11 ENCUENTROS

Chipa estaba asustada cuando las mujeres de Guacanagarí la hicieron avanzar. Oír hablar de los barbudos hombres blancos era muy distinto a hallarse en su presencia. Eran grandes y vestían ropajes formidables. En efecto, era como si cada uno de ellos llevara una casa sobre los hombros… ¡y un tejado sobre la cabeza! El metal de los cascos resplandecía a la luz del sol. Y los colores de sus estandartes eran como loros cautivos.

«Si yo pudiera tejer una tela así —pensó Chipa—, vestiría sus estandartes y viviría bajo un techo hecho del metal que se ponen en la cabeza.»

Guacanagarí estaba ocupado dándole instrucciones y advertencias de última hora. Ella tenía que fingir que escuchaba, pero ya tenía instrucciones de Ve-en-la-Oscuridad, y cuando se pusiera a hablar en español con los hombres blancos los posibles planes de Guacanagarí ya no importarían nada.

—Dime exactamente lo que ellos dicen de verdad —dijo Guacanagarí—. Y no añadas ni una sola palabra de más a lo que yo les diga. ¿Me comprendes, pequeño caracol de las montañas?

—Gran cacique, haré todo lo que dices.

—¿Estás segura de que puedes hablar su horrible lengua?

—Si no puedo, pronto lo verás por sus rostros —respondió Chipa.

—Entonces diles esto: el gran Guacanagarí, cacique de todo Haití desde Cibao al mar, está orgulloso de haber encontrado una intérprete.

¿Encontrado una intérprete? A Chipa no le sorprendía su intento de ignorar a Ve-en-la-Oscuridad, pero le repugnaba. De todas formas, se volvió hacia el hombre blanco más magníficamente ataviado y empezó a hablar. Apenas había emitido un sonido cuando Guacanagarí la empujó con el pie por detrás, arrojándola de boca al suelo.

—¡Muestra respeto, babosa de las montañas! —gritó—. Y ése no es el jefe, muchacha idiota. Es ese hombre, el del pelo blanco.

Tendría que haberlo sabido: no era por el volumen de sus ropas, sino por su edad, por el respeto que habían ganado sus años, por lo que podría reconocer al que Ve-en-la-Oscuridad llamaba Colón.

Tendida en el suelo, comenzó otra vez, tartamudeando un poco al principio, pero pronunciando muy claramente las palabras en español.

—Mi señor Cristóbal Colón, he venido aquí a ser vuestra intérprete.

Le contestó el silencio. Alzó la cabeza para ver a los hombres blancos, asombrados y con los ojos desorbitados, que consultaban entre sí. Se esforzó por oír lo que decían, pero hablaban demasiado rápido.

—¿Qué están diciendo? —preguntó Guacanagarí.

—¿Cómo voy a oír si tú estás hablando? —respondió Chipa. Sabía que estaba siendo atrevida, pero si Diko tenía razón, Guacanagarí pronto no tendría ningún poder sobre ella.

Colón finalmente dio un paso hacia adelante y le habló.

—¿Cómo aprendiste español, hija mía?

Hablaba muy rápido y su acento era distinto al de Ve-en-la-Oscuridad, pero era exactamente la pregunta que le había dicho que le haría.

—Aprendí este lenguaje para poder así conocer a Cristo.

Si se habían sentido anonadados antes por su dominio del español, estas palabras provocaron gran consternación entre los hombres blancos. Una vez más, conversaron en susurros.

—¿Qué les has dicho? —exigió Guacanagarí.

—Me ha preguntado cómo sé hablar su lenguaje, y se lo he dicho.

—¡Te dije que no mencionaras a Ve-en-la-Oscuridad! —dijo Guacanagarí, airado.

—No lo he hecho. Hablé del Dios que adoran.

—Creo que me estás traicionando.

—No.

Cuando Colón dio un paso al frente, el hombre del traje voluminoso le acompañaba.

—Este hombre es Rodrigo Sánchez de Segovia, el inspector real de la flota —dijo Colón—. Le gustaría hacerte una pregunta.

Los títulos no significaban nada para Chipa. Le habían dicho que hablara con Colón.

—¿Cómo conoces a Cristo? —preguntó Segovia.

—Ve-en-la-Oscuridad nos habló de la llegada de un hombre que nos enseñaría la fe de Cristo.

Segovia sonrió.

—Yo soy ese hombre.

—No, señor —dijo Chipa—. El hombre es Colón.

Fue fácil leer las expresiones de los rostros de los hombres blancos: mostraban todo lo que sentían. Segovia estaba muy furioso. Pero dio un paso atrás, dejando a Colón solo delante de los otros hombres.

—¿Quién es Ve-en-la-Oscuridad? —preguntó Colón.

—Mi maestra —respondió Chipa—. Me envió como regalo a Guacanagarí, para que él me pudiera traer a vosotros. Pero él no es mi dueño.

—¿Ve-en-la-Oscuridad es tu ama?

—Nadie es mi amo sino Cristo —dijo ella, exactamente la declaración que Ve-en-la-Oscuridad le había dicho que era lo más importante de todo.

Y entonces, con Colón mirándola, sin habla, dijo una frase que no entendía, pues era en otro idioma. El idioma era genovés, y por tanto sólo Cristóforo comprendió lo que decía, palabras que ya había oído antes, en una playa cerca de Lagos.

—Te salvé la vida para que pudieras llevar la cruz.

Él se arrodilló. Dijo algo que parecía el mismo extraño idioma.

—No hablo esa lengua, señor —dijo ella.

—¿Qué sucede? —demandó Guacanagarí.

—El cacique está furioso conmigo —dijo Chipa—. Me golpeará por no decir lo que me dijo que dijera.

—Nunca —respondió Colón—. Si te ofreces a Cristo, entonces estás bajo mi protección.

—Señor, no provoquéis a Guacanagarí por mí. Con vuestras dos naos destruidas, necesitáis conservar su amistad.

—La niña tiene razón —dijo Segovia—. No será la primera vez que la golpean.

«Pero lo será —pensó Chipa—. ¿En la tierra de los hombres blancos están acostumbrados a pegar a los niños?»

—Podéis pedirme como regalo —dijo Chipa.

—¿Entonces eres una esclava?

—Eso cree Guacanagarí, pero nunca lo he sido. No me convertiréis en esclava, ¿verdad? —Ve-en-la-oscuridad le había dicho que era muy importante que le dijera esto a Colón.

—Nunca serás una esclava —contestó Colón—. Dile que estamos muy contentos y que le damos las gracias por su regalo.

