VI FRENTE DE CHUBASCOS

El resto del fin de semana fue placentero pero inconsecuente. Tía Louise organizó una de sus fiestas del sábado por la noche e invitó a la mitad de la isla, incluyendo en parte a familias japonesas… quizás en beneficio de Tuli. Me reuní con mucha gente que no había visto desde mi último verano pasado en Thornton, varios años. Tía Louise no dejó de llevarme hacia todas las chicas de la casa que eran solteras y pasaban de los quince años, mientras Ted permaneció junto a Barney. Inevitablemente, alguien sacó una guitarra y se empezaron a cantar canciones populares. Sin embargo, de manera inesperada, Tuli resultó ser el éxito de la velada cuando empezó a entonar viejas epopeyas mongolas, que nos tradujo; en su mayoría eran hazañas violentas, pero otras resultaban poéticas y atractivas.

Antes de que partiésemos en la mañana del lunes,

— Tía Louise prometió invitar a mi padre para que viniese a Thornton y celebrase allí mi cumpleaños. Mi verdadero cumpleaños no tendrá lugar hasta dentro de varios meses, pero tenía intención de dar una fiesta en mi honor dentro de las próximas semanas, puesto que no estábamos seguros de sí me quedaría mucha más en Boston.

Les conduje a los tres en el coche hasta el edificio de Climatología. Ted y Tuli saltaron de mi vehículo para subir en el maltrecho Lotus que Ted dejara en el aparcamiento durante el fin de semana y marcharon raudos hacia las clases matutinas en el MIT.

Barney, sentada a mi lado, despidió a Ted con la mano y luego le vio perderse por la autopista.

— ¿Cómo crees que reaccionará el doctor Rossman ante la modificación del tiempo hecha por Ted? — la pregunté.

Dejó que la preocupación se mostrara en su rostro.

— Se enterará probablemente esta mañana, antes de que Ted vuelva de clase.

— ¿Opinas que el problema será grave?

— El doctor Rossman puede ser muy estricto en lo referente a las personas que actúan sin su permiso — dijo Barney -. Y Ted es corto de genio también.

Permanecimos sentados en silencio unos minutos. Era un poco temprano para el turno principal; unos cuantos coches comenzaron a llegar al aparcamiento. Lejos, en el horizonte, hacia el oeste, pude ver cómo empezaban a reunirse las nubes oscuras.

— Quizá debería permanecer cerca de esta casa y hablar con Ted después del almuerzo — dije.

Ella meditó antes de contestar.

— Sería una buena idea si te ofrecieses para hablar con el doctor Rossman, junto con Ted. Con un tercer individuo en la habitación, quizás ambos se mostrasen más tranquilos y pacíficos.

— ¿Actuando de árbitro?

Asintió.

Pensé que el testigo inocente que se interpone en una disputa, de ordinario recibe palos de ambos lados. Luego advertí lo terriblemente seria que estaba Barney, Lo realmente preocupada que aparecía.

— Está bien, lo intentaré — dije.

Pero no le dirás a Ted que tratas de ser árbitro en su discusión con Rossman, ¿verdad?

— ¡Oh! Entonces, ¿cómo entraré en el despacho de él?

Déjame que yo lo resuelva — dijo.

Acepté con un encogimiento de hombros. Entramos caminando en el edificio, mientras las nubes tormentosas avanzaban y lo oscurecían todo.

