Los huracanes eran el objetivo y Ted puso a contribución hasta el último gramo de su energía para elaborar un programa de detención de los huracanes para el doctor Weis. Durante todo aquel nevado diciembre apenas vimos a nuestro amigo. Barney tuvo que sacarle de su escritorio para que pasase el día de Navidad con nosotros en Thornton.
Tuli, mientras, encontró la clave del problema de la contaminación del aire de la Cúpula de Manhattan. La Cúpula había creado una inversión de temperatura dentro de sí misma: el aire cálido, atrapado en lo alto, impedía que los humos de los automóviles y de otras máquinas subieran lo bastante por encima del nivel de la calle para que los extractores de la Cúpula lo sacaran y purificaran el ambiente contaminado.
— ¿Y cómo solucionarán eso? — le pregunté cuando me explicó el problema con detalle.
— No será muy difícil, ahora que saben en qué consiste la dificultad — dijo Tuli -. Probablemente instalarán ventiladores de succión a nivel de la calle para sacar el humo antes de que adquiera proporciones notables.
— Eso costará millones.
— Supongo que sí — contestó impasible -. Es una lástima que hayan construido la Cúpula. Dentro de unos pocos años más, Ted quizás esté dispuesto para acondicionar el aire de toda la nación… sin cúpulas de plástico.
Eolo ganó mucho dinero con el trabajo de Tuli y él parecía complacido con su misión de consejero. Pero ahora apenas tenía trabajo. Suspendido por Climatología, sin hacer nada en Eolo, empezó a trabajar por las noches con Ted en la idea de los huracanes.
Días antes de que terminase el año, Ted me llamó y me pidió que fuese a su apartamento después de cenar. No me sorprendió encontrarme a Barney recorriendo la nevada calle cuando me aproximé a la casa.
Tuli, claro, ya estaba allí, montando a horcajadas en una silla de la cocina, los brazos cruzados sobre el respaldo y su barbilla descansando en las mangas. Parecía un jinete mongol meditativo. Ted paseaba inquieto por la atestada y pequeña habitación.
— Me alegro de que vosotros hayáis venido — dijo mientras nos quitábamos los abrigos y los dejábamos en una silla -. Quería explicaros esta idea antes de contársela a Weis.
Barney y yo ocupamos el maltrecho sofá.
— Somos todo oídos — dijo.
Ted le sonrió.
— Está bien — murmuró, sin dejar de pasear -, allá va. Hay dos formas de detener un huracán: disolverlo o mantenerlo en el mar, lejos de la costa. Hasta ahora, todos los investigadores de huracanes han tratado de romper las tempestades… disiparías, destruyendo sus equilibrios energéticos…
— Trataron de sembrar las tormentas, ¿verdad? — pregunté.
— Cierto. Pero es como echar bolas de nieve a un iceberg. Toda la siembra del mundo no haría mella en un huracán adulto.
— Incluso hay pruebas de que el huracán absorbe las energías de la siembra — afirmó Barney.
Tuli asintió.
— Y las emplea para aumentar también el poder total de sus vientos.
— Entonces no se puede disipar los huracanes — dije.
— Correcto. Son excesivamente grandes para nosotros, tienen demasiada energía. Seguirán soplando hasta que las fuerzas naturales los destruyan… y no podemos competir con los recursos de energía naturales, ni soñarlo. Así que, como no podemos utilizar los músculos, tendremos que emplear nuestros cerebros.
Hizo una pausa; luego…
— Si supiésemos bastante sobre huracanes… sus senderos exactos, las distribuciones de su energía, y otras cosas… podríamos preparar sistemas de tiempo que mantendrían a las tormentas mar adentro. Es un asunto pejiguero y no sabemos todavía cómo hacerlo. Predecir el camino que seguirá una tormenta es duro… hay una gran cantidad de efectos secundarios, terciarios e incluso cuaternarios. Una caída de presión sobre Chicago podría ser la diferencia que existe entre un impacto directo en Hatteras o un fallo completo en toda la costa marina.
— Pero nos acercamos al punto en donde podremos predecir los rumbos de la tormenta — objetó Barney.
— Sí, pero aún no hemos llegado allí. Así que intentaremos otro truquito. Disipar la tormenta antes de que se convierta en huracán. Incluso antes de que sea una verdadera tormenta… Estrangularía en su nacimiento, mientras es todavía una perturbación tropical.
