Diko se encontró con Hunahpu en la estación de Juba. Fue fácil de reconocer, ya que era pequeño, de piel marrón clara y rasgos mayas. Se le veía plácido, allí de pie en el andén, tranquilo, mientras contemplaba lentamente la multitud. A Diko le sorprendió lo joven que parecía, aunque era consciente de que los indios de piel suave a menudo parecían jóvenes a ojos acostumbrados al físico de otras razas. Y, sobre todo en alguien de aspecto tan juvenil, resultaba sorprendente que no hubiera ningún atisbo de tensión en su rostro. Como si hubiera venido a este lugar un millar de veces antes. Como si estuviese observando un viejo panorama familiar, para ver cómo había cambiado, o no lo había hecho, en los años transcurridos desde su marcha. ¿Quién podría imaginar, al mirarlo, que su carrera estaba en juego, que nunca había viajado en toda su vida más allá de Ciudad de México, que estaba a punto de hacer una presentación que podría cambiar el curso de la historia? Diko le envidió aquella paz interior que le permitía tratar con la vida tan… tan firmemente.
Se acercó a él. Hunahpu la miró, sin que ni una sombra de expectación o de alivio en su rostro le delatara, aunque debió de reconocerla, debía de haber buscado su foto en los archivos de Vigilancia antes de ir hasta allí.
—Soy Diko —dijo ella, extendiendo ambas manos.
Él las sostuvo brevemente.
—Soy Hunahpu. Ha sido muy amable al venir a recibirme.
—No hay señales en las calles y soy mejor conductora que los taxistas. Bueno, tal vez no, pero cobro menos.
Él no sonrió. «Un tipo frío», pensó Diko.
—¿Tiene alguna maleta? —preguntó.
Él sacudió la cabeza.
—Sólo esto. —Hizo un gesto para indicar la pequeña bolsa que llevaba al hombro. ¿Era posible que sólo trajera una muda de ropa? Pero claro, viajaba de un clima tropical a otro, y no necesitaría útiles de afeitar (ser barbilampiño era parte de lo que hacía que los indios parecieran más jóvenes), y en cuanto a los papeles, habrían sido transmitidos electrónicamente. No obstante, la mayoría de la gente llevaba muchas más cosas cuando viajaba. Quizá se sabían inseguros y necesitaban rodearse de objetos familiares, o sentir que tenían muchas opciones cada día cuando se vestían, para no tener que verse tan asustados o sentirse tan faltos de poder. Obviamente, ése no era el caso de Hunahpu. Al parecer nunca sentía miedo alguno, o tal vez nunca se consideraba a sí mismo un extraño. «Qué notable sería —pensó Diko— sentirse en casa en cualquier lugar. Ojalá tuviera yo ese don.» Para su sorpresa, descubrió que lo admiraba aunque se sentía repelida por su frialdad.
Viajaron en silencio hasta el hotel. Él no hizo ningún comentario sobre su alojamiento.
—Bien —dijo ella—, supongo que querrá descansar para recuperarse del jet lag. El mejor consejo es dormir unas tres horas o así, y luego levantarse y comer inmediatamente.
—No tendré jet lag —contestó él—. Dormí en el avión. Y en el tren.
¿Durmió? ¿Camino de la entrevista más importante de su vida?
—Bueno, entonces querrá comer.
—Lo hice en el tren.
—Bueno, pues… ¿Cuánto tiempo necesitará antes de que empecemos?
—Puedo empezar ahora mismo —dijo. Se quitó la bolsa del hombro y la dejó sobre la cama. Había economía de movimientos en la forma en que lo hizo. No la arrojó con descuido ni la colocó con atención. En cambio, se movió de forma tan natural que pareció que la bolsa hubiera acudido hasta la cama por propia voluntad.
Diko se estremeció. No sabía por qué. Entonces advirtió que era por Hunahpu, por la forma en que estaba allí de pie sin nada en las manos, sin nada en el hombro, sin nada a lo que sujetarse o aferrarse. Había soltado el único accesorio que llevaba, y sin embargo parecía tan relajado y tranquilo como siempre. Eso la hizo sentir lo que experimentaba cada vez que alguien se acercaba demasiado al borde de un precipicio, una especie de horror empático. Nunca podría haber hecho eso. En un lugar extraño, sola, habría tenido que agarrarse a algo familiar. Un cuaderno. Una bolsa. Incluso un brazalete o un anillo o un reloj con los que pudiera juguetear. Pero ese hombre… parecía completamente tranquilo sin nada. Estaba segura de que podría quitarse las ropas y deambular desnudo por la vida sin mostrar signos de vulnerabilidad. Su perfecto autocontrol era irritante.
—¿Cómo lo hace? —preguntó, incapaz de detenerse.
—¿Hacer qué?
—Estar tan… tan tranquilo.
Él se lo pensó un instante.
—Porque no sé qué otra cosa hacer.
—Yo estaría aterrorizada. Llegar así a un lugar desconocido… Poner el trabajo de mi vida en manos extrañas.
—Sí —dijo él—. Yo también.
Ella le miró, sin entender lo que quería decir.
—¿Está asustado?
Él asintió. Pero su cara parecía tan plácida como antes, su cuerpo igual de relajado. De hecho, aunque reconocía estar aterrorizado, sus modales, su expresión irradiaban el mensaje opuesto: que estaba tranquilo, quizás un poco aburrido, pero no impaciente. Como si fuera un espectador que no estuviera interesado en los acontecimientos que iban a acontecer.
Y de repente los comentarios de la supervisora de Hunahpu empezaron a tener sentido. Había dicho que nunca parecía preocuparse por nada, ni siquiera por las cosas que más quería. Es imposible trabajar con él, pero buena suerte, había dicho. Sin embargo, no era como si Hunahpu fuera autista, incapaz de responder. Miraba lo que había a su alrededor y claramente registraba lo que veía. Era amable y prestaba atención cuando ella hablaba.
Bueno, no importaba. Era extraño, eso estaba claro. Pero había venido a exponer su tesis, y aquel momento era tan bueno como cualquier otro.
—¿Qué necesita? —preguntó—. ¿Para defender su caso? ¿Un TruSite?
—Y un terminal de red —respondió él.
—Entonces vamos a mi estación de trabajo.
—Pude convencer a Don Enrique de Guzmán —dijo Colón—. ¿Por qué únicamente los reyes son inmunes a mis argumentos?
El padre Antonio tan sólo sonrió y sacudió la cabeza.
—Cristóbal, todos los hombres educados son inmunes a vuestros argumentos. Son débiles, carecen de sentido. Tenéis en contra a todos los matemáticos y todos los antiguos que cuentan. Los reyes son inmunes a vuestros argumentos porque tienen acceso a hombres doctos que los hacen pedazos.
Colón se quedó estupefacto.
—Si creéis esto, padre Antonio, ¿entonces por qué me apoyáis? ¿Por qué soy bienvenido aquí? ¿Por qué me ayudasteis a persuadir a don Enrique?
—No me convencieron vuestros argumentos. Me convenció la luz de Dios que hay dentro de vos. Tenéis fuego en vuestro interior. Creo que sólo Dios puede poner tal fuego en un hombre. De modo que, aunque piense que vuestros argumentos son insensatos, también creo que Dios quiere que naveguéis hacia poniente, y por eso os ayudaré todo lo que pueda, porque también amo a Dios y también tengo una diminuta chispa de ese fuego dentro de mí.
Ante estas palabras, los ojos de Colón se inundaron de lágrimas. En todos sus años de estudio, en todas sus discusiones en Portugal, y más recientemente en la casa de don Enrique, nadie había mostrado signos de haber sido tocado por Dios en apoyo a su causa. Había empezado a pensar que Dios había renunciado a él y que ya no le estaba ayudando de ninguna forma. Pero al oír las palabras del padre Antonio (que era, después de todo, un hombre muy sabio a quien respetaban los eruditos de toda Europa), Colón confirmó que Dios estaba, en efecto, tocando los corazones de hombres buenos para hacerles creer en la misión que le había encomendado.
—Padre Antonio, si no supiera lo que sé, tampoco yo habría creído en mis argumentos —dijo Colón.
—Basta —dijo el padre Pérez—. No volváis a decir eso.
Colón lo miró, sorprendido.
—¿A qué os referís?
—Aquí en La Rábida, tras las puertas cerradas, podéis decir esas cosas y nosotros comprenderemos. Pero a partir de ahora no debéis mostrar a nadie la más leve señal de que es posible dudar de vuestros argumentos.
—Es posible dudar de ellos —dijo el padre Antonio.
—Pero Colón nunca debe dar signos de que sabe que es posible hacerlo. ¿No comprendéis? Si es voluntad de Dios que este viaje se produzca, entonces debéis inspirar confianza en los demás. Eso es lo que proporcionará vuestra victoria, Colón. No la razón, no los argumentos, sino la fe, el coraje, la persistencia, la certeza. Los que estén tocados por el Espíritu de Dios creerán en vos a cualquier precio. ¿Pero cuántos habrá presentes? ¿Cuántos de esos hombres ha habido?
—Contando con vos y con el padre Antonio, dos.
—¿Veis? No conseguiréis la victoria con la fuerza de vuestros argumentos, pues son realmente débiles. Y el Espíritu de Dios no abrumará a todos los que se crucen en vuestro camino, porque Dios no actúa de esa forma. ¿Qué tenéis a vuestro favor, Cristóbal?
—Vuestra amistad —respondió de inmediato.
—Y vuestra completa y absoluta fe —dijo el padre Pérez—. ¿Tengo razón, padre Antonio?
El aludido asintió.
—Comprendo lo que quiere decir. Aquellos que son débiles de fe adoptarán la fe de aquellos que son fuertes. Vuestra confianza debe ser absoluta; entonces los otros podrán aferrarse a vuestra fe y se dejarán llevar.
—Así pues —dijo el padre Pérez—, nunca debéis mostrar duda. Nunca mostréis siquiera la posibilidad de duda.
—Muy bien —dijo Colón—. Puedo hacer eso.
—Y dejad siempre la impresión de que sabéis mucho más de lo que decís.
Colón no dijo nada, pues no podía decir al padre Pérez que su declaración era verdad.
—Eso significa que nunca, nunca digáis a nadie: «Éstos son mis argumentos, os he contado todo lo que sé.» Si os hacen preguntas directas, responded como si sólo fuerais a dejar escapar una brizna de vuestro conocimiento. Actuad como si ellos debieran saber ya tanto como vos y os decepciona que no lo hagan. Actuad como si todo el mundo debiera saber las cosas que vos sabéis y desesperáis de enseñar a los no iniciados.
—Lo que estáis describiendo suena a arrogancia —dijo Colón.
—Es más que arrogancia —rió el padre Antonio—. Es arrogancia erudita. Creedme, Cristóbal, así es exactamente cómo ellos os tratarán.
—Cierto —dijo Colón, recordando la actitud de los consejeros del rey Juan allá en Lisboa.
—Y una cosa más, Cristóbal —dijo el padre Pérez—. Sois bueno con las mujeres.
Colón alzó una ceja. No era el tipo de argumento que esperara oír de un prior franciscano.
—No hablo de seducción, aunque estoy seguro de que podríais dominar esas artes si no lo hacéis ya. Hablo de la forma en que os miran. La forma en que os prestan atención. Eso también es una herramienta, pues vivimos en una época en que Castilla está regida por una mujer. Una verdadera reina gobernante, y no sólo consorte. ¿Creéis que Dios deja esas cosas al azar? Ella os mirará como las mujeres miran a los hombres y os juzgará del mismo modo…, no por la fuerza de vuestros argumentos, ni por vuestra astucia o valor en la batalla, sino por la fuerza de vuestro carácter, la intensidad de vuestra pasión, la fuerza de vuestra alma, la compasión y… sobre todo, vuestra conversación.
—No comprendo cómo utilizaré este supuesto don —dijo Colón. Estaba pensando en su esposa, y en lo mal que la había tratado… y sin embargo cuánto lo había amado ella a pesar de todo—. No podéis estar sugiriendo que busque algún tipo de audiencia privada con la reina Isabel.
—¡En absoluto! —exclamó el padre Pérez, horrorizado—. ¿Creéis que sugeriría traición? No, os reuniréis con ella públicamente… por eso os ha mandado llamar. Mi posición como confesor de la reina me ha permitido enviarle cartas hablando de vos, y quizás eso ayudó a picar su interés. Don Luis le escribió, ofreciendo contribuir con cuatro mil ducados a vuestra empresa. Don Enrique quería montar la empresa él mismo. Todas estas cosas han hecho que a sus ojos seáis una figura intrigante.
