12 REFUGIO

La mujer de la montaña lo había maldecido, pero Cristóforo sabía que no era ningún tipo de brujería. La maldición era que no podía pensar más que en ella, más que en lo que ella había dicho. Cada tema lo devolvía a los desafíos que había planteado.

¿Podría haberla enviado Dios? ¿Era ella, por fin, la primera confirmación que recibía desde aquella visión en la playa? Sabía demasiado: las palabras que le había dicho el Salvador. El lenguaje de su juventud en Genova. Su sensación de culpabilidad respecto a su hijo, dejado al cuidado de los monjes de La Rábida.

Sin embargo, ella no era lo que buscaba. Los ángeles eran resplandecientemente blancos, ¿no? Así era como los representaban todos los artistas. De modo que quizás ella no era un ángel. ¿Pero por qué iba a enviar Dios a una mujer… una mujer africana? ¿No eran diablos los negros? Todo el mundo lo decía, y en España era bien sabido que los moros negros luchaban como demonios. Entre los portugueses era voz común que los salvajes negros de la costa de Guinea gustaban de la magia y la adoración al diablo y maldecían con enfermedades que mataban rápidamente a cualquier hombre blanco que se atreviera a poner un pie en costas africanas.

Por otro lado, su propósito era bautizar a las gentes que encontrara al final de su viaje, ¿no? Si podían ser bautizadas, significaba que podían ser salvadas. Si podían ser salvadas, entonces tal vez ella tuviera razón, y una vez convertidas estas gentes serían cristianas y tendrían los mismos derechos que los europeos.

Pero eran salvajes. Iban desnudos. No sabían leer ni escribir.

Podían aprender.

Si tan sólo pudiera ver el mundo a través de los ojos de su paje… El joven Pedro estaba obviamente fascinado con Chipa. Por oscura que fuera, achaparrada y fea, tenía una bonita sonrisa, y nadie podía negar que era tan lista como cualquier niña española. Estaba aprendiendo la doctrina de Cristo. Insistía en ser bautizada de inmediato. Cuando eso sucediera, ¿no debería tener la misma protección que cualquier otro cristiano?

—Capitán general —dijo Segovia—, debéis prestar atención. Las cosas se están volviendo incontrolables con los hombres. Pinzón es imposible… sólo obedece las órdenes con las que está de acuerdo, y los hombres sólo acatan las que él permite.

—¿Y qué queréis que haga? ¿Cargarlo de cadenas?

—Eso es lo que habría hecho el rey.

—El rey tiene cadenas. Las nuestras están en el fondo del mar. Y el rey tiene también miles de soldados para encargarse de que se cumplan sus órdenes. ¿Dónde están mis soldados, Segovia?

—No habéis actuado con suficiente autoridad.

—Estoy seguro de que en mi lugar lo habríais hecho mejor.

—Eso no es imposible, capitán general.

—Veo que el espíritu de la insubordinación es contagioso —dijo Cristóforo—. Pero descansad. Como dijo la mujer negra de la montaña, será una calamidad tras otra. Quizá después de la siguiente, os encontraréis al mando de esta expedición como inspector del rey.

—No podría hacerlo peor que vos.

—Sí, estoy seguro. Ese turco no habría volado la Pinta y vos habríais orinado sobre la Niña para apagar el fuego.

—Veo que olvidáis en nombre de quién hablo.

—Sólo porque vos habéis olvidado qué rango tengo. Si tenéis autoridad del rey, os recuerdo amablemente que yo tengo una autoridad mayor de la misma fuente. Si Pinzón decide alzarse sobre los últimos restos de esa autoridad, no seré el único que caiga abatido por ese viento.

Sin embargo, en cuanto Segovia se marchó Cristóforo se puso de nuevo a intentar resolver qué esperaba Dios de él. ¿Había algo que pudiera hacer para volver a unir a los hombres bajo su mando? Pinzón los había puesto a construir un navio, pero no eran los constructores de Palos, sino marineros corrientes. Domingo era buen tonelero, pero hacer un barril no era lo mismo que trazar una quilla. López era calafatero, no carpintero. Y la mayoría de los otros hombres eran bastante diestros con las manos, pero lo que ninguno de ellos tenía en la cabeza era el conocimiento, la práctica de construir un barco.

Pero tenían que intentarlo. Tenían que intentarlo y si fracasaban a la primera, intentarlo otra vez. Así que no había pugna entre Cristóforo y Pinzón en lo referido a la construcción de un barco. La pugna se producía por la forma en que los hombres trataban a los indios que necesitaban para que los ayudasen. El generoso espíritu de cooperación que la gente de Guacanagarí había mostrado para ayudarlos a descargar la Santa María había desaparecido hacía tiempo.

Cuantas más órdenes daban los españoles, menos obedecían los indios. Cada vez se presentaban menos, lo que significaba que aquellos que sí acudían eran tratados peor. Parecían pensar que los españoles, no importaba lo bajo que fuera su rango o estado, tenían derecho a dar órdenes (y a castigar) a cualquier indio, no importaba lo joven o viejo que fuese, no importaba…

«Estos pensamientos son por causa de ella —advirtió de nuevo Colón—. Hasta que hablé con ella, no me cuestioné el derecho de los hombres blancos a dar órdenes a los cobrizos. Sólo desde que envenenó mi mente con su extraña interpretación del cristianismo empecé a ver la forma en que los indios se resisten silenciosamente a ser tratados como esclavos. Habría pensado en ellos como lo hace Pinzón, como salvajes indignos y perezosos. Pero ahora veo que son tranquilos, amables, incapaces de provocar una disputa. Soportan una paliza en silencio… pero no vuelven para ser golpeados otra vez. Excepto algunos que sí han sido golpeados y vuelven a ayudar, por propia voluntad, evitando a los españoles más crueles pero auxiliando a los demás en todo lo que pueden. ¿No es esto lo que Cristo pretendía cuando dijo que mostráramos la otra mejilla? Si un hombre te obliga a caminar una legua con él, entonces camina la segunda por elección propia… ¿no es eso el cristianismo? ¿Entonces quiénes son aquí los cristianos? ¿Los españoles bautizados o los indios sin bautizar?»