— ¿Puedes hacerlo? Ted asintió.
— Creo que Tul y yo hemos calculado su posibilidad.
— Cuenta a Jerry toda la historia — indicó Tuli -. Hay docenas de perturbaciones tropicales para cada huracán que llega a desarrollarse. Debemos destruir cada perturbación o arriesgarnos a dejar que alguna de ellas se conviertan en huracán…
— Podemos predecir cuál de estas perturbaciones progresará — dijo Ted.
— ¿Con cuánta exactitud? ¿Cincuenta por ciento? Aún así habría de modificarse el doble de perturbaciones que de tormentas. Los costos serian una cifra astronómica.
— ¡Sin comparación con el daño que un huracán causa cuando azota!.
— Sí — dije -, contra ese coste tenéis que luchar.
— Ese es el núcleo de la idea: atacar la perturbación tropical, impedir que se convierta en huracán. Pero únicamente atacar a las que pueden convertirse en grandes tormentas y sólo si su camino tormentoso parece que se acercará a la costa.
"Mientras, aprenderemos cómo preparar los sistemas del tiempo que impidan que los huracanes se acerquen a las costas. Cuando terminemos, deberemos molestarnos con acabar con las perturbaciones… — y entonces ya sabremos cómo controlar el tiempo lo bastante bien para mantener los huracanes en el mar.
Permanecimos sentados durante un momento, dirigiendo la idea en total silencio, mientras Ted se quedaba plantado en mitad del piso, los puños clavados firmemente en las caderas, con el aspecto del campeón mundial que se atreve a desafiar a quien levante la cabeza.
Discutimos hasta que el cielo empezó a iluminarse. So nos presentó un millón de problemas, un millón de preguntas sin respuesta. Pero todo estaba decidido y todos los esfuerzos que hicimos para obligarle a darnos las soluciones sirvieron para reforzar su punto de vista, cosa que utilizaría más tarde con el doctor Weis.
Llevé a Barney a su apartamento.
— Me intriga esta idea — dijo -. Tiene más valor de publicidad que de ciencia.
— ¿A qué te refieres?
— A acabar con las perturbaciones tropicales… se trata de una fuerza bruta. Es sólo lo que Ted ideó para dejar que el doctor Weis empiece un proyecto civil sobre el control del tiempo, en lugar de permitir que el comandante Vincent consiga poner en marcha su proyecto militar. ¿Así se escribe la historia? ¿Preparando proyectos de ensueño?
— No contesté. La historia la hacen los hombres y las mujeres en particular que realizan hechos. A veces tienen razón y otras se equivocan. Pero son los hechos los que constituyen la historia.
Los bancos de nieve se amontonaren altos en las ciudades y tomaren un color parduzco y se pudrieron, hasta que la nieve reciente volvió a blanquearlos. La primera semana de enero dio unos días de calor temporal, pero luego las masas de aire del norte, las altas presiones, entraron en silencio en Nueva Inglaterra. Señalado sólo por una breve nevada, el Anticiclón del norte era apenas más frío que el aire que desplazó. Pero era seco y sin nubes, denso e inmóvil. Aquella noche las estrellas contemplaron un panorama medie congelado mientras que el calor del día se irradiaba del suelo y se alejaba perdiéndose en el espacio, obligando a los termómetros a bajar por debajo de cero. Al llegar la mañana había hielo en donde surgiera escarcha el día anterior y la gente, que sonrió al pensar en la venida de la próxima primavera, sacudió la cabeza y se dio prisa en volver a reaprevisionarse para combatir las nieves.
Ted era como un tigre enjaulado cuando empezaron las sesiones del Congreso. El doctor Weis había aceptado la idea de acabar con los huracanes sin demasiados comentarios, apenas diciendo que "la haré revisar por mis comités-consejeros". Mientras, él y Jim Dennis aconsejaron a Ted previniéndole que no se preséntase en las sesiones.
— La mayor parte de los miembros del comité — nos dijo Jim — se mostrarían recelosos ante un joven y brillante genio. Resulta difícil admitir que alguien que es más joven que uno mismo, pueda ser mucho más listo.
Ted aceptó de mala gana, pero yo decidí vigilarlo con atención y solicité la ayuda de Barney y Tuli.
