10 LLEGADAS

¿Dijo el Señor que Cristóforo sería el primero en ver la nueva tierra? Si lo hizo, entonces la profecía debía cumplirse. Pero si no lo hizo, entonces Cristóforo podía permitir que Rodrigo de Triana reclamara el honor de haber sido el primero en avistar tierra. ¿Por qué no lograba recordar las palabras exactas que le había dicho el Señor? Era el momento más importante en su vida hasta entonces, y las palabras se le escapaban por completo.

Pero no había ningún error. A la luz de la luna que se filtraba a través de las nubes, todo el mundo pudo ver la tierra; Rodrigo de Triana con su vista de lince la había vislumbrado por primera vez hacía una hora, a las dos de la madrugada, cuando no era más que una sombra de distinto color en el horizonte occidental. Los otros marineros se habían congregado a su alrededor, ofreciéndole sus felicitaciones y recordándole alegremente sus deudas, reales e imaginarias. No era de extrañar, pues se había prometido al primero en avistar tierra una renta vitalicia de diez mil maravedíes al año. Era suficiente para mantener una bella casa con criados; aquello haría de Triana un caballero.

¿Pero qué era, entonces, lo que Cristóforo había visto antes, a las diez de la noche? La tierra debía estar también cerca, apenas cuatro horas antes de que de Triana la viera. Cristóforo había visto una luz, moviéndose arriba y abajo, como haciéndole señales, como llamándole para que continuara. Dios le había mostrado tierra, y si quería que se cumpliera la palabra del Señor, debía reclamarla.

—Lo siento, Rodrigo —dijo Cristóforo desde su puesto junto al timón—. Pero la tierra que ahora veis es sin duda la misma que yo vi a las diez.

El silencio se apoderó del grupo.

—Don Pedro Gutiérrez vino a mi vera cuando le llamé —dijo Cristóforo—. Don Pedro, ¿qué vimos ambos?

—Una luz —contestó Don Pedro—. A poniente, donde ahora se extiende tierra.

Era el mayordomo del rey… o, por decirlo claramente, el espía de Fernando. Todo el mundo sabía que no era amigo de Colón. Sin embargo, para los marineros, todos los caballeros eran conspiradores contra ellos, como ciertamente parecía en esta ocasión.

—Fui yo quien gritó «tierra» antes que nadie —dijo De Triana—. Vos no disteis señal alguna, Don Cristóbal.

—Admito que dudé —dijo Cristóforo—. El mar estaba encrespado y dudé que la tierra pudiera hallarse tan cerca. Me convencí de que no era posible y por eso no dije nada porque no quería levantar falsas esperanzas. Pero Don Pedro es mi testigo de que la vi y ahora todos comprobamos que es verdad.

De Triana se enfureció ante lo que parecía un claro robo.

—Todas estas horas me he quemado los ojos mirando hacia poniente. Una luz en el cielo no es tierra. ¡Nadie vio tierra antes que yo, nadie!

Sánchez, el inspector real (el representante oficial del rey y el veedor del viaje) habló inmediatamente. Su voz recorrió la cubierta.

—Ya basta. En el viaje del rey, ¿se atreve alguien a cuestionar la palabra de su almirante?

Era una osadía por su parte, pues el título de Almirante de la Mar Océano sólo le pertenecería a Colón si llegaba a Cipango y regresaba a España. Y Cristóforo sabía bien que la noche anterior, cuando Don Pedro afirmó que veía la misma luz, Sánchez había insistido en que no había luz ninguna, que no había nada a poniente. Si alguien dudaba de que Cristóforo había sido el primero en avistar tierra, ése era Sánchez. Sin embargo, había apoyado si no el testimonio de Colón, sí su autoridad.

Eso sería suficiente.

—Rodrigo, vuestros ojos son sin duda agudos —dijo Cristóforo—. Si alguien en la costa no hubiera encendido una luz (una antorcha, o una fogata), yo no habría visto nada. Pero Dios guió mis ojos hacia la costa por esa luz y vos simplemente confirmáis lo que Dios ya me había mostrado.

Los hombres guardaban silencio, pero Cristóforo sabía que no estaban contentos.

Un momento antes se alegraban del súbito enriquecimiento de uno de los suyos; como de costumbre veían que arrancaban la recompensa de las manos del plebeyo. Asumirían, por supuesto, que Cristóforo y Don Pedro mentían, que actuaban por codicia. No comprenderían que iba en misión divina y que sabía que Dios le daría riquezas de sobra sin tener que quitárselas al marino común. Pero Cristóforo no se atrevía a dejar de cumplir las instrucciones del Señor en cada caso concreto. Si Dios le había ordenado que fuera el primero en volver los ojos hacia los lejanos reinos del Oriente, entonces Cristóforo no incumpliría la voluntad de Dios en esto, ni siquiera por simpatía hacia De Triana. Ni podría compartir con él a partes iguales la recompensa, pues correría la voz y la gente asumiría que lo que le hizo dar el dinero no fue la piedad y la compasión sino más bien la culpa. Su reclamación de haber visto tierra debía quedar indiscutida para siempre, no fuera que la voluntad de Dios fuera deshecha. En cuanto a Rodrigo de Triana, Dios sin duda le proporcionaría una compensación por su pérdida.

Habría sido agradable si, ahora que tantos esfuerzos estaban a punto de dar sus frutos, Dios dejara que algo fuera sencillo.


Ninguna medida es exacta. Se suponía que el campo temporal habría de formar una esfera perfecta que envolviera exactamente el interior de la semiesfera, enviando al pasajero y su equipo atrás en el tiempo mientras dejaba en el futuro el cuenco de metal. En cambio, Hunahpu se encontró meciéndose suavemente en una porción del cuenco, un fragmento de metal tan fino que le permitía ver hojas a través de él. Por un momento se preguntó cómo salir, pues un metal tan delgado sin duda tendría un filo capaz de cortarle la piel. Pero entonces el metal se quebró bajo la tensión y cayó en finas virutas al suelo. El equipo se desplomó entre los frágiles fragmentos.

Hunahpu se levantó y caminó torpemente, recogiendo los finos fragmentos con cuidado y apilándolos cerca de la base de un árbol.

Su mayor temor al hacerlo desembarcar era que la esfera de su campo temporal cortara un árbol, haciendo que la parte superior cayera como un ariete sobre Hunahpu y su equipo. Así que lo habían colocado lo más cerca de la playa que pudieron, pero sin correr el riesgo de que cayera en el océano. Pero las medidas no fueron exactas. Un enorme árbol se encontraba a menos de tres metros del borde del campo.

No importaba. No había alcanzado el árbol. El leve error de cálculo en el tamaño del campo había servido al menos para incluir más equipo en vez de cortarlo. Y con suerte se habrían acercado lo suficiente al marco temporal adecuado para que llevara a cabo su misión antes de que llegaran los europeos.

Eran las primeras horas de la mañana y el mayor peligro de Hunahpu sería que lo localizaran demasiado pronto. Habían elegido esta parte de la playa porque apenas era visitada; sólo si hubieran fallado el blanco en varias semanas lo vería alguien. Pero tenía que actuar como si fuera a suceder lo peor. Tenía que ser cuidadoso.

Pronto lo escondió todo entre los matorrales. Se roció de nuevo con repelente de insectos, sólo para asegurarse, y empezó a llevar el material desde la playa hasta el escondite que había seleccionado entre las rocas, un kilómetro tierra adentro. Le ocupó casi todo el día. Entonces descansó, y se permitió el lujo de reflexionar sobre su futuro. «Estoy aquí, en la tierra de mis antepasados, o al menos en un lugar cercano a ella. No hay retirada posible. Si no lo consigo, acabaré siendo un sacrificio a Huitzilipochtli o quizás a algún dios zapoteca. Aunque Diko y Kemal lo consiguieran, su objetivo está a años en el futuro de este lugar en el que yo me encuentro ahora. Estoy solo en este mundo y todo depende de mí. Aunque los otros fracasen, en mi mano está deshacer a Colón. Todo lo que tengo que hacer es convertir a los zapotecas en una gran nación, unirlos a los taráscanos, acelerar el desarrollo de los trabajos con hierro y la construcción de barcos, bloquear a los tlaxcalanos, derrocar a los mexica y preparar a esta gente para una nueva ideología que no incluya los sacrificios humanos. ¿Quién no podría hacer eso?»

Le había parecido tan fácil sobre el papel… Tan lógico, una progresión tan sencilla de un paso al siguiente. Pero entonces sin conocer a nadie en aquel lugar, completamente solo con un equipo realmente patético y que no podía ser reemplazado o sustituido si fallaba…

«Ya basta —se dijo—. Aún tengo unas cuantas horas antes del anochecer. Debo averiguar cuándo he llegado. Tengo una cita a la que acudir.»

Antes de la noche, localizó la aldea zapoteca más cercana, Atetulka, y, como la había observado una y otra vez con el TruSite II, reconoció qué día era a partir de lo que veía hacer a la gente. No había habido ningún error de importancia en el campo temporal, por lo menos en lo referido a la fecha. Había llegado cuando debía y tenía la opción de darse a conocer por la mañana.

Dio un respingo ante la idea de lo que tendría que hacer para prepararse y luego regresó a su escondite. Esperó al jaguar que había observado tantísimas veces, lo derribó con un dardo tranquilizante, luego lo mató y lo despellejó para poder llegar a Atetulka vestido con su piel. No pondrían fácilmente la mano encima de un Hombre Jaguar, sobre todo cuando se identificara con un rey maya del inescrutable inframundo de Xibalba. Los días de la grandeza maya se habían perdido ya en el pasado, pero eran bien recordados de todas formas. Los zapotecas vivían perpetuamente a la sombra de la gran civilización maya de siglos atrás. Los Intervencionistas se habían presentado ante Colón vestidos a la imagen del Dios en el que creía; Hunahpu haría lo mismo. La diferencia era que tendría que vivir con la gente a la que iba a engañar y seguir manipulándola con éxito durante el resto de su vida. Todo esto pareció una idea magnífica en su momento.


Cristóforo no dejó que ninguna de las naos se acercara a tierra hasta el amanecer. Era una costa desconocida y, aunque estaban impacientes por poner de nuevo pie en tierra firme, no tenía sentido arriesgarse a perder un barco cuando podría haber arrecifes o rocas.

La llegada del día demostró que tenía razón. Los bajíos eran peligrosos y sólo gracias a su destreza consiguió Colón guiarlos a la costa. «A ver quién dice ahora que no soy marino —pensó Cristóforo—. ¿Podría haberlo hecho Pinzón mejor que yo?»

Sin embargo, ninguno de los marineros parecía dispuesto a darle crédito por su navegación. Todavía estaban molestos por el asunto de la recompensa de Rodrigo de Triana. Bueno, que rabiaran. Ya habría suficientes recompensas para todos cuando terminara este viaje. ¿No había prometido el Señor todo el oro que pudiera transportar una gran flota? ¿O es que acaso la memoria de Colón había inventando lo que el Señor había dicho?

«¿Por qué no se me permitió escribirlo cuando aún lo tenía fresco en la mente?» Pero se lo habían prohibido, y por eso Cristóforo tenía que confiar en su memoria. Había oro allí, y lo llevaría a casa.

—En esta latitud, sin duda debemos hallarnos en la costa de Cipango —le dijo a Sánchez.

—¿Eso creéis? No imagino una parte de la costa española donde no hubiera signos de habitantes humanos.

—Olvidáis la luz que vimos anoche —dijo Don Pedro.

Sánchez no dijo nada.

—¿Habéis visto alguna vez una tierra tan tupida y verde? —preguntó Don Pedro.

—Dios sonríe sobre este lugar —dijo Cristóforo—, y lo ha entregado a las manos de nuestros reyes cristianos.

Las carabelas se movían lentamente, por miedo a encallar en bajíos desconocidos. Mientras se acercaban a la luminosa playa blanca, unas figuras surgieron de las sombras del bosque.

—¡Hombres! —gritó uno de los marineros.

Y obviamente lo eran, puesto que no tenían otras ropas sino un cordón alrededor de la cintura. Eran oscuros, pero no tanto como los africanos que había visto Cristóforo. Y su pelo era liso, no rizado.

—Nunca había visto antes hombres como ésos —le dijo Sánchez.

—Eso es porque nunca antes habéis estado en las Indias —dijo Colón.

—Ni en la luna tampoco —murmuró Sánchez.

—¿No habéis leído a Marco Polo? No son chinos porque sus ojos no son oblicuos y rasgados. No hay amarillo en su tez, ni negrura, sino más bien un tono oscuro que nos indica que son de la India.

—¿Así que no es Cipango después de todo? —dijo Don Pedro.

—Una isla exterior. Quizás hemos llegado demasiado al norte. Cipango está al sur de aquí, o al suroeste. No podemos estar seguros de la precisión de las observaciones de Polo. No era navegante.

—¿Y vos lo sois? —preguntó Sánchez secamente.

Cristóforo ni siquiera se molestó en mirarlo con el desdén que le merecía.

—Dije que llegaríamos al Oriente navegando hacia poniente, señor, y aquí estamos.

—Estamos en alguna parte —dijo Sánchez—. Pero dónde se halla este lugar perdido de la mano de Dios, nadie puede decirlo.

—Por las sagradas heridas del Señor, os digo que estamos en el Oriente.

—Admiro la seguridad del almirante.

Aquí estaba otra vez, ese título: almirante.

Las palabras de Sánchez parecían expresar duda, y sin embargo le daba el título que sólo podía dársele si su expedición tenía éxito. ¿O lo usaba irónicamente? ¿Se estaba burlando de Cristóforo?