Ella le había puesto el mundo patas arriba. Los indios no sabían nada de Jesús, y no obstante vivían según la palabra del Salvador, mientras que los españoles, que habían combatido durante siglos en nombre de Cristo, se habían convertido en un pueblo brutal y sediento de sangre. Y sin embargo no eran peores que cualquier otro pueblo de Europa. No eran peores que los genoveses, con sus pugnas de sangre y sus asesinatos. ¿Era posible que Dios lo hubiera llevado allí, no para iluminar a los paganos, sino para aprender de ellos?

—Las costumbres de los tainos no son siempre mejores —dijo Chipa.

—Nosotros tenemos mejores herramientas —dijo Cristóforo—. Y mejores armas.

—¿Cómo lo sabéis? Los tainos matan a la gente para los dioses. Ve-en-la-Oscuridad dijo que cuando nos hablarais de Cristo, comprenderíamos que un hombre ya murió como único sacrificio necesario. Entonces los tainos dejarían de matar personas. Y los caribes dejarían de comérselas.

—Santa Madre de Dios —dijo Pedro—. ¿Hacen eso?

—Eso dice la gente de las tierras bajas. Los caribes son monstruos terribles. Los tainos son mejores que ellos. Y los de Ankuash somos mejores que los tainos. Pero Ve-en-la-Oscuridad dice que cuando estéis preparado para enseñarnos, veremos que sois mejor que nadie.

—¿Los españoles?—preguntó Pedro.

—No, él. Vos, Colón.

«No son nada más que adulaciones —se dijo Cristóforo—. Por eso Ve-en-la-Oscuridad ha estado enseñando a Chipa y la otra gente de Ankuash a decir cosas así. El único motivo por el que me alegra tanto oír esas cosas es porque hacen un gran contraste con los maliciosos rumores que corren entre mi tripulación. Ve-en-la-Oscuridad quiere que piense en la gente de Ankuash como si fuera mi verdadero pueblo, en vez de la tripulación española.»

¿Y si era cierto? ¿Y si todo el propósito del viaje era traerlo aquí, donde podría conocer al pueblo que Dios había preparado para recibir la palabra de Cristo?

No, no podría ser eso. El Señor habló de oro, de grandes naciones, de cruzadas. No de una oscura aldea de montaña.

Ella le había dicho que cuando estuviera preparado le mostraría el oro.

«Tenemos que construir una nao. Tengo que mantener a los hombres unidos el tiempo suficiente para construir un barco, regresar a España y volver con más fuerzas. Un grupo con más disciplina. Sin Martín Pinzón. Pero también traeré sacerdotes, muchos de ellos, para que enseñen a los indios. Eso satisfará a Ve-en-la-Oscuridad. Todavía puedo hacerlo todo, si consigo mantener la unidad lo suficiente para construir el barco.»


Putukam chasqueó la lengua.

—Chipa dice que las cosas están muy mal.

—¿Cómo de mal?—preguntó Diko.

—Chipa dice que su joven, Pedro, está suplicando siempre a Colón que se marche. Dice que algunos de los muchachos han intentado advertir a Pedro, para que él pueda advertir al cacique. Planean matarlo.

—¿Quiénes?

—No recuerdo los nombres, Ve-en-la-Oscuridad. Putukam rió—. ¿Crees que soy tan lista como tú?

Diko suspiró.

—¿Por qué no es capaz de ver que tiene que marcharse, que tiene que venir aquí?

—Puede que sea blanco, pero sigue siendo un hombre. Los hombres siempre piensan que saben lo que es correcto, por eso no escuchan.

—Si dejo la aldea para bajar de la montaña y vigilar a Colón, ¿quién traerá el agua? —preguntó Diko.

—Nosotros traíamos el agua antes de que tú vinieras. Las muchachas ahora se han vuelto gordas y perezosas.

—Si dejo la aldea para vigilar a Colón y traerlo aquí a salvo, ¿quién cuidará de mi casa para que Nugkui no la haga ocupar por otro y regale todas mis herramientas?

—Baiku y yo vigilaremos por turnos.

—Entonces iré —dijo Diko—. Pero no lo obligaré a venir. Él tiene que hacerlo por su propia voluntad.

Putukam la miró, impasible.

—No obligo a la gente a hacer nada en contra de su voluntad —dijo Diko.

Putukam sonrió.

—No, Ve-en-la-Oscuridad. Sólo te niegas a dejarlos en paz hasta que cambian de opinión. Por propia voluntad.


El motín finalmente estalló a causa de Rodrigo de Triana, quizá porque tenía más motivos que ninguno para odiar a Colón, pues le había quitado su premio por haber sido el primero en avistar tierra. Sin embargo, a Pedro le pareció que no sucedió de acuerdo con ningún plan. La primera noticia la trajo el taino llamado Pez Muerto que llegó corriendo. Hablaba tan rápido que Pedro no logró comprenderlo, aunque había estado haciendo progresos con el lenguaje. Pero Chipa sí lo entendió, y parecía furiosa.

—Están violando a Pluma de Loro —dijo—. Ni siquiera es una mujer. Es más joven que yo.

De inmediato Pedro llamó a Caro, el platero, para que fuera a buscar a los oficiales. Entonces corrió junto con Chipa, siguiendo a Pez Muerto fuera de la empalizada.

Pluma de Loro parecía muerta. Flaccida como un trapo. Fueron Moger y Clavijo, dos de los reos que se habían enrolado en la expedición para conseguir el perdón. Eran ellos quienes obviamente habían hecho la violación… pero Rodrigo de Triana y un par de marineros de la Pinta estaban mirando, riendo.

—¡Basta! —gritó Pedro.

Los hombres le miraron como a un piojo que hay que apartar de un manotazo.

—¡Es una niña!

—Ahora es una mujer —dijo Moger.

Entonces todos estallaron en risas.

Chipa corría ya hacia la niña. Pedro trató de detenerla.

—No, Chipa.

Pero Chipa parecía ajena a su propio peligro. Trató de sortear a uno de los hombres para llegar hasta Pluma de Loro. Él la quitó de en medio de un empujón… y fue a caer a los brazos de Rodrigo de Triana.

—Permitidme ver si está viva —insistió Chipa.

—Dejadla en paz —dijo Pedro. Pero ya no gritaba.

—Parece que tenemos otra voluntaria —dijo Clavijo, pasando los dedos por la mejilla de Chipa.

