa antes? ¿Fue una señal deliberada?»

—Reunid un nuevo consejo de examinadores —concluyó el rey—. Si su veredicto es positivo, concederemos a este viaje sus carabelas.

Y así comenzó de nuevo, o eso parecía. Santángel, que observaba desde la distancia, pronto advirtió que esta vez el final estaba resuelto. En vez de años, duró semanas. En nuevo consejo incluyó a la mayoría de los valedores de Colón del grupo anterior, y pocos de los teólogos conservadores que tan vehementemente se habían opuesto a él. No fue ninguna sorpresa que hicieran un examen de las propuestas de Colón para cubrir las apariencias y regresaran con un veredicto favorable. Sólo faltaba que la reina llamara a Colón a la corte y se lo comunicara.

Tras todos estos años de espera, después de que apenas meses antes pareciera que todo era en vano, Santángel esperaba que Colón se alegrara al oír la noticia. Se presentó en la corte y en vez de aceptar agradecido la misión de la reina, empezó a fijar demandas. Era increíble. Primero, este plebeyo quería un título nobiliario por la encomienda que se le hacía. Y eso era sólo el principio.

—Cuando regrese de Oriente —dijo—, habré hecho lo que ningún otro capitán haya hecho o se haya atrevido a hacer jamás. Debo navegar con la autoridad y rango de Almirante de la Mar Océano, exactamente igual en grado al Gran Almirante de Castilla. Junto con este rango, será adecuado que se me garanticen los poderes de virrey y gobernador general de todas las tierras que pudiera descubrir en nombre de España. Aún más, esos títulos y poderes deben ser hereditarios, y ser trasladados a mi hijo y sus hijos tras él. También será adecuado que se me garantice una comisión del diez por ciento de todo el comercio que pase entre España y las nuevas tierras, y la misma comisión de todas las riquezas minerales halladas allí.

Después de todos estos años en los que Colón no había mostrado signos de codicia personal, ¿se atrevía a revelarse ante ellos como otro cortesano parásito?

La reina se quedó sin habla durante un momento. Entonces le dijo cortantemente a Colón que solicitaría consejo sobre su petición, y le despidió.

Cuando Santángel informó al rey de las palabras de Colón, éste se quedó pálido.

—¿Se atreve a hacer demandas? Creía que venía a nosotros como suplicante. ¿Espera que los reyes hagan contratos con los plebeyos?

—En realidad no, majestad —dijo Santángel—. Espera que primero lo nombréis noble, y luego firméis un contrato con él.

—¿Y no retrocede ante estos puntos?

—Es muy cortés, pero no, simplemente no se doblega ni un ápice.

—Entonces despedidlo —dijo el rey—. Isabel y yo nos preparamos para entrar en Granada en una gran procesión, como liberadores de España y campeones de Cristo. ¿Un dibujante de mapas genovés se atreve a exigir los títulos de almirante y virrey? Ni siquiera se merece un señor.

Santángel estaba seguro de que Colón se echaría atrás en cuando oyera la respuesta del rey. En cambio, anunció con serenidad su partida y empezó a hacer los preparativos para su marcha.

Alrededor del rey y la reina todo fue un caos aquella tarde. Santángel empezó a ver que Colón no era tan tonto al haber hecho esas demandas. Había tenido que esperar todos aquellos años porque si dejaba España y acudía a Francia o Inglaterra con su propuesta ya tendría dos fracasos a sus espaldas. ¿Por qué iban a estar Francia o Inglaterra interesadas en él, cuando las dos grandes naciones marineras de Europa lo habían rechazado ya? Entonces, sin embargo, era bien sabido que los monarcas españoles habían aceptado su propuesta y accedido a financiar su viaje. La disputa no era si concederle barcos o no, sino cuál sería su recompensa. Podría marcharse ese mismo día y estar seguro de tener una ansiosa bienvenida en París o Londres. Oh, ¿no estaban Fernando e Isabel dispuestos a recompensaros por vuestro gran logro? ¡Ved cómo Francia recompensa a sus grandes marinos, ved cómo Inglaterra honra a aquellos que llevan los estandartes del reino al Oriente! Por fin Colón negociaba desde una posición de fuerza. Podía rechazar la oferta de España, porque España ya le había dado lo primero y más necesario, y lo había hecho gratis.

