2 ESCLAVOS

Aunque Tagiri no retrocedió personalmente en el tiempo, sí es cierto que fue ella quien dejó aislado a Cristóbal Colón en la isla de La Española y cambió para siempre el rostro de la historia. Pese a que nació siete siglos después del viaje de Colón y nunca salió de su continente natal de África, encontró un medio de volver atrás y sabotear la conquista europea de América. No fue un acto de malicia. Algunos dijeron que fue como corregir una dolorosa hernia en un niño con lesión cerebral: en el fondo, el niño seguiría estando severamente limitado, pero no sufriría tanto. Pero Tagiri lo veía de otra manera.

—La historia no es preludio —dijo en una ocasión—. El sufrimiento de la gente en el pasado no se justifica porque todo hubiera acabado lo suficientemente bien cuando nosotros aparecimos. Su sufrimiento cuenta tanto como nuestra paz y felicidad. Nos asomamos a nuestras ventanas doradas y sentimos pena por las escenas de sangre y muerte, de plagas y hambrunas que se desarrollan en las inmediaciones. Cuando creíamos que era imposible retroceder en el tiempo y hacer cambios podíamos tener excusas para derramar una lágrima por ellos y continuar con nuestras felices vidas. Pero ahora que sabemos que está en nuestro poder ayudarlos, si nos darnos la vuelta y dejamos que su sufrimiento continúe, nuestra época no será una edad dorada, y nuestra felicidad quedará envenenada. La buena gente no deja que los demás sufran sin necesidad.

Lo que pedía era difícil, pero algunos estaban de acuerdo con ella. No muchos, pero los suficientes.

Nada en su familia, sus raíces o su educación indicaba que, un día, al deshacer un mundo, crearía otro. Como la mayor parte de los jóvenes que se unían a Vigilancia del Pasado, el primer uso que Tagiri dio al tempovisor fue seguir a su propia familia hacia atrás, generación a generación. Era vagamente consciente de que, como novicia, sería observada durante su primer año. ¿Pero no le habían dicho que mientras aprendía a controlar y sintonizar la máquina («es un arte, no una ciencia») podría explorar todo lo que quisiera? No le habría molestado saber que sus superiores menearon afirmativamente la cabeza cuando quedó claro que estaba siguiendo su línea materna hacia atrás, hacia la aldea Dongotona a orillas del río Koss. Aunque era de razas mezcladas, como cualquier otra persona en el mundo de su época, había escogido el linaje que más le importaba, del que derivaba su identidad. Dongotona era el nombre de su tribu y el del país montañoso donde vivía, y la aldea de Ikoto era el antiguo hogar de sus antepasados.

Era difícil aprender a usar el tempovisor. Aunque la ayuda por ordenador era extraordinaria, de forma que llegar al lugar y tiempo exacto deseados era preciso y se producía en cuestión de minutos, no había aún ninguna máquina capaz de superar lo que los vigilantes del pasado llamaban «problema significante». Tagiri escogía un punto de observación en la aldea, cerca del camino principal que serpenteaba entre las casas, y establecía un marco temporal, por ejemplo una semana. El ordenador escrutaba el paso humano y grababa todo lo que sucedía dentro de la cobertura del punto de observación.

Todo esto requería solamente minutos… y enormes cantidades de electricidad, pero se hallaban en los albores del siglo veintitrés y la energía solar era barata. Lo que consumió las primeras semanas de Tagiri fue sortear las conversaciones vacías, los acontecimientos sin significado. No es que parecieran vacíos o carentes de importancia al principio. Cuando empezó, Tagiri escuchaba cualquier conversación y se quedaba embelesada. ¡Eran personas reales, de su propio pasado!

Algunos de ellos sin duda eran antepasados suyos, y tarde o temprano averiguaría cuáles eran. Mientras tanto, le encantaba todo… las muchachas flirteando, los ancianos quejándose, las mujeres cansadas pegando a niños malcriados. ¡Oh, aquellos niños! Aquellos niños hambrientos llenos de vida y cubiertos de hongos, demasiado jóvenes para saber que eran pobres y demasiado pobres para saber que no todos en el mundo se levantaban con hambre por la mañana y se acostaban igual por la noche. ¡Eran tan vitales, tan despiertos!

En unas pocas semanas, Tagiri se topó con el problema significante. Después de observar a unas docenas de muchachas tonteando, sabía que todas las chicas de Ikoto tonteaban más o menos de la misma forma. Después de observar unas pocas docenas de castigos, amenazas, peleas y caricias entre los niños, se dio cuenta de que había visto todas las variantes de castigos, amenazas, peleas y caricias que podría ver. Aún no se había encontrado ningún medio para que los ordenadores de Tempovisión reconocieran la conducta humana inusitada e impredecible. Ya había sido bastante difícil programarlos para que reconocieran el movimiento humano; en los primeros días, los vigilantes del pasado habían tenido que observar interminables paisajes y bandadas de aves y grupos de lagartos y ratones antes de poder ver unas cuantas interacciones humanas.

Tagiri encontró su propia solución: una solución minoritaria, pero los que la observaban no se sorprendieron de que fuera una de las que emprendían esta ruta. Donde la mayoría de los vigilantes del pasado recurrían a aproximaciones estadísticas en su investigación, llevando la cuenta de distintas conductas y escribiendo luego trabajos sobre pautas culturales, Tagiri tomó el camino contrario, y empezó por seguir a un individuo desde el principio hasta el final de su vida. No buscaba pautas, sino historias.

Ah —dijeron sus observadores—. Será una biógrafa, son sus vidas, no sus culturas, lo que estudiará para nosotros.

Entonces su investigación dio un giro que sus superiores solo habían visto en contadas ocasiones anteriormente. Tagiri ya había retrocedido seis generaciones en la familia de su madre cuando abandonó su estrategia biográfica y, en vez de seguir a cada persona desde el nacimiento hasta la muerte, empezó a seguir a mujeres concretas hacia atrás, desde la muerte hasta el nacimiento.

Tagiri empezó a hacer esto con una anciana llamada Amami, estableciendo su tempovisor para que mantuviera puntos de observación cambiantes que siguieran a Amami atrás en el tiempo. Eso significaba que excepto cuando interrumpía su programa, Tagiri era incapaz de encontrar sentido a las conversaciones de la mujer. Y en vez de causa y efecto desplegándose en la pauta lineal normal, buscaba constantemente el efecto primero, y luego descubría la causa. En su vejez Ama-mi caminaba con una pronunciada cojera; sólo después de seguirla hacia atrás en el tiempo descubrió Tagiri el origen de la cojera, cuando una Amami mucho más joven yacía sangrando en su camastro. Después pareció arrastrarse hacia atrás apartándose del camastro hasta que se desencogió y se puso en pie para enfrentarse a su marido, que parecía apartar bruscamente su bastón de su cuerpo una y otra vez.

¿Y por qué la había golpeado? Unos cuantos minutos de retroceso le dieron la respuesta: Amami había sido violada por dos fornidos hombres de la cercana aldea de Lotuko cuando iba a por agua. Pero su marido no podía aceptar la idea de que se tratara de una violación, pues eso habría significado que era incapaz de proteger a su esposa; eso habría requerido que él emprendiera algún tipo de venganza, lo que habría puesto en peligro la frágil paz entre Lotuko y Dongotona en el valle del Koss. Así que, por el bien de su tribu y para proteger su propio ego, tuvo que interpretar la historia de su llorosa esposa como mentira y asumir que de hecho se había comportado como una prostituta. La golpeaba para que le entregara el dinero que había cobrado, aunque para Tagiri estaba claro que sabía que no había ningún dinero, que su amada esposa no era ninguna prostituta, que de hecho estaba siendo injusto. El obvio sentido de la vergüenza del marido por lo que hacía no parecía suavizar las cosas para ella. Era más brutal que ningún otro hombre que Tagiri hubiera visto en la aldea… innecesariamente, y continuó golpeándola con el bastón hasta mucho después de que ella gritara y suplicara y confesara todos los pecados jamás cometidos en el mundo. Como la castigaba no porque creyera en la justicia de su acción sino para así convencer a los vecinos de que creía que su esposa se lo merecía, se le fue la mano. Se le fue la mano, y luego tuvo que ver a Amami cojeando durante el resto de su vida.

Si alguna vez pidió perdón, o lo dio a entender siquiera, fue algo que Tagiri no llegó a ver. Había hecho lo que un hombre tenía que hacer para mantener su reputación en Ikoto. ¿Cómo iba a lamentar eso? Amami podía cojear, pero tenía un marido honorable cuyo prestigio no había menguado un ápice. No importaba que incluso la semana anterior a la muerte de Amami, algunos de los niños pequeños de la aldea todavía la siguieran, burlándose de ella con las palabras que habían aprendido de la hornada anterior de niños:

—¡Puta de Lotuko!