Chipa había esperado que fuera a pedirla como ofrenda, pero vio de inmediato que de esta forma era mucho mejor: si él asumía que el regalo ya había sido dado, difícilmente podría Guacanagarí retirarlo. Así que se volvió hacia el cacique y se arrodilló ante él como había hecho el día anterior, cuando se presentó ante el jefe de las tierras de la costa.

—El gran cacique blanco, Colón, está muy contento conmigo. Te da las gracias por hacerle un regalo tan útil.

El rostro de Guacanagarí no mostró nada, pero ella sabía que estaba furioso. A Chipa no le importó: no le caía bien.

—Dile que le regalo mi sombrero —dijo Colón—, que nunca daría a ningún hombre más que a un gran rey.

Ella tradujo sus palabras al taino. Los ojos de Guacanagarí se abrieron desmesuradamente. Extendió una mano.

Colón se quitó el sombrero de la cabeza y, en vez de ponerlo en la mano del cacique, lo colocó sobre su cabeza. Guacanagarí sonrió. Chipa pensó que parecía aún más estúpido que los hombres blancos, llevando un techo así en la cabeza. Pero observó que los otros tainos que rodeaban a Guacanagarí estaban impresionados. Era un buen intercambio. Un poderoso sombrero talismán a cambio de una problemática y desobediente muchacha de las montañas.

—Ponte en pie, niña —dijo Colón. Le tendió la mano para ayudarla a incorporarse. Sus dedos eran largos y suaves. Ella nunca había tocado una piel tan suave, excepto en los bebés. ¿Acaso Colón no trabajaba nunca?—. ¿Cómo te llamas?

—Chipa. Pero Ve-en-la-oscuridad dijo que me darías un nuevo nombre cuando me bautizaras.

—Un nuevo nombre —dijo Colón—. Una nueva vida.

Y entonces, en voz baja, de forma que sólo ella pudo oírla, añadió:

—Esa mujer que llamas Ve-en-la-Oscuridad… ¿puedes conducirme hasta ella?

—Sí —dijo Chipa. Entonces añadió algo que Ve-en-la-Oscuridad no había pretendido que dijera—: Ella me dijo una vez que había renunciado a su familia y al hombre que amaba para poder conoceros.

—Mucha gente ha renunciado a muchas cosas —dijo Colón—. Pero ¿estarás ahora dispuesta a servirnos de intérprete? Necesito la ayuda de Guacanagarí para construir refugios para mis hombres, ahora que nuestras naves se han quemado. Y necesito que envíe un mensajero con una carta para el capitán de mi tercera nao, pidiéndole que venga aquí a recogernos y llevarnos a casa. ¿Vendrás a España con nosotros?

Ve-en-la-Oscuridad no había dicho nada de ir a España. De hecho, había dicho que los hombres blancos nunca abandonarían Haití. Pero decidió que éste no era un buen momento para mencionar esta profecía concreta.

—Si vos vais allí, yo os acompañaré.


Pedro de Salcedo tenía diecisiete años. Podía ser paje del capitán general de la flota, pero esto nunca le hizo sentirse superior a los marineros ni a los grumetes. No, lo que le hacía sentirse superior era la forma en que estos hombres y grumetes deseaban a las feas mujeres indias. Podía oírlos hablar a veces, aunque habían aprendido a no tratar de enzarzarlo en aquellas conversaciones. Al parecer, no podían superar el hecho de que las mujeres indias iban desnudas.

Pero la nueva no. Chipa. Ella llevaba ropas y hablaba español. Todos los demás se sorprendían por esto, pero no Pedro de Salcedo. Era lo que cabía esperar de la gente civilizada. Y ella lo era, en efecto, aunque no fuera todavía cristiana.

De hecho, a juicio de Pedro no era cristiana en absoluto. Había oído todo lo que ella le había dicho al capitán general, naturalmente, pero cuando le encargaron de que le buscara alojamiento seguro, aprovechó la oportunidad para hablar con ella. Rápidamente descubrió que no tenía la menor idea de quién era Cristo, y sus conocimientos de la doctrina cristiana eran patéticos en el mejor de los casos. Pero claro, había dicho que aquella mística Ve-en-la-Oscuridad había prometido que Colón le enseñaría quién era Cristo.

Ve-en-la-Oscuridad. ¿Qué clase de nombre era ése? ¿Y cómo era posible que una mujer india hubiera recibido una profecía que hablaba de Colón y Cristo? Una visión semejante debía proceder de Dios… ¿pero a una mujer? Y ni siquiera una mujer cristiana.

Pero, si bien lo pensaba, Dios le habló también a Moisés, y éste era judío. Fue cuando los judíos eran aún el pueblo elegido en vez de la sucia escoria asesina de la Tierra, pero con todo, era algo que le hacía pensar.

Pedro pensaba en muchas cosas, para no tener que pensar en Chipa. Porque esos pensamientos eran los que le preocupaban. A veces se preguntaba si no era tan bajo y vulgar como los marineros y los grumetes, tan ansioso de carne que incluso las mujeres indias podían parecerle atractivas. Pero no era eso, no en realidad. No sentía lujuria hacia Chipa. Todavía no se le escapaba que era fea, y por el amor de Dios, ni siquiera tenía aún forma de mujer, era una niña, ¿qué clase de pervertido tenía que ser para sentir lujuria por ella? Sin embargo, también veía algo en su voz, su rostro, que la volvía hermosa.

¿Qué era? ¿Su timidez? ¿El claro orgullo que sentía cuando decía frases difíciles en español? ¿Sus ansiosas preguntas sobre las ropas, las armas, los otros miembros de la expedición? ¿Aquellos dulces gestos que hacía cuando se avergonzaba por haber cometido un error? ¿La pura transparencia de su cara, como si la luz brillara a través de su piel? No, eso era imposible, no brillaba de verdad. Era una ilusión. Había pasado demasiado tiempo solo.

Sin embargo, descubrió que la única parte de sus deberes que anhelaba hacer cada día era atender a Chipa, vigilarla, conversar con ella. Estaba con ella el mayor tiempo posible, y a veces abandonaba sus otras tareas. No es que pretendiera hacerlo; simplemente, se olvidaba de todo cuando estaba con ella. Y le resultaba útil estar con ella, ¿no? Le estaba enseñando el lenguaje taino. Si lo aprendía bien, habría dos intérpretes, no sólo uno. Eso sería bueno, ¿verdad?

Él le estaba enseñando también el alfabeto. A ella parecía gustarle más que nada, y era muy lista. Pedro no era capaz de imaginar por qué, ya que no había nada en la vida de las mujeres que lo hiciera necesario. Pero si la divertía y la ayudaba a aprender español mejor, ¿por qué no?

Así, Pedro estaba trazando letras en la arena, y Chipa las nombraba, cuando Diego Bermúdez fue a buscarlo.

