XVIII OMEGA

Aquella noche no dormimos. Permanecimos en el centro de control y vigilamos cómo se desarrollaba la tormenta en la imagen que la TV emitió desde la Estación Atlántica. De noche tenían que utilizar cámaras a infrarrojos, claro, pero podíamos seguir viendo… en fantasmales imágenes IR… una amplia espiral de nubes extendiéndose por más de seiscientos kilómetros de océano abierto.

Prácticamente nadie había abandonado el centro de control, pero en la gran sala reinaba un silencio mortal. Incluso el parlotear de las máquinas calculadoras y teletipos parecía haberse detenido. Los números de la pantalla trazadora empeoraron rápida mente. La presión barométrica cayó hasta 980, 975, 965 milibares. La velocidad del viento subió a 75 nudos, 95, 110. A las diez en punto la perturbación tropical era ya un gigantesco huracán.

Ted se inclinó por encima del escritorio y tecleó un nombre para la tempestad en el tablero de la pantalla visora: "OMEGA".

— De un modo u otro, es el fin de THUNDER — murmuró.

Las letras brillaron en lo alto de la pantalla. En un rincón de la vasta habitación, una de las chicas rompió en sollozos.

Durante las primeras horas de l~ madrugada, el huracán Omega creció rápidamente de tamaño y en fuerza. Una banda inmensa de nubes se cernía desde el mar hasta más de dieciocho mil metros, dejando caer cincuenta milímetros por hora de agua de lluvia en una zona de casi setecientos mil kilómetros cuadrados. La presión de su núcleo había caído a 950 milibares y las velocidades centrales del viento alcanzaban hasta más de 140 nudos y seguían subiendo.

— Parece como si estuviese vivo — susurró Tuli mientras contemplábamos la pantalla -. Crece, se alimenta, se mueve.

A las dos de la madrugada, hora de Miami, el alba rompía sobre el huracán Omega. Seis trillones de toneladas de aire repleto con la energía de un centenar de bombas de hidrógeno, una cabeza motora sin cerebro, descomunal, suelta, apuntaba hacia la civilización, hacia nosotros.

Las olas eran azotadas por la furia de Omega y se extendían por todo el Atlántico y se veían como una marea peligrosa en las playas de cuatro continentes. Las aves marinas quedaban absorbidas dentro de la tempestad pese a sus esfuerzos, para quedar empapadas y maltrechas hasta el agotamiento; su única esperanza era llegar hasta el centro del huracán, donde el aire era tranquilo y claro. Un barco mercante que hacia la ruta Nueva York Ciudad de El Cabo, a ochocientos kilómetros del centro de Omega, pedía frenético auxilio mientras olas montañosas dominaban el esfuerzo de las bombas de achique del navío. Omega siguió hacia adelante, emitiendo tanta energía cada quince minutos como una bomba de diez megatones.

Mirábamos, escuchábamos, fascinados. El rostro de nuestro enemigo nos hacía a todos nosotros, incluso creo que a Ted, sentirnos desvalidos. Al principio el ojo de Omega, visto desde las cámaras del satélite, era vago y cambiante, cubierto por nubes cirrosas. Pero, por último, se serenó y se abrió una fuerte columna de aire claro, el pilar poderoso y central del huracán, él anda de giro en torno a la cual los vientos furiosos bramaban su canción primitiva de violencia y terror.

Barney, Tul y yo nos sentábamos en torno al escritorio de Ted, mirándole; su ceño se profundizaba al empeorar la tormenta. No nos dimos cuenta que era de día hasta que volvió a telefonear el doctor Weis. Parecía cansado.

— Llevo toda la noche contemplando la tormenta — dijo. El Presidente me llamó hace pocos minutos y me preguntó qué pensaba hacer.

Ted se frotó los ojos.

— No puedo destruirla, si a eso se refiere. Ahora es demasiado grande. Seria como intentar apagar con una manta el incendio de un bosque.

— ¡Bueno, tienen que hacer algo! — saltó Weis -. Nuestras reputaciones dependen de esa tormenta. ¿Comprende? La suya, la mía y la del Presidente… por no decir nada acerca del futuro del control del tiempo en este país.

