Según el Popol Vuh, el libro sagrado de los mayas, Xpiyacoc y Xmucane engendraron a dos hijos, llamados Un Hunahpu y Siete Hunahpu. Un Hunahpu creció hasta hacerse un nombre, se casó y su esposa Xbaquiyalo dio a luz dos hijos: Un Mono y Un Artesano. Siete Hunahpu nunca creció; antes de que pudiera convertirse en hombre, su hermano y él fueron sacrificados en el campo de pelota donde perdieron ante Una y Siete Muertes. Entonces la cabeza de Un Hunahpu fue colgada de una calabacera, que nunca antes había dado fruto. Y cuando lo dio, el fruto pareció una cabeza, y la cabeza de Un Hunahpu llegó a parecerse al fruto, así que fueron lo mismo.
Entonces una joven virgen llamada Mujer Sangre llegó al templo de los sacrificios para ver el árbol, y le habló a la cabeza de Un Hunahpu, y la cabeza de Un Hunahpu le habló a ella. Cuando tocó el hueso de su cabeza, su semilla se le quedó en la mano, y pronto concibió un hijo. Siete Hunahpu consintió en esto, y fue también el padre de lo que llenaba su vientre.
Mujer Sangre se negó a decirle a su padre cómo había llegado el niño a su vientre, ya que estaba prohibido ir a la calabacera donde estaba colgada la cabeza de Un Hunahpu. Indignado porque había concebido un bastardo, su padre la envió a ser sacrificada. Pero para salvar su vida, ella les dijo a los Guardianes Militares de la Estera, que iban a matarla, que el niño procedía de la cabeza de Un Hunahpu. Entonces ellos no quisieron matarla, pero tenían que llevar su corazón a su padre, Recogedor de Sangre. Así que Mujer Sangre lo engañó llenando un cuenco con la roja savia del árbol crotón, que cuajó hasta parecer un corazón humano. Todos los dioses de Xibalba fueron engañados por el corazón falso.
Mujer Sangre fue a la casa de la viuda de Un Hunahpu, Xbaquiyalo, para parir a su hijo. Cuando el niño nació, fueron dos niños, dos varones, a quienes llamó Hunahpu y Xbalanque. A Xbaquiyalo no le gustaba el ruido que hacían los bebés y los expulsó de la casa. Sus hijos, Un Mono y Un Artesano, no tenían ningún deseo de nuevos hermanos, así que los metieron en un hormiguero. Como los bebés no murieron allí, los hermanos mayores los echaron a unas zarzas, pero sobrevivieron. El odio entre los hermanos mayores y los hermanos más jóvenes continuó a lo largo de los años, mientras los bebés se convertían en hombres.
Los hermanos mayores eran flautistas, cantantes, artistas, hacedores y conocedores. Por encima de todo, eran conocedores. Cuando nacieron sus hermanos sabían exactamente quiénes y qué eran y en qué se convertirían, pero por celos no se lo dijeron a nadie. Así que fue de justicia cuando Hunahpu y Xbalanque valiéndose de un engaño los hicieron trepar a un árbol y los dejaron allí, donde los dos hermanos mayores se convirtieron en monos y nunca volvieron a pisar el suelo. Entonces Hunahpu y Xbalanque, grandes guerreros y jugadores de pelota, fueron a competir en la lucha entre sus padres, Un y Siete Hunahpu, y los dioses de Xibalba.
Al final del juego, Xbalanque se vio obligado a sacrificar a su hermano Hunahpu. Envolvió el corazón de su hermano en una hoja, y entonces bailó solo en el campo de pelota hasta que gritó el nombre de su hermano y Hunahpu se levantó de entre los muertos y ocupó su lugar junto a él. Al ver esto, sus dos oponentes en el juego, los grandes señores Una y Siete Muertes, demandaron a su vez ser sacrificados. Así que Hunahpu y Xbalanque arrancaron el corazón de Una Muerte; pero éste no se levantó de entre los muertos. Al ver esto, Siete Muertes se aterrorizó y suplicó que lo eximieran de su sacrificio. Así, con vergüenza, su corazón fue arrancado sin coraje y sin consentimiento. Y fue así cómo Hunahpu y Xbalanque vengaron a sus padres, Uno y Siete Hunahpu, y quebrantaron el gran poder de los señores de Xibalba.
Así se dice en el Popol Vuh.
Cuando Dolores de Cristo Matamoro tuvo su tercer hijo, recordó sus estudios de cultura maya de cuando fue educada allá en Tekax, en el Yucatán, y como no estaba segura de quién era el padre del niño, lo llamó Hunahpu. Si hubiera tenido otro hijo, sin duda lo habría llamado Xbalanque, pero, cuando Hunahpu era todavía un bebé, Dolores resbaló en el andén de la estación de San Andrés Tuxtla y el tren la mató.
Hunahpu Matamoro no tenía en realidad nada de ella, excepto el nombre que le dio, y quizá fue eso lo que produjo su obsesión por el pasado de su pueblo. Sus hermanos mayores se convirtieron en hombres corrientes de San Andrés Tuxtla: Pedro se hizo policía y José María sacerdote. Pero Hunahpu estudió la historia de los mayas, de los mexica, de los toltecas, de los zapotecas, de los olmecas, las grandes naciones de Mesoamérica, y cuando al segundo intento alcanzó la calificación necesaria, fue admitido en Vigilancia del Pasado e inició sus estudios.
Éste fue su proyecto desde el principio: averiguar qué habría sido de Mesoamérica si los españoles no hubieran llegado. Contrariamente a Tagiri, cuyo expediente tenía una etiqueta plateada que indicaba que había que consentir sus rarezas, Hunahpu encontró resistencia a cada paso.
—Vigilancia observa el pasado —le decían una y otra vez—. No especulamos sobre lo que podría haber ocurrido si el pasado no hubiera sucedido tal como fue. No hay forma de probarlo, y no tendría valor ni aunque lo hicieras bien.
Pero a pesar de la resistencia, Hunahpu continuó. Ningún equipo de colaboradores creció a su alrededor. De hecho, pertenecía a otro equipo que estudiaba las culturas zapotecas de la costa norte del istmo de Tehuantepec en los años anteriores a la llegada de los españoles. Fue asignado a ese equipo porque era el proyecto en marcha que más se acercaba a los intereses de Hunahpu. Sus supervisores eran bien conscientes de que pasaba al menos tanto tiempo en su labor especulativa como en las observaciones que contribuirían a obtener conocimientos reales. Fueron pacientes. Esperaban que se librara de su obsesión de tratar de conocer lo incognoscible si lo dejaban. Mientras su trabajo en el Proyecto Zapoteca fuera aceptable… y aunque a duras penas así era.