«Qué negociador —pensó Santángel—. Si se dedicara al comercio… ¡Lo que podría yo conseguir con un hombre como ése a mi servicio! ¡Pronto tendría la hipoteca de san Pedro de Roma! ¡O el Hagia Sofía! ¡O la Iglesia del Santo Sepulcro!»

Y entonces pensó: «Si Colón se dedicara a los negocios, no sería mi agente, sino mi competidor.» Se estremeció.

La reina vaciló. Deseaba este viaje, y esto se lo hacía muy difícil. El rey, sin embargo, fue inflexible. ¿Por qué tendría siquiera que discutir las absurdas demandas de este extranjero?

Santángel vio cómo el padre Diego de Deza trataba sin éxito de argumentar contra las inclinaciones del rey. ¿No tenía este hombre sentido de cómo tratar con los monarcas? Santángel agradeció que el padre Talavera pronto retirara a Deza de la conversación. El propio Santángel permaneció en silencio hasta que por fin el rey pidió su opinión.

—Por supuesto, estas demandas son tan absurdas e imposibles como parecen. El monarca que garantice esos títulos a un extranjero soñador no es el monarca que expulsó a los moros de España.

Casi todo el mundo asintió sabiamente. Todos asumieron que Santángel jugaba a adular al rey, y como cualquier cuidadoso cortesano demostraron rápidamente su acuerdo con cualquier alabanza al monarca. Así pudo ganar la aprobación general a su estipulación más importante: «extranjero soñador».

—Por supuesto, después del viaje, que vuestras majestades ya han accedido a autorizar y subvencionar, si regresa con éxito, entonces habrá traído tal honor y riqueza a las coronas de España que se merecería todas las recompensas que ha pedido, y más. Confía tanto en el éxito que considera que ya las merece. Pero si está tan confiado, sin duda aceptará sin vacilación una estipulación por vuestra parte: que recibirá esas recompensas sólo después de su regreso, tras el éxito de su empresa.

El rey sonrió.

—Santángel, viejo zorro. Sé que queréis que este Colón zarpe. Pero no conseguisteis vuestra riqueza pagando a la gente hasta después de proveeros. Que ellos corran el riesgo, ¿no?

Santángel hizo una modesta reverencia.

El rey se volvió hacia un oficial.

—Escribid un conjunto de capitulaciones a las demandas de Colón. Haced que sólo sean pertinentes después del éxito de su viaje a Oriente. —Sonrió pícaramente a Santángel—. Lástima que sea un rey cristiano y que como tal me niegue a jugar. Haría una apuesta con vos: que nunca tendré que conceder esos títulos a Colón.

—Majestad, sólo un tonto apostaría contra el conquistador de Granada —dijo Santángel. Y en silencio añadió: «Sólo un tonto aún mayor apostaría contra Colón.»

Las capitulaciones fueron escritas a primeras horas de la madrugada, después de muchas consultas de último minuto entre los consejeros del rey y la reina. Cuando al amanecer se envió un mensajero a Colón, regresó acalorado y traspuesto.

—¡Se ha ido! —exclamó.

—Claro que se ha ido —dijo el padre Pérez—. Le dijeron que sus condiciones habían sido rechazadas. Pero lo habrá hecho al amanecer. Y sospecho que no cabalgará ligero.

—Entonces traedlo de vuelta —intervino la reina—. Decidle que se presente de inmediato ante mí, pues estoy dispuesta a concluir este asunto por fin. No, no digáis «por fin». Daos prisa.

El correo salió velozmente de la corte.

Mientras esperaban a que Colón regresara, Santángel llevó aparte al padre Pérez.

—No consideraba a Colón un hombre avaricioso.

—No lo es —ratificó el padre Pérez—. De hecho, es un hombre modesto. Ambicioso, pero no de la forma en que pensáis.

—¿En qué forma es ambicioso, pues, si no en la forma en que pienso?

—Quería que el título fuera hereditario porque ha consumido su vida en persecución de este viaje —dijo Pérez—. No tiene ninguna otra herencia para su hijo, ninguna fortuna, nada. Pero con este viaje podrá convertir a su hijo no sólo en caballero, sino en un gran señor. Su esposa murió hace años, y él lo lamenta enormemente. Es también su regalo a ella, y a su familia, que se cuenta entre la nobleza menor de Portugal.