Pedro echó mano a la espada, sabiendo que no había ninguna esperanza de que prevaleciera contra ninguno de aquellos hombres, pero sabiendo también que tenía que intentarlo.

—Envainad la espada —dijo Pinzón tras él.

Pedro se volvió. Pinzón venía a la cabeza de un grupo de oficiales. El capitán general lo hacía no muy lejos, detrás.

—Soltad a la niña, Rodrigo —dijo Pinzón.

El hombre obedeció. Pero en vez de volver a lugar seguro, Chipa se dirigió a la otra niña, aún inmóvil en el suelo, y acercó la cabeza a su pecho para ver si su corazón latía.

—Ahora volvamos a la empalizada y pongámonos a trabajar —dijo Pinzón.

—¿Quién es responsable de esto? —demandó Colón.

—Ya me he encargado de ello —dijo Pinzón.

—¿De veras? La muchacha es sólo una niña. Esto es un crimen monstruoso. Y una estupidez también. ¿Qué ayuda creéis que nos ofrecerán ahora los indios?

—Si no nos ayudan voluntariamente —dijo Rodrigo de Triana—, entonces los obligaremos.

—Y ya puestos a ello, tomaréis a sus mujeres y las violaréis a todas, ¿es ése el plan, Rodrigo? ¿Es eso lo que pensáis que es ser cristiano? —preguntó Colón.

—¿Sois capitán general u obispo? —repuso Rodrigo. Los otros hombres se rieron.

—He dicho que me he encargado de ello, capitán general —dijo Pinzón.

—¿Diciéndoles que vuelvan al trabajo? ¿Qué clase de trabajo lograremos hacer si tenemos que defendernos contra los tainos?

—Estos indios no son guerreros —dijo Moger—. Podría vencer a todos los hombres de la aldea con una mano sin dejar de cagar y silbar al mismo tiempo.

—Está muerta —dijo Chipa. Se apartó del cuerpo de la niña y se dirigió hacia Pedro, pero Rodrigo de Triana la cogió por el hombro.

—Lo que sucedió aquí no debería haber sucedido —le dijo Rodrigo a Colón—. Pero no es importante. Como ha dicho Pinzón, volvamos al trabajo.

Durante unos instantes, Pedro pensó que el capitán general iba a dejarlo correr, como había hecho con muchos otros deslices y actos despectivos. Pedro comprendía que había que mantener la paz. Pero esto era distinto. Los hombres empezaron a dispersarse, regresando al fuerte.

—¡Habéis matado a una niña! —gritó Pedro.

Chipa se encaminaba hacia él, pero una vez más Rodrigo extendió la mano para cogerla. «Tendría que haber esperado un poco más —pensó Pedro—. Tendría que haber contenido mi lengua.»

—Basta —dijo Pinzón—. Es suficiente.

Pero Rodrigo no pudo dejar la acusación sin respuesta.

—Nadie pretendía que muriera.

—Si fuera una muchacha de Palos, mataríais al hombre que lo hizo —dijo Pedro—. ¡La ley lo exigiría!

—Las muchachas de Palos no van por ahí desnudas.

—¡No sois civilizado! —gritó Pedro—. ¡Incluso ahora, al sujetar así a Chipa, amenazáis con volver a asesinar!

Pedro sintió la mano del capitán general sobre su hombro.

—Ven aquí, Chipa —dijo Colón—. Necesitaré tu ayuda para que me ayudes a explicarle esto a Guacanagarí.

Chipa trató inmediatamente de obedecerlo. Por un momento, Rodrigo se lo impidió. Pero al ver que no había nadie apoyándolo la soltó.

Chipa regresó junto a Pedro y Colón.

Pero Rodrigo no pudo resistir hacer una última observación.

—Así, Pedro, al parecer sois el único que tiene derecho a acostarse con las muchachas indias.

Pedro se puso pálido. Echando mano de la espada, dio un paso al frente.

—¡Jamás la he tocado!

Rodrigo se echó a reír.

—¡Mirad, trata de defender su honor! ¡Piensa que su pequeña puta cobriza es una dama!

Otros hombres empezaron a reír también.

—Retirad la espada, Pedro —dijo Colón.

Pedro obedeció y dio un paso atrás para reunirse con Chipa y el capitán general.

De nuevo los hombres empezaron a dirigirse a la empalizada, pero Rodrigo no dio el asunto por zanjado. Hizo comentarios, algunos claramente audibles.

—Tenemos una familia feliz aquí—dijo, y los otros hombres se rieron. Y entonces, el colofón—: Probablemente también labra el mismo surco.

El capitán general parecía ignorarlos. Pedro sabía que era la actitud más sabia, pero no podía dejar de pensar en la niña muerta en el claro. ¿No había justicia? ¿Podían hacer los blancos cualquier cosa a los indios, y nadie los castigaría?

Los oficiales fueron los primeros en atravesar la puerta de la empalizada. Otros hombres se habían congregado allí. Los que habían estado implicados en la violación (bien fuera participando o mirando) fueron los últimos. Cuando llegaron a la puerta y ésta se cerró tras ellos, Colón se volvió hacia Arana, el condestable de la flota, y dijo:

—Arrestad a esos hombres, señor. Acuso a Moger y Clavijo de violación y asesinato. Acuso a Triana, Vallejos y Franco de desobedecer las órdenes.

Tal vez si Arana no hubiera vacilado, la pura fuerza de la voz de Colón habría ganado el día. Pero vaciló, y luego pasó unos instantes mirando a ver qué hombres obedecerían sus órdenes.

Eso dio tiempo suficiente a Rodrigo de Triana para recuperarse.

—¡No lo hagáis! —gritó—. ¡No le obedezcáis! Pinzón ya nos ha dicho que volvamos al trabajo. ¿Vais a dejar que este genovés nos azote por un pequeño accidente? —Arrestadlos —dijo Colón.

—Tú, tú y tú —dijo Arana—. Poned a Moger y Clavijo bajo…

—¡No lo hagáis! —gritó Rodrigo de Triana.

—Si Rodrigo de Triana vuelve a invocar un motín —dijo Colón—, os ordeno que lo abatáis de un disparo.

—¡Eso sí que os gustaría, Colón! ¡Así no habría nadie para discutiros haber avistado tierra aquella noche!