Las sesiones del Comité empezaron con el comandante Vincent y su personal explicando la necesidad de un proyecto de control del tiempo militar. La prensa les dio una tremenda publicidad y las sesiones aparecieron cada mañana en televisión. Mientras, el doctor Weiss dio la noticia de que la idea de acabar con los huracanes habla recibido el visto bueno de sus consejeros con las notas más favorables. Sugirió que el doctor Barneveldt atestiguara ante el Comité Congresional sobre el asunto. Y así Ted no tuvo más remedio que instruir brevemente al doctor Barneveldt sobre THUNDER ("TRUENO").
Es un misterio quién bautizó la idea con el nombre de THUNDER, un misterio que probablemente jamás resolveremos. Alguien, en el laberinto de personas de Washington, metido en los comités, tuvo la gran idea; esas palabras eran las letras. Iniciales de "Threatening Hurricane Neutralization, Destruction and Recording" (Destrucción, Neutralización y Registro de la Amenaza de los Huracanes). Ted murmuró algo ininteligible cuando oyó ese título por primera vez, pero "Proyecto THUNDER" se convirtió en el nombre oficial.
El día en que estaba señalado para la aparición del doctor Rossman ante el Comité, por casualidad, Tuli y yo visitamos a Ted en su cubil de Climatología. Y fue una suerte.
Barney vino para ver la sesión en el televisor de Ted. El doctor Rossman, con expresión amarga e infeliz, prefirió estar de acuerdo con el comandante Vincent en toda la línea. Las necesidades militares para el control del tiempo eran en extremo importantes, dijo. Posiblemente tan importantes como la necesidad militar de poseer proyectiles dirigidos y estaciones espaciales. La División de Climatología, dijo con la máxima claridad, estaba dispuesta a satisfacer los deseos del Pentágono.
Ted se alzó de su silla como si fuese a destrozar el televisor.
— ¡Se ha vendido! ¡Se imaginó que Weiss no puede vencer al Pentágono, así que se alinea con Vincent.
— No, espera, Ted. Quizá…
— ¡Sabe que me opongo al juego militar — exclamó Ted furioso — Trata de desembarazarse de mi respaldándoles!
Nada pudimos hacer por calmarle. Tuvimos la suerte de impedir que saltase al próximo tren subterráneo y se presentara en el local donde se celebraba la sesión del Comité, esgrimiendo una espada llameante.
Aquella noche nos llevamos a Ted a cenar y nos quedamos con él hasta bien entrada la madrugada. El doctor Barneveldt debía aparecer ante el Comité al día siguiente y esto fue lo único que consiguió calmarle. Pasó una hora en el teléfono conversando con el doctor Barneveldt, que estaba en su habitación de Washington, dándole instrucciones de última hora sobre el Proyecto THUNDER.
Tul se fue derecho a Climatología con Ted, al día siguiente, y se aseguró de llegar a tiempo para la teleemisión de la sesión.
Incluso en la pantallita del televisor portátil se podía advertir que el doctor Barneveldt impresionaba sin duda a los miembros del Comité. Su Premio Nobel le habla servido de tarjeta de presentación, y cuando se sentó ante la mesa de los testigos, teniendo delante una batería de micrófonos, era la idea misma que los congresistas tenían de un científico. Pareció advertirle, porque representó su papel con la máxima eficacia.
Después de asentir en que las aplicaciones militares del control del tiempo eran importantísimas, el doctor Barneveldt continuó diciendo:
— Pero también son igualmente importantes… no, mucho más… las necesidades de este nuevo conocimiento en tiempos de paz, para el mundo civil. Seria una lástima que las necesidades a corto plazo de los militares oscureciesen los beneficios a largo alcance que puede producir a la humanidad el control del tiempo. Si el hombre logra controlar el tiempo meteorológico, podrá incluso impedir que se produzcan causas de guerra. La pobreza, la enfermedad, el hambre… todas estas cosas quedan inmensamente influenciadas por el clima y el tiempo. Imagínense un mundo en donde no falte el agua, en donde las cosechas florezcan cada año, en donde las inundaciones desastrosas y las tormentas sean cosa del pa…
Jim Oennis, desde su asiento en la mesa de los miembros del Comité, se inclinó para preguntar:
— ¿Puede hacerse eso ahora?
El doctor Barneveldt dudó dramáticamente. Parecía estar disfrutando de la atención de las cámaras de televisión.