—El jefe quiere verte —dijo. A los doce años, el grumete no tenía sentido de la educación—. Y a la niña. Va a salir de expedición.

—¿Adónde? —preguntó Pedro.

—A la luna —dijo Diego—. Hemos estado en todos los demás sitios.

—Va a ir a la montaña —dijo Chipa—. A conocer a Ve-en-la-Oscuridad.

Pedro la miró, consternado.

—¿Cómo sabes eso?

—Porque Ve-en-la-Oscuridad dijo que él iría a verla.

Más cháchara mística. ¿Qué era Ve-en-la-oscuridad, una bruja? Pedro se moría de ganas de conocerla. Pero llevaría su rosario enroscado con tres vueltas alrededor del cuello y sujetaría la cruz todo el tiempo. No tenía sentido correr riesgos.

Chipa debía de haberlo hecho bien, decidió Diko, pues habían venido mensajeros durante toda la mañana, avisando de la llegada de los hombres blancos. La mayoría de los mensajes molestos procedían de Guacanagarí, llenos de amenazas semiveladas sobre cualquier intento por parte de una oscura aldea montañosa como Ankuash por interferir en los planes del gran cacique. Pobre Guacanagarí… en la versión anterior de la historia, también tenía la ilusión de que controlaba las relaciones con los españoles. El resultado fue que acabó siendo un chaquetero, traicionando a los otros líderes indios hasta que también él fue destruido. No es que fuera más estúpido que los otros que se habían engañado pensando que tenían el tigre bajo control sólo porque se aferraban a su cola.

Era media tarde cuando Cristóforo en persona llegó al claro. Pero Diko no estaba fuera para recibirlo. Escuchaba desde dentro de su casa, esperando.

Nugkui hizo un gran despliegue de saludos al gran cacique blanco, y Cristóforo por su parte fue amable. Diko escuchaba con placer la confianza en la voz de Chipa. Había aceptado su papel y lo desempeñaba bien. Diko tenía claros recuerdos de la muerte de Chipa en la otra historia. Entonces tenía algo más de veinte años y sus hijos fueron asesinados delante de ella antes de que la violaran y la mataran. Ahora nunca conocería ese horror. Eso le dio a Diko confianza.

Terminados los preliminares, Cristóforo preguntó por Ve-en-la-Oscuridad. Nugkui naturalmente le advirtió que era una pérdida de tiempo hablar con la gigante negra, pero esto sólo intrigó aún más a Colón, como Diko esperaba. Pronto se plantó ante su puerta, y Chipa entró en la casa.

—¿Puede pasar? —preguntó en taino.

—Lo estás haciendo bien, sobrina mía —dijo Diko. Chipa y ella habían hablado solamente español durante tanto tiempo que se le hacía raro pasar al lenguaje local. Pero era necesario, al menos por el momento, si querían que Cristóforo no entendiera lo que se decían.

Chipa le sonrió y agachó la cabeza.

—Ha traído a su paje con él. Es muy alto y agradable y le gusto.

—Será mejor que no le gustes demasiado —dijo Diko—. Todavía no eres una mujer.

—Pero él es un hombre —rió Chipa—. ¿Lo dejo entrar?

—¿Quién está con Cristóforo?

—Toda la gente de la casa grande. Segovia, Arana, Gutiérrez, Escobedo. Incluso Torres —volvió a reírse—. ¿Sabías que trajeron consigo un intérprete? No habla ni una palabra de taino.

Tampoco hablaba mandarín, ni japonés, cantones, hindi, malayo o ninguna de las otras lenguas que habría necesitado si Colón hubiera llegado de verdad al Lejano Oriente como pretendía. Los pobres europeos habían enviado a Torres porque sabía leer hebreo y arameo, que consideraban las raíces de todos los demás idiomas.

—Que entre el capitán general —dijo Diko—. Y tú puedes traer también a tu paje. ¿Pedro de Salcedo?

Chipa no pareció sorprenderse de que Diko conociera su nombre.

—Gracias —dijo, y salió para traer a los invitados.

Diko no pudo evitar sentirse nerviosa. No, ¿por qué engañarse? Estaba aterrada. Conocer por fin al hombre que había consumido su vida. Y la escena que representarían nunca había existido antes en ninguna historia. Estaba acostumbrada a saber lo que él diría antes de que lo dijera. ¿Cómo sería ahora que tenía la capacidad de sorprenderla?

No importaba. Ella tenía muchísima más capacidad para sorprenderlo a él, y la utilizó inmediatamente, hablándole en genovés.

—He esperado mucho tiempo para conocerte, Cristóforo.

Incluso en la oscuridad de la casa, Diko advirtió que el rostro de él se ruborizaba por la falta de respeto. Sin embargo, tuvo el detalle de no insistir en que se dirigiera a él por sus títulos. En cambio, se concentró en la pregunta.

—¿Cómo es que hablas el lenguaje de mi familia?

Ella respondió en portugués.

—¿Sería éste el lenguaje de tu familia? Así es como hablaba tu esposa, antes de morir, y tu hijo mayor aún piensa en portugués. ¿Lo sabías? ¿O no has hablado con él lo suficiente para saber qué piensa en general?

Cristóforo estaba furioso y asustado. Justo lo que ella esperaba.

—Sabes cosas que nadie sabe.

No se refería a los detalles familiares, por supuesto.

—Reinos caerán a tus pies —dijo ella, imitando en lo posible incluso la entonación de la voz de los Intervencionistas de la visión de Colón—. Y millones cuyas vidas se hayan salvado te llamarán bendito.

—No necesitamos un intérprete, ¿verdad? —dijo Cristóforo.

—¿Dejamos marchar a los muchachos?

Cristóforo murmuró algo a Chipa y Pedro. El paje se levantó de inmediato y se dirigió a la puerta, pero la niña no se movió.

—Chipa no es tu criada —señaló Diko—. Pero le pediré que se marche.

En taino, añadió:

—Quiero que el capitán general hable de cosas que no querrá que oiga nadie más. ¿Te importa salir?

Chipa se levantó de inmediato y se dirigió a la puerta. Diko advirtió con placer que Pedro mantenía la lona abierta para ella. El muchacho pensaba en la niña no sólo como en un ser humano, sino como en una dama. Era un logro, aunque nadie fuera consciente de ello.

Se quedaron solos.

—¿Cómo es que sabes esas cosas? —preguntó Cristóforo—. Esas promesas, que los reinos caerían a mis pies, que…

—Las conozco, porque vine aquí gracias al mismo poder que primero te dirigió esas palabras.

Que lo interpretara como quisiera. Más tarde, cuando entendiera más, ella le recordaría que no le había mentido.