—Capitán general —dijo Pinzón tranquilamente—, no hay necesidad de hablar de dispararle a la gente.

—He dado una orden para arrestar a cinco marineros —dijo Colón—. Estoy esperando que se obedezca.

—¡Entonces tendréis una larga espera! —chilló Rodrigo. Pinzón extendió una mano y tocó el brazo de Arana, instándole a retrasarse.

—Capitán general —dijo—, esperemos a que los ánimos se calmen.

Pedro se quedó boquiabierto. Comprobó que Segovia y Gutiérrez estaban tan sorprendidos como él. Pinzón acababa de amotinarse, lo pretendiera o no. Se había interpuesto entre el capitán general y el condestable y había impedido que Arana obedeciera la orden. Estaba allí, cara a cara con Colón, como desafiándole a hacer algo.

Colón simplemente lo ignoró, y se dirigó a Arana.

—Estoy esperando.

Arana se volvió hacia los tres hombres a quienes había llamado antes.

—Haced lo que se os ha ordenado —dijo. Pero ellos no se movieron. Miraron a Pinzón, esperando. Pedro se dio cuenta de que Pinzón dudaba. Probablemente no sabía lo que quería. Enseguida quedó claro, si no lo estaba de antes, que por lo que se refería a los hombres, Pinzón era el comandante de la expedición. Sin embargo, era un buen comandante, y sabía que la disciplina era vital para la supervivencia. También sabía que si pretendía regresar alguna vez a España, no podría hacerlo con un motín en su historial. Al mismo tiempo, si obedecía a Colón, entonces perdería el apoyo de los hombres. Se sentirían traicionados. A sus ojos, se vería disminuido.

Así pues… ¿qué era lo más importante para él? ¿La devoción de los hombres de Palos o la ley del mar?

No hubo forma de saber qué habría elegido Pinzón. Pues Colón no esperó a que se decidiera. En cambio, se volvió hacia Arana.

—Al parecer, Pinzón piensa que es cosa suya decidir si se obedecen o no las órdenes del capitán general. Arana, arrestad a Pinzón por insubordinación y amotinamiento.

Mientras Pinzón vacilaba en cruzar la línea, Colón había reconocido el simple hecho de que ya la había franqueado. Tenía la ley y la justicia de su lado. Pinzón, sin embargo, tenía la simpatía de casi todos los hombres. En cuanto el capitán general dio la orden los hombres rugieron expresando su rechazo, y casi de inmediato se convirtieron en una turba que agarró a Colón y los otros oficiales y los arrastraron hasta el centro de la empalizada.

Por un instante, Pedro y Chipa fueron olvidados. Al parecer, los hombres llevaban tiempo suficiente pensando en amotinarse para saber a quién tenían que reducir. Al propio Colón, por supuesto, y a los oficiales reales. También a Jácome el Rico, el agente financiero; a Juan de la Cosa, porque era vizcaíno, no un hombre de Palos, y por tanto no era de fiar; a Alonso el físico, Lequeitio el artillero y Domingo el tonelero. Pedro se movió sin llamar la atención hacia la puerta de la empalizada. Estaba a unos treinta metros del lugar donde retenían a los oficiales y los hombres leales, pero alguien se daría cuenta cuando abriera la puerta. Cogió a Chipa de la mano y le dijo, en vacilante taino:

—Correremos. Cuando puerta abierta.

Ella le apretó la mano para indicar que comprendía.

Pinzón advirtió de que no le resultaba ventajoso no haber sido retenido con los otros oficiales. A menos que mataran a todos los agentes del rey, alguien testificaría contra él en España.

—Me opongo a esto —dijo en voz alta—. Debéis soltarlos de inmediato.

—Vamos, Martín —gritó Rodrigo—. Os estaba acusando de amotinamiento.

—Pero Rodrigo, no soy culpable de ello —dijo Pinzón, hablando muy claramente, para que todos pudieran oírle—. Me opongo a esta acción. No os permitiré continuar. Tendréis que detenerme también.

Tras un instante, Rodrigo finalmente comprendió.

—Vosotros —dijo, dando órdenes con tanta naturalidad que parecía haber nacido para hacerlo—. Será mejor que apreséis al capitán Pinzón y sus hermanos.

Desde donde estaba, Pedro no pudo ver si Rodrigo hacía un guiño mientras hablaba. Pero no necesitaba hacerlo. Todo el mundo sabía que los Pinzones habían sido apresados porque Martín lo había pedido. Para protegerlo de la acusación de amotinamiento.

—No dañéis a nadie —dijo Pinzón—. Si tenéis alguna esperanza de volver a ver España, no dañéis a nadie.

—¡Iba a azotarme, el mentiroso hijo de puta! —chilló Rodrigo—. ¡Veamos si le gusta el látigo!

Pedro advirtió que si se atrevían a flagelar a Colón, no habría ninguna esperanza para Chipa. Acabaría como Pluma de Loro, a menos que consiguiera sacarla del fuerte y llevarla a la seguridad del bosque.

—Ve-en-la-Oscuridad sabrá qué hacer —susurró Chipa en taino.

—Silencio —dijo Pedro. Entonces renunció a continuar en taino y lo hizo en español—. En cuanto abra la puerta, corre y dirígete a los árboles más cercanos.

Se encaminó hacia la puerta, alzó la pesada barra y la arrojó a un lado.

De inmediato se alzó un grito entre los amotinados.

—¡La puerta! ¡Pedro! ¡Detenedlo! ¡Coged a la niña! ¡No la dejéis llegar a la aldea!

La puerta era pesada y difícil de mover. A Pedro le pareció que transcurría mucho tiempo antes de conseguirlo, aunque sólo fueron segundos. Oyó la descarga de un mosquete, pero ninguna bala impactó cerca: a esa distancia, los mosquetes no eran muy precisos. En cuanto Chipa pudo pasar, lo hizo, y un momento después Pedro la siguió. Pero había hombres persiguiéndolos, y Pedro estaba demasiado asustado para volverse a mirar a qué distancia se encontraban.