— Es posible comenzar a trabajar hacia esa meta. Algunos de mis colegas, de la División de Climatología y en otras partes, por ejemplo, han evolucionado una técnica que posiblemente podría impedir que los huracanes amenazasen nuestras costas…
El resto se perdió en la estampida de los periodistas hacia los teléfonos. Al caer la tarde el Proyecto THUNDER era la máxima noticia científica desde los aterrizajes en la Luna. Pero se trataba de una historia de Washington: el doctor Weis y el doctor Barneveldt eran los "expertos". Ted y el resto de nosotros nos quedamos en Boston, agradecidos por excepción de que Rossman nos hubiese mantenido fuera de la mirada del público.
Las audiencias del Comité de Ciencia siguieron durante semanas, pero resultó claro que el Proyecto THUNDER había alcanzado por lo menos una posición igual al plan del comandante Vincent para un programa militar de control del tiempo. La mayor parte de los congresistas mostró pruebas de que quería ambas cosas: el proyecto militar y el civil.
En efecto, el Comité dejó el problema surgido entre el Pentágono y THUNDER en manos de la Administración, que es lo que deseaba precisamente el doctor Weis, puesto que era consejero de la Casa Blanca en asuntos científicos y técnicos. Así que no nos pilló de sorpresa cuando, a principios de marzo, el doctor Weis nos invitó a Ted y a mí a su despacho en la Casa Blanca.
ciclogénesis: el nacimiento de una tormenta. Mézclese a partes iguales aire húmedo marítimo y aire frígido polar. Agítese bien en sentido contrario al movimiento de las agujas del reloj. Celóquese la tempestad ciclónica sobre cabo Hatteras a primeros de marzo y vigílese con atención. Obedeciendo la lógica del impulso de la energía solar, la rotación de la tierra, les vientos y las aguas en las zonas de su alrededor, la tempestad se muevo hacia el norte siguiendo la costa Atlántica. En las Carolinas deja caer lluvia congelada y escarcha, pero cuando penetra en Virginia un suministro mayor de aire polar, que viene por su cuenta, las precipitaciones se convierten en enormes y húmedos copes de nieve. Washington queda enterrado en blanco, mientras que, más al norte, en Filadelfia, Nueva York y Boston, ejércitos do hombres y máquinas empiezan su lucha en masa contra la nieve y esperan poder impedir que sus ciudades queden paralizadas por la ventisca que crece por momentos.
Cuando Ted y yo tomamos el tren subterráneo en Boston, el cielo estaba todavía claro. Pero sabíamos que Washington se encontraría en mitad de la ventisca mientras llegábamos a la estación terminal. Incluso subterráneamente se podían advertir los efectos del tiempo: las gente atestaba el terminal de la capital, llegando tarde al trabajo, trastornada, muchos con aspecto colérico. Los que bajaban por las escaleras mecánicas desde la calle tenían los hombros y los sombreros llenos de espesos copos de nieve. Las botas dejaban regueros húmedos por doquier. Una de las aceras rodantes subterráneas estaba atestada de gente.
Ted insistió en salir al exterior y caminar las pocas manzanas entre la terminal y la Casa Blanca. No se veía nada en las calles de la ciudad; incluso las aceras rodantes de superficie estaban desconectadas. Los pocos peatones que forcejeaban para caminar tenían que inclinarse casi hasta la cintura para resistir el fuerte viento. La nieve era espesa y pesada bajo las botas y al cabo de medio minuto tenía yo un frío que me llegaba hasta los huesos… penetrando incluso por mi recio abrigo, botas, guantes y sombrero de piel.
Pero a Ted le gustaba.
¡Con un par de compañías de esquiadores podríamos ocupar el Gobierno.
— A ti te lo dejo murmuré desde detrás del cuello de mi abrigo subido. No me gustan los días así.
— No te preocupes, todo pasará dentro de una hora, poco más o menos. Soplará viento norte. Volveremos a encontrarnos con la ventisca en Boston otra vez, esta noche.
— Perfecto cronometraje.
El despacho del doctor Weis era una habitación espaciosa y ventilada en la zona de la Casa Blanca reservada a los ejecutivos, con ventanales franceses que daban al jardín, ahora oculto por la nieve de la ventisca.