—Pero lo que recibiréis es una audiencia real —dijo el padre Antonio—. En presencia de la reina de Castilla y su esposo, el rey de Aragón.
—Sin embargo, os digo que debéis pensar en que se trata de una audiencia con la reina sola —replicó el padre Pérez—, y debéis hablarle como a una mujer, como se habla con las mujeres, y no con los hombres. Será tentador para vos hacer como hacen la mayoría de los cortesanos y embajadores y dirigiros al rey. Ella odia eso, Cristóbal. No traiciono el secreto de confesión cuando os lo digo. La tratan como si no estuviera allí, y sin embargo su reino es el doble de grande que el del rey. Aun más, es su reino el que es una nación marinera que asoma al oeste, al Atlántico. Así que cuando habléis, dirigios a ambos, por supuesto, no os atreváis a ofender al rey. Pero en todo lo que digáis, mirad primero a la reina. Habladle a ella. Explicadle. Persuadidla. Recordad que la cantidad que estáis pidiendo no es grande. ¿Unos pocos navios? Eso no arruinará el tesoro. En su poder está el daros esos barcos aunque su marido os desprecie. Y como es una mujer, está en su poder creer en vos y confiar en vos y garantizaros vuestra Petición aunque todos los hombres sabios de España estén en contra. ¿Me comprendéis?
—Sólo tengo a una persona a quien persuadir —dijo Colón—, y es la reina.
—Lo único que tenéis que hacer con los eruditos es ignorarlos. Lo único que tenéis que hacer es no decirles nunca, nunca: «Esto es todo lo que tengo, éstas son todas mis pruebas.» Si admitís eso, harán pedazos vuestros argumentos y ni siquiera la reina Isabel podrá contra su certeza. Pero si no lo hacéis, su informe parecerá mucho más débil. Dejará espacio para la interpretación.
»Ellos se enfurecerán con vos, por supuesto, y tratarán de destruiros, pero son hombres honrados y tendrán que dejar abierta una pequeña puerta a la duda, unas cuantas frases molestas que admitan la posibilidad de que, aunque crean que estáis equivocado, no pueden estar absolutamente seguros.
—¿Y eso será suficiente?
—¿Quién sabe? —dijo el padre Pérez—. Puede que sí.
«Cuando Dios me encomendó esta tarea —pensó Colón—, creí que me abriría el camino. En cambio, encuentro que esta débil oportunidad es lo único que puedo esperar.»
—Persuadid a la reina —dijo el padre Pérez.
—Si puedo —contestó Colón.
—Es buena cosa que seáis viudo. Sé que es una crueldad decirlo, pero si la reina supiera que estáis casado, su interés en vos se reduciría.
—Ella está casada —dijo Colón—. ¿Qué queréis decir con eso?
—Quiero decir que cuando un hombre está casado, ya no es tan fascinante para las mujeres. Ni siquiera para las mujeres casadas. ¡Sobre todo para las mujeres casadas, ya que consideran que saben cómo son los maridos!
—Los hombres, por otro lado, no se dejan preocupar por esta aberración —añadió el padre Antonio—. Juzgando por mis confesiones, al menos, diría que a los hombres les fascinan más las mujeres casadas que las solteras.
—Entonces la reina y yo estamos destinados a fascinarnos mutuamente —dijo Colón secamente.
—Eso creo —respondió el padre Pérez con una sonrisa— pero vuestra amistad será pura, y los hijos de vuestra unión serán carabelas con el viento del este en la popa.
—Fe para las mujeres, pruebas para los hombres —dijo el padre Antonio—. ¿Significa eso que el cristianismo es para las mujeres?
—Digamos más bien que el cristianismo es para los fieles, y por eso hay más cristianos verdaderos entre las mujeres que entre los hombres.
—Pero sin comprensión no puede haber fe —dijo el padre Antonio—, y por eso queda en el terreno de los hombres.
—Está la comprensión de la razón, en la que los hombres destacan, y la comprensión de la compasión, en la que las mujeres son muy superiores. ¿Qué pensáis que da paso a la fe?
Colón los dejó discutiendo sobre el tema y terminó sus preparativos para el viaje a Córdoba, donde los reyes habían establecido su corte mientras continuaban su guerra más o menos permanente contra los moros. Toda aquella charla sobre lo que las mujeres quieren y necesitan y admiran era ridícula, lo sabía… ¿qué podían saber de las mujeres unos sacerdotes célibes? Pero claro, Colón había estado casado y no sabía nada sobre ellas, y el padre Pérez y el padre Antonio habían oído las confesiones de muchas mujeres. Así que tal vez sabían.
«Felipa creía en mí —pensó Colón—. No le daba ninguna importancia, pero ahora comprendo que la necesitaba, que dependía de ella para eso. Creyó en mí aunque no comprendía mis argumentos. Tal vez el padre Pérez tiene razón y las mujeres pueden ver más allá de lo superficial y comprender el meollo más profundo de la verdad. Quizá Felipa veía la misión que la Santísima Trinidad puso en mi corazón, y eso la hizo apoyarme a pesar de todo. Quizá la reina Isabel lo verá también, y como es una mujer en un lugar normalmente reservado a los hombres, podrá volver el curso del destino para permitirme cumplir la misión de Dios.»
A medida que oscurecía, Colón se fue sintiendo más solitario, y por primera vez que pudiera recordar, echó de menos a Felipa y quiso tenerla a su lado. «Nunca comprendí lo que me diste —le dijo, aunque dudaba que pudiera oírlo. ¿Pero por qué no podía? Si los santos pueden oír las oraciones, ¿por qué no las esposas?—. Y si ella no me escucha ya (¿por qué iba a hacerlo?), sé que estará escuchando las oraciones de Diego.»
Con este pensamiento recorrió el monasterio iluminado por las antorchas hasta que llegó a la pequeña celda donde dormía Diego. Colón lo cogió en brazos y lo llevó a su propia habitación, a su cama más grande, y allí se acostó, con su hijo acurrucado. «Estoy aquí con Diego —dijo en silencio—
¿Me ves, Felipa? ¿Me oyes? Ahora te comprendo un poco —le dijo a su esposa muerta—. Ahora conozco la grandeza del regalo que me diste. Gracias. Y si tienes alguna influencia en el cielo, toca el corazón de la reina Isabel. Deja que ella vea en mí lo que tú viste. Deja que me ame una décima parte de lo que tú lo hiciste y tendré mis barcos y Dios llevará la cruz a los reinos de Oriente.»
Diego se agitó, y Colón le susurró:
—Sigue durmiendo, hijo mío. Sigue durmiendo.
Diego se acurrucó contra él, y no se despertó.
Hunahpu caminaba con Diko por las calles de Juba como si pensara que los niños desnudos y las chozas de paja fueran la forma más natural de vivir; ella nunca había visto un visitante de fuera de la ciudad que no hiciera comentarios, que no formulara preguntas. Algunos pretendían aparentar indiferencia, y preguntaban si la paja utilizada para las chozas era local o importada, o alguna otra tontería que realmente fuera una forma de dar rodeos para decir: ¿De verdad viven ustedes así? Pero Hunahpu no parecía pensar nada de eso, aunque ella advertía que sus ojos lo abarcaban todo.
Dentro de Vigilancia del Pasado, naturalmente, todo sería familiar, y cuando llegaron a su estación Hunahpu inmediatamente se sentó ante su terminal y empezó a recuperar archivos. No había pedido permiso, pero ¿por qué habría de hacerlo? Si estaba allí para enseñarle a ella algo, ¿por qué debería solicitar el uso de lo que ella obviamente pretendía que utilizara? No estaba siendo descortés. De hecho, había dicho que estaba aterrado. ¿Podría ser esta tranquilidad, esta impasibilidad la forma en que trataba con el miedo? ¡Tal vez si se relajara de verdad, parecería más tenso! Riendo, bromeando, mostrando emociones, reaccionando. Quizá sólo parecía completamente en paz cuando sentía temor.
—¿Cuánto sabe ya? —preguntó—. No quiero desperdiciar tiempo exponiendo un material con el que ya está familiarizada.
—Sé que los mexica llegaron a su cima imperial con la conquista de Ahuitzotl. Eso demostró esencialmente los límites prácticos del imperio mesoamericano. Las tierras conquistadas estaban tan lejos que Moctezuma II tuvo que reconquistarlas, y aun así siguieron sin permanecer en su poder.
—¿Y sabe por qué ésos fueron los límites?
—Por el transporte —dijo ella—. Estaba demasiado lejos, era demasiado difícil abastecer a un ejército. La mayor hazaña de los guerreros aztecas fue hacer la conexión con Soconusco, en la costa del Pacífico. Y eso sólo funcionó porque no sacrificaron a sus víctimas en Soconusco, sino que comerciaron con los nativos. Fue más una alianza que una conquista.
—Ésos fueron los límites en el espacio —replicó Hunahpu—. ¿Qué hay de los límites sociales y económicos?
Ella sintió como si la estuvieran examinando. Pero él tenía razón: si probaba primero sus conocimientos, sabría hasta qué grado podía profundizar en lo que importaba, los nuevos hallazgos que responderían a la gran pregunta de por qué la Intervención había encomendado a Colón la misión de navegar hacia el oeste.
—Económicamente, el culto mexica de los sacrificios era contraproducente. Mientras seguían conquistando nuevas tierras, tomaban tantos cautivos de la guerra que el territorio cercano podía mantener una fuerza de trabajo suficiente para proporcionar comida. Pero en cuanto empezaron a volver de las batallas con veinte o treinta cautivos en vez de con dos o tres mil, se enfrentaron a un dilema. Si realizaban sus sacrificios en los territorios cercanos que ya controlaban, la producción de alimento bajaría. Pero si dejaban a esos hombres en los campos, tendrían que reducir sus sacrificios, lo que significaría aún menos poder en la batalla, aún menos favor del dios del estado… ¿cómo se llamaba?
—Huitzilopochtli —dijo Hunahpu.
—Bueno, decidieron aumentar los sacrificios. Como una especie de prueba de fe. Así que la producción cayó y hubo hambre. Y los pueblos que gobernaban se inquietaron más y más por los sacrificios, aunque todos creían en la religión, porque en los viejos tiempos, antes de los mexica con su culto a Witsil… Huitzil…
—Huitzilopochtli.
—Sólo había unos pocos sacrificios cada vez, comparativamente hablando. Tras la guerra ceremonial, o incluso después de la guerra de la estrella. Y después de los juegos de pelota. Los mexica, con sus prolíficos sacrificios, eran nuevos. La gente odiaba eso. Las familias estaban siendo destrozadas y, como se sacrificaba a tanta gente, ya no parecía haber ningún honor sagrado en ello.
—¿Y dentro de la cultura mexica?
—El estado se desarrolló porque proporcionaba movilidad social. Si te distinguías en la guerra, ascendías. Las clases comerciantes podían comprar su estatuto de nobleza. Se podía progresar. Pero eso terminó inmediatamente después de Ahuitzotl, cuando Moctezuma acabó virtualmente con toda posibilidad de comprar con dinero el ascenso social, y cuando el fracaso de una guerra tras otra indicó que había pocas posibilidades de ascender a través del valor demostrado en batalla. Moctezuma se encontró en un punto muerto, y eso fue desastroso, ya que toda la estructura económica y social mexica dependía de la expansión y la movilidad social.
Hunahpu asintió.
—Bien —dijo Diko—, ¿en qué está en desacuerdo de todo esto?
—No estoy en desacuerdo con nada.
—Pero la conclusión que se obtiene de todo esto es que incluso sin Cortés, el imperio azteca se habría derrumbado en cuestión de años.
—De meses, en realidad —dijo Hunahpu—. Los más valiosos pueblos indios aliados de Cortés fueron los pueblos de Tlaxcala. Fueron los que ya habían roto la maquinaria militar mexica. Ahuitzotl y Moctezuma lanzaron ejército tras ejército contra ellos, pero siempre conservaron su territorio. Para los mexica fue una humillación, porque Tlaxcala estaba al este de Tenochtitlán, completamente rodeado por el imperio mexica. Y todos los otros pueblos, los que aún se resistían a los mexica y los que estaban siendo reducidos a cenizas bajo su gobierno, empezaron a ver en Tlaxcala la esperanza de su liberación.
—Sí, he leído su trabajo al respecto.
—Es como el imperio persa después de los caldeos. La caída de los mexica no tenía por qué implicar la de toda la estructura imperial. Los tlaxcalanos habrían actuado y se habrían apropiado de ella.