El timonel se le acercó.

—¿Nos dirigimos a tierra, señor?

—El mar se halla aún demasiado encrespado —dijo Cristóforo—. Ya veis las olas rompiendo en las rocas. Tenemos que rodear la isla y encontrar una abertura. Navegad dos puntos a poniente por el sur hasta que rodeemos el extremo meridional del arrecife, y luego a poniente.

Se señaló la misma orden a las otras dos carabelas. Los indios de la costa los saludaron, gritando algo incomprensible. Ignorantes y desnudos… no era adecuado que el emisario de unos reyes cristianos diera sus primeros pasos con la gente más pobre de esta nueva tierra. Los misioneros jesuitas habían viajado hasta los rincones más lejanos del Oriente. Alguien que supiera latín sin duda sería enviado para saludarlos, una vez que habían sido avistados.

Hacia mediodía, cuando navegaban hacia el norte por la costa occidental de la isla, encontraron una bahía que permitía una buena entrada. Ya estaba claro que se trataba de una isla tan pequeña como para ser considerada insignificante. Ni siquiera los jesuitas se molestarían con un lugar tan pequeño, así que Cristóforo decidió no esperar otro día o dos antes de encontrar a alguien digno de recibir a los emisarios del rey y la reina.

El cielo se había despejado y el sol brillaba caluroso y resplandeciente cuando Colón descendió al batel. Tras él bajaron la escala Sánchez, Don Pedro y, tembloroso como siempre, el pobre Rodrigo de Escobedo, el notario encargado de llevar el registro oficial de todo lo que se hiciera en nombre de sus majestades. Tenía buena reputación en la corte, donde era considerado un joven funcionario prometedor, pero a bordo pronto se había visto reducido a una sombra vomitante que corría de su camarote a la borda y regresaba tambaleándose… cuando tenía fuerzas para levantarse de la cama. Con el paso del tiempo, claro, se había acostumbrado un poco al mar, e incluso comía y no acababa manchando el suelo de la carabela. Pero la tormenta del día anterior lo había debilitado de nuevo, y por eso era un acto de puro coraje que lograra bajar a la costa y ejecutar el deber para el que había sido enviado. Cristóforo lo admiraba tanto por su silenciosa fuerza que había decidido que ningún cuaderno de a bordo suyo registraría el mareo de Escobedo. Que conservara su dignidad en la historia.

Cristóforo advirtió que el batel se despegaba de la carabela de Pinzón antes de que todos los oficiales reales hubieran llegado a la suya. «Que tenga cuidado, si piensa que va a ser el primero en poner el pie en esta tierra. Piense lo que piense de mí como marino, soy todavía el emisario del rey de Aragón y la reina de Castilla, y sería traición por su parte engañarme en una misión como ésta.»

Pinzón debió de darse cuenta a medio camino de la playa, porque su batel flotaba inmóvil en el agua cuando el de Cristóforo lo adelantó y llegó a la orilla. Antes de que su barca se detuviera, Colón saltó por la borda y avanzó entre las olas, empapado hasta la cintura y arrastrando la espada que llevaba colgada al cinto. Mantenía el estandarte real bien alto sobre su cabeza cuando salió del agua y caminó por la arena húmeda de la playa. Caminó hasta rebasar la línea de la marea, y en la arena seca se arrodilló y besó el suelo. Entonces se puso en pie y se volvió hacia quienes le seguían, que también se arrodillaron y besaron el suelo como él había hecho.

—Esta pequeña isla llevará ahora el nombre del santo Salvador que nos guió hasta aquí.

Escobedo escribió en el papel que guardaba en la cajita que había traído de la carabela: «San Salvador.»

—Esta tierra es ahora propiedad de sus majestades los reyes Fernando e Isabel, nuestros soberanos y servidores de Cristo.

Esperaron a que Escobedo terminara de escribir lo que había dicho Colón. Entonces Cristóforo firmó y también lo hicieron todos los presentes. Ninguno tuvo la temeridad de atreverse a firmar encima de él, ni a rebasar la mitad del tamaño de su osada rúbrica.

Sólo entonces empezaron los nativos a surgir del bosque. Había gran número de ellos, todos desnudos, ninguno armado, oscuros como la corteza de un árbol. Contra el vivido verde de los árboles y matorrales, su piel parecía casi roja. Caminaban tímidamente, deferentes, con el asombro claramente marcado en el rostro.

—¿Son todos niños? —preguntó Escobedo.

—¿Niños? —dijo Don Pedro.

—No tienen barba.

—Nuestro capitán también se afeita —dijo Don Pedro.

—No tienen pelo ninguno —repuso Escobedo.

Sánchez, al oírlos, se rió en voz alta.

—¿Están completamente desnudos y les miráis la cara para ver si son hombres?

Pinzón escuchó el chiste y se rió todavía con más fuerza, transmitiendo la anécdota. Los nativos, al oír la risa, la imitaron. Pero no pudieron dejar de extender las manos y tocar las barbas de los españoles que tenían más cerca. Estaba tan claro que no tenían mala intención que los españoles permitieron su contacto, riendo y bromeando. Sin embargo, aunque Colón no tenía barba que les atrajera, no dudaron reconocerlo como el jefe, y fue a él a quien se dirigió el más viejo de los nativos. Cristóforo probó varios idiomas con él, incluyendo el latín, el portugués y el genovés, sin conseguir nada. Escobedo probó con el griego y el hermano de Pinzón, Vicente Yáñez, con las nociones de moro que había adquirido durante sus años de contrabando en la costa.

—No tienen lenguaje ninguno —dijo Cristóforo. Entonces extendió la mano hacia el adorno de oro que el jefe llevaba en la oreja.

Sin decir palabra, el hombre sonrió, se lo quitó de la oreja y lo depositó en la mano de Cristóforo.

Los españoles suspiraron aliviados. Así que los nativos comprendían bien las cosas, con lenguaje o sin él. El oro que tuviesen pertenecía a los españoles.

—Más de esto —dijo Cristóforo—. ¿Dónde caváis para sacarlo del suelo?

Frente a la incomprensión del nativo, Colón hizo la pantomima de cavar en la arena y «encontrar» allí el adorno de oro. Entonces señaló hacia el interior de la isla.

El anciano sacudió vigorosamente la cabeza y señaló hacia el mar.

Hacia el suroeste.

—Parece que el oro no procede de esta isla —dijo Cristóforo—, Pero difícilmente podíamos esperar que un sitio tan pequeño y pobre como éste contara con una mina de oro, o habría aquí oficiales reales de Cipango para supervisar las labores de excavación.

Depositó el adorno de oro en la mano del anciano.

—Pronto veremos oro en tales cantidades que esto nos parecerá una bagatela —dijo a los otros españoles.

Pero el anciano rehusó aceptar el adorno. Volvió a dárselo a Cristóforo. Era el claro signo que éste andaba buscando. El oro de este lugar se lo entregaba Dios. Ningún hombre daría libremente algo tan precioso si Dios no lo impulsara. El sueño de Colón de lanzar una cruzada que liberara Constantinopla y luego Tierra Santa sería financiado por los adornos de los salvajes.

—Tomo esto, pues, en nombre de mis soberanos el rey y la reina de España —dijo—. Ahora iremos en busca del lugar donde nace este oro.


No era el grupo de zapotecas más seguro para encontrárselos en el bosque. Una partida de guerra, decidida a hallar un cautivo para sacrificarlo al principio de la estación de las lluvias. Su primer pensamiento sería que Hunahpu supondría una víctima espléndida. Era más alto y más fuerte que ningún hombre que hubieran visto antes, muy adecuado para un ofrecimiento de excepcional valor.

Tenía que tomar la iniciativa, aparecerse ante ellos como alguien que ya pertenecía a los dioses. Al final, virtualmente tuvo que capturarlos. Allá en Juba se sentía plenamente seguro de que su plan funcionaría. Sin embargo, rodeado de las llamadas de los pájaros y el zumbido de los insectos de las pantanosas tierras de Chiapas, el plan parecía ridículo, embarazoso y doloroso.

Tendría que imitar el sacrificio real más salvaje existente que no acabara con la muerte del rey. ¿Por qué tenían que ser los mayas tan inventivamente masoquistas?

Todo lo demás estaba preparado. Había escondido la biblioteca del futuro perdido en su lugar de descanso permanente y sellado la abertura. Había guardado todos los artículos que necesitaría más tarde en sus contenedores impermeables y memorizado los indicadores naturales permanentes que le permitirían volver a encontrarlos. Y los artículos que necesitaría durante el primer año estaban guardados en sacos que no parecerían demasiado extraños a los ojos de los zapotecas. Él mismo iba desnudo, el cuerpo pintado, el cabello cubierto de plumas y con joyas y abalorios para parecer un rey maya después de una gran victoria. Y, lo más importante, sobre su cabeza y por su espalda colgaban la cabeza y la piel del jaguar que había matado.

Tenía treinta minutos antes de que la partida de guerra de la aldea de Atetulka llegara al claro en que se encontraba. Si quería que su sangre fuera fresca tendría que esperar hasta el último minuto, y el último minuto había llegado. Suspiró, se arrodilló en la suave tierra del claro en sombras y buscó el anestésico tópico. Los mayas hacían esto sin anestesia, se recordó mientras lo aplicaba copiosamente sobre su pene y luego esperaba unos minutos a que éste perdiera la sensibilidad. Entonces, con una pistola hipodérmica, durmió toda la zona genital, con la esperanza de tener alguna oportunidad de volver a aplicar la anestesia al cabo de unas cuatro horas, cuando el efecto desapareciera.

Una auténtica aguja de manta raya y cinco de imitación compuestas de diferentes metales. Las cogió una por una y las introdujo en la piel suelta de la parte superior de su pene. La sangre chorreó copiosamente por sus piernas. La aguja de manta raya, luego las de plata, oro, cobre, bronce y hierro. Aunque no sentía dolor, al final se notó mareado. ¿Por la pérdida de sangre? Lo dudaba. Era casi con toda seguridad el efecto psicológico de perforar su propio pene. Ser rey entre los mayas era asunto serio. ¿Podría haberlo hecho sin anestesia? Hunahpu lo dudaba y alabó a sus antepasados, aunque se estremecía por su barbarie.

Cuando la partida de caza llegó silenciosa al calvero, Hunahpu se encontraba en medio de un claro de luz. La lámpara de alta intensidad que apuntaba hacia arriba entre sus piernas hacía que las espinas de metal resplandecieran y titilaran con el temblor de su cuerpo. Como Hunahpu esperaba, sus ojos fueron directos al lugar donde la sangre aún corría por sus muslos y goteaba desde la punta de su pene. También contemplaron la pintura de su cuerpo y, tal como suponía, parecieron reconocer de inmediato el significado de su aspecto. Se postraron.

—Soy Un-Hunahpu —dijo en maya. Luego lo repitió en zapoteca—. Soy Un-Hunahpu. Vengo de Xibalba ante vosotros, perros de Atetulka. He decidido que ya no seréis perros, sino hombres. Si me obedecéis, vosotros y todos los que hablan el lenguaje zapoteca seréis dueños de esta tierra. Vuestros hijos ya no subirán al altar de Huitzilopochtli, pues acabaré con el poder de los mexica, arrancaré el corazón de los tlaxcalanos y vuestros barcos tocarán las costas de todas las islas del mundo.

Los hombres tendidos en el suelo empezaron a temblar y a gemir.

—¡Os ordeno que me digáis por qué tenéis miedo, perros idiotas!

—¡Huitzilopochtli es un dios terrible! —exclamó uno de ellos. Se llamaba Yax. Hunahpu los conocía a todos, desde luego, había estudiado durante años su aldea y los individuos clave en las otras aldeas zapotecas.

—Huitzilopocthli es casi tan terrible como la Gorda Niña Jaguar —dijo Hunahpu.

Yax alzó la cabeza ante la mención de su esposa, y varios de los otros hombres se rieron.

—La Gorda Niña Jaguar te golpea con un palo cuando piensa que has plantado maíz en el campo equivocado —dijo Hunahpu—, pero tú sigues plantando donde quieres.

—¡Un-Hunahpu! —chilló Yax—. ¿Quién te habló de la Gorda Niña Jaguar?

—En Xibalba os observé a todos. Me reí de ti cuando lloraste bajo el palo de la Gorda Niña Jaguar. Y tú, Mono-come-Flor, ¿crees que no te vi orinar en las gachas del viejo Gran-Cráneo-Cero y luego hacerle tortitas con ellas? Me reí cuando se las comió.

Los otros hombres también se rieron y Mono-come-Flor alzó la cabeza con una sonrisa.

—¿Te gustó mi pequeña venganza?

—Conté tus trucos de mono a los señores de Xibalba y se rieron hasta llorar. Y cuando los ojos de Huitzilipocthli se llenaron de lágrimas, le metí los pulgares y se los saqué de las cuencas.

Con esto, Hunahpu rebuscó en la bolsa que colgaba del cordón de su cintura y sacó los dos ojos acrílicos que había traído consigo.

—Ahora Huitzilopochtli necesita a un niño que le guía por Xibalba y le cuenta qué ve. Los otros señores de Xibalba ponen obstáculos en su camino y se ríen cuando cae. Y ahora he venido aquí a la superficie de la Tierra para convertiros en personas.

—¡Construiremos un templo y te sacrificaremos a cada hombre de los mexica, oh, Un-Hunahpu! —exclamó Yax.

Exactamente la reacción que esperaba. De inmediato le lanzó uno de los ojos de Huitzilopochtli a Yax, quien soltó un alarido y se frotó el hombro allá donde lo había golpeado. Hunahpu había sido un pitcher bastante aceptable de la Pequeña Liga con una decente bola rápida.