Chipa trotó ligera como un corzo y se internó entre los matorrales de la periferia del bosque sin perturbar siquiera las hojas. En comparación, Pedro se sentía como un buey, dando zancadas, las botas resonando, el sudor corriendo bajo sus gruesos ropajes. La espada le chocaba contra el muslo y la pantorrilla. Le pareció oír pasos detrás, cada vez más y más cerca. Finalmente, con un último acelerón, se zambulló entre los matorrales, y las lianas se enredaron en su cara, se aferraron a su cuello, como para obligarle a salir al descubierto.

—Silencio —dijo Chipa—. Quédate quieto y no podrán verte.

Su voz lo calmó. Dejó de debatirse contra las hojas. Entonces descubrió que al moverse despacio era fácil atravesar las enredaderas y finas ramas que le habían estado conteniendo. Siguió a Chipa hasta un árbol que tenía una rama baja en forma de horquilla. Ella se subió con facilidad.

—Regresan a la empalizada —dijo.

—¿No nos sigue nadie? —Pedro se sentía un poco decepcionado—. No deben considerar que importamos.

—Tenemos que encontrar a Ve-en-la-Oscuridad —dijo Chipa.

—No hace falta —dijo una voz de mujer.

Pedro miró frenéticamente a su alrededor, pero no vio nada. Fue Chipa quien la localizó.

—¡Ve-en-la-Oscuridad! —exclamó—. ¡Ya estás aquí!

Entonces Pedro la vio, oscura en las sombras.

—Venid conmigo —dijo—. Este es un momento muy peligroso para Colón.

—¿Podéis detenerlos? —preguntó Pedro.

—Guardad silencio y seguidme —respondió ella.

Pero él sólo pudo seguir a Chipa, pues perdió de vista a Ve-en-la-Oscuridad en el momento en que ésta se movió. Pronto se encontró al pie de un alto árbol. Al mirar hacia arriba, descubrió a Chipa y Ve-en-la-Oscuridad encaramadas en las ramas superiores. Ve-en-la-Oscuridad tenía una especie de extraño mosquete. Pero ¿qué utilidad tenía un arma desde esa distancia?


Diko observó a través de la mirilla de la escopeta tranquilizante. Mientras estuvo ocupada alcanzando a Pedro y Chipa, los amotinados habían desnudado a Cristóforo hasta la cintura y lo habían atado al poste de la esquina de una de las cabañas. Moger se preparaba a descargar el látigo.

¿Quiénes eran los que dirigían en su furia a la multitud? Rodrigo de Triana, naturalmente, y Moger y Clavijo. ¿Alguien más?

Tras ella, agarrada a otra rama, Chipa habló en voz baja:

—Si estabas aquí, Ve-en-la-Oscuridad, ¿por qué no ayudaste a Pluma de Loro?

—Estaba vigilando la empalizada —dijo Diko—. No supe que pasaba algo malo hasta que vi a Pez Muerto entrar corriendo. Pero te equivocaste. Pluma de Loro no está muerta.

—No se oía su corazón.

—Era muy débil. Pero después de que todos los hombres blancos se marcharan, le di algo que la ayudará. Y envié a Pez Muerto en busca de las mujeres de la aldea.

—Si yo no hubiera dicho que estaba muerta, entonces todo esto no…

—Iba a suceder, de un modo u otro. Por eso estaba yo aquí, esperando.

Incluso sin la mirilla, Chipa pudo ver que estaban flagelando a Colón.

—Lo están azotando.

—Calla.

Diko apuntó con cuidado a Rodrigo y apretó el gatillo. Hubo un chasquidito. Rodrigo se encogió de hombros. Diko volvió a apuntar, esta vez a Clavijo. Otro chasquido. Clavijo se rascó la cabeza. Apuntar a Moger fue más difícil, porque se movía mucho mientras descargaba el látigo. Pero cuando Diko disparó, acertó también. Moger se detuvo y se rascó el cuello.

Disparar aquellos diminutos misiles guiados por láser que golpeaban y desaparecían inmediatamente, dejando un dardo tan pequeño como una aguijón de abeja, era para ella un arma de último recurso. La droga sólo tardaba segundos en llegar al cerebro, disminuyendo rápidamente la agresividad, volviéndolos pasivos e indiferentes. No mataría a nadie pero con la súbita pérdida de interés de los líderes, el resto de la turba se enfriaría.

Cristóforo nunca había sido azotado así antes, ni siquiera cuando era niño. Dolía más que ningún otro dolor físico que hubiera experimentado jamás. Y sin embargo el dolor era mucho menor de lo que había temido, porque descubrió que podía soportarlo. Gruñía involuntariamente con cada golpe, pero el dolor no era suficiente para domeñar su orgullo. No verían al capitán general suplicar piedad o llorar bajo el látigo. Recordarían cómo soportó su traición.

Para su sorpresa, los azotes terminaron después de sólo media docena de latigazos.

—Oh, ya es suficiente —dijo Moger.

Era casi increíble. Su ira era inmensa momentos antes, y gritaba sobre cómo Colón le había llamado asesino y que vería cómo era cuando Moger intentaba de verdad lastimar a alguien.

—Soltadlo —dijo Rodrigo. También él parecía más tranquilo. Casi aburrido. Era como si el odio en ellos se hubiera agotado de repente.

—Lo siento, mi señor —susurró Andrés Yévenes mientras desataba los nudos de sus manos—. Tenían las armas. ¿Qué podríamos haber hecho los grumetes?

—Sé quiénes son los hombres leales —susurró Cristóforo.

—¿Qué haces, Yévenes, decirle lo buen chico que eres? —demandó Clavijo.

—Sí —respondió Yévenes, desafiante—. No estoy con vosotros.

—Como si le importara a alguien —dijo Rodrigo.

Cristóforo no podía creer cómo había cambiado el de Triana. Parecía desinteresado. En ese aspecto, también Moger y Clavijo tenían la misma expresión aturdida en el rostro. Clavijo no paraba de rascarse la cabeza.

—Moger, vigílalo —dijo Rodrigo—. Tú también, Clavijo. Sois quienes más tenéis que perder si se escapa. Y vosotros, meted al resto en la cabaña de Segovia.

Obedecieron, pero todo el mundo se movía más despacio, y la mayoría de los hombres parecían hoscos o pensativos. Sin el fuego de la ira de Rodrigo para impulsarlos, muchos de ellos se lo estaban pensando mejor. ¿Qué les sucedería cuando regresaran a Palos?