— Ya le dije, en marzo pasado y en Washington, que THUNDER era una manera equívoca de abordar los huracanes… — repuso Ted.

— Sí y en julio anunció a la prensa que ningún huracán llegaría hasta los Estados Unidos. Así que ahora, en lugar de ser un fenómeno de la naturaleza, los huracanes se han convertido en arma política.

Ted sacudió la cabeza.

— Hicimos cuanto pudimos.

— Pues tienen que hacer más. Intenten gobernar al huracán, cambiar su rumbo para que no azote la costa.

— ¿Se refiere usted a cambiar los sistemas del tiempo? — Ted se iluminó. ¿Controlar la situación para que…?

— ¡No me refiero a control del tiempo! ¡No encima de los Estados Unidos! — dijo con firmeza el doctor Weis -. Pero pueden efectuar los cambios que deseen sobre el océano.

— Eso no resultará respondió Ted -. No tenemos bastante punto de apoyo para conseguir algo bueno. Quizá lo desviaríamos unos cuantos grados, pero en alguna parte lograría tocar la costa. Todo lo que podríamos hacer seria enredar en el rumbo de la tormenta, no estando seguros de dónde azotaría.

— ¡Tienen que hacer algo! No podemos permanecer sentados y dejar que ocurra lo que ocurra. Ted, yo no intenté decirle cómo dirigir THUNDER, pero ahora le doy una orden. Es preciso que haga un intento para alejar la tormenta de la costa. Si fracasamos, por lo menos nos hundiremos luchando. Quizá logremos salvar algo de todo este caos.

— Perder el tiempo — murmuró Ted.

Los hombros del doctor Weis se movieron como si estuviese levantando las manos, fuera del ojo de la cámara.

— Inténtelo de alguna forma. Podría resultar. Quizá tengamos suerte…

— Está bien — contestó Ted encogiéndose de hombros -. Usted es el jefe.

La pantalla se oscureció. Ted nos miró.

— Ya oíste al hombre. Vamos a jugar los flautistas de la orquesta, con el director improvisado.

— Pero no puede hacerse — dijo Tuli -. No se puede.

— Eso no importa. Weis trata de salvar su cara bonita. Tenias que haberlo comprendido, camarada.

Barney miró la pantalla trazadora. Omega se encontraba al noroeste de Puerto Rico y marchaba hacia Florida.

— ¿Por qué no le dijiste la verdad? — preguntó a Ted -. Sabes que no podemos dirigir a Omega. Incluso aun cuando nos hubiera dado permiso para intentar completamente el control del tiempo, no podríamos estar seguros de mantener a la tempestad fuera de la costa. No debiste …

¿No debí qué — repuso Ted -. ¿No debía haber aceptado THUNDER cuando Weis y el Presidente me lo ofrecieron? ¿No debía haber dicho aquello a los periodistas sobre detener todos los huracanes? ¿No debía haber confesado a Weis que intentaríamos gobernar y dirigir Omega? Hice las tres cosas y las repetiría. Prefiero hacer algo, aun cuando no sea lo mejor. Hay que continuar moviéndonos; una vez nos paremos, habremos muerto.

— Pero, ¿por qué formulaste aquella loca promesa a los periodistas? — preguntó Barney, casi suplicante.

Frunció el ceño, pero más para sí que para la muchacha?

— ¿Cómo quieres que lo sepa? Quizá porque Weis estaba allí sentado delante de las cámaras, tan seguro de sí mismo. Seguro y sereno. Quizás yo fui lo bastante loco para creer que realmente podríamos acabar con todos los huracanes que se presentaran esta temporada. Quizás yo esté loco. No lo sé.

— ¿Pero ahora qué haremos? — pregunté.

Miró hacia la pantalla trazadora.

— Tratar de gobernar Omega, tratar de salvar la cara bonita de Weis. Señalando a un símbolo en el mapa a varios centenares de kilómetros al norte de la tempestad, dijo -: Ahí hay anclado un puesto avanzado de sonar de la Marina. Voy a trasladarme a él, para ver si puedo echar un vistazo directo a este monstruo.

— Eso… eso es peligroso — dijo Barney.

Se encogió de hombros.

