A veces Diko consideraba que había crecido con Cristóbal Colón, que era su tío, su abuelo, su hermano mayor. Siempre estaba presente en el trabajo de su madre, y las escenas de su vida se proyectaban una y otra vez como telón de fondo.
Uno de sus primeros recuerdos era de Colón dando órdenes a sus hombres para capturar a varios indios y llevarlos a España como esclavos. Diko era tan niña que en realidad no comprendía el significado de lo que estaba pasando. Sin embargo, sí sabía que la gente del holovisor no era real, así que cuando su madre dijo con profunda y amarga rabia: «Te detendré», Diko pensó que le estaba hablando a ella y se echó a llorar.
—No, no —la consoló su madre, meciéndola—. No hablaba contigo, sino con el hombre del holovisor.
—No puede oírte —contestó Diko.
—Lo hará algún día.
—Papá dice que murió hace cien años.
—Más que eso, mi Diko.
—¿Por qué estás tan enfadada con él? ¿Es malo?
—Vivió en una mala época. Fue un buen hombre en una mala época.
Diko no podía comprender las sutilezas morales de esto. La única lección que aprendió de aquel hecho fue que de algún modo la gente del holovisor era real después de todo, y que el hombre llamado por igual Cristóforo Colombo, Cristóbal Colón y Christopher Colombus era muy, muy importante para su madre.
También se volvió importante para Diko. Siempre estaba en algún rincón de su mente. Lo vio jugando cuando era niño. Lo vio discutiendo interminablemente con sacerdotes en España. Lo vio arrodillarse ante el rey de Aragón y la reina de Castilla. Lo vio intentando en vano hablar a los indios en latín, genovés, español y portugués. Lo vio visitando a su hijo en un monasterio de La Rábida.
Cuando tenía cinco años, Diko le preguntó a su madre:
—¿Por qué su hijo no vive con él?
—¿Con quién?
—Con Cristóforo —dijo Diko—. ¿Por qué vive ese niño pequeño en el monasterio?
—Porque Colón no tiene esposa.
—Lo sé. Ella murió.
—Así, mientras él intenta que el rey y la reina le permitan hacer su viaje hacia el oeste, su hijo tiene que quedarse en algún sitio seguro, donde pueda recibir una educación.
—Pero Cristóforo tiene otra esposa todo el tiempo —añadió Diko.
—Una esposa no —corrigió su madre.
—Duermen juntos.
—¿Qué has estado haciendo? ¿Has estado pasando el holovisor mientras yo no estaba aquí?
—Tú estás siempre aquí, mamá.
—Ésa no es respuesta, niña meticona. ¿Qué has estado viendo?
—Cristóforo tiene otro niño con su nueva esposa —dijo Diko—. Ése nunca va a vivir al monasterio.
—Eso es porque Colón no está casado con la madre del nuevo bebé.
—¿Por qué no?
—Diko, tú tienes cinco años y yo estoy muy ocupada. ¿Es una emergencia tan grande que tengo que explicarte todo esto ahora mismo?
Diko sabía que eso significaba que tendría que preguntárselo a su padre. Muy bien. Su padre no pasaba en casa tanto tiempo como su madre, pero, cuando estaba, respondía todas sus preguntas y nunca la hacía esperar hasta que creciera.
Esa misma tarde, Diko se sentó en un taburete junto a su madre, ayudándola a aplastar las habichuelas para preparar la salsa que sería la cena. Mientras removía las habichuelas machacadas con todo el vigor y todo el cuidado que era posible, se le ocurrió otra pregunta.
—Si tú murieras, mamá, ¿me enviaría papá a un monasterio?
—No —contestó su madre.
—¿Por qué no?
—No me voy a morir, no hasta que tú misma seas una viejecita.
—Pero si lo hicieras.
—No somos cristianos ni vivimos en el siglo quince. No enviamos a nuestros hijos a monasterios para que los eduquen.
—Debe de haberse sentido muy solo —insistió Diko.
—¿Quién?
—El hijo de Cristóforo en el monasterio.
—Seguro que tienes razón —dijo su madre.
—¿Se sentía también Cristóforo solo? ¿Sin su niñito?
—Supongo que sí. Algunas personas se sienten muy solas sin sus hijos. Aunque estén rodeadas de otras personas todo el tiempo, echan de menos a sus pequeños. Aun cuando sus hijos crecen y se vuelven grandes, echan de menos a los pequeños que nunca volverán a ver.
Diko sonrió.
—¿Echas de menos cómo era a los dos años?
—Sí.
—¿Era graciosa?
—La verdad es que eras una latosa —le dijo su madre—. siempre metiéndote en todo, sin descansar jamás. Eras una niña imposible. Tu padre y yo apenas podíamos hacer nada excepto cuidarte.
¿Y eso no era gracioso? —preguntó Diko. Se sentía un Poco decepcionada.
Te conservamos, ¿no? Debiste ser al menos un poquito graciosa. No viertas las habichuelas de esa forma, o acabaremos comiéndonos las paredes para la cena.
—Papá las aplasta mejor que tú —dijo Diko.