Cuanto más empezaba Tagiri a preocuparse e identificarse con la gente de Ikoto, más comenzaba a vivir en el flujo temporal de atrás hacia adelante. Cuando contemplaba las acciones de otras personas, dentro y fuera del tempovisor, en vez de esperar a ver los resultados de las acciones, esperaba ver las causas. Para ella el mundo no era un futuro potencial esperando su manipulación; para ella, era un conjunto irrevocable de resultados, y todo lo que podía encontrarse eran las causas irrevocables que conducían al momento presente.

Sus superiores advirtieron esto con gran curiosidad, pues aquellos novicios que habían experimentado con el flujo temporal hacia atrás en el pasado normalmente renunciaban muy pronto a seguir, ya que resultaba sumamente desorientador. Pero Tagiri no renunció. Volvía atrás y atrás en el tiempo, recorriendo la vida de las ancianas hasta el vientre de sus madres, y luego siguiendo a éstas, una y otra vez, encontrando la causa de todo.

Por ello se permitió que su período de noviciado se extendiera más allá de aquellos inseguros meses cuando aún adquiría soltura en el manejo del tempovisor y encontraba su camino en el problema significante. En vez de darle una misión en alguno de los proyectos en curso, le permitieron continuar explorando su propio pasado. No dejaba de ser una decisión muy práctica, naturalmente, pues al ser una buscadora de historias en vez de una buscadora de pautas no encajaba en ninguno de los proyectos en marcha. A los buscadores de historias normalmente se les permitía seguir sus propios deseos. Sin embargo, la continuada observación hacia atrás de Tagiri la convertía no en una novicia inusitada, sino única. Sus superiores sentían curiosidad por ver adonde la conduciría su trabajo y qué escribiría.

No eran como Tagiri. Ella se habría observado a sí misma para descubrir, no adonde la llevaría su peculiar investigación, sino de dónde procedía.

Si se lo hubieran preguntado, habría pensado un instante y se lo habría dicho, pues era y siempre había sido extraordinariamente consciente de sí misma. «Fue el divorcio de mis padres», habría dicho. Le habían parecido perfectamente felices toda su vida; entonces, cuando Tagiri cumplió catorce años, se enteró de que iban a divorciarse y, de repente, toda aquella infancia idílica resultó ser una mentira, pues sus padres habían estado fingiendo todos aquellos años en una terrible y sañuda competición por la supremacía en el hogar. Había sido invisible para Tagiri porque sus padres ocultaban su perniciosa competitividad incluso el uno al otro, incluso a sí mismos, pero cuando nombraron al padre jefe de la Restauración de Sudán, lo que suponía situarlo dos niveles por encima de la madre en la misma organización, el odio por los logros mutuos emergió finalmente, desnudo y brutal.

Sólo entonces pudo Tagiri pensar en las crípticas conversaciones mantenidas durante los desayunos o las cenas, cuando sus padres se felicitaban mutuamente por diversos éxitos. En ese momento, perdida la ingenuidad, Tagiri recordaba sus palabras y advertía que habían estado clavando cuchillos en el orgullo del otro. Y así, en la cúspide de su infancia, súbitamente volvió a experimentar toda su vida hasta entonces, sólo que en sentido inverso, con el resultado claro en su mente, pensando hacia atrás y hacia atrás, descubriendo las auténticas causas de todo. Así había sido su vida desde entonces, mucho antes de que pensara en usar sus títulos universitarios de etnología y lenguas muertas para ingresar en Vigilancia del Pasado.

No le preguntaron por qué su flujo temporal corría hacia atrás, y ella no se lo dijo. Aunque se sentía vagamente incómoda porque aún no le habían encomendado ninguna misión, Tagiri también se alegraba, pues estaba jugando al juego más grande de su vida, resolviendo rompecabezas tras rompecabezas. ¿No se había casado muy mayor la hija de Ama-mi? ¿Y no se había casado a su vez la hija de ésta demasiado joven y con un hombre que era mucho más testarudo y egoísta que el amable pero complaciente esposo de su madre? Cada mujer rechazaba las decisiones de la generación anterior, sin comprender nunca los motivos que regían la vida de su madre. Felicidad para una generación, miseria para la siguiente. Todo se remontaba hasta una violación y una paliza injusta a una mujer triste. Tagiri había oído cada una de las reverberaciones antes de dar por fin con la campana; había sentido todas las olas antes de acabar por descubrir la piedra lanzada a la laguna. Igual que había hecho en su propia infancia.

Todos los signos indicaban que seguiría una carrera extraña e intrigante. A su expediente personal le adjudicaron el raro status de una etiqueta plateada, lo que indicaba a cualquiera que tuviera autoridad para reasignarla que la dejaran en paz o la animaran a continuar con lo que estuviera haciendo. Mientras tanto, sin que ella lo supiera, se le asignaría un monitor permanente para seguir todo su trabajo. De este modo, si se daba el caso (como a veces sucedía con los extraños) de que nunca publicara, tras su muerte podría hacerse un informe sobre el trabajo de su vida, por si tenía algún valor. Sólo cinco personas tenían una etiqueta plateada en sus expedientes cuando Tagiri consiguió este estatus. Y Tagiri era la más extraña de todas.


Su vida podría haber continuado de esa forma, pues no permitía que nada externo interfiriera en el camino que ella seguía de modo natural. Pero al segundo año de su investigación personal, se topó con un acontecimiento en la aldea de Ikoto que la apartó de un sendero y la lanzó a otro, con consecuencias que cambiarían el mundo. Retrocedía a través de la vida de una mujer llamada Diko. Más que ninguna otra mujer que hubiera estudiado, Diko se había ganado el corazón de Tagiri pues, yendo hacia atrás desde el día de su muerte, había percibido en ella un aire de tristeza que la hacía parecer una figura de tragedia. Los que la rodeaban lo sentían también: la trataban con gran reverencia y a menudo le pedían consejo, incluso los hombres, aunque no era una de las profetisas y no ejecutaba más ritos sacerdotales que cualquier otro dongotona.

La tristeza permanecía, año a año, retrocediendo hasta su época de joven esposa, hasta que por fin dio paso a otra cosa: miedo, ira, incluso llanto. «Estoy cerca —pensó Tagiri—. Descubriré el dolor en la raíz de su tristeza.» ¿Se trataba también de alguna acción de su esposo? Resultaba difícil de creer, pues contrariamente al marido de Amami, el de Diko era un hombre amable y tranquilo, que disfrutaba de la posición de respeto que su esposa ostentaba en la aldea y nunca parecía buscar ningún honor para sí. No era un hombre orgulloso ni brutal. Y parecían, en sus momentos más íntimos, estar verdaderamente enamorados. Fuera lo que fuese lo que causó la tristeza de Diko, su marido era un consuelo para ella.

Entonces la ira de Diko se desvaneció y sólo quedó miedo. Toda la aldea se puso patas arriba, buscando, recorriendo los matorrales, el bosque y las orillas de los ríos en busca de algo que habían perdido. Alguien, más bien, pues no había posesiones entre los dongotonas que mereciera la pena buscar con tanto ahínco, si se perdían… Sólo los seres humanos tenían tanto valor, pues sólo ellos eran irreemplazables.

Y entonces, de repente, la búsqueda se desinició y por primera vez Tagiri pudo ver a Diko tal como podría haber sido: sonriente, riendo, cantando, el rostro lleno de auténtico placer ante la vida que los dioses le habían concedido. Pues allí, en la casa de Diko, Tagiri descubrió por primera vez la pérdida que la había sumido en una tristeza tan profunda durante toda su vida: un niño de ocho años, listo y avispado y feliz. Ella le llamaba Acho y le hablaba constantemente, pues era su compañero en el trabajo y en los juegos. Tagiri había visto madres buenas y madres malas en su paso a través de generaciones, pero nunca un deleite tal de una madre con su hijo, y de un hijo con su madre. El niño también amaba a su padre y aprendía de él todas las cosas de los hombres, como debía ser, pero el marido de Diko no era tan hablador como su esposa y su hijo primogénito, y por eso observaba y escuchaba; disfrutaba viéndolos juntos, y sólo ocasionalmente se unía a sus actividades.

Tal vez fue porque Tagiri había escrutado con tanto suspense a lo largo de tantas semanas, buscando la causa de la tristeza de Diko, o quizá porque había llegado a admirar y amar tanto a Diko durante su largo trato con ella. El caso es que no pudo hacer lo que había hecho antes y continuar sencillamente avanzando hacia atrás, hasta el momento en que Acho surgía del vientre de su madre, hasta el hogar infantil de Diko y su propio nacimiento. La desaparición de Acho había tenido demasiados ecos, no sólo en la vida de su madre, sino en las vidas de todos los miembros de la aldea, para que Tagiri dejara sin resolver el misterio de su desaparición. Diko nunca supo lo que sucedió a su hijo, pero Tagiri tenía los medios para averiguarlo. Y además, aunque eso significara cambiar de dirección y buscar hacia adelante en el tiempo durante una temporada, buscando no a una mujer, sino a un niño, seguía siendo parte de su investigación hacia atrás. Encontraría qué se llevó a Acho y causó la interminable pena de Diko.