— Ted, no puedes dirigir la operación desde el centro del océano — afirmé.

— El destacamento es un sitio estupendo para ver la tormenta… Por lo menos, su borde. Quizá pueda conseguir que un avión la atraviese. Estuve toda la temporada luchando contra los huracanes sin ver uno. Además, el navío forma parte de la red de avisos antisubmarina de la Marina y, está dotado de todo un equipo completo de comunicaciones. Me mantendré en contacto con vosotros a cada minuto, no os preocupéis.

Pero si la tormenta va hacia allá…

— Que venga — dijo -. De cualquier forma acabará con nosotros dio media vuelta y se alejó a grandes zancadas, dejándonos atónitos mirándole.

Barney se volvió a mí.

— Jerry, cree que le culpamos de todo lo ocurrido. Tenemos que detenerle.

— Nadie puede detenerle. Lo sabes. En cuanto se le mete algo en la cabeza…

— Entonces me iré con él — se levantó de la silla.

La cogí del brazo.

— No, Jerry — me dijo -. No puedo dejarle solo.

— ¿Te da miedo el peligro que corre o el hecho de que se marcha?

— Jerry, dado el humor en que está ahora… no piensa en nada…

— Está bien — dije, tratando de calmarla -. Está bien. Iré yo. Me aseguraré de que no se moje los pies.

— ¡Pero es que no quiero que ninguno de los dos Corráis peligro!

— Lo sé. Me cuidaré de él.

Me miró con aquellos ojos nublados, gris-verdosos…

— Jerry… no le permitirás que cometa una locura, ¿verdad?

— Ya me conoces; no soy ningún héroe.

— Sí, lo eres — dijo. Y noté cómo las entrañas se me revolvían.

La dejé allí con Tuli y salí presuroso al aparcamiento.

El brillante sol del exterior fue una dolorosa sorpresa. Hacia calor y humedad, aun cuando el día sólo tenía una hora de vejez.

Ted estaba subiendo a uno de los coches de servicio para el personal del Proyecto cuando le alcancé.

— Un tipo terrestre como tú no debería perderse sólo en el océano — dije.

Sonrió.

— Sube a bordo, marino.

El día tenía mal aspecto. Las brisas marinas, de ordinario templadas, se hablan como apagado. Mientras conducíamos a lo largo del muelle de Miami, el aire era opresivo, ominoso. El cielo parecía una brasa, el agua estaba mortalmente tranquila. Los veteranos pescadores de los muelles miraban hacia el horizonte en la parte sur y asentían mutuamente. Iba a venir.

El color del mar, la forma de las nubes, la visión de un tiburón cerca de la costa, el modo en que las aves se posaban… todo esto eran presagios.

Venía.

Dormimos la mayor parte del vuelo hacia aquel destacamento de sonar. El avión reactor de la Marina se posó suavemente en el ondulado mar y un helicóptero del navío nos llevó a bordo. El barco era semejante a los dragadores de gran profundidad empleados por la Thornton Pacific. Para el trabajo antisubmarino, sin embargo, el equipo de dragado estaba sustituido por una fantástica colección de antenas de radar y comunicaciones.

— Me temo que los visitantes tengan prohibido bajar a las bodegas — dijo el regordete teniente que nos dio la bienvenida a su navío. Mientras abandonábamos la zona de aterrizaje del helicóptero, en popa, dirigiéndonos al puente, añadió: Este cascarón es una estación de sonar flotante. Todo lo que hay bajo cubierta está clasificado, excepto los calabozos y la cocina y en ese último lugar el cocinero ni siquiera me permite la entrada a mí.

Rió su propio chiste. Era un americano de rostro agradable, casi de nuestra edad, barbilla cuadrada, recia construcción, de los de la especie que se queda toda la vida en la Marina.

Subimos por la escalerilla hasta el puente.

— Estamos aquí anclados dijo el teniente -, con un equipo especial en el fondo y cables de arresto, así que el puente se usa menos para navegación que para comunicaciones.

Mirando a nuestro alrededor, pudimos comprender lo que quería decir. Uno de los tabiques del puente estaba literalmente cubierto de pantallas visoras, de autotrazadores de rumbo y de controles electrónicos.