—Es un resultado posible —dijo Diko.
—No —corrigió Hunahpu—. Es el único resultado posible. Algo que ya estaba en marcha.
—Ahora llegamos a las pruebas, me temo.
Él asintió.
—Mire.
Se volvió hacia el TruSite II y empezó a recuperar escenas cortas. Obviamente se había preparado con mucho cuidado, pues pasaba de una escena a otra casi con la rapidez de una película.
—Aquí está Chocla —dijo, y le mostró breves imágenes de la reunión del hombre con el rey tlaxcalano y con otros hombres en otros contextos; luego nombró a otro embajador tlaxcalano y le mostró lo que estaba haciendo.
La imagen se reveló rápidamente. Los tlaxcalanos eran bien conscientes de la inquietud de los pueblos sometidos y de las clases guerreras y comerciantes dentro del territorio mexica. La situación era propicia para un golpe de estado o una revolución, y lo que sucediera primero sin duda conllevaría lo segundo. Los tlaxcalanos se estaban reuniendo con líderes de todos los grupos, forjando alianzas, preparándose.
—Los tlaxcalanos estaban preparados. Si Cortés no hubiera llegado para desbaratar sus planes, habrían intervenido para apoderarse de todo el imperio mexica. Estaban preparando que todas las naciones sometidas de importancia se rebelaran a la vez y apoyaran a Tlaxcala a causa de su enorme prestigio. Al mismo tiempo, iban a dar un golpe para derribar a Moctezuma, lo que rompería la triple alianza cuando Texcozo y Tacuba abandonaran Tenochtitlán y se unieran a una nueva alianza de gobierno con Tlaxcala.
—Sí —dijo Diko—. Creo que eso está claro. Creo que tiene usted razón. Eso es lo que planeaban.
—Y habría funcionado —dijo Hunahpu—. Así que toda esta charla de que el imperio azteca estaba a punto de caer no tiene sentido. Habría sido sustituido por un imperio más nuevo, más fuerte, más vigoroso. Y, he de señalar, tan viciosamente dedicado a los sacrificios humanos como el mexica. La única diferencia entre ellos era el nombre del dios: en vez de Huitzilopochtli, los tlaxcalanos cometían sus masacres en nombre de Camaxtli.
—Todo esto es muy convincente —dijo Diko—. ¿Pero qué diferencia hay? Los mismos límites que se aplican a los mexica se aplicarían también a los pueblos de Tlaxcala. Los límites de transporte. La imposibilidad de mantener un programa sistemático de sacrificios e intensa agricultura al mismo tiempo.
—Los tlaxcalanos no eran los mexica.
—¿Y eso significa…?
—En su desesperada pugna por sobrevivir ante un enemigo implacable y poderoso (una pugna que los mexica nunca habían conocido, debo añadir), los tlaxcalanos abandonaron la fatalista visión de la historia que había lastrado a los mexica, los toltecas y los mayas antes que ellos. Buscaban un cambio, y el cambio tenía que producirse.
A estas alturas, empezaba a hacerse tarde y otras personas, terminada su jornada de trabajo, comenzaron a acercarse para ver la presentación de Hunahpu. Diko advirtió que el miedo le había abandonado y que se volvía apasionado y animoso. Se preguntó si era así cómo había comenzado el mito del indio estoico: la respuesta cultural al miedo entre los indios parecía impasibilidad a los europeos.
Hunahpu empezó a efectuar otra ronda de breves escenas que mostraban a mensajeros del rey de Tlaxcala, pero en este caso no acudían a disidentes mexicas o a naciones sometidas.
—Es bien sabido que los taráscanos al oeste y al norte de Tenochtitlán habían desarrollado recientemente bronce auténtico y estaban experimentando con otros metales y aleaciones —dijo Hunahpu—. Lo que nadie parece haber advertido es que los mexica eran completamente inconscientes de esto, pero Tlaxcala estaba muy al tanto. Y no van a tratar sólo de comprar el bronce. Van a tratar de coproducirlo. Están negociando una alianza y llevar a los herreros taráscanos a Tlaxcala. Sin duda tendrán éxito, y eso significa que tendrán armas devastadoras y terribles que ninguna otra nación de la zona posee.
—¿Crearía una gran diferencia el bronce? —preguntó uno de los espectadores—. Quiero decir que las hachas de pedernal de los mexica podían decapitar a un caballo de un golpe, no se puede decir que no tuvieran ya armas devastadoras.
—Una flecha con punta de bronce es más liviana y puede volar más lejos y con más precisión que una con punta de piedra. Una espada de bronce puede taladrar la armadura acolchada que resistía las puntas y las hojas de pedernal. Es una gran diferencia. Y no se habría acabado con el bronce. Los taráscanos eran serios en su trabajo con muchos metales diferentes. Estaban empezando a trabajar con el hierro.
—No —dijeron varios a la vez.
—Sé lo que dice todo el mundo, pero es cierto.
Mostró una escena donde un metalúrgico tarascano trabajaba con hierro más o menos puro.
—Eso no funcionará —dijo un curioso—. No está lo suficientemente caliente.
—¿Duda que encontrará un medio de hacer que su fuego sea más intenso? —preguntó Hunahpu—. Esta imagen es de la época en que Cortés se abría ya paso hacia Tenochtitlán. Por eso el trabajo con el hierro no llegó a nada. No se recordó porque no había tenido éxito cuando la conquista española. Lo descubrí porque soy el único que pensó que merecía la pena tratar de buscarlo. Pero los taráscanos estaban a punto de trabajar con hierro.
—¿Y entonces la edad de bronce mesoamericana habría durado menos de diez años? —preguntó alguien.
—No hay ninguna ley que diga que el bronce tiene que llegar antes que el hierro, o que el hierro tenga que esperar siglos tras el descubrimiento del bronce —dijo Hunahpu.
—El hierro no es la pólvora —señaló Diko—. ¿O nos va a mostrar a los taráscanos trabajando con ella?
—Mi razonamiento no es que alcanzaran la tecnología europea en unos pocos años… creo que eso sería imposible. Lo que estoy diciendo es que al aliarse con los taráscanos y controlarlos, los tlaxcalanos habrían tenido armas que les darían una ventaja devastadora sobre todas las otras naciones cercanas. Causarían tanto miedo que esas naciones, una vez conquistadas, podrían permanecer bajo su dominio más tiempo, podrían enviar libremente a los taráscanos el tributo que los mexica tenían que conseguir por medio de un ejército. Los lazos de sometimiento habrían aumentado y con ellos la estabilidad del imperio.
—Posiblemente —dijo Diko.
—Probablemente —incidió Hunahpu—. Y está también esto: los tlaxcalanos dominaban ya Huexotzingo y Cholula… pequeñas ciudades cercanas, pero eso nos da una idea de su imperio. ¿Y qué hicieron? Interfirieron en la política interna de sus estados sometidos hasta un grado con el que nunca soñaron los mexica. No estaban obteniendo sólo tributos y víctimas para sus sacrificios, estaban estableciendo un gobierno centralizado con rígido control sobre los gobiernos de las naciones conquistadas. Un verdadero imperio políticamente unificado, en vez de una red dispersa de tributos. Ésta es la innovación que hizo tan poderosos a los asirios, y que fue copiada después por todos los imperios de éxito. Los tlaxcalanos han hecho por fin el mismo descubrimiento dos mil años más tarde. Pero piensen en lo que hizo por los asirios e imaginen ahora lo que hará para Tlaxcala.
—Muy bien —dijo Diko—. Déjeme llamar a mis padres.
—Pero no he acabado todavía.
—Atendí su presentación para ver si merecía la pena invertir tiempo con usted. Lo merece. Obviamente, estaban sucediendo muchas más cosas en Mesoamérica de lo que nadie ha pensado, porque todo el mundo estaba estudiando a los mexica y nadie buscaba estados sucesores. Su investigación es claramente productiva, y gente con mucha más autoridad que yo tendrá que ver esto.
De repente, el ánimo y el entusiasmo de Hunahpu desaparecieron, y se volvió de nuevo tranquilo y estoico. Diko pensó: eso significa que otra vez tiene miedo.
—No se preocupe —dijo—. Estarán tan interesados como yo.
Él asintió.
—¿Cuándo será, pues?
—Mañana, espero. Vaya a su habitación, duerma. El restaurante del hotel le atenderá, aunque dudo que tengan gran cosa en comida mexicana, así que espero que se contente con la cocina internacional estándar. Le llamaré por la mañana para explicarle nuestro plan de trabajo.
—¿Qué hay de Kemal?
—Creo que no querrá perdérselo.
—Porque ni siquiera he llegado al tema del transporte.
—Mañana —dijo Diko.
Los otros se marchaban ya, aunque algunos se retrasaban, esperando una oportunidad para hablar con Hunahpu cara a cara. Diko se volvió hacia ellos.
—Dejémoslo dormir. Todos estáis invitados a la presentación de mañana, ¿así que para qué hacer que diga cosas esta noche que contará mañana a todo el mundo?
Le sorprendió oír a Hunahpu reír. No lo había oído hacerlo antes, y se volvió hacia él.
—¿Qué tiene tanta gracia?
—Pensé que cuando me interrumpió fue porque no me creía y estaba siendo amable con promesas de reuniones con Tagiri y Hassan y Kemal.
—¿Por qué piensa eso, cuando le dije que consideraba que era importante? —A Diko le ofendía que él pensara que estaba mintiendo.
—Porque nunca antes he conocido a nadie que hiciera lo de usted. Detener una presentación que considerara importante.
Ella no comprendía.
—Diko —dijo él—, la mayoría de la gente sólo quiere saber algo que sus superiores no saben. Saber las cosas primero. ¿Aquí tiene la oportunidad de oírlo todo antes y lo detiene? ¿Espera? Y no sólo eso: ¿promete a otros que están por debajo de su jerarquía que pueden estar también presentes?
—Así es como funcionamos en Vigilancia del Pasado. La verdad seguirá siendo verdad mañana, y todo el mundo que necesite saberla tiene el mismo derecho.
—Así son las cosas en Juba —la corrigió Hunahpu—. O tal vez así funcionan las cosas en la casa de Tagiri. Pero en el resto del mundo, la información es una moneda, y la gente está ansiosa por adquirirla y tiene cuidado de cómo la gasta.
—Bueno, supongo que entonces nos hemos sorprendido mutuamente.
—¿La he sorprendido yo?
—Es bastante hablador —dijo ella.
—Con mis amigos.
Ella aceptó el cumplido con una sonrisa. La que él devolvió fue cálida y aún más valiosa, por ser tan rara.
Santángel supo desde el momento en que Colón empezó a hablar que no iba a tratarse del típico cortesano que suplicaba unas prebendas. Para empezar, no había ningún atisbo de fanfarronería, de jactancia en el hombre. Su cara parecía más joven de lo que sugerían sus ondulantes cabellos blancos, lo que le proporcionaba un aspecto sin edad, como de duende. Sin embargo, lo que cautivaban eran sus modales. Hablaba en voz baja, de forma que la corte entera tuvo que guardar silencio para permitir que los reyes lo escucharan. Y aunque miraba por igual a Fernando e Isabel, Santángel advirtió de inmediato que este hombre sabía quién era a quien tenía que contentar, y no era Fernando.
Fernando no albergaba ningún sueño de cruzada; trabajaba para conquistar Granada porque era suelo español, y su sueño era una España única y unida. Sabía que no se conseguiría en un momento. Trazaba sus planes con paciencia. No tenía que abrumar a Castilla; era suficiente haberse casado con Isabel, sabiendo que en sus hijos las coronas se unirían para siempre. Mientras tanto le daba a ella mayor libertad de acción en su reino con tal de que los movimientos militares quedaran bajo su sola dirección. Mostraba la misma paciencia en la guerra con Granada, sin arriesgar jamás sus ejércitos en batallas a todo o nada. Prefería asediar, amagar, maniobrar, subvertir, confundir al enemigo, que sabía que pretendía destruirlos pero nunca encontraba el momento para plantar sus tropas y detenerlo. Expulsaría a los moros de España, pero lo haría sin destruir a España en el proceso.
Isabel, sin embargo, era más cristiana que española. Se unió a la guerra contra Granada porque quería que el territorio quedara bajo la ley cristiana. Hacía tiempo que presionaba para conseguir la purificación de España expulsando a todos los no cristianos; la impacientaba el hecho de que Fernando no la dejara expulsar a los judíos hasta que los moros fueran derrotados.