—Conozco a la familia —dijo Santángel.

—¿Conocéis a la madre?

—¿Sigue viva?

—Eso creo.

—Entonces comprendo. Estoy seguro de que la vieja dama le hizo ser plenamente consciente de que cualquier petición de nobleza que él tuviera venía a través de su familia. A Colón le resultará enormemente dulce si puede darle la vuelta al caso, de modo que cualquier petición de auténtica nobleza por parte de la familia de ella venga a través de su conexión con él.

—Ya veis —dijo Pérez.

—No, padre Juan Pérez, no veo nada aún. ¿Por qué Colón puso en peligro este viaje, sólo para ganar títulos terrenales y comisiones absurdas?

—Quizá porque este viaje no es el final de su misión, sino el principio.

—¡El principio! ¿Qué puede hacer un hombre, tras haber descubierto vastas nuevas tierras por Cristo y la reina? ¿Tras haber sido nombrado virrey y almirante? ¿Tras haber recibido riquezas que superan la imaginación?

—¿Vos, un cristiano, tenéis que preguntarme eso? —dijo Pérez. Entonces se marchó.

Santángel se consideraba cristiano, pero no estaba seguro de lo que quería decir Pérez. Pensó en todo tipo de posibilidades, pero todas le parecían ridículas porque nadie podía soñar con conseguir tan altos propósitos.

Pero claro, ningún hombre podía soñar con que los monarcas accedieran a un loco viaje por mares desconocidos sin tener altas probabilidades de éxito. Y, sin embargo, Colón lo había conseguido. Así que si tenía sueños de reconquistar el Imperio Romano, de liberar Tierra Santa, de expulsar al pagano turco de Bizancio, o de construir un pájaro mecánico para volar hasta la Luna, Santángel no apostaría contra él.


El hambre había llegado sólo a América del Norte, pero no había comida de sobra en ninguna parte para aliviarla. Enviar ayuda requería racionar en muchos otros lugares. Los relatos de derramamiento de sangre y caos en Norteamérica persuadieron a los pueblos de Europa y Sudamérica para aceptar el racionamiento y enviar así algo de ayuda. Pero no sería suficiente para salvar a todo el mundo.

Esta desesperanzada situación produjo un terrible shock a la humanidad, sobre todo porque llevaban dos generaciones creyendo que por fin el mundo era un buen lugar para vivir. Creían que la suya era una época de renacimiento, de reconstrucción, de restauración. De pronto se enteraban de que era tan sólo una contraofensiva desesperada en una guerra cuya conclusión estaba ya decidida incluso antes de que hubieran nacido. Su trabajo era en vano, porque nada podía durar. La Tierra se había perdido.

Fue en medio de esta agonía cuando se enteraron de la existencia del Proyecto Colón. La discusión fue sombría. Cuando la decisión se produjo, no fue unánime, pero sí abrumadora. ¿Qué más había, en realidad? ¿Ver a sus hijos morir de hambre? ¿Alzarse otra vez en armas y luchar por los últimos restos de tierra capaz de producir alimentos? ¿Podría alguien elegir felizmente un futuro de cuevas, hielo e ignorancia, cuando había otro posible camino, si no para ellos y sus hijos al menos para la raza humana como conjunto?

Manjam se sentó junto a Kemal, que había venido a esperar con él el resultado de la votación. Cuando llegó la decisión, y Kemal supo que en efecto realizaría el viaje hacia atrás en el tiempo, se sintió de inmediato aliviado y asustado. Una cosa era planear tu propia muerte cuando la perspectiva era todavía remota. A partir de entonces, sin embargo, viajar en el tiempo sería ya cuestión de días, y luego sólo pasarían semanas antes de que se plantara despectivo ante Colón y dijera: «¿Creéis que Alá dejaría que un cristiano descubriera estas nuevas tierras? ¡Escupo en vuestro Cristo! ¡No tuvo poder para apoyaros contra el poder de Alá! ¡No hay más Dios que Alá, y Mahoma es su Profeta!»