* * *

La masa de aire cálido sobre Nueva Inglaterra estaba siendo invadida por un chorro fuerte y frío procedente del Canadá. La invasión quedaba señalada por un frente. La línea del frente, de centenares de kilómetros de longitud, era una mezcla espesa de nubes negras que relampagueaban y emitían pequeños truenos, extendiendo lluvia y granizo sobre el suelo. Como la mayor parte de los frentes, éste olía a violencia. Impresionantes nubes de tormenta alcanzaban hasta doce kilómetros de altura, negras y terribles, cada una convertida en un motor complejo de furia turbulenta. Las partes adelantadas formaron una especie de salvaje tierra de nadie compuesta de centenares de nudos nubosos que corrían uno junto a otro, capaces de derribar y arrastrar a cualquier avión desprevenido como si fuese una hola seca en medio del vendaval. Las nubes invasoras siguieron hacia adelante, aporreando el suelo con granizadas y chubascos, serpenteando en el aire con sus relámpagos, hirviendo incluso hasta la estratosfera, en donde los vientos más fuertes y firmes aplastaban las cumbres nubosas formando con ellas cabezas de yunque. Acuciando en vanguardia, el flujo de aire frío invasor obligaba a que la masa cálida rindiese su humedad, convirtiese su energía calorífica en la violenta línea frontal de chubascos. Pero mientras el aire cálido se retiraba ante aquel invasor implacable, su calor vaporizado ablandaba el flujo de aire frío, lo calentaba, hasta que el frente de chubascos se rompió y desapareció, dejando sólo unas pocas cabezas tormentosas aisladas para que gruñesen inseguras antes de verse también disipadas por el sol constante.


Contemplé el desarrollo del chubasco desde la ventana del despacho de Ted, adonde me condujo Barney para que pasara la mañana. Vi cómo se alzaba el viento y las luces eternas se encendían al oscurecerse el cielo; vi salpicar las primeras gotas y luego grandes láminas de lluvia barrieron el aparcamiento que quedaba por debajo del río, las piedras del granizo rebotando en las capotas de los coches. Pese a toda su violencia, sin embargo, la tempestad terminó con rapidez. Salió el sol y empezó a secar los charcos. Me volví y vi que el reloj de la pared indicaba que habla transcurrido menos de una hora.

Ted compartía el despacho con Tuli. Era un cuartito pequeño, del mismo tamaño que el del doctor Barneveldt. Habla allí dos escritorios, un par de archivadores, dos estanterías atornilladas una encima de la otra y tres cafeteras eléctricas puestas en fila, en el alféizar de la ventana. Ted bebía café de igual modo que los osos se toman la miel y odiaba tener que esperar a que se preparase una nueva remesa de la infusión, me explicó Barney.

— Por eso mantengo tres cafeteras continuamente en marcha — añadió el propio Ted.

Encima de cada escritorio había una fotocopia del informe meteorológico matutino para todo el hemisferio norte. Lo ojeé y vi que se preparaba otra tormenta sobre el Pacifico.

Entonces me acordé. ¡Mi padre!

Efectué una llamada a larga distancia, cargando su importe a mi cuenta en el hotel. Cuando apareció la cara de papá en la pantalla estaba triste y sin afeitar.

— Aquí son las cuatro de la madrugada, Jeremy — dijo con un gruñido bajo y apenas controlado. Desde el viernes por la tarde intenté ponerme en contacto contigo seis veces, sin éxito. Los dragados siguen sus funciones, pero no tengo noticias tuyas sobre ese sistema de predicciones a largo plazo. Será mejor que tus excusas sean buenas.

— Lamento haberte sacado de la cama, papá… Olvidé la diferencia de horas. Y, ejem, las noticias no son muy buenas tampoco, me temo.

Le expliqué la negativa del doctor Rossman de poner en inmediata marcha el plan de Ted y la alteración deliberada de éste hecha en el tiempo. Cosa extraña, mi padre sonrió al contarle estos detalles.

— El muchacho tiene valor — comentó.

Mi padre siempre admiró a la gente que defendía sus convicciones ante los superiores… mientras él no fuese uno de esos superiores.

— Sí — dije -, ¿pero qué piensas hacer respecto a los dragados? Se prepara otra tormenta en la zona…

— No lo sabía. Aún no he visto la predicción matutina. Raras veces me levanto tan temprano.

Parpadeé.

— Supongo, Jeremy, que no podemos hacer más que cerrar los dragados durante el resto de la primavera. O hasta que tu amigo Marrett siga adelante con estas predicciones a largo plazo. Trataré de conseguir una ampliación de nuestro plazo de entrega en Modern Metals, pero me parece que nos pondrán un ojo negro en ese asunto, muchacho.

Durante el almuerzo Ted pareció chisporrotear energía nerviosa, como un peleador adiestrado y dispuesto a enfrentarse con el campeón.