Sólo en ese momento advirtió Colón cuánto le había lastimado la flagelación. Cuando trató de dar un paso, descubrió que estaba mareado por la pérdida de sangre. Se tambaleó. Oyó a varios hombres jadear y algunos murmullos. «Soy demasiado viejo para esto —pensó—. Si tenían que azotarme, debería haber sido cuando era más joven.»

Dentro de la cabaña, Cristóforo soportó el dolor mientras el maestre Juan le ponía una desagradable pócima, y luego le cubría la espalda con una tela liviana.

—Tratad de no moveros mucho —dijo Juan, como si hiciera falta—. La tela mantendrá alejadas a las moscas, así que dejadla ahí.

Cristóforo pensó en lo que había sucedido. «Pretendían matarme. Estaban llenos de ira. Y entonces, de repente, dejaron de interesarse por hacerme daño. ¿Qué podía haber causado eso, sino el Espíritu de Dios que ablandaba sus corazones? El Señor me vigila, en efecto. No quiere que muera todavía.»

Moviéndose despacio, suavemente, para no perturbar la tela o causar mucho dolor, Cristóforo se persignó y rezó. «¿Puedo todavía cumplir la misión que me encomendasteis, Señor? ¿Incluso después de la violación de una niña? ¿Incluso después de este motín?»

Las palabras acudieron a su mente tan claramente como si estuviera oyendo la voz de la mujer: «Una calamidad tras otra. Hasta que aprendas lo que es humildad.»

¿Qué humildad era ésa? ¿Qué era lo que supuestamente tenía que aprender?


Más tarde, varios tainos de la aldea de Guacanagarí se abrieron paso a través de la empalizada (¿de verdad pensaban los blancos que un puñado de palos iban a ser una barrera para unos hombres acostumbrados a encaramarse a los árboles desde la infancia?) y pronto uno de ellos regresó para hacer su informe. Diko le esperaba junto a Guacanagarí.

—Los hombres que lo vigilan están dormidos.

—Les di un poco de veneno para que así fuera —dijo Diko.

Guacanagarí se la quedó mirando.

—No veo por qué nada de esto deba ser asunto tuyo.

Ninguno de los otros compartía la actitud del cacique hacia la mujer-hechicera negra de la aldea de Ankuash. La temían, y no dudaban de que podía envenenar a todo el que quisiera, en cualquier momento.

—Guacanagarí, comparto tu ira —dijo Diko—. Tu aldea y tú no habéis hecho más que el bien a estos hombres blancos, y mirad cómo os han tratado. Peor que a perros. Pero no todos los hombres blancos son así. El cacique blanco trató de castigar a los que violaron a Pluma de Loro. Por eso los malvados entre ellos le han quitado el poder y le han dado esa paliza.

—Así que no era un gran cacique después de todo —dijo Guacanagarí.

—Es un gran hombre. Chipa y este joven, Pedro, lo conocen mejor que nadie excepto yo.

—¿Por qué debería creer a este muchacho blanco y a esta niña mentirosa? —demandó Guacanagarí.

Para sorpresa de Diko, Pedro había aprendido suficiente taino para poder intervenir, y dijo claramente:

—Porque lo hemos visto con nuestros propios ojos, y tu no.

Todo el consejo de guerra taino, reunido en el bosque a la vista de la empalizada, se sorprendió por el hecho de que Pedro entendiera y hablara su lengua. Diko advirtió que estaban sorprendidos porque no mostraron ninguna expresión en el rostro y esperaron en silencio hasta poder hablar con calma. Su respuesta controlada y aparentemente impasible le recordó a Hunahpu, y por un momento sintió un terrible retortijón de pena por haberlo perdido. «Hace años —se dijo—. Fue hace años, y ya he llorado lo que tenía que llorar. He superado todo sentimiento de pesar.»

—El veneno se agotará —dijo—. Los malvados que hay entre ellos recordarán su furia.

—Nosotros también recordaremos la nuestra —contestó uno de los jóvenes de Guacanagarí.

—Si matáis a todos los hombres blancos, incluso aquellos que no os han hecho ningún daño, seréis tan malos como ellos. Os prometo que si matáis por matar, lo lamentaréis.

Lo dijo con tranquilidad, pero la amenaza en sus palabras era real: observó que todos lo consideraban cuidadosamente. Sabían que tenía grandes poderes, y ninguno sería lo bastante intrépido para desafiarla abiertamente.

—¿Te atreves a prohibirnos que seamos hombres? ¿Nos prohibirás proteger nuestra aldea? —preguntó Guacanagarí.

—Nunca os prohibiría hacer nada. Sólo os pido que esperéis y observéis un poco más. Pronto los hombres blancos empezarán a dejar la empalizada. Creo que primero habrá hombres leales tratando de salvar a su cacique. Luego los otros hombres buenos que no quieren dañar a tu pueblo. Debes dejarlos que encuentren el camino de la montaña que conduce hasta mí. Te pido que no les hagas daño. Si vienen a mí, por favor deja que lleguen.

—¿Aunque te busquen para matarte? —preguntó Guacanagarí. Era una pregunta capciosa, que le dejaba abierta la posibilidad de matar a quien se le antojara, con la excusa de que lo hacía para proteger a Ve-en-la-Oscuridad.

—Puedo protegerme sola —dijo Ve-en-la-Oscuridad—. Si suben la montaña, te pido que no los ataques ni los lastimes de ninguna forma. Sabréis cuándo los únicos que queden son los malvados. Todos lo tendréis claro, no sólo uno o dos. Cuando llegue ese día, podréis actuar como actúan los hombres. Pero incluso así, si alguno de ellos escapa y se dirige a la montaña, te pido que los dejes ir.

—A los que violaron a Pluma de Loro no —dijo de inmediato Pez Muerto—. A ellos nunca, no importa hacia dónde corran.

—Estoy de acuerdo —concedió Diko—. No hay refugio para ellos.


Cristóforo despertó en la oscuridad. Había voces ante su tienda. No entendía las palabras, pero tampoco le importaba. Por fin comprendía. Todo se le había aclarado mientras dormitaba. En vez de soñar con su propio sufrimiento, había soñado con la muchacha que habían violado y asesinado. En su sueño vio las caras de Moger y Clavijo como ella debió verlas, llenas de lujuria, burla y odio. En su sueño, les suplicaba que no le hicieran daño. En su sueño, les decía que era sólo una niña. Pero nada los detenía. No tenían piedad.