Había hipopótamos en las aguas del Koss en aquellos días, aunque era raro encontrarlos tan río arriba. Tagiri temía ver lo que los aldeanos suponían: al pobre Acho destrozado y ahogado en las mandíbulas de un hosco hipopótamo. Pero no fue un hipopótamo. Fue un hombre. Un hombre extraño, que hablaba una lengua que Acho no había oído jamás, aunque Tagiri la reconoció de inmediato como árabe. La piel clara y la barba del hombre, su túnica y su turbante, todo resultó intrigante para el semidesnudo Acho, que había visto sólo a gente con la piel marrón oscura, excepto cuando un grupo de dinkas negriazules fue a cazar cerca del río. ¿Cómo era posible una criatura así? Al contrario que los otros niños, Acho no era de los que se daban la vuelta y huían. Así, cuando el hombre sonrió y le habló en su incomprensible jerigonza (Tagiri sabía que estaba diciendo: «Ven aquí, pequeño, no te haré daño»), Acho se quedó quieto e incluso sonrió.

Entonces el hombre le golpeó con su bastón y lo derribó inconsciente al suelo. Por un momento pareció preocupado por si había matado al niño, pero se tranquilizó al descubrir que Acho respiraba todavía. Entonces el árabe colocó al niño inconsciente en posición fetal, lo metió dentro de un saco, que se cargó al hombro y lo llevó hasta la orilla del río, donde se le unieron otros dos compañeros, también con sacos repletos.

Un esclavista, advirtió Tagiri de inmediato. Creía que no habían llegado tan lejos. Normalmente compraban sus esclavos a los dinkas en el Nilo Blanco, y los cazadores de esclavos dinkas sabían que no era conveniente internarse en las montañas en grupos tan pequeños. Su método era atacar una aldea, matar a todos los hombres y llevarse a los niños pequeños y las mujeres bonitas para venderlos, dejando sólo a las mujeres viejas para llorar por ellos. La mayoría de los negreros musulmanes preferían comprar los esclavos en vez de secuestrarlos ellos mismos. Estos hombres habían roto la pauta. En las antiguas sociedades de mercado que casi destruyeron el mundo, pensó Tagiri, estos hombres habrían sido considerados empresarios vigorosos e innovadores que trataban de sacar un poco más de beneficio eliminando a los intermediarios dinka.

Tagiri pretendía reemprender su observación hacia atrás, regresando a la vida de la madre de Acho, pero descubrió que no podía hacerlo. El ordenador estaba emplazado para encontrar nuevos puntos de observación que siguieran los movimientos de Acho, y Tagiri no extendió la mano para dar la orden que habría regresado al programa anterior. En cambio, observó y observó, avanzando en el tiempo para ver, no qué causaba todo aquello, sino adonde conducía. Qué le sucedería a aquel inteligente y maravilloso hijo que tanto amaba Diko.

Lo que sucedió al principio fue que estuvo a punto de encontrar la libertad… o la muerte. Los negreros fueron tan estúpidos que capturaron sus esclavos remontando el río, aunque no había forma de regresar excepto pasando cerca de las mismas aldeas donde ya habían secuestrado a los niños. En una aldea situada corriente abajo, algunos guerreros lotuko los emboscaron. Los otros dos árabes murieron, y como sus sacos contenían los únicos niños que los aldeanos lotuko buscaban (los suyos propios) permitieron escapar al hombre que llevaba a Acho a la espalda.

El negrero acabó por encontrar el camino hasta la aldea donde dos de sus esclavos negros le aguardaban con camellos. Tras atar al animal el saco que contenía a Acho, los miembros supervivientes de la partida se pusieron en marcha de inmediato. Para indignación de Tagiri, el hombre ni siquiera abrió el saco para ver si el niño seguía vivo.

Y así continuó el viaje Nilo abajo, hasta el mercado de esclavos de Jarrón. El negrero abría el saco que contenía a Acho sólo una vez al día, para verter un poco de agua en la boca del niño. El resto del tiempo el niño cabalgaba en la oscuridad, el cuerpo encogido en posición fetal. Era valiente, pues no lloró nunca, y después de que en varias ocasiones su captor diera repetidas patadas al saco con brutalidad, Acho dejó de suplicar. En cambio, lo soportó todo en silencio, los ojos brillando de miedo. El saco olía ya sin duda a orina y como, al igual que sucedía con la mayoría de los niños de Ikoto, las entrañas de Acho siempre estaban sueltas por la disentería, con toda seguridad apestaba también a heces fecales. Pero todo eso también se secó en el desierto, y como no le daban nada de comer, la suciedad al menos no se renovó. Naturalmente, no iban a permitir que el muchacho saliera del saco para aliviar su vejiga y sus intestinos: podría haber escapado, y el negrero estaba decidido a conseguir algún beneficio de un viaje que había costado la vida a sus dos compañeros. En Jarrón, no resultó ninguna sorpresa que Acho no pudiera caminar durante un día entero. Las palizas, profusamente aplicadas, y una comida de gachas de sorgo pronto le pusieron en pie, y en cuestión de un par de días fue vendido por un precio que, en la economía de Jarrón, hizo rico por un tiempo a su captor.

Tagiri siguió a Acho Nilo abajo, en barco y camello, hasta que finalmente fue vendido en El Cairo. Mejor alimentado entonces, mejor lavado y con un aspecto bastante exótico en la populosa ciudad árabe-africana que era el centro cultural del Islam en aquellos días, Acho alcanzó un precio excelente y se unió a la casa de un rico mercader. Rápidamente aprendió árabe y su amo descubrió su brillante mente y se encargó de que recibiera educación. Con el tiempo se convirtió en el factótum de la casa, atendiéndolo todo mientras el amo estaba fuera en sus múltiples viajes. Cuando el amo murió, su hijo mayor heredó a Acho junto con el resto de los bienes y confió todavía más en él, hasta que Acho tuvo en la práctica el control de todo el negocio. Lo dirigió de forma muy lucrativa, expandiéndose a nuevos mercados y nuevos artículos hasta que la fortuna de la familia se convirtió en una de las mayores de El Cairo. Y cuando Acho murió, la familia lo lloró sinceramente y le dio un honorable funeral, para tratarse de un esclavo.

Sin embargo, lo que Tagiri no podía olvidar era que a través de todo esto, durante cada hora de cada día de cada año de esclavitud, la cara de Acho nunca perdió aquella expresión de nostalgia no olvidada, de pesar, de desesperación. La expresión que decía soy un extraño aquí, odio este lugar, odio mi vida. La expresión que le decía a Tagiri que Acho lloraba por su madre tan profundamente como ella lloraba por él.

Fue entonces cuando Tagiri abandonó su búsqueda hacia atrás a lo largo del pasado de su propia familia y se dedicó a lo que consideraba sería el proyecto de su vida: la esclavitud. Hasta aquel momento, todos los buscadores de historias en Vigilancia del Pasado habían dedicado sus carreras a grabar las historias de grandes, o al menos influyentes, hombres y mujeres del pretérito. Pero Tagiri estudiaría a los esclavos, no a los propietarios; buscaría a través de la historia, no para registrar las decisiones de los poderosos, sino para encontrar las historias de aquellos que habían perdido toda capacidad de elección. Para recordar a la gente olvidada, a aquellos cuyos sueños eran asesinados y cuyos cuerpos eran robados de sí mismos, de manera que ni siquiera contaban como artífices de sus propias biografías. Aquellos cuyos rostros mostraban que nunca olvidaban, ni por un instante, que no se pertenecían a sí mismos y que por eso no había ninguna posible alegría duradera en sus vidas.

Por todas partes encontraba esa expresión en los rostros. Sí, a veces había desafío…, pero los desafiantes eran siempre apartados para recibir un trato especial, y los que no morían entonces acababan adoptando por la fuerza la expresión de desesperación que mostraban los rostros de los otros. Era la expresión de los esclavos, y lo que Tagiri descubrió fue que, para un número enorme de seres humanos en casi todas las etapas de la historia, ése fue el único rostro que pudieron mostrar jamás al mundo.


Tagiri tenía treinta años, y llevaba unos ocho trabajando en su proyecto de esclavitud, con una docena de vigilantes del pasado más tradicionales trabajando a sus órdenes junto a dos de los buscadores de historias, cuando su carrera dio el giro definitivo que la condujo a Colón y deshacer la historia. Aunque nunca salió de Juba, la ciudad donde estaba emplazado su laboratorio de Vigilancia del Pasado, el tempovisor podía alcanzar cualquier lugar de la superficie de la Tierra. Y cuando el TruSite II fue introducido para sustituir a los ya caducos tempovisores, empezó a poder explorar a fondo, pues se había dotado a las nuevas máquinas de un rudimentario sistema de traducción de antiguos idiomas, de modo que no tenía que aprender cada uno de ellos para comprender lo que sucedía en las escenas que veía.

