I EL PRIMER DIA

Conocí a Ted Marret en un día que empezó en Oahu. En febrero terminé con la universidad y mi padre me dio un despacho y un título en su Thornton Pacific Entreprises, Inc. Pero preferí la playa.

Mis tres hermanos y yo siempre nos levantábamos pronto; mi padre se cuidaba de que fuera así. Pero aquella mañana, cuando se fueron a la oficina, me escabullí ir a la playa y practicar un poco de "surf".

El oleaje era adecuado, la resaca creciente, el cielo brillante y casi sin nubes. No había nadie en la playa a esta hora del día, aunque ya sabía que unos cuantos de mis compañeros empezarían a llegar un poco más tarde. Al cabo de media hora de cabalgar sobre las grandes un golpe de mar lateral me arrancó del tablero y hundí, jadeando y luchando mientras toneladas de espumosa caían sobre mi cuerpo. Logré salir bien, arrastré mi tablero hasta la arena y me tendí bajo el sol la mañana para contemplar cómo las olas de tres metros se formaban, rizándose.

A los pocos minutos empecé a aburrirme, así que conecté el televisor portátil que me había llevado a la playa. Proyectaban una película del Oeste; ya la había visto, pero no estaba mal.

El teléfono de bolsillo de mi traje de baño zumbó. Me imaginé quién sería. Con toda seguridad lo supe cuando saqué el aparato, lo conecté y apareció el rostro de mi padre en la pequeña pantalla, con una expresión tan amenazadora como las nubes tormentosas que se amontonaban en las laderas de las montañas de la isla.

— Si puedes apartarte de la playa, te necesito aquí, en el despacho.

— ¿Me necesitas?

Casi sonrió al ver mi sorpresa.

— Cierto. Tus hermanos no pueden resolvérmelo todo. Ven aquí en seguida.

— ¿No puedes esperar hasta después del almuerzo? Los de la pandilla vendrán y…

— Ahora — me corto, si no te importa.

Cuando mi padre utilizaba ese tono de voz, con aquella expresión de su rostro, era imposible seguir discutiendo. Dejé el tablero y la TV para que los muchachos la recogiesen y volví a casa. Después de una rápida ducha y de cambiarme de ropa, pedí un coche. A los cinco minutos cruzaba la carretera particular que iba desde nuestra casa ¡unto al mar hasta la autopista principal. Coloqué el vehículo en funcionamiento automático; no es porque hubiese ningún tráfico con el que apechugar; simplemente quería ver el final de la película del Oeste.

Llegué tarde. La película habla terminado y estaban dando un telediario. Otra tempestad azotó las explotaciones de Thornton Pacific, dijo animoso el locutor, y faltaban un par de hombres.

— Todos excepto dos de los ingenieros y técnicos están a salvo — esas fueron sus palabras. Lo que explicaba la expresión del rostro de mi padre.

¿Pero qué esperaba que hiciese yo?

Unos cuantos minutos en la autopista controlada eléctricamente y el coche se encontró ante el edificio de Thornton Pacific Enterprises. Mientras entraba en el amplio despacho de mi padre, con el suelo cubierto por una gruesa alfombra, le vi plantado junto a la ventana murmurando con tristeza al centelleante océano. Se volvió y me contempló con aquel aire suyo que parecía dolorido.

— Por lo menos pudiste haberte puesto algo decente.

— Pero si tú también llevas pantalones cortos — me excusé.

— Se trata de un traje comercial, no de un floreado jardín ambulante.

— Tomé lo primero que encontré en el armario. Me dijistes que me diera prisa.

— Se suponía que estarías aquí, en el despacho, no en la playa.

Debí poner una cara muy amarga.

— Jeremy, este negocio es tan tuyo como mío y de tus hermanos. No comprendo por qué no te tomas interés. Tus hermanos…

— Aquí no hay nada que yo pueda hacer, papá. Por lo menos, nada interesante. Sin mí lleváis la cosa estupendamente.

— ¿Nada interesante? — parecía sorprendido y furioso al mismo tiempo -. ¿No es interesante dirigir la primera empresa del mundo de minería en mares profundos. ¿Manejar transportes intercontinentales por cohete no es interesante?

Me encogí de hombros.

— Es una rutina, papá. Habéis hecho todo el trabajo nuevo, el trabajo difícil. Tú, Rick y todos. Ya no queda nada que sea novedad; no hay interés; por lo menos para mí.

Mi padre sacudió la cabeza, incrédulo.

— Tus hermanos comenzaron exactamente en donde te encuentras tú hoy, dijeron lo mismo que tú, pero hundieron sus dientes en su trabajo y me ayudaron a levantar Thornton Pacific. Espero que hagas lo mismo. No me falles, Jeremy.