—¡Recoged el ojo de Huitzilopochtli y prestad atención a mis palabras, perros de Atetulka!

Yax rebuscó en la tierra hasta que encontró el ojo acrílico.

—¿Por qué piensas que los señores de Xibalba se alegraron y no me castigaron cuando le arranqué los ojos a Huitzilopochtli? Porque está gordo de la sangre de tantos hombres. Era avaricioso y los mexica lo alimentaban con sangre que debería haber estado plantando grano. Ahora todos los señores de Xibalba están hartos de sangre y harán que Huitzilopochtli pase hambre hasta que vuelva ser delgado como un árbol joven.

Ellos gimieron otra vez. El temor a Huitzilopochtli era profundo (el éxito de los mexica en una guerra tras otra se había asegurado de eso), y oír amenazas tan terribles contra un dios poderoso era una pesada carga. «Bueno, son unos hijos de puta bastante duros —pensó Hunahpu—. Y les daré valor de sobra cuando llegue el momento.»

—Los señores de Xibalba han pedido a su rey que venga de un lejano país. Les prohibirá beber nunca más la sangre de hombres o mujeres. Pues el rey de Xibalba derramará su propia sangre, y cuando beban de su sangre y coman de su carne nunca volverán a tener hambre ni sed.

Hunahpu pensó en su hermano el sacerdote y se preguntó qué pensaría de lo que estaba haciendo con el evangelio cristiano. A la larga, sin duda lo aprobaría. Pero habría algunos momentos incómodos por el camino.

—Levantaos y miradme. Fingid ser hombres.

Ellos se incorporaron cuidadosamente del suelo del bosque y se lo quedaron mirando.

—Como me veis derramar aquí mi sangre, así ha derramado el rey de Xibalba la suya por los señores de Xibalba. Ellos la beberán y nunca volverán a sentir sed. Ese día los hombres dejarán de morir para alimentar a su dios. En cambio, morirán en el agua y se levantarán renacidos: luego comerán la carne y beberán la sangre del rey de Xibalba igual que hacen los señores de Xibalba. El rey de Xibalba murió en un reino muy lejano, y sin embargo vive todavía. ¡El rey de Xibalba va a regresar y hará que Huitzilopochtli se incline ante él y no le dejará beber de su sangre o comer de su sangre hasta que vuelva a estar delgado, y eso requerirá mil años, pues el viejo cerdo ha comido y bebido demasiado!

Contempló el asombro de sus rostros. Naturalmente, les resultaba difícil aceptar aquello, pero Hunahpu había elaborado con Diko y Kemal la doctrina que enseñaría a los zapotecas y repetiría estas ideas a menudo hasta que miles, millones de personas en la cuenca del Caribe las repitieran a voluntad. Eso los prepararía para la llegada de Colón, si los otros tenían éxito, pero aunque no lo tuvieran, aunque Hunahpu fuera el único viajero del tiempo que había alcanzado su destino, prepararía a los zapotecas para recibir el cristianismo como algo que esperaban desde hacía tiempo. Podrían aceptarlo sin renunciar a un ápice de su religión nativa. Cristo sería simplemente el rey de Xibalba, y si los zapotecas creían que llevaba algunas heridas pequeñas pero ensangrentadas en un lugar que no se describía a menudo en el arte cristiano, eso sería una herejía que los católicos podrían aprender a soportar… mientras los zapotecas tuvieran la tecnología y el poder militar para alzarse contra Europa. Si los cristianos supieron acomodar a los filósofos griegos y a una plétora de festividades y rituales bárbaros y fingir que siempre habían sido cristianos, podrían tratar con el giro ligeramente perverso que Hunahpu estaba imponiendo a la doctrina del sacrificio de Jesús.

—Os estáis preguntando si yo soy el rey de Xibalba —dijo Hunahpu—, pero no lo soy. Sólo soy el que viene antes que él, para anunciar su llegada. No soy digno de trenzar una pluma en su cabello.

«Chúpate ésa, Juan el Bautista.»

—Aquí está el signo de su venida. Cada uno de vosotros enfermará, y cada persona de vuestra aldea. Esta enfermedad se extenderá por toda la Tierra, pero no moriréis a menos que vuestro corazón pertenezca a Huitzilopochtli. ¡Veréis que incluso entre los mexica habrá pocos que amen de verdad a ese gordo dios glotón!

Que ésa fuera la historia que se difundiera y explicara la violenta plaga terapéutica que aquellos hombres estaban ya contrayendo gracias a él. El virus portador no mataría a más de una persona entre diez mil, se convertiría en una vacuna excepcionalmente segura que dejaría a sus «víctimas» con anticuerpos capaces de combatir la viruela, la peste bubónica, el cólera, el sarampión, la varicela, la fiebre amarilla, la malaria, la enfermedad del sueño y muchas otras enfermedades que los investigadores médicos habían compilado en el futuro perdido. El virus portador sobreviviría como enfermedad infantil, reinfectando a cada nueva generación… infectando también a los europeos cuando vinieran, y con el tiempo a toda África y Asia y todas las islas del mar.

Eso no significaba que la enfermedad fuera a ser algo desconocido: nadie era tan tonto para pensar que las bacterias y los virus no evolucionarían para llenar los huecos dejados por la derrota de sus predecesores. Pero la enfermedad no daría ventaja a un lado sobre otro en las rivalidades culturales por venir. No habría sábanas infectadas de viruela para matar las tribus indias molestamente persistentes.

Hunahpu se agachó y recogió la lámpara de alta intensidad de entre sus pies. Estaba cubierta por una cesta.

—Los señores de Xibalba me dieron esta cesta de luz. Contiene dentro un trocito de sol, pero solamente funciona para mí.

Los apuntó a los ojos con la luz, cegándolos por unos instantes, luego metió un dedo por una abertura de la cesta y pulsó la placa de identificación. La luz se apagó. No había motivos para desperdiciar batería. Esta «cesta de luz» sólo tendría una vida limitada, incluso con los paneles solares situados alrededor del borde, y Hunahpu no quería malgastarla.

—¿Cuál de vosotros llevará los regalos que los señores de Xibalba dieron a Un-Hunahpu cuando vino a este mundo para contaros la llegada del rey?

Pronto estuvieron todos cargando reverentemente los bultos de equipo que Hunahpu necesitaría durante los meses venideros. Suministros médicos para las curas pertinentes. Armas para la defensa propia y para despojar de valor a los ejércitos enemigos. Herramientas. Libros de consulta almacenados en formato digital. Disfraces adecuados. Equipo para respirar bajo el agua. Todo tipo de útiles truquitos de magia.

El viaje no fue fácil. Cada paso hacía que las espinas metálicas tiraran de su piel, ensanchando las heridas y causando más hemorragias. Hunahpu pensó en celebrar entonces la ceremonia de liberación, pero al final se decidió en contra. Era el padre de Yax, Na-Yaxhal, quien era el jefe de la tribu, y para consolidar su autoridad y situarlo en una relación apropiada con Hunahpu, tenía que ser él quien retirara las espinas. Así que Hunahpu continuó caminando, lentamente, paso a paso, esperando que la pérdida de sangre fuera menor, deseando haber elegido un emplazamiento más cercano a la aldea.

Cuando ya estaban cerca, Hunahpu envió a Yax con el ojo de Huitzilopochtli. Fuera lo que fuese lo que hubiera entendido sobre lo que Hunahpu le había dicho, el significado estaría bastante claro y la aldea estaría agitada y esperando.

Y esperando estaban. Todos los hombres de la tribu, armados con lanzas, dispuestos a arrojarlas, las mujeres y los niños ocultos en el bosque. Hunahpu maldijo. Había elegido esta aldea específicamente porque Na-Yaxhal era listo y con inventiva. ¿Por qué imaginó que iba a creerse a pies juntillas la historia de su hijo sobre la llegada de un rey maya procedente de Xibalba?

—¡Detente ahí, mentiroso, espía! —chilló Na-Yaxhal.

Hunahpu echó atrás la cabeza y soltó una carcajada, mientras introducía el dedo en la cesta de luz y la activaba.

—Na-Yaxhal, ¿se atreve un hombre que se despertó dos veces en la noche dolorido y con la barriga suelta a plantarse ante Un-Hunahpu, que trae una cesta de luz de Xibalba?

Y apuntó directamente a los ojos de Na-Yaxhal.

—¡Perdona a mi estúpido esposo! —exclamó Hija-de-Seis-Kauil, la esposa de Na-Yaxhal.

—¡Silencio, mujer! —respondió Na-Yaxhal.

—¡Se despertó dos veces en la noche con la barriga suelta y gemía de dolor! —gritó ella. Todas las otras mujeres gruñeron confirmando el secreto conocimiento del extranjero, y las lanzas temblaron.

—Na-Yaxhal, haré que enfermes de verdad. Durante dos días tus entrañas correrán como una fuente, pero te sanaré y te convertiré en un hombre que sirva al rey de Xibalba. Gobernarás muchas aldeas y construirás barcos para que naveguen a todas las costas, pero sólo si te arrodillas ahora ante mí. ¡Si no lo haces, haré que te caigas con un agujero en el cuerpo que no dejará de sangrar hasta que hayas muerto!

«No tendré que dispararle —se dijo Hunahpu—. Me obedecerá y nos haremos amigos. Pero si me obliga, puedo hacerlo, puedo matarlo.»

—¿Por qué me elige el hombre de Xibalba para esta grandeza, cuando soy un perro? —exclamó Na-Yaxhal. Era una postura retórica muy prometedora.

—Te elijo porque eres lo más parecido a un ser humano de todos los perros que ladran en zapoteca y porque tu esposa es ya una mujer durante dos horas cada día.

Eso recompensaría a la vieja bruja por hablar en favor de Hunahpu.

Na-Yaxhal se decidió y, tan rápidamente como se lo permitió su anciano cuerpo (tenía casi treinta y cinco años), se postró. Los otros de la aldea lo imitaron.

—¿Dónde están las mujeres de Atetulka? Salid de vuestro escondite, vosotras y todos vuestros hijos. ¡Venid a verme! Entre los hombres yo sería un rey, pero sólo soy el más humilde servidor del rey de Xibalba. ¡Venid a verme!

«Pongamos los cimientos de un tratamiento de las mujeres algo más igualitario, desde el principio.»

—¡Reunios con vuestras familias, todos vosotros!

Vacilaron, pero sólo durante unos instantes. Ya se orientaban por clanes y familias, incluso cuando se enfrentaban a un enemigo, así que hizo falta poco para que obedecieran su orden.

—Ahora, Na-Yaxhal, avanza. ¡Coge la primera espina de mi pene y píntate la frente con su sangre, pues tú eres el hombre que será el primer rey en el reino de Xibalba-en-la-Tierra, siempre que me sirvas, pues yo soy el servidor del rey de Xibalba!

Na-Yaxhal se adelantó y sacó la espina de manta raya. Hunahpu no gimió porque no sintió dolor, pero notó cómo la espina tiraba de su piel e imaginó lo desagradable que sería el dolor de esa noche. «Si vuelvo a ver a Diko alguna vez no quiero oírla quejarse de nada que haya tenido que soportar por el bien de su misión.» Entonces pensó en el precio que Kemal pretendía pagar y se avergonzó.

Na-Yaxhal se pintó la frente y la nariz, los labios y la barbilla con la sangre de la espina de manta raya.

—¡Hija-de-Seis-Kauil!

La mujer surgió de entre el clan principal de la tribu.

—Saca la siguiente espina. ¿De qué está hecha?

—De plata.

—Píntate el cuello con mi sangre.

Ella se pasó la larga espina de plata por el cuello.

—¡Serás madre de reyes y tu fuerza estará en los barcos del pueblo zapoteca, si sirves al rey de Xibalba-en-la-Tierra y a mí, el servidor del rey de Xibalba!

—Lo haré —murmuró ella.

—¡Habla fuerte! —ordenó Hunahpu—. ¡No susurraste cuando hablaste sabiamente de la barriga suelta de tu marido! ¡La voz de una mujer puede oírse con la misma fuerza que la voz de un hombre en el reino de Xibalba-en-la-Tierra!

«Eso es todo lo que podemos hacer por la igualdad ahora mismo —pensó Hunahpu—, pero será bastante revolucionario cuando la historia se extienda.»

—¿Dónde está Yax? —gritó Hunahpu.

El joven avanzó tímidamente.

—¿Obedecerás a tu padre, y cuando sea llevado a Xibalba dirigirás a este pueblo con piedad y sabiduría?

Yax se arrodilló ante Hunahpu.

—Saca la siguiente espina. ¿De qué está hecha?

—De oro —dijo Yax, cuando la sacó.

—Píntate el pecho con mi sangre. Todo el oro del mundo será tuyo, cuando seas digno de convertirte en rey, siempre que recuerdes que pertenece al rey de Xibalba, y no a ti ni a ningún hombre. Lo compartirás libre y justamente con todo el que beba la sangre y coma la carne del rey de Xibalba.

Eso debería ayudar a la Iglesia católica en lo referido a la conciliación con los extraños herejes protocristianos cuando las dos culturas se encontraran. Si el oro fluía libremente hacia la Iglesia, pero sólo a condición de que confesaran que comían la carne y bebían la sangre del rey de Xibalba, la herejía iría bien encaminada a ser una variante aceptable del dogma católico. «Me pregunto —pensó Hunahpu— si me santificarán. Desde luego, no será por falta de milagros, al menos durante una temporada.»

—¡Bacab, creador de herramientas, trabajador del metal!