—Qué amable por tu parte.
—Pero en el trabajo, tú eres la jefa de papá.
Su madre suspiró.
—Tu padre y yo trabajamos juntos.
—Tú eres la cabeza del proyecto. Lo dice todo el mundo.
—Sí, eso es verdad.
—Si tú eres la cabeza, ¿papá es el codo o algo así?
—Papá es las manos y los pies, los ojos y el corazón.
Diko empezó a reírse.
—¿Seguro que papá no es el estómago?
—Yo creo que la tripita de tu padre es bonita.
—Bueno, menos mal que papá no es el culo del proyecto.
—Ya basta, Diko —dijo su madre—. Ten un poco de respeto. Ya no eres tan pequeña para que ese tipo de cosas sea gracioso.
—Si no es gracioso, ¿qué es?
—Desagradable.
—Voy a ser desagradable toda la vida —rebatió Diko, desafiante.
—No tengo duda de ello.
—Voy a detener a Cristóforo.
Su madre la miró sorprendida.
—Ése es mi trabajo, si es que puede hacerse.
—Serás demasiado vieja —contestó Diko—. Voy a crecer y detenerlo por ti.
Su madre no discutió.
Para cuando Diko cumplió diez años, se pasaba todas las tardes en el laboratorio, aprendiendo a usar el viejo tempovisor. Técnicamente, se suponía que no debía usarlo, pero toda la instalación de Ileret estaba dedicada entonces al proyecto de su madre, y por eso era la actitud de su madre hacia las reglas lo que prevalecía. Esto significaba que todo el mundo seguía con todo rigor el método científico, pero la línea limítrofe entre el trabajo y el hogar no se observaba con mucho cuidado. Los niños y parientes estaban frecuentemente cerca, y mientras se mantuvieran callados, a nadie le importaba. No es que hubiera ningún secreto que guardar. Además, ya nadie utilizaba los anticuados tempovisores excepto para reproducir antiguas grabaciones, así que Diko no interfería en el trabajo de nadie. Todo el mundo sabía que era cuidadosa. Así que nadie comentaba el hecho de que una niña sin autorización y a medio educar estuviera metiendo la nariz en el pasado sin que nadie la supervisara.
Al principio, su padre configuró el tempovisor que Diko empleaba para que sólo reprodujera imágenes previamente grabadas. Diko pronto se cansó de que el tempovisor tuviera una perspectiva tan restringida. Siempre anhelaba ver las cosas desde otro ángulo.
Justo antes de cumplir doce años, descubrió un método para sortear el fútil intento de su padre por bloquear su acceso pleno. No fue particularmente hábil; el ordenador de su padre le alertó de lo que había hecho, y él fue a verla antes de que pasara una hora.
—Así que quieres seguir contemplando el pasado.
—No me gustan las imágenes grabadas por otra gente —dijo Diko—. Nunca les interesa lo que me interesa a mí.
—Lo que vamos a decidir ahora mismo —prosiguió su padre— es si te prohibimos observar el pasado por completo o si te damos la libertad que quieres.
Diko se sintió súbitamente enferma.
—No me lo prohibas —pidió—. Me quedaré con las viejas imágenes, pero no me obligues a dejarlo.
—Sé que toda la gente que observas está muerta. Pero eso no significa que tengas derecho a espiarla sólo por curiosidad.
—¿No trata de eso Vigilancia del Pasado? —le preguntó Diko.
—No —contestó su padre—. Curiosidad sí, pero no curiosidad personal. Somos científicos.
—Yo también seré científica.
—Observamos las vidas de la gente para averiguar por qué hicieron lo que hicieron.
—Yo también.
—Verás cosas terribles. Cosas feas. Cosas muy privadas. Cosas preocupantes.
—Ya las he visto.
—A eso me refiero —confirmó su padre—. Si piensas que las cosas que te hemos permitido ver hasta ahora eran feas, privadas o preocupantes, ¿qué harás cuando veas cosas que lo sean de verdad?
—Feo, Privado y Preocupante. Parece una firma de abogados —dijo Diko.
—Si vas a tener los privilegios de un científico, entonces tienes que actuar como un científico.
—¿Y eso significa…?
—Quiero informes diarios sobre los lugares y épocas que observas. Quiero informes semanales de lo que has estado examinando y lo que has aprendido. Debes mantener un diario como todo el mundo. Y si ves algo preocupante, habla conmigo o con tu madre.
Diko sonrió.
—Ya entiendo. De lo feo y privado me encargo yo sola, pero lo preocupante lo discuto con los Ancianos.
—Eres la luz de mi vida —dijo su padre—. Pero creo que no te grité lo suficiente cuando eras pequeña para que sirva ya de algo.
—Entregaré todos los informes que me pidas —concedió ella—. Pero tienes que prometerme que los leerás.
—Siguiendo exactamente el mismo criterio que con los informes de cualquier otra persona. Así que será mejor que no me muestres trabajos mediocres.