Entonces llegó la noticia del descubrimiento de la Intervención. Una Vigilancia de otro futuro había enviado una visión a Colón, lo apartó de su sueño de dirigir una cruzada para liberar Constantinopla y acabó por llevarlo a América. Era sorprendente; para un indio como Hunahpu resultaba atroz. ¡Cómo se atrevían! Pues supo de inmediato qué era lo que habían intentado evitar los Intervencionistas, y no se trataba de la conquista cristiana del Islam.
Los rumores empezaron a circular unas semanas más tarde, y la repetición los hizo creíbles. El gran Kemal iniciaba un nuevo proyecto. Por primera vez, Vigilancia del Pasado trataría de extrapolar desde el pasado lo que habría sucedido en el futuro si un acontecimiento concreto no hubiera ocurrido. ¿Por qué ponen en marcha un proyecto para estudiar esto?, se preguntó Hunahpu. Sabía que podía responder en un momento a todas las cuestiones de Kemal. Sabía que si alguien del nuevo proyecto leyera uno solo de los estudios que había escrito y enviado a las redes, advertiría que la respuesta estaba delante de sus narices, que la obra estaba ya hecha y que se trataba únicamente de aplicar unos cuantos años de trabajo para solventar los detalles.
Hunahpu esperaba que Kemal le escribiera, o que uno de los supervisores de Vigilancia le recomendase que echara un vistazo a sus investigaciones, o incluso (como debía suceder inevitablemente) que Hunahpu fuera reasignado al proyecto de Kemal. Pero tal reasignación no se produjo, la carta no llegó, y los superiores de Hunahpu parecieron no darse cuenta de que el ayudante más valioso de Kemal sería ese lento joven maya que había trabajado sin ganas en su tedioso proyecto de recopilación de datos.
Fue entonces cuando Hunahpu comprendió que no sólo se enfrentaba a la resistencia de los demás, sino también a su desdén. Su trabajo era tan despreciado que nadie lo consideraba siquiera, ningún rumor había circulado al respecto, y cuando miró descubrió que ninguno de los estudios que había enviado a las redes había sido descargado y leído, ni uno de ellos, ni una sola vez.
Pero no era propio de Hunahpu desesperarse. En cambio, redobló obstinadamente sus esfuerzos, sabiendo que la única forma de superar la barrera de desdén era producir un cuerpo de pruebas tan convincente que Kemal se viera obligado a respetarlo. Y si tenía que hacerlo, Hunahpu le llevaría esa prueba directamente a Kemal, sorteando todos los canales regulares, como Kemal había acudido a Tagiri en aquel encuentro ya legendario. Por supuesto, había una diferencia. Kemal lo había hecho siendo un hombre famoso, con logros conocidos, así que fue recibido con cortesía aunque su mensaje no fuera bienvenido. Hunahpu no tenía ningún logro, o al menos ninguno que fuera reconocido por nadie, y por eso era improbable que Kemal estuviera dispuesto a verlo o examinar su trabajo. Sin embargo, esto no lo detuvo. Hunahpu continuó, reunía pacientemente pruebas y escribía cuidadosos análisis de lo que había encontrado, aborreciendo cada momento que tenía que pasar grabando los detalles de la construcción de barcos en las costas zapotecas entre los años 1510 y 1524.
Sus hermanos mayores, el policía y el sacerdote, que no eran bastardos y por tanto siempre lo miraban por encima del hombro, se preocuparon por él. Fueron a verlo a la estación de Vigilancia en San Andrés Tuxtla, donde se le permito a Hunahpu que usara una sala de conferencias para recibirlos, ya que no había intimidad en su cubículo.
—Nunca estás en casa —dijo el policía—. Te llamo y nunca contestas.
—Estoy trabajando —respondió Hunahpu.
—No tienes buen aspecto —dijo el sacerdote—. Y cuando hablamos de ti con tu supervisora, nos dice que no eres muy productivo. Siempre trabajando en tus propios proyectos inútiles.
—¿Le habéis preguntado a mi supervisora por mí? —dijo Hunahpu. No estaba seguro de si se sentía molesto porla intrusión o agradecido de que sus hermanos se hubieran preocupado lo suficiente como para preguntar por él.
—Bueno, la verdad es que nos llamó ella —contestó el policía, que siempre decía la verdad aunque fuera un poco embarazosa—. Quería ver si podíamos animarte a abandonar tu loca obsesión con el futuro perdido de los indios. Hunahpu los miró con tristeza.
—No puedo.
—Eso pensábamos —dijo el sacerdote—. Pero cuando te echen de Vigilancia del Pasado, ¿qué harás? ¿Para qué estás cualificado?
—No creas que ninguno de nosotros tiene dinero para ayudarte —dijo el policía apesadumbrado—. O darte de comer más que unas pocas veces a la semana, aunque lo haremos, por nuestra madre.
—Gracias —contestó Hunahpu—. Me habéis ayudado a clarificar mis ideas.
Se levantaron para marcharse. El policía, que era mayor y no le había pegado tanto de niño como el cura, se detuvo en la puerta. Su cara estaba tiznada de pesar.
—No vas a cambiar nada, ¿verdad?
—Sí —dijo Hunahpu—. Voy a darme prisa y a terminar más pronto. Antes de que me echen de Vigilancia.
El policía sacudió la cabeza.
—¿Por qué tienes que ser tan… indio?
Durante un instante, Hunahpu no entendió la pregunta.
—Porque lo soy.
—Y nosotros también, Hunahpu.
—¿Vosotros? ¿José María y Pedro?
—Nuestros nombres son españoles, sí.
—Y vuestras venas están rebajadas con sangre española, y vivís con trabajos españoles en ciudades españolas.
—¿Rebajadas? —preguntó el policía—. Nuestras venas son…
—Fuera quien fuese mi padre —dijo Hunahpu—, era maya, como mamá.
El rostro del policía se ensombreció.
—Veo que no deseas ser mi hermano.
—Estoy orgulloso de ser tu hermano —dijo Hunahpu, consternado por cómo habían sido interpretadas sus paladas—. No tengo nada contra vosotros. Pero tengo que saber qué habría sido de mi pueblo, nuestro pueblo, sin los españoles.
El sacerdote volvió a aparecer en la puerta, detrás del policía.
—Habrían torturado, se habrían automutilado y habrían ofrecido sangrientos sacrificios humanos, y jamás habrían oído el nombre de Cristo.
—Gracias por preocuparos lo suficiente para venir a verme —dijo Hunahpu—. Estaré bien.
—Ven a mi casa a cenar —invitó el policía.
—Gracias. Cualquier día lo haré.
