Hubo una única ocasión en que Colón se desesperó y pensó que nunca culminaría su viaje. Fue la noche del 23 de agosto, en el puerto de Las Palmas de Gran Canaria.
Después de tantos años de esfuerzo, sus tres carabelas habían zarpado por fin de Palos, sólo para encontrarse con problemas casi de inmediato. Después de que tantos sacerdotes y nobles en las cortes de España y Portugal le hubieran sonreído para luego tratar de destruirlo a sus espaldas, cuando el timón de la Pinta se soltó y estuvo a punto de romperse, a Colón le resultó difícil creer que no se trataba de un sabotaje. Después de todo, a Quintero, el dueño de la Pinta, le ponía tan nervioso dejar su pequeña embarcación partir en tan largo viaje que se enroló como un marinero más, con el único fin de no perder de vista su propiedad. Y Pinzón le dijo en privado que había visto a un grupo de hombres reunidos en la popa de la Pinta justo cuando soltaban velas. Pinzón arregló el timón él mismo, en el mar, pero al día siguiente volvió a romperse. Pinzón se enfureció, pero le juró a Colón que el barco se reuniría con él en Las Palmas al cabo de unos pocos días.
Colón confiaba tanto en la habilidad de Pinzón y en su entrega al viaje que no pensó más en la Pinta. Navegó con la Santa María y la Niña hasta la isla de Gomera, donde gobernaba Beatriz de Bobadilla. Era una reunión que ansiaba desde hacía tiempo, una oportunidad para celebrar su triunfo sobre la corte española con alguien que había dejado claro que deseaba su éxito. Pero Doña Beatriz no estaba en casa. Y mientras esperaba, día tras día, tuvo que soportar dos situaciones intolerables.
La primera fue tener que mostrarse educado al escuchar a los caballeretes de la pequeña corte de Beatriz, quienes no paraban de contarle sorprendentes mentiras sobre cómo, en ciertos días despejados, desde la isla de Hierro, la más occidental de las Canarias, se divisaba una tenue imagen de una isla azul en el horizonte… ¡como si no hubieran navegado hasta allí barcos de sobra! Pero Colón había aprendido a sonreír y asentir ante las más extravagantes estupideces. No se sobrevive en la corte sin esa habilidad, y Colón había capeado no sólo las cortes ambulantes de Fernando e Isabel, sino también la más asentada y arrogante de Juan de Portugal. Y después de esperar décadas para conseguir las naos, hombres, suministros y, sobre todo, el permiso para emprender su viaje, podía soportar unos cuantos días más de conversación con caballeros idiotas. Aunque a veces tenía que apretar los dientes para no señalar lo absolutamente inútiles que se verían, a los ojos de Dios y todos los demás, si no eran capaces de encontrar nada mejor que hacer con sus vidas que esperar en la corte de la gobernadora de Gomera cuando ella ni siquiera estaba en su residencia. Sin duda divertían a Beatriz: había demostrado un claro desprecio hacia la indignidad de la mayoría de los hombres de la clase caballeresca cuando conversó con Colón en la corte real de Santa Fe. A buen seguro los confundía constantemente con irónicos comentarios que ellos ni siquiera advertían.
Sin duda, mucho más intolerable era el silencio de Las Palmas. Había dejado allí hombres con instrucciones de comunicarle inmediatamente el arribo a puerto de la Pinta. Pero los días pasaban y no llegaba ninguna noticia. Mientras, la estupidez de los cortesanos se hacía más insufrible, hasta que por fin se negó a tolerar nada de ellos ni un instante más. Tras despedirse agradecido de los caballeros de Gomera, navegó hasta Las Palmas, sólo para encontrar, cuando llegó el 23 de agosto, que la Pinta no estaba allí.