—Un infiel cada vez —decía él, y ella consentía, pero se impacientaba con la espera, sentía la presencia de los no cristianos en España como una piedra en su zapato.
Así que cuando este Colón empezó a hablar de grandes reinos e imperios al este, donde el nombre de Cristo nunca había sido pronunciado en voz alta, sino que vivía solamente como un sueño en los corazones de aquellos que ansiaban el bien, Santángel supo que esas palabras quemarían como una llama el corazón de Isabel aunque dejaran dormido a Fernando. Cuando Colón empezó a decir que aquellas naciones paganas eran responsabilidad especial de España, «pues estamos más cercanos a ellos que cualquier otra nación cristiana excepto Portugal, y los portugueses se han propuesto el viaje más largo posible en vez del más corto, rodeando África en vez de internarse al oeste por el estrecho océano que nos separa de millones de almas que se unirán bajo los estandartes de la España cristiana», la reina empezó a mirarlo con embeleso, sin parpadear.
Santángel no se sorprendió cuando Fernando se excusó y dejó que su esposa continuara sola la entrevista. Sabía que el rey asignaría inmediatamente consejeros para que examinaran a Colón por él, y el proceso no sería sencillo. Pero este Colón… Al oírlo, Santángel no podía sino creer que si alguien podía tener éxito en esa loca empresa, era ese hombre. Era un mal momento para tratar de montar una expedición exploradora. España estaba en guerra; todos los recursos del reino iban dirigidos a expulsar a los moros de Andalucía. ¿Cómo podía la reina financiar un viaje semejante? Santángel recordaba bien la furia en los ojos del rey cuando escuchó las cartas de Don Enrique, el duque de Sidonia, y de Don Luis de la Cerda, el duque de Medina.
—Si tienen dinero que pueden arriesgarse a hundir en el Atlántico con viajes inútiles, ¿por qué no nos lo han dado ya a nosotros para expulsar al moro de su propia puerta? —preguntó.
Isabel era también una soberana práctica, que nunca dejaba que los deseos personales interfirieran en las necesidades de su reino ni lastraran sus recursos. Sin embargo, veía el asunto de forma diferente. Veía que aquellos dos nobles creían en ese genovés que había fracasado ya en la corte del rey de Portugal. Había recibido la carta del padre Juan Pérez, su confesor, asegurando que Colón era un hombre honrado que no pedía más que la oportunidad de demostrar sus creencias, con su propia vida si era necesario. Así que le había invitado a Córdoba, una decisión que Fernando soportó con paciencia, y ahora le escuchaba.
Santángel observaba, actuando como agente del rey, para informarle de todo cuanto dijera Colón. Conocía ya la mitad de su informe: no podemos permitirnos costear tal expedición en este momento. Como tesorero del rey Fernando y principal recaudador de impuestos, Santángel sabía que era su deber ser absolutamente honesto y preciso, para que el rey supiera exactamente lo que España podía permitirse y lo que no. Santángel era el que había explicado al rey por qué no debería enfadarse con los duques de Medina y Sidonia.
—Están pagando todos los impuestos que pueden año sí y año también. Esta expedición sólo se produciría una vez, y sería un gran sacrificio para ellos. Debemos considerarlo no una prueba de que están engañando a la corona, sino como una prueba de que en efecto creen en este Colón. Ya destinan a los gastos de guerra tanto como cualquier otro noble, y usar este asunto como pretexto para extraer más de ellos sólo los convertiría en nuestros enemigos e incomodaría también a los otros nobles.
El rey Fernando olvidó la idea, naturalmente, porque confiaba en el juicio de Santángel en cuestiones fiscales.
En ese momento Santángel observaba y escuchaba mientras Colón exponía a la reina sus sueños y esperanzas. ¿Qué es lo que pide en realidad?, se preguntó en silencio. Hasta que transcurrieron tres horas de audiencia, Colón no tocó por fin ese punto.
—No más de tres o cuatro naos… podrían ser carabelas, a fin de cuentas —dijo—. No se trata de una expedición militar. Sólo vamos a marcar el camino. Cuando regresemos con el oro, las joyas y las especias de Oriente, entonces los sacerdotes podrán ir en grandes flotas, con soldados para protegerlos de los celosos infieles. Podrán extenderse por Cipango y Cathay, las islas de las especias y la India, donde millones de seres oirán el dulce nombre de Jesucristo y suplicarán el bautismo. Se convertirán en vuestros súbditos, y os mirarán siempre como aquella que les llevó la alegre nueva de la Resurrección, que les reveló sus pecados para que pudieran arrepentirse. Y con el oro y la plata, con las riquezas del Oriente a vuestra disposición, no habrá más problemas para financiar una pequeña guerra contra los moros de España. Podréis reunir grandes ejércitos y liberar Constantinopla. Podréis convertir de nuevo al Mediterráneo en un mar cristiano. Podréis visitar la tumba donde yació el cuerpo del Salvador, podréis arrodillaros y rezar en los jardines de Getsemaní, podréis alzar una vez más la cruz sobre la ciudad santa de Jerusalén, sobre Belén, la ciudad de David, sobre Nazaret, donde Jesús creció al cuidado del carpintero y la Santísima Virgen.
Escucharlo era como música. Y cada vez que Santángel empezaba a pensar que no eran más que adulaciones, que este hombre, como la mayoría de los hombres, sólo buscaba su propio beneficio, recordaba: Colón pretendía poner en peligro su vida, navegando con la flota. Colón no pedía ningún título, ninguna preferencia, ninguna riqueza hasta y a menos que regresara con éxito de su viaje. Eso daba a sus apasionados argumentos un soniquete de sinceridad desconocido en la corte. «Puede que esté loco —pensó Santángel—, pero es honrado. Honrado y listo. Nunca alza la voz. Nunca pontifica, nunca arenga. En cambio, habla como si esto fuera una conversación entre un hermano y una hermana. Siempre es respetuoso, pero también íntimo. Habla con fuerza masculina, pero nunca como si pensara que ella es su inferior en cuestiones de pensamiento o comprensión… un error fatal en el que muchos hombres han caído a lo largo de los años al hablar con Isabel.»
Por fin la audiencia terminó. Isabel, siempre cuidadosa, no prometió nada, pero Santángel notó que sus ojos brillaban.
—Hablaremos de nuevo —dijo ella. «Creo que no —pensó Santángel—. Creo que Fernando querrá reducir al mínimo el contacto directo entre su esposa y este genovés. Pero ella no le olvidará, y aunque en este momento el tesoro no pueda permitirse nada aparte de la guerra, si Colón es lo suficientemente paciente y no hace ninguna estupidez, creo que Isabel encontrará un medio de darle una oportunidad.»
¿Una oportunidad para qué? ¿Para morir en el mar, perdido con tres carabelas y todas sus tripulaciones, de hambre o de sed o hecho pedazos por alguna tormenta o engullido en un remolino?
Colón fue despedido. Isabel, cansada pero feliz, se acomodó en su trono, luego llamó a Quintanilla y al cardenal Mendoza, que habían esperado también a lo largo de toda la audiencia.
Para sorpresa de Santángel, también lo llamó a él.
—¿Qué pensáis de este nombre?
Quintanilla, siempre el primero en hablar y el último en tener algo valioso que decir, simplemente se encogió de hombros.
—¿Quién puede decir si su plan tiene algún mérito? El cardenal Mendoza, el hombre al que algunos llamaban «el tercer rey», sonrió.
—Habla bien, majestad, y ha navegado con los portugueses y ha sido recibido por su rey —dijo—. Pero harán falta muchos exámenes antes de que sepamos si sus ideas tienen algún mérito. Creo que su idea de la distancia entre España y Cathay, navegando hacia poniente, es un craso error.
Entonces ella miró a Santángel. Esto lo aterrorizó. No había ganado su puesto de confianza por hablar en presencia de otros. No era un orador. Más bien actuaba. El rey confiaba en él porque cuando prometía que podría recaudar una suma de dinero, lo hacía; cuando prometía que podían permitirse llevar a cabo una campaña, los fondos aparecían.
—¿Qué sé yo de tales asuntos, majestad? —preguntó—. Navegar hacia poniente… ¿qué sé de eso?
—¿Qué le diréis a mi esposo? —preguntó ella, con cierta burla, pues por supuesto él era un claro observador, no un espía.
—Que el plan de Colón no es tan caro como un asedio, pero más caro que nada que podamos permitirnos en este momento.
Ella se volvió hacia Quintanilla.
—¿Y Castilla tampoco puede permitírselo?
—En este momento, majestad, sería difícil. No imposible, pero si fracasara Castilla quedaría en ridículo a los ojos de los otros.
No hacía falta decir que por «los otros» se refería a Fernando y sus consejeros. Santángel sabía que Isabel tenía siempre cuidado de mantener el respeto hacia su marido y los hombres a quien éste escuchaba, pues si se ganaba reputación de alocada, para él sería cosa fácil intervenir y quitarle el poder en Castilla, con poca resistencia por parte de los nobles castellanos. Sólo su reputación de sabiduría «masculina» le permitía a Isabel seguir siendo un fuerte punto de unión para los castellanos, que a su vez le daban a ella una medida de independencia respecto a su esposo.
—Y sin embargo —dijo—, ¿por qué nos hizo Dios reina, si no para traer a sus hijos a la Cruz?
El cardenal Mendoza asintió.
—Si las ideas de Colón tienen mérito, entonces cumplirlas merecerá cualquier sacrificio, majestad. Mantengámoslo aquí en la corte para que pueda ser examinado, para que sus ideas pueden ser discutidas y comparadas con el conocimiento que tenemos de los antiguos. Creo que no hay prisa. Cathay seguirá todavía allí dentro de un mes o dos, o de un año.
Isabel reflexionó unos instantes.
—Ese hombre no tiene posesiones —dijo—. Si lo retenemos aquí, deberemos unirlo a la corte. —Miró a Quintanilla—. Debe permitírsele que viva como un caballero.
Él asintió.
—Ya le di una pequeña suma para que viviera mientras esperaba esta audiencia.
—Quince mil maravedíes de mi propio bolsillo —dijo la reina.
—¿Eso es para un año, majestad?
—Si requiere más de un año, volveremos a hablar del tema.
Hizo un gesto con la mano y desvió la mirada. Quintanilla se marchó. El cardenal Mendoza también se excusó y salió. Santángel se volvió para imitarlo, pero ella lo llamó.
—Luis —dijo.
—Majestad.
Esperó hasta que el cardenal Mendoza terminó de marcharse.
—Qué extraordinario que el cardenal Mendoza decidiera escuchar todo lo que ese Colón tenía que decir.
—Es un hombre notable —dijo Santángel.
—¿Quién? ¿Colón o Mendoza?
Como el propio Santángel no estaba seguro, no tenía ninguna respuesta preparada.
—Lo habéis escuchado, Luis Santángel, y sois un hombre obstinado. ¿Qué pensáis de él?
—Creo que es un hombre honrado. Aparte de eso, ¿quién puede saberlo? Océanos, barcos de vela y reinos al este… no sé nada de eso.
—Pero sabéis cómo juzgar cuándo un hombre es honrado.
—No ha venido a robar los cofres reales —dijo Santángel—. Y sentía cada palabra que os ha dicho hoy. De eso estoy seguro, majestad.
—Yo también —dijo la reina—. Espero que pueda defender su caso ante los eruditos.
Santángel asintió. Y entonces, contra su mejor juicio, añadió un osado comentario.
—Los eruditos no lo saben todo, majestad.
Ella alzó las cejas. Luego sonrió.
—También os ha ganado a vos, ¿verdad?
Santángel se ruborizó.
—Como decía… creo que es un hombre honrado.
—Los hombres honrados tampoco lo saben todo.
—En mi línea de trabajo, majestad, he llegado a considerar que un hombre honrado es una preciosa rareza, mientras que los eruditos abundan.
—¿Y eso es lo que le diréis a mi esposo?
—Vuestro esposo —dijo él con cuidado— no me hará las mismas preguntas que vos.
—Entonces acabará sabiendo menos de lo que debería saber, ¿no creéis?
Era lo máximo que la reina Isabel podía decir para admitir abiertamente la rivalidad entre las dos coronas de España, a pesar de la cuidadosa armonía de su matrimonio. No valdría para nada que Santángel se comprometiera en una pregunta tan peligrosa.
—No soy capaz de imaginar qué deben saber los soberanos.