Cuando sus hermanos se marcharon, Hunahpu se volvió hacia su ordenador y dirigió un mensaje a Kemal. No había ninguna oportunidad de que éste lo leyera: había demasiados miles de personas en la red de Vigilancia para que un hombre como Kemal prestara atención a lo que acabaría siendo el mensaje de tercera fila de un gris recopilador de datos del Proyecto Zapoteca. Sin embargo tenía que establecer contacto, de algún modo, o su trabajo quedaría en nada. Así que escribió el mensaje más provocativo que se le ocurrió y lo envió a todo el mundo relacionado con el Proyecto Colón, esperando que alguno de ellos le echara una mirada a un e-mail de tercera fila y se sintiera lo suficientemente intrigado para llevar sus palabras hasta Kemal.
Éste fue su mensaje:
Kemal: Colón fue elegido porque era el hombre más grande de su época, el hombre que acabó con el Islam. Fue enviado al oeste para impedir la peor calamidad de la historia de la humanidad: la conquista tlaxcalana de Europa. Puedo demostrarlo. Mis estudios han sido enviados e ignorados, igual que lo habrían sido los suyos si no hubiera encontrado evidencias de la Atlántida en las viejas grabaciones meteorológicas del TruSite I. NO HAY grabaciones de la conquista tlaxcalana de Europa, pero la prueba sigue allí. Hable conmigo y ahórrese años de trabajo. Ignóreme y me marcharé.
Colón no estaba orgulloso del motivo por el que se había casado con Felipa. Desde el momento en que llegó supo que como mercader extranjero en Lisboa no tendría ninguna posibilidad de conseguir su objetivo. Había una colonia de mercaderes genoveses en la capital portuguesa, y Colón inmediatamente se relacionó con sus negocios. En el invierno de 1476 se unió a un convoy con destino a Flandes, a Inglaterra y, luego, a Islandia. Había pasado menos de un año desde que zarpara en un viaje similar lleno de esperanzas y expectativas; cuando por fin se hallaba en aquellos puertos, apenas lograba concentrarse en los negocios que lo llevaron allí. ¿Qué bien obtendría de participar en el comercio entre las ciudades de Europa? Dios tenía un trabajo superior para él. El resultado fue que, aunque ganó un poco de dinero en esos viajes, no se hizo notar. Sólo en Islandia, donde oyó las historias de los marineros que hablaban de tierras no muy al oeste que antiguamente habían albergado florecientes colonias de los hombres del norte, aprendió algo que le pareció útil, pero incluso así no pudo dejar de recordar que Dios le había dicho que empleara una ruta por el sur para navegar hacia poniente y que regresara por el norte. Esas tierras que los islandeses conocían no eran los grandes reinos de Oriente, eso estaba claro.
De algún modo tenía que organizar una expedición para explorar el océano hacia el oeste. Varios de sus viajes comerciales lo llevaron a las Azores y Madeira; los portugueses nunca dejarían que un extranjero llegara más allá de ese punto, internándose en aguas africanas, pero sí les permitían llegar a Madeira y comprar oro y marfil, o a las Azores para comprar víveres a precios enormemente inflados. Colón sabía por sus contactos en aquellos lugares que las grandes expediciones atravesaban Madeira cada pocos meses, con destino a África. Y que África no conducía a ningún sitio útil, pero ansiaba las flotas. De algún modo tenía que hacerse con el mando de una de ellas, dirigiéndose al oeste en vez de al sur. Sin embargo, ¿qué esperanza tenía de conseguirlo?
Al menos en Genova su padre tenía lazos de lealtad con los Fieschi, que habían resultado una conexión explotable. En Portugal, toda navegación, toda expedición estaba bajo el control directo del rey. La única forma de conseguir navios, marinos y dinero para un viaje de exploración era atrayendo al rey, y como genovés y como plebeyo había escasas posibilidades de eso.
Como no había nacido con ningún lazo de sangre en Portugal, sólo restaba un modo de conseguirlo. Y el matrimonio con una familia bien relacionada, cuando no tenía fortuna ni perspectiva de ello, era en efecto un proyecto difícil. Necesitaba una familia que rozara la nobleza y que no estuviera en ascenso. Una familia en ascenso buscaría mejorar su situación casándose con nobles; una familia hundida, sobre todo una rama menor con hijas poco agraciadas y pequeña fortuna, podría mirar a un aventurero extranjero como Colón con… bueno, no favor exactamente, pero al menos con tolerancia. O quizá con resignación.
Bien fuera porque había estado a punto de morir en el océano o porque Dios deseaba que tuviera un aspecto más distinguido, el pelo rojo de Colón rápidamente se fue volviendo blanco. Como aún era joven de rostro y vigoroso de cuerpo, el cabello canoso hacía que muchas cabezas se volvieran a su paso. Cada vez que no estaba en viaje de negocios, intentando progresar en un comercio que siempre se inclinaba en favor de los nativos portugueses, tenía el detalle de asistir a la iglesia de Todos los Santos, donde acudían, fuertemente custodiadas, para oír misa, tomar la comunión y confesarse, las damas casaderas de las familias que no eran lo suficientemente ricas para tener sacerdote en casa.
Fue allí donde vio a Felipa, o más bien se aseguró de que ella le viera a él. Había hecho discretas averiguaciones sobre varias damas jóvenes, y se había enterado de muchas cosas prometedoras acerca de ella. Su padre, el gobernador Perestrello, había sido un hombre de cierta distinción e influencia con una leve reclamación de nobleza que nadie le rebatió en vida porque fue uno de los jóvenes marinos entrenados por el príncipe Enrique el Navegante que había destacado en la conquista de Madeira. Como recompensa, le hicieron gobernador de la pequeña isla de Porto Santo, un lugar casi carente de agua y de escaso valor excepto por el prestigio que daba en Lisboa. Había muerto, pero no había sido olvidado, y el hombre que se casara con su hija tendría ocasión de conocer a marinos y entablar contactos en la corte que podrían acabar conduciéndole a presencia del rey.
El hermano de Felipa era aún gobernador de la isla, y la madre, Doña Moniz, regía en la familia (incluyendo al hermano) con mano de hierro. Era a ella, y no a Felipa, a quien Colón tenía que impresionar; pero primero tenía que llamar la atención de la muchacha. No fue difícil. La historia de cómo Colón llegó nadando a la costa después de la famosa batalla entre los mercaderes genoveses y el pirata francés Coullon se contaba a menudo. Colón se aseguró de negar cualquier heroísmo por su parte.
—Todo lo que hice fue lanzar vasijas e incendiar las naos, incluyendo la mía propia. Hombres más valientes y mejores que yo combatieron y murieron. Y luego… me puse a nadar. Si los tiburones hubieran considerado que yo era un bocado apetecible no estaría aquí. ¿Es esto ser un héroe?
Pero sabía que ese tipo de desprecio de sí mismo en una sociedad tan dada a los alardes era exactamente la pose que debía adoptar. A la gente le encantaba oír los fanfarroneos de los muchachos locales, porque quería que fueran grandes; pero el extranjero debía negar que tenía una virtud destacada… eso era lo que le ganaría el aprecio de los lugareños.