Sacó una pequeña linterna de batería solar de una de sus bolsas y la colocó entre ambos. Cuando la conectó, Colón se protegió los ojos. Sus dedos también formaron una cruz.

—No es brujería —dijo ella—. Es una herramienta hecha por mi gente, de otro lugar, adonde nunca podrías ir en todos tus viajes. Pero como cualquier herramienta, algún día se agotará, y yo no sabré cómo hacer otra.

Él estaba escuchando, pero a medida que sus ojos se ajustaban, también la observaba.

—Eres oscura como una mora.

—Soy africana. No mora, sino de más al sur.

—¿Cómo viniste, pues?

—¿Crees que eres el único viajero? ¿Crees que eres el único que puede ser enviado a tierras lejanas para salvar las almas de los paganos?

Él se puso en pie.

—Veo que después de todos mis esfuerzos, sólo he empezado a encontrar oposición. ¿Me envió Dios a las Indias sólo para mostrarme a una negra con una lámpara mágica?

—Esto no es la India —dijo Diko—. Ni Cathay, ni Cipango. Ésas se extienden muy, muy lejos, al oeste. Esto es otra tierra.

—Citas las palabras que me dijo el propio Dios ¿y luego me dices que Dios estaba equivocado?

—Si lo piensas bien, recordarás que nunca dijo Cathay, Cipango, la India ni ningún otro nombre.

—¿Cómo sabes eso?

—Te vi arrodillado en la playa, y te oí hacer tu juramento en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.

—¿Entonces por qué no te vi yo? Si vi a la Santísima Trinidad, ¿por qué fuiste tú invisible?

—Sueñas con una gran victoria para la cristiandad —dijo Diko, ignorando su pregunta porque no se le ocurría ninguna respuesta que él pudiera comprender—. La liberación de Constantinopla.

—Sólo como un paso en el camino para liberar Jerusalén —dijo Cristóforo.

—Pero te digo que aquí, en este lugar, hay millones de almas que aceptarían el cristianismo si tan sólo se lo ofrecieras pacíficamente, con amor.

—¿Cómo si no podría ofrecérselo?

—¿Cómo? Ya has escrito en tus diarios que podría hacerse trabajar a esta gente. Ya hablas de esclavizarlos.

Él le dirigió una mirada penetrante.

—¿Quién te enseñó mis diarios?

—Todavía no eres adecuado para enseñar a esta gente el cristianismo, Cristóforo, porque todavía no eres cristiano.

Él alzó la mano para golpearla. Eso la sorprendió, porque no era un hombre violento.

—Oh, ¿golpearme demostrará que lo eres? Sí, recuerdo todas esas historias de cómo Jesús azotó a María Magdalena. Y las palizas que les daba a Marta y María.

—No te he golpeado —dijo él.

—Pero fue tu primer deseo, ¿no? ¿Por qué? Eres el más paciente de los hombres. Dejaste que esos sacerdotes te acosaran y te atormentaran durante años, y nunca perdiste los nervios con ellos. Sin embargo, conmigo te sientes libre para golpearme. ¿Por qué es eso, Cristóforo?

Él la miró, sin contestar.

—Te diré por qué. Porque para ti no soy un ser humano. Soy un perro, menos que un perro, porque no golpearías a un perro, ¿verdad? Igual que los portugueses, cuando miras a una mujer negra ves a una esclava. Y esa gente cobriza… puedes enseñarles el evangelio de Cristo y bautizarlos, pero eso no te impide querer convertirlos en esclavos y robarles el oro.

—Se puede enseñar a un perro a caminar sobre las patas traseras, pero eso no lo convierte en un hombre.

—¡Oh, cuánta sabiduría! Es justo el tipo de argumento que los ricos hacen sobre hombres como tu padre. Oh, puede vestirse con bellos ropajes, pero sigue siendo un patán campesino, indigno de ser tratado con respeto.

—¡Cómo te atreves a hablar así de mi padre! —gritó Cristóforo, lleno de ira.

—Te digo que mientras trates a esta gente aún peor que los ricos de Genova trataron a tu padre, nunca serás agradable a Dios.

La puerta de la casa se abrió, y Pedro y Escobedo asomaron la cabeza.

—¡Habéis gritado, mi señor! —dijo Escobedo.

—Me marcho —anunció Colón.

Se agachó y atravesó la puerta. Ella apagó la linterna y lo siguió. Todo Ankuash estaba congregado en el exterior y los españoles tenían las manos prestas sobre los pomos de las espadas. Cuando la vieron (tan alta, tan negra) se quedaron boquiabiertos, y algunas de las espadas empezaron a salir de sus vainas. Pero Cristóforo les indicó que volvieran a envainarlas.

—Nos vamos —anunció—. No hay nada para nosotros aquí.

—¡Sé dónde está el oro! —gritó Diko en español. Como esperaba, eso atrajo hacia ella toda la atención de los hombres blancos—. No procede de esta isla, sino del lejano oeste. Sé dónde está. Puedo llevaros allí. Puedo mostraros tanto oro que se contarán historias para siempre.

No fue Cristóforo, sino Segovia, el inspector real, quien le respondió.

—Entonces muéstranoslo, mujer. Llévanos allí.

—¿Llevaros allí? ¿Usando qué barco?

Los españoles guardaron silencio.

—Aunque Pinzón regrese, no podrá llevaros a España —dijo ella.

Se miraron unos a otros, consternados. ¿Cómo sabía tanto esta mujer?

—Colón —dijo—. ¿Sabes cuándo te mostraré ese oro?

Él se encontraba junto con los otros hombres, y se volvió a mirarla.

—¿Cuándo?

—Cuando ames a Cristo más que al oro.

—Ya lo hago.

—Cuando así sea, lo sabré —dijo Diko. Señaló a los aldeanos—. Será cuando mires a esta gente y la veas no como esclavos, no como siervos, no como extraños, como enemigos, sino como hermanos y hermanas, tus iguales a los ojos de Dios. Pero hasta que aprendas esa humildad, Cristóbal Colón, no encontrarás nada más que una calamidad tras otra.

—Diablo —dijo Segovia. La mayoría de los españoles se santiguaron.

—No te maldigo —dijo ella—. Te bendigo. El mal que caiga sobre ti será como castigo de Dios, porque miraste a sus hijos y sólo viste esclavos. Jesús lo advirtió: «Quien haga daño a uno de estos pequeños, será mejor que se ate al cuello una piedra de molino y se arroje al mar.»

—Incluso el diablo puede citar las escrituras —dijo Segovia. Pero su voz no sonaba muy confiada.