Inmediatamente pensó en las peores posibilidades. Los saboteadores estaban tan decididos a que no completara el viaje que se había producido un motín, o de algún modo habían persuadido a Pinzón para que diera la vuelta y regresara a España. O iban a la deriva en las corrientes del Atlántico, barridos hacia algún destino innombrable. O los habían capturado los piratas… o los portugueses, tal vez pensando que eran parte de alguna estúpida empresa española para meterse en sus dominios a lo largo de las costas de África. O Pinzón, quien ciertamente se consideraba más cualificado para liderar la expedición que el propio Colón (aunque nunca habría conseguido el apoyo real para la aventura, pues carecía de la educación, los modales y la paciencia necesarios), podría haber tenido la loca idea de seguir navegando, para alcanzar las Indias antes que él.
Todo aquello era posible, y por momentos parecía hasta probable. Colón se apartó de toda compañía humana esa noche y se hincó de rodillas ante el Todopoderoso. No era la primera vez que lo hacía, pero nunca antes lo había hecho con tanta ira.
—He hecho todo lo que dispusisteis que hiciera —dijo—. He presionado y suplicado, y ni una sola vez me habéis mostrado el menor apoyo, ni siquiera en los momentos más oscuros. Sin embargo, mi confianza nunca falló y por fin conseguí la expedición en los términos exactos requeridos. Zarpamos. Mi plan era bueno. El tiempo óptimo. La tripulación es hábil aunque se consideren mejores marinos que su capitán. Todo lo que necesitaba ahora, todo lo que necesitaba, después de cuanto he soportado hasta hoy, era que algo saliera bien.
¿Era una osadía decirle esto al Señor? Probablemente. Pero Colón había hablado con osadía a hombres poderosos con anterioridad, y por eso las palabras surgían fácilmente de su corazón para brotar por su lengua. Dios podía fulminarlo si quería… Colón se había puesto en Sus manos antes, y estaba cansado.
—¿Era demasiado para Vos, mi Señor? ¿Teníais que quitarme mi tercera nao? ¿Mi mejor marino? ¿Teníais que privarme incluso de la amabilidad de Doña Beatriz? Está claro que no he encontrado favor ante Vuestros ojos, oh, Señor, y por tanto Os insto a que encontréis a otro. Haced que me caiga muerto si queréis, difícilmente podría ser peor que matarme poco a poco, lo que parece ser Vuestro plan en este momento. Voy a decir una cosa: permaneceré a Vuestro servicio un día más. Enviadme la Pinta o mostradme qué otra cosa queréis que haga, pero juro por Vuestro más sagrado y terrible nombre que no realizaré un viaje semejante con menos de tres naos, bien equipadas y plenamente atendidas. Me he convertido en un anciano a Vuestro servicio, mas a partir de mañana por la noche pretendo dimitir y vivir con la pensión que consideréis adecuado proporcionarme. —Se persignó—. En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén.
Tras haber finalizado su más impía y ofensiva oración, Colón no logró conciliar el sueño hasta que por fin, no menos airado que antes, saltó de la cama y se arrodilló de nuevo.
—¡Hágase Vuestra voluntad, y no la mía! —dijo, furioso. Entonces regresó a la cama e inmediatamente se quedó dormido.
A la mañana siguiente la Pinta arribó a puerto. Colón lo consideró la confirmación definitiva de que Dios estaba realmente interesado en el éxito de su viaje. «Muy bien —pensó—. No me hicisteis caer muerto por mi falta de respeto, Señor; en cambio, me habéis enviado la Pinta. Por tanto os demostraré que sigo siendo vuestro leal servidor.»
Lo demostró haciendo que la mitad de los habitantes de Las Palmas, o eso parecía, entraran en un absoluto frenesí. El puerto tenía carpinteros y calafateadores de sobra, herreros y estibadores y fabricantes de velas, y daba la impresión de que todos hubieran sido reclutados para trabajar en la Pinta. Pinzón rebosaba de desafiantes disculpas: habían navegado a la deriva durante casi dos semanas antes de que lograra por fin, gracias a sus brillantes dotes marineras, llevar la nao al puerto prometido. Colón recelaba todavía, pero no lo demostró. Fuera cual fuese la verdad, Pinzón estaba allí, y también la Pinta, junto con un hosco Quintero. Eso le bastaba.