Funcionó bastante bien. Felipa había oído hablar de él, y en la iglesia la pilló mirándole y la saludó con una inclinación de cabeza. Ella se ruborizó y se dio la vuelta. Una chica bastante simple. Su padre era guerrero y su madre tenía la constitución de una fortaleza: la hija tenía la fiereza del padre y el formidable grosor de la madre. Sin embargo, había en su sonrisa un destello de gracia y humor cuando volvió a mirarlo, una vez pasado el sonrojo obligatorio. Sabía que estaban jugando, y no le importaba. Después de todo, no era mala perspectiva, y si el hombre que la cortejaba era un genovés ambicioso que quería utilizar las conexiones de su familia, ¿qué diferencia había con las hijas de familias más afortunadas que eran cortejadas por señores ambiciosos que querían usar su dinero? Una mujer de rango difícilmente podía esperar casarse por sus propias virtudes: eso sólo tenía un efecto menor en el precio de pedida, mientras fuera virgen, y ese haber familiar, al menos, había sido bien protegido.
Las miradas en la iglesia llevaron a una invitación a la casa Perestrello, donde Doña Moniz le recibió cinco veces antes de acceder a permitirle ver a Felipa, y aun así sólo después de que el matrimonio hubiera sido acordado. Se estableció que Colón tendría que renunciar a la práctica mercantil: sus viajes ya no podrían ser tan obviamente comerciales, y su hermano Bartolomé, que había venido desde Genova, se convertiría en propietario de la tienda de cartas de navegación que Colón había abierto. Cristóbal sólo sería un caballero que ocasionalmente se pasaría a aconsejar a su hermano mercader. Eso le vino bien tanto a Colón como a Bartolomé.
Por fin Colón conoció a Felipa, y poco después se casaron. Doña Moniz sabía perfectamente bien lo que era este aventurero genovés, después de todo, o eso pensaba, y estaba segura de que en cuanto hubiera ganado acceso a la sociedad de la corte empezaría inmediatamente a establecer relaciones con damas más hermosas y más ricas, apuntando a conexiones cada vez más ventajosas. Había visto este tipo de hombre mil veces antes, y lo tenía muy claro.
Por eso, justo antes de la boda, sorprendió a todo el mundo anunciando que su hijo, el gobernador de Porto Santo, había invitado a Felipa y su flamante marido a irse a vivir con ellos a la isla. Y la misma Doña Moniz los acompañaría, por supuesto, ya que no había motivos para que se quedara en Lisboa cuando su querida hija Felipa y su precioso hijo el gobernador (toda su familia, no importaban las otras hijas casadas) estaban a cientos de millas de distancia en el Océano Atlántico. Además, las islas de Madeira tenían un clima más cálido y sano.
Felipa pensó que era una idea maravillosa, por supuesto (siempre le había gustado la isla), pero para sorpresa de Doña Moniz, Colón también aceptó la invitación con entusiasmo. Consiguió ocultar la gracia que le causaba la obvia incomodidad de su suegra. Si él quería ir, entonces el plan debía tener algún error… Colón sabía que eso era lo que ella pensaba. Pero era porque Doña Moniz no tenía idea de lo que Colón deseaba. Estaba al servicio de Dios, y aunque con el tiempo tendría que acabar presentándose en la corte para conseguir la aprobación para su viaje al oeste, pasarían años antes de que estuviera preparado para presentar su caso. Necesitaba experiencia; necesitaba mapas y libros; necesitaba tiempo para pensar y planear. La pobre Doña Moniz no advertía que Porto Santo le había puesto directamente en la ruta de navegación de las expediciones portuguesas a lo largo de la costa africana. Todas recalaban en Madeira, y allí Colón podría aprender mucho sobre cómo liderar expediciones, cómo cartografiar territorios inexplorados, cómo navegar largas distancias en mares desconocidos.
El viejo Perestrello, el difunto padre de Felipa, había conservado una pequeña pero interesante biblioteca en Porto Santo, y Colón tendría acceso a ella. Así, si conseguía aprender algunas de las habilidades portuguesas en las artes de navegación, si Dios le conducía a información oculta en sus estudios sobre las viejas escrituras, podría aprender algo esperanzador para su futuro viaje al oeste.
Para Felipa el viaje fue brutal. Nunca se había mareado antes, y para cuando llegaron a Porto Santo, Doña Moniz estaba segura de que ella y Colón habían concebido ya un hijo. En efecto, nueve meses más tarde nació Diego. Felipa tardó mucho tiempo en recuperarse del embarazo y el parto, pero en cuanto se sintió lo bastante fuerte se dedicó al niño. Su madre observaba todo esto con cierto disgusto, ya que había criadas para ese tipo de cosas, pero no podía quejarse, pues pronto quedó claro que Diego era todo cuanto Felipa tenía: su marido no parecía querer su compañía. De hecho, parecía ansioso por marcharse de la isla a la menor ocasión, aunque no para ir a la corte. En cambio, no dejaba de suplicar oportunidades para embarcar en ruta hacia la costa africana.
Cuando más suplicaba, menos probable parecía que consiguiera una oportunidad. Después de todo, era genovés, y a más de un capitán se le ocurrió pensar que Colón podría haberse casado con una familia marinera como parte de un plan para conocer la costa africana y luego regresar a Genova y hacer que navios italianos entraran en competencia con los portugueses. Eso sería intolerable, por supuesto. Así que nunca se cuestionó que Colón consiguiera lo que realmente quería.
Al ver a su marido tan frustrado, Felipa empezó a presionar a su madre para que hiciera algo por su Cristováo. Ama el mar, decía Felipa. Sueña con grandes viajes. ¿No puedes hacer algo por él?
Así que Doña Moniz llevó a su yerno a la biblioteca de su difunto esposo y abrió para él las cajas de cartas y mapas, los anaqueles de preciosos libros. La gratitud de Colón fue palpable. Por primera vez se le ocurrió que quizás era sincero: que sentía poco interés por la costa africana, que era la navegación lo que le inspiraba, surcar los mares por el propio placer de hacerlo.
Colón empezó a pasar casi todo el tiempo escrutando libros y cartas. Naturalmente no había ninguna sobre el océano occidental, pues nadie que hubiera navegado más allá de las Azores, las Canarias o las islas de Cabo Verde había regresado jamás. Sin embargo, Colón aprendió que los viajeros portugueses habían rechazado aferrarse a la costa de África. En cambio, se internaban en el mar, usando vientos mejores y aguas más profundas hasta que sus instrumentos les decían que habían navegado tan al sur como el último viaje realizado. Entonces navegaban hacia tierra, hacia el este, esperando que esta vez estuvieran más al sur de la punta más meridional de África, para así encontrar una ruta que los condujera por el este hasta la India. Fue esa navegación en profundidad lo que llevó por primera vez a los marinos portugueses a Madeira y luego a las islas de Cabo Verde. Algunos aventureros de la época habían imaginado que podría haber cadenas de islas extendiéndose al oeste, y habían navegado hacia allí para verlas, pero tales viajes siempre terminaron en decepción o tragedia, y nadie creía ya que hubiera más islas al oeste o al sur.