— Creo que podrán seguir el rastro de su huracán sin mucha dificultad — señaló orgulloso hacia el equipo de comunicaciones.

— Si no podemos — contestó Ted -, no será culpa suya.

El teniente nos presentó a su jefe técnico de comunicaciones, un marinerito quisquilloso que acababa de recibir su diploma de ingeniería y se había alistado por dos años en la Marina. A los pocos minutos hablábamos con Tuli, que se encontraba en el cuartel general de THUNDER.

— La humedad parece haber disminuido un poquito dijo Tuli, su rostro impasible enmarcado en la pantalla -. Se encuentra a mitad de camino entre la posición vuestra y Puerto Rico.

— Recuperando fuerzas — murmuró Ted.

Ted suministré la información de los computadores de THUNDER al autorrastreador del destacamento y pronto tuvimos una versión en miniatura del mapa gigante de Ted en una de las pantallas del puente.

Ted estudió el mapa, murmurando:

— Si pudiésemos proporcionarle algo de agua caliente… dándole un atajo hasta la rama exterior de la Corriente del Golfo… entonces quizá pasase rozando la costa.

El teniente nos estaba mirando desde uno de los taburetes que se plegaban incorporándose a la pared del puente cuando no se les utilizaba.

— Son sólo deseos míos — continuó murmurando Ted -. El modo más rápido de moverlo sería colocar una célula de baja presión en el norte… para que se dirigiera hacia septentrión…

Habló de eso con Tuli durante casi una hora, encaramado en un taburete giratorio instalado en la cubierta cerca de la mesa de mapas. El cocinero asomó por la escotilla de estribor del puente y entró con una bandeja de bocadillos y café. Ted, distraído, tomó un tazón y un bocadillo, todavía enzarzado en su charla con Tuli.

Por último, dijo a la pantalla visora:

— Está bien, profundizaremos ese agujero lejos de Long Island y trataremos de convertirlo en una verdadera célula de tormentas.

Tul asintió, pero se le veía evidentemente poco satisfecho.

— Que Barney repase en el computador todos los datos tan de prisa como pueda, pero será mejor que prepares los planes ahora mismo. No esperes a que termine el computador. Hay que atacar mientras aún está quieto el huracán. De otro modo… — su voz quedó cortada.

— De acuerdo — repuso Tuli -. Pero daremos palos de ciego.

— Lo sé. ¿Tienes alguna idea mejor?

Tuli se encogió de hombros.

— Entonces que despeguen los aviones. — Se volvió a mí -. Jerry, tenemos elaborado un plan de batalla. Tuli te dará los detalles.

Me puse en pie en la resbaladiza cubierta del navío. El barco volvió a estremecerse y giró en redondo. Una ola nos dio por el otro costado y recorrió la cubierta, metiéndonos en agua espumosa hasta la rodilla y, por fin, la cubierta, volvió a ascender y quedó despejada temporalmente de olas.

- ¡Omega ha ganado! — rugió Ted en mi oído, por encima del bramar del viento -. ¡Estamos atrapados!

Permanecimos allí, agarrados a los asideros. El mar era imposible de describir… Una mezcla confusa de olas sin sentido ni sistema, sus cumbres desgarradas por el viento, la espuma mezclándose con la lluvia cegadora.

El teniente pasó junto a nosotros, agarrándose mano tras mano en la cuerda que corría a lo largo de superestructura.

— ¿Se encuentran los dos bien?

— ¡No hay huesos rotos!

— ¡Será mejor que suban al puente! — gritó. Estábamos cara a cara, casi tocándose nuestras narices; sin embargo, apenas podíamos oírle. ¡He dado órdenes de levar todas las anclas y de aumentar la presión de las calderas! ¡Tenemos que intentar salir de este azote mediante toda la potencia del barco! ¡Sí nos quedamos aquí, nos hundiremos!

Ahora me tocaba el turno. Pasé la mayor parte de la tarde consiguiendo que los aviones adecuados con la carga justa fuesen a los sitios exactos en donde era preciso realizar el trabajo. Durante toda esta operación me llamaba a mí mismo idiota por haber aceptado este exilio en el centro del océano. Necesité el doble de tiempo para enviar las órdenes que si hubiera estado en el cuartel general.

