Cristóforo se hallaba junto al timón, viendo cómo los marineros aprestaban la carabela para zarpar. Una parte de él ansiaba bajarse de ese puesto aislado y unirse a ellos, manejar las velas y las maromas, subir a bordo las últimas y más frescas provisiones, hacer algo con las manos, con los pies, con el cuerpo, para convertirse en parte de la tripulación, parte del organismo viviente del barco.
Pero ésa no era su función allí. Dios le había elegido para dirigir, y estaba en la naturaleza de las cosas que el capitán de un barco, sobre todo el comandante de una expedición, tenía que permanecer tan apartado y despegado de la tripulación como el propio Cristo de la Iglesia que encabezaba.
La gente se congregaba en la orilla y en las colinas frente al mar, pero Colón sabía que no era para vitorearle. Estaban allí porque Martín Pinzón, su favorito entre los marineros, su héroe, su amado, llevaba a una tripulación de sus hijos y sus hermanos y tíos y primos y amigos a la mar abierta, a un viaje cuya valentía parecía locura. ¿O era de tanta locura como para parecer valentía? Era en Pinzón en quien residía su confianza, Pinzón quien devolvería a sus hombres a casa si alguien podía hacerlo. ¿Qué era para ellos ese Cristóbal Colón, sino un cortesano que se había ganado el favor de la corona y conseguido el mando a cuenta de lo que nunca podría haber alcanzado con sus dotes marineras? No sabían nada de los años que el Cristóforo niño había pasado recorriendo los muelles de Genova. No sabían nada de sus viajes, nada de sus estudios, nada de sus planes y sueños. Por encima de todo, no tenían ni idea de que Dios le había hablado en una playa de Portugal, a pocos kilómetros al oeste de allí. No tenían ni idea de que el viaje era ya un milagro que nunca se habría producido si no gozara del favor divino, y que por tanto no podía fracasar.
Todo estaba preparado. La frenética actividad se había convertido en calma, y la calma en espera, mientras los ojos que antes habían supervisado el trabajo se volvían para mirar a Colón.
«Miradme —pensó Cristóforo—. Cuando alce la mano, cambiaré el mundo. Pese a todos sus trabajos, ninguno de estos otros hombres puede hacer esto.»
Cerró el puño. Lo alzó por encima de su cabeza. La gente aplaudió cuando los hombres soltaron amarras y las carabelas se alejaron de la orilla.
Tres grises semiesferas huecas formaban un triángulo, como tres cuencos preparados para un festín. Cada una estaba llena de equipo para las diferentes misiones que Diko, Hunahpu y Kemal tendrían que llevar a cabo. Cada una tenía una porción de la biblioteca que Manjam y su comité secreto habían recopilado y preservado.
Si alguno de ellos alcanzaba el pasado y lo cambiaba de forma que el futuro quedara destruido, entonces esa porción de la biblioteca contendría suficiente información para que algún día los habitantes del nuevo futuro pudieran aprender del futuro que había muerto por ellos. Podrían construir su ciencia, maravillarse ante sus historias, beneficiarse de su tecnología, aprender de sus pesares. «Es un triste festín el que contienen esos cuencos —pensó Tagiri—. Pero así es el mundo. Siempre algo debe morir para que otro organismo pueda vivir. Y ahora una comunidad, un mundo de comunidades debe convertir su muerte en un banquete de posibilidades para otra.»
Diko y Hunahpu se encontraban uno al lado del otro mientras escuchaban la explicación final que ofrecía Sá Ferreira; Kemal se hallaba solo, escuchando atentamente aunque estaba claro que no formaba parte de lo que sucedía. Ya estaba muerto, como un antílope en las fauces de un guepardo, más allá del miedo, más allá de la preocupación. «Los mártires cristianos debieron de tener esa expresión —pensó Tagiri—, cuando caminaban hacia el cubil del león.» No era la expresión de hosca desesperación que Tagiri había visto en los rostros de los esclavos encadenados en las cubiertas de los barcos portugueses. La muerte es la muerte, le había dicho alguien una vez, pero Tagiri no lo creyó entonces y no lo creía ahora. «Kemal sabe que camina hacia la muerte, pero eso significará algo, conseguirá algo, es su apoteosis, da significado a su vida. Una muerte así no hay que rechazarla, sino abrazarla. Hay un elemento de orgullo en ello, sí, pero es un orgullo honorable, no vanidoso, que se glorifica en el sacrificio que conseguirá un buen fin.