Un joven delgado avanzó y Hunahpu le hizo retirar la siguiente espina.

—Es cobre, señor Un-Hunahpu —dijo Bacab.

—¿Conoces el cobre? ¿Puedes trabajarlo mejor que ningún hombre?

—Lo trabajo mejor que ningún hombre de esta aldea, pero hay sin duda otros hombres en otros lugares que lo trabajan mejor que yo.

—Aprenderás a mezclarlo con muchos metales. Crearás herramientas que nadie en el mundo ha visto. ¡Píntate el vientre con mi sangre!

El artesano hizo lo que le decía. Después del rey, de su esposa y de su hijo, los que trabajaban el metal serían quienes a partir de entonces tendrían más prestigio en el nuevo reino.

—¿Dónde está Xocol-Ha-Man? ¿Dónde está el maestro constructor de barcas?

Un joven fuerte con hombros enormes surgió de otro clan, sonriendo con orgullo.

—Saca la siguiente espina, Xocol-Ha-Man. Tú, que llevas el nombre de un gran río en el torrente, debes decirme, ¿has visto antes este metal?

Xocol-Ha-Man acarició el bronce, manchando de sangre todos sus dedos.

—Parece cobre, pero más brillante —dijo—. Nunca lo he visto.

Bacab lo miró a su vez, y también él sacudió la cabeza.

—Orina sobre este metal, Xocol-Ha-Man. ¡Haz que la corriente del océano que hay dentro de ti fluya sobre él! Pues no pintarás tu cuerpo con mi sangre hasta que hayas encontrado este metal en otra tierra. Construirás barcos y navegarás en ellos hasta que encuentres la tierra al norte donde conocen el nombre de este metal. Cuando me traigas el nombre de este metal, entonces pintarás tu entrepierna con mi sangre.

Sólo quedaba la espina de hierro.

—¿Dónde está Xoc? ¡Sí, me refiero a la esclava, la muchacha fea que capturasteis y con la que nadie quiere casarse!

La empujaron hacia adelante, una sucia muchacha de trece años con labio leporino.

—Saca la última espina, Xoc. Pinta tus pies con mi sangre. Pues con el poder de este último metal el rey de Xibalba hará libres a todos los esclavos. Hoy eres una ciudadana libre del reino de Xibalba-en-la-Tierra. No perteneces a ningún hombre o mujer, pues ningún hombre o mujer pertenece a otro. ¡El rey de Xibalba lo ordena! ¡No hay cautivos, no hay esclavos, no hay siervos de por vida en el reino de Xibal-ba-en-la-Tierra! «Por ti, Tagiri.»

Pero lo que él dio por piedad fue utilizado con poder. Xoc le arrancó la espina de hierro del pene y luego, como habría hecho una reina maya, sacó la lengua, asió la punta con la mano izquierda, y con la mano derecha se la atravesó con la espina. La sangre corrió por su barbilla mientras la espina y sus labios formaban una extraña cruz.

La gente se quedó boquiabierta. Lo que Xoc demandaba no era la amabilidad de un señor hacia una esclava que planea liberar, sino el honor de un rey hacia la reina que engendrará sus hijos.

¿Qué debía hacer? ¿Quién habría imaginado, al ver el abyecto servilismo de Xoc durante sus meses de esclavitud, que tenía este tipo de ambición? ¿Qué pretendía conseguir? Hunahpu estudió su rostro y vio en él… ¿qué, desafío? Era como si la mujer hubiera sido capaz de ver a través de su charada y le desafiara a rechazarla.

Pero no, no era desafío. Era valentía ante el miedo. Claro que actuaba con osadía. Este hombre regio que decía venir de la tierra de los dioses era la primera oportunidad que tenía de alzarse sobre su miserable estado. ¿Quién podría reprocharle actuar como suelen hacerlo las personas desesperadas, agarrando la primera oportunidad de estirar la mano más allá de toda esperanza razonable? ¿Qué tenía que perder? En su desesperación, toda salvación había parecido imposible. ¿Entonces por qué no intentar ser reina, mientras este Un-Hunahpu parecía dispuesto a ayudarla?

«Es tan fea. Pero inteligente y valiente. ¿Por qué cerrar una puerta?»

Extendió la mano y le quitó la espina de hierro de la lengua.

—Que la verdad fluya eternamente de tu boca como ahora fluye la sangre. No soy ningún rey, y por tanto no tengo reina alguna. Pero como has mezclado tu sangre con la mía con esta última espina, prometo que durante el resto de tu vida escucharé cada día lo que quieras decirme.

Ella asintió con solemnidad mostrando en su rostro alivio y orgullo. Él le había dado la vuelta a su maniobra para ser su consorte, pero la había aceptado como consejera. Y mientras Hunahpu se arrodillaba y le pintaba los pies con la espina ensangrentada, no pudo evitar darse cuenta de que su vida había cambiado completamente y para siempre. Él la había hecho grande a los ojos de aquellos que la habían maltratado.

Tras ponerse en pie, Hunahpu colocó ambas manos sobre sus hombros y se acercó para poder susurrarle al oído.

—No busques la venganza ahora que tienes poder —dijo en maya puro, sabiendo que el dialecto nativo de ella era tan parecido que lo entendería bastante bien—. Gana mi respeto con tu generosidad y confianza.

—Gracias —respondió ella.

«Ahora de vuelta al guión original. Espero —pensó Hunahpu— que no haya muchas más sorpresas como ésta.»

Pero naturalmente las habría. La única opción sería improvisar. Sus planes tendrían que ser adaptados; sólo su propósito permanecería inalterable.

Alzó la voz por encima de la multitud.

—¡Que Bacab toque este metal! ¡Que Xocol-Ha-Man lo vea!

Los hombres avanzaron, lo estudiaron asombrados. De todas las espinas, era la única que no se doblaba, ni siquiera un poquito.

—Nunca he visto un metal tan fuerte —dijo Bacab.

—Negro —dijo Xocol-Ha-Man.

—Hay muchos reinos al otro lado del mar donde este metal es tan común como el cobre lo es aquí. Saben cómo fundirlo hasta que brilla blanco como la plata. Esos reinos conocen ya al rey de Xibalba, pero él les ha ocultado muchos secretos. Es la voluntad del rey de Xibalba que el reino de Xibalba-en-la-Tierra encuentre este metal y lo domine, si sois dignos de ello. Pero por ahora esta negra espina de metal permanecerá con Xoc, que antes fue una esclava, y acudiréis a ella o a sus hijos para comprobar si habéis encontrado el duro metal negro. La gente de tierras lejanas lo llama ferro y herró y iron y fer, pero vosotros lo llamaréis xibex, pues procede de Xibalba y sólo debe ser usado en servicio del rey.

La última de las espinas había sido arrancada ya de su cuerpo. Eso le hizo sentirse agradablemente liviano, como si su peso lo hubiera debilitado.

—Que esto sea ahora un signo para todos vosotros de que el rey de Xibalba toca a todos los hombres y mujeres del mundo. Esta aldea será asolada por la plaga, pero ninguno de vosotros morirá.

Esa predicción tenía un riesgo de fracaso: los inmunólogos dijeron que una de cada cien mil personas moriría. Si una de esas malas reacciones se producía en Atetulka, Hunahpu la resolvería bien. Y comparado con los millones de personas que murieron de viruela y otras enfermedades en la historia antigua, era un precio pequeño que pagar.

—La plaga avanzará desde esta aldea a cada tierra, hasta que toda la gente haya sido tocada por el dedo del rey. Y todos dirán: de Atetulka vino la enfermedad de los señores de Xibalba. Vino primero a vosotros, porque yo vine primero, porque el rey de Xibalba os eligió para que gobernéis el mundo. No como gobiernan los mexica, con sangre y crueldad, sino como gobierna el rey de Xibalba, con sabiduría y fuerza.

Ahora, el virus de inmunidad bien podría convertirse en parte del espectáculo divino.

Contempló sus rostros. Asombro y sorpresa, y aquí y allá, resentimiento. Bueno, eso era de esperar. La estructura de poder de la aldea iba a ser transformada muchas más veces antes de que esto terminara. De algún modo estas gentes se convertirían en dirigentes de un gran imperio. Sólo unos pocos estarían a la altura del desafío; muchos quedarían atrás, porque sólo eran adecuados para la vida en la aldea. No había ningún deshonor en eso, pero algunos se sentirían excluidos y heridos. Hunahpu intentaría enseñarles a contentarse con lo que podían hacer, enseñarles a enorgullecerse de los logros de los otros. Pero no podría cambiar la naturaleza humana. Algunos se irían a la tumba odiándolo por los cambios que había introducido. Y nunca podría decirles cómo hubieran acabado sus vidas si no hubiera interferido.

—¿Dónde vivirá Un-Hunahpu? —preguntó.

—¡En mi casa! —exclamó Na-Yaxhal de inmediato.

—¿Tomaré la casa del rey de Atetulka, cuando apenas ahora se está convirtiendo en un hombre? ¡Ha sido la casa de hombres-perro y mujeres! No, debéis construirme una casa, aquí, en este mismo sitio. —Hunahpu se sentó cruzado de piernas en el suelo—. No me moveré de este lugar hasta que tenga una nueva casa a mi alrededor. Y encima de mí tendré un techo de paja hecho con los techos de todas las casas de Atetulka. Na-Yaxhal, demuéstrame que eres un rey. Organiza a tu pueblo para que construya mi casa antes de que caiga la noche, y enséñales sus deberes lo bastante bien para que aquellos que la construyan lo hagan sin decir ni una palabra.

Era ya mediodía, pero por imposible que pareciera la tarea, Hunahpu sabía que tenían capacidad de sobra para hacerla. La historia de la construcción de la casa de Un-Hunahpu se extendería y haría que muchos otros creyeran que eran realmente dignos de ser la ciudad más grande entre las ciudades del nuevo reino de Xibalba-en-la-Tierra. Esas historias eran necesarias para forjar una nueva nación con voluntad de imperio. La gente debía tener una fe inquebrantable en su propio valor.

Y si no la terminaban antes del anochecer, Hunahpu simplemente encendería la cesta de luz y declararía que los señores de Xibalba estiraban el día con ese pedazo de sol para que pudieran acabarla. De cualquier forma, la historia sería buena.

La gente lo dejó rápidamente en paz mientras Na-Yaxhal los organizaba para la construcción. Cuando por fin pudo relajarse, Hunahpu sacó el desinfectante de una de las bolsas y lo aplicó a su pene herido. Contenía agentes para potenciar la cura y cicatrización: pronto la sangre quedaría reducida a un hilillo y cesaría. Las manos de Hunahpu temblaban mientras aplicaba el ungüento. No por dolor, pues aún no había comenzado, ni siquiera por la pérdida de sangre, sino por alivio tras la tensión de las ceremonias que acababan de terminar.

En retrospectiva, había sido tan sencillo asombrar a aquella gente como lo había imaginado cuando propuso el plan a los demás en el futuro perdido. Sencillo, pero Hunahpu nunca había estado tan asustado en su vida. ¿Cómo consiguió Colón crear tan osadamente un futuro? Sólo porque no sabía nada de lo mal que los futuros podían salir, decidió Hunahpu, sólo por ignorancia pudo dar forma al mundo con tanta intrepidez.


—Es difícil imaginar que éstos sean los grandes reinos de Oriente de los que leímos en el relato de Marco Polo —dijo Sánchez.

Cristóforo tenía que darle la razón. Colba parecía lo bastante grande para ser el continente asiático, pero los indios insistían en que era una isla y que otra isla al suroeste, llamada Haití, era mucho más rica y tenía más oro. ¿Podría ser Cipango? Posiblemente. Pero era desesperanzador tener que continuar asegurando a los marineros y, sobre todo, a los funcionarios reales que riquezas sin cuento los esperaban a sólo unos cuantos días más de navegación.

¿Cuándo le permitiría Dios el momento de triunfo? ¿Cuándo se cumplirían claramente todas las promesas de oro y grandes reinos para que pudiera regresar a España como Virrey y Almirante de la Mar Océano?

—¿Qué importa? —dijo Don Pedro—. La mayor riqueza de este lugar salta a la vista.

—¿A qué os referís? —preguntó Sánchez—. Lo único en lo que esta tierra es rica es en árboles e insectos.

—Y en gente —contestó Don Pedro—. La gente más amable y pacífica que he visto jamás. No será ningún problema ponerlos a todos a trabajar: obedecerán a sus amos a la perfección. No hay sentido de lucha en ellos, ¿no lo veis? ¿No podéis imaginar qué precio alcanzarán como los más dóciles sirvientes?

Cristóforo frunció el ceño. Ya se le había ocurrido esa misma idea, pero le preocupó igualmente. ¿Era eso lo que el Señor tenía en mente, convertirlos y esclavizarlos al mismo tiempo? Sin embargo, aquí, en la tierra a la que Dios le había conducido, no había ninguna otra fuente de riquezas a la vista. Y estaba claro que estos salvajes eran completamente inadecuados para convertirse en soldados de una cruzada.

Si Dios hubiera pretendido que estos salvajes fueran cristianos libres, les habría enseñado a llevar ropas en vez de ir desnudos.

—Naturalmente —le dijo Cristóforo—. Llevaremos una muestra de esta gente a sus majestades cuando regresemos. Pero imagino que será más beneficioso mantenerlos aquí en la tierra a la que están acostumbrados, y usarlos para excavar oro y otros metales preciosos mientras les enseñamos la doctrina de Cristo y nos encargamos de su salvación.