— No te molestes en decirlo — afirmó Ted cuando terminé -. Fue una estupidez venir aquí, de acuerdo. Pero es que tenía que alejarme de aquel lugar antes de remontar la cumbre de la colina.

— ¿Pero qué de bueno haces aquí? -pregunté.

Se aferró a la barandilla del puente y miró más allá de la proa del navío, hacia el horizonte.

— Podemos dirigir el espectáculo también desde aquí… quizá sea un poco más difícil que en Miami, pero se puede hacer. Si todo resulta, nos rozará el borde de la tormenta. Me gustaría verlo. Quiero notarla, ver lo que es capaz de hacer. Jamás vi un huracán desde tan cerca. Y es mejor estar aquí sentado, que en aquel cascarón sin ventanas del cuartel general.

— ¿Y si las cosas no van bien? — pregunté -. ¿Y si la tempestad no se mueve del modo en que tú quieres?

Dio media vuelta.

Probablemente no se moverá.

— Entonces podíamos perdernos todo el espectáculo.

— Quizás. O también podría descender hacia aquí y soplarnos en el cuello.

— Omega podría… ¿podría pillarnos en su centro?

— Existe tal posibilidad — dijo tranquilamente -. Será mejor que durmamos un poco ahora que se puede. Más tarde estaremos muy atareados.

El oficial ejecutivo nos acomodó en un pequeño camarote con dos literas. Parte de la tripulación del destacamento estaba de permiso en tierra y tenían un compartimento que nos pudieron destinar. Traté de dormir pero pasé la mayor parte de las últimas horas de la tarde agitándome incómodo. Al oscurecer, Ted se levantó y fue al puente. Le seguí.

— ¿Ve esas nubes, bien en el horizonte sur? decía al teniente. Se trata del huracán. Sus bordes externos.

Lo comprobé con el cuartel general de THUNDER. Los aviones habían sembrado el agujero de baja presión lejos de Long Island, sin incidentes. Las estaciones meteorológicas a lo largo de la costa y el equipo automático en satélites y aviones, informaban del desarrollo de una pequeña célula tempestuosa.

El rostro de Barney asomó a la pantalla. Parecía muy preocupada.

— ¿Está Ted?

— Aquí mismo — se colocó a la vista.

— El trabajo del computador ha terminado — dijo, apartándose un mechón de la frente -. Omega seguirá hasta el norte pero sólo temporalmente. Volverá a encabezarse tierra adentro a primeras horas de mañana. Dentro de dos días atacará la costa entre Cabo Hatteras y Washington.

Ted emitió un bajo silbido.

— Pero eso no es todo — continuó El rumbo de la tormenta cruza por encima del navío en que estáis ahora. ¡Os veréis en el centro de todo el huracán

— Tendremos que partir de aquí enseguida — dije.

— No hay prisa — repuso Ted -. Podemos pasar la noche en el barco. Quiero ser testigo de su desarrollo.

— Ted no seas loco — aconsejó Barney -. Será peligroso.

El le sonrió.

— ¿Celos? No te preocupes, sólo quiero echar un vistazo al huracán; luego volaré hacia ti.

— Tozudo… ~- El rizo rubio volvió a caerle sobre los ojos y lo apartó con un gesto colérico. ¡Ted, ya es hora de que dejes de comportarte como un muchacho malcriado Claro que estoy celosa! ¡Estoy harta de luchar contra toda esta atmósfera atorbellinada! Tienes responsabilidades y si no deseas vivir para afrontarías… bueno… ya sabes lo que quiero decir.

— Está bien, está bien. Volveremos mañana por la mañana. De cualquier forma será más seguro viajar de día:

Omega sigue moviéndose despacio; tendremos tiempo suficiente.

— No, si comienza a acelerar su movimiento. Los cálculos del computador han sido sólo un primer vistazo al problema. La tormenta podría acelerarse antes de lo que creemos.

— Llegaremos bien a Miami, no te preocupes.

— No, ¿por qué iba a preocuparme? — exclamó Barney -. Están solos, a casi mil kilómetros en alta mar, con un huracán que se cierne sobre vosotros.