Tagiri se acercaba con frecuencia a la estación TruSite de uno de sus buscadores de historias, un joven llamado Hassan. No se había molestado en observar mucho su estación cuando utilizaba el tempovisor, porque no comprendía ninguno de los lenguajes antillanos que él reconstruía laboriosamente por analogía con otros lenguajes caribes y arahuacos. Sin embargo, había programado al TruSite para captar el sentido principal del dialecto arahuaco que hablaba la tribu en concreto que estaba observando.

—Es una aldea de montaña —le explicó él en cuanto advirtió que ella le estaba observando—. Mucho más templada que las aldeas cercanas a la costa… un tipo distinto de agricultura.

—¿Y el momento?

—Estoy viendo las vidas que fueron interrumpidas por los españoles. Sólo faltan semanas para que una expedición llegue por fin a la montaña para tomarlos como esclavos. Los españoles necesitan desesperadamente mano de obra en la costa.

—¿Las plantaciones crecen?

—En absoluto —contestó Hassan—. De hecho, están menguando. Pero los españoles no son muy buenos manteniendo con vida a sus esclavos indios.

—¿Lo intentan siquiera?

—La mayoría sí. La actitud de asesinato por deporte está presente, por supuesto, porque los españoles tienen poder absoluto y para algunos ese poder tiene que ser probado hasta el límite. Pero, por lo general, los sacerdotes tienen el control de la situación y están tratando de impedir que los esclavos mueran.

«Sacerdotes al control —pensó Tagiri—, y sin embargo la esclavitud no cambia.» Pero aunque eso siempre le parecía amargo, sabía que no tenía sentido recordarle a Hassan la ironía implícita: ¿no trabajaba con ella en el proyecto sobre la esclavitud?

—Los habitantes de Ankuash son plenamente conscientes de lo que está pasando. Ya han comprendido que son los últimos indios que quedan sin esclavizar. Han tratado de mantenerse ocultos, sin encender hogueras y asegurándose de que los españoles no los vean, pero hay muchos arahuacos y caribes en las llanuras que conservan una mínima libertad colaborando con los conquistadores. Ellos recuerdan a los ankuash. Así que habrá una expedición, pronto, y lo saben. ¿Ves?

Lo que Tagiri veía era un anciano y una mujer de mediana edad sentados en el suelo, uno a cada lado de una pequeña hoguera donde un recipiente con agua desprendía vapor. Sonrió ante la nueva tecnología: poder ver el vapor en el holograma era sorprendente; casi le pareció ser capaz de olerlo.

—Agua de tabaco —dijo Hassan.

—¿Beben la solución de nicotina? Hassan asintió.

—He visto este tipo de cosas antes.

—¿No se comportan de manera descuidada? No parece una hoguera sin humo.

—El TruSite debe de estar aumentando el humo en el holograma, así que puede que haya menos de lo que vemos —dijo Hassan—. Pero con humo o sin él, no hay forma de hervir el agua de tabaco sin fuego, y en este punto están casi desesperados. Prefieren arriesgarse a que vean el humo a continuar otro día más sin noticias de los dioses.

—Así que beben…

—Beben y sueñan.

—¿No confían más en los sueños que proceden de sí mismos? —preguntó Tagiri.

—Saben que la mayoría de los sueños no significa nada. Esperan que sus pesadillas no signifiquen nada… sueños de miedo en vez de sueños de verdad. Usan el agua de tabaco para que los dioses les digan la verdad. En otros lugares cercanos, los arahuacos y los caribes habrían ofrecido un sacrificio humano, o se habrían desangrado como hacen los mayas. Pero esta aldea no tiene tradición de sacrificios y nunca los copiaron de sus vecinos. Son un residuo de una tradición diferente, creo. Similar a algunas tribus del Alto Amazonas. No necesitan la muerte o la sangre para hablar con los dioses.

El hombre y la mujer hundieron sus pipas en el agua y luego sorbieron el líquido como si lo hicieran a través de una pajita.

La mujer se atragantó; según todos los indicios, el anciano era inmune al líquido. La mujer empezó a parecer muy mareada, pero el hombre la obligó a beber más.

—La mujer se llama Putukam… el nombre significa «perro salvaje» —dijo Hassan—. Es famosa por sus visiones, pero no ha usado mucho el agua de tabaco antes.

—Ya veo por qué no —dijo Tagiri, pues en ese instante Putukam empezaba a vomitar. Durante un par de minutos el anciano trató de ayudarla, pero poco después también él se puso a vomitar; sus descargas se mezclaron y fluyeron en las cenizas de la hoguera.

—Por otro lado, Baiku es un curandero, así que utiliza más las drogas. Constantemente, en realidad. Así que puede enviar su espíritu al cuerpo de la persona enferma y averiguar qué va mal. El agua de tabaco es su favorita. Naturalmente, sigue haciéndole vomitar. Hace vomitar a todo el mundo.

—Eso le convierte en un buen candidato para el cáncer de estómago.

—Si viviera lo suficiente.

—¿Les hablan los dioses?

Hassan se encogió de hombros.

—Adelantemos un poco para ver.

Manipuló la pantalla unos instantes. Putukam y Baiku podrían haber dormido durante horas, pero para los vigilantes del pasado sólo pasaron segundos. Cada vez que se movían, el TruSite frenaba un poco automáticamente; Hassan sólo devolvió la velocidad a la normalidad cuando quedó claro que los movimientos eran signos de despertar, no las sacudidas normales del sueño. Conectó el sonido, y como Tagiri estaba presente, usó el traductor informático en vez de escuchar directamente las voces de los nativos.

—He soñado —dijo Putukam.

—Y yo —respondió Baiku.

—Déjame escuchar el sueño curador —dijo Putukam.

—No hay nada curador en él —dijo él, el rostro grave y triste.

—¿Todos esclavos?

—Todos excepto los benditos que son asesinados o mueren por las enfermedades.

—¿Y luego?

—Todos muertos.

—Ésta es nuestra curación, pues —dijo Putukam—. Morir. Habría sido mejor que nos capturaran los caribes. Mejor que nos hubieran sacado el corazón y se hubieran comido nuestros hígados. Entonces al menos seríamos una ofrenda a algún dios.

—¿Cuál fue tu sueño?

—Mi sueño fue una locura. Mi sueño no tuvo ninguna verdad.

—El soñador no sabe —dijo Baiku. Ella suspiró.

—Pensarás que soy una pobre soñadora y que los dioses odian mi alma. Soñé con un hombre y una mujer que nos observaban. Eran ya adultos, y sin embargo supe en el sueño que son cuarenta generaciones más jóvenes que nosotros. Tagiri interrumpió.

—Alto —dijo. Hassan obedeció.

—¿Ha sido correcta la traducción? Hassan hizo retroceder un poco al TruSite y pasó de nuevo lo visto, esta vez sin la rutina de traducción. Escuchó las palabras nativas, dos veces.

—La traducción es bastante acertada —dijo—. Las palabras que empleó y fueron traducidas por «hombre» y «mujer» proceden de un lenguaje anterior, y creo que puede haber sustratos que podrían indicar que significan «hombre-héroe» y «mujer-héroe». Menos que dioses, pero más que humanos. Pero utilizan a menudo esas palabras para hablar de sí mismos, como opuestos a la gente de otras tribus.

—Hassan, no te estoy preguntando por la etimología. Te pregunto por el significado de lo que ha dicho. Él la miro, aturdido.

—¿No crees que parece como si nos hubiera visto? —Pero eso es absurdo.

—Cuarenta generaciones. ¿No es el tiempo exacto? Un hombre y una mujer, observando.

—De todos los sueños posibles, ¿no puede haber sueños del futuro? —preguntó Hassan—. Y puesto que Vigilancia del Pasado ha recorrido ya tan concienzudamente todas las eras de la historia, ¿no es probable que un observador acabe siendo testigo de la narración de un sueño que parece referirse al propio observador?

—Probabilidad de coincidencia —dijo ella. Conocía ese principio, por supuesto.

Lo había estudiado a fondo en las últimas etapas de formación. Pero había algo más. Sí. Cuando Hassan mostró la escena por tercera vez, a Tagiri le pareció que cuando Putukam hablaba de su sueño su mirada se volvía hacia la dirección desde donde Hassan y Tagiri estaban observando, los ojos enfocados como si pudiera verlos de verdad, o al menos algún atisbo de ellos.

—Puede ser desorientador, ¿verdad? —le sonrió Hassan.