— Jerry se ha ofrecido voluntario para ver al doctor Rossman — dijo Barney mientras nos sentábamos en la cafetería -. Puede ofrecer un informe personal del efecto sobre el tiempo causado por ti.

Ted asintió, ansioso.

— Buena idea. Un testigo sin prejuicios.

Barney se inclinó sobre la mesa para que pudiéramos oírla en medio del estrépito.

— No sé si será mejor que viese al doctor Rossman antes que tú, o que entrara contigo.

— Podemos entrar juntos — decidió Ted -, los cuatro. Así dominaremos al viejo.

Miré a Barney. Sonreía.

El doctor Barneveldt vino hasta nuestra mesa y puso una mano en el hombro de Ted.

— Tengo entendido que hizo usted unas cuantas experiencias la noche del viernes.

Ted sonrió.

— Unas pocas. Sus nuevos comprimidos funcionaron perfectamente bien.

¿Consiguió los datos de los aviones monitores? Me gustaría verlos.

Contestó Tuli:

— No hubieron aviones monitores. Sólo el aparato que llevaba los materiales de siembra.

El rostro del doctor Barneveldt cambió de expresión.

— No entiendo.

Sin abandonar su asiento, Ted tomó una silla de la mesa para que se sentase el anciano. Cuando el doctor Barneveldt se hubo aposentado, Ted explicó:

— Conseguí que el avión despegase antes y volara más allá del lugar fijado para la siembra, para así poder efectuaría en la zona que tenía que cambiarse. Pero no quise poner en sobreaviso a la flota entera de aviones monitores… Habla muchas posibilidades de que alguien se quejase y todo el trabajo se habría suspendido. Así que, después de que el avión de siembra estuviera en camino, el piloto llamó y dijo a los aviones monitores que se había desviado de rumbo y que había dejado caer los comprimidos y volvía. Los aviones monitores jamás despegaron.

— ¿Así que no se hicieron observaciones del instrumento?

Ninguna.

— ¿En absoluto?

— Vimos el efecto que sus comprimidos causaron en .1 tiempo contestó Ted -. Eso es lo que importa.

El doctor Barneveldt sacudió la cabeza.

— Ted, ésa es mala ciencia. No se tienen datos reales.

Ningún experimento debe efectuarse al azar. Supongamos que no hubiesen causado efecto en el tiempo. ¿Cómo se podría saber lo que anduvo defectuoso?

— Pregunta académica — repuso Ted -. Cuando uno trabaja clandestinamente, ha de emplear los atajos. No se progresa si no se arriesga el pellejo.

— Cuidado con la tortuga osada — citó Tuli.

— Es usted atrevido — comentó el doctor Barneveldt — y con suerte.

— Dentro de unos minutos sabremos si tengo suerte. Rossman quiere verme a la una y media.

Precisamente a la hora exacta, la secretaria del doctor Rossman nos acomodó a los cuatro en el despacho del jefe.

Alzó la vista desde los papeles que tenía en el escritorio.

— No sabía que iba a ser una conferencia en grupo.

Inmediatamente pude ver las nubes oscuras: frente de chubascos.

— De un modo u otro todos estamos complicados — respondió Ted.

Rossman nos miró malhumorado mientras nos acercábamos las sillas correspondientes y las ocupábamos ante su escritorio.

— Quiero una explicación de lo que pasó el viernes por la noche — pidió.

— Fácil — contestó Ted -. Le hemos demostrado que el control del tiempo funciona. Y con bastante facilidad.

— ¡No diga "nosotros", Marrett! — saltó Rossman -. Fue usted, no meta a sus amigos en esto.

— No busco protección — respondió Ted -. Les doy el crédito por ayudarme en el trabajo básico.

— Pero usted… y sólo usted… es el responsable de lo del viernes por la noche.

— Cierto.

Rossman cambió de sitio varios papeles.

¿Sabe usted lo que es esto? — esgrimió un memorándum -. Es un cálculo del coste para el Departamento del vuelo de ese avión por el océano.

— De todas formas el avión iba a recorrer esa región en general.

Y esto — sacó un telegrama -, es una queja formal de la Fuerza Aérea por haber complicado a personas sin autorización en sus operaciones de lasers de alto secreto. ¡Sin autorización! Se refiere a usted, Marrett! ¡Se le podría acusar de violar la seguridad nacional!

