II "ES IMPOSIBLE"

— ¿Control del tiempo? — dije -. Para eso vine.

— Creo que quizá deberíamos explicarnos comenzó a decir el doctor Barneveldt, pero un zumbador le cortó en seco en mitad de la frase.

Con cuidado levantó un montón de papeles que cubría el intercomunicador de su escritorio y oprimió un botón que lanzaba destellos rojos.

— ¿Ha encontrado ya mi despacho mi visitante? — preguntó una voz áspera.

— Sí — dijo el doctor Barneveldt -. El señor Thorn se encuentra aquí, ahora.

— Bien; hágalo entrar.

El intercomunicador emitió un chasquido y quedó en silencio.

Ted hizo un gesto al viejo para que se quedase en su silla.

— Es al final del pasillo — me dijo, señalando con el pulgar en la dirección adecuada. Con los principios de una sonrisa, añadió: Buena suerte.

Recorrí el breve corredor hasta la puerta final, sintiéndome nervioso. No había placa alguna con un nombre. Llamé con los nudillos una sola vez, ligeramente.

— Entre.

El despacho de Rossman era casi tan pequeño como el que acababa de abandonar. Un escritorio metálico, una fila de archivadores, una mesita de conferencias con sillas que no hacían juego: no había más muebles. Sólo una ventana; el rostro de las paredes estaba cubierto con mapas y gráficos que fueron colgados hace años, por el aspecto que ofrecían.

Nunca anteriormente me di cuenta de la diferencia entre la industria particular y las oficinas del gobierno, en lo que se refería a espacio vital y a ornamentación. Si el doctor Rossman hubiese estado trabajando para mi padre en un puesto igualmente importante, su despacho habría sido cuatro veces mayor. Y también probablemente su salario.

Estaba sentado tras su escritorio.

— Tome asiento, señor Thorn. Espero que no haya tenido muchas dificultades en encontrarnos.

— Unas pocas — respondí -. Lamento haberle hecho aguardar.

Se encogió de hombros. Era delgado y de piel pálida, con un rostro largo y sombrío que me recordó algo a los perros sabuesos.

— Bueno, pues — dijo mientras yo tomaba una silla de la mesa de conferencias y la colocaba ante el escritorio -, ¿en qué podemos servir a Thornton Pacific?

Me senté y dile:

— Se trata de esas tormentas que han azotado nuestras explotaciones mineras. Están causando muchos daños y obligándonos a efectuar grandes gastos.

Asintió, muy serio:

— Sí, supongo que si.

— Mi padre desea saber qué es lo que pueden hacer ustedes. Nos hemos visto obligados a suspender las operaciones mineras de dragado durante varios días cada vez. Si no se hace algo para detener estas tormentas, perderemos una gran cantidad de dinero, por no decir nada de las vidas de los hombres que se encuentran en las dragas, a merced de los elementos.

— Comprendo — dijo el doctor Rossman -. Estamos tratando de proporcionar a toda la zona del Pacifico las predicciones más exactas posibles a Largo Plazo. Un tercio de mi personal trabaja ahora en ese problema. Por desgracia, localizar una tempestad que se desarrolla en el mar abierto es una tarea muy, pero que muy difícil.

— Me lo imagino.

— Mire, señor Thorn, nuestras predicciones a Largo Plazo se efectúan basándonos en estadísticas. Podemos predecir, con bastante seguridad, cuánta agua de lluvia caerá sobre cierta zona durante un período de tiempo dado… digamos, un mes. Pero no podemos predecir exactamente cuándo se formará una tempestad hasta prácticamente el último minuto. Y todavía es más difícil predecir el camino exacto que seguirá esa tempestad, salvo de un modo general.

— Sí, pero cuando una tempestad va a afectar una zona vital como las áreas de nuestros dragados — pregunte — ¿no la pueden desviar o quizá destruirla?

Casi se carcajeó, pero se contuvo a tiempo.