Y mientras tenía la atención de los trabajadores del astillero de Las Palmas, finalmente convenció a Juan Niño, el propietario de la Niña, de que cambiara sus velas triangulares por los mismos aparejos cuadrados que las otras carabelas, para que todas aprovecharan el mismo viento y, con la ayuda de Dios, pudieran navegar juntas hasta la corte del Gran Khan de China.
Bastó una semana para que las tres naves quedaran en mejor forma de lo que estaban cuando zarparon de Palos, esta vez sin desafortunados fallos en el equipo necesario. Si antes hubo saboteadores, sin duda se habían amedrentado por el hecho de que tanto Colón como Pinzón parecían decididos a navegar a toda costa… por no mencionar el hecho de que si la expedición volvía a fracasar, podrían acabar aislados en las islas Canarias, con pocas perspectivas de regresar pronto a Palos.
Y Dios fue tan misericordioso al contestar la imprudente oración de Colón que, cuando por fin navegó hasta Gomera para la última estiba de sus naos, la bandera de la gobernadora ondeaba sobre los muros del castillo de San Sebastián.
Los temores que pudiera albergar respecto a que Beatriz de Bodadilla ya no le tuviera en alta estima desaparecieron de inmediato. Cuando fue anunciado, ella despidió al momento a los otros caballeros que tanto habían molestado a Colón la semana anterior.
—¡Cristóbal, mi hermano, mi amigo! —exclamó. Cuando él le besó la mano, le condujo del palacio al jardín, donde se sentaron a la sombra de un árbol y el marino le contó todo lo que había sucedido desde que se encontraron por última vez en Santa Fe.
Ella escuchaba, embelesada, hacía inteligentes preguntas y se reía cuando Colón relataba la molesta interferencia con la que el rey le había acosado desde que firmó las capitulaciones.
—En vez de pagar las tres carabelas, sacó a la luz alguna antigua ofensa que la ciudad de Palos había cometido… contrabando, sin duda…
—La principal industria de Palos durante muchos años, según tengo entendido —dijo Beatriz.
—Y como castigo, requirió que pagaran un tributo equivalente al valor de dos carabelas.
—Me sorprende que no hiciera que pagaran las tres —dijo Beatriz—. El viejo Fernando es un hueso duro de roer. Pero sufragó una guerra sin arruinarse. Y acaba de expulsar a los judíos, así que no puede decirse que no tuviera a nadie a quien pedir dinero.
—La ironía es que hace siete años el duque de Sidonia me habría comprado las tres carabelas de Palos con su propio tesoro, si la corona no le hubiera negado el permiso.
—El querido Enrique… siempre ha tenido mucho más dinero que la corona, y no puede comprender por qué eso no lo convierte en más poderoso que los reyes.
—De todas formas, podéis imaginar cuánto se alegraron de verme en Palos. Y entonces, para asegurarme de que ambas mejillas fueran bien abofeteadas, promulgó un edicto para que todo hombre que accediera a unirse a mi expedición ganaría una suspensión de cualquier acción civil y penal que tuviera pendiente.
—Oh, no…
—Oh, sí. Ya podéis imaginar cómo les sentó eso a los verdaderos marinos de Palos. No estaban dispuestos a navegar con un puñado de delincuentes y morosos… ni a correr el riesgo de que la gente pensara que habían necesitado de tal perdón.
—Su Majestad sin duda imaginó que haría falta un incentivo semejante para persuadir a los hombres a navegar con vos en vuestra loca aventura.
—Sí, bueno, su «ayuda» casi acabó con la expedición antes de zarpar.
—Entonces… ¿cuántos felones y menesterosos hay en vuestra tripulación?
—Ninguno, al menos que sepamos. Gracias sean dadas a Dios por Martín Pinzón.
—Oh, sí, un hombre legendario.
—¿Habéis oído hablar de él?
—Todas las leyendas de marineros llegan también a las Canarias. Vivimos junto al mar.