— Por lo menos aquí se está caliente — dijo mientras nos señalaban un par de sillas -. ¡Ustedes dos tienen el aspecto de haber venido a pie desde Boston!
— Si, esa sensación tengo yo — respondí.
Ted soltó la carcajada.
— Quiero darles un informe de primera mano de a situación en que estamos con THUNDER — dijo el doctor Weis, meciéndose hacia atrás ligeramente en su gran sillón tapizado.
— Antes de que lo haga — le interrumpió Ted -, debería saber algo acerca de la próxima temporada de huracanes. Hice unas pocas investigaciones preliminares la semana pasada. Muy impresionantes, pero parece ser que la temporada será igual a la del pasado año. Poco más o menos, el mismo número de tormentas. Es decir, si las dejamos desarrollarse.
El doctor Weis cogió una pipa de la pequeña estantería que tenía en el escritorio.
— La perspectiva de acabar con los huracanes es muy atractiva, aunque en extremo cara. Es casi la única cosa que puede soportar la presión que está haciendo el Pentágono en las reuniones del Gabinete.
— Entonces la cosa ha llegado a ese nivel — dije.
— Pues claro que sí — El doctor Weis encendió su pipa -. Pero creo que tenemos un asidero. He estado gritando que el acabar con los huracanes ayudaría al comandante Vincent y a su personal a enterarse de algunas cosas básicas que deben saber antes de empezar con los experimentos de la modificación del tiempo. Así, en cierto sentido, THUNDER no se opone al Pentágono, sino que le ayudará.
— Aguarde un momento — dijo Ted -. El acabar con los huracanes es parte del espectáculo… destruiremos perturbaciones tropicales, no tormentas adultas.
— Sí, lo sé.
— Pero la idea real del Proyecto es aprender cómo controlar el tiempo lo bastante bien para dirigir a los huracanes lejos de la costa. Sólo perseguiremos perturbaciones tropicales y las aniquilaremos hasta que seamos lo bastante listos para controlar los huracanes.
— De eso quería hablarles — indicó el doctor Weis -. Esa parte del control del tiempo del plan ha provocado una gran cantidad de críticas. Y vienen de diferentes
— Pero eso es…
— Escúcheme ahoraTed cl doctor Weis se inclinó hacia adelante y puso sus brazos en el escritorio. Usted admite que no sabe lo bastante para controlar el tiempo de modo que los huracanes no se acerquen a nuestras costas. Aun cuando lo supiese, tendría que controlar el tiempo de la mayor parte de la zona continental de los Estados Unidos…
— Y Canadá.
Asintió.
Y Méjico también, se lo garantizo.
— Seguro. ¿Y qué?
— Es peligroso políticamente. Explosivo. Hay demasiadas posibilidades de que algo salga mal. ¿Y si comete usted un error? Las consecuencias podrían ser desastrosas.
— Espere un momento — repuso Ted -. ¿Qué piensa que quiero hacer? ¿Desviar el Mississipi por Arizona? Controlaremos el tiempo, claro, pero no lo suficiente para causar desastres. ¡Aunque quisiéramos, no podríamos! Hay demasiada energía complicada en el asunto. No vamos a hacer que nieve en California ni tampoco deshelar Alaska.
— Usted y yo lo sabemos, Ted, pero ¿qué creerá el elector medio? Muchas personas se enfadan con el Departamento de Meteorología cuando les llueve en sus posesiones, o cuando padecen sus cosechas. ¿Se da usted cuenta de la dinamita política que sería para el Gobierno aceptar la responsabilidad de controlar el tiempo?
— También fue una bomba política declarar la independencia en el año 1776. — ¡Hay cosas que es preciso hacer!.
— El control del tiempo llegará a ser una realidad — replicó el doctor Weis, su voz un poco más alta que de ordinario y también más nasal -. Pero no se puede uno meter en eso demasiado rápidamente. El Proyecto THUNDER… la parte de acabar con los huracanes, es decir… es un principio excelente. Después de un año o dos de demostraciones triunfales, estaremos dispuestos para intentar el próximo paso. Y, más importante, el país se encontrará psicológicamente preparado.
— ¡Pero lo podemos hacer ahora, este año!. Lo único que nos hace falta es comprobar las teorías y ponerlas en práctica.