— Señor Thorn, ¿cómo concibió la idea de que podemos hacer eso?

— Bueno… ¿no son ustedes los que efectúan el trabajo de control del tiempo? He leído historias sobre sembrar nubes y patrullas contra huracanes…

— Pero esas personas del otro despacho… hablaban sobre el control del tiempo.

Rossman trató de sonreír otra vez, pero contrajo los ojos.

— Ese es Ted Marrett. Como acabo de explicarle. siempre se habla mucho de controlar el tiempo. El señor Marrett es joven y ambicioso… y desea alcanzar su doctorado en el MIT y se muestra inflamado, siendo de los que arrollan el mundo. Estoy seguro de que ha conocido ya antes a otros de su clase. Algún día se aposentará y entonces se convertirá probablemente en un estupendisimo meteorólogo.

— ¿Entonces… entonces no pueden hacer ustedes nada para ayudarnos?

— Yo no dije tanto — Rossman tamborileó su lápiz contra su barbilla durante un momento -. Podemos proporcionarles un servicio de última hora de nuestras predicciones, por lo menos. En términos técnicos, eso significa que podemos ofrecerles nuestras predicciones mediante enlace por calculador tan rápidamente como salen impresas de aquí. Adivino que reciben ustedes las predicciones ahora por el videófono comercial, lo que indica un retraso de doce a dieciocho horas con respecto a la emisión.

— Me imagino que eso será de alguna ayuda — dije.

— También pueden solicitar asistencia financiera del Gobierno. Claro, no conseguirán que declaren zona de desastre el Pacífico central, pero estoy seguro de que obtendrán alguna ayuda de buen número de departamentos gubernamentales.

— Comprendo — de pronto ya no quedó nada de qué hablar. Empecé a levantarme de mi silla -. Bueno, gracias por su amabilidad, doctor Rossman.

— Lamento haberle desilusionado.

— Mi padre será el que se desilusione.

Me acompañó hasta la puerta de su despacho.

— ¿Puede volver mañana? Le pondré en contacto con las personas que establecerán los acuerdos para que reciban las predicciones nada más hechas.

Asentí.

— Está bien. No tenía intención de marcharme hasta mañana por la tarde, de cualquier forma.

— Bueno. Haremos por ustedes cuanto podamos.

Recorrí el pasillo, crucé el despacho, ahora vacío, donde Ted y el doctor Barneveldt habían estado, y me dirigí hacia el vestíbulo. El edificio parecía ya completamente desierto y yo experimenté una terrible sensación de soledad.

Ted estaba tumbado en uno de los divanes del vestíbulo, ojeando una revista. Alzó los ojos y me miró.

— El doctor "Bee" se imaginó que no tendría usted transporte para que le trasladara a la ciudad. Es difícil conseguir un taxi a estas horas. ¿Quiere que le lleve?

— Gracias. ¿Va usted a Boston?

— Vivo en Cambridge, a la otra parte del río. Vamos.

Su coche era un antiguo y maltrecho dos plazas "Lotus". Salió disparado del aparcamiento y entró en la pista, el motor aullando, hasta instalarse en el sendero de control manual. Probablemente, pensé, aquel coche carecía de equipo de control electrónico.

Había pasado mucho tiempo desde que estuve la última vez en Nueva Inglaterra, en abril; me había olvidado del frío que podía hacer. Surcando raudos el crepúsculo y aún llevando mis ropas deportivas isleñas, noté cómo los dientes empezaban a castañetearme. Ted no se dio cuenta de esto. Hablaba rápidamente por encima del zumbido del motor y del viento frío, gesticulando con una mano y meneando el volante por el denso tráfico con la otra, Su monólogo casi abordaba el mismo tema mientras cambiaba de senderos de conducción: habló de Rossman, del doctor Barneveldt, de algo sobre un flujo de aire turbulento, de matemáticas, del envenenamiento del aire; incluso me dio una rápida conferencia sobre las peculiaridades del clima de Hawai. Asentí y me estremecí. Cada vez que pasaba rozando otro coche deseaba encontrarme en la sección de control automático de la autopista.