No contesté.

Fue hasta su escritorio y ojeó un manojo de notas.

— Bueno, tengo un trabajo para ti, interesante o no. Vas a ir a Boston en el vuelo de las diez en punto, lo que significa que tendrás que darte prisa para coger el cohete.

— ¿Boston? ¿Para ver al tío…?

— Se trata de un vuelo comercial, no de una visita de sociedad. Te presentarás en la División de Climatología. Te encontrarás en Nueva York a las cuatro y media, hora del Este, y podrás llegar a Boston lo máximo a las cinco y media. He avisado a las personas de Climatología y les he dicho que te esperen.

¿Qué es la División de Climatología? ¿A qué viene todo esto?

— A las tempestades, claro — repuso -. Climatología forma parte del Departamento Meteorológico… es la sección que hace previsiones a largo plazo y se encarga de las variaciones del clima.

— Oh, viniendo oí lo de las tempestades. ¿Se tienen más noticias de los desaparecidos?

— Todavía no — dijo mi padre, sentándose en su sillón -. Los pilló en la cámara de presión al estallar la tormenta. El cable se rompió. La cámara debe de estar en el fondo, pero no podemos encontrarla.

— ¿A qué profundidad se hundieron?

— A cinco mil quinientos pies. Hemos recuperado de lugares mucho peores, pero esa profundidad basta. Uno de ellos trabajó para mí desde que empece este negocio. Si los perdemos…

Podrán resistir doce horas dentro de la cámara. ¿No?.

— Sí la cámara está intacta — dio un puñetazo contra el tablero del escritorio -. ¡Condenadas tormentas!. Esta es la tercera en diez días y todavía no terminó abril. Si el clima allí no mejora, tendremos que cerrar. No se cumplirá el contrato con Modern Metals. ¡Podríamos perder millones!.

— ¿Tan grave es la situación?

— Llevo en este negocio tanto tiempo como cualquiera, — dijo, señalando con la cabeza hacia el modelo del CUSS V, que perforó el original Mohole -. Esta es la primavera más tormentosa que he visto nunca. El personal de climatología tiene que ayudarnos. Pude llamarles por teléfono, pero el contacto personal siempre obtiene mejores resultados. Ahora, encontrarás al encargado de la modificación del clima y no le soltarás hasta que acceda a ayudamos. ¿Comprendes?

La secretaria dé mi padre me tenía preparado un equipo de viaje, billetes para el cohete y un helicoche esperando en la terraza para llevarme a la rampa, de lanzamiento, que se encontraba en la bahía.

Iba a viajar en un cohete de la Thornton Aerospace Corporation, claro. La compañía era propiedad del tío que vivía en Nueva Inglaterra, pero mi padre dirigía la zona del Pacifico. Mi padre tuvo sus diferencias con el resto de la familia Thorn, pero nunca dejó que estas diferencias se interpusieran en el aspecto comercial. Cuando tío Lowell necesitó ayuda para iniciar una línea de transportes por cohete, mi padre hizo una fuerte inversión en la empresa. Naturalmente, la decisión de mi padre estuvo influenciada por el hecho de que sus intereses comerciales se extendían por todo el Pacífico y los transportes cohete podrían hacerse cargo del mineral extraído del fondo del mar, llevándolo al corazón industrial de América, en media hora.

El cohete no era alto y esbelto, como los que se emplean para los vuelos espaciales. Era achaparrado y de aspecto pesado, con sus tanques propulsores de múltiple uso apiñados en torno al cuerpo principal. Casi doscientos pasajeros entraban en la cabina de cuatro pisos cuando mi helicoche se acercó a la zona de aterrizajes. A la otra parte del puerto podía ver el monumento "U. S. A. Arizona" y, más lejos, un remolcador traía las etapas vacías de un cohete, desde la zona de impacto.

Yo fui el último pasajero en subir. Había guías y azafatas en cada esquina para animarme a cruzar la rampa de acceso, subir por el ascensor, entrar en la cabina y ocupar uno de los sillones anatómicos.

El viaje del cohete era todavía bastante nuevo para que no hubiese mucha gente que prefiriera los reactores supersónicos, "seguros y convencionales", a los cohetes globales, "nuevos y peligrosos". Aun cuando los cohetes fuesen más baratos, enormemente más rápidos y en la actualidad más seguros que los reactores. Recuerdo haber preguntado a papá cuánta gente era tan espesa en su mentalidad.