— Simplemente a una hora de la base. Vete a dormir Emprenderemos el vuelo por la mañana.

El viento arreciaba cuando volví a mi camarote y el navío empezaba a mecerse en un mar cada vez más alborotado. Yo había navegado en lanchas sin cubierta durante tempestades y logré dormir con un tiempo peor que éste. No eran las condiciones momentáneas lo que me preocupaba. Era el conocimiento de lo que se nos venia encima.

Ted permaneció en cubierta, contemplando cómo se oscurecía el cielo meridional, con la mortífera satisfacción de un general que observa el avance de un ejército mucho más fuerte que el suyo. Concilié el sueño diciéndome que tendría que arrancar a Ted de este barco tan pronto como el avión pudiera recogernos, aun cuando tuviera que obligar a los marineros a atarle con cadenas de áncora.

Por la mañana la lluvia era fuerte y el navío bailoteaba en medio de grandes olas. Fue un esfuerzo cruzar el estrecho pasillo que conducía al puente, con la cubierta inclinándose bajo los pies y el navío agitándose lo bastante fuerte como para lanzarme contra las mamparas.

Arriba, en el puente, el viento aullaba mientras un marinero me ayudó a colocarme un impermeable y un chaleco salvavidas. Cuando me volví para abrocharlos, vi que la cubierta en donde estaba el helicóptero aparecía vacía.

— El aparato se llevó a la mayor parte de la tripulación hace una hora — me susurró al oído el marinero. Fueron al encuentro del hidroavión al oeste de aquí, en donde la situación no es tan dura. Cuando venga, todos nos marcharemos.

Asentí y le di las gracias.

— Es hermoso, ¿verdad? — me gritó Ted cuando entré en la sección abierta del puente -. Y se mueve mucho más deprisa de lo que imaginábamos.

Me agarré a un asidero entre él y el teniente. En dirección sur con respecto a nosotros se veía una sólida pared negra. Las olas rompían contra las amuras y la lluvia era una fuerza batiente cayendo sobre nuestras caras.

— ¿Podrá recogernos el helicóptero? — pregunté al teniente.

— Hemos tenido vientos peores que este — me gritó como respuesta -, pero no me gustaría quedarme una hora más, aproximadamente.

El técnico en comunicaciones cruzó el puente tambaleándose en dirección nuestra.

— El helicóptero está en camino, señor. Se encontrará aquí dentro de diez o quince minutos.

El teniente asintió.

— Tendré que ir a popa para cuidar que el helicóptero quede bien sujeto en cuanto se pose. Ustedes dos estén dispuestos para subir a bordo cuando se les de la orden.

— Lo estaremos — dije.

Cuando el teniente abandonó el puente, pregunté a Ted.

— Bueno, ¿te causa algún bien todo esto? Con franqueza, preferiría mucho más estar en Miami… me sentirla más feliz.

— ¡Es verdaderamente brutal! — gritó -. ¡Resulta muy distinto verlo así que contemplarlo en un mapa.

— ¿Pero por qué…?

— Esto es el enemigo, Jerry. Tratamos de acabar con esto. Piensa en lo mucho mejor que te sentirás después de que hayamos aprendido cómo detener los huracanes.

— ¡Si vivimos lo bastante para aprenderlo!

El helicóptero apareció a la vista, fuertemente inclinado con respecto al viento furioso. Miré, con igual fascinación y terror, mientras descendía hasta la zona de aterrizaje, tratando de bajar, viéndose arrastrado hacia atrás por una ráfaga terrible, luchando otra vez para conseguir llegar a la pequeña pista y, por último, posándose en la agitada cubierta. Un equipo de marineros cruzó el rectángulo cuadrado y húmedo para sujetarlo con cables unidos al tren de aterrizaje, incluso antes de que las aspas del motor empezasen a disminuir sus giros. Una ola cogió al navío de costado y derribó a un marinero. Sólo entonces me di cuenta de que cada hombre tenía una gruesa cuerda atada a su cintura. Por fin lograron dejar asegurado el helicóptero.

Me volví hacia Ted.

— Vámonos antes de que sea demasiado tarde.