Pero Colón no desdeñaba los registros de viejos rumores que antaño habían impulsado a los marinos a buscar esas islas occidentales. Devoró los rumores de un marinero muerto empujado a las orillas de las Azores o las Canarias o las islas de Cabo Verde, con un mapa empapado cosido en sus ropas que mostraba la existencia de islas alcanzadas antes de que su barco se hundiera, las historias de troncos flotantes de especies desconocidas de árboles, de bandadas de raras aves muy lejos al sur o al oeste, de cadáveres de hombres ahogados con caras más redondas de las vistas en Europa, oscuras y sin embargo no tan negras como las de los africanos. Todo aquello databa de una época anterior, y Colón sabía que representaban las ilusiones de una breve era. Pero sabía también lo que ninguno de ellos podía saber: que Dios pretendía que él alcanzara los grandes reinos de Oriente navegando hacia poniente, lo que significaba que tal vez esos rumores no eran meros deseos, sino la verdad.
No obstante, aunque lo fueran, no convencerían a aquellos que tendrían que decidir financiar una expedición al oeste. Persuadir al rey significaba persuadir primero a los hombres doctos de su corte, y eso requeriría pruebas de peso, no habladurías de marineros. Para ese fin el verdadero tesoro de Porto Santo eran los libros, pues a Perestrello le encantaba estudiar geografía y tenía traducciones latinas de Ptolomeo.
Para Colón, Ptolomeo no fue un gran consuelo: decía que desde la punta más occidental de Europa hasta la punta más oriental de Asia había ciento ochenta grados, la mitad de la circunferencia de la Tierra. Tal viaje a través del océano descubierto sería inútil. Ningún barco podría llevar bastantes suministros o mantenerlos frescos lo suficiente para cubrir ni siquiera una cuarta parte de esa distancia.
Sin embargo, Dios le había dicho que podría alcanzar el oriente navegando hacia poniente. Por tanto Ptolomeo debía estar equivocado, y no sólo levemente. Debía estar drástica, inequívocamente en un error. Y Colón tenía que encontrar un modo de demostrarlo, para que un rey le permitiera llevar sus naves hacia occidente para cumplir la voluntad de Dios.
Sería más simple, decía en sus oraciones silenciosas a la Santísima Trinidad, si enviarais un ángel para decírselo al rey de Portugal. ¿Por qué me elegisteis? Nadie me escuchará.
Pero Dios no le respondía. Por eso Colón seguía pensando y estudiando y tratando de calcular cómo demostrar lo que sabía debía ser verdad y sin embargo nadie había imaginado: que el mundo era mucho, mucho más pequeño, y el oeste y el este debían estar mucho más cerca de lo que los antiguos creían. Y como las únicas autoridades que los eruditos aceptarían eran los libros escritos por los antiguos, Colón tendría que encontrar, en alguna parte, escritores clásicos que hubieran descubierto lo que sabía que tenía que ser la verdad sobre el tamaño del mundo. Halló algunas ideas útiles en el Imago Mundi del cardenal d'Ailly, un compendio de obras de escritores antiguos, donde aprendió que Marino de Tiro había estimado que la gran masa de tierra del mundo no era de 180 grados, sino de 225, dejando que el océano ocupara solamente los 135 grados restantes. Eso seguía siendo demasiado lejos, pero resultaba prometedor. No importaba que Ptolomeo hubiera vivido y escrito después de Marino de Tiro, que hubiera examinado sus cálculos y los hubiera refutado. Marino ofrecía una imagen del mundo que le ayudaba a construir su caso para navegar hacia poniente y por eso era la mejor autoridad. También había algunas referencias valiosas de Aristóteles, Séneca y Plinio.
Entonces advirtió que esos escritores antiguos no conocían los descubrimientos realizados por Marco Polo en su viaje a Cathay. Añadir 28 grados de tierra para sus hallazgos, y luego otros 30 grados para compensar la distancia entre Cathay y la isla-nación de Cipango, y sólo quedaban 77 grados de océano por cruzar. Luego restar otros 9 grados al empezar su viaje en las Canarias, las islas suroccidentales que parecían el punto de partida más propicio para el tipo de viaje que Dios le había encomendado, y la flota de Colón sólo tendría que cruzar 68 grados de océano.
Seguía estando demasiado lejos. Pero sin duda había errores en las medidas de Marco Polo, en los cálculos de los antiguos. ¡Resta otros 8 grados, redúcelos sólo a 60! Sin embargo, seguía estando a una distancia imposible. Un sexto de lacircunferencia de la Tierra entre las Canarias y Cipango, y sin embargo eso continuaba significando un viaje de más de tres mil millas sin un puerto donde recalar. Por mucho que los interpretara o retorciera, Colón no podía hacer que los escritos de los antiguos apoyaran lo que sabía era verdad: que era cuestión de días o como máximo de semanas navegar desde Europa a los grandes reinos de Oriente. Tenía que haber más información. Otro escritor, tal vez. O algún hecho que hubiera pasado por alto. Algo que persuadiera a los eruditos de Lisboa para que respetaran su petición y recomendaran al rey Juan que diera a Colón el mando de una expedición.
Mientras tanto, Felipa se sentía obviamente ignorada y frustrada. Colón era vagamente consciente de que quería más de su tiempo y pensamientos, pero no podía concentrarse en las nimiedades que a ella le interesaban, no cuando Dios le había encargado una tarea de tan hercúleas dimensiones. No se había casado con ella para jugar a las casitas, y así se lo dijo. Tenía grandes obras que realizar. Pero no pudo explicar qué era esa gran obra, ni quién se la había encomendado, porque tenía prohibido decirlo. Así que vio cómo Felipa se sentía cada vez más herida mientras él se iba impacientando más y más ante su obvio deseo de compañía.
A Felipa la habían advertido innumerables veces de que los hombres eran exigentes e infieles, y estaba preparada para eso. ¿Pero qué ocurría con su esposo? Era la única dama disponible, y Diego debería tener un hermano o una hermana, pero Colón apenas parecía desearla.
—No se preocupa más que por las cartas y los mapas y los libros antiguos —se quejaba a su madre—. Eso y reunirse con pilotos y navegantes que hayan tenido o puedan tener acceso al rey.
Al principio Doña Moniz le aconsejó ser paciente, pues la insaciable lujuria de los hombres acabaría por derrotar la aparente indiferencia de Colón. Pero cuando eso no sucedió, tuvo que dar su consentimiento para que se mudaran del aislado Porto Santo a una casa que la familia poseía en Funchal, la ciudad más grande de la isla mayor de las Madeira. La teoría era que si Colón lograba satisfacer su ansia de mar, podría entonces volcar su atención hacia Felipa.