Me dejó en el hotel que yo le indiqué, después de alzar las cejas en un respeto burlón al mencionar el nombre del establecimiento.

— El lugar más elegante de la ciudad. Se ve que ustedes viajan en primera clase.

Mi habitación era cómoda. Y cálida. Sin embargo, me sorprendió que el hotel no me hubiese dado una suite. Demasiada gente y no bastante espacio superficial, me dijo el conserje. Ordené que me trajesen ropas nuevas por el visófono; no mucho, sólo pantalones deportivos y una chaqueta, con los complementos necesarios.

La cena se parecía mucho al almuerzo, hasta que me di cuenta de que mi cuerpo seguía viviendo en la hora de Hawai. No tenía sueño ni siquiera a medianoche, así que estuve contemplando las películas de TV hasta que finalmente me sentí cansado.


* * *

El sol se alzó brillante a través del hemisferio occidental del globo, su infalible energía calentando los mares y continentes… y al inquieto y vibrante océano de aire que envolvía ambas cosas como si fuese un manto. Impulsada por el sol, retorcida por el girar de la Tierra de debajo, la atmósfera se movía como una criatura pulsante y viviente. Los vientos y las corrientes la acuciaban por completo. Columnas gigantes de aire ascendían durante kilómetros y volvían a caer, absorbían humedad y la soltaban, tomaban calor prestado de los trópicos y lo transportaban hacia el polo, inhalando la vida en todo cuanto tocaban. Por encima de esta infinita actividad, el turbulento océano de aire se convertía cada vez en algo más plácido, a excepción de los ríos fulgurantes de las corrientes en chorro. A mayor altura todavía, las cargas eléctricas giraban en torno a un cielo oscuro en donde brillaban los meteoros y los gases irrespirables lo bloqueaban todo, a excepción de una parte pequeña de la potente radiación solar. Arrastrado por mareas solares y lunares, mezclado con campos magnéticos y vientos fantasmales interplanetarios, el océano de aire gradualmente se hacía más fino y desaparecía en la playa oscura del espacio.


* * *

Dormí hasta tarde, me vestí a toda prisa y conseguí un coche de alquiler para trasladarme a la División de Climatología. Mientras el auto se conducía a si mismo cruzando el agobio imposible del tráfico de Boston, adquirí el mejor desayuno que ofrecía la diminuta máquina vendedora del asiento posterior: jugo sintético, un bollo recalentado y leche en polvo.

Telefoneé mientras el vehículo seguía su camino hacia la autopista y cobraba velocidad. La secretaria del doctor Rossman contestó que su jefe estaba atareado, pero que designaría a alguien para que me saliese a recibir al vestíbulo.

El aparcamiento de Climatología estaba ahora atestado y el vestíbulo repleto de personas. Me anuncié al recepcionista, que señaló con la cabeza a una esbelta rubia adorable sentada cerca del escritorio.

Llevaba puesto un jersey verde claro y falda, emitiendo la fresca fragancia exterior de los campos de flores.

— Soy Priscilla Barneveldt — dijo -. El doctor Rossman me pidió que le recibiese y le llevase a la Sección de Servicios.

Me fijé en que sus ojos eran de un verde grisáceo. Su rostro resultaba quizás algo largo, pero bien conjuntado, con rasgos firmes y una barbilla decidida.

— Bueno — contesté -, es usted la sorpresa más agradable que he tenido hasta ahora en todo el Departamento Meteorológico.

— Y ese es el cumplido más agradable que he oído en todo el día… hasta ahora — habló con un acento ligero e inidentificable -. Los ascensores están bajando.

— No se olvide las gafas, Barney — dijo el recepcionista.