—Pinzón lo comprendió bien. En cuanto se corrió la voz de que él iba, empezamos a reclutar marinos. Y fueron sus amigos quienes se arriesgaron a poner las carabelas para el viaje.
—No de forma gratuita, por supuesto.
—Esperan hacerse ricos, al menos según sus expectativas.
—Como vos esperáis serlo según las vuestras.
—No, mi señora. Espero ser rico según vuestras expectativas.
Ella se echó a reír y le tocó el brazo.
—Cristóbal, cuánto me alegro de veros de nuevo. Cuánto me alegro de que Dios os eligiera para ser Su paladín en esta guerra contra la Mar Océano y la corte de España.
Su observación fue ligera, pero tocaba un asunto bastante delicado: era la única persona que sabía que Colón había emprendido este viaje siguiendo órdenes divinas. Los sacerdotes de Salamanca lo tomaban por loco, pero si hubiera musitado una sola palabra de su creencia en que Dios le había hablado, le habrían marcado como hereje y eso habría puesto fin a su plan de llevar una expedición a las Indias. Tampoco había tenido intención de contárselo a ella; no pretendía contárselo a nadie, ni siquiera a su hermano Bartolomé, ni a su esposa Felipa antes de que muriera, ni al padre Pérez de La Rábida. Sin embargo, después de sólo una hora en compañía de Doña Beatriz, se lo había contado. No todo, por supuesto. Pero sí que Dios le había elegido, le había ordenado que hiciera ese viaje.
¿Por qué se lo había dicho? Quizá porque sabía implícitamente que podía confiarle su vida. O quizá porque le miraba con una inteligencia tan penetrante que supo que ninguna otra explicación que no fuera la verdad lograría convencerla. Incluso así, no le había dicho ni la mitad, pues hasta ella lo habría tomado por loco.
Y no lo tomaba por tal o, si lo hacía, debía sentir un amor especial hacia los locos. Un amor que continuaba incluso entonces, hasta un grado superior a sus esperanzas.
—Quedaos esta noche conmigo, mi Cristóbal —dijo ella.
—Mi señora —respondió él, inseguro de haber oído bien.
—Vivisteis con una villana llamada Beatriz en Córdoba. Tuvo vuestro hijo. No podéis pretender hacer vida monacal.
—Parezco condenado a caer bajo el hechizo de damas llamadas Beatriz. Y ninguna de ellas ha sido, ni por asomo, una villana.
Doña Beatriz dejó escapar una risita.
—Conseguís hacer un cumplido a vuestra antigua amante y a la vez a quien podría ser una nueva. No me extraña que lograrais abriros paso entre sacerdotes y eruditos. Me atrevo a decir que la reina Isabel se enamoró de vuestro pelo rojo y del fuego de vuestros ojos, igual que yo.
—Me temo que hay más gris que rojo en el pelo.
—Casi ninguno.
—Mi señora, recé por vuestra amistad cuando recalé en Gomera. No me atreví a soñar más.
—¿Vais a iniciar un largo y retorcido discurso que al final acabará rechazando mi invitación carnal?
—Ah, Doña Beatriz, no rechazar… ¿pero quizá posponer?
Ella extendió la mano y le acarició la mejilla.
—No sois un hombre muy guapo, lo sabéis, Cristóbal.
—Ésa ha sido siempre mi opinión.
—Y, sin embargo, no se puede apartar los ojos de vos. Ni se os puede apartar de la mente cuando habéis partido. Soy viuda y vos sois viudo. Dios vio adecuado librar a nuestros cónyuges de los tormentos de este mundo. ¿Debemos también nosotros dejarnos atormentar por deseos no satisfechos?
—Mi señora, sería un escándalo… si me quedara esta noche.
—Oh, ¿es eso? Entonces partid antes de medianoche. Os ayudaré a bajar por el parapeto por medio de una cuerda de seda.
—Dios ha respondido a mis plegarias.
—Bien debería, ya que cumplís Su misión.