—Recuerda esto, Cristóforo. Cuando todo esté perdido, cuando tus enemigos te hayan sumido en las profundidades de la desesperación, ven a mí humildemente y te ayudaré a realizar la obra de Dios en este lugar.

—Dios me ayudará a realizar su obra —dijo Cristóforo—. No necesito ninguna bruja pagana cuando lo tengo a Él de mi lado.

—No estará de tu lado hasta que hayas pedido perdón a esta gente por pensar que eran salvajes.

Le dio la espalda y entró en la casa.

En el exterior, los españoles se gritaron entre sí unos instantes. Algunos de ellos querían cogerla y darle muerte en el acto. Pero Cristóforo se lo impidió. Furioso como estaba, sabía que ella había visto cosas que sólo Dios y él conocían.

Además, los españoles estaban en inferioridad numérica. Cristóforo era, sobre todo, prudente. Uno no se enzarza en batalla a menos que sepa que va a ganar… ésta era su filosofía.

Cuando se marcharon, Diko volvió a salir de la casa. Nugkui estaba pálido.

—¿Cómo te atreves a enfurecer tanto a los hombres blancos? ¡Ahora se harán amigos de Guacanagarí y nunca volverán a visitarnos!

—No los querrás como amigos hasta que aprendan a ser humanos —dijo Diko—. Guacanagarí les suplicará que sean amigos de otros antes de que esta historia se termine. Pero te digo una cosa: no importa lo que pase, que se sepa que no debe causarse ningún daño al que llaman Colón, el del pelo blanco, el cacique. Díselo a cada aldea y clan: si dañáis a Colón, la maldición de Ve-en-la-Oscuridad caerá sobre vosotros.

Nugkui se la quedó mirando.

—No te preocupes, Nugkui. Creo que Colón regresará.

—Tal vez yo no quiera que regrese —replicó él—. ¡Tal vez sólo quiera que tú y él os marchéis!

Pero sabía que el resto de la tribu no permitiría que ella se marchara. Así que Diko no dijo nada, hasta que se volvió y se perdió en el bosque. Sólo entonces regresó a su casa, donde se sentó en su jergón y se echó a temblar. ¿No era exactamente esto lo que había planeado? ¿Enfurecer a Cristóforo pero plantar en su mente las semillas de la transformación? Sin embargo, pese a todas las veces que había imaginado el encuentro, nunca había contado con lo poderoso que era Cristóforo en persona. Le había observado, había visto el poder que tenía sobre la gente, pero nunca le había mirado a los ojos hasta ese día. Y eso la dejó tan perturbada como a cualquiera de los europeos que se habían enfrentado a él. Ni siquiera Tagiri tenía tanto fuego ardiendo en la mirada como este hombre. No era extraño que los Intervencionistas le hubieran elegido como herramienta. Pasara lo que pasase, Cristóforo prevalecería.

¿Cómo había podido imaginar que sería capaz de domar a este hombre y doblegarlo para su propio plan?

«No —se dijo en silencio—, no, no estoy tratando de domarlo. Sólo trato de enseñarle una forma mejor y más veraz de cumplir su propio sueño. Cuando comprenda eso, sus ojos me mirarán con amabilidad, no con furia.»


Fue un largo viaje montaña abajo, en especial porque algunos de los hombres parecían dispuestos a desfogar su furia con la niña, Chipa. Cristóforo estaba sumido en sus propios pensamientos cuando se dio cuenta de que Pedro hacía todo lo posible por protegerla de los empujones e imprecaciones de Arana y Gutiérrez.

—Dejadla en paz —dijo.

Pedro le miró con gratitud. Y también la niña.

—No es una esclava —dijo Cristóforo—. Ni un soldado. Nos ayuda por propia voluntad, para que le enseñemos la fe de Cristo.

—¡Es una bruja pagana, igual que la otra! —replicó Arana.

—Tened cuidado con lo que decís.

Arana inclinó hoscamente la cabeza, reconociendo el rango superior de Colón.

—Si Pinzón no regresa, necesitaremos la ayuda de los nativos para construir otra nao. Sin esta niña, tendríamos que volver a intentar hablar con ellos por medio de signos, gruñidos y gestos.

—Vuestro paje está aprendiendo su parla —dijo Arana.

—Mi paje ha aprendido una docena de palabras.

—Si le sucede algo a la niña —dijo Arana—, siempre podríamos volver aquí arriba y apresar a esa puta negra y convertirla en nuestra intérprete.

—Ella nunca os obedecería —replicó Chipa, furiosa.

Arana se echó a reír.

—¡Oh, para cuando acabemos con ella, obedecerá, tenlo por seguro! —Su risa se hizo más oscura, más fea—. Y sería bueno para ella aprender cuál es su sitio en el mundo.

Cristóforo oyó las palabras de Arana y se sintió incómodo. Una parte de él estaba completamente de acuerdo con los sentimientos de aquel hombre. Pero otra parte no podía dejar de recordar lo que había dicho Ve-en-la-Oscuridad. Hasta que viera a los nativos como iguales…

El pensamiento le hizo estremecerse. ¿Estos salvajes, sus iguales? Si Dios pretendiera que fueran sus iguales, los habría hecho nacer como cristianos. Sin embargo, no podía negarse que Chipa era tan lista y tenía tan buen corazón como cualquier niña cristiana. Quería que le enseñaran la palabra de Cristo y que la bautizaran.

Instruidla, bautizadla, ponedle una hermosa saya y seguiría siendo oscura de piel y fea. Igual se podría poner un vestido a un mono. Ve-en-la-oscuridad negaba la naturaleza al pensar que podía ser de otra forma. Obviamente, era el último esfuerzo del diablo por detenerle, por distraerlo de su misión. Igual que había hecho que Pinzón se marchara con la Pinta.

Casi había oscurecido cuando regresó a la empalizada donde los españoles estaban acampados. Al oír los sonidos de las risas y la jarana, estuvo a punto de dejarse llevar por la furia ante la falta de disciplina, hasta que advirtió a qué era debido. Allí, de pie ante una gran fogata, obsequiando a los marineros congregados con algún relato inventado, estaba Martín Alonso Pinzón. Había vuelto.

Mientras Cristóforo cruzaba la zona despejada entre la puerta del fuerte y la hoguera, los hombres que rodeaban a Pinzón repararon en su presencia y guardaron silencio, expectantes. También Pinzón observó a Colón aproximarse. Cuando estaba lo bastante cerca para no tener que gritar, Pinzón dio comienzo a sus excusas.

—Capitán general, no podéis imaginar mi desazón cuando os perdí en la niebla cuando veníamos de Colba.

«Vaya mentira —pensó Cristóforo—. La Pinta era aún claramente visible después de que las brumas de la costa desaparecieran.»