Diko exploró, informó y empezó a anhelar las entrevistas semanales con su padre referidas al trabajo que hacía. Sólo gradualmente se dio cuenta de lo infantiles y elementales que eran aquellos primeros informes, cómo rozaba la superficie de temas resueltos mucho antes por observadores adultos; se maravillaba de que su padre nunca le hubiera insinuado de que no estaba en la vanguardia de la ciencia. Él siempre escuchaba con respeto, y en cuestión de unos pocos años Diko empezó a merecerlo.
Fue el viejo Cristóforo Colombo, nada menos, quien la apartó del tempovisor y la condujo al mucho más sensible TruSite. Ella nunca lo había olvidado, porque sus padres siempre lo tenían presente, pero sus primeras exploraciones con el tempovisor nunca estuvieron relacionadas con él. ¿Por qué iban a estarlo? Diko había sido testigo de prácticamente cada momento de la existencia de Colón en las viejas grabaciones que sus padres contemplaron de forma más o menos continuada durante la casi totalidad de sus vidas adultas. Lo que la llevó de regreso a Colón fue la pregunta que ella misma planteó: ¿cuándo toman las grandes figuras de la historia las decisiones que las ponen en el camino de la grandeza? Eliminó de su estudio todas las personas que simplemente eran arrastradas a la fama; eran quienes se debatían contra grandes obstáculos y nunca cedían quienes la intrigaban. Algunos eran monstruos y otros eran nobles; algunos eran oportunistas que servían a sus propios fines y otros eran altruistas; algunos de sus logros se desmoronaban casi de inmediato, y otros cambiaban el mundo de forma tal que tenía reverberaciones que alcanzaban al presente. Para Diko, eso apenas importaba. Buscaba el momento de la decisión y, después de haber escrito informes sobre varias docenas de grandes figuras, se le ocurrió que en todas sus observaciones de Cristóforo nunca se había sentado a estudiarlo de forma lineal, viendo cuál fue la causa por la que el hijo de un ambicioso tejedor genovés se hizo a la mar y acabó con todos los antiguos mapas del mundo.
Sin duda Cristóforo era uno de los grandes, lo aprobaran sus padres o no. ¿Pero cuándo fue tomada la decisión? ¿Cuándo dio el primer paso que le convirtió en uno de los hombres más famosos de la historia?
Le pareció encontrar la respuesta en 1459, cuando la rivalidad entre las dos grandes casas de Genova, los Fieschi y los Adorno, llegaba a su punto crítico. Ese año un hombre llamado Domenico Colombo era tejedor, seguidor del partido Fieschi, antiguo guardián de la Puerta Olivella, y padre de un niñito pelirrojo que tenía dentro de sí el poder de cambiar el mundo.
Cristóforo tenía ocho años la última vez que Pietro Fregoso fue a visitar a su padre. Cristóforo conocía el nombre del hombre, pero también sabía que en la casa de Domenico Colombo, Pietro Fregoso era mencionado siempre por el título que le había sido arrebatado por el partido Adorno: el Dux. Pietro Fregoso había decidido hacer un intento firme para recuperar el poder, y como el padre de Cristóforo era uno de los más fieros partidarios de la causa Fieschi, no resulta demasiado sorprendente que Pietro eligiera honrar a la casa Colombo celebrando allí una reunión secreta.
Pietro llegó por la mañana, acompañado solamente por un par de hombres: tenía que moverse sin despertar sospechas por la ciudad, o los Adorno sabrían que estaba planeando algo. Cristóforo vio a su padre arrodillarse y besar el anillo de Pietro. Su madre, que estaba de pie en la puerta situada entre el telar y la habitación principal, murmuró entre dientes algo sobre el Papa. Pero Pietro era el Dux de Genova, o más bien el antiguo Dux. Nadie le llamaba Papa.
—¿Qué has dicho, mamá?
—Nada. Entra aquí.
Cristóforo fue arrastrado al taller, donde los telares de los oficiales se movían y agitaban cuando los aprendices pasaban el hilo de un sitio a otro o se arrastraban por debajo para doblar la tela que el oficial estaba tejiendo. Cristóforo tenía una vaga conciencia de que su padre esperaba que ocupara su lugar como aprendiz en el taller de algún otro miembro del gremio de tejedores. No le agradaba la idea. La vida de aprendiz representaba trabajo monótono y sin significado, y las burlas de los oficiales se convertían en serio tormento cuando su padre y su madre no estaban delante. En el taller de otro tejedor, Cristóforo sabía que no tendría la posición de protegido de que gozaba allí, donde su padre era el amo.
Pronto su madre perdió interés en Cristóforo y el niño se escabulló hasta la puerta para observar las idas y venidas en la habitación principal, donde las piezas de paño habían sido retiradas de la mesa de exposición y los grandes carretes de hilo recogidos se habían dispuesto a modo de sillas. Varios hombres más habían entrado en los últimos minutos. Iba a ser una reunión. Cristóforo comprendió que Pietro Fregoso celebraba un consejo de guerra, y en la casa de su padre.