—Muestra el resto —pidió Tagiri. Claro que era desorientador, pero no menos que la sonrisa de Hassan. Ninguno de sus subordinados le habría sonreído así jamás, con un comentario tan personal. Y no es que Hassan fuera impertinente. Más bien, era tan sólo… amistoso, sí, eso era.

Puso de nuevo el TruSite por delante de lo que habían visto ya.

—Soñé que me observaban tres veces —decía Putukam—, y la mujer parecía saber que yo podía verla.

Hassan dio un manotazo al botón de pausa.

—No hay más Dios que Alá —murmuró en árabe—, y Mahoma es su profeta.

Tagiri sabía que a veces, cuando un musulmán habla así, es porque tiene demasiado respeto para maldecir de la forma en que lo haría un cristiano.

—¿Probabilidad de coincidencia? —murmuró—. Estaba pensando que parecía que ella podía vernos.

—Si vuelvo y contemplamos de nuevo la escena, serán cuatro veces, no tres —dijo Hassan.

—Pero fueron tres veces cuando la oímos decir por primera vez el número. Eso nunca cambiará.

—El TruSite no tiene ningún efecto sobre el pasado. No puede ser detectado allí.

—¿Y cómo lo sabemos?

—Porque es imposible.

—En teoría.

—Y porque no lo ha sido nunca.

—Hasta ahora.

—¿Quieres creer que ella nos vio de verdad en su sueño de nicotina?

Tagiri se encogió de hombros, fingiendo una indiferencia que no sentía.

—Si nos vio, Hassan, continuemos y veamos qué significa para ella.

Lenta, casi tímidamente, Hassan soltó el botón para que el TruSite continuara explorando la escena.

—Esto es profecía, pues —decía Baiku—. ¿Quién sabe qué maravillas traerán los dioses dentro de cuarenta generaciones?

—Siempre he pensado que el tiempo se movía en grandes círculos, como si todos nosotros hubiéramos sido tejidos en la misma gran cesta de la vida, cada generación otra anilla alrededor del borde —dijo Putukam—. ¿Pero cuándo en los grandes círculos hubo jamás un horror tan grande como estos monstruos blancos del mar? Así que la cesta está rota, el tiempo está roto y todo el mundo cae de la cesta al suelo.

—¿Qué hay del hombre y la mujer que nos observan?

—Nada —dijo Putukam—. Nos observaban. Estaban interesados.

—¿Nos ven ahora?

—Vieron todo el sufrimiento de tu sueño —dijo Putukam—. Estuvieron interesados.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Creo que estaban tristes.

—Pero… ¿eran blancos, entonces? ¿Veían a la gente sufrir y no se preocupaban, como los hombres blancos?

—Eran oscuros. La mujer es muy negra. Nunca he visto una persona de piel tan negra.

—¿Entonces por qué no impiden que los hombres blancos nos conviertan en esclavos?

—Tal vez no pueden —dijo Putukam.

—Si no pueden salvarnos, ¿entonces por qué nos miran, a menos que sean monstruos que disfrutan con el sufrimiento de los demás?

—Apágalo —le dijo Tagiri a Hassan.

El detuvo de nuevo la imagen y la miró, sorprendido. Vio algo en su rostro que la hizo extender la mano y tocarle el brazo.

—Tagiri —dijo amablemente—, de todas las personas que han observado el pasado, tú eres la única que nunca, ni por un solo instante, ha olvidado la compasión.

—Ella tiene que comprender —murmuró Tagiri—. La ayudaría si pudiera.

—¿Cómo puede comprender algo así? Aunque realmente nos viera, de algún modo, en un sueño verdadero, no alcanzaría a entender las limitaciones de lo que podemos hacer. Para ella, la habilidad de ver así en el pasado sería el poder de los dioses. Por supuesto que pensará que podemos hacer algo, y decidimos simplemente no hacerlo. Pero tú y yo sabemos que no podemos y que no tenemos elección.

—La visión de los dioses sin el poder de los dioses —dijo Tagiri—. Qué don tan terrible.

—Un don glorioso —dijo Hassan—. Sabes que las historias que hemos extraído del proyecto de la esclavitud han despertado gran interés y compasión en el mundo que nos rodea. No se puede cambiar el pasado, pero has cambiado el presente y estas personas ya no son olvidadas. La gente de nuestra época las aprecia más que a los antiguos héroes. Les has dado la única ayuda que está en tu mano ofrecer. Ya no son olvidados. Su sufrimiento se ve.

—No es suficiente —dijo Tagiri.

—Es todo lo que puedes hacer, por tanto es suficiente.

—Estoy preparada ya —dijo Tagiri—. Puedes enseñarme el resto.

—Tal vez deberíamos esperar.

Ella extendió la mano y pulsó el botón para reemprender la visión.

Putukam y Baiku recogieron la tierra donde su vómito había formado un charco de barro. La arrojaron al agua de tabaco. La hoguera se había apagado ya, no brotaba vapor ninguno, y sin embargo colocaron sus caras sobre el agua como si quisieran oler el vapor de la tierra y el vómito y el tabaco.

Putukam empezó un cántico.

—De mi cuerpo, de la tierra, del agua espiritual yo…

El TruSite II se detuvo automáticamente.

—No puede traducir la palabra —dijo Hassan—. Ni yo tampoco. No se emplea normalmente. Usan fragmentos de idiomas más antiguos en sus hechicerías. Esto puede estar relacionado con una raíz del idioma antiguo que significa dar forma, como cuando se hace algo con barro. Así que está diciendo «yo os formo», o algo relacionado con eso.

—Continúa —dijo Tagiri.

El cántico de Putukam empezó de nuevo.

—De mi cuerpo, de la tierra, del agua espiritual yo os formo, oh hijos de cuarenta generaciones que me miráis desde dentro de mi sueño. Veis nuestro sufrimiento y el de todas las otras aldeas. Veis los monstruos blancos que nos convierten en esclavos y nos asesinan. Veis cómo los dioses envían plagas para salvar a los benditos y dejan sólo a los malditos para que soporten este terrible castigo. ¡Hablad con los dioses, oh, hijos de cuarenta generaciones que me miráis desde dentro de mi sueño! ¡Enseñadles piedad! ¡Haced que envíen una plaga que nos lleve a todos y deje la tierra vacía para los monstruos blancos, de forma que nos busquen de costa a costa y no nos encuentren a ninguno, ni siquiera a los caribes comedores de humanos! ¡Dejad que la tierra esté vacía excepto por nuestros cadáveres, y que muramos con honor como seres libres! ¡Hablad a los dioses por nosotros, oh, hombre, oh, mujer!

Y así continuó. Baiku entonaba el cántico cuando Putukam se debilitaba. Pronto otros habitantes de la aldea se congregaron y se unieron esporádicamente a ellos en la canción, sobre todo cuando entonaban los nombres de aquellos a quienes rezaban: Hijos de Cuarenta Generaciones Que Nos Miráis Desde Dentro Del Sueño De Putukam.

Todavía estaban cantando cuando los españoles, conducidos por dos avergonzados guías indios, aparecieron en el sendero, con los mosquetes, lanzas y espadas preparados. La gente no ofreció ninguna resistencia. Continuaron cantando, incluso después de haber sido apresados, incluso después de que los ancianos, entre ellos Baiku, fueran atravesados por las espadas o empalados con las lanzas. Incluso cuando las muchachas eran violadas, lo único que se oía era el cántico, la oración, el conjuro, hasta que finalmente el comandante español, enervado, se acercó a Putukam y le clavó la espada en la base de la garganta, justo por encima del lugar donde se unen las clavículas. Putukam murió emitiendo un grito ahogado y el cántico finalizó. Para ella, como para Baiku, la oración había sido respondida. No era una esclava cuando murió.

Muertos todos los aldeanos, Tagiri extendió la mano, pero Hassan se adelantó y detuvo la imagen.

Tagiri temblaba, pero fingió no sentir tan fuertes emociones.

—He visto cosas terribles antes —dijo—. Pero esta vez me vieron. Nos vieron.

—O eso parece.

—Ella vio, Hassan.

—Eso parece.

Sus palabras admitían que ella podía tener razón.

—Algo de nuestra época, de ahora mismo, fue visible para ella en su sueño. Tal vez aún éramos visibles cuando despertó. Me pareció que nos estaba mirando. No creo que nos viera hasta después de despertar del sueño, y sin embargo comprendió que yo sabía que podía vernos. No puede ser casualidad.

—Si es verdad —dijo Hassan—, ¿entonces por qué nadie ha visto antes a los otros observadores de TruSite II?

—Tal vez sólo somos visibles a aquellos que necesitan desesperadamente vernos.

—Es imposible. Nos enseñaron eso desde el principio.

—No —dijo Tagiri—. ¿Recuerdas el curso de historia de Vigilancia del Pasado? Los teóricos no estaban seguros, ¿verdad? Sólo años de observación los convencieron de que su teoría era cierta… pero en los primeros días se hablaba mucho de una sacudida temporal.