«Ésos son los hombres que he traído a este lugar —pensó Cristóforo—. Y sin embargo los consideré cristianos. Y a los amables indios los llamé salvajes. Ve-en-la-Oscuridad no dijo más que la pura verdad. Estas gentes son los hijos de Dios, esperando sólo que se les enseñe y se les bautice para ser cristianos. Algunos de mis hombres son dignos de ser cristianos junto con ellos. Pedro ha sido mi ejemplo todo este tiempo. Aprendió a ver el corazón de Chipa cuando todo lo que yo o los demás podíamos ver era su piel, la fealdad de su rostro, sus extrañas costumbres. Si yo hubiera sido como Pedro en mi corazón, habría creído a Ve-en-la-Oscuridad, y por eso no habría tenido que sufrir todas estas últimas calamidades: la pérdida de la Pinta, el motín, esta flagelación. Y la peor calamidad de todas: mi vergüenza por haber negado la palabra de Dios porque no me envió el tipo de mensajero que esperaba.»

La puerta se abrió y luego volvió a cerrarse rápidamente. Unos pasos sigiliosos se acercaron a él.

—Si venís a matarme —dijo Cristóforo—, sed lo bastante hombre para permitirme ver el rostro de mi asesino.

—Silencio, por favor, mi señor —dijo la voz—. Algunos de nosotros hemos tenido una reunión. Os liberaremos y os sacaremos de la empalizada. Y luego combatiremos a esos malditos amotinados y…

—No. Nada de luchas, nada de derramamiento de sangre.

—¿Qué, entonces? ¿Dejar que esos hombres nos gobiernen?

—La aldea de Ankuash, montaña arriba —dijo Cristóforo—. Iré allí. Lo mismo deben hacer todos los hombres leales. Escapad en silencio, sin pelea. Seguid arroyo arriba hasta la montaña… hasta Ankuash. Ése es el lugar que Dios ha preparado para nosotros.

—Pero los amotinados construirán la nao…

—¿Creéis que serán capaces alguna vez? —preguntó Colón, despectivo—. Se mirarán a los ojos, y luego desviarán la mirada, porque sabrán que no pueden confiar uno en otro.

—Eso es cierto, mi señor. Algunos de ellos murmuran ya que a Pinzón le interesaba sólo asegurarse de que supierais que no se había amotinado. Algunos de ellos recordaron cómo el turco lo acusó de haberle ayudado.

—Una acusación estúpida.

—Pinzón escucha cuando Moger y Clavijo hablan de asesinaros, pero no dice nada. Y Rodrigo va por ahí maldiciendo y jurando porque no os mató esta tarde. Tenemos que sacaros de aquí.

—Ayudadme a ponerme en pie.

El dolor fue fuerte, y pudo sentir que las frágiles cicatrices de una de las heridas se abrían. La sangre le corría por la espalda. Pero era algo que no podía evitarse.

—¿Cuántos de vosotros hay? —preguntó Cristóforo.

—La mayoría de los grumetes están con vos. Todos se sintieron avergonzados por Pinzón. Algunos de los oficiales hablan de renegociar con los amotinados, y Segovia parlamentó con Pinzón durante largo rato, así que tal vez está intentando llegar a algún tipo de compromiso. Probablemente quiere poner a Pinzón al mando…

—Basta —dijo Cristóforo—. Todo el mundo está asustado, todo el mundo está haciendo lo que cree mejor. Decidle esto a vuestros amigos: yo sabré quiénes son los hombres leales, porque ellos llegarán montaña arriba hasta Ankuash. Estaré allí, con la mujer Ve-en-la-Oscuridad.

—¿La bruja negra?

—Hay más de Dios en ella que en la mitad de los supuestos cristianos de este lugar. Decidles a todos ellos… si algún hombre desea regresar a España conmigo como testigo de su lealtad, que escape de aquí y se reúna conmigo en Ankuash.

Cristóforo se había levantado, y se había puesto sus calzas y una camisa ancha sobre la espalda. No podía soportar más ropas, y en la cálida noche no sufriría por ir tan ligeramente vestido.

—Mi espada —dijo.

—¿Podéis llevarla?

—Soy capitán general de esta expedición. Tendré mi espada. Y que se sepa: quien me traiga mis cuadernos de a bordo y mis cartas será recompensado más allá de sus sueños cuando regresemos a España.

El hombre abrió la puerta y los dos se asomaron con cuidado para ver si había alguien vigilando. Finalmente vieron a un hombre (Andrés Yévenes, por su esbelto cuerpo juvenil) que les hacía señas para que avanzaran. Sólo entonces tuvo Cristóforo una oportunidad para ver quién había venido a por él. Era el vizcaíno, Juan de la Cosa. El hombre cuya cobarde desobediencia había conducido a la pérdida de la Santa Marta.

—Os habéis redimido esta noche, Juan.

De la Cosa se encogió de hombros.

—Nosotros los vizcaínos… nunca se sabe qué vamos a hacer.

Apoyado en De la Cosa, Cristóforo se movió lo más rápido que pudo para cruzar la zona despejada hasta la pared de la empalizada. En la distancia, pudo oír los cánticos y risotadas de los marineros borrachos. Por eso le habían vigilado tan mal.

Andrés y Juan estaban acompañados por varias personas más, todos grumetes menos Escobedo, el oficial, que llevaba un cofre pequeño.

—Mi diario —dijo Cristóforo.

—Y vuestras cartas.

De la Cosa le sonrió.

—¿Debo contarle lo de la recompensa que prometisteis, o lo haréis vos, mi señor?

—¿Quiénes de vosotros vais a venir conmigo? —preguntó Cristóforo.

Ellos se miraron unos a otros, sorprendidos.

—Pensábamos ayudaros a franquear la muralla —dijo De la Cosa—. Aparte de eso…

—Sabrán que no pude hacerlo solo. La mayoría de vosotros debería acompañarme ahora. De esa forma no empezarán a hacer indagaciones y a acusar a la gente de haberme ayudado. Pensarán que todos mis amigos se marcharon conmigo.

—Yo me quedaré —dijo De la Cosa—, para contarle a la gente las cosas que me dijisteis. Los demás, marchad.