Y entonces, quizás algún día, un investigador futuro de Vigilancia del Pasado al verlo allí de pie movería la cabeza y diría: «Ése fue el hombre que detuvo a Colón. Ése fue el hombre que dio su vida por crear este mundo bueno y pacífico en el que vivimos. Ése fue el hombre que dio a la raza humana un futuro. Igual que Yewesweder antes que él, este hombre decidió el curso de la humanidad.»

«Eso sería una vida que merecía la pena vivir —pensó Kemal—. Ganar un nombre en la historia que pudiera ser pronunciado al mismo nivel que el del propio Yewesweder.»

—Pareces melancólico, amigo mío —dijo Manjam.

—¿De veras? Sí. Triste y feliz, ambas cosas a la vez.

—¿Cómo crees que se tomará esto Tagiri?

Kemal se encogió de hombros con cierta impaciencia.

—¿Quién puede comprender a esa mujer? ¡Trabaja toda su vida para esto, y luego tenemos que atarla prácticamente para impedirle que vaya por ahí instando a la gente a votar en contra de aquello por lo que ha trabajado!

—No creo que sea difícil comprenderla, Kemal —sugirió Manjam—. Es como has dicho… fue la fuerza de su voluntad lo que hizo que el Proyecto Colón alcanzara este punto. Tagiri fue responsable, y resultó una carga demasiado grande para ella sola. Ahora, al menos, puede sentirse satisfecha de haberse opuesto a la destrucción de nuestro tiempo, de que le hayan quitado la decisión final, de que se le impusiera por la voluntad de la enorme mayoría de la humanidad. Ahora la responsabilidad por el final de nuestro tiempo no es sólo suya. Será compartida por muchos, sostenida por muchos hombros. Ahora puede vivir con eso.

Kemal se rió sombríamente.

—Puede vivir con eso… ¿durante cuántos días? Y luego desaparecerá de la existencia con todo el resto de la humanidad en este mundo. ¿Qué importa eso ahora?

—Importa —dijo Manjam—, porque ella tiene esos pocos días, y porque esos pocos días son todo el futuro que le queda. Los pasará con las manos limpias y el corazón tranquilo.

—¿Y no es eso hipocresía? Porque ella lo causó, igual que siempre.

—¿Hipocresía? No. El hipócrita sabe lo que es en realidad, y trabaja para ocultarlo a los demás para aprovecharse de la confianza que los otros ponen en él. Tagiri teme la ambigüedad moral de algo que sabe debe hacerse. No puede vivir sin hacerlo, y sin embargo teme no poder vivir tampoco haciéndolo. Así que se oculta a sí misma para continuar con lo que se debe hacer.

—Si hay alguna diferencia, resulta terriblemente difícil de ver —dijo Kemal.

—Eso es —confirmó Manjam—. Hay una diferencia. Y es enormemente difícil verla.


De vez en cuando, mientras cabalgaba hacia Palos, Colón se llevaba la mano al pecho, para palpar el pergamino guardado bajo su saya. «Por vos, mi Señor, mi Salvador. Me disteis esto, y ahora lo usaré por vos. Gracias, gracias, por hacer que se cumplieran mis plegarias, por permitir que esto sea también un regalo para mi hijo, para mi esposa muerta.»

Mientras cabalgaba, con el padre Pérez silencioso a su lado, un recuerdo acudió a su mente. Su padre, avanzando hacia una mesa donde unos hombres ricos estaban sentados. Su padre, sirviendo vino. ¿Cuándo pudo suceder eso? «Mi padre es tejedor. ¿Cuándo sirvió vino? ¿Qué estoy recordando? ¿Y por qué acude este recuerdo a mí precisamente ahora?»

Ninguna respuesta vino a su mente, y el caballo siguió avanzando, levantando polvo con cada paso. Cristóforo pensó en lo que le esperaba. Mucho trabajo, preparando el viaje. ¿Recordaría cómo, después de todos los años transcurridos desde el último que había realizado? No importaba. Recordaría lo que fuera necesario, cumpliría lo que tuviera que cumplir. El peor obstáculo había quedado atrás. Había sido alzado por los brazos de Cristo, y Cristo lo llevaría sobre las aguas y lo traería de regreso a casa. Ya nada podría detenerlo.

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