Comenzamos a bajar por la escalerilla resbaladiza que conducía a la cubierta principal. Mientras avanzábamos centímetro a centímetro hacia popa, una ola tremenda cogió al navío por su centro y por poco lo hace volcar. El pequeño barco se estremeció violentamente y perdimos la cubierta de debajo de nuestros pies. Logré quedar de rodillas.

Ted me levantó.

— Vamos camarada. Omega está aquí.

Otra ola nos dio de lleno. Me agarré a un asidero y cuando mis ojos se aclararon vi como el helicóptero estaba absurdamente volcado de costado las amarras de su tren de aterrizaje azotando sueltas bajo el viento.

— ¡Se han roto las amarras!

La cubierta volvió a oscilar y el helicóptero resbaló sobre su costado, rompiéndose los motores al dar contra la pista. Otra ola nos pilló. El navío saltó de manera terrible. El helicóptero se deslizó hacia atrás sobre uno de los costados y, luego, alzado por un muro sólido de verde espumoso, chocó contra la amura y cayó al mar.

Apoyado, insensible, en mis manos y rodillas, empapado hasta los huesos, maltrecho como un boxeador derrotado en su combate por el título, contemplé como el único eslabón que nos unía con la salvación desaparecía tragado por el furioso mar.

— ¿Podemos hacer algo?

Me dirigió una áspera mirada.

— ¡La próxima vez que trasteen con un huracán, háganlo cuando yo esté en tierra!

Seguimos al teniente hasta el puente. Por poco me caigo en la resbaladiza escalerilla, pero Ted me cogió con una de sus potentes zarpas.

El puente chorreaba a causa de las olas monstruosas y de la espuma que empapaba ya las cubiertas. Los paneles de comunicaciones, sin embargo, aparecían intactos. Pudimos ver el mapa que Ted programara en la pantalla autorrastreadora; seguía iluminado. Omega cruzaba la pantalla como un demonio todopoderoso. El diminuto puntito de luz que marcaba la situación del navío estaba muy adentrado en el torbellino del huracán.

El teniente luchó para alcanzar el intercomunicador del navío, mientras que Ted y yo buscábamos asideros.

— ¡Jefe, ya tiene todos los caballos posibles! — Oí cómo el teniente bramaba en el micrófono del intercomunicador -. ¡Enviaré a las bombas a cuantos hombres haya disponibles! ¡Mantenga las máquinas en marcha! ¡Si perdemos potencia nos hundiremos!

Me di cuenta de que lo decía de verdad.

El teniente cruzó hacia nosotros y se agarró a la mesa de mapas.

— ¿Ese mapa es exacto? — preguntó con un grito a Ted. El corpulento pelirrojo asintió.

— Hasta el último minuto. ¿Por qué?

¡Trato de calcular un rumbo que nos saque de la acción del huracán! ¡No podemos soportar más aporreamiento! ¡El barco recibe más agua de la que sus bombas de achique pueden evacuar! ¡La sala de máquinas se está inundando!

— ¡Entonces diríjase hacia el suroeste! — dijo Ted a pleno pulmón -. En esa dirección saldremos del borde interno del huracán, lo más rápidamente posible.

— ¡No podemos! ¡Tengo que mantener el mar a nuestra popa, o de otro modo volcaríamos!

— ¡¿Qué?!

— Es necesario que demos proa al viento — gritó -. Sólo para cortar de lleno a las olas.

— ¡Cierto! Asintió el teniente.

— Pero entonces viajará con la tormenta. Nunca saldrá. ¡El huracán nos arrastrará todo el día!

— ¡¿Y cómo sabe usted en qué dirección van las tormentas?! ¡Esta podría cambiar de rumbo!

— Ni soñarlo — Ted señaló con el dedo la pantalla rastreadora -. Marcha hacia el noroeste ahora y seguirá en este rumbo durante el resto del día. Lo mejor es encaminarse hacia el objeto o núcleo.

— ¿Hacia el centro? ¡No llegaríamos nunca!

Ted sacudió la cabeza.

— Nunca saldremos de aquí si marcha usted derecho contra el viento. Pero si es capaz de hacer cinco nudos a la hora, poco más o menos, podremos describir espirales que nos conduzcan al centro. Allí reina la calma.