Al principio fue a los grandes hombres a quienes Cristóforo observó. Iban vestidos con las ropas más deslumbrantes y extravagantes que había visto jamás. Ninguno de los clientes de su padre entraba en la tienda vestido así, pero algunas de las ropas estaban hechas con la más fina tela de la casa. Cristóforo reconoció el rico brocado que llevaba un caballero como una tela que había sido fabricada no hacía ni un mes por Cario, el mejor de los oficiales. La había recogido Tito, que siempre vestía un uniforme verde. Sólo entonces comprendió Cristóforo que cuando Tito venía a comprar no lo hacía para sí mismo, sino para su amo. Tito no era un cliente, pues. Simplemente hacía lo que le enviaban a hacer. Sin embargo, su padre le trataba como a un amigo, aunque era un criado.
Esto puso a Cristóforo a pensar en la forma en que su padre trataba a sus amigos. Las bromas, el afecto despreocupado, el vino compartido, las historias. Su padre y sus amigos hablaban mirándose a los ojos.
Su padre siempre decía que su mejor amigo era el Dux: Pietro Fregoso. Sin embargo, ese día Cristóforo descubrió que aquello no era cierto; pues su padre no bromeaba, no mostraba ninguna despreocupación en sus modales, no contaba ninguna historia, y el vino que servía era para los caballeros a la mesa, no para sí mismo. Su padre se quedaba en un rincón de la habitación, esperando a ver si alguien necesitaba más vino, sirviéndolo inmediatamente si así era. Y Pietro no incluía a su padre cuando miraba a los ojos de los hombres congregados alrededor de la mesa. No, Pietro no era amigo de su padre; según todas las apariencias, Domenico Colombo era un criado de Pietro.
Eso hizo que Cristóforo se sintiera un poco mal por dentro, pues sabía que su padre se enorgullecía de tener a Pietro por amigo. Cristóforo observaba la reunión: miraba los graciosos movimientos de los ricos, escuchaba la elegancia de su lenguaje. Algunas palabras ni siquiera las comprendía, y sin embargo sabía que eran genovesas y no latín o griego. «Naturalmente mi padre no tiene nada que decir a estos hombres pensó—. Habla otro idioma.» Eran extranjeros igual que los extraños hombres que Cristóforo vio en los muelles un día, los que eran de Provenza.
«¿Cómo aprendieron estos caballeros a hablar así? —se preguntó—. ¿Cómo aprendieron a decir palabras que nunca se hablan en nuestra casa o en la calle? ¿Cómo pueden esas palabras pertenecer al idioma de Genova, y sin embargo ninguno de los genoveses comunes conocerlas? ¿No es una ciudad? ¿No son estos hombres Fieschi como lo es mi padre? Los bravucones Adorno que volcaban los carros Fieschi en el mercado… mi padre habla más como ellos que como estos caballeros que supuestamente eran de su propio partido.
»Hay más diferencia entre los caballeros y los comerciantes como mi padre que entre los Adorno y los Fieschi. Sin embargo, los Fieschi y los Adorno a menudo llegan a las manos, y hay historias de asesinatos. ¿Por qué no hay peleas entre los comerciantes y los caballeros?»
Sólo una vez incluyó Pietro Fregoso a su padre en la conversación.
—¡Me impacienta perder tanto tiempo, nuestro tiempo! —dijo—. Mirad a nuestro Domenico. —Señaló hacia el padre de Cristóforo, que avanzó como un tabernero al que han llamado—. Hace siete años era guardián de la Puerta Olivella. Ahora tiene una casa que es la mitad de la que tenía antes; y sólo tres oficiales en vez de seis. ¿Por qué? Porque ese supuesto Dux desvía todos los negocios para los tejedores Adorno. ¡Porque yo carezco de poder y no puedo proteger a mis amigos!
—No es cuestión del amparo de los Adorno, mi señor —dijo uno de los caballeros—. Toda la ciudad es más pobre con el turco en Constantinopla, los musulmanes acosándonos en Khíos y los piratas catalanes que atacan osadamente nuestros puertos y saquean las casas cercanas a la costa.
—¡Eso quería decir exactamente! —exclamó el Dux—. Los extranjeros pusieron a ese títere en el poder… ¿Qué les importa cómo sufre Genova? Es hora de restaurar el verdadero gobierno genovés. No consentiré ninguna contradicción.
Uno de los caballeros habló en voz baja en medio del silencio que siguió a las palabras de Pietro.
—No estamos preparados —dijo—. Pagaremos en preciosa sangre cualquier ataque alocado que hagamos ahora.
Pietro Fregoso lo miró con frialdad.
—Vaya. ¿Yo digo que no consentiré ninguna contradicción, y me contradices? ¿De parte de quién estás, De Portobello?
—De la vuestra hasta la muerte, mi señor —dijo el hombre—. Pero jamás castigasteis a hombre alguno por deciros lo que creía como verdad.
—Ni te castigaré ahora. Mientras pueda contar con que estás de mi lado.
De Portobello se puso en pie.
—Delante vuestro, mi señor, o detrás, o dondequiera que haya de colocarme para protegeros cuando amenace el peligro.