En cambio, se volvió aún más devotamente al mar, hasta que se convirtió en uno de los hombres más conocidos del puerto de Funchal. Ningún barco arribaba sin que Colón encontrara pronto acceso a bordo. Se hacía amigo de capitanes y navegantes, se fijaba en las cantidades de suministros cargadas y cuánto esperaban durar. De hecho, lo observaba todo.
—Si es un espía —le dijo a Doña Moniz uno de los capitanes que había sido amigo de su difunto esposo Perestrello— es bastante torpe, pues reúne información de manera abierta y ansiosa. Creo que simplemente ama el mar y desearía haber nacido portugués para poder unirse a las grandes expediciones.
—Pero no nació portugués, y por tanto no puede —respondió Doña Moniz—. ¿Por qué no se contenta? Tiene una buena vida con mi hija, o la tendría a poco que le prestara atención.
El viejo marino se echó a reír.
—Cuando a un hombre se le mete el mar en la sangre, ¿qué tiene una mujer que ofrecerle? ¿Qué es un niño? El viento es su mujer, los pájaros sus hijos. ¿Por qué lo mantenéis aquí en estas islas? Está rodeado por el mar constantemente, y sin embargo no puede navegar con libertad. Es genovés y por eso no podrá navegar a las nuevas aguas africanas. ¿Pero por qué no dejarle… no ayudarle a unirse a los viajes mercantes a otros lugares?
—Veo que en efecto os gusta este hombre de pelo blanco que hace que mi hija se sienta como una viuda.
—¿Una viuda? Medio viuda, tal vez. Pues hay tres tipos de hombres en el mundo: los vivos, los muertos y los marinos. Tendríais que recordarlo. Vuestro marido fue uno de ellos.
—Pero renunció al mar y se quedó en casa.
—Y murió —dijo el caballero, con brutal candor—. Vuestra Felipa tiene un hijo, ¿no? Pues entonces dejad que su marido vaya a ganarse la fortuna que transmitirá algún día a ese nieto vuestro. Está claro que al retenerlo aquí lo estáis matando.
Y así, dos años después de llegar a las islas de Madeira, Doña Moniz sugirió por fin que era hora de regresar a Lisboa. Colón empaquetó los libros y cartas de su suegro y se preparó ansiosamente para el viaje. Sin embargo, sabía mientras lo hacía que para Felipa había mucha menos esperanza. El viaje hasta Porto Santo había sido terrible para ella, incluso lleno de ilusión por su nuevo matrimonio como lo fue entonces. En esta ocasión no estaría embarazada… pero también había desesperado de hallar la felicidad con Colón. Lo que lo hacía todo más insoportable era que cuanto más se distanciaba él, más lo amaba ella. Lo oía hablar con otros hombres y su voz, su pasión, sus modales la cautivaban; lo veía estudiando libros que ella apenas podía comprender y se maravillaba por la brillantez de su mente. Escribía en los márgenes de los libros: ¡se atrevía a añadir sus palabras a las palabras de los antiguos! Habitaba en un mundo en el que ella nunca podría entrar, y sin embargo lo deseaba. Llévame contigo a esos extraños lugares, le decía en silencio. Pero el silencio con el que él le contestaba no estaba lleno de ansiedad, y si lo estaba era una ansiedad que no la incluía a ella ni al pequeño Diego. Así que sabía que el viaje de regreso a Lisboa no la acercaría a su marido, ni la alejaría. Nunca lo alcanzaría, en realidad. Tenía su hijo, pero cuanto más anhelaba al hombre, más se le escapaba, más se apartaba; y sin embargo, si no intentaba alcanzarlo, la ignoraría por completo; no había ningún camino que pudiera llevarla a la felicidad.
Colón lo veía en ella. No estaba tan ciego a sus necesidades como ella suponía. Simplemente, no tenía tiempo para hacerla feliz. Si se contentara con compartir su cama y con estar con él cada vez que se cansaba de estudiar, podría haberle dado algo. Pero demandaba mucho más: ¡que estuviera interesado (no, encantado) en todas las tonterías infantiles que hacía el incomprensible Diego! Que se preocupara por el chismorreo de las mujeres, que admirara su costura, que le importaran los tejidos que había elegido para su nueva túnica, que actuara contra un sirviente que se comportaba de forma perezosa e impertinente. Él sabía que si se interesaba por todas esas cosas la haría feliz…, pero también la animaría a distraerlo aún más con esas tonterías, y Colón simplemente no tenía tiempo para ello. Así que se apartaba, sin intención de herirla y al mismo tiempo haciéndolo, porque tenía que encontrar un medio de conseguir lo que Dios le había encargado.
Durante el viaje de regreso a Portugal, Felipa no se mareó tanto, pero permaneció en cama de todas formas, mirando absorta las paredes de su diminuto camarote. Ya nunca se recuperaría de esta enfermedad del corazón. Incluso en Lisboa, donde Doña Moniz esperaba que sus viejas amigas la alegraran, Felipa sólo consentía en salir de vez en cuando. En cambio, se dedicaba al pequeño Diego y pasaba el resto de su tiempo deambulando como un fantasma por su propia casa. Cuando Colón estaba de viaje o haciendo negocios en la ciudad, recorría las estancias como buscándolo; cuando estaba allí, se pasaba días acumulando valor para tratar de enzarzarlo en una conversación. Si él escuchaba amablemente o le pedía con cortesía que lo dejara solo para poder concentrarse en su trabajo, el final era el mismo. Felipa se iba a la cama y lloraba, pues no formaba parte de su vida en absoluto, y no conocía ningún medio para entrar en ella, y por eso lo amaba tanto más desesperadamente, y sabía con más seguridad que era algún defecto en ella lo que hacía que su marido no pudiera amarla.
La peor agonía era cuando la llevaba a alguna representación musical o a misa, o a cenar en la corte, pues Felipa sabía que el único motivo por el que él era aceptado entre los aristócratas de Lisboa era porque estaba casado con ella. La necesitaba en aquellas ocasiones y los dos teman que actuar como si fueran marido y mujer. Mientras tanto ella apenas podía evitar las lágrimas y gritarle a todo el mundo que su esposo no la amaba, que dormía con ella quizás una vez a la semana, dos veces al mes, y que incluso eso era sin genuino afecto. Si se hubiera permitido un estallido semejante, se habría sorprendido por la reacción de las otras mujeres: no de que tuviera tal relación con su marido, sino de que se extrañara de ello. Era casi la misma situación que la mayoría de ellas sufrían con sus esposos. Hombres y mujeres vivían en mundos separados; sólo se encontraban en la cama para engendrar herederos y en ocasiones públicas para aumentar su estatus en el mundo. ¿Por qué estaba tan molesta con eso? ¿Por qué no se limitaba a vivir como ellas lo hacían, una vida agradable de tranquilidad entre otras mujeres, atendiendo ocasionalmente a sus hijos y confiando siempre en los criados para que las cosas fueran más fáciles?