—Pero pensé: ¿por qué no explorar por separado? Nos detuvimos en la isla de Babeque, donde los colbanos dijeron que encontraríamos oro, pero no había ni una onza. Pero al este de allí, a lo largo de la costa de esa isla, había enormes cantidades. ¡Por un trocito de lazo me dieron piezas de oro del tamaño de dos dedos y a veces tan grandes como mi mano!

Extendió la manaza, enorme y callosa.

Cristóforo siguió sin contestar, aunque se hallaba a menos de cinco pasos del capitán de la Niña. Fue Segovia quien dijo:

—Naturalmente, haréis una descripción completa de este oro y lo añadiréis al tesoro común.

Pinzón se puso rojo.

—¿De qué me acusáis, Segovia? —demandó.

«Podría acusaros de traición —pensó Cristóforo—. Sin duda, de motín. ¿Por qué habéis vuelto? ¿Por que no podíais avanzar contra el viento de levante como yo? ¿O porque os disteis cuenta de que cuando regreséis a España sin mí habrá preguntas que no podréis responder? Así que no sólo sois desleal e indigno de confianza, sino que también sois demasiado cobarde para completar vuestra traición.»

Sin embargo, no dijo nada de esto. La furia de Cristóforo contra Pinzón, aunque estaba tan justificada como su ira hacia Ve-en-la-Oscuridad, no tenía nada que ver con el motivo por el que Dios le había enviado allí. Aunque los oficiales reales compartieran su desprecio hacia Pinzón, todos los marineros lo miraban como si fuera Carlomagno o el Cid. Si Cristóforo lo convertía en su enemigo, perdería el control sobre la tripulación. Segovia, Gutiérrez y Arana no comprendían esto. Creían que la autoridad dimanaba del rey. Pero Cristóforo sabía que la autoridad surgía de la obediencia. En aquel lugar, entre aquellos hombres, Pinzón tenía mucha más autoridad que el rey. Así que se tragaría su ira para poder utilizar a Pinzón para cumplir la obra de Dios.

—No os acusa de nada —dijo Cristóforo—. ¿Cómo puede nadie pensar en acusaros? El que se perdió ha sido hallado. Si tuviéramos un carnero cebado, lo haría sacrificar ahora mismo en vuestro honor. En nombre de sus majestades, os doy la bienvenida, capitán Pinzón.

Pinzón se mostró visiblemente aliviado, pero en sus ojos asomó también una expresión taimada. «Cree que tiene una mano mejor —pensó Cristóforo—. Piensa que puede salirse con la suya en todo. Pero cuando regresemos a España, Segovia apoyará mi visión de los acontecimientos. Veremos entonces quién tiene mejor mano.»

Cristóforo sonrió y abrazó al mentiroso hijo de puta.


Hunahpu vio a tres forjadores taráscanos que manejaban la barra de hierro que les había enseñado a fundir, usando el carbón que les había enseñado a fabricar. Los vio probarla contra espadas de bronce y puntas de flecha. Los vio probarla otra vez contra piedra. Y cuando acabaron, los tres se postraron en el suelo ante él.

Hunahpu esperó pacientemente hasta que su muestra de obediencia terminó: era el respeto debido a un héroe de Xibalba, les impresionara el hierro o no. Entonces les dijo que se levantaran del suelo y se alzaran como hombres.

—Los señores de Xibalba os han observado durante años. Vieron cómo trabajabais el bronce. Os vieron a los tres trabajando el hierro. Y discutieron entre sí. Algunos querían destruiros. Pero otros dijeron: «No, los taráscanos no están sedientos de sangre como los mexica o los tlaxcalanos. No usarán este metal negro para matar a miles de hombres para que los campos estériles ardan bajo el sol, sin nadie para plantar maíz.»

No, no, reconocieron los taráscanos.

—Así que ahora os ofrezco la misma alianza que ofrecí a los zapotecas. Habéis oído la historia una docena de veces ya.

Sí, así era.

—Si juráis que nunca más tomaréis una vida humana como sacrificio a ningún dios y que sólo iréis a la guerra para defenderos o para proteger a otros pueblos amantes de la paz, os enseñaré aún más secretos. Os enseñaré cómo hacer este metal negro aún más duro, hasta que brille como la plata.

Haríamos cualquier cosa por conocer estos secretos. Sí, hacemos este juramento. Obedeceremos al gran Un-Hunahpu en todas las cosas.

—No estoy aquí para ser vuestro rey. Ya lo tenéis. Os pido solamente que mantengáis esta alianza. Y luego dejad que vuestro propio rey sea como un hermano para Na-Yaxhal, el rey de los zapotecas, y dejad que los taráscanos sean hermanos de los zapotecas. Ellos son amos de las grandes canoas que surcan la mar abierta, y vosotros sois los amos del fuego que convierte la piedra en metal. Les enseñaréis todos los secretos del metal y ellos os enseñarán todos los secretos de la construcción de barcos y la navegación. ¡O regresaré a Xibalba y le diré a los señores que desagradecéis el don del conocimiento!

Ellos escuchaban con los ojos muy abiertos, prometiéndolo todo. Sus palabras serían transmitidas muy pronto al rey, pero cuando le mostraran lo que podía hacer el hierro, y le advirtieran de que Un-Hunahpu sabía cómo hacer un metal aún más duro, estaría de acuerdo con la alianza.

El plan de Hunahpu quedaría entonces completado. Los mexica y los tlaxcalanos estarían rodeados por un enemigo con armas de hierro y navios grandes y rápidos. «Huitzilopochtli, viejo tramposo, tus días como bebedor de sangre humana están contados.»

«Lo he conseguido —pensó Hunahpu—, y antes de lo planeado. Aunque Kemal y Diko fracasaran, yo habré suprimido la práctica del sacrificio humano, unido a los pueblos de Mesoamérica y les habré dado la suficiente tecnología para poder resistir a los europeos cuando vengan.»

Sin embargo, mientras se felicitaba, Hunahpu sintió una oleada de nostalgia. «Que Diko esté viva —rezó en silencio—. Que haga su trabajo con Colón y lo convierta en un puente entre Europa y América, para que nunca se produzca una fatídica guerra.»


Era la hora de la cena en el campamento español. Todos los hombres y oficiales se habían reunido a comer, a excepción de los cuatro marinos que montaban guardia en la empalizada y los dos que vigilaban el barco. Cristóforo y los otros oficiales comían separados del resto, pero la misma comida: la mayor parte había sido proporcionada por los indios.

Sin embargo, no la servían los indios. Los hombres se servían solos y los grumetes de los barcos servían a los oficiales. Habían tenido serias dificultades con eso, empezando con el momento en que Chipa se negó a traducir las órdenes de Pinzón a los indios.