—Entonces prestabas más atención en clase que yo.

—Sacudida temporal —repitió ella—. ¿No ves lo peligroso que es esto?

—Si es verdad, si realmente nos vieron, entonces no puede ser peligroso porque, después de todo, nada cambió como resultado de ello.

—Nada parecería cambiar —dijo ella—, porque entonces viviríamos en una versión del presente creada por el nuevo pasado. ¿Quién sabe cuántos cambios, grandes y pequeños, podríamos haber hecho, sin saberlo porque el cambio hizo que nuestro presente fuera distinto y no pudiéramos recordar que fuera de otra manera?


—No podemos haber cambiado nada —dijo Hassan—. O la historia habría cambiado, e incluso si Vigilancia del Pasado siguiera existiendo, sin duda las circunstancias en que decidimos estar aquí juntos y observar esta aldea nunca habrían sido las mismas, y por tanto el cambio que hicimos en el pasado habría deshecho nuestra propia creación de ese cambio, y por tanto no podría suceder. Ella no nos vio.

—Conozco tan bien como tú el argumento circular, Hassan. Pero este caso concreto demuestra que es falso. No puedes negar que ella nos vio. No puedes llamarlo coincidencia. No cuando vio que yo era negra.

Él sonrió.

—Si los demonios de su época son blancos, entonces tal vez necesitara inventar un dios tan negro como tú.

—También vio que éramos dos, que la observamos tres veces, que yo sabía que podía vernos. Incluso acertó nuestra época con gran aproximación. Ella vio y comprendió. Nosotros cambiamos el pasado.

Hassan se encogió de hombros.

—Lo sé —dijo. Entonces se enderezó en su asiento, otra vez alerta, pues había encontrado un argumento—. Eso no significa que la circularidad sea falsa. Los españoles se comportaron exactamente igual de lo que lo habrían hecho de todas formas, así que cualquier cambio que se produjera porque ella nos vio observarla no creó ninguna diferencia en el futuro, ya que ella y todos los suyos murieron pronto. Tal vez sea el único caso en que el TruSite II tiene un efecto rebote. Cuando no puede crear ninguna diferencia. Así que el pasado sigue a salvo de nuestra intervención. Lo que significa que también nosotros estamos a salvo.

Tagiri no se molestó en señalar que aunque los españoles hubieran matado o esclavizado a todo el mundo, eso no cambiaba el hecho de que a causa de lo que Putukam vio en su sueño, la gente cantaba una oración cuando fueron capturados. Eso tuvo que tener un efecto sobre los españoles. Una situación tan extraña tuvo que cambiar sus vidas, aunque fuera mínimamente. Ningún cambio en el pasado dejaría de tener algún tipo de reverberación. Era el ala de la mariposa, como enseñaban en el colegio: ¿quién sabía si una tormenta en el Atlántico Norte no habría sido provocada, muy lejos en la cadena de causa y efecto, por el movimiento del ala de una mariposa en China? Pero no tenía sentido discutir esto con Hassan. Que creyera en la seguridad mientras pudiera. Ya nada era seguro; pero los observadores tampoco carecían de poder.

—Ella me vio —dijo Tagiri—. Su desesperación la hizo creer que yo era un dios. Y su sufrimiento me hace desear que hubiera tenido razón. Tener el poder de ayudar a esa gente… Hassan, si pudo sentirnos, eso significa que estamos enviando algo hacia atrás. Y si enviamos algo, cualquier cosa, entonces tal vez podamos hacer algo que sirva de ayuda.

—¿Cómo podríamos salvar esa aldea? —dijo Hassan—. Aunque fuera posible viajar hacia atrás en el tiempo, ¿qué haríamos? ¿Dirigir un ejército vengador para destruir a los españoles que llegaron allí? ¿Qué conseguiría eso? Más tarde vendrían más españoles, o ingleses, o habitantes de cualquier otra nación conquistadora de Europa. Y mientras tanto, nuestra propia época habría sido destruida. Deshecha por nuestra propia intervención. No puedes cambiar grandes hechos históricos cambiando sólo un acontecimiento diminuto. Las fuerzas de la historia continuarían de todas formas.

—Querido Hassan, ahora me dices que la historia es una fuerza tan inexorable que no podemos alterar su marcha hacia adelante. Sin embargo, hace un momento me decías que cualquier cambio, por pequeño que fuera, alteraría tanto la historia que desharía nuestra propia época. Explícame por qué esto no es una contradicción.

—Lo es, pero eso no significa que sea falso. La historia es un sistema caótico. Los detalles pueden cambiar interminablemente, pero la forma general sigue siendo constante. Haz un pequeño cambio en el pasado, y eso cambia tantos detalles suficientes en el presente que no habríamos venido juntos a este lugar concreto a ver esta escena concreta. Y sin embargo los grandes movimientos de la historia quedarían intactos.

—Ninguno de nosotros es matemático —dijo Tagiri—. Sólo estamos jugando a la lógica. El hecho es que Putukam nos vio, a ti y a mí. Hay algún tipo de envío desde nuestra época al pasado. Eso lo cambia todo, y pronto los matemáticos descubrirán explicaciones más verdaderas para el funcionamiento de nuestras máquinas del tiempo; entonces veremos qué es posible y qué no lo es. Y si resulta que podemos alcanzar el pasado, de forma deliberada y con un propósito, entonces lo haremos, tú y yo.

—¿Y por qué?

—Porque ella nos vio a nosotros. Porque ella… nos dio forma.

—Rezó para que enviáramos una plaga que eliminara a todos los indios antes de que llegaran los europeos. ¿De verdad vas a tomarte eso en serio?

—Si vamos a ser dioses, entonces creo que tenemos un deber que cumplir con soluciones mejores que las de la gente que nos reza.

—Pero no vamos a ser dioses —dijo Hassan.

—Pareces seguro de eso.

—Porque estoy seguro de que la gente de nuestro tiempo no recibirá con agrado la idea de que nuestro mundo se deshaga para aliviar el sufrimiento de un pequeño grupo de personas muertas hace siglos.

—La palabra no es deshacer —dijo Tagiri—. Sino rehacer.

—Estás aún más loca que los cristianos. Creen que la muerte de un hombre y su sufrimiento mereció la pena porque salvo a toda la humanidad. Pero tú estás dispuesta a sacrificar a la mitad de las personas que han vivido jamás, sólo para salvar a una aldea.

Ella se le quedó mirando.

—Tienes razón —dijo—. Por una aldea no merecería la pena.

Y se marchó.

Era real, lo sabía. El TruSite II había llegado al pasado, y los observadores eran de algún modo visibles por los observados, si sabían dónde mirar, si estaban ansiosos por ver. ¿Qué deberían hacer entonces? Sabía que habría gente que querría cerrar toda la Vigilancia del Pasado para evitar el riesgo de contaminar la historia con resultados impredecibles y posiblemente devastadores en el presente. Y habría otros que confiarían complacientes en las paradojas, creyendo que Vigilancia podría ser vista por gente del pasado sólo en circunstancias donde sin duda no se podría afectar al futuro. Una reacción temerosa desmedida o la negligencia indolente, ninguna de las dos actitudes era apropiada. Hassan y ella habían cambiado el pasado, y el cambio que introdujeron había, de hecho, modificado el presente. Quizá no había cambiado todas las generaciones intermedias desde entonces, pero sin duda los había cambiado a Hassan y a ella. Ninguno de ellos pensaría, haría o diría nada que hubieran pensado, hecho o dicho sin haber oído la oración de Putukam. Habían cambiado el pasado, y el pasado había cambiado el futuro. Las paradojas no lo detenían. La gente de esta época dorada podía hacer más que observar, grabar y recordar.

Si así era, ¿qué había entonces de todo el sufrimiento que había visto a lo largo de todos estos años? ¿Podría haber algún medio de aliviarlo? Y si se podía cambiar, ¿cómo podría ella negarse? La habían formado. Era superstición, no significaba nada, y sin embargo no pudo comer esa noche, no pudo dormir pensando en esa oración cantada.


Tagiri se levantó de su esterilla y consultó la hora. Pasada la medianoche, y no podía dormir. Vigilancia del Pasado permitía a sus trabajadores, dondequiera que viviesen, hacerlo a la manera nativa, y la ciudad de Juba así lo había decidido, en la medida de lo posible. Así que ella dormía sobre juncos tejidos en una choza de frágiles paredes refrescada sólo por el viento. Pero esta noche soplaba la brisa, y la choza estaba fresca, así que no fue el calor lo que la despertó. Fue la oración de la aldea de Ankuash.