Los otros lo escucharon sin discutir. ¿Cómo iban a estar en contra de algo tan obviamente cierto? Además, aún estaban débiles y cansados por la enfermedad que se había cebado en las tripulaciones de las tres naos, obligándoles a echar el ancla y descansar durante varios días. Nadie murió: no se trataba de una enfermedad tan virulenta como las terribles plagas con que los portugueses se habían encontrado en África y que les habían obligado a construir sus fuertes en las islas alejadas de la costa. Pero había dejado a Colón con un terrible dolor de cabeza, y estaba seguro de que los otros lo sufrían también. Si no le hubiera dolido tanto, incluso habría deseado que continuara eternamente, pues impedía a los funcionarios reales alzar la voz. Los funcionaros reales eran mucho más tolerables cuando el dolor evitaba que fueran estridentes.

Todos se quedaron de piedra cuando alcanzaron la ciudad llamada Cunabacán. Cristóforo había pensado que la última sílaba del nombre se refería al Gran Khan de las escrituras de Marco Polo, pero cuando llegaron a la «ciudad» de la que farfullaban los nativos, resultó ser un miserable conjunto de chozas, quizás un poco más pobladas que las otras escuálidas aldeas que habían visto en esta isla. La ciudad del Khan, desde luego. Sánchez se había atrevido a alzar la voz entonces, delante de los hombres. Tal vez esta plaga menor era una protesta de Dios contra sus insubordinadas quejas. Tal vez Dios quería darles algo de qué quejarse.

Al día siguiente o al otro navegarían hacia Haití. Tal vez allí encontrarían algún signo de las grandes civilizaciones de Cipango o Cathay. Y entre tanto, estas miserables islas serían al menos fuente de esclavos, y mientras los funcionarios reales estuvieran dispuestos a apoyarlo, eso podría ser suficiente para justificar el coste de un segundo viaje, si no conseguían encontrar al Khan en esta primera aventura.


Kemal estaba sentado en la cima del promontorio, sombrío, buscando una vela al noroeste. Colón llegaba tarde.

Y si llegaba tarde, todas las apuestas quedaban canceladas. Eso significaba que ya había sido introducido algún cambio, algo que le retrasaría en Colba. Kemal podría haberlo considerado una prueba de que alguno de los otros había realizado con éxito el viaje al pasado, pero era bien consciente de que el cambio podría haber sido provocado por él. La única influencia que podía extenderse de la isla de Haití a la de Colba era el virus portador… y aunque sólo llevaba allí dos meses, era tiempo de sobra para que el virus hubiera sido transportado a Colba por una de las partidas de caza que recorrían las islas en canoa. Los españoles debían de haber contraído el virus.

O peor. La leve plaga podría haber causado un cambio en la conducta de los indios. Podría haber habido derramamiento de sangre, lo suficiente para hacer que los europeos regresaran a casa. O podrían haber dicho a Colón algo que le hiciera tomar una ruta distinta… rodeando Haití en sentido inverso a las agujas del reloj, por ejemplo, en vez de cartografiar la orilla norte.

Sabían que el virus podría trastocar sus planes, porque se movería más rápido y más lejos de lo que podrían hacerlo los viajeros del tiempo. Sin embargo, era también el aspecto más seguro y más básico de su plan. ¿Y si sólo conseguía llegar un viajero y lo mataban en el acto? Incluso así, el virus sería transmitido a aquellos que tocaran el cuerpo durante las primeras horas. Si no se introducía ningún otro cambio, éste podría ser suficiente para impedir que los indios fuera barridos en una oleada de enfermedades europeas.

«Así que es buena señal —se dijo Kemal—. Buena señal que Colón llegue tarde, porque eso significa que el virus está haciendo su trabajo. Ya hemos cambiado el mundo. Ya hemos tenido éxito.»

Sólo que no se lo parecía. Viviendo de raciones enlatadas, escondido en un promontorio aislado, atento a la presencia de las velas, Kemal quería conseguir algo más que ser el portador de un virus curador. Alá desea todo lo que pase, lo sabía, pero no era tan piadoso para no desear susurrarle un par de palabritas al oído. Unas cuantas sugerencias.

No vio una vela hasta el tercer día. Demasiado temprano. En la antigua versión de la historia, Colón había llegado más tarde, y por eso la Santa María se había hundido, al chocar en la oscuridad contra un arrecife sumergido. Esta vez no estaría oscuro. Y aunque así fuera, las corrientes y vientos no serían iguales. Kemal tendría que destruir las tres naves. Peor, sin el accidente de la Santa María no habría ningún motivo para que la Niña levara anclas. Kemal tendría que bordear la costa y esperar su oportunidad. Si la había.

«Si fracaso —pensó—, los otros todavía pueden tener éxito. Si Hunahpu consigue engañar a los tlaxcalanos y crear un imperio zapoteca que abandone o reduzca los sacrificios humanos, entonces los españoles no lo tendrán tan fácil. Si Diko está en algún lugar de las montañas, tal vez consiga crear una nueva religión protocristiana y un imperio caribe unificado que los españoles no romperán fácilmente. Después de todo, su éxito se basó casi por completo en la incapacidad de los indios para organizar una resistencia seria. Así que aunque Colón regrese a Europa, la historia seguirá siendo diferente.»

Pretendía tranquilizarse susurrando aquellas cosas, pero le sabían como cenizas en la boca. «Si fracaso, América perderá sus cincuenta años de preparación antes de que lleguen los europeos.»

Dos barcos. No tres. Eso era un alivio. ¿O no? Ya que la historia estaba cambiando, habría sido mejor que la flota de Colón permaneciera unida. Pinzón había separado la Niña del resto, igual que en la historia anterior. ¿Pero cómo saber si Pinzón cambiaría de opinión y regresaría a Haití para reunirse con Colón? En esta ocasión, tal vez se limitara a seguir hacia el este, llegar el primero a España y reclamar todo el crédito del descubrimiento.

«Eso está fuera de mi alcance —se dijo Kemal—. La Pinta vendrá o no vendrá. Tengo a la Niña y la Santa María y debo asegurarme de que al menos ellas no regresen a España.»

Kemal observó hasta comprobar que las naves viraban al sur, para rodear el Cabo de San Nicolás. ¿Tomarían la misma ruta que habían seguido en la historia previa, navegando al sur un poco más y luego virando para estudiar la costa norte de la isla de Haití? Nada era ya predecible, aunque la lógica proclamara que fueran cuales fuesen los motivos que Colón tuvo para sus acciones en la otra historia, los mismos se mantendrían también esta vez.

Kemal se abrió paso cuidadosamente hasta los árboles situados cerca del agua donde había ocultado su balsa hinchable. Contrariamente a los salvavidas, no era de color naranja brillante, sino de un azul verdoso, diseñado para ser invisible en el agua. Kemal se puso el traje submarino, también azul verdoso, y empujó el bote hasta el agua. Luego subió a bordo las suficientes cargas subacuáticas para dar buena cuenta de la Santa María y la Niña, si se presentaba la oportunidad. Entonces puso el motor en marcha y se hizo a la mar.

Tardó media hora en hallarse lo bastante lejos de la costa para sentirse razonablemente confiado en ser invisible a los avezados vigías de las carabelas españolas. Sólo entonces navegó hacia poniente lo suficiente para ver las velas. Para su alivio, habían anclado en el Cabo de San Nicolás y desembarcaban en unos pequeños bateles. Puede que fuera el nueve de diciembre en vez del seis, pero Colón estaba tomando las mismas decisiones que antes. El clima era frío, para tratarse de esta parte del mundo, y Colón tendría los mismos problemas para atravesar el canal situado entre Tortuga y Haití hasta el catorce de diciembre. Tal vez Kemal estaría más seguro si regresaba a la orilla y esperaba a que la historia se repitiera.

O tal vez no. Colón estaría ansioso por navegar hacia oriente para vencer a Pinzón en el regreso a España, y esta vez podría rodear Tortuga, aprovechando los vientos favorables y evitando por completo los traicioneros vientos contrarios que lo lanzarían contra los arrecifes. Ésta podría ser la última oportunidad de Kemal.

Pero claro, el Cabo de San Nicolás estaba lejos del lugar donde vivía la tribu de Diko… si en realidad había conseguido convertirse en habitante de la aldea que llamó por primera vez a la gente del futuro para que los salvara. ¿Por qué hacer las cosas más difíciles para ella?

Esperaría y observaría.


Al principio, cuando la Pinta empezó a separarse más y más, Cristóforo supuso que Pinzón estaba evitando algún contratiempo de las aguas. Luego, cuando la carabela casi se perdió en el horizonte, trató de creer lo que los hombres le decían: que la Pinta debía ser incapaz de leer las señales que Cristóforo enviaba. Era una tontería, por supuesto. La Niña también navegaba a babor y no tenía ningún problema para mantener el rumbo. Para cuando la Pinta desapareció tras el horizonte, Cristóforo supo que Pinzón lo había traicionado, que el antiguo pirata estaba decidido a navegar derecho hacia España e informar a sus majestades antes de que Colón pudiera llegar allí. No importaba que Cristóforo fuera el jefe reconocido de la expedición, o que los oficiales reales que los acompañaban informaran de la perfidia de Pinzón… sería él quien recaudaría la primera fama, su nombre el que recordaría la historia como el hombre que primero regresó a Europa tras seguir la ruta a Oriente a través de poniente.

Pinzón nunca había navegado tan al sur para saber que el firme viento del este daba paso, en latitudes inferiores, al firme viento poniente que Cristóforo había sentido cuando navegaba con los portugueses. Así que había buenas posibilidades de que si Cristóforo llegaba lo bastante al sur, consiguiera alcanzar España mucho antes que Pinzón, quien sin duda tendría problemas al cruzar el Atlántico, y lo haría a ritmo lento en el mejor de los casos. Había una firme posibilidad de que el progreso de Pinzón fuera tan lento que tuviera que renunciar y regresar a las islas para cargar de nuevas provisiones su carabela.

Una firme posibilidad, pero ninguna certeza, y Cristóforo no podía desprenderse de la sensación de urgencia (y furia apenas reprimida) que había provocado la deslealtad de Pinzón. Lo peor de todo, no había nadie en quien pudiera confiar, pues sin duda los hombres deseaban que Pinzón ganara, aunque delante de los oficiales y los agentes del rey Cristóforo no podía demostrar ninguna debilidad ni preocupación.

Así que Cristóforo sintió poco placer en cartografiar la costa desconocida de la gran isla que los nativos llamaban Haití, y que él había bautizado con el nombre de La Española. Quizás habría disfrutado más del trabajo si hubiera avanzado firmemente, pero tuvieron el viento del este en contra por toda la costa.

Tuvieron que fondear durante días en el lugar que los hombres llamaron Costa de los Mosquitos y luego otra vez en Valle del Paraíso. Los hombres apreciaron mucho estas paradas, porque allí los habitantes eran más altos y más sanos, y dos de las mujeres eran tan claras de piel que recibieron el mote de «las españolas». Como comandante cristiano, Cristóforo tenía que fingir no saber qué más sucedía entre los marineros y las mujeres que subían a las carabelas. Parte de la tensión del viaje remitió en Valle del Paraíso. Pero no para Cristóforo, que contaba el retraso de cada día como ventaja añadida para que Pinzón llegara primero a España.

Cuando por fin se pusieron en marcha, fue navegando de noche y pegados a la costa, donde la brisa de la orilla contrarrestaba los vientos de levante y los llevaba con rapidez hacia el este. Aunque las noches eran claras, resultaba peligroso navegar a oscuras por una costa desconocida, pues nadie sabía qué peligros podría haber bajo el agua. Pero Cristóforo no veía ninguna otra opción. Era navegar oeste-sur rodeando la isla, que podría ser tan grande como para requerir meses para ser explorada, o navegar de noche siguiendo las brisas de la costa. Dios protegería los barcos, porque si no lo hacía, el viaje fracasaría, o al menos la parte de Cristóforo en él. Lo que importaba entonces era regresar a España con gloriosos informes que ocultaran la decepcionante cantidad de oro y el bajo nivel de civilización, para que sus majestades aprestaran una flota real y él pudiera explorar seriamente hasta encontrar las tierras de las que había escrito Marco Polo.

Sin embargo, lo que más molestaba a Cristóforo era algo que no conseguía explicarse ni siquiera a sí mismo. Durante el día, mientras fondeaban y Cristóforo cartografiaba la costa, a veces se daba la vuelta y contemplaba el mar abierto. Era entonces cuando a veces le parecía ver algo en el agua. Sólo era visible unos instantes, y nadie más informó de haberlo visto. Pero Cristóforo sabía que lo había visto, fuera lo que fuese… un parche en el agua de un color ligeramente distinto, y varias veces una forma parecida a un hombre medio dentro y medio fuera del agua. La primera vez que vio la forma humana, inmediatamente recordó los relatos de los marinos genoveses referidos a tritones y otros monstruos de las profundidades. Pero fuera lo que fuese, siempre estaba mar adentro: nunca se acercaba. ¿Se trataba de alguna aparición espiritual, algún signo del Señor? ¿O era un signo de la enemistad de Satán, observando, esperando una oportunidad de interrumpir esta expedición cristiana?

Una vez, sólo una vez, Cristóforo atisbo un destello de luz como si aquello tuviera un catalejo propio y lo observara igual que lo estaba observando él.

No escribió nada de esto en su cuaderno de bitácora. De hecho, trató de descartarlo como signo de alguna leve enajenación provocada por las latitudes tropicales y las preocupaciones producidas por Pinzón. Hasta que el desastre los golpeó a primeras horas de la mañana de Navidad.