Hay una gran diferencia entre lo que puedan hacer los ingenieros — me contestó- y lo que la gente se muestra dispuesta a aceptar, necesita tiempo para que el hombre medio cambie de actitud y se ajuste a una nueva idea… aun cuando la idea le ahorrará tiempo y dinero.

Recuerdo que mi padre decía eso con mucha claridad, porque los siguientes cuatro años de mi vida los pasé conviviendo exactamente con tal problema.

El vuelo por cohete era en realidad monótono: algo de presión y ruido en el despegue, unas cuantas sacudidas cuando se dejaban caer las primeras etapas vacías de combustible, un largo flotar sin peso y luego más presión apretando a uno contra el sillón al reentrar en la atmósfera. No había ventanillas en la cabina de pasajeros, pero se podían contemplar imágenes por TV del mundo exterior en la gran pantalla que quedaba encima de cada sillón. La gente a mi alrededor se quedó boquiabierta al ver una imagen en color de la Tierra, el azul curvo y salpicado con sorprendentes nubes blancas, o una vista de las estrellas sobre la Luna. Algunos incluso pretendían ver el puntito luminoso en donde estaba situada la Base Lunar

Yo todo esto lo conocía ya, así que me entretuve contemplando las películas de TV

Las cámaras exteriores se cortaron cuando se inició la reentrada. ¡Era inútil asustar a los pasajeros con imágenes de un aire rojo o del calor envolviendo al navío! Cuando terminó la película policíaca de mi pantalla, el rugido apagado de los retrocohetes y nos posamos en una zona especial del campo de aviación.

Fuera hacía calor y humedad. Uno de los empleados de la sección de reservas de Thornton Aerospace se abrió paso ante la multitud de la base del cohete y me entregó un carrete de cinta. Se trataba de un mensaje de mi padre. Le di las gracias y le pedí instrucciones para alcanzar el tren Nueva York-Boston. Me acompañó hasta la acera rodante adecuada.

Mientras subía en dicha faja en movimiento que se perdía a lo lelos dentro del edificio terminal, saqué mi teléfono de bolsillo y coloqué la cinta en el lugar indicado. Me puse el auricular y pude oír como mi padre me decía:

— Jeremy, nos hemos enterado del nombre del hombre con quien deberías hablar en Climatología. Se llama Rossman… Quizá sea un doctor en física. De cualquier forma, dale el tratamiento de "doctor", sé sentirá halagado. Está al frente de las previsiones a largo plazo y del trabajo de control del tiempo. Hemos concertado una cita a las cinco y media para ti. A propósito, la Marina encontró a nuestros dos buceadores perdidos. Están muy maltrechos, pero aguantarán. Llámame después de que hayas visto a Rossman. Buena suerte.

Volví a meterme el teléfono en el bolsillo de la camisa y consulté mi reloj de pulsera. Marcaba las 10-38, aún hora hawaiana. No había ningún reloj a la vista, así que seguí cruzando el campo hasta el edificio terminal. Lo único que veía era el aeropuerto con su ajetreo, con reactores dando vueltas por los cielos y, detrás de mí, la zona de los cohetes. Muy lelos se veía, en turbión impreciso, la Cúpula de Manhattan, que cubría el centro de la ciudad de Nueva York, su armazón geodésico apenas visible a través del aterciopelado cielo brumoso.

La acera rodante cruzó la cortina de aire que protegía la puerta del edificio terminal y entonces divisé un reloj… Las 4-40, hora local. Bajé al piso del tren subterráneo y cogí el expreso de Boston.

Los trenes neumáticos son rápidos y cómodos, pero el chirrido de las ruedas metálicas en las vías, también de metal, a seiscientos cincuenta kilómetros por hora sigue siendo terrible, a pesar del mucho aislamiento acústico de que dispongan los vagones. Me senté en un compartimento de cuatro plazas, solo, preguntándome si podría llegar a tiempo a la cita.

Eran exactamente las 5-20 cuando bajé del tren y subí el ascensor que me llevó a lo alto de la Torre del Transporte en la Back Bay de Boston. Pero el conductor del coche necesitó casi veinte minutos, y varios dólares extra sobre el importe del taxímetro, para encontrar el edificio del Departamento de Climatología, que se alzaba en los suburbios.

El aparcamiento en donde me dejó el taxi estaba casi vacío y el vestíbulo del edificio principal desierto, a excepción de un conserje solitario uniformado que se sentaba tras el mostrador de la recepción.

Crucé el suelo pavimentado, sintiéndome algo estúpido.

— Por favor, me gustaría ver al doctor Rossman.

El conserje alzó la vista de su revista deportiva.

— ¿Rossman? Se ha ido ya.