Al oírlo, el padre de Cristóforo dio un paso al frente.
—¡Yo también permaneceré junto a vos, mi señor! —exclamó—. ¡Todo aquel que levante una mano contra vos deberá derribar primero a Domenico Colombo!
Cristóforo vio cómo reaccionaban los demás. Aunque habían asentido cuando De Portobello hizo su promesa de lealtad, sólo bajaron la vista en silencio cuando su padre habló. Algunos de ellos enrojecieron. ¿De ira? ¿De vergüenza? Cristóforo no estaba seguro de que quisieran oír la promesa de su padre. ¿Era porque sólo un caballero podía combatir lo bastante bien para proteger al legítimo Dux? ¿O era porque su padre no debería haber sido tan osado para hablar en medio de tan poderosa compañía?
Fuera cual fuese la razón, Cristóforo observó que el silencio había golpeado a su padre como un mazo. Pareció consumirse mientras se replegaba contra la pared. Sólo cuando su humillación fue completa volvió a hablar Pietro.
—Nuestro éxito depende de que todos los Fieschi luchen con coraje y lealtad. —Sus palabras eran amables, pero llegaban demasiado tarde para aliviar los sentimientos de Domenico. No suponían una honorable aceptación de la oferta del tejedor, sino un consuelo, como un hombre que acaricia a un perro leal.
«Mi padre no les importa —pensó Cristóforo—. Se reúnen en su casa porque deben mantener la reunión en secreto, pero él no significa nada para ellos.»
La reunión terminó poco después; la decisión fue atacar dos días más tarde. En cuanto los caballeros se marcharon y Domenico cerró la puerta, la madre de Cristóforo avanzó y se plantó ante su marido.
—¿Qué pretendes, idiota? ¡Si alguien quiere dañar al legítimo Dux, tendrán que derribar a Domenico Colombo primero! ¡Qué tontería! ¿Cuándo te convertiste en soldado? ¿Dónde está tu bella espada? ¿Cuántos duelos has librado? ¿O piensas que esto será una riña de taberna y sólo tendrás que hacer entrechocar las cabezas de un par de borrachos para ganar la batalla? ¿Es que no te importan nada tus hijos que planeas dejarlos sin padre?
—Soy un hombre de honor —dijo Domenico.
Cristóforo se preguntó: «¿Cuál es el honor de mi padre si sus mejores amigos desprecian la oferta de su vida?»
—Tu honor pondrá a tus hijos en la calle vestidos de harapos.
—Mi honor me convirtió en guardián de la Puerta Olivella durante cuatro años. Entonces te gustaba vivir en una hermosa casa, ¿verdad?
—Esa época se acabó —dijo la madre—. Correrá la sangre, y no será sangre Adorno.
—No estés tan segura de eso —contestó Domenico. Y corrió escaleras arriba. La madre estalló en lágrimas de ira y frustración. La discusión se había terminado.
Pero Cristóforo no se dio por satisfecho. Esperó a que su madre se calmara retirando de la mesa los ovillos y colocando de nuevo las telas, para que los clientes pudieran verlos y estuvieran limpios. Cuando juzgó que podía hablar sin que le gritaran, dijo:
—¿Cómo aprenden los caballeros a serlo?
Ella le miró.
—Nacen así —contestó—. Dios los convirtió en caballeros.
—¿Pero por qué no podemos nosotros aprender a hablar como lo hacen ellos? —preguntó Cristóforo—. Creo que no sería difícil.
Cristóforo imitó la refinada voz del caballero De Portobello, diciendo:
—Jamás castigasteis a hombre alguno por deciros lo que creía como verdad.
Su madre se le acercó y le abofeteó en la cara. Dolió, y aunque hacía tiempo que Cristóforo había dejado de llorar cuando lo castigaban, la sorpresa de la acción, más que el golpe, fue lo que hizo que se le saltaran las lágrimas.
—¡Que no te vuelva a oír dándote aires así otra vez, Cristóforo! —gritó ella—. ¿Eres demasiado bueno para tu padre? ¿Piensas que zarandearte como un ganso hará que te crezcan plumas?
Lleno de furia, Cristóforo le gritó a su vez.
—Mi padre es tan bueno como cualquiera de ellos. ¿Por qué no puede su hijo aprender a ser un caballero?
Ella estuvo a punto de volver a abofetearlo por haberse atrevido a replicarle. Pero se contuvo y acabó por escuchar lo que le había dicho su hijo.
—Tu padre es tan bueno como cualquiera de ellos —contestó—. ¡Mejor!
Cristóforo indicó las hermosas telas esparcidas sobre la mesa.
—Ahí hay tela. ¿Por qué no puede mi padre vestir como un caballero? ¿Por qué no puede hablar como ellos lo hacen y vestir como ellos? ¡Entonces el Dux sí que le honraría!
—El Dux se reiría de él —dijo la madre—. Y lo haría todo el mundo. Y si él intentara seguir actuando como un caballero, uno de ellos vendría y atravesaría con su espada el corazón de tu padre, por atreverse a comportarse como un advenedizo.