Cristóforo estaba despierto en su camarote. Le resultaba difícil dormir cuando el barco navegaba tan peligrosamente cerca de la costa, y por eso permanecía despierto la mayoría de las noches, estudiando sus cartas o escribiendo en su cuaderno o en su diario privado. Esa noche, sin embargo, no había hecho nada más que tumbarse en la cama, pensando en todo lo que había acontecido en su vida hasta entonces, maravillándose de cómo habían salido las cosas a pesar de la adversidad, y finalmente rezó, dando gracias a Dios por lo que en su momento había parecido olvido divino, pero que entonces parecía una milagrosa atención. «Perdonadme por no comprenderos, por esperar que midierais el tiempo según los cortos momentos de la vida de un hombre. Perdonadme por mis temores y dudas por el camino, pues ahora veo que siempre estuvisteis a mi lado, vigilándome y protegiéndome y ayudándome a cumplir Vuestra voluntad.»

Una sacudida recorrió el barco, y desde cubierta llegó un grito.


Kemal observaba a través de su visor nocturno, sin atreverse a creer en su buena suerte. ¿Por qué se había preocupado? El clima había sido la causa del retraso de Colón en la historia anterior, y el mismo clima determinaba en esta ocasión su avance. Esperar vientos favorables le había traído a aquel lugar el día de Nochebuena, quince minutos después de lo que lo había hecho en el antiguo pasado de Kemal. Las mismas corrientes y vientos similares habían hecho que la Santa María encallara en un arrecife, como antes. Todavía era posible que todo saliera bien.

Naturalmente, siempre era el factor humano, no el clima, lo que podía cambiar. Pese a tanta cháchara sobre cómo el ala de una mariposa en Beijing podía causar un huracán en el Caribe, Manjam le había explicado a Kemal que los sistemas pseudocaóticos como el clima eran en realidad bastante estables en sus pautas subyacentes y engullían diminutas fluctuaciones aleatorias.

El verdadero problema radicaba en las decisiones tomadas por los hombres del viaje. ¿Harían lo que habían hecho antes? Kemal había visto el hundimiento de la Santa María un centenar de veces o más, ya que tantas cosas dependían de ello. La nao se hundía a causa de varios factores y cualquiera de ellos podía cambiar por capricho. Primero, Colón tenía que estar navegando de noche y, para alivio de Kemal, seguía haciéndolo para combatir los vientos contrarios. Luego, tanto Colón como Juan de la Cosa, dueño y maestre del barco, tenían que estar bajo cubierta, dejando el pilotaje de la nao en manos de Peralonso Niño… cosa bastante adecuada, puesto que era el piloto. Pero Niño se fue a dar una cabezada, dejando el timón en manos de uno de los grumetes, indicándole una estrella para que se guiase, lo que habría estado bien para un viaje por el océano pero que apenas servía de ayuda cuando se navegaba por una costa traicionera y desconocida.

En todo caso, la única diferencia era que no se trataba del mismo grumete: por su altura y sus modales, Kemal advirtió incluso desde la distancia que esta vez era Andrés Yévenes, un poco mayor. Pero la experiencia que Andrés tuviera apenas le ayudaría: nadie había trazado mapas de esa costa, así que ni siquiera el piloto más experimentado habría sabido que los arrecifes de coral estarían tan cerca de tierra sin crear ningún cambio visible en el mar.

Incluso esto podría haberse recuperado en la historia anterior, pues Colón inmediatamente dio órdenes que, de haber sido obedecidas, habrían salvado el barco. Lo que realmente hundió a la Santa María fue su dueño, Juan de la Cosa, que se dejó llevar por el pánico y no sólo desobedeció las órdenes de Colón, sino que hizo imposible que los demás las cumplieran. A partir de ese punto, la carabela quedó condenada.

Kemal, tras estudiar a De la Cosa desde el principio de su vida hasta el final, fue incapaz de descubrir por qué hizo aquella acción inexplicable. La única conclusión que sacó fue que De la Cosa se había aterrado ante la perspectiva del hundimiento del barco y simplemente se quitó de enmedio de la forma más rápida y efectiva posible. Para cuando quedó claro que había tiempo de sobra para sacar de allí a todos los hombres sin serio peligro, era demasiado tarde para salvar la nao. En ese punto, De la Cosa difícilmente admitiría su cobardía… o el motivo que fuese.

El barco se estremeció por el impacto, luego se escoró a un lado. Kemal observaba, expectante. Iba vestido de hombre-rana, dispuesto a acercarse y poner una carga explosiva bajo la carabela si Colón conseguía salvarla. Pero sería mejor que el navio se hundiera sin inexplicables incendios ni explosiones.

Juan de la Cosa salió tambaleándose de su camarote y subió al castillete, aún no despierto del todo, sintiéndose dentro de una pesadilla. ¡Su carabela había encallado! ¿Cómo podía haber sucedido algo así? Allí estaba Colón, en cubierta ya furioso. Como siempre, Juan se enrabietó ante la sola visión del cortesano genovés. Si Pinzón hubiera estado al mando, no habría habido tonterías como navegar de noche. Era todo lo que Juan podía hacer para conciliar el sueño, sabiendo que su carabela recorría una costa extraña en medio de la oscuridad. Y, como había temido, acabaron por encallar. Todos se ahogarían, si no lograban salir de la nao antes de que se hundiera.

Uno de los grumetes de la nao (Andrés, el favorecido por Niño esa semana) ofrecía patéticas excusas.

—Tenía los ojos fijos en la estrella que me señaló y mantuve el mástil en línea.

Parecía aterrorizado.

El barco se escoró enormemente.

«Nos hundiremos —pensó Juan—. Lo perderé todo.»

—¡Mi carabela! —chilló—. ¡Mi pequeña nao, qué le habéis hecho!

Colón se volvió hacia él con frialdad.

—¿Dormíais bien? —preguntó gélidamente—. Niño sin duda lo hacía.

¿Y por qué no debería dormir el dueño del barco? Juan no era piloto, ni navegante. Era sólo el propietario. ¿No le habían dejado claro que no tenía casi ninguna autoridad, excepto la que le concedía Colón? Como vizcaíno*, Juan era tan extranjero entre esos españoles como el propio Colón, así que recibía la condescendencia del italiano, el desprecio de los oficiales reales y las burlas de los marineros españoles. Pero en ese momento, después de haber sido despojado de todo control y todo respeto, ¿era de pronto culpa suya que el barco se hundiera?


* La impecable documentación de que hace gala Orson Scott Card en la redacción de este libro parece fallar en lo referido a Juan de la Cosa y su intento de aplicar los nacionalismos del siglo veinte al momento del Descubrimiento. Parece demostrado que Juan de la Cosa nació en Santoña, Santander, quedando totalmente descartados otros supuestos orígenes como El Puerto de Santa María u Orduño en Vizcaya. De la Cosa fue, además, maestre en la primera expedición de Colón y primer piloto en la tercera. De todas formas, donde el autor usa el término «vasco» en el original, se ha traducido «vizcaíno», término aplicado en la época a todos los marinos del Cantábrico. (N. del T.)


La nao se escoró aún más a babor.

Colón hablaba, pero Juan tenía problemas para concentrarse en lo que decía.

—La popa es pesada y hemos chocado con un arrecife submarino. No avanzaremos más. No tenemos más remedio que enderezar el barco.

Era la cosa más absurda que Juan había oído jamás. Estaba oscuro, el barco se hundía, ¿y Colón quería intentar una maniobra estúpida en vez de salvar vidas? Era lo que cabía esperar de un italiano, ¿qué le importaban las vidas de los españoles? Y ya puestos, ¿qué era la vida de un vizcaíno para los españoles? Colón y los oficiales llegarían primero a los botes, pero no les importaría lo que le sucediera a Juan de la Cosa. Y los hombres nunca le dejarían subir a un bote si tenían oportunidad de elegir. Lo sabía, lo había visto en sus ojos.

—Enderezar la nao —repitió Cristóforo—. Fletad el batel, llevad el ancla a estribor, lanzadla, y luego usar el impulso para sacarnos de la roca.

—Sé lo que pretendéis —respondió Juan. ¿Creía este tonto que podría enseñarle artes marineras?

—¡Entonces manos a la obra, hombre! —ordenó Cristóforo—. ¿O queréis perder vuestra carabela en estas aguas?

Bien, que Colón diera sus órdenes. No sabía nada. Juan de la Cosa era mejor cristiano que ninguno de aquellos hombres. La única manera de salvar a toda la tripulación era traer los botes de la Niña para que ayudasen. Que se olvidara de recoger el ancla, eso sería lento y consumiría mucho tiempo, y los hombres morirían. Juan salvaría todas las vidas de aquel barco y los hombres sabrían quién se preocupaba por ellos. No aquel fanfarrón de Pinzón, que de forma tan egoísta se había marchado por su cuenta. Y desde luego no Colón, que sólo pensaba en el éxito de su expedición, sin importarle si los hombres morían en el empeño. «Soy yo, Juan de la Cosa, el vizcaíno, el norteño, el extraño. Soy yo el que os ayudará a vivir para regresar junto a vuestras familias en España.»

Juan inmediatamente puso a varios hombres a arriar el bote. Mientras tanto, oyó a Colón gritando órdenes para recoger las velas y soltar el ancla. «Oh, qué excelente idea —pensó Juan—. La nave se hundirá con todas las velas plegadas. Eso significará una gran diferencia para los tiburones.»

El bote chocó con estrépito contra las aguas. De inmediato los tres remeros bajaron por las maromas y empezaron a desatar los nudos para liberar el batel de la carabela. Mientras tanto, Juan trataba de bajar por la escala de cuerda, la cual, con la inclinación del barco, colgaba en medio del aire y se bamboleaba peligrosamente. «Dejadme que viva para alcanzar el bote, Santa Madre, rezó, y entonces seré un héroe y salvaré a los demás.»

Sus pies encontraron el batel, pero no consiguió soltar los dedos de la escala.

—¡Vamos! —demandó Peña, uno de los hombres.

«Lo estoy intentando —pensó Juan—. ¿Por qué no me obedecen mis manos?»

—Vaya cobarde —murmuró Bartolomé. «Pretenden hablar en voz baja —pensó Juan—, pero como siempre se aseguran de que pueda oírlos.»

Sus dedos se abrieron. Sólo había sido un instante. No se podía esperar que nadie actuara con perfecto control cuando la muerte estaba tan cerca.

Pasó por encima de Peña para llegar a su lugar en la popa, para controlar el timón.

—Remad —dijo.

Mientras empezaban a hacerlo, Bartolomé, sentado en la proa, marcaba el ritmo. Había sido soldado en el ejército español, pero lo habían arrestado por ladrón: era uno de los que se unieron al viaje con la esperanza de conseguir el perdón. La mayoría de los delincuentes eran tratados mal por los demás, pero la experiencia militar de Bartolomé le había ganado, aunque fuera a regañadientes, el respeto de la tripulación… y la sumisión total de los otros reos.

—Bogad —dijo—. Bogad.

Mientras ellos remaban, Juan viró el timón hacia babor.

—¿Qué hacéis? —demandó Bartolomé al ver que la barca se separaba de la Santa María en vez de dirigirse a la popa, donde empezaba a bajar el ancla.

—¡Haced vuestro trabajo y yo haré el mío! —gritó Juan.

—¡Tenemos que colocarnos bajo el ancla! —respondió Bartolomé.

—¿Confiáis vuestra vida al genovés? ¡Vamos a la Niña a pedir ayuda!

Los ojos de los marineros se abrieron de par en par. Era una contravención directa de las órdenes. Bordeaba el motín contra Colón. Dejaron de bogar.

—De la Cosa —dijo Peña—, ¿no vais a tratar de salvar la carabela?

—¡Es mi nao! —chilló Juan—. ¡Y son vuestras vidas! ¡Seguid remando y podremos salvarlos a todos! ¡Remad! ¡Remad!

Bartolomé entonó la saloma, y todos remaron.

Sólo entonces se molestó Colón en advertir lo que estaban haciendo. Juan lo oyó gritar desde la cubierta.

—¡Volved! ¿Qué estáis haciendo! ¡Venid y colocaos bajo el ancla!

Pero Juan miró ferozmente a los marineros.

—Si queréis vivir para volver a ver España, entonces lo único que debéis oír es el batir de los remos.

Remaron sin decir palabra, con fuerza. La Niña se hizo más grande en la distancia, mientras la Santa María se volvía cada vez más pequeña tras ellos.


«Es sorprendente qué acontecimientos demuestran haber sido inevitables —pensó Kemal—, y cuáles pueden cambiarse. Los marineros dormían todos con mujeres distintas en Valle del Paraíso esta vez, así que aparentemente la elección de parejas de cama fue producto del capricho del azar. Pero cuando llegó el momento de desobedecer la única orden que podría haber salvado a la Santa María, Juan de la Cosa tomó la misma decisión, no importaba a qué precio. El amor es aleatorio; el miedo es inevitable. Lástima que nunca tenga la oportunidad de publicar este hallazgo.

»Se acabó contar historias. Sólo puedo representar el final de mi vida. ¿Quién decidirá entonces el significado de mi muerte? Yo lo haré, lo mejor que pueda. Pero entonces ya no estará en mis manos. Harán de mí lo que quieran, si es que me recuerdan. El mundo en el que descubrí un gran secreto del pasado y me hice famoso ya no existe. Ahora estoy en un mundo donde nunca nací y no tengo pasado.» ¿Un solitario saboteador musulmán, que de algún modo consiguió llegar al Nuevo Mundo? Kemal imaginó cómo serían los artículos eruditos, explicando el origen psicosocial de las leyendas del Solitario Terrorista Musulmán del viaje de Colón. Una sonrisa asomó a su rostro mientras la tripulación de la Santa María remaba hacia la Niña.