— Pero… pero me está esperando — busqué en mi cartera y saqué una de las tarjetas comerciales que mi padre había hecho imprimir a mi nombre.

— Bueno, estoy seguro de que se ha ido. Aguarde un momento y lo comprobaré.

Marcó un número en el intercomunicador de su mesa. No tenía pantalla, según advertí.

— Largo Plazo — respondió una voz fuerte.

¿Esta' todavía el doctor Rossman?

— Si, aguarda a un visitante… alguien llamado Thorn — o algo por el estilo.

El conserje miró a mi tarjeta.

— ¿Jeremy Thorn, Tercero? ¿De Thornton Pacific Enterprises?

— El mismo. Hágale subir.

El conserje me dio instrucciones. Subí las escaleras, seguí un pasillo, pasé tres cruces… ¿o cuatro? Después de unas cuantas vueltas y revueltas y de más cavilaciones por mi parte, oí aquella misma voz telefónica, sumida en una fuerte conversación con otra, persona. Seguí la voz y llegué hasta una puerta rotulada "Sección de Predicciones a Largo Plazo". Todos los demás despachos parecían vacíos.

Crucé la puerta abierta y me encontré en una especie de antesala que albergaba los escritorios de las secretarias y de los archivadores. Un corto pasillo se iniciaba en el lado opuesto de la estancia, con varias puertas en él. Una estaba entreabierta y de allí salía el murmullo de la conversación.

Miré al interior. Era una especie de pequeña cabina bastante pobre. Un caballero ya mayor se sentaba tras un escritorio que desaparecía bajo pilas de papeles, mientras que la persona que oí hablar por teléfono, alta, de aspecto atlético, paseaba delante de la pizarra, de espaldas a mí, y decía excitada:

Y ese papel representado por Sladek. Los estudios del Instituto Kraichnan han pagado dividendos. Ahora uno puede predecir lo que está ocurriendo en un flujo turbulento sin dificultad alguna.

El anciano asintió con gentileza.

— Estupendo, si es cierto. Pero quizá pueda usted detenerse durante un segundo y saludar a nuestro visitante.

Giró en redondo.

— ¡Nos encontró! Ya empezaba a pensar en la convendría de enviar en su búsqueda a un grupo de rescate.

— Por poco me pierdo — admití.

Ted Marrett — se presentó, cogiéndome la mano y estrechándomela con fuerza. Y añadió -: El doctor Barneveldt, jefe de la sección teórica.

Ted tendría mi edad, quizá fuese un año o dos mayor. Corpulento, ancho de hombros, delgado de cintura, con largas piernas. Tenía el rostro huesudo, angular y cruzándole el puente de la nariz apenas se divisaba una cicatriz Más tarde supe que era una lesión producida jugando al fútbol. El cabello era un mechón alborotado color rojo fuego. Apenas tenía aspecto de un científico capaz de conmover al mundo.

Todo lo que él tenía de inquieto, de gesticulante, lo poseía el doctor Barneveldt de pequeño y tranquilo… en comparación, casi sedante. Era delgado y cargado de espaldas; el pelo de un blanco muerto, y poseía en general un aspecto frágil. Las arrugas de su rostro, sin embargo, parecían venir más de la pequeña sonrisa que constantemente exhibía que de su avanzada edad.

— Encantado de conocerles — dije -. Soy…

— Jeremy Thorn, Tercero — terminó Ted antes de que yo pudiese seguir adelante -. Jamás conocí a un Tercero ni a un Segundo, por lo que a eso respecta. ¿Vino en cohete desde Hawai? ¿Buen vuelo? Le veo vestido al estilo isleño.

— No… no tuve tiempo de cambiarme — balbucí -. ¡Oh! ¿Se encuentra aquí el doctor Rossman Debía…

Ted asintió.

— Le dije que habla venido usted. Le hará esperar un par de minutos antes de permitirle entrar en su despacho. Es su manera de vengarse por haberle hecho aguardar.

— ¿Vengarse?

— La hora de salir de aquí es a las cuatro y cuarto; a Rossman le gusta marcharse puntual a casa para gozar de la compañía de su esposa y familia. Le supo muy mal tener que quedarse hasta las cinco y media y usted incluso ha sobrepasado ese tiempo.

— El helicoche…

— No se preocupe, le llamará dentro de un minuto.

Yo no sabía qué decir.

— Supongo que no se habrán quedado más tarde del debido por mi causa, ¿verdad?

— Oh, no. — Ted pareció disipar ese temor. Sonriendo hacia el doctor Barnevedt, añadió -: Estábamos charlando acerca del control del tiempo.

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