El teniente miró la pantalla.

— ¿Está seguro? ¿Conoce exactamente hacia dónde se mueve la tempestad y lo deprisa que va?

— Podemos comprobarlo.

Rápidamente nos pusimos en comunicación con el cuartel general de THUNDER, transmitiendo hasta el satélite Estación del Atlántico para que lo reenviase a Miami. Barney estaba casi frenética, pero logramos apartarla pronto de la línea. Tuli respondió a nuestras preguntas y nos dio las predicciones exactas en cuanto a dirección y velocidad del Omega.

Ted entró con un mojado puñado de notas para proporcionar los informes al computador de rumbo del navío.

Barney logró colocarse otra vez en la pantalla.

— Jerry… ¿Estáis bien?

— Otras veces estuve mejor, pero creo que saldremos bien de ésta. El navío no se encuentra en verdadero peligro — mentí.

— ¿Estás seguro?

— Claro. Ted se encuentra preparando un rumbo con el capitán. Dentro de pocas horas estaremos de regreso a Miami.

— Ahí afuera la cosa parece terrible.

Otra ola gigantesca cruzó la proa y ocultó el puente bajo espumas.

— No es un tiempo apto para excursiones — reconocí -, pero no nos preocupamos, así que no te trastornes tú tampoco — No estamos preocupados, estamos blancos de miedo, añadí en silencio.

De mala gana, el teniente aceptó dirigirse hacia el centro de la tormenta. Era o hacerlo o enfrentarse a un aporreamiento que haría pedazos el navío en pocas horas. Dijimos a Tuli que enviase un avión hasta el ojo del huracán para tratar de recogernos.

El tiempo cronológico perdió todo significado. Seguimos resistiendo empapados hasta la medula, marchando a través de un infierno acuoso y salvaje, con el viento azotándonos diabólicamente, el mar en un caos absoluto. Nadie permaneció en el puente excepto el teniente, Ted y yo. El resto de la reducida tripulación del navío estaba ahora bajo cubierta, haciendo funcionar las bombas de a. bordo con todas las energías posibles. El autopiloto del navío' y el computador de guía nos mantuvieron en el rumbo que Ted y el teniente habían calculado.

Entrar en el ojo del huracán era como cruzar la puerta que separa un manicomio de un jardín pacifico. Durante un momento nos veíamos aporreados por las olas montañosas y viento implacable, con lluvia y espuma, siendo difícil ver incluso a un palmo de las narices. Luego, el sol rompía la marea de nubes otra vez y el viento cesaba bruscamente. Las olas seguían siendo fuertesespumosas, mientras avanzábamos como cojeando hacia el lugar descubierto. Pero por fin nos fue posible alzar las cabezas sin que las golpease el viento y la espuma que éste transportaba.

Nubes impresionantes se alzaban a nuestro alrededor, pero este retazo de océano era seguro. Los pájaros revoloteaban en torno nuestro y muy en lo alto un reactor de despegue vertical daba vueltas, enviado por Tuli. El avión efectuó una pasada próxima por encima nuestro, luego descendió sobre la pista del helicóptero en la popa del navío. Su tren de aterrizaje apenas tocó en la cubierta y la cola sobresalía de la destrozada barandilla por la que el helicóptero cayó al mar.

Tuvimos que agachamos bajo el morro del avión y entrar por una escotilla de su panza, puesto que los reactores de los extremos de las alas seguían llameantes. Mientras nos apiñábamos en el estrecho compartimento de pasajeros, el avión ascendió rápidamente. Los reactores de las alas giraron preparándose para el vuelo horizontal y pronto el aparato adquirió velocidad supersónica. Ascendimos de manera brusca y en dirección a las propias nubes.

Cuando miré hacia abajo, al pequeño navío que disminuía de tamaño rápidamente, me di cuenta también que el teniente se esforzaba en dirigir a su embarcación una última mirada.

— Lamento que haya tenido que perder su barco — dije.

— Bueno, otra ola en esos mares habría terminado con nosotros — dijo tranquilo. Pero seguía mirando pensativo por la ventanilla hasta que las nubes cubrieron al abandonado barco.

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