—¿Por qué se reirían de él si no se ríen de otros hombres que visten y hablan como ellos lo hacen?
—Porque son caballeros de verdad, y tu padre no lo es.
—Pero si no es la ropa ni el lenguaje… ¿Hay algo en su sangre? No parecen más fuertes que mi padre. Tenían brazos débiles; y la mayoría eran gordos.
—Tu padre es más fuerte que ellos, desde luego. Pero ellos tienen espadas.
—¡Pues que compre una espada!
—¿Quién le vendería una espada a un tejedor? —le preguntó riendo la madre—. ¿Y qué haría tu padre con ella? No ha empuñado una espada en toda su la vida. ¡Se cortaría sus propios dedos!
—No si practicara —alegó Cristóforo—. No si aprendiera.
—No es la espada lo que hace al caballero. Los caballeros nacen siendo hijos de caballeros, eso es todo. El padre de tu padre no lo era, y por eso él no lo es.
Cristóforo reflexionó sobre esto un instante.
—¿No descendemos todos de Noé, después del diluvio? ¿Por qué son caballeros los hijos de una familia, y los hijos de la familia de mi padre no? Dios nos creó a todos.
La madre se rió amargamente.
—Oh, ¿eso es lo que te enseñan los curas? Bueno, entonces deberías verlos inclinarse y hacerles reverencias a los nobles mientras se mean en el resto de nosotros. Ellos piensan que a Dios le gustan más los caballeros, pero Jesucristo no actuó así. ¡No le importaban nada!
—¿Entonces qué derecho tienen a despreciar a mi padre? —demandó Cristóforo, y contra su voluntad sus ojos volvieron a llenarse de lágrimas.
Ella le observó un momento, como decidiendo si decirle la verdad o no.
—El oro y la tierra —dijo.
Cristóforo no comprendió.
—Tienen oro en sus cofres del tesoro —prosiguió la madre—, y su propia tierra. Eso es lo que los convierte en caballeros. Si nosotros tuviéramos grandes extensiones de tierra en el campo o un cofre lleno de oro en el desván, entonces tu padre sería un caballero y nadie se reiría de ti si intentaras hablar como ellos hacen y vistieras ropas hechas de esto. —Apoyó el extremo de un rollo de tela contra el pecho del niño—. Serías un lindo caballero, mi Cristóforo.
Entonces soltó el tejido y se rió sin parar.
Finalmente, Cristóforo salió de la habitación.
«Oro —pensó—. Si mi padre tuviera oro, todos esos otros hombres lo escucharían. Bien, pues… le conseguiré oro.»
Uno de los hombres de la reunión debía de ser un traidor, o tal vez alguno habló descuidadamente, cerca de donde un criado traicionero escuchaba, pero de algún modo los Adorno se enteraron de los planes de los Fieschi; y cuando Pietro y sus dos guardaespaldas aparecieron junto a las torres cilíndricas de la Puerta de Sant'Andrea, donde el encuentro iba a tener lugar, fueron emboscados por una docena de hombres de los Adorno. Derribaron a Pietro de su caballo y le golpearon la cabeza con una maza. Le dieron por muerto y escaparon.
Los gritos se oían en la casa Colombo tan claramente como si todo hubiera sucedido en la mansión de al lado, lo que casi era exacto, pues vivían apenas a cien metros de la Puerta de Sant'Andrea. Oyeron los primeros gritos de los hombres y la voz de Pietro que gritaba:
—¡Fieschi! ¡A mí, Fieschi!
De inmediato, el padre de Cristóforo cogió su pesado bastón de su lugar junto a la chimenea y corrió a la calle. La madre llegó demasiado tarde a la puerta para detenerlo. Gritando y llorando, reunió a los niños y los aprendices en la parte trasera de la casa mientras los oficiales montaban guardia delante. En la oscuridad, oyeron el tumulto y los gritos. Luego se oyeron los lamentos de Pietro, pues no lo habían matado de inmediato y en su agonía aullaba pidiendo ayuda en la noche.
—Loco —susurró la madre—. Chillar así es como decir a los Adorno que no lo han matado. Volverán y acabarán con él.
—¿Matarán a papá? —preguntó Cristóforo.
Los niños más pequeños empezaron a llorar.
—No —contestó la madre, pero Cristóforo se dio cuenta de que no estaba segura.
Tal vez ella percibió su escepticismo.
—Todos locos —dijo—. Todos los hombres están locos. Luchar por quién gobierna Genova… ¿qué importa eso? ¡El turco está en Constantinopla! ¡Los paganos tienen el Santo Sepulcro en Jerusalén! ¿El nombre de Cristo ya no se pronuncia en Egipto, y como niños pequeños se pelean por quién se sienta en una bonita silla y se proclama Dux de Genova? ¿Qué es el honor de Pietro Fregoso comparado con el honor de Jesucristo? ¿Qué es poseer el palacio del Dux cuando la tierra donde la Santa Virgen caminó por su jardín, donde se le apareció el ángel, está en manos de perros circuncisos? ¡Si quieren matar a alguien, que liberen Jerusalén! ¡Que liberen Constantinopla! ¡Que viertan sangre para redimir el nombre del Hijo de Dios!