—Ni yo tampoco —dijo la reina en voz baja. Apartó la mirada, mientras un aire de melancolía cruzaba su rostro—. No será bueno para mí verlo demasiado a menudo —murmuró. Entonces, como si recordara que Santángel estaba allí, lo despidió con un gesto.
Él se marchó de inmediato, pero las palabras de la reina permanecieron fijas en su mente. No será bueno verlo demasiado a menudo. Así que Colón la había impresionado más de lo que imaginaba. Bueno, eso era algo que el rey no tenía necesidad de saber. No había ningún motivo para decirle al soberano algo que acabaría con el pobre genovés muerto en una noche oscura con un cuchillo entre las costillas. Santángel le diría al rey Fernando sólo lo que éste preguntara: ¿merecia la pena invertir en la idea de Colón? Y a eso, Santángel respondería sinceramente que en ese momento era más de lo que la corona podía permitirse, pero que dentro de algún tiempo, cuando la guerra hubiera concluido con éxito, podría ser factible e incluso deseable, si se juzgaba que tenía alguna posibilidad de éxito.
Y mientras tanto, no había necesidad de preocuparse por la última observación de la reina. Era una mujer cristiana y una reina astuta. No pondría en peligro su puesto en la eternidad o en el trono por un breve capricho con este genovés de pelo blanco; ni Colón parecía tan loco para buscar una loca aventura donde convertirse en favorito. Sin embargo, Santángel se preguntaba si en el fondo de la mente de Colón no habría una leve esperanza de ganar más que la mera aprobación de la reina.
Bueno, ¿qué importancia tenía? No llegaría a nada. Si Santángel era un juez de hombres, estaba seguro de que el cardenal Mendoza había dejado la corte esa noche decidido a que el examen de Colón fuera un infierno. Los argumentos del pobre hombre acabarían hechos pedazos; después de que los eruditos terminaran con él, sin duda marcharía de Córdoba avergonzado.
«Lástima —pensó Santángel—. Había empezado bien.»
Y entonces pensó: «Quiero que tenga éxito. Quiero que consiga sus navios y realice su viaje. ¿Qué me ha hecho? ¿Por qué debería importarme? Colón me ha seducido igual que ha seducido a la reina.»
Se estremeció ante su propia fragilidad. Creía que era más fuerte.
Para Hunahpu quedó claro desde el principio que a Kemal le molestaba tener que perder el tiempo escuchando a aquel joven mexicano desconocido. Se mostró distante e impaciente. Pero Tagiri y Hassan fueron bastante agradables, y cuando Hunahpu miró a Diko advirtió que estaba completamente tranquila; su sonrisa fue cálida y alentadora. Quizá Kemal era siempre así. «Bueno, no importa —pensó Hunahpu—. Lo que importa es la verdad.» Y Hunahpu la tenía, o al menos más verdad de lo que nadie había logrado recopilar todavía respecto a esos asuntos.
Tardó una hora en exponer todo lo que le había mostrado a Diko en la mitad de tiempo, sobre todo porque al principio Reinal no paraba de interrumpirlo, desafiando sus declaraciones. Pero a medida que fue pasando el tiempo, cuando quedó claro que todo lo que cuestionaba Kemal era resuelto mediante pruebas que Hunahpu pretendía incluir un poco más tarde en su presentación, la hostilidad empezó a menguar y se le permitió continuar con menos preguntas.
Había alcanzado el punto al que había llegado con Diko, y como para recalcar ese hecho ella acercó su silla a la zona de visión del TruSite II. Los otros que habían observado el día anterior también mostraron más atención.
—Les he mostrado que los taráscanos tenían la tecnología para establecer un imperio más dominante que el mexica, y los tlaxcalanos buscaban esa tecnología. Su pugna por la supervivencia los había vuelto más abiertos a la novedad… lo vimos un poco después, por supuesto, cuando se aliaron con Cortés. Pero esto no fue todo. Los zapotecas de la costa norte del istmo de Tehuantepec también estaban desarrollando una nueva tecnología.
De repente el TruSite II empezó a mostrar la construcción de unos barcos. Hunahpu les enseñó la canoa habitual de los tainos y caribes de las islas del este y luego las diferencias con los nuevos barcos que estaban construyendo los zapotecas.
—Timones —dijo, y todos observaron que la caña del timón estaba siendo transformada en un aparato más eficaz—. Y ahora, miren cómo hacen los barcos más grandes.
En efecto, los zapotecas estaban consiguiendo una capacidad de transporte mayor de lo que sería posible con una canoa tallada a partir de un solo árbol. Al principio consistía en amplias planchas montadas sobre los costados de la canoa que se extendían hacia afuera, pero esto hacía que el bote fuera inseguro, fácil de volcar. Una solución mejor fue dar forma a un segundo árbol en extensión vertical a los lados de la canoa, sujeto al casco por el uso de agujeros abiertos en los lados. Para que fuera estanco al agua cubrían las superficies de savia antes de unirlas, creando una especie de engrudo que las sujetaba.
—Ingenioso —dijo Kemal.
—Duplica la capacidad de los barcos. Pero los frena también… tienden a encallarse. Pero lo que importa es que han aprendido a unir la madera y hacerla resistente al agua. La construcción con un solo árbol se ha acabado. Sólo es cuestión de tiempo antes de que las canoas originales de un árbol se conviertan en la quilla, y se usen tablas para crear un casco más ancho.
—Cuestión de tiempo —dijo Kemal—. Pero no se ve cómo lo hacen.
—Carecen de las herramientas adecuadas —dijo Hunahpu—. Cuando Tlaxcala se apodere del imperio azteca, el bronce de los taráscanos será de los zapotecas y podrán hacer bordas más eficaces y con superficies más lisas y dignas de confianza. Lo importante es que cuando crean una innovación, ésta se extiende rápidamente. Y los zapotecas también viven bajo la presión de los aztecas. Tienen que encontrar provisiones porque los ejércitos mexicas los han expulsado de sus territorios. En esta tierra pantanosa, la agricultura es siempre precaria. Miren hacia dónde navegan.
Les mostró los torpes y burdos barcos zapotecas transportando grandes cargamentos desde Veracruz y el Yucatán.
—Por lentos que sean estos barcos, llevan la suficiente carga en cada viaje para permitir que éstos sean beneficiosos. Han navegado lo suficiente hacia el norte por la costa de Veracruz para entrar en contacto con los tlaxcalanos y los taráscanos. Y aquí —la imagen cambió otra vez—, ésta es la isla de La Española. Y miren quién ha venido de visita.
Tres barcos zapotecas se acercaron a la orilla.
—Por desgracia —dijo Hunahpu—, Colón ya estaba allí.
—Pero si no hubiera estado —intervino Diko—, el alcance del imperio tlaxcalano podría haberse extendido hasta las islas.
—Exactamente.
—Ya había extensos contactos entre Mesoamérica y las islas del Caribe —dijo Kemal.
—Por supuesto —contestó Hunahpu—. La cultura taina era en realidad un residuo de saqueadores anteriores del Yucatán. Trajeron consigo el deporte de pelota, por ejemplo, y se establecieron como clase gobernante. Pero adoptaron el lenguaje arahuaco y pronto olvidaron sus orígenes, y desde luego no establecieron ninguna ruta de comercio regular. ¿Para qué? Sus barcos no podían cargar lo suficiente para que eso produjera beneficios. Sólo saquear merecía la pena, y los caribes eran los saqueadores, no los tainos, y como surgieron del sureste caribeño, Mesoamérica quedaba lejos de su alcance. Los tainos conocían Mesoamérica como una tierra fabulosa de oro y riquezas y dioses poderosos… a eso se referían cuando le hablaron a Colón de la tierra de oro que había al oeste, pero no mantenían ningún contacto regular. Estos barcos zapotecas lo habrían cambiado todo. Sobre todo a medida que se hacían más grandes y mejores. Habría sido el comienzo de una tradición marinera que habría hecho que los barcos pudieran cruzar el Atlántico.
—Muy especulativo —dijo Kemal.
—Perdóneme —intervino Diko—, ¿pero no trata de eso todo su proyecto? ¿De especulación?
Kemal la miró con mala cara.
—Lo que importa no son los detalles —dijo Hunahpu, ansioso por no enfrentarse a Kemal—. Lo que importa es que los zapotecas estaban innovando, llegaron a las islas con barcos que podían transportar cargamentos mayores y eran conocidos por los tlaxcalanos a lo largo de la costa de Veracruz. Es impensable que los tlaxcalanos no se aprovecharan de esta nueva tecnología como hicieron con el bronce de los tarascanos. Fue una época de invención e innovación en Mesoamérica, la única barrera era el ultraconservador liderazgo mexica y éste estaba condenado (todo el mundo lo sabe). Me parece obvio a partir de estas evidencias que los tlaxcalanos se habrían convertido en el imperio sucesor y, como los persas con el imperio de los caldeos, el innovador y políticamente sofisticado imperio tlaxcalano habría ampliado el imperio de los mexica.
—Ha defendido usted muy bien sus argumentos —dijo Kemal.
Hunahpu casi se permitió un suspiro de alivio.
—Pero sostiene mucho más que eso, ¿verdad? Y para eso no tiene ninguna prueba.
—El descubrimiento de Colón borró todas las otras pruebas —dijo Hunahpu—. Pero claro, la Intervención también borró la cruzada de Colón al este. Creo que estamos en el mismo terreno.
—Igualmente inestable.
—Kemal encabeza los aspectos especulativos de nuestra investigación —dijo Tagiri—, precisamente porque es profundamente escéptico al respecto. No cree que sea posible una reconstrucción precisa.
Esa idea nunca se le había ocurrido a Hunahpu: que Kemal estuviera predispuesto a rechazar todas las especulaciones. Había supuesto que su única tarea era hacer que Kemal considerara otro escenario posible, no que tuviera que persuadirle de que era posible construir un escenario después de todo.
Diko pareció advertir su consternación.
—Hunahpu —dijo—, dejemos a un lado el tema de lo que puede y no puede ser demostrado. Seguro que ha desarrollado el resto de la historia en su mente. Considerémosla tan probable como que Tlaxcala ha conquistado y unificado todo el antiguo imperio azteca, que ahora navega en los barcos zapotecas comerciando a todo lo largo y ancho, y con los tarascanos haciendo para ellos armas y herramientas de bronce. ¿Y luego qué?
Su guía le ayudó a recuperar la confianza. Tratar de convencer al gran Kemal contra su voluntad era una posibilidad demasiado remota; pero sí podía exponer sus ideas.
—Primero —dijo Hunahpu— tienen que recordar que había un problema con los mexica que los tlaxcalanos no superaron. Igual que los mexica, la práctica tlaxcalana de los sacrificios sistemáticos a su dios sediento de sangre habría acabado con el caudal humano necesario para alimentar a su población.
—¿Y entonces? ¿Cómo lo resuelve? —preguntó Kemal—. No habría venido aquí si no tuviera una respuesta.
—Tengo una posibilidad. No hay ninguna evidencia, puesto que Tlaxcala no había tenido que gobernar un imperio todavía. Pero no podrían haber tenido éxito si cometieran el mismo error que los mexica, matar a los hombres capaces de sus poblaciones sometidas. Así es como pienso que lo habrían resuelto: hay un atisbo de doctrina entre la clase sacerdotal de que su dios guerrero Camaxtli se vuelve especialmente sediento de sangre después de que haya concedido a Tlaxcala una victoria. La existencia de esta idea hace posible que los tlaxcalanos desarrollaran la práctica de sólo ofrecer grandes sacrificios en masa después de una victoria militar, porque ése es el único momento en que Camaxtli necesita especialmente sangre. Así que si una tribu o nación se alia voluntariamente con Tlaxcala, sometiéndose a su soberanía y permitiendo que la burocracia tlaxcalana administre sus asuntos, sus hombres, en vez de ser sacrificados, se encargan de trabajar en los campos. Quizá, si demuestran ser dignos de confianza, puedan incluso unirse al ejército tlaxcalano, o luchar junto a él. Los sacrificios en masa sólo se realizan utilizando cautivos de los ejércitos que se resisten. Aparte de eso, los sacrificios en tiempo de paz permanecerían en un nivel tolerable… como lo eran antes de que los mexica se alzaran para formar el imperio azteca en primer lugar.
—Eso da a las naciones cercanas una recompensa al rendirse —dijo Hassan—. Y un motivo para no rebelarse.