Diko regresó a Ankuash con dos cestas llenas de agua colgando de la percha que llevaba al hombro. Ella misma la había fabricado, cuando quedó claro que no había nadie en la tribu que fuera tan fuerte. Los otros se avergonzaban de verla acarrear agua tan fácilmente cuando a ellos les resultaba tan duro. Así que fabricó la percha para que pudiera transportar el doble, y entonces insistió en recoger el agua sola, para que nadie pudiera compararse a ella. Hacía tres viajes al día hasta el arroyo bajo la cascada. Eso la mantenía fuerte, y apreciaba la soledad.

Los demás la estaban esperando, por supuesto: el agua de las grandes cestas sería vertida en muchos recipientes más pequeños, la mayoría en vasijas de barro. Pero advirtió desde lejos que había ansiedad en ellos. Noticias, pues.

—¡La canoa de los hombres blancos fue llevada por los espíritus del agua! —exclamó Putukam en cuanto Diko estuvo lo bastante cerca para poder oírla—. ¡El mismo día que tú dijiste!

—Tal vez ahora Guacanagarí crea la advertencia y proteja a sus muchachas jóvenes.

Guacanagarí era el cacique de la mayor parte del noroeste de Haití. A veces alardeaba de que su autoridad se extendía desde las montañas de Cibao hasta Ankuash, aunque nunca había tratado de demostrar esta teoría en batalla: no había nada allá arriba en Cibao que quisiera. Los sueños de Guacanagarí de ser dueño de todo Haití le habían llevado en la historia anterior a establecer una fatal alianza con los españoles. Si no lo hubieran tenido a él y a su pueblo para servirles de espía e incluso para pelear por ellos, los españoles tal vez no habrían vencido; otros líderes tainos quizás hubieran logrado unir a Haití en alguna especie de resistencia efectiva. Pero eso no sucedería esta vez. La ambición de Guacanagarí seguiría siendo el principio por el que se guiaba, pero no tendría el mismo efecto devastador. Pues Guacanagarí sólo era amigo de los españoles cuando parecían fuertes. En cuanto parecieron débiles, sería su más mortal enemigo. Diko sabía que no debía confiar en su palabra ni un solo instante. Pero todavía resultaba útil, porque era fácil anticipar sus actos si se comprendía su ansia de gloria.

Diko se agachó y se quitó la percha de los hombros. Los demás cogieron las cestas de agua y empezaron a vaciarlas en sus recipientes.

—¿Guacanagarí escucha a una mujer de Ankuash? —dijo Baiku, escéptico. Recogía el agua en tres vasijas. El pequeño Inoxtla se había hecho un corte que tenía mal aspecto en una caída, y Baiku preparaba una pócima, té y vapor para él.

Una de las mujeres más jóvenes corrió inmediatamente en defensa de Diko.

—¡Debe creer a Ve-en-la-Oscuridad! Todas sus palabras se vuelven verdad.

Como siempre, Diko negaba sus supuestos dones proféticos, aunque había sido su íntimo conocimiento del futuro lo que impidió que se convirtiera en esclava o en quinta esposa del cacique.

—Es Putukam quien ve visiones verdaderas, y Baiku quien sana. Yo traigo agua.

Los otros guardaron silencio, pues ninguno de ellos había comprendido jamás por qué Diko decía algo que era tan claramente falso. ¿Quién había oído hablar de alguien que se negara a admitir que hacía algo bien? Sin embargo, era la persona más fuerte, más alta, más sabia y más santa que habían visto o conocido, y si ella decía esto, debía ser cierto, aunque sus palabras no debían ser consideradas en su totalidad, por supuesto.

«Pensad lo que queráis —dijo Diko en silencio—. Pero yo sé que llegará el día en que no tendré más conocimiento del futuro que vosotros, porque no será el futuro que yo recordaba.»

—¿Y qué hay del Hombre Silencioso? —preguntó.

—Oh, dicen que aún está en su barca hecha de agua y aire, observando.

—Y dicen que los blancos no pueden verlo —añadió otro—. ¿Son ciegos?

—No saben cómo ver las cosas —dijo Diko—. No saben ver nada más que lo que esperan ver. Los tainos de la costa saben ver esta barca hecha de agua y aire, porque lo vieron hacerla y echarla al agua. Ellos esperan verla. Pero los hombres blancos no la han visto nunca antes, así que sus ojos no saben cómo encontrarla.

—Siguen siendo estúpidos al no verla —dijo Goala, un adolescente recién salido de la pubertad.

—Eres muy valiente —dijo Diko—. Yo tendría miedo de ser tu enemigo.

Goala se pavoneó.

—Pero tendría aún más miedo de ser tu amigo en la batalla. Estás muy seguro de que tu enemigo es estúpido porque no ve las cosas como tú las verías. Eso te volverá descuidado, y tu enemigo te sorprenderá y tu amigo morirá.

Goala guardó silencio mientras los demás se reían.

—No has visto la barca hecha de agua y aire —dijo Diko—. Así que no sabes si es fácil o difícil verla.

—Quiero verla —dijo Goala en voz baja.

—No te servirá de nada, porque nadie en el mundo tiene poder para hacer una igual y nadie tendrá ese poder hasta dentro de más de cuatrocientos años.

A menos que la tecnología evolucionara aún más rápido en esta nueva historia. Con suerte, la tecnología de este tiempo no anularía la habilidad de los seres humanos para comprenderla, para controlarla, para no ensuciar con ella.

—Lo que dices no tiene sentido ninguno —repuso Goala.

Los demás se quedaron boquiabiertos: sólo un hombre tan joven sería capaz de hablar con tanta falta de respeto a Ve-en-la- Oscuridad.

—Goala está pensando —dijo Diko— que un hombre debe ir a ver esa cosa que sólo se verá dentro de quinientos años. Pero yo os diré que lo que merece la pena verse es aquello de lo que un hombre puede aprender para ayudar a la tribu y la familia. El hombre que ve la barca hecha de agua y aire tiene una historia que sus hijos no creerán. Pero el hombre que aprende cómo hacer una gran canoa de madera como las que usan los españoles, puede cruzar los océanos con grandes cargamentos y muchos pasajeros. Son las canoas de los españoles lo que queréis ver, no la barca hecha de agua y aire.

—No quiero ver para nada a los hombres blancos —dijo Putukam con un escalofrío.

—Sólo son hombres —respondió Diko—. Algunos son muy malos, y algunos son muy buenos. Todos saben hacer cosas que nadie en Haití sabe hacer, y sin embargo hay muchas cosas que todos los niños de Haití saben y los hombres blancos no comprenden.

—¡Cuéntanos! —gritaron varios de ellos.

—Ya os he contado todas esas historias sobre la llegada de los hombres blancos —dijo Diko—. Y hoy hay trabajo que hacer.

Expresaron como niños su decepción. ¿Y por qué no iban a hacerlo? La confianza dentro de la aldea, dentro de la tribu, era tal que nadie tenía miedo de decir lo que deseaba. Los únicos sentimientos que tenían que ocultar de sus compañeros eran los verdaderamente vergonzosos, como el miedo y la malicia.

Diko llevó su percha y sus cestas de agua vacías a su casa. Una choza, en realidad. Por suerte no había nadie esperándola allí. Putukam y ella eran las únicas mujeres que tenían casas propias y, desde la primera vez que Diko alojó a una mujer cuyo marido estaba furioso y amenazó con golpearla, Putukam se había unido a ella para convertir su morada en un refugio para las mujeres. Había habido mucha tensión al principio, ya que Nugkui, el cacique, veía, no sin razón, a Diko como una rival por el poder en la aldea. La tensión sólo se tradujo en violencia una vez, cuando tres hombres surgieron de las sombras de la noche, armados con lanzas. Diko tardó unos treinta segundos en desarmarlos a todos, romper los palos de las lanzas y dejarlos marchar tambaleándose con muchos cortes y hematomas y músculos doloridos. Simplemente, no podían medirse con su fuerza y su tamaño… y su dominio de las artes marciales.

Eso no habría impedido que intentaran algo más tarde (una flecha, un dardo, un incendio), pero Diko llevó el caso a la luz. Reunió sus pertenencias y empezó a regalárselas a las otras mujeres. Esto inquietó de inmediato a toda la aldea.

—¿Adonde vas? —demandaron—. ¿Por qué te marchas?

Ella respondió con toda sinceridad:

—Vine a esta aldea porque me pareció oír una voz que me llamaba. Pero anoche tuve una visión de tres hombres que me atacaban en la oscuridad y supe que esa voz debía de estar equivocada, no era esta aldea, porque esta aldea no me quiere. Ahora debo marcharme y encontrar la aldea adecuada, la que tiene necesidad de una alta mujer negra para que les lleve el agua.

Tras muchos tira y afloja, accedió a quedarse durante tres días.

—Al final de ese periodo me marcharé, a menos que todo el mundo en Ankuash me haya pedido, uno a uno, que me quede, y hayan prometido nombrarme su tía o su hermana o su sobrina. Si una sola persona no me quiere, me marcharé.

Nugkui no era ningún tonto. Por mucho que lamentara su autoridad, sabía que tenerla en la aldea daba a Ankuash un enorme prestigio entre los tainos que vivían montaña abajo. ¿No les enviaban sus enfermos para que los curase? ¿No enviaban mensajeros para preguntar el significado de acontecimientos o para conocer qué predecía para el futuro Ve-en-la-Oscuridad? Hasta que llegó Diko, los habitantes de Ankuash eran despreciados como gente que vivía en la zona fría de la montaña. Fue Diko quien les explicó que su tribu fue la primera en vivir en Haití, que sus antepasados fueron los primeros en ser lo bastante valientes para navegar de isla en isla.

—Durante mucho tiempo, los tainos dominaron este lugar, y ahora los caribes quieren hacer lo mismo —explicó—. Pero pronto llegará el momento en que Ankuash dirija una vez más a todo el pueblo de Haití. Pues ésta es la aldea que domará a los hombres blancos.

Nugkui no estaba dispuesto a dejar escapar tan exaltado futuro.

—Quiero que te quedes —dijo, a regañadientes.

—Me alegro de oír eso. ¿Has visto a Baiku para que trate esa fea magulladura de tu frente? Debes de haber chocado con un árbol cuando saliste a orinar en la oscuridad.

Él se la quedó mirando.

—Algunos dicen que haces cosas que no debería hacer una mujer.

—Pero si yo las hago, entonces deben ser cosas que creo que una mujer debería hacer.

—Algunos dicen que enseñas a las esposas a ser rebeldes y perezosas.

—Nunca enseño a nadie a ser perezoso. Trabajo más duro que ninguno y las mejores mujeres de Ankuash siguen mi ejemplo.

—Ellas trabajan duro, pero no siempre hacen lo que les dicen sus maridos.

—Pero hacen casi todo lo que sus maridos les piden que hagan —dijo Diko—. Sobre todo cuando sus maridos hacen todo lo que las esposas les piden.

Nugkui se quedó sentado durante un largo rato, masticando su ira.

—Ese corte en tu brazo tiene mal aspecto —dijo Diko—. ¿Fue alguien descuidado con la punta de su lanza en la caza de ayer?

—Lo cambias todo —dijo Nugkui.

Ése era el punto crucial de la negociación.

—Nugkui, eres un jefe valiente y sabio. Te observé durante mucho tiempo antes de venir aquí. Dondequiera que fuese, sabía que tendría que hacer cambios, porque la aldea que enseñe a los blancos a ser humanos tiene que ser diferente de todas las demás aldeas. Habrá momentos peligrosos cuando los hombres blancos no estén domados aún, cuando puede que necesites guiar a nuestros hombres a la guerra. E incluso en la paz, tú eres el cacique. Cuando viene la gente en busca de juicio, ¿no te los envío siempre? ¿No te muestro siempre respeto?

A regañadientes, él admitió que así era.

—He visto un futuro terrible, donde los hombres blancos vienen, miles y miles de ellos, y convierten a nuestro pueblo en esclavo… a aquellos que no matan en el acto. He visto un futuro donde en toda la isla de Haití no hay ni un solo taino, ni un solo caribe, ni un hombre o una mujer o un niño de Ankuash. Vine aquí para impedir ese terrible futuro. Pero no puedo hacerlo sola. Depende de ti tanto como de mí. No quiero que me obedezcas. No quiero gobernar por encima de ti. ¿Qué aldea respetaría a Ankuash, si el cacique aceptara órdenes de una mujer? Pero ¿qué cacique merece respeto, si no es capaz de aprender sabiduría sólo porque una mujer se la enseña?

Él la observó, impasible, y luego dijo:

—Ve-en-la-Oscuridad es una mujer que doma a los hombres.

—Los hombres de Ankuash no son animales. Ve-en-la-Oscuridad vino aquí porque los hombres de Ankuash ya se han domado a sí mismos. Cuando las mujeres se refugiaron en mi tienda, o en la de Putukam, los hombres de esta aldea podrían haber derribado las paredes y golpeado a sus esposas, o las podrían haber matado… y a Putukam también, e incluso a mí, porque puede que yo sea lista y fuerte, pero no soy inmortal y se me puede matar.

Nugkui parpadeó ante la declaración.

—Pero los hombres de Ankuash son verdaderamente humanos. Estaban furiosos con sus esposas, pero respetaron la puerta de mi casa y la de Putukam. Se quedaron fuera, y esperaron hasta que su ira se enfrió. Entonces sus esposas salieron, y ninguna fue golpeada, y las cosas mejoraron. Dicen que Putukam y yo ayudamos a crear la paz. Pero sólo funcionó porque los hombres y mujeres de esta aldea la querían. Sólo funcionó porque tú, como cacique, permitiste que funcionara. Si vieras a otro cacique actuar como tú has actuado, ¿no lo llamarías sabio?