»Así es como todos deberíamos sentirnos, pues estas máquinas nos van a matar hoy. Kemal siente en su corazón que morirá primero, pero no es así. De todas las personas que habitan el mundo en este día, en esta hora, él será uno de los tres que no morirá cuando se conecte el interruptor y el cargamento y los pasajeros de estas semiesferas huecas retrocedan en el tiempo. Sólo dos personas de las que hoy viven tendrán un futuro más largo que el de Kemal.»
Y sin embargo no estaba mal que saboreara su muerte, pues moriría rodeado de ira y odio, a manos de aquellos que no comprendían lo que hacía, pero su odio sería una especie de honor, su ira una respuesta adecuada a su logro.
Sá casi había terminado.
—De lo serio a lo banal —dijo—. Mantened todos vuestros miembros dentro de la esfera. No os levantéis, no alcéis la mano hasta que comprobéis que habéis llegado.
Señaló los cables y conexiones que colgaban del techo justo encima de cada semiesfera.
—Esos cables que contienen los generadores serán cortados cuando se cree con éxito el campo. Así, vuestra separación del flujo temporal casi no tendrá ninguna duración. El campo existirá, y en el momento en que cobre existencia, el generador perderá toda energía y el campo cesará de existir. No seréis conscientes de nada de eso, por supuesto. Lo único que sabréis es que el generador caerá de pronto. Como ninguna parte de vuestro cuerpo estará bajo el generador… espero que no os arriesguéis a romperos un tobillo probando que yo tenga razón o no…
Diko se rió nerviosamente. Hunahpu y Kemal continuaron impasibles.
—No correréis peligro por la caída del generador. Sin embargo, éste arrastrará los cables consigo. Son pesados, pero por fortuna la caída es corta y no habrá mucha fuerza en ellos. Con todo, debéis ser conscientes de la posibilidad de ser golpeados con cierta violencia por el cable. Así que aunque deseéis adoptar alguna pose galante, debo pediros que adoptéis una postura protectora para que no pongáis en peligro el éxito de vuestra misión exponiéndoos al riesgo de sufrir heridas.
—Sí, sí —dijo Kemal—. Nos encogeremos como niños en el útero.
—Entonces hemos terminado. Hora de partir.
Sólo hubo un instante de vacilación. Y entonces empezaron los últimos adioses. Casi en silencio, Hunahpu recibió el abrazo de sus hermanos, y Hassan y Tagiri y su hijo Acho abrazaron y besaron a Diko por última vez. Kemal permaneció solo hasta que Tagiri se le acercó también y le besó ligeramente en la mejilla, Hassan lo agarró por los hombros y le murmuró algo, palabras del Corán, y luego le besó en los labios.
Kemal subió solo a su semiesfera. Hunahpu caminó con Diko hasta la suya, y justo antes de que subiera la escalerilla la abrazó y la besó con dulzura. Tagiri no oyó las palabras que se dijeron, pero sabía (todos lo sabían, aunque no hablaran de ello) que Hunahpu y Diko también habían hecho un sacrificio personal, quizá no tan completo como el de Kemal, pero no exento de su propio tipo de dolor, de su propia dulce amargura. Era posible que Kemal y Diko volvieran a verse, pues ambos iban a ir a la isla de La Española… no, la isla de Haití, pues era su nombre nativo el que ahora sobreviviría.
Pero Hunahpu se dirigía a los pantanos de Chiapas en México, y era muy probable que él o Diko murieran durante los largos años que pasarían antes de que sus rumbos pudieran cruzarse.
Todo eso suponiendo que las semiesferas llegaran. El problema de la simultaneidad no había sido resuelto nunca. Aunque los cables habían sido cuidadosamente medidos a fin de que transcurriera exactamente el mismo tiempo necesario para que la señal se transmitiera del interruptor a cada uno de los tres ordenadores y de éstos a los tres generadores de campo, sabían que ninguna medición cuidadosa podría conseguir una absoluta simultaneidad. Habría una diminuta pero real diferencia en el tiempo. Una de las señales llegaría primero. Uno de los campos existiría, aunque fuera durante un nanosegundo, antes de que los otros cobraran existencia. Y era posible que, a causa de los cambios provocados por el primer campo, los otros nunca llegaran a cobrar vida. El futuro en el que existían habría sido aniquilado.
Así, se había decidido que cada uno de ellos debía actuar como si los otros dos hubieran fracasado. Cada uno debía ejecutar la misión con tanto cuidado como si dependiera de él o de ella en exclusiva, pues bien podría ser así.