—Muy similar a la forma en que el imperio romano no tuvo que ser conquistado —dijo Hunahpu—. Los romanos parecían tan irresistibles que los reyes de los países vecinos hacían al Senado romano heredero de sus tronos. Así vivían como soberanos hasta su muerte y luego sus reinos pasaban pacíficamente al sistema romano. Es la forma más barata de construir un imperio, y la mejor, ya que la guerra no causa daños en las tierras recién adquiridas.
—Bien —dijo Kemal—. Si su dios no está sediento de sangre excepto después de la victoria, se vuelven pacíficos y el dios se echa a dormir.
—Bueno, eso estaría bien —repuso Hunahpu—, pero parte de su teología era que además de necesitar sacrificios tras la victoria, a Camaxtli le gustaba la sangre. A Camaxtli le gustaba la guerra. Así que podían posponer los grandes sacrificios hasta que consiguieran una victoria, pero seguirían buscando más luchas que pudieran conducirlos a una victoria semejante. Además, los tlaxcalanos tenían el mismo sistema de movilidad social que los mexica en los días anteriores a Moctezuma. La única manera de subir dentro de su sociedad era o bien ganando un montón de dinero o destacando en batalla. Y ganar dinero sólo era posible para aquellos que controlaban el comercio. Así que habría habido una presión constante para iniciar nuevas guerras con vecinos cada vez más remotos. Creo que los tlaxcalanos, dominadores del bronce, no habrían tardado mucho en alcanzar las fronteras naturales de su nuevo imperio marino: las islas del Caribe al este, las montañas de Colombia al sur y los desiertos al norte. Las conquistas más allá de esos límites no habrían sido provechosas, bien porque no había grandes poblaciones concentradas que explotar económicamente o que ofrecer como sacrificios, o porque la resistencia habría sido demasiado fuerte cuando entraran en contacto con los incas.
—¿Así que se volvieron hacia el vacío Atlántico? Improbable —dijo Kemal.
—Estoy de acuerdo —respondió Hunahpu—. Si hubieran estado solos, creo que nunca se habrían vuelto hacia el este, no durante siglos. Pero no estaban solos. Los europeos vinieron a ellos.
—Entonces estamos donde comenzamos —dijo Kemal—. La superior civilización europea descubre a los retrasados indios y…
—No tan retrasados ahora —dijo Diko.
—¿Espadas de bronce luchando contra mosquetes? —desdeñó Kemal.
—Los mosquetes no fueron decisivos —dijo Hunahpu—. Todo el mundo lo sabe. Los europeos simplemente no pudieron llegar en número suficientemente grande para que sus armas superiores anularan la ventaja numérica de los indios.
Además, hay algo más que considerar. Los europeos no habrían llegado directamente al corazón del Caribe esta vez. El descubrimiento posterior se habría producido casi con toda certeza a cargo de los portugueses. Varios navios lusos desembarcaron o avistaron la costa de Brasil independientemente de Colón a finales de la década de 1490. Pero la tierra que vieron era yerma y estéril, y no conducía a la India como lo hacía la costa de África. Así que su exploración, en vez de tener la urgencia que Colón introdujo, habría sido ocasional e inconexa. Habrían pasado años antes de que los barcos portugueses llegaran al Caribe. Para entonces, el imperio tlaxcalano estaría ya bien establecido allí. Y los europeos, en vez de encontrar a los pacíficos tainos, se encontrarían a los feroces y hambrientos tlaxcalanos, que por entonces ya empezarían a frustrarse por el hecho de que no podían expandirse fácilmente más allá de sus fronteras establecidas alrededor de la cuenca caribeña. ¿Qué ven los tlaxcalanos? Para ellos, los europeos no son dioses venidos del este. Para ellos, los europeos son nuevas víctimas que Camaxtli ha traído, mostrándoles cómo volver al sendero de la guerra productiva. Y esos grandes barcos europeos y mosquetes no son sólo extraños milagros. Los tlaxcalanos (o sus aliados taráscanos o zapotecas) empezarían a destrozarlos inmediatamente. Probablemente sacrificarían a suficientes marineros para persuadir al carpintero y el herrero del barco de que hicieran un trato y, contrariamente a los mexica, los tlaxcalanos los mantendrían con vida y aprenderían de ellos. ¿Cuánto tiempo tardarían en tener mosquetes propios? ¿Naves de gran calado? Y mientras tanto, los europeos no saben nada del imperio tlaxcalano, porque las naves que alcanzan las aguas caribeñas son capturadas y sus tripulaciones jamás regresan a casa.
—Así que los tlaxcalanos ya no desarrollan ninguna tecnología independiente —dijo Tagiri.
—Eso es. Lo único que necesitaban era estar lo bastante avanzados para comprender la tecnología europea cuando la conocieran y tener una actitud que les permitiera explotarla. Y eso es lo que los Intervencionistas comprendieron. Tenían que hacer que los europeos descubrieran el nuevo mundo antes de que los tlaxcalanos llegaran al poder, en la época de los relativamente incompetentes y decadentes mexica.
—Eso tiene sentido —dijo Kemal, pensativo—. Permite un escenario creíble. Los tlaxcalanos construyen barcos al estilo europeo y fabrican mosquetes, luego llegan a las costas de Europa plenamente preparados para una guerra cuyo propósito es ampliar el imperio y al mismo tiempo llevar sacrificios a los templos de Camaxtli. Supongo que la misma pauta se aplicaría también en Europa. Toda nación que se les resistiera sería masacrada, mientras que aquellas que se aliaran con los tlaxcalanos sólo tendrían que soportar un nivel tolerable de sacrificios humanos. Creo que no sería difícil imaginar a Europa fragmentándose ante esto. No creo que a los tlaxcalanos les faltaran aliados. Sobre todo si Europa hubiera sido debilitada por una larga y sangrienta cruzada.
Para Hunahpu esto sonaba a victoria. El propio Kemal había completado el escenario por él.
—Pero no funciona de todas formas —dijo Kemal.
—¿Por qué no? —preguntó Diko.
—La viruela —dijo Kemal—. La peste bubónica. El resfriado común. Eso fue el gran asesino de los indios. Por cada uno de ellos que murió por exceso de trabajo en esclavitud o por los mosquetes y las espadas españolas, un centenar murieron de enfermedad. Esas plagas todavía tendrían que producirse.
—Oh, sí —dijo Hunahpu—. Ése fue uno de los mayores problemas, y no hay manera de encontrar pruebas para lo que voy a decir. Pero sabemos cómo funcionan las enfermedades en las poblaciones humanas. Los europeos transmitieron esas enfermedades porque eran una gran población con muchos viajes y comercios y guerras… mucho contacto entre naciones, así que en lo que se refiere a organismos infecciosos, Europa era un enorme caldero donde podían cocinarse, igual que China y la India, que también tenían enfermedades indígenas. En una gran población así, las enfermedades de éxito son aquellas que evolucionan tan rápidamente que matan despacio y no son siempre fatales. Eso les da tiempo de extenderse, y deja suficiente población humana detrás para poder recuperarse y producir una nueva generación no inmune en unos pocos años. Esas enfermedades acaban por evolucionar a epidemias infantiles, recorriendo todo el arco de población, golpeando acá y allá y luego allá y después otra vez acá. Cuando llegó Colón, no había ninguna región de las Américas que tuviera un gran comunidad de población. Los viajes eran demasiado lentos y las barreras demasiado grandes. Había unas pocas enfermedades indígenas (la sífilis, que yo recuerde), pero ésta mataba de forma excepcionalmente lenta en el contexto americano. Las plagas de rápido movimiento eran imposibles porque se agotaban en una localidad y acababan con sus anfitriones humanos antes de poder ser transmitidas a una nueva localidad. Pero eso cambia con el imperio tlaxcalano.
—Los barcos zapotecas —dijo Diko.
—Eso es. El imperio está comunicado por barcos que llevan cargas y pasajeros por toda la cuenca caribeña. Ahora las plagas pueden viajar lo bastante rápido para extenderse y volverse indígenas.
—Eso sigue sin explicar que una nueva plaga no sea devastadora —dijo Kemal—. Sólo indica que la viruela viajaría más rápido y golpearía a todo el imperio casi al mismo tiempo.
—Sí —contestó Hunahpu—. Igual que la peste bubónica devastó a Europa en el siglo catorce. Pero ahora hay una diferencia. La plaga alcanzará al imperio tlaxcalano surgida de aquellos primeros visitantes portugueses, antes de que los europeos lleguen por la fuerza. Barre todo el imperio casi con la misma devastación que tuvo en Europa. La viruela, el sarampión… tienen un efecto terrible. Pero ninguna nación europea cayó a causa de esas plagas. Ningún imperio se desmoronó, no más que Roma se desplomó a causa de las plagas de su tiempo. De hecho, la plaga tuvo el efecto de darles densidades de población más favorables. Con menos bocas que alimentar, los tlaxcalanos pueden producir ahora excedentes de alimentos. ¿Y si interpretan esas plagas como un signo de que Camaxtli quiere que vayan y conquisten más cautivos para sacrificarlos? Eso podría ser el acicate definitivo para enviarlos al este. Y cuando llegan, la viruela, el sarampión y el resfriado común son ya indígenas para los tlaxcalanos. Llegan a las costas europeas inmunizados ya a las enfermedades. Pero los europeos nunca han sido expuestos a la sífilis. Y cuando la sífilis golpeó por primera vez Europa en nuestra historia, lo hizo con saña, matando rápidamente. Sólo gradualmente se asentó para ser la lenta asesina que había sido entre los indios. ¿Y quién sabe qué otras enfermedades podrían haberse desarrollado entre los tlaxcalanos a medida que su imperio crecía? Creo que esta vez las plagas habrían funcionado a la inversa, contra los europeos y a favor de los indios.
—Posible —dijo Kemal—. Pero depende de demasiadas suposiciones.
—Todo escenario que imaginemos dependerá de suposiciones —dijo Tagiri—. Pero éste tiene una virtud única.
—¿Y cuál es?—preguntó Kemal.
—Este habría creado un futuro lo suficientemente terrible para que los Intervencionistas consideraran que merecía la pena volver atrás y borrar su propio tiempo para eliminar la fuente del desastre. Piensa lo que habría significado para la historia humana si la poderosa civilización capaz de dominar todo el mundo creyera en los sacrificios humanos. Si los cultos mesoamericanos de tortura y masacres hubieran llegado a la India, a China, África y Persia armados con rifles y conectados por ferrocarriles.
—Y por una burocracia única, poderosa, unificada y eficaz, como la romana —añadió Diko—. Las disensiones internas de Europa recorrieron un largo camino hasta conseguir que el feudalismo fuera más débil y tolerable.
—No es difícil imaginar que los Intervencionistas —continuó Tagiri—, al mirar atrás, vieran la conquista tlaxcalana de Europa como el peor y más terrible desastre en la historia de la humanidad. Y entonces vieron la ambición, el carisma personal y el impulso de Colón como la herramienta que podrían utilizar para ponerle fin.
—¿Qué significa, entonces? —dijo Hassan—. ¿Abandonamos todo nuestro proyecto, porque detener a Colón sería peor que lo que él y aquellos que le siguieron causaron en nuestra historia?
—¿Peor? —dijo Tagiri—. ¿Quién puede decir qué es peor? ¿Tú qué dices, Kemal?
Kemal pareció triunfante.
—Digo que si Hunahpu tiene razón, cosa que no podemos demostrar aunque su hipótesis es buena, sólo sabremos una cosa: mediar con el pasado es inútil porque, como demostraron los Intervencionistas, el lío que creas es poco mejor que el lío que evitas.
—No tanto —dijo Hunahpu.
Todos se volvieron a mirarlo y él advirtió que, pillado en la discusión, había olvidado con quién estaba tratando: estaba llevando la contraria a Kemal, y delante de Tagiri y Hassan, nada menos. Miró a Diko, y vio que, lejos de estar preocupada, ella simplemente le observaba con interés, esperando oír lo que tenía que decir. Y advirtió que así era como todos ellos lo miraban, excepto Kemal, y que su ceño fruncido probablemente no era cosa personal: parecía ser su expresión permanente. Por primera vez Hunahpu advirtió que allí lo trataban como a un igual, y no se ofendían ni lo despreciaban por atreverse a hablar. Su voz era tan buena como la de cualquiera. La pura maravilla de todo aquello fue casi suficiente para hacerle callar.
—¿Bien? —preguntó Kemal.