— Oh, gracias — volvió al pasillo, a donde había estado sentada y cogió las gafas -. Sin ellas estaría todo el día tratando de distinguir las cosas.

— ¿Barney? — pregunté mientras caminábamos hacia los ascensores.

Una forma de sonrisa se conformó en sus labios.

— Es mejor que "Prissy", o "Silly", ¿no le parece?

— Me lo imagino. — Las puertas del ascensor se abrieron y entramos -. ¿Pero no resulta algo confuso?

Ahora su sonrisa fue una agradable realidad.

— Me temo que no soy una mujer muy bien organizada… por lo menos, no con las personas. Tercer piso, por favor dijo al tablero de control del ascensor.

Necesité casi una hora para rellenar los formularios de la Sección de Servicios, que harían que las predicciones recién emitidas por el doctor Rossman llegasen a nuestras oficinas de Honolulú. Barney me ayudó y proporcionó los impresos terminados al cerebro electrónico automático, que los condujo después a la mayor parte de los Departamentos de la Sección.

Entonces dijo:

— ¿No ha visto usted el resto del edificio? Si gusta, seré su guía oficial.

Nada podía haberme aburrido más, pensé…, excepto estar sentado en el aeropuerto, esperando el vuelo de la tarde.

— Está bien, guíeme.

El recorrido nos empleó el resto de la mañana. El edificio era mucho mayor de lo que parecía desde el exterior e incluso tenía un anexo en la parte de atrás en donde estaban los talleres y el equipo de mantenimiento. Barney me mostró los laboratorios en donde hombres y mujeres estudiaban la naturaleza del aire a diversas presiones y temperaturas… su composición química, el modo en que absorbe la energía calorífica, los efectos del vapor de agua, partículas de polvo y millares de otras cosas. Luego fuimos cruzando la sección teórica, en nuestro descenso hacia los computadores y cerebros electrónicos.

— Los teóricos no tienen mucho que hacer — me dijo ella mientras pasábamos por el despacho general en forma de cabina -. Se sientan ante sus escritorios y redactan ecuaciones que tenemos que resolver en el centro de computadores.

La zona de computaciones era impresionante. Fila tras fila de gigantescas consolas con los dispositivos de los cerebros electrónicos, vibrando; cintas girando en sus carretes; las chicas van de una parte a otra; las máquinas de escribir emitiendo largas hojas plagadas de números incomprensibles y de símbolos.

— Aquí es donde yo trabajo — dijo Barney por encima del ruido de las máquinas -. Mi especialidad son las matemáticas.

Solté una carcajada.

— Para una persona no muy organizada, eligió usted una singular ocupación.

— Sólo soy desorganizada con las personas Contestó ella -. Los computadores son distintos. Me llevo estupendamente bien con las grandes máquinas. No se impacientan, no tienen mal genio. Son estrictamente lógicas; se puede decir lo que harán dentro de un momento, lo que necesitarán. Son mucho más fáciles de llevar que las personas.

— Pero tienen un sonido muy aburrido dije.

— Bueno, hay personas más excitantes que otras — admitió ella.

— Este lugar — dije contemplando a las chicos que atendían a las máquinas -, parece el harén de un meteorólogo.

Barney asintió.

— Aquí han florecido en cantidad pequeños romances. Con frecuencia he dicho que si tuviésemos programadores masculinos aquí no vendrían ni la mitad de los hombres del personal con solicitudes para programación especial de las máquinas.

— Me imagino que las chicas trabajan a menos sueldo.

— Y mejor, en cuanto al detalle y a la exactitud se refiere — afirmó Barney con energía,.

— Lo siento… hablé sin pensar. Es una mala costumbre mía. Yo no quería decir…

— No se preocupe — contestó ella, sonriendo.

Para cambiar de conversación, dije:

— Conocí anoche a un tal doctor Barneveldt. ¿Es su padre o abuelo o…?