Pero esperaban que las tres máquinas del tiempo funcionaran, que los tres viajeros llegaran a sus destinos separados. Diko llegaría a Haití en 1488, Kemal en 1492; Hunahpu alcanzaría Chiapas en 1475.
—Hay cierto desorden en la naturaleza —les había dicho Manjam—. La auténtica precisión no se consigue nunca, no es posible jamás, y por eso todo lo que sucede depende de una cierta dosis de probabilidad, tiene un margen de libertad, un mínimo espacio para compensar lapsus y errores. Las moléculas genéticas están llenas de redundancia y pueden enfrentarse a una pequeña cantidad de pérdida o daño o inserciones extra. Los electrones que se mueven a través de sus caparazones cuánticos tienen una cierta impredictibilidad en su localización exacta, pues todo lo que cuenta es que permanezcan a la misma distancia del núcleo. Los planetas se tambalean en sus órbitas y sin embargo persisten durante miles de millones de años sin caer a sus estrellas-madre. Así que debería haber espacio para microsegundos o milisegundos o centisegundos o incluso decisegundos de diferencia entre la activación de los tres campos. Pero no tenemos modo de experimentarlo para ver cuáles son las tolerancias. Puede que las hayamos pasado de largo. Puede que no las hayamos alcanzado por una fracción de nanosegundo. Puede que estemos tan lejos del éxito que toda esta aventura sea tiempo desperdiciado. ¿Quién puede saber estas cosas?
«¿Y por qué —pensó Tagiri—, aunque sé que dentro de unos pocos minutos mi querido esposo y mi precioso hijo Acho y yo desapareceremos con toda certeza de la existencia, es Diko por quien me preocupo? Ella es la que vivirá. Ella es la que tiene futuro. Sin embargo, mi parte animal, la parte que siente emoción, no comprende mi propia muerte. No es muerte, cuando todo el mundo muere contigo. No, mi parte animal sólo sabe que mi hija me deja, y eso es lo que me apena.»
Vio a Hunahpu ayudar a Diko a subir la escalerilla, y luego dirigirse a su propia semiesfera y entrar en ella.
Le tocaba el turno a Tagiri. Besó y abrazó a Hassan y Acho, luego subió su propia escalerilla, hasta la jaula cerrada. Pulsó el botón para abrirla al tiempo que Manjam y Hassan abrían las suyas, mientras que Diko, Hunahpu y Kemal pulsaban los botones de sus generadores de campo. La cerradura chasqueó y Tagiri abrió la puerta de la jaula y entró en ella.
—Estoy dentro —dijo—. Soltad vuestros botones, viajeros.
—Poneos en posición —ordenó Sá.
Tagiri se hallaba justo encima de las semiesferas y veía a Kemal, Diko y Hunahpu acurrucados en lo alto de su equipo y suministros, asegurándose de que ninguna parte de sus cuerpos quedaba bajo el generador de campo o extendiéndose más allá de los límites de la esfera que crearía el generador.
—¿Estáis preparados? —preguntó Sá.
—Sí —respondió Kemal de inmediato.
—Preparado —dijo Hunahpu.
—Estoy preparada —dijo Diko.
—¿Los veis? —preguntó Sá, dirigiéndose en este caso a Tagiri y a los otros tres observadores que estaban en posición. Todos confirmaron que los viajeros parecían en buena postura.
—Cuando estés lista, Tagiri —dijo Sá.
Tagiri vaciló sólo un instante. «Voy a matarlos a todos para que todos puedan vivir —se recordó—. Ellos lo eligieron, tanto como puede elegir alguien que tiene una comprensión imperfecta. Desde el nacimiento todos estamos condenados a morir, por eso es bueno que al menos podamos estar seguros de que nuestra muerte de hoy trae consigo un buen fin: la posibilidad de llevar al mundo a un lugar mejor.» Esta letanía de justificación pasó rápidamente y una vez más Tagiri se quedó con el dolor que la había roído durante las semanas, los años del proyecto.
Durante un fugaz instante deseó no haberse unido nunca a Vigilancia del Pasado, para así no tener que enfrentarse a este momento, para que no fuera su mano la que liberara el interruptor.
«¿Y quién si no? —se preguntó—. ¿Quién podría soportar esta responsabilidad, si yo no puedo hacerlo? Todos los esclavos esperaban que les trajera la libertad. Todos los niños no nacidos de incontables generaciones de humanidad esperaban que los salvara de la marchita muerte del mundo. Diko esperaba que la enviara a la gran obra de su vida.»
Agarró la palanca.
—Os amo —dijo—. Os amo a todos.
La bajó.