—Creo que lo que aprendemos de esto —dijo Hunahpu— no es que no se pueda intervenir efectivamente en el pasado. Después de todo, los Intervencionistas sí que impidieron exactamente lo que pretendían. He estudiado la cultura mesoamericana mucho más que ustedes, y aunque es mi propia cultura, mi propio pueblo, puedo decirles que un mundo gobernado por los tlaxcalanos o los mexica… o incluso por los mayas, para el caso, nunca habría dado paso a los valores democráticos, tolerantes y científicos que emergieron de la cultura europea, a pesar de su ensangrentada arrogancia hacia los otros pueblos.
—No puedes decir eso —objetó Kemal—. Los europeos patrocinaron el comercio de esclavos y luego lo repudiaron gradualmente… ¿quién puede decir que los tlaxcalanos no habrían repudiado los sacrificios humanos? Los europeos conquistaban en nombre de reyes y reinas, y cinco siglos después habían despojado a esos monarcas, donde sobrevivían, de toda sombra de poder que antaño empuñaron. Los tlaxcalanos habrían evolucionado también.
—Pero fuera de las Américas, donde los europeos conquistaban, la cultura nativa sobrevivía —dijo Hunahpu—. Alterada, sí, pero aún reconocible. Creo que la conquista tlaxcalana se habría parecido más a la conquista romana, que dejaba pocos rastros de las antiguas culturas gaélicas o iberas.
—Todo esto es irrelevante —dijo Tagiri—. No estamos escogiendo entre la historia de los Intervencionistas y la nuestra. Hagamos lo que hagamos, no podemos restaurar su historia y no querríamos hacerlo. Fuera cual fuese peor, la nuestra o la de ellos, ambas fueron ciertamente terribles.
—Y ambas condujeron a una versión de Vigilancia del Pasado —dijo Hassan—, un futuro en que fueron conscientes de su pasado y capaces de juzgarlo.
—Sí —reconoció Kemal, con el entrecejo fruncido—, ambas condujeron a una época en que entrometidos con demasiado tiempo libre en las manos decidieron retroceder en el tiempo y reformar el pasado para que coincidiera con los valores del presente. Los muertos están muertos; estudiémoslos y aprendamos de ellos.
—Y ayudémosles si podemos —dijo Tagiri, la voz cargada de emoción—. Kemal, todo lo que aprendemos de los Intervencionistas es que lo que hicieron fue insuficiente, no que fuera algo que no habría que haber intentado.
—¡Insuficiente!
—Ellos sólo pensaron en la historia que querían evitar, no en la historia que crearían. Nosotros debemos hacerlo mejor.
—¿Cómo? —preguntó Diko—. En cuanto actuemos, en cuanto cambiemos algo, correremos el riesgo de borrarnos de la historia. Así que sólo podemos hacer un cambio, como ellos.
—Ellos sólo pudieron hacer un cambio —dijo Tagiri— porque enviaron un mensaje. Pero ¿y si enviáramos un mensajero?
—¿Una persona?
—Hemos descubierto, tras cuidadosos exámenes, cuál era la tecnología de los Intervencionistas. No enviaron sólo un mensaje desde su propio tiempo, porque en cuanto empezaran a enviarlo se habrían destruido a sí mismos y al mismo instrumento que enviaba el mensaje. En cambio, enviaron un objeto atrás en el tiempo. Un proyector holográfico, con el mensaje completo dentro. Sabían exactamente dónde colocarlo y cómo ponerlo en marcha. Hemos encontrado la máquina. Funcionaba perfectamente, y entonces liberó potentes ácidos que destruyeron los circuitos y, después de aproximadamente una hora, cuando no había nadie cerca, liberó una andanada de calor que lo derritió hasta convertirlo en un trozo de chatarra y luego explotó, lanzando diminutos fragmentos fundidos a varias hectáreas a la redonda.
—No nos lo habías contado —dijo Kemal.
—El equipo que trabaja en la construcción de una máquina del tiempo lo sabe desde hace meses —dijo Tagiri—. Lo publicarán pronto. Lo que importa es lo siguiente: los Intervencionistas no sólo enviaron un mensaje, sino un objeto. Eso fue suficiente para cambiar la historia, pero no lo bastante para modelarla de forma inteligente. Nosotros necesitamos enviar un mensajero que pueda responder a las circunstancias, que pueda no sólo crear un cambio, sino seguir introduciendo cambios nuevos. De esa forma podemos hacer algo más que evitar un camino terrible: podemos crear, deliberada y cuidadosamente, un nuevo camino que haga infinitamente mejor el resto de la historia. Considera que somos médicos del pasado. No es suficiente suministrar al paciente una inyección, una píldora. Debemos mantenerlo a nuestro cuidado durante un periodo extenso, adaptando nuestro tratamiento al curso de la enfermedad.
—¿De verdad pretendes enviar a alguien al pasado? —preguntó Kemal.
—A una persona, o a varias —respondió Tagiri—. Una persona podría enfermar o tener un accidente, podrían matarla. Enviar a varias personas redundaría en beneficio de nuestros esfuerzos.
—Entonces debo ser una de esas personas —dijo Kemal.
—¿Qué? —exclamó Hassan—. ¡Tú! ¡El que cree que no deberíamos intervenir!
—Nunca he dicho eso. Sólo dije que era estúpido intervenir cuando no teníamos forma de controlar las consecuencias. Si vais a enviar un equipo al pasado, quiero ser uno de sus miembros. Para poder asegurarme de que vaya bien. Para que pueda asegurarme de que merece la pena hacerlo.
—Creo que tienes una idea desproporcionada de tu propia capacidad de juicio —dijo Hassan, enfadado.
—Absolutamente —respondió Kemal—. Pero lo haré de todas formas.
—Si es que alguien va —intervino Tagiri—. Tenemos que examinar el escenario de Hunahpu y recopilar más pruebas. Entonces, sea cual fuere la imagen que obtengamos, debemos planear cuáles serán nuestros cambios. Mientras tanto, tenemos científicos trabajando con nuestra máquina… pero haciéndolo con confianza, porque hemos visto que un objeto físico puede ser enviado a través del tiempo. Cuando todos esos proyectos estén completos… cuando tengamos el poder de viajar en el tiempo, cuando sepamos exactamente qué es lo que intentamos conseguir, y cuando sepamos exactamente cómo pretendemos conseguirlo… entonces haremos público nuestro informe y la decisión de hacerlo será de todos. De todo el mundo.
Colón llegó a casa después de oscurecer, helado y extenuado… no por el trayecto, pues no vivía lejos, sino por las interminables preguntas y cuestiones y argumentos. Había ocasiones en que simplemente anhelaba decir: «Padre Talavera, os he dicho todo lo que se me ocurre. No tengo más respuestas. Haced vuestro informe.» Pero como le habían advertido los franciscanos de La Rábida, eso significaría el final de sus posibilidades. El informe de Talavera sería devastador y concienzudo, y no quedaría ninguna rendija por la que pudiera escapar con navios y tripulación y suministros para un viaje.
Incluso había ocasiones en que Colón quería agarrar al paciente, metódico e inteligente sacerdote y decirle: «¿No sabéis que veo exactamente lo imposible que os parece? ¡Pero el propio Dios me dijo que debo navegar hacia poniente para alcanzar los grandes reinos de Oriente! ¡Así que mi razonamiento debe ser cierto, no porque tenga pruebas, sino porque tengo la palabra de Dios!»
Naturalmente, nunca sucumbió a esa tentación. Aunque esperaba que si le acusaban de herejía Dios intervendría y detendría a los sacerdotes antes de que lo quemaran, no quería poner a Dios a prueba en esto. Después de todo, le había dicho que no se lo contara a nadie, y por eso apenas podía esperar una intervención milagrosa si su propia impaciencia lo ponía en peligro de ir a la hoguera.
Así, los días y las semanas y los meses iban quedando atrás, y parecía que el camino que tenía por delante tendría muchos días y semanas y meses (¿por qué no años?) antes de que por fin Talavera dijera: «Parece que Colón sabe más de lo que dice, pero debemos hacer nuestro informe y acabar.» ¿Cuántos años? Colón se cansaba sólo de pensarlo. ¿Seré como Moisés? ¿Conseguiré la aprobación para dirigir la flota cuando sea tan viejo que sólo podré quedarme en la costa y verla zarpar? ¿No veré nunca la tierra prometida?
En cuanto colocó la mano sobre la puerta, ésta se abrió de golpe y Beatriz lo recibió con un abrazo sólo levemente entorpecido por su grueso vientre.
—¿Estás loca? —preguntó Colón—. Podría haber sido cualquiera, y abres la puerta sin preguntar siquiera quién es.
—Pero eras tú, ¿no? —dijo ella, besándolo.
Él extendió la mano, cerró la puerta, y luego consiguió zafarse del abrazo lo suficiente para correr el cerrojo.
—No haces ningún bien a tu propia reputación dejando que toda la calle vea que me esperas en mis aposentos y recibiéndome a besos.
—¿Crees que toda la calle no lo sabe ya? ¿Sabes que incluso los niños de dos años saben ya que Beatriz lleva en su vientre al hijo de Cristóbal?
—Entonces deja que me case contigo.
—Lo dices, Cristóbal, sólo porque sabes que diré que no.
Él protestó, pero en su corazón sabía que ella tenía razón.
Había prometido a Felipa que Diego sería su único heredero, y por eso difícilmente podría casarse con Beatriz y legitimar a su hijo. Aparte de eso, estaba el razonamiento que ella usaba, y era correcto.
Lo recitó también entonces.
—No puedes echarte encima la carga de una esposa y un hijo cuando la corte se traslade a Salamanca en primavera. Además, ahora te presentas en la corte como un caballero emparentado con la nobleza y la realeza de Portugal. Eres viudo de una mujer de alta cuna. Pero cásate conmigo, ¿y qué serás? El marido de una prima de mercaderes genoveses. Eso no te convertirá en caballero. Creo que la marquesa de Moya tampoco querrá nada contigo.
Ah, sí, su otro «asunto del corazón», la buena amiga de la reina Isabel, la marquesa. En vano le había explicado a Beatriz que Isabel era tan pía que no toleraría ninguna insinuación de que Colón tenía relaciones con su amiga. Beatriz estaba convencida de que Colón se acostaba regularmente con ella; fingía con mucho esfuerzo que no le importaba.
—La marquesa de Moya es para mí una amiga y una ayuda, porque está cerca de la reina y cree en mi causa —dijo Colón—. Pero lo único que encuentro hermoso en ella es su nombre.
—¿De Moya? —se burló Beatriz.
—Su nombre de pila —dijo Colón—. Beatriz, igual que tú. Cuando oigo pronunciar ese nombre, me llena de amor, pero sólo hacia ti. —Colocó la mano sobre su vientre—. Lamento haberte cargado con esto.
—Tu hijo no es ninguna carga para mí, Cristóbal.
—Nunca podré legitimarlo. Si gano títulos y fortuna, pertenecerán al hijo de Felipa, Diego.
—Tendrá como herencia la sangre de Colón, y mi amor y el amor que tú me diste.
—¿Y si fracaso, Beatriz? ¿Y si no hay viaje, y por tanto no hay fortuna ni títulos? ¿Qué será tu hijo entonces? El bastardo de un aventurero genovés que trató de implicar a las cabezas coronadas de Europa en un loco plan para navegar a los extremos desconocidos del mar.
—Pero no fracasarás —dijo ella, acurrucándose junto a él—. Dios está contigo.
«¿Lo está? —pensó Colón—. ¿O cuando sucumbí a tu pasión y me uní a ti en la cama me privó del favor de Dios ese pecado que ni siquiera ahora tengo la fuerza de evitar? ¿Debería repudiarte y arrepentirme de haberte amado, para recuperar su favor? ¿O debo olvidar mi juramento a Felipa y seguir el peligroso camino de casarme contigo?»
—Dios está contigo —repitió ella—. Dios te entregó a mí. Debes olvidar el matrimonio por el bien de tu gran misión, pero sin duda Dios no pretendía que fueras sacerdote, célibe y sin amor.
Ella siempre había hablado de esta forma, incluso al principio, así que entonces Colón se preguntó si Dios le había dado por fin a alguien con quien poder hablar sobre su visión en la playa cercana a Lagos. Pero no, ella no sabía nada de eso. Sin embargo, su fe en el origen divino de su misión era fuerte, y le apoyaba cuando se sentía más desanimado.
—Debes comer —pidió—. Tienes que recuperar fuerzas para tu justa con los sacerdotes.
Tenía razón, él estaba hambriento. Pero primero la besó, porque sabía que ella necesitaba creer que le importaba más que nada, más que la comida, más que su causa. Y mientras la besaba pensó: «Si tan sólo hubiera tenido este cuidado con Felipa. Si hubiera pasado el poco tiempo necesario para tranquilizarla, no habría desesperado y habría muerto tan joven, o si hubiera muerto de todas formas, su vida habría sido más feliz hasta ese día. Habría sido tan fácil, pero yo no lo sabía.