— Estamos técnicamente dispuestos, pero no de manera política. Y aun en el aspecto técnico, las primeras operaciones en el control del tiempo serán algo más que jueguecitos cuyos resultados se supone.
Ted dio un puñetazo en el brazo de su sillón.
— Mire, no sé qué es lo que le da miedo. Ahora llueve y nieva sobre las personas. Tenemos inundaciones y sequías. Y el Gobierno recibe las culpas de todos los chiflados. ¿Y qué? ¿Qué hay de las sequías en donde el Gobierno se ha apuntado los honores por cortarlas en seco, o las inundaciones que no vuelven a suceder, o las máximas cosechas que el tiempo controlado puede proporcionarles?
El doctor Weis se arrellanó y sacudió la cabeza.
— Ted, usted comprende la ciencia, pero no la política. Las cosas no resultan así.
— Bueno, THUNDER no ha de funcionar sin control del tiempo. Será trabajo perdido el prescindir de ese aspecto.
— ¿No querrá aceptar el proyecto sin añadir también el control del tiempo?
Ted contestó rígido:
— Acabar con las perturbaciones tropicales es un callejón muerto, una meta sin salida. A menos que nos conduzca al verdadero control del tiempo, es una manera equívoca de luchar contra los huracanes.
El doctor Weis se levantó de su silla.
— Bueno, vengan, ya hemos hablado bastante. Resolvamos este asunto.
— ¿Qué nos espera ahora? ¿Otro Comité?
— No — contestó, consultando el reloj de su escritorio. Nosotros no confiamos nuestros problemas a los Comités. Vengan conmigo.
Le seguimos por un pasillo y subimos un tramo de escalera. Cruzamos una puerta sin rotular entrando en una amplia oficina ovalada que estaba dominada por un gran escritorio cubierto de papeles y tres teléfonos de diferentes colores. Tras el escritorio vacío se veía un par de banderas.
Miré a Ted. Pareció darse cuenta de a quién pertenecía la oficina casi al mismo tiempo que yo.
La puerta de la otra habitación se abrió y el Presidente caminó briosamente hasta su escritorio.
— Hola. Ustedes deben ser los señores Marrett y Thorn.
Nos estrechó las manos, con energía. Era más alto de lo que me imaginé y parecía más joven que su imagen en la TV. Nos señaló con un gesto a las sillas que habla ante su escritorio. Mientras nos sentábamos, ojeó unos cuantos papeles.
— ¿Pueden ustedes, de veras, cortar la gestación de los huracanes?
— Sí, señor — respondió Ted de inmediato.
El Presidente sonrió.
— ¿No tiene ninguna duda?
— Podemos hacerlo, señor, si usted nos proporciona las herramientas.
— ¿Saben ustedes, verdad, que el Departamento de Defensa también ha propuesto un proyecto sobre el tiempo? Si me opongo en esto al Secretario de Defensa, quizá proporcionará municiones para la oposición este noviembre.
— Los huracanes podrían ser una buena propaganda electoral en toda la vertiente atlántica — respondió Ted -, y en la Costa del Golfo.
Con una sonrisa, el Presidente dijo:
— No obtuve muy buenos resultados en las pasadas elecciones en los distritos de la Costa del Golfo. Y si ustedes no logran detener los huracanes, las cosas se pondrán todavía peores. Por otra parte, si no doy el visto bueno al Proyecto THUNDER, los huracanes seguirán siendo algo antipolitico.
Ted no contestó.
— Se ha presentado algo más — dijo el doctor Weis -. Ted cree que el Proyecto debería tener como mira principal la amplia meta de controlar el tiempo en todos los Estados Unidos, más que limitarse simplemente a detener los huracanes.
— Controlar el tiempo cl Presidente apartó los ojos de su consejero científico para mirar con llaneza a Ted -. Eso parece… fantástico El tiempo es tan violento, tan enorme y salvaje. No me imagino al hombre que lo controle.
— Nosotros podemos hacerlo — respondió Ted con firmeza -. Si parece salvaje y violento es porque no se le comprende. Hay una lógica en el tiempo; obedece a leyes físicas, al igual que la manzana que se cae del árbol.
Estamos empezando a aprender cuáles son esas leyes; una vez hayamos aprendido bastante, podremos controlar el tiempo. Al igual que el fuego… que antaño fue salvaje y peligroso y misterioso. Pero el hombre aprendió a domesticarlo. Seguimos sin saber todo lo que existe en esa materia, pero el fuego es una cosa tan vulgar como un estornudo o un escalofrío.