Se puso una túnica y se dirigió al laboratorio, donde otro turno también trabajaba hasta tarde: no había horas fijas de trabajo para la gente que jugaba de aquella forma con el fluir del tiempo. Le dijo a su TruSite que le mostrara de nuevo Ankuash, pero después de unos segundos no pudo soportarlo y cambió a otra escena. Colón, desembarcando en la costa de La Española. El naufragio de la Santa María. El fuerte que construyó para albergar a la tripulación que no pudo llevarse de regreso. Era triste ver de nuevo cómo la tripulación intentaba convertir en esclavos a los aldeanos, quienes simplemente escaparon; el secuestro de las jovencitas, las violaciones en masa hasta que las niñas murieron.

Entonces los indios de varias tribus empezaron a contraatacar. No era la guerra ritual para traer a casa víctimas que sacrificar. Ni tampoco una partida de guerra típica de los caribes. Era una nueva clase de guerra, una guerra punitiva. O tal vez no era tan nueva, advirtió Tagiri. Estas escenas, vistas muy a menudo, habían sido traducidas por completo y parecía que los nativos ya tenían un nombre para la guerra de aniquilación. La llamaban la «guerra de la aldea del hombre blanco de la estrella». La tripulación se despertó por la mañana y encontró los trozos de los cuerpos de sus centinelas diseminados por todo el fuerte y quinientos soldados indios ataviados con todo su esplendor dentro de la empalizada. Naturalmente, se rindieron.

Sin embargo, los indios no prepararon a sus cautivos para sacrificarlos. No tenían ninguna intención de convertir en dioses a aquellos miserables violadores, ladrones y asesinos antes de que murieran. No hubo ninguna declaración formularia de «Es como mi amado hijo» cuando cada marino español rué tomado bajo custodia.

No habría ningún sacrificio, pero seguiría habiendo sangre y dolor. La muerte, cuando llegó, fue un dulce alivio. Tagiri sabía que había quienes se solazaban con esta escena, pues fue una de las pocas victorias de los indios sobre los españoles, una de las primeras victorias de la gente oscura sobre los arrogantes blancos. Pero ella no tenía estómago para verla entera; no sentía ninguna alegría ante la tortura y la masacre, aunque las víctimas fueran monstruosos criminales que habían torturado y masacrado a su vez. Tagiri comprendía muy bien que en las mentes de los españoles sus víctimas no eran humanas. «Es nuestra naturaleza —pensó— que cuando queremos disfrutar siendo crueles, debemos transformar a nuestra víctima en una bestia o un dios.» Los marinos españoles convirtieron a los indios en animales; lo único que los indios demostraron, con su amarga venganza, fue que eran capaces de efectuar una transformación idéntica.

Además, no había nada en esa escena que le mostrara lo que quería ver. De modo que envió al TruSite al camarote de Colón en la Niña, donde escribía su carta al rey de Aragón y la reina de Castilla. Hablaba de enormes riquezas en oro y especias, maderas raras, bestias exóticas, vastos reinos nuevos que ser convertidos a la fe de Cristo y muchísimos esclavos. Tagiri lo había contemplado antes, por supuesto, aunque sólo fuera para maravillarse de la ironía de que Colón no viera ninguna contradicción entre prometer a sus soberanos al mismo tiempo esclavos y futuros cristianos entre la misma población. Esa noche, sin embargo, Tagiri halló otra cosa más de la que maravillarse. Sabía de sobras que Colón no había encontrado ninguna gran cantidad de oro, no mucho más de lo que habría encontrado en cualquier pueblecito español donde la familia más rica habría poseído unas cuantas bagatelas. No había comprendido casi nada de lo que los indios le habían dicho, aunque se convenció a sí mismo de que entendía que le decían que había más oro tierra adentro. ¿Tierra adentro? Señalaban al oeste, al otro lado del Caribe, pero Colón no tenía forma de saberlo. No había visto ningún atisbo de las vastas riquezas de los incas o los mexicas: éstas no serían contempladas por los europeos hasta más de veinte años después, y cuando el oro por fin empezara a correr, Colón estaría muerto. Sin embargo, mientras le observaba escribir, se daba la vuelta y luego volvía a contemplarlo, pensó: «No está mintiendo. Sabe que el oro está allí.

Está seguro, aunque nunca lo ha visto y no lo verá en toda su vida.

Así es cómo volvió hacia el oeste los ojos de toda Europa, advirtió Tagiri. Por la fuerza de su inquebrantable fe. Si los reyes de España hubieran tomado su decisión solamente sobre la base de las pruebas que Colón traía consigo, no habría habido nuevos viajes. ¿Dónde estaban las especias? ¿Dónde estaba el oro?

Sus primeros descubrimientos no habían pagado siquiera los costes de su expedición. ¿Quién cambiaría buen dinero por dinero falso?

Sin pruebas reales, Colón hizo aquellas extravagantes afirmaciones. Había encontrado Cipango; Cathay y las Islas de las Especias estaban cerca. Todo falso, o Colón habría traído un cargamento que lo demostrara. Sin embargo, cualquiera que lo mirara, que lo oyera, que lo conociera, reconocería que aquel hombre no estaba mintiendo, que creía en el fondo de su alma en las cosas que decía. Con la fuerza de un testigo tan imponente como aquél, se financiaron nuevas expediciones, nuevas flotas se hicieron a la mar; grandes civilizaciones cayeron, y el oro y la plata de un continente se dirigieron hacia el este mientras millones de personas morían víctimas de las plagas y los supervivientes veían indefensos cómo los extranjeros llegaban a gobernar su tierra para siempre.

Todo porque no se podía dudar de Colón cuando hablaba de cosas que no había visto.

Tagiri puso la grabación de la escena de Ankuash, del momento en que Putukam hablaba de su sueño. «Nos vio a Hassan y a mí —pensó—. Y Colón vio el oro. De algún modo vio el oro aunque se encontraba a décadas en el futuro. Nosotros, con nuestras máquinas, podemos ver sólo el pasado. Pero de algún modo este marino genovés y esta hechicera india vieron lo que nadie puede ver, y tenían razón aunque no había forma, ninguna forma sensata, ninguna forma lógica, de que pudieran tenerla.»


Eran las cuatro de la madrugada cuando Tagiri llegó a la puerta de la cabaña de Hassan. Si daba una palmada o lo llamaba, despertaría a los demás. Así que entró y descubrió que también él estaba despierto.

—Sabías que vendría —dijo.

—Si me hubiera atrevido —contestó él—, habría ido a verte yo.

—Puede hacerse —dijo ella, de inmediato—. Podemos cambiarlo. Podemos detener… algo. Algo terrible, podemos hacer que desaparezca. Podemos volver atrás y hacerlo mejor.

Él no dijo nada. Esperó.

—Sé lo que estás pensando, Hassan. También podríamos empeorarlo.

—¿Crees que no le he estado dando vueltas en la cabeza toda la noche? —dijo Hassan—. Una y otra vez. Mira el mundo que nos rodea, Tagiri. La humanidad está por fin en paz. No hay plagas, ningún niño muere de hambre o vive sin aprender. El mundo está curado. Eso no fue inevitable. Podría haber acabado mucho peor. ¿Qué cambio podríamos hacer en el pasado que mereciera correr el riesgo de crear una historia sin esta resurrección del mundo?

—Te diré qué cambio merecería la pena. El mundo no necesitaría resucitar si no lo hubieran matado.

—¿Imaginas que hay algún cambio posible para mejorar la naturaleza humana? ¿Deshacer la rivalidad de las naciones? ¿Enseñar a la gente que compartir es mejor que acumular?

—¿Ha cambiado la naturaleza humana incluso ahora? —dijo Tagiri—. Creo que no. Seguimos sintiendo tanta avaricia, tanta ansia de poder, tanto orgullo y furia como siempre. La única diferencia es que ahora conocemos las consecuencias y las tememos. Nos controlamos. Por fin nos hemos vuelto civilizados.

—¿Así que piensas que podemos civilizar a nuestros antepasados?

—Creo que si podemos encontrar algún modo de hacerlo, alguna forma segura de impedir que el mundo se haga pedazos como se hizo, entonces debemos hacerlo. Bucear en el pasado e impedir la enfermedad es mejor que llevar al paciente al borde de la muerte y lentamente devolverle la salud. Crear un mundo donde los destructores no triunfaran.

—Si te conozco en algo, Tagiri, no habrías venido aquí esta noche si no supieras ya cuál debe ser el cambio.

—Colón —dijo ella.

—¿Un marino? ¿Él causó la destrucción el mundo?

—No había nada inevitable en su viaje hacia poniente en la época en que lo realizó. Los portugueses estaban a punto de descubrir una ruta al Oriente. Nadie imaginaba un continente desconocido. Los más sabios sabían que el mundo era grande, y creían que un océano el doble de grande que el Pacífico se extendía entre España y China. Hasta que dispusieron de un barco que consideraron capaz de cruzar un océano semejante no navegaron hacia el oeste. Aunque los portugueses se toparan con la costa del Brasil, no habría beneficios. Era una tierra seca y poco poblada. La habrían ignorado igual que ignoraron África y no la colonizaron durante cuatro largos siglos después de explorar su costa.