La respuesta, por supuesto, era que ninguno de sus esposos era Cristováo. Ninguno de ellos ardía con su fuego interno. Ninguno de ellos tenía una pasión tan profunda en el corazón para atraer a una mujer, aunque ese profundo pozo interior la ahogara y de él nunca manara nada, nada que pudiera nutrirla o saciar la sed de su amor.
Y Colón, por su parte, veía en Felipa cómo los años de matrimonio la envejecían, cómo sus labios se volvían hacia abajo en una mueca permanente, cómo pasaba cada vez más tiempo en cama con enfermedades sin nombre, y sabía que de algún modo él era la causa, que la estaba lastimando, y que no había nada que pudiera hacer al respecto, no si iba a cumplir su misión en esta vida.
Casi en cuanto regresó a Lisboa, Colón encontró el libro que estaba buscando. Los trabajos de un geógrafo árabe llamado Alfragano habían sido traducidos al latín, y Colón halló en ellos la herramienta perfecta para reducir aquellos últimos 60 grados a una distancia razonable. Si los cálculos de Alfragano se consideraban en millas romanas, entonces los 60 grados de distancia entre las Canarias y Cipango se reducirían a sólo dos mil millas náuticas en las latitudes que habría que navegar.
Con vientos favorables, que Dios sin duda le proporcionaría, el viaje podría hacerse en ocho días; dos semanas como máximo.
Ya tenía sus pruebas en términos que los eruditos podrían comprender. No se plantaría ante ellos con sólo su fe en una visión de la que no podía hablarles. Ya tenía a los antiguos de su lado, y no importaba que uno de ellos fuera musulmán, podría defender el caso de su expedición.
Por fin su matrimonio con Felipa dio sus frutos. Colón utilizó todos los contactos que había hecho y consiguió una oportunidad para presentar sus ideas en la corte. Se presentó atrevidamente ante el rey Juan, sabiendo que Dios ablandaría su corazón y le haría comprender que era Su santa voluntad que organizara esa expedición con Colón a la cabeza. Extendió sus mapas, con todos sus cálculos, mostrando a Cipango fácilmente al alcance, y Cathay a un breve viaje más allá. Los eruditos escucharon; el rey escuchó. Hicieron preguntas. Mencionaron las antiguas autoridades que contradecían la visión del tamaño de la Tierra y la proporción de tierra y agua que tenía Colón, y el genovés les respondió con paciencia y confianza.
—Ésta es la verdad —dijo. Hasta que uno de ellos replicó:
—¿Cómo sabéis que Marino tiene razón y Ptolomeo está equivocado?
Colón respondió:
—Porque si Ptolomeo tuviera razón este viaje sería imposible. Pero no es imposible, tendrá éxito, y por eso sé que Ptolomeo está equivocado.
Mientras lo decía, comprendió que la respuesta no lograría persuadirlos. Supo, al ver sus corteses movimientos de cabeza, sus miradas de soslayo al rey, que su consejo sería contrario. «Bueno —pensó—, he hecho cuanto he podido. Ahora está en manos de Dios.» Agradeció al rey su amabilidad, reafirmó su certeza de que la expedición cubriría a Portugal de gloria y la convertiría en el mayor reino de Europa, y acercaría a la cristiandad a infinitas almas, y se marchó.
Interpretó como signo alentador el que, mientras esperaba la respuesta del rey, le dieran permiso para unirse a una expedición comercial a la costa africana. No era un viaje de exploración, así que no se colocó ante sus ojos ningún gran secreto de la corona portuguesa. Con todo, era un signo de confianza y favor que le permitieran navegar hasta la fortaleza de Sao Jorge en La Mina. «El rey me está preparando para dirigir una expedición dejando que me familiarice con los grandes logros de la navegación portuguesa», pensó.
A su regreso aguardó ansiosamente la respuesta del rey, con la esperanza de que cualquier día le entregaran las naos, la tripulación y los suministros que necesitaba.
El rey dijo que no.
Colón quedó desolado. Durante días apenas comió o durmió. No sabía qué pensar. ¿No era éste el plan de Dios? ¿No le decía Dios a los reyes y príncipes lo que tenían que hacer? ¿Cómo podía entonces el rey Juan haberle rechazado?
«Fue por algo que hice mal. No tendría que haber pasado tanto tiempo tratando de demostrar que el viaje era posible; tendría que haber tratado de ayudar al rey a captar la visión de por qué el viaje era deseable, necesario. Por qué Dios quería que tuviera éxito. Actué a lo loco. Me preparé de modo insuficiente. Fui indigno.» Todas las explicaciones que se le ocurrían le hundían en una espiral dé desesperación.
Al ver sufrir a Colón, Felipa comprendió que en la única ocasión en que le había proporcionado a su marido lo que él deseaba le había fallado. Necesitaba un contacto en la corte y la influencia del nombre de su familia no era suficiente. ¿Para qué, entonces, estaba casado con ella? Era una intolerable carga para él. No tenía nada que pudiera desear, necesitar o amar. Cuando le llevó a Diego para intentar animarlo, él rechazó al niño de cinco años tan bruscamente que el chiquillo lloró durante una hora y se negó a acercarse de nuevo a su padre. Fue el final. Felipa supo entonces que Colón la odiaba y que merecía su odio, pues no le había dado nada de lo que quería.
Se metió en la cama, volvió el rostro hacia la pared y pronto estuvo efectivamente tan enferma como decía.
En sus últimos días, Colón se volvió más solícito hacia ella de lo que Felipa jamás hubiera deseado. Pero ella sabía en el fondo de su corazón que esto no significaba que la amara. Más bien estaba cumpliendo con su deber, y cuando le habló de cuánto lamentaba su largo descuido, ella supo que lo decía no porque deseara que viviera para poder hacerlo mejor en el futuro, sino porque quería su perdón para que su conciencia pudiera ser libre cuando por fin su muerte lo liberara también en todos los otros sentidos.
—Conseguirás la grandeza Cristovao, de un modo u otro —dijo ella.
—Y tú estarás a mi lado para verlo, mi Felipa.
Ella quiso creerlo, o más bien quiso creer que él en efecto lo deseaba, pero no se engañó a sí misma.
—Sólo te pido esta promesa: Diego lo heredará todo de ti.
—Todo —dijo Colón.
—Ningún otro hijo. Ningún otro heredero.
—Lo prometo.