El Presidente chasqueó los labios pensativo.
— ¿De manera que hay lógica en el tiempo? Con seguridad, sí posee belleza, aun cuando sea tormentoso. Dígame señor Marrett, ¿conoce usted bastante la lógica del tiempo para decir cuándo va a parar esta nevada? Por la tarde he de volar a Chicago.
Ted sonrió. Consultando su reloj de pulsera, dijo:
— Ya debe haber cesado de nevar.
— ¿Está usted seguro? Preguntó el Presidente, volviéndose hacia las cortinas.
Asintiendo, Ted respondió:
— Es preciso.
El Presidente abrió las cortinas. El cielo era de un azul cegador con sólo unas cuantas nubes que se marchaban. El sol centelleaba al reflejarse sus rayos en las montañas de nieve que cubrían el jardín.
— En apariencia sabe usted de lo que habla — dijo -. Pero controlar el tiempo es un gran paso. Un grandísimo paso.
— Lo sé respondió Ted. Luego, hablando despacio y con mucho cuidado, explico -: Con un control del tiempo a gran escala, los costos de mantener al país libre del daño de los huracanes serían probablemente inferiores que si tuviésemos que perseguir cualquier amenaza de perturbación en el océano y anularla. Y el control del tiempo es el objetivo último. Se hará tarde o temprano… Me gustaría realizarlo ahora, con esta Administración.
— Espero residir aquí otros cuatro años — replicó el Presidente, riendo.
Ted seguía repitiendo la mayor parte de los argumentos que utilizó con el doctor Weis; el Consejero Científico presentó sus contraargumentos, también. El Presidente permaneció sentado y escuchando.
Por último, dijo:
— Señor Marret, aprecio su dedicación y su ímpetu. Pero debe recordar que sobre el Gobierno recae la responsabilidad del bienestar de toda la nación. Me parece que sus ideas podrían resultar, pero nunca se han visto puestas a prueba en la escala que usted mismo dijo que sería preciso. Si se equivoca, perderíamos mucho más que una elección; perderíamos vidas y una asombrosa cantidad de propiedades y recursos.
— Eso es verdad, señor — dijo Ted -. Pero si no me equivoco…
— Usted seguirá estando en lo cierto el año que viene, ¿verdad? Me gusta el Proyecto THUNDER. Pienso que detener los huracanes será un regalo tremendo para la nación… y una tarea bastante grande para ocupar todo un año. ¿Acepta usted voluntariamente dedicarse a esa parte y dejar que el control del tiempo aguarde un poco más?
Asintiendo, triste, Ted dijo:
— Si no puede ser de otra manera…
El Presidente se volvió al doctor Weis.
— Debe darse cuenta de que nos jugamos el cuello. THUNDER es una especie de riesgo, e ir contra el Pentágono no es siempre bueno en cuestión política.
— Pero la recompensa podría ser enorme — dijo el doctor Weis.
— Si, me doy cuenta. Y supongo que los beneficios de detener incluso un solo huracán son más importantes que unos pocos millones de votos este otoño.
El doctor Weis se encogió de hombros.
— La política es un arte, señor Presidente. Yo sólo soy científico.
Soltó una carcajada.
— Quizás hagamos de usted todavía un político. Se muestra muy decidido en favor de THUNDER, ¿verdad?
— En la parte de detener los huracanes, sí.
— ¿Fuertemente a su favor?
— Fuertemente, señor — respondió el doctor Weis.
— Entonces, de acuerdo. Si el Congreso autoriza los fondos, adelante.
Charlamos durante unos cuantos minutos más y el Presidente incluso bromeó conmigo acerca de mis tíos de Massachusetts, que en las últimas elecciones trabajaron para su oponente. Rápidamente le dije que mi padre había estado a su lado. El secretario del Presidente entró y le recordó su siguiente cita. Educadamente nos acompañaron hasta la salida del despacho después de otra ronda de apretones de manos.
— Buena suerte con THUNDER — nos dijo el Presidente al marcharse -. Estaré atento a sus progresos.
Ted asintió. Fuera, en el pasillo, murmuró:
— Haríamos muchos progresos más si yo tuviese todo THUNDER, en lugar de la parte más dura.