— Tío — repuso Barney -. Jan Barneveldt. Recibió el Premio Nobel por su trabajo en la química física del aire. Desarrolló los primeros productos químicos para sembrado de nubes que funcionaban en masas nubosas no superfrías.

Parecía importante, aunque no tenía ni la más mínima idea de lo que ella me estaba hablando.

Mi padre es James Barneveldt; él y mi madre se encuentran en el Observatorio de Astronomía, Africa del Sur.

¿Astrónomos?

— Mi padre. Mamá se dedica a las matemáticas. Trabajan juntos.

Sonreí.

— Entonces está usted siguiendo las huellas de su madre.

— Sí, cierto… Venga por aquí — me tomó por el brazo y me guió a través de las filas de consolas de los computadores -. Existe algo sin lo cual una visita no seria completa.

Cruzamos una puerta y entramos en un recinto oscuro. Barney cerró a nuestras espaldas y el estrépito de los computadores quedó cortado. La habitación era fresca y suavemente tranquila. Sólo poco a poco, mientras mis ojos se ajustaban al nuevo nivel luminoso, me di cuenta de lo que había allí.

Emití un respingo.

Estábamos plantados ante una pantalla visora que tendría unos seis metros de alto y mostraba todo el hemisferio occidental completo. Distinguí claramente los continentes Norte y Suramericano, incluso a través de las nubes que oscurecían amplias zonas de tierra y mas. El Artico relucía cegador y el barrido de colores… verde, azul, rojo, blanco… era literalmente impresionante.

En el otro lado del cuarto, el otro lado del mundo:

Europa, Africa, Asia, el amplio Pacifico, cubrían por completo otras dos pantallas visoras más.

— Esto siempre impresiona a la gente — dijo Barney en voz baja -. Incluso a mí, que lo veo con frecuencia.

— Es… — busqué la palabra justa- … increíble.

— Las imágenes están siendo transmitidas desde las estaciones espaciales sincrónicas. Podemos ver el tiempo de todo el mundo de una simple ojeada.

Caminó hasta el podio que se alzaba en el centro de la sala. Unos cuantos toques de los interruptores y mapas del tiempo asomaron a las pantallas visoras, sobreimponiéndose a las imágenes televisadas.

— Podemos seguir el rastro — dijo — sus dedos danzando entre los mandos -, y ver qué aspecto tenían los mapas del tiempo de ayer… el mapa cambió y lo hizo ligeramente, o de anteayer… o de la semana pasada… o del último año…

— ¿Y qué hay de mañana, o de la semana próxima, o del año que viene?

— Mañana no constituye problema el mapa volvió a cambiar -. Pude ver que la tempestad que ahora cubría la zona en donde trataban de funcionar los dragados Thornton se marcharía de allí en el curso de las próximas veinticuatro horas.

— Podemos proporcionarle una deducción sólida sobre lo que ocurrirá la semana que viene — dijo Barney -, pero todo es tan vago que no nos molestamos en elaborar mapas. En cuanto al año próximo — bajó la voz con aire de conspirador -, tendrá que consultar con el Almanaque Zaragozano. Eso es lo que hacemos ahora.

— ¿Y Ted Marrett también lo hace?

Sorprendida, me preguntó:

— ¿Conoce usted a Ted?

— Le conocí anoche. ¿No se lo dijo su tío?

— No, no lo mencionó. Es bastante olvidadizo; parece que es un rasgo familiar hereditario.

— ¿Se encuentra por aquí? Me gustaría hablar con él.

— Por la mañana está en el MIT Contestó Barney -. Generalmente le vemos a la hora del almuerzo.

Consulté mi reloj de pulsera. Era casi mediodía.

— ¿Dónde comen ustedes?

— Hay una cafetería en el edificio. ¿Querría acompañarme?

— Si a usted no le importa…

— Le prevengo — dijo ella muy seria -, que de ordinario sólo se oyen chismorreos.

— Si el chismorreo se refiere al control del tiempo, quiero escucharlo.

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