Poco después, murió. Colón sostuvo la mano de Diego durante el cortejo fúnebre hasta la tumba familiar, y mientras caminaban, uno al lado del otro, cogió de pronto a su hijo en brazos y dijo:
—Eres todo lo que me queda de ella. Traté a tu madre injustamente, Diego, y también a ti, y no puedo prometer hacerlo mejor en el futuro. Pero le hice una promesa y te la hago a ti. Todo lo que posea jamás, todo lo que consiga, cada título, cada propiedad, cada honor, cada fragmento de fama, serán tuyos.
Diego escuchó esto y recordó. Su padre le amaba después de todo. Y su padre había amado a su madre también. Y algún día, si su padre se convertía en un gran hombre, Diego sería grande como él. Se preguntó si eso significaba que algún día poseerían una isla, como la abuela. Se preguntó si eso significaba que algún día navegaría en un barco. Se preguntó si eso significaba que algún día se presentaría ante reyes. Se preguntó si eso significaba que su padre le dejaría entonces y nunca volvería a verlo.
La primavera siguiente, Colón abandonó Portugal y cruzó la frontera española. Llevó a Diego al monasterio franciscano de La Rábida, cerca de Palos.
—Unos padres franciscanos me enseñaron en Genova —le dijo a su hijo—. Aprende bien, hazte sabio, cristiano y caballero. Y yo entre tanto me encargaré de servir a Dios y labrar una fortuna.
Colón lo dejó allí, pero lo visitaba de vez en cuando, y en sus cartas al prior, el padre Juan Pérez, nunca dejaba de mencionar a Diego y preguntar por él. Diego sabía que era más de lo que muchos hijos tenían de sus padres. Y una pequeña parte de su gran padre era muchísimo más que el amor y la atención de muchos hombres menores. O eso se decía a sí mismo para ahorrarse la humillación de las lágrimas durante la soledad de aquellos primeros meses.
Colón se dirigió a la corte de España, donde presentaría una versión mucho más cuidadosamente refinada de los mismos cálculos improbables que habían fracasado en Portugal. Esta vez, sin embargo, insistiría. Todo lo que Felipa había sufrido, todo lo que Diego estaba sufriendo entonces, privado de su familia y a cargo de extraños en un lugar desconocido, quedaría justificado. Pues al final Colón tendría éxito, y el triunfo merecería el precio. No fracasaría, estaba seguro de ello. Porque aunque no tenía ninguna prueba, sabía que tenía razón.
—No tengo ninguna prueba —dijo Hunahpu—, pero sé que tengo razón.
La mujer al otro lado de la línea parecía joven. Demasiado joven para ser influyente, sin duda, y sin embargo era la única que había respondido a su mensaje, y por eso tendría que hablarle como si contara, pues ¿qué otra opción tenía?
—¿Cómo sabe que tiene razón sin pruebas?—preguntó ella amablemente.
—No he dicho que no tuviera pruebas. Sólo que jamás podrá verificarse lo que habría sucedido.
—Bastante cierto.
—Lo único que pido es una oportunidad de presentar mis pruebas a Kemal.
—No puedo garantizarle eso. Pero puede venir a Juba y presentármelas a mí.
¡Ir a Juba! Como si tuviera un presupuesto ilimitado para viajar, él, que estaba a punto de ser despedido de Vigilancia del Pasado.
—Me temo que tal viaje estaría muy por encima de mis posibilidades.
—Naturalmente, lo pagaremos —dijo ella—, y podrá quedarse aquí como invitado nuestro.
Eso le sorprendió. ¿Cómo podía alguien tan joven tener autoridad para prometerle eso?
—¿Quién me dijo que era?
—Diko.
Entonces recordó el nombre; ¿por qué no había hecho antes la conexión? Aunque estaba decidido a contribuir al proyecto de Kemal, no era éste quien habían descubierto la Intervención.
—¿Es la Diko que…?
—Sí.
—¿Ha leído mis trabajos? ¿Los que he estado enviando y…?
—¿Y a los que nadie ha prestado la menor atención? Sí.
—¿Y me cree?
—Tengo preguntas que hacerle.
—¿Y si le satisfacen mis respuestas?
—Entonces me sorprenderé mucho —dijo ella—. Todo el mundo sabe que el imperio azteca estaba al borde del colapso cuando Cortés llegó en 1519. Todo el mundo sabe también que no había ninguna posibilidad de que la tecnología mesoamericana rivalizara con la europea. Sus especulaciones sobre una conquista mesoamericana de Europa son irresponsables y absurdas.
—Y sin embargo, me ha llamado usted.
—Creo que no hay que dejar ninguna piedra sin remover. Usted es una piedra sin mover y por eso…
—Me está removiendo.
—¿Vendrá?
—Sí —contestó él. Una leve esperanza era mejor que ninguna esperanza en absoluto.
—Envíe copias de todos los archivos pertinentes de antemano, para que pueda examinarlos en mi propio ordenador.
—La mayoría está ya dentro del sistema de Vigilancia.
—Entonces envíeme la bibliografía. ¿Cuándo puede venir? Necesito solicitar un permiso de ausencia en su nombre para que pueda consultar con nosotros.
—¿Puede hacer eso?
—Puedo solicitarlo.
—Mañana.
—No puedo tenerlo todo leído para mañana. La semana que viene. El martes. Pero envíeme todos los archivos y las listas que necesito inmediatamente.
—¿Y usted solicitará mi permiso… cuando envíe los archivos?
—No, lo solicitaré en los próximos quince minutos. Me alegro de haber hablado con usted. Espero que no sea un lunático.
—No lo soy. También me alegro de haber hablado con usted.
Ella cortó la comunicación.
Una hora más tarde, su supervisora fue a verlo.
—¿Qué has estado haciendo? —demandó.
—Lo de siempre.
—Estaba escribiendo una recomendación para que te enviaran a otra línea de trabajo —dijo ella—. Entonces llega esto. Una petición del Proyecto Colón para que te presentes allí la semana próxima. He de concederte un permiso de ausencia.
—Sería más barato que me despidiera —contestó él—, pero me resultará más difícil ayudarlos en Juba si pierdo mi acceso al sistema informático de Vigilancia del Pasado.
Ella le miró con consternación apenas velada.
—¿Me estás diciendo que después de todo no eres un loco testarudo y engreído que pierde el tiempo?
—No garantizo nada. Puede que ésa acabe siendo la lista de epítetos en la que todos estén de acuerdo.
—Sin duda. Pero tienes tu permiso y podrás quedarte con nosotros hasta que esto se acabe.
—Espero que merezca la pena.
—Seguro —dijo ella—. Tu salario durante el permiso saldrá del presupuesto de ellos. —Le sonrió—. Me gustas, ¿sabes? Pero creo que no tienes clara la visión de lo que es Vigilancia del Pasado.
—No la tengo —dijo Hunahpu—. Quiero cambiarla.
—Buena suerte. Si resulta que eres un genio después de todo, recuerda que ni por un momento creí en ti.
—No se preocupe —dijo él con una sonrisa—. No lo olvidaré.