—No son criados —dijo Chipa—. Son amigos.

En respuesta, Pinzón empezó a golpear a la niña. Cuando Pedro trató de intervenir, Pinzón lo derribó y le propinó también una buena paliza. Cuando el capitán general exigió que pidiera disculpas, Pinzón accedió alegremente a hacerlo ante Pedro.

—No tendría que haber tratado de detenerme, pero es vuestro paje y pido disculpas por golpearlo cuando eso debía de haber corrido por cuenta vuestra.

—A la niña también —dijo Colón.

A lo cual Pinzón respondió escupiendo y diciendo:

—La pequeña puta se negó a hacer lo que se le decía. Fue insolente. Los criados no pueden hablar así a los caballeros.

«¿Desde cuándo es Pinzón un caballero?», pensó Pedro. Pero se mordió la lengua. Era un asunto para el capitán general, no para un paje.

—Ella no es vuestra criada —dijo Colón.

Pinzón se echó a reír, insolente.

—Todos los cobrizos son criados por naturaleza.

—Si fueran criados por naturaleza —respondió Colón—, no tendríais que golpearlos para que os obedecieran. Hay que ser muy valiente para golpear a una niña pequeña. Sin duda escribirán canciones sobre vuestro valor.

Eso fue suficiente para hacer callar a Pinzón… al menos en público. Desde entonces, no había habido ningún otro intento de obligar a los indios a servirles. No obstante, Pedro sabía que Pinzón no había olvidado ni perdonado el desprecio en la voz del capitán general, ni la humillación de haber sido obligado a retractarse. Pedro incluso había instado a Chipa a marcharse.

—¿Marcharme? —dijo ella—. No hablas taino lo bastante bien para que yo me marche.

—Si algo sale mal, Pinzón te matará. Sé que lo hará.

—Ve-en-la-Oscuridad me protegerá.

—Ve-en-la-Oscuridad no está aquí —dijo Pedro.

—Entonces tú me protegerás.

—Oh, sí, ha salido muy bien esta vez.

Pedro no podía protegerla y ella no quería marcharse. Eso significaba que vivía en constante ansiedad, viendo cómo los hombres miraban a Chipa, cómo susurraban a espaldas del capitán general, cómo daban muchos signos de solidaridad a Pinzón. Pedro se daba cuenta de que se estaba cociendo un sangriento motín. Sólo aguardaban la ocasión. Cuando trataba de hablar al respecto con el capitán general, Colón se negaba a escucharlo, le decía que sabía que los hombres favorecían a Pinzón, pero que no se rebelarían contra la autoridad de la corona. Si Pedro fuera capaz de creerlo…

Así que esta noche dirigía a los grumetes para que sirvieran a los oficiales. Las frutas desconocidas se habían vuelto familiares, y toda comida era un festín. Los hombres parecían más sanos que nunca antes del viaje. Por las apariencias externas todo era perfectamente agradable entre el capitán general y Pinzón. Pero según consideraba Pedro, los únicos hombres con los que Colón podría contar en una crisis eran él mismo, Segovia, Arana, Gutiérrez, Escobedo y Torres. En otras palabras, los oficiales reales y el paje del propio capitán general. Los grumetes y algunos de los artesanos también estarían de parte de Colón en sus corazones, pero no se atreverían a alzarse contra los demás. En ese aspecto, los oficiales reales no sentían tampoco ninguna lealtad personal hacia Colón. Ésta iba dirigida solamente a la idea de orden y disciplina. No, cuando llegaran los problemas, Colón se encontraría casi sin amigos.

En cuanto a Chipa, acabarían con ella. «La mataré yo mismo —pensó Pedro— antes de permitir que Pinzón le ponga las manos encima. La mataré, y luego me mataré yo. Aún mejor, ¿por qué no matar a Pinzón? Ya que estoy pensando en asesinar, ¿por qué no golpear al que odio en vez de a los que amo?»

Ésos eran los sombríos pensamientos de Pedro mientras le tendía otro cuenco con rebanadas de melón a Martín Pinzón. El capitán le hizo un guiño y sonrió. «Sabe qué estoy pensando y se ríe de mí —advirtió Pedro—. Sabe que sé lo que está planeando. Sabe también que estoy indefenso.»

De repente un terrible estallido sacudió la noche. Casi de inmediato la tierra se agitó y una ráfaga de viento surgido del mar derribó a Pedro. Tropezó contra Pinzón, y al instante el hombre empezó a golpearlo y a maldecirlo. Pedro se zafó de él lo más rápidamente posible, y pronto quedó claro incluso para Pinzón que no era la torpeza de Pedro lo que había causado la colisión. La mayoría de los hombres se había tambaleado ante la explosión y el aire se había llenado de humo y cenizas. Más denso cerca del agua.

—¡La Pintal —exclamó Pinzón. De inmediato todos comprendieron el grito y corrieron a través del denso humo hacia la orilla.

La Pinta no estaba ardiendo. Simplemente, no estaba ya allí.

La brisa de la noche despejaba gradualmente el humo cuando finalmente encontraron a los dos hombres que se suponía estaban de guardia. Pinzón ya los estaba golpeando con el plano de la espada antes de que Colón pudiera encontrar un par de hombres para que lo sujetaran.

—¡Mi nao! —chilló Pinzón—. ¿Qué le habéis hecho a mi nao?

—Si dejáis de gritarles y golpearlos, quizá podamos enterarnos de qué ha sucedido —dijo Colón.

—¡Mi barco ha desaparecido y ellos tenían que vigilarlo! —chilló Pinzón, luchando por librarse de los hombres que lo sujetaban.

—Era mi nao, concedida por el rey y la reina —dijo Colón—. ¿Os comportaréis como un caballero, señor?

Pinzón asintió furioso, y los hombres lo soltaron.

Uno de los hombres encargados de la guadia era Rascón, copropietario de la Pinta.

—Martín, lo siento, ¿qué podíamos hacer? Nos hizo subir al bote y remar hasta la orilla. Y luego nos obligó a agazaparnos tras esa roca. Y entonces la nao… voló.

—¿Quién? —le preguntó Colón, ignorando el hecho de que Rascón había informado a Pinzón en vez de al capitán general.

—El hombre que lo hizo.

—¿Dónde está ahora?

—No puede hallarse lejos.

—Se fue por allí—dijo Gil Pérez, el otro guardián.

—Señor Pinzón, ¿seríais tan amable de organizar una partida?