Ayudaron a Cristóforo a subir la empalizada. Él soportó el dolor y aterrizó en el otro lado.

Casi de inmediato se encontró cara a cara con uno de los tainos. Pez Muerto, si sabía distinguir a un indio de otro a la luz de la luna. Pez Muerto cubrió con su mano la boca de Colón. «Silencio, decía.»

Los otros rebasaron la muralla con más facilidad que Cristóforo. El único problema lo planteó el cofre que contenía los diarios y cartas, pero al final acabaron por lanzarlo por lo alto, y después llegó Escobedo.

—Estamos todos —dijo—. El vizcaíno ya ha vuelto a la fiesta antes de que lo echen en falta.

—Temo por su vida —dijo Cristóforo.

—Él temía mucho más por la vuestra.

Todos los tainos llevaban armas, pero no las blandían ni parecían amenazadores. Y cuando Pez Muerto cogió a Colón de la mano, el capitán general le siguió hacia el bosque.

Diko retiró con mucho cuidado los vendajes. La cura iba bien.

Pensó con tristeza en las pequeñas cantidades de antibiótico que le quedaban. Oh, bueno. Había tenido suficiente para esto, y con suerte no necesitaría más.

Los ojos de Cristóforo se movieron.

—Así que no vas a dormir eternamente después de todo —dijo Diko.

Los ojos se abrieron, y Colón trató de levantarse. Cayó de inmediato.

—Todavía estás débil. Los azotes fueron bastante malos, pero el viaje montaña arriba tampoco te hizo ningún bien. Ya no eres joven.

Él asintió débilmente.

—Vuelve a dormir. Mañana te sentirás mucho mejor.

Él sacudió la cabeza.

—Ve-en-la-Oscuridad…

—Puedes decírmelo mañana.

—Lo siento.

—Mañana.

—Eres una hija de Dios —dijo él. Le resultaba difícil hablar, encontrar aire, formar las palabras. Pero las formó—. Eres mi hermana. Eres cristiana.

—Mañana.

—No me importa el oro.

—Lo sé.

—Creo que has venido a mí enviada por Dios.

—He venido a ayudarte a hacer verdaderos cristianos de esta gente. Empezando por mí. Mañana empezarás a enseñarme la doctrina de Cristo, para que yo pueda ser la primera en ser bautizada en esta tierra.

—Entonces, por eso estoy aquí —murmuró él.

Ella le acarició el pelo, los hombros, la mejilla. Cuando volvía a hundirse en el sueño, le respondió con las mismas palabras.

—Por eso estoy aquí.

Pocos días después, los oficiales reales y varios hombres leales más encontraron el camino hasta Ankuash. Cristóforo, que ya era capaz de mantenerse en pie y caminar un poco cada día, puso a sus hombres a trabajar de inmediato, ayudando a los aldeanos con su labor, enseñándoles español y aprendiendo taino mientras lo hacían. Los grumetes aceptaron con bastante naturalidad este humilde trabajo. A los oficiales reales les resultó mucho más difícil tragarse su orgullo y trabajar junto con los aldeanos. Pero no había ninguna obligación. Cuando se negaban a ayudar, simplemente eran ignorados, hasta que por fin advirtieron que en Ankuash las viejas reglas jerárquicas ya no se aplicaban. Si no ayudabas, no importabas. Todos eran hombres que estaban decididos a importar. Escobedo fue el primero en olvidar su rango, y Segovia el último, pero eso era de esperar. Cuando más pesada era la carga del oficio, más difícil era soltarla.

Los mensajeros del valle traían noticias. Tras la marcha de los oficiales reales, Pinzón había aceptado el mando de la empalizada, pero el trabajo en la nueva nao pronto se detuvo, y se hablaba de que había peleas entre los españoles. Más hombres escaparon y llegaron a la montaña. Finalmente, estalló una refriega. Los disparos se oyeron desde Ankuash.

Esa noche llegó una docena de hombres a la aldea. Entre ellos se encontraba el propio Pinzón, herido en una pierna y llorando porque su hermano Vicente, capitán de la Niña, había muerto. Cuando su herida terminó de ser atendida, insistió en suplicar públicamente perdón al capitán general, cosa que Cristóforo concedió de buena gana.

Eliminada la última resistencia, las dos docenas de hombres que quedaban en el fuerte se aventuraron a salir para capturar algunos tainos, para convertirlos en esclavos o prostitutas. Fracasaron, pero dos tainos y un español murieron en la pelea. Guacanagarí envió a Diko un mensajero.

—Ahora los mataremos —dijo el mensajero—. Sólo quedan los malvados.

—Le dije a Guacanagarí que cuando llegara el momento estaría claro. Pero porque esperaste, sólo serán unos pocos, y los derrotarás fácilmente.

Los amotinados restantes que dormían confiados en la seguridad de su empalizada despertaron por la mañana y encontraron a sus guardianes muertos y el fuerte lleno de tainos armados y furiosos. Descubrieron que la amabilidad de los tainos era sólo una faceta de su carácter.

Cuando llegó el solsticio de verano de 1493, todo el pueblo de Ankuash había sido bautizado y se permitió a los españoles que habían aprendido suficiente taino para comunicarse bien que empezaran a cortejar a las mujeres de Ankuash o de otras aldeas. Igual que los españoles aprendían las costumbres tainas, también los aldeanos aprendían de los españoles.

—Están olvidándose de ser españoles —se quejó Segovia a Colón un día.

—Pero los tainos también se están olvidando de ser tainos —replicó Cristóforo—. Se están convirtiendo en algo nuevo, algo que el mundo ha visto rara vez antes.

—¿Y qué es eso? —demandó Segovia.

—No estoy seguro. Cristianos, creo.

Mientras tanto, Cristóforo y Ve-en-la-Oscuridad hablaban muchas horas cada día. Gradualmente él empezó a comprender que a pesar de todos los secretos que Diko conocía y todos los extraños poderes que parecía tener, no era un ángel ni ninguna otra clase de ser sobrehumano. Era una mujer, todavía joven, pero con mucho dolor y sabiduría en los ojos. Era una mujer y era su amiga. ¿Por qué debería sorprenderle eso? Era siempre gracias al amor de mujeres fuertes por lo que había encontrado las alegrías de su vida.

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