»¿Es esto lo que es Beatriz? ¿Mi oportunidad para enmendar mis errores con Felipa? ¿O simplemente un modo de cometer errores nuevos?»
No importaba. Si Dios quería castigar a Colón por su unión ilícita con Beatriz, que así fuera. Pero si aún quería que cumpliera la misión encomendada, a pesar de sus pecados y sus debilidades, entonces Colón seguiría intentando conseguirlo con todas sus fuerzas. Sus pecados no eran peores que los del rey Salomón, y mucho más livianos que los del rey David, y Dios les dio fortaleza a ambos.
La cena fue deliciosa, y después jugaron juntos en la cama y luego durmieron. Era la única felicidad de aquellos días oscuros y fríos, y se alegraba de ello, lo aprobara Dios o no.
Tagiri introdujo a Hunahpu en el Proyecto Colón, poniéndolo junto con Diko a cargo de desarrollar un plan de acción para intervenir en el pasado. Durante una hora o dos, Hunahpu se sintió reivindicado; ansiaba regresar a su antiguo puesto el tiempo suficiente para decir adiós y ver las caras de envidia de la gente que había despreciado su proyecto privado… un proyecto que ahora sería la base para la propia obra del gran Kemal. Pero la sonrisa de triunfo desapareció pronto, y luego se convirtió en temor: tendría que trabajar entre personas que estaban acostumbradas a un altísimo nivel de pensamiento, de análisis. Tendría que supervisar a gente… él, que siempre había sido imposible de supervisar. ¿Cómo podría estar a la altura? Todos le encontrarían defectos, los de arriba y los de abajo.
Diko fue quien le ayudó en aquellos primeros días, cuidando de no asumir el mando, pero asegurándose en cambio de que todas las decisiones fueran conjuntas; de que cada vez que él necesitaba su consejo incluso para saber cuáles eran las opciones darle indicaciones sólo en privado, donde nadie pudiera verlos, para que los demás no la consideraran la verdadera «cabeza» del equipo de intervención. Muy pronto Hunahpu empezó a sentir más confianza, y luego los dos lideraron juntos, a menudo discutiendo diferentes puntos de vista pero sin tomar nunca una decisión hasta que ambos estuvieran de acuerdo. A nadie más que a los propios Hunahpu y Diko les sorprendió que, después de varios meses juntos, se dieran cuenta de que su interdependencia profesional se había convertido en algo mucho más intenso y mucho más personal.
Para Hunahpu era enloquecedor trabajar con Diko todos los días, estar cada vez más seguro de que ella le amaba tanto como la amaba él, y sin embargo ella rechazaba cualquier insinuación, cualquier propuesta, cualquier súplica de que extendieran su amistad más allá de los pasillos de Vigilancia del Pasado y pasaran a una de las chozas de paja de Juba.
—¿Por qué no? —decía él—. ¿Por qué no?
—Estoy cansada. Tenemos mucho que hacer.
Normalmente él dejaba que este tipo de respuesta le detuviera, pero no ese día, no esta vez.
—Todo va como la seda en nuestro proyecto —aseguró—. Trabajamos perfectamente juntos, y el equipo que hemos creado es eficaz y digno de confianza. Nos vamos a casa cada noche a una hora prudencial. Hay tiempo, si quieres tomarlo, para que nosotros… comamos juntos. Para que nos sentemos y hablemos como un hombre y una mujer.
—No hay tiempo para eso —respondió ella.
—¿Por qué? —demandó Hunahpu—. Estamos casi preparados, nuestro proyecto lo está. Kemal sigue trabajando en su informe sobre futuros probables, y la máquina no existe aún. Tenemos tiempo de sobra.
La tensión en el rostro de ella normalmente habría sido suficiente para hacerle callar, pero no en esta ocasión.
—Esto no tiene que hacerte infeliz. Tus padres trabajan juntos igual que nosotros, y sin embargo se casaron y tuvieron una hija.
—Sí. Pero nosotros no.
—¿Por qué no? ¿Qué pasa, soy más bajito que tú? No puedo evitar que los mayas sean más pequeños que los turcodongotonas.
—Eres tonto, Hunahpu —dijo ella—. Mi padre es también más bajo que mi madre. ¿Qué clase de idiota crees que soy?
—Tan idiota que estás enamorada de mí como yo de ti y sólo por alguna loca razón te niegas a admitirlo, rechazas incluso la posibilidad de ser felices juntos.
Para su sorpresa, sus ojos se nublaron de lágrimas.
—No quiero hablar de esto.
—Pero yo sí.
—Crees que me quieres —dijo ella.
—Sé que te quiero.
—Y crees que yo te quiero.
—Eso espero.
—Y tal vez tengas razón. Pero hay algo que los dos amamos aún más.
—¿Qué?
—Esto —dijo ella, indicando la sala que los rodeaba, llena de TruSites II, tempovisores y ordenadores, mesas y sillas.
—La gente de Vigilancia ama y vive como seres humanos —respondió él.
—No me refiero a Vigilancia, Hunahpu, sino a nuestro proyecto. El proyecto Colón. Vamos a tener éxito. Vamos a montar un equipo de tres personas que retrocederán en el tiempo. Y cuando lo consigan, todo esto dejará de existir. ¿Por qué casarnos y traer un hijo al mundo para hacer que desaparezca en unos pocos años más?
—Eso no lo sabemos —dijo Hunahpu—. Los matemáticos están aún divididos. Tal vez lo que creemos al intervenir en el pasado sea una bifurcación en el tiempo, de modo que ambos futuros continúen existiendo.
—Sabes que ésa es la alternativa menos probable. Sabes que se está construyendo la máquina de acuerdo con la teoría del metatiempo. Todo lo que se envía atrás en el tiempo sale del flujo causal. Ya no puede quedar afectado por nada de lo que suceda en la corriente temporal que originalmente le dio vida, y cuando entra en el flujo temporal en un punto diferente, se convierte en un causante no causado. Cuando cambiemos el pasado, este presente desaparecerá.
—Ambas teorías pueden explicar cómo funciona la máquina —dijo Hunahpu—, así que no trates de utilizar tu educación superior en matemáticas y teoría del tiempo contra mí.
—No importa de todas formas —dijo Diko—. Pues aunque nuestro tiempo siga existiendo yo no estaré en él.
Allí estaba: la silenciosa suposición de que ella sería una de las tres personas que retrocederían en el tiempo.
—Eso es ridículo —dijo él—. ¿Una mujer alta y negra viviendo entre los tainos?
—Una mujer alta y negra con un conocimiento detallado de los acontecimientos que esperan en el futuro a los pueblos de las tribus cercanas. Creo que lo haré bastante bien.
—Tus padres no te dejarán ir.
—Mis padres harán lo que haga falta para que la misión sea un éxito —respondió ella—. Ya estoy mucho más cualificada que nadie. Tengo una salud perfecta. He estado estudiando las lenguas que necesitaré para cada aspecto de este proyecto: español, genovés, latín, dos dialectos de arahuaco, un dialecto caribe y el lenguaje ciboney que aún se usa en la aldea de Putukam porque piensan que es sagrado. ¿Quién puede rivalizar conmigo? Y conozco el plan, de dentro a fuera, y todos los razonamientos que van consigo. ¿Quién mejor que yo puede adaptar el plan si las cosas no salen como se espera? Así que iré, Hunahpu. Mis padres se opondrán al principio, pero luego se darán cuenta de que soy la mejor esperanza de éxito, y me enviarán.
Él no dijo nada. Sabía que era cierto.
Ella se rió de él.
—Hipócrita —dijo—. Has estado haciendo lo mismo que yo… has diseñado la parte mesoamericana del plan para que sólo tú puedas llevarlo a cabo.
Era verdad.
—Soy una elección tan natural como tú… más natural, porque soy maya.
—Un maya que es más de un palmo más alto que los mayas y zapotecas de la época —replicó ella.
—Hablo dos dialectos mayas, además de náhuatl, zapoteca, español, portugués y los dos dialectos taráscanos más importantes. Y todos tus argumentos se me pueden aplicar también. Además, conozco toda la tecnología que vamos a intentar introducir y las historias personales de todas las personas con las que vamos a tratar. No hay otra elección sino yo.
—Lo sé —dijo Diko—. Lo supe antes que tú. No tienes que convencerme.
—Oh.
—Eres un hipócrita —dijo ella, con cierta emoción—. Estabas dispuesto a ir tú, y a dejarme aquí. Tenías la loca idea de que nos casaríamos y tendríamos un bebé, y que yo me quedaría por si había un futuro aquí mientras tú retrocedías en el tiempo y cumplías tu destino.
—No. En realidad, nunca pensé en el matrimonio.
—¿Entonces qué, Hunahpu? ¿Escabullimos para una sórdida cita? No soy tu Beatriz, Hunahpu. Tengo trabajo que hacer. Y al contrario que los europeos y, al parecer, también que los indios, sé que aparearme con alguien sin el matrimonio es una repulsa a la comunidad, una negativa a tomar el papel adecuado dentro de la sociedad. No me aparearé como un animal, Hunahpu. Cuando me case será como un ser humano. Y no será en esta corriente temporal. Si llego a casarme, será en el pasado, porque es el único lugar donde tendré un futuro.
Él la escuchó, dolorido.
—La posibilidad de que los dos vivamos lo suficiente para encontrarnos allí es pequeña, Diko.
—Y por eso, amigo mío, rechazo todas tus invitaciones para extender nuestra amistad más allá de estas paredes. No hay futuro para nosotros.
—¿Es el futuro, es el pasado lo único que te importa? ¿No tienes un poco de espacio para el presente?
Una vez más, las lágrimas corrieron por las mejillas de Diko.
—No —dijo.
Él extendió la mano y le secó las lágrimas con los pulgares, luego lloró también.
—No amaré a nadie más que a ti —dijo.
—Eso dices ahora. Pero te libero de esa promesa y te perdono ya por el hecho de que amarás a alguien, y te casarás, y si nos encontramos allí, seremos amigos y nos alegraremos de vernos y no lamentaremos ni por un instante no haber actuado alocadamente ahora.
—Lo lamentaremos, Diko. Al menos yo lo haré. Lo lamento ahora y lo lamentaré entonces, y siempre. Porque nadie que conozcamos en el pasado comprenderá qué y quiénes somos realmente, no como nosotros nos comprendemos ahora. Nadie en el pasado habrá compartido nuestros objetivos y habrá trabajado tan duro para ayudarnos a conseguirlos como hemos hecho el uno por el otro. Nadie te conocerá y te amará como yo. Y aunque tengas razón y no haya futuro para nosotros, yo preferiría enfrentarme al futuro que tenga con el recuerdo de saber que nos tuvimos uno al otro durante un tiempo.
—¡Entonces eres un loco romántico, como dice mi madre!
—¿Ella ha dicho eso?
—Nunca se equivoca. También dijo que nunca tendría un amigo mejor que tú.
—Tenía razón, entonces.
—Sé mi fiel amigo, Hunahpu —dijo Diko—. Nunca vuelvas a hablarme de esto. Trabaja conmigo, y cuando llegue el momento de ir al pasado, ven conmigo. Deja que nuestro matrimonio sea el trabajo que hacemos juntos, y que nuestros hijos sean el futuro que construiremos. Déjame acudir al marido que encuentre sin los recuerdos de otro marido o de otro amante. Deja que me enfrente a mi futuro con confianza en tu amistad en vez de con culpa, ya sea por rechazarte o por aceptarte. ¿Harás eso por mí?
«No —gritó Hunahpu en silencio—. Porque no es necesario, no tenemos que hacerlo, podemos ser felices ahora y seguir siéndolo en el futuro y estás equivocada, completamente equivocada al respecto.»
Excepto que si ella creía que el matrimonio o un romance la haría infeliz, entonces así sería, y por eso tenía razón (por su parte) y amarle sería una cosa mala… para ella. ¿Él la amaba o simplemente quería poseerla? ¿Se preocupaba por su felicidad o sólo quería satisfacer sus propias necesidades?
—Sí —dijo Hunahpu—. Haré eso por ti.
Fue entonces, y sólo entonces, que ella le besó, se inclinó hacia él y lo besó en los labios, no brevemente, pero tampoco con pasión. Con amor, con simple amor. Un solo beso, y luego se marchó y le dejó desolado.