Pinzón, ya con su furia enfocada adecuadamente, dividió de inmediato a los hombres en partidas de búsqueda, sin olvidarse de dejar un buen contingente detrás para proteger la empalizada contra robos o sabotajes. Pedro no pudo dejar de reconocer que Pinzón era un buen líder, de mente rápida y capaz de hacerse comprender y obedecer al punto. En lo referido a Pedro, eso sólo lo hacía más peligroso aún.

Cuando los hombres se dispersaron, Colón se acercó a la orilla y contempló los muchos trozos de madera que flotaban sobre las olas.

—Ni siquiera si toda la pólvora de la Pinta explotara a la vez se habría destruido la nao tan completamente.

—¿Qué puede haberlo hecho, señor? —preguntó Pedro.

—Dios —dijo el capitán general—. O quizás el diablo. Los indios no conocen la pólvora. Si encuentran a ese hombre que supuestamente lo hizo, ¿piensas que podría ser un moro?

Así que el capitán general recordaba la maldición de la bruja de la montaña. Una calamidad tras otra. ¿Qué podía ser peor que esto, perder el último navio?

Pero cuando lo encontraron, resultó que el hombre no era moro. Ni tampoco indio. Era blanco y barbudo, un hombre grande, fuerte. Sus ropas habían sido obviamente extrañas antes de que los marineros se la arrancaran. Lo sostenían, con un garrote alrededor del cuello, y lo obligaron a arrodillarse delante del capitán general.

—Fue todo lo que pude hacer para mantenerle vivo lo suficiente para que hablarais con él, señor —dijo Pinzón.

—¿Por qué habéis hecho esto? —preguntó Colón.

El hombre respondió en español. Cargado de acento, pero comprensible.

—Cuando me enteré de vuestra expedición juré que si teníais éxito, nunca regresaríais a España.

—¿Por qué? —demandó el capitán general.

—Mi nombre es Kemal —dijo el hombre—. Soy turco. No hay más Dios que Alá, y Mahoma es su Profeta.

Los hombres murmuraron airados. Infiel. Pagano. Diablo.

—Pero regresaré a España —dijo Colón—. No me habéis detenido.

—Loco —contestó Kemal—. ¿Cómo regresaréis a España cuando estáis rodeado de enemigos?

Pinzón rugió de inmediato.

—¡Tú eres el único enemigo, infiel!

—¿Cómo creéis que llegué aquí, sin la ayuda de alguno de ésos?

Con la cabeza, indicó a los hombres que lo rodeaban. Entonces miró a Pinzón a los ojos y le hizo un guiño.

—¡Mentiroso! —chilló Pinzón—. ¡Matadlo! ¡Matadlo!

Los hombres que retenían al turco obedecieron al instante, aunque Colón alzó la voz y gritó para que se detuvieran. Era posible que en el clamor de furia no le oyeran. Y el turco no tardó mucho en morir. En vez de estrangularlo, tensaron tanto el garrote y lo retorcieron con tanta fuerza que éste le rompió el cuello y con sólo una o dos sacudidas murió.

Por fin el tumulto cesó. En medio del silencio, el capitán general tomó la palabra.

—Locos. Lo habéis matado demasiado rápido. No nos ha dicho nada.

—¿Qué podría habernos dicho, excepto mentiras? —dijo Pinzón.

Colón le dirigió una mirada larga y medida.

—Nunca lo sabremos, ¿verdad? Por lo que puedo decir, los únicos que se alegrarían de eso serían aquellos a quienes podría haber nombrado como conspiradores.

—¿De qué me estáis acusando? —demandó Pinzón.

—No os he acusado de nada.

Sólo entonces pareció advertir Pinzón que sus propias acciones habían apuntado hacia él el dedo de la sospecha. Empezó a asentir, y luego sonrió.

—Ya veo, capitán general. Finalmente habéis encontrado un modo de desacreditarme, aunque haya hecho falta volar mi carabela para ello.

—Cuidado con lo que le decís al capitán general —se alzó la voz de Segovia entre la multitud.

—Que tenga cuidado con lo que me dice él a mí. No tenía por qué traer la Pinta hasta aquí. He demostrado mi lealtad. Todos me conocen. No soy el extranjero. ¿Cómo sabemos que este Colón es cristiano siquiera, mucho menos genovés? Después de todo, esa bruja negra y la pequeña puta intérprete conocían su lengua materna, cuando ningún español honrado podría hacerlo.

Pinzón no estaba presente en esa ocasión, advirtió Pedro. Obviamente, se había hablado mucho sobre quién hablaba qué lenguaje con quién.

Colón lo miró con firmeza.

—No habría habido ninguna expedición si yo no me hubiera pasado media vida luchando por ella. ¿La destruiría ahora, cuando el éxito estaba tan cerca?

—¡Nunca nos habríais llevado de regreso a casa de todas formas, loco engreído! —gritó Pinzón—. Por eso regresé, porque vi lo difícil que era navegar hacia el este contra el viento. Sabía que no sois lo bastante marinero para devolver a casa a mi hermano y mis amigos.

Colón se permitió un atisbo de sonrisa.

—Si fuerais tan buen marinero, sabríais que al norte el viento que prevalece sopla de poniente.

—¿Y cómo lo sabéis? —El desprecio de la voz de Pinzón era clamoroso.

—Estáis hablando al comandante de la flota de sus majestades —advirtió Segovia.

Pinzón guardó silencio; quizás había hablado más abiertamente de lo que pretendía, al menos por el momento.

—Cuando vos erais pirata —dijo Colón tranquilamente—, recorrí las costas de África con los portugueses.

Por el gruñido de los hombres, Pedro supo que el capitán general acababa de cometer un grave error. La rivalidad entre los hombres de Palos y los marineros de la costa portuguesa era intensa, tanto más cuando los portugueses eran tan claramente mejores marinos, pues llegaban a lugares más remotos. Y lanzarle a Pinzón a la cara sus días de piratería… bueno, eso era un delito del que todo Palos era culpable, durante los durísimos días de la guerra contra los moros, cuando el comercio normal era imposible. Colón podría haber reforzado sus credenciales como marino, pero lo hizo al coste inmediato de perder los pocos vestigios de lealtad que pudiera tener entre los hombres.

—Retirad el cadáver —dijo el capitán general. Entonces les dio la espalda y regresó al campamento.

El mensajero de Guacanagarí no podía dejar de reír mientras contaba la historia de la muerte del Hombre Silencioso.

—¡Los hombres blancos son tan estúpidos que lo mataron primero y lo torturaron después!

Diko sintió alivio al oír la noticia. Kemal había muerto rápidamente. Y la Pinta había sido destruida.

—Debemos vigilar la aldea de los hombres blancos —dijo—. Los hombres blancos se volverán pronto contra su cacique. Debemos asegurarnos de que venga a Ankuash y no a cualquier otro poblado.

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