—Sí —dijo Nugkui.

—Yo también te llamo sabio —dijo Diko—. Pero no me quedaré a menos que pueda llamarte también tío mío.

Él sacudió la cabeza.

—Eso no estaría bien. No soy tío tuyo, Ve-en-la-Oscuridad. Nadie lo creería. Sabrían que sólo finges ser mi sobrina.

—Entonces no puedo quedarme —dijo ella, poniéndose en pie.

—Siéntate. No puedo ser tu tío y no seré tu sobrino, pero puedo ser tu hermano.

Diko cayó entonces de rodillas ante él, y lo abrazó, todavía sentado en el suelo como estaba.

—Oh, Nugkui, eres el hombre que esperaba.

—Eres mi hermana —repitió él—, pero agradezco a todos los pasuk que viven en el bosque que no seas mi esposa.

Con esto se levantó y salió de la casa. A partir de entonces fueron aliados: una vez que Nugkui dio su palabra, no la rompió y ninguno de los hombres airados la rompió tampoco. Él resultado fue inevitable. Los hombres aprendieron que era mejor controlar su furia que sufrir la humillación pública de ver cómo sus esposas se refugiaban en casa de Diko o de Putukam y ninguna mujer de Ankuash había sido golpeada desde hacía más de un año. Ahora era más normal que las mujeres acudieran a la casa de Diko para quejarse de un marido que había dejado de desearlas, o para pedirle magia o profecías. Ella no daba nada de eso, pero ofrecía consuelo y sentido común.

Sola en su casa, Diko cogió el calendario que llevaba y revisó en su mente los acontecimientos que se producirían en los próximos días. Allá en la costa, los españoles acudirían a Guacanagarí en busca de ayuda. Mientras tanto, Kemal (al que los indios llamaban el Hombre Silencioso) destruiría los otros barcos españoles. Si fracasaba, o si los españoles conseguían construir nuevos barcos y regresaban a casa, entonces su tarea sería unificar a los indios para prepararlos para expulsar a los españoles. Pero si los españoles quedaban atrapados allí, entonces su tarea sería difundir historias que hicieran que Colón se acercara a ella. Cuando el orden social se rompiera en la expedición (lo que sin duda ocurriría una vez que estuvieran aislados) Colón necesitaría refugio. Y lo encontraría en Ankuash. La misión de ella sería aceptarlo junto con todos los que tuviera bajo su control. Si había montado un número para que los indios llegaran a aceptarla, que esperaran a ver lo que hacía con los hombres blancos.

Ah, Kemal. Ella le había preparado el terreno diciendo que vendría una persona de poder, un hombre silencioso, que haría cosas maravillosas pero las guardaría para sí. Dejadlo en paz, decía en todos sus relatos. Mientras tanto, no sabía si Kemal vendría o no: por lo que podía decir, era la única que había llegado con éxito a su destino. Fue un alivio enorme cuando se enteró de que el Hombre Silencioso estaba viviendo en el bosque cerca de la costa. Durante varios días jugueteó con la idea de ir a verlo. Él tenía que sentirse aún más solo que ella, desconectada de su propio tiempo, de toda la gente que había amado. Pero no. Cuando culminara satisfactoriamente su trabajo, los españoles lo percibirían como enemigo; no podían relacionarla con él, ni siquiera en las leyendas indias, pues muy pronto esas historias llegarían a oídos de los españoles. Así que hizo correr la voz de que quería saberlo todo sobre los movimientos de él, y que pensaba que sería sabio dejarlo en paz. Su autoridad no era absoluta, pero Ve-en-la-Oscuridad era considerada con el suficiente respeto, incluso por la gente de fuera de la aldea que jamás había hablado con ella, para que su consejo referido a aquel extraño hombre barbudo fuera tomado en serio.

Alguien batió las palmas ante la casa.

—Sé bienvenido —dijo ella.

La puerta de juncos tejidos se alzó y Chipa entró en la choza. Era una niña, quizá de unos diez años, pero muy lista, y Diko la había elegido para que fuera su mensajera ante Cristóforo.

—¿Estás pronta?—le preguntó Diko.

—Pronta, mas estoy con miedo.

El español de Chipa era correcto. Diko llevaba dos años enseñándoselo: las dos no hablaban entre sí ningún otro idioma. Y por supuesto Chipa dominaba fluidamente el taino que era la lengua franca de Haití, aunque los habitantes de Ankuash hablaran a menudo un lenguaje distinto y mucho más antiguo, sobre todo en ocasiones solemnes o sagradas. Chipa era buena con los idiomas. Sería una magnífica intérprete.

Intérpretes fue lo único que Cristóforo no tuvo en su primer viaje. Lo que se podía comunicar con gestos, señales y expresiones faciales no era mucho. La falta de un lenguaje común había obligado tanto a los europeos como a los indios a depender de suposiciones sobre lo que el otro lado quería decir realmente. Eso llevó a ridículos malentendidos. Toda sílaba que sonaba a «khan» hacía que Cristóforo pensara que estaba en Cathay. Y en este momento, en la aldea principal de Guacanagarí, Cristóforo estaba sin duda preguntando dónde podía hallarse más oro; cuando Guacanagarí señalara la montaña y dijera «Cibao», Colón lo entendería como una versión de «Cipango». Si realmente hubiera sido Cipango, los samurais habrían acabado con él y con sus hombres. Pero lo más preocupante era que en la historia anterior a Cristóforo no se le hubiera pasado ni una sola vez por la mente que no tuviera derecho a ir a la mina de oro que pudiera encontrar en Haití y tomar posesión de ella.

Diko recordaba lo que Cristóforo escribió en su cuaderno de navegación cuando la gente de Guacanagarí trabajó para ayudarle a rescatar todo su equipo y provisiones del naufragio de la Santa María: «Aman a su prójimo como a sí mismos.» Era capaz de considerar que tenían ejemplares virtudes cristianas… y luego dar la vuelta al razonamiento y asumir que él tenía derecho a quitarles todo lo que poseían. Minas de oro, comida, incluso su libertad y sus vidas: era incapaz de pensar que tenían derechos. Después de todo, eran extraños. Oscuros de piel. Incapaces de hablar ningún idioma reconocible. Y por tanto no eran personas.

Para los novicios de Vigilancia, una de las cosas más duras a la hora de estudiar el pasado era la forma en que la mayoría de la gente de la mayoría de las épocas podía hablar a gente de otras naciones, tratar con ellos, hacerles promesas y luego dar marcha atrás y actuar como si esas mismas gentes fueran bestias. ¿Qué significaban unas promesas hechas a bestias? ¿Qué respeto se debía a la propiedad reclamada por unos animales? Pero Diko había aprendido, como hacía la mayoría en Vigilancia del Pasado, que para la mayor parte de la historia humana, la virtud de la empatia estaba limitada al propio grupo o tribu. Las personas que no eran miembros de la tribu no eran personas. Eran animales, peligrosos depredadores, presas útiles o bestias de carga. Sólo de vez en cuando unos pocos grandes profetas declaraban que la gente de otras tribus, incluso de otras lenguas o razas, eran también humanos. Gradualmente los derechos de soberanía y pernada evolucionaron. Incluso en tiempos modernos, cuando ideas tan atractivas como la igualdad y fraternidad fundamentales de la humanidad se predicaban en todos los rincones del mundo, la idea de que el extranjero no era una persona permanecía latente bajo la superficie.

«¿Qué espero en realidad de Cristóforo? —se preguntaba Diko—. Le estoy pidiendo que aprenda un grado de empatia hacia otras razas, algo que no se convirtió en una fuerza de peso en la vida humana hasta casi quinientos años después de su gran viaje y no prevaleció en todo el mundo hasta superar muchas guerras sangrientas y hambres y plagas. Le estoy pidiendo que se alce sobre su propia época y se convierta en algo nuevo.»

Y esta niña, Chipa, sería su primera lección y su primera prueba. ¿Cómo la trataría? ¿La escucharía siquiera?

—Tienes razón al tener miedo —le dijo Diko en español—. Los hombres blancos son peligrosos y traicioneros. Sus promesas no significan nada. Si no quieres ir, no te obligaré.

—¿Pero para qué si no aprendí español?

—Para que tú y yo pudiéramos compartir secretos —le sonrió Diko.

—Iré —dijo Chipa—. Quiero verlos.

Diko asintió, aceptando su decisión. Chipa era demasiado joven e ignorante del verdadero peligro que suponía que los españoles la maltrataran; pero claro, la mayoría de los adultos tomaba casi todas sus decisiones sin una clara comprensión de las posibles consecuencias. Chipa era lista y tenía buen corazón. La combinación probablemente le serviría bien.

Una hora más tarde, Chipa estaba en el centro de la aldea, tirándose del vestido de hierba tejida que Diko había hecho para ella.

—Es horrible —dijo Chipa en taino—. ¿Por qué debo llevar una cosa así?

—Porque en el país de los hombres blancos es vergonzoso que la gente vaya desnuda.

Todos se rieron.

—¿Por qué? ¿Tan feos son?

—Allí hace frío a veces, pero incluso en verano mantienen sus cuerpos cubiertos. Su Dios les ordenó que llevaran cosas como ésta.

—Es mejor sacrificar sangre a los dioses unas cuantas veces al año, como hacen los tainos —dijo Baiku—, que tener que llevar esas feas casitas en el cuerpo todo el tiempo.

—Dicen que los hombres blancos llevan concha, como las tortugas —dijo el muchacho, Goala.

—Esas conchas son fuertes y las lanzas no las atraviesan fácilmente —informó Diko.

Los aldeanos guardaron entonces silencio, pensando en lo que podría significar esto si entraban alguna vez en combate.

—¿Por qué envías a Chipa a esos hombres-tortuga? —preguntó Nugkui.

—Esos hombres-tortuga son peligrosos, pero también poderosos, y algunos de ellos tendrán buen corazón si podemos enseñarles a ser humanos. Chipa traerá aquí a los hombres blancos, y cuando estén preparados para aprender de mí, les enseñaré. Y el resto de vosotros les enseñará también.

—¿Qué podemos enseñarles nosotros a unos hombres que construyen canoas tan grandes como un centenar de las nuestras? —preguntó Nugkui.

—Ellos también nos enseñarán a nosotros. Pero no hasta que estén preparados.

Nugkui dejó de parecer escéptico.

—Nugkui —dijo Diko—. Sé lo que estás pensando.

Él esperó a ver qué tenía que decir.

—No quieres que envíe a Chipa como regalo a Guacanagarí, porque entonces él pensará que eso significa que gobierna sobre Ankuash.

Nugkui se encogió de hombros.

—Ya lo piensa. ¿Por qué debo hacer que esté seguro?

—Porque tendrá que darle a Chipa a los hombres blancos. Y cuando esté con ellos, Chipa servirá a Ankuash.

—Servirá a Ve-en-la-Oscuridad, quieres decir.

Era una voz de hombre, a su espalda.

—Tu nombre puede que sea Yacha —dijo Diko, sin volverse—, pero no eres siempre sabio, primo mío. Pero si no soy parte de Ankuash decídmelo ahora, y me iré a otra aldea y les dejaré ser los maestros de los hombres blancos.

El clamor entre los aldeanos fue inmediato. Unos instantes después, Baiku y Putukam conducían a Chipa montaña abajo, fuera de Ankuash, fuera de Ciboa, para que comenzara su momento de peligro y grandeza.


Kemal nadó bajo la quilla de la Niña. Le quedaban más de dos horas de aire en los tanques, es decir, cinco veces más de lo que necesitaría si todo salía según lo previsto. Hizo falta un poco más de lo calculado para desprender las lapas de un trozo de quilla cerca de la línea de flotación: no había que apresurarse cuando se manejaba un cincel bajo el agua. Pero el trabajo terminó lo bastante pronto. Entonces sacó de la bolsita que llevaba al cinto el grupo de bombas incendiarias. Colocó la superficie caliente de cada una de ellas contra el casco de la carabela, y luego puso en marcha las grapas que las mantendrían pegadas a la madera. Cuando todo estuvo en su sitio, tiró del cordón. De inmediato sintió el agua calentándose. A pesar de que habían sido fabricadas para que dirigieran la mayor parte de su energía contra la madera, todavía desprendían tanto calor en el agua que pronto ésta empezaría a hervir. Kemal se marchó nadando velozmente, de regreso a su bote.

Al cabo de cinco minutos, la madera del interior del casco estallaría en feroces llamas. Y el calor de las bombas incendiarias continuaría, ayudando a que el fuego se extendiera rápidamente.

Los españoles no tendrían ni idea de cómo podía haberse iniciado un incendio en la sentina. Mucho antes de que consiguieran volver a acercarse a la Niña, la madera a la que estaban pegadas las incendiarias sería cenizas y las conchas de metal de las cargas caerían al fondo del mar. Desprenderían un leve pulso de sonar durante varios días, lo que permitiría a Kemal regresar nadando y retirarlas más tarde. Los españoles supondrían que el incendio de la Niña había sido un terrible accidente. Igual que todo el que investigara el lugar del naufragio en los siglos futuros.


Ya todo dependía de que Pinzón permaneciera fiel a su personalidad y regresara con la Pinta a Haití. Si lo hacía, Kemal haría volar la carabela en pedazos. No habría forma de creer que se trataba de un accidente. Todo el mundo miraría el barco y diría: un enemigo es el causante.

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