—Has estado estudiando.

—He estado pensando —respondió ella—. Estudié todo esto hace años. Fue porque Colón llegó a América, con su inexorable fe en haber encontrado el Oriente. Toparse simplemente con la masa continental no significaba nada: los noruegos lo hicieron, ¿y qué consiguió eso? Incluso un desembarco casual, por parte de cualquier otro, en Cuba o en la zona más oriental de Brasil no habría significado más que los desembarcos en Vinlandia o en la costa de Guinea. Los otros marineros siguieron a Colón sólo por sus informes de incontables riquezas que nunca fueron verdad hasta después de su muerte. ¿No lo ves? No fue el hecho de que alguien navegara hacia el oeste lo que llevó a la conquista europea de América y del mundo. Fue porque Colón lo hizo.

—¿Un hombre, entonces, fue responsable de la devastación de nuestro planeta?

—Por supuesto que no —dijo Tagiri—. No estoy hablando de responsabilidad moral, sino de causa. Europa ya era Europa. Colón no la hizo así. Pero fue el saqueo de América lo que financió las terribles guerras religiosas y dinásticas que asolaron el continente europeo durante generaciones. Si Europa no hubiera tomado posesión de América, ¿habría impuesto su cultura en el mundo? Si hubiera sido dominado por el Islam o gobernado por la burocracia china, ¿se habría destruido a sí mismo como lo hizo en un mundo donde cada nación trataba de ser tan europea como fuera posible?

—Claro que sí —dijo Hassan—. Los europeos no inventaron el saqueo.

—No, inventaron las máquinas que lo convirtieron en tan enloquecedoramente eficiente. Las máquinas que sorbieron el petróleo del suelo y nos permitieron esparcir el hambre y la guerra a través de océanos y continentes hasta que nueve décimas partes de la humanidad encontraron la muerte.

—Así que Colón es responsable de la era de la tecnología.

—¿No ves, Hassan, que no le echo la culpa a nadie?

—Lo sé, Tagiri.

—Voy a buscar el lugar donde el cambio más pequeño, más simple, podría salvar al mundo del máximo sufrimiento. Eso haría que se perdieran las menos culturas posibles, menos gente sería esclavizada, menos especies se extinguirían, menos recursos se agotarían. Todo se centra en el punto en que Colón regresa a Europa con sus historias de oro, esclavos y naciones que convertir en súbditos cristianos del rey y la reina.

—¿Entonces estarías dispuesta a matar a Colón?

Tagiri se estremeció.

—No —dijo—. ¿Quién dice que podamos viajar físicamente al pasado de forma que lo hiciera posible? De todas formas, no necesitamos matarlo. Sólo tenemos que apartarlo de su plan para navegar hacia poniente. Tenemos que encontrar qué es posible antes de decidir cómo hacerlo. Y asesinar… nunca estaría de acuerdo con eso. Colón no era ningún monstruo. Todos lo sabemos, sobre todo desde que el tempovisor nos mostró la verdad acerca de él. Sus vicios eran los vicios de su época y cultura, pero sus virtudes trascendían el escenario de su vida. Fue un gran hombre. No tengo ningún deseo de deshacer la vida de un gran hombre.

Hassan asintió, lentamente.

—-Digamos lo siguiente: Si conociéramos que es posible apartar a Colón de su viaje, y si después de mucha investigación estuviéramos seguros de que apartarlo detendría de verdad la terrible maldición del mundo desde esa época en adelante, entonces merecería la pena deshacer esta edad de curación sobre la firme posibilidad de hacerla innecesaria.

—Sí —dijo Tagiri.

—Encontrar respuestas a esas preguntas podría ser el trabajo de varias vidas.

—Puede que sí. O puede que no.

—E incluso aunque estuviéramos muy seguros, podríamos estar equivocados, y el mundo podría acabar peor que ahora.

—Con una diferencia —dijo Tagiri—. Si detenemos a Colón podemos estar seguros de que Putukam y Baiku nunca morirían bajo las espadas españolas.

—En eso te doy la razón —repuso Hassan—. Averigüemos si es posible y deseable hacerlo. Averigüemos si la gente de nuestra propia época está de acuerdo en que merece la pena, que es justo hacerlo. Y si lo están, entonces te secundaré cuando se haga.

Sus palabras estaban llenas de confianza, y sin embargo ella sintió un vértigo que la mareaba, como si se encontrara al borde de un gran precipicio y el suelo acabara de moverse bajo sus pies. ¿Qué tipo de arrogancia tenía para imaginar siquiera ahondar en el pasado y hacer cambios? «¿Quién soy yo —pensó—, si me atrevo a responder a oraciones que tenían como destinatarios a los dioses?»

Sin embargo, sabía aunque lo dudara que ya había tomado una decisión. Los europeos habían tenido su futuro, habían cumplido sus más ambiciosos sueños, y era su futuro el que se había convertido en el oscuro pasado de su mundo, las consecuencias de sus decisiones las que entonces estaban siendo eliminadas de la Tierra.

«Los sueños europeos condujeron a esto —se dijo—, un mundo profundamente herido y convaleciente, con un millar de años de curación por delante, con tantas cosas irremediablemente perdidas que sólo serán recuperadas en las holocintas de Vigilancia del Pasado. Así, si está en mi poder deshacer sus sueños, dar futuro a otra gente, ¿quién puede decir que me equivoco? ¿Cómo podría ser peor?»

Cristóbal Colón (Christopher Colombus, como lo llamaban los ingleses, Cristoforo Colombo, como fue bautizado en Genova) no descubriría América después de todo si ella conseguía encontrar un medio de impedírselo. La oración de la aldea de Ankuash sería contestada.

Y al contestar a esa oración, su propia sed sería saciada. Nunca podría satisfacer el ansia sin esperanza de los rostros de todos los esclavos de todas las épocas. Nunca podría borrar la tristeza del rostro de su anciana antepasada Diko y su hijo, Acho, que una vez fue un niño alegre. Nunca recuperaría las vidas y los cuerpos de los esclavos. Pero sí podía hacer esto, y al hacerlo, la carga que se había acumulando en su interior a lo largo de todos estos años sería finalmente aliviada. Sabría que había hecho todo lo que era posible por sanar el pasado.

A la mañana siguiente, Tagiri y Hassan informaron de lo que había sucedido. Durante semanas los líderes más importantes de Vigilancia del Pasado y también muchos líderes externos vinieron a ver la holocinta, a discutir sus posibles significados. Escucharon a Tagiri y Hassan mientras atendían a sus preguntas y proponían sus planes. Al final, dieron su consentimiento a un nuevo proyecto para explorar lo que podría significar la visión de Putukam. Lo llamaron el Proyecto Colón, tanto porque parecía el mismo tipo de viaje alocado e imposible en el que Colón se había embarcado en 1492 como porque el proyecto podría conducir a deshacer su gran logro.

Tagiri mantuvo en marcha la investigación sobre la esclavitud, por supuesto, pero junto a Hassan se lanzó también al nuevo proyecto con un nuevo equipo de trabajadores. Hassan dirigía el grupo que estudiaba la historia para ver si detener a Colón tendría el efecto que deseaban, y descubrir si algún otro cambio podría ser más deseable o más fácilmente puesto en práctica. Tagiri dividió sus horas de trabajo entre el proyecto de la esclavitud y la coordinación de una docena de físicos e ingenieros que intentaban averiguar exactamente las consecuencias de una sacudida temporal, y cómo alterar las máquinas del tiempo para aumentar el efecto lo suficiente para permitir la alteración del pasado.

Poco después de iniciada su colaboración, Tagiri y Hassan se casaron y tuvieron una hija y un hijo. Llamaron a la niña Diko y Acho al niño. Ambos crecieron fuertes y sabios, inmersos en el amor de sus padres y el Proyecto Colón desde su infancia. Acho creció y se convirtió en piloto. Surcó la superficie de la Tierra como un pájaro, rápido y libre. Diko no se apartó tanto de casa. Aprendió los lenguajes, las herramientas, las historias inherentes al trabajo de sus padres, y se quedó junto a ellos. Tagiri miraba a su marido, a sus hijos, y más de una vez pensaba: «¿Y si algún extranjero de un lugar lejano viniera y me robara a mi hijo y lo convirtiera en esclavo y nunca volviera a verlo? ¿Y si un ejército de un lugar ignoto viniera y asesinara a mi esposo y violara a mi hija? ¿Y si, en algún otro lugar, gente feliz nos observara mientras todo eso sucedía, y no hiciera nada para ayudarnos, por temor a poner en peligro su propia felicidad? ¿Qué pensaría de ellos? ¿Qué clase de personas serían?»

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