—No me atrevo a pecar y perder ahora Su favor.
—Sabía que debía haberos seducido allá en Santa Fe.
—Así es, mi señora. Cuando regrese con éxito de esta gran empresa, no seré un plebeyo cuyo único atisbo de nobleza es por su matrimonio con una familia secundona de Madeira. Seré Virrey. Seré Almirante de la Mar Océano. —Sonrió—. Ya veis, seguí vuestro consejo y lo hice poner todo por escrito en previsión.
—¡Bien, Virrey nada menos! Dudo que entonces malgastéis una sola mirada en una mera gobernadora de una isla remota.
—Ah, no, señora. Seré Almirante de la Mar Océano, y cuando contemple mi reino…
—Como Poseidón, gobernador de todas las costas que son bañadas por las olas del mar…
—… No encontraré corona más valiosa que esta isla de Gomera, ni joya más hermosa en esa corona que la bella Beatriz.
—Habéis pasado demasiado tiempo en la corte. Hacéis que vuestros cumplidos parezcan ensayados.
—Claro que los he ensayado, una y otra vez, toda la semana que esperé atormentado vuestro regreso.
—El regreso de la Pinta, queréis decir.
—Ambas llegasteis tarde. Vuestro timón, sin embargo, estaba intacto.
El rostro de ella se ruborizó, y entonces se echó a reír.
—Os quejabais de que mis cumplidos eran demasiado cortesanos. Pensé que podríais apreciar un cumplido de taberna.
—¿Eso es lo que era? ¿Acaso las busconas se acuestan gratis con los hombres que les dicen cosas bonitas?
—Nada de busconas, señora. Esa poesía no es para aquellas que pueden ser poseídas con simple dinero.
—¿Poesía?
—Vos sois mi carabela, con velas hinchadas…
—Cuidado con vuestras referencias náuticas, amigo mío.
—Velas hinchadas, y los brillantes estandartes rojos de vuestros labios danzando mientras habláis.
—Sois muy ingenioso. ¿O no vais improvisando sobre la marcha?
Lo improviso. Ah, vuestro aliento es el bendito viento por el que rezan todos los marineros, y la vista de vuestro timón deja a este pobre marinero con el mástil tenso…
Ella le abofeteó en la cara, pero sin intención de hacerle daño.
Comprendo que mi poesía es mala.
—Besadme, Cristóbal. Creo en vuestra misión, pero si nunca regresáis quiero al menos un beso para poder recordaros.
Así que él la besó, dos veces. Pero entonces se despidió de ella, y regresó para ultimar los preparativos de su viaje. Todo estaba en manos de Dios; cuando estuviera terminado, sería el momento de recolectar las recompensas terrenales. ¿Aunque quién podría decir, después de todo, que ella no suponía una recompensa del cielo? Era Dios, al fin y al cabo, quien la había convertido en viuda, y quizá Dios también quien, contra toda probabilidad, la había hecho amar a este hijo de un tejedor genovés.
La vio, o le pareció verla (¿quién más podría haber sido?), agitando un pañuelo escarlata como si fuera un estandarte desde el parapeto del castillo cuando sus carabelas zarparon por fin. Alzó la mano para saludarla y entonces volvió el rostro hacia el oeste. No miraría de nuevo hacia el este, hacia Europa, hacia el hogar, no hasta que hubiera conseguido lo que Dios le había enviado a hacer. El último de los obstáculos, sin duda, ya había quedado atrás. Diez días de navegación y desembarcaría en Catay o en la India, en las Islas de las Especias o en Cipango. Nada lo detendría ahora, pues Dios estaba con él, como lo había estado desde aquel día en la playa cuando se le apareció y le dijo que olvidara sus sueños de una cruzada.
—Tengo un trabajo más importante para ti —dijo Dios entonces, y por fin Colón estaba cerca de la culminación de ese trabajo. Le llenaba como un vino, le llenaba como la luz, le llenaba como el viento hinchaba las velas sobre su cabeza.