—Yo lucharé por eso —dijo Cristóforo.
—¡No luches! —gimió una de sus hermanas—. Te matarán.
—Yo los mataré primero.
—Eres muy pequeño, Cristóforo —dijo su hermana.
—No lo seré siempre.
—Callad —ordenó la madre—. Todo esto son tonterías. El hijo de un tejedor no va a las Cruzadas.
—¿Por qué no? —dijo Cristóforo—. ¿Rechazaría Cristo mi espada?
—¿Qué espada? —preguntó la madre, despectiva.
—Algún día tendré una espada. ¡Seré un caballero!
—¿Cómo, sino tienes oro?
—¡Conseguiré oro!
—¿En Genova? ¿Como tejedor? Mientras vivas, serás el hijo de Domenico Colombo. Nadie te dará oro y nadie te llamará caballero. Ahora cállate o te pellizcaré el brazo.
Era una amenaza en toda regla, y los niños sabían obedecer cuando su madre la pronunciaba.
Un par de horas más tarde, el padre llegó a casa. El oficial casi no lo dejó entrar cuando llamó. Sólo cuando gritó angustiado: «¡Mi señor ha muerto! ¡Dejadme entrar!», abrieron la puerta. Entró tambaleándose justo cuando los niños corrían detrás de la madre hacia la habitación delantera. Venía cubierto de sangre. La madre gritó y lo abrazó y luego le buscó las heridas.
—No es sangre mía —dijo él, angustiado—. ¡Es la sangre de mi Dux! ¡Pietro Fregoso ha muerto! ¡Los cobardes lo emboscaron, lo tiraron del caballo y le golpearon la cabeza con una maza!
—¿Por qué estás cubierto con su sangre, Nico?
—Lo llevé a las puertas del palacio del Dux. ¡Lo llevé al lugar donde tenía que estar!
—¿Por qué has hecho eso, idiota?
—¡Porque él me lo dijo! Me acerqué a él, estaba gritando y cubierto de sangre y dije: «Dejadme llevaros a vuestro físico, dejadme llevaros a vuestra casa, dejadme encontrar a quienes os hicieron esto y los mataré por vos.» Y él me contestó: «¡Domenico, llévame al palacio! ¡Ahí es donde debería morir el Dux, en el palacio, como mi padre!» Así que lo llevé hasta allí, en mis propios brazos, ¡y no me importó que los Adorno nos vieran! ¡Lo llevé allí y murió en mis brazos! ¡Fui su verdadero amigo!
—¡Si te vieron con él, te encontrarán y te matarán!
—¿Qué importa? ¡El Dux ha muerto!
—A mí sí que me importa —dijo la madre—. Quítate esas ropas.
Se volvió hacia los oficiales y empezó a dar órdenes.
—Tú, lleva a los niños a la parte trasera de la casa. Tú, que los aprendices saquen agua y la calienten para preparar un baño. Tú, cuando le quites las ropas, quémalas.
Los otros niños obedecieron al oficial y corrieron a la parte trasera de la casa, pero Cristóforo no. Vio cómo su madre desnudaba a su padre, cubriéndole de besos y maldiciones sin cesar. Cristóforo no abandonó la habitación ni siquiera después de que lo condujera al patio para bañarlo, ni siquiera cuando el hedor de las ropas ensangrentadas al ser quemadas inundó la casa. Cristóforo estaba de guardia, protegiendo la puerta.
O eso decían todas las viejas interpretaciones de aquella noche. Colón estaba de guardia, para mantener a su familia a salvo. Pero Diko sabía que no era eso lo que pasaba por la mente del muchacho. No, estaba tomando su decisión. Estaba emplazando ante sí los términos de su futura grandeza. Sería un caballero. Reyes y reinas lo tratarían con respeto. Tendría oro. Conquistaría reinos en nombre de Cristo.
Incluso entonces, debió de saber que para conseguir todo aquello tendría que abandonar Genova. Como había dicho su madre: mientras viviera en aquella ciudad, sería el hijo de Domenico el tejedor. A partir de la mañana siguiente dirigió su vida hacia la consecución de sus nuevos objetivos. Empezó a estudiar (idiomas, historia), con tanto vigor que los monjes que le enseñaban lo comentaron:
—Ha capturado el espíritu de la erudición —decían. Pero Diko sabía que no le interesaba el aprendizaje per se. Quería conocer idiomas para viajar por todo el mundo. Tenía que conocer historia para saber qué había en el mundo cuando se aventurara en él.
Y tenía que aprender a navegar. A cada oportunidad que se le planteaba, Cristóforo se iba a los muelles; a escuchar a los marinos, a hacerles preguntas, a aprender todo lo que hacían. Más tarde se concentró en los oficiales de derrota. Les sobornaba con vino cuando podía permitírselo o simplemente demandaba respuestas cuando no podía hacerlo. Con el paso del tiempo consiguió embarcar en una nao, y luego en otra; no rechazó ninguna oportunidad de zarpar y hacía todos los trabajos que le pedían, para que todos supieran que el hijo de un tejedor pretendía aprenderlo todo sobre la mar.