— Pero, doctor Rossman… — comencé.

Aguarda un momento, Jerry — me cortó Ted, volviéndose a Rossman -. Escuche. He pasado dos años en la Fuerza Aérea y una buena porción de ese tiempo en servicio orbital. Conozco los lasers de dentro a fuera. ¿Cómo piensa usted que tuve idea de utilizarles para alterar el tiempo? No he espiado a nadie, ni tampoco roto normas de seguridad. Todo lo que hice fue pedir a un camarada mío, que sigue de servicio allá arriba, que prestara atención a cierto punto geográfico. Ni siquiera le mencioné la palabra "láser". Así que no hay violación. No me amenace.

— ¿Se da cuenta de que puedo descontarle de su sueldo el coste de la llamada radiofónica a la estación orbital?

— No se pueden efectuar llamadas radiofónicas a los satélites militares. Fui a la Base de la Fuerza Aérea en Otis… emisoras libres… e hice que unos amigos míos enviaran un mensaje.

Rossman miró fulminante a Ted; su largo rostro amargo estaba colorado por la cólera.

— ¿Y no se da usted cuenta de que estropeó el experimento del doctor Barneveldt? No estuvieron los aviones monitores presentes cuando se dejaron caer los comprimidos.

— ¿Cuándo se va a dar cuenta usted de que le hemos demostrado que podemos cambiar el tiempo? — preguntó Ted, poniéndose en pie de un salto. Evidentemente, con rapidez y efectuando cambios definitivos y deliberados. Está usted gritando por unos centavos cuando todo el concepto de la meteorología puede quedar alterado. Nos es posible efectuar predicciones exactas a largo plazo; podemos comprender los flujos planetarios con detalle; podemos cambiar deliberadamente el tiempo. ¿Va a abrir ahora los ojos o se quedará ahí, obstruyendo el paso?

Rossman por poco se vuelve púrpura . Ted estaba allí plantado ante el escritorio, cerniéndose sobre el jefe. Temblando de manera visible, Rossman se levantó de su silla.

— ¿Puede demostrar que ha cambiado el tiempo? — preguntó con voz sofocada.

— ¡Yo puedo asegurarlo, doctor Rossman! — dije. La predicción del sábado por la mañana era completamente distinta al tiempo que hizo.

Sin hacerme caso, volvió a preguntar a Ted:

— ¿Puede usted demostrar que sus operaciones ilegales en verdad forzaron un cambio de tiempo? ¿O ese cambio habría sucedido de todas maneras?

— Nosotros trabajamos. El tiempo cambió. Sus propias predicciones no previeron el cambio.

— Pero usted carece de pruebas de que ese cambio dejara de ser completamente natural. No efectuó observaciones, no tomó datos. Por cuanto usted sabe, el tiempo puede haber cambiado sin que usted levantase el dedo meñique.

— No. Mi predicción a largo plazo indicaba…

Pero Rossman estaba eligiendo algunos papeles de su escritorio.

Y hay aquí otro asuntillo… una nota del grupo de estadísticas. Esa tormenta lluviosa hubiera ayudado a aliviar la falta de agua, la sequía. Supongamos que los granjeros se enteran de que la División de Climatología les quitó deliberadamente la mejor posibilidad para empapar de lluvia sus terrenos, la mejor posibilidad que se presentó en lo que podamos prever. ¿Cuánto tiempo cree que seguiríamos en nuestros empleos?

Ted extendió los brazos en un gesto desvalido.

— Mire, no se pueden tener todas las cosas a la vez. O bien no efectuamos ningún cambio en el tiempo, o hemos robado a esos pobres granjeros su lluvia. ¿En qué carta Se queda?

— No lo sé — repuso Rossman -. Y no me importa. Marrett, no consentiré que la gente actúe a mis espaldas. Y tampoco toleraré insubordinaciones. Espero que presente la carta de su dimisión en esta mesa antes de que termine el día. Si no lo hace, tengo bastantes cargos contra usted para que el Consejo de Administración le eche a patadas. ¡Está usted acabado, Marrett!. ¡Acabado!.

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