Algunos la llamaron «la era de deshacer»; otros, deseando ser más positivos, hablaban de «la replantación» o «la restauración», o incluso «la resurrección» de la Tierra. Todos esos nombres eran exactos. Se había hecho algo y había que deshacerlo. Muchas cosas habían muerto, o habían sido rotas, o asesinadas, y ahora volvían a la vida.
Éste era el trabajo del mundo en esos días: los nutrientes fueron devueltos al suelo de los grandes bosques tropicales del planeta, para que los árboles pudieran volver a crecer altos. Se prohibió el pastoreo en los bordes de los grandes desiertos de África y Asia y se plantó hierba para que la estepa y la sabana pudieran reconquistar poco a poco el territorio perdido ante la piedra y la arena. Aunque las estaciones meteorológicas situadas en órbita no podían cambiar el clima, a menudo desviaban los vientos lo suficiente para que ningún lugar de la Tierra sufriera sequías, inundaciones o falta de luz. En las grandes reservas los animales supervivientes aprendían a vivir de nuevo en libertad. Todas las naciones del mundo tenían un reparto equitativo de alimento y ninguna padecía ya hambre. Cada niño disponía de buenos maestros; cada hombre y mujer de una oportunidad decente para convertirse en aquello a lo que los condujeran sus talentos, pasiones y deseos.
Tendría que haber sido una época feliz en la que la humanidad avanzara hacia un futuro donde el mundo sería curado, donde podría vivirse una vida cómoda sin la vergüenza de saber que todo era a expensas de alguien más. Y para muchos (quizá la mayoría) así era. Pero muchos otros no podían apartar el rostro de las sombras del pasado. Faltaban demasiadas criaturas, que nunca serían restauradas. Demasiadas personas, demasiadas naciones yacían enterradas bajo el suelo del pasado. Una vez el mundo había rebosado con siete mil millones de vidas humanas. Ahora sólo una décima parte de esas vidas atendían los jardines de la Tierra. Los supervivientes no podían olvidar fácilmente el siglo de guerra y epidemias, de sequía e inundación y hambre, de atroz furia que conducía a la desesperación. Cada paso de cada hombre y mujer viviente pisaba la tumba de alguien, o eso parecía.
Así que no fueron sólo los bosques y praderas los que fueron devueltos a la vida. La gente también pensaba en recuperar los recuerdos, las historias, los caminos entrelazados que hombres y mujeres habían seguido para guiarlos a sus momentos de gloria y sus momentos de vergüenza. Construyeron máquinas que les permitían ver el pasado, al principio los grandes cambios absolutos a lo largo de los siglos, y luego, cuando las máquinas fueron perfeccionadas, los rostros y las voces de los muertos.
Sabían, por supuesto, que era imposible registrarlo todo. No había suficientes seres vivos para dar testimonio de todas las acciones de los muertos. Pero probando acá y allá, siguiendo una pregunta hasta su respuesta, una nación hasta su fin, los hombres y mujeres de Vigilancia del Pasado podían contar historias a sus semejantes, fábulas auténticas que explicaban por qué las naciones se alzaban y caían; por qué los hombres y mujeres envidiaban, odiaban y amaban; por qué los niños se reían bajo la luz del sol y temblaban en la oscuridad de la noche.
Vigilancia del Pasado recordaba tantas historias olvidadas, duplicaba tantas obras de arte perdidas o rotas, recuperaba tantas costumbres, modas, chistes y juegos, tantas religiones y filosofías, que a veces daba la impresión de que no había necesidad de pensar en nada. Toda la historia estaba disponible, parecía, y sin embargo Vigilancia del Pasado apenas había arañado la superficie de ella, y la mayoría de los observadores ansiaban un futuro ilimitado en el que pudieran curiosear a través del tiempo.