Diko hizo su informe sobre Cristóforo Colombo, sobre el momento en que tomó su decisión. Como siempre, su padre lo alabó, criticando sólo puntos menores. Pero ella sabía a esas alturas que sus alabanzas podían ocultar serias críticas. Cuando lo desafió para que las expresara, él no quiso decirle cuáles eran.
—Ya he dicho que el informe era bueno. Ahora déjame en paz.
—Hay algo mal y no quieres decírmelo.
—Es un informe bien escrito. No tiene nada mal, excepto los puntos que ya te he dicho.
—Entonces no estás de acuerdo con mi conclusión. No crees que eso fue lo que hizo a Cristóforo decidir ser grande.
—¿Decidir ser grande? —preguntó su padre—. Sí, creo que casi con toda seguridad ése es el momento de su vida en que tomó esa decisión.
—¿Entonces qué es lo que está mal?—gritó ella.
—¡Nada! —replicó él.
—¡No soy una niña!
Él la miró, consternado.
—¿No?
—¡Me estás llevando la corriente y ya estoy harta!
—Muy bien —dijo él—. Tu informe es excelente y observador. Sin duda Colón decidió en la noche que has marcado, y por las razones que has expuesto, que buscaría oro y grandeza y la gloria de Dios. Todo eso está muy bien. Pero no hay ningún atisbo en tu informe que nos indique por qué y cómo decidió que conseguiría esos objetivos navegando hacia poniente en el Atlántico.
Fue algo que la golpeó tan brutalmente como el bofetón de la madre de Cristóforo, y le provocó las mismas lágrimas en los ojos, aunque no hubo ninguna agresión física.
—Lo siento —dijo el padre—. Dijiste que ya no eras una niña.
—No lo soy. Y te equivocas.
—¿Me equivoco?
—Mi proyecto es encontrar cuándo se tomó la decisión de ser grande y eso es lo que descubrí. Tu proyecto y el de mamá es descubrir cuándo Colón decidió dirigirse hacia poniente.
Su padre la miró sorprendido.
—Bueno, sí, supongo que sí. Sin duda es algo que necesitamos saber.
—Entonces no hay nada malo en el informe para mi proyecto sólo porque no contesta la pregunta que os ha estado inquietando a vosotros en el vuestro.
—Tienes razón.
—¡Lo sé!
—Bueno, también yo lo sé ahora. Retiro la crítica. Tu informe es completo y aceptable y lo acepto. Enhorabuena.
Pero ella no se marchó.
—Diko, estoy trabajando.
—Lo encontraré por vosotros —dijo.
—¿Encontrar qué?
—Lo que causó que Cristóforo navegara hacia poniente.
—Termina tu propio proyecto, Diko.
—¿Crees que no puedo?
—He estudiado las grabaciones de la vida de Colón, igual que tu madre, igual que incontables eruditos y científicos. ¿Crees que encontrarás lo que ninguno de ellos ha encontrado?
—Sí.
—Bueno —concluyó el padre—. Creo que hemos aislado tu decisión de ser grande.
Le sonrió, una sonrisita picara. Diko supuso que se estaba burlando de ella. Pero no le importaba. Él podía pensar que estaba bromeando, pero ella haría que su broma se volviera real. ¿Que habían contemplado las viejas grabaciones del tempovisor sobre la vida de Colón una y otra vez, junto con incontables personas más? Muy bien, pues, Diko dejaría de contemplar grabaciones. Iría y miraría directamente su vida, y no con el tempovisor. El TruSite II sería su herramienta. No pidió permiso, ni tampoco ayuda. Simplemente buscó una máquina que no se utilizaba por la noche y ajustó el horario de trabajo de su vida para que encajara con las horas en que podía utilizar la máquina. Algunos se preguntaban si realmente debería emplear los aparatos más modernos: después de todo, no era miembro de Vigilancia del Pasado. Su formación era, en el mejor de los casos, irregular. No era más que la hija de los observadores, y sin embargo empleaba una máquina a la que normalmente se accedía después de años de estudio.
No obstante, aquellos que albergaban dudas, al ver la decisión en su rostro, al ver lo duro que trabajaba y lo rápidamente que aprendió a utilizar la máquina, pronto perdieron cualquier deseo de poner en duda su derecho. A algunos se les ocurrió que después de todo seguía la tradición. Ibas al colegio a aprender una profesión que era distinta a la de tus padres, pero si el objetivo era entrar en el negocio familiar, lo aprendías desde la infancia. Diko era una vigilante como cualquier otra y, según todas las indicaciones, de las buenas.
Y los que al principio se habían planteado cuestionarla o incluso detenerla, acabaron por advertir a las autoridades de que había una novicia que merecía la pena observar. Se inició un registro, donde se observaba todo lo que hacía Diko.
Y pronto tuvo una etiqueta plateada en su expediente: Dejemos que vaya adonde quiera.