Me quedé mirando al papel amarillo, intentando pensar qué es lo que debería hacer primero.
— Déjame que llame al comandante Vincent — dije -. Quería hablarle de cualquier forma de lo que está ocurriendo aquí, en Eolo.
— Le llamaré yo — dijo Ted, con los labios apretados.
— No, será mejor que no lo hagas — comprendí que después de decir tres palabras al comandante, Ted se pondría a gritar -. Hablaré con él y te llamaré a ti.
Conseguir que el comandante se pusiese en el teléfono no fue fácil. Había abandonado la base de Ohio de la División Tecnológica Extranjera y ahora estaba destinado en Washington.
— Me han trasladado a un grupo especial — dijo cuando por fin le localicé -. Estamos poniendo en marcha un proyecto de control del tiempo. El equipo de Marrett y el suyo podrán ayudarnos.
Le expliqué el alboroto creado por Seguridad en Climatología y Eolo. El comandante Vincent me miró con simpatía, pero también con aire de no poder hacer nada.
— Ya sé que no trabajan en ningún género clasificado en su Laboratorio todavía. Pero tenemos que asegurarnos de que podrán manejar material secreto cuando llegue el momento. Lo que ocurrirá pronto, créame.
— ¿Pero qué hay de los dos ayudantes más íntimos de Ted, que han sido suspendidos? — pregunté -. Eso perturbará su trabajo.
Parecía sinceramente desgraciado.
— Luché sobre eso con el personal de Seguridad aquí, antes de que enviaran la orden. Créame, ha peleado toda una semana. Pero tienen normas y reglamentos que les amparan. ¡Ojalá hubiese algo que pudiese hacer para ayudarle, pero tengo las manos atadas!
— Ted va a salir disparado como un cohete de cinco etapas — dije. No trabajará para ustedes a menos…
— Tendrá que trabajar para nosotros — repuso el comandante. Escuche, yo soy tan condescendiente como cualquier hijo de vecino, pero este proyecto no va a depender de un solo hombre. Si Marrett no puede soportar los reglamentos de Seguridad, pondremos a otra persona al frente de su taller en Climatología y le despediremos.
— ¿Quiere decir que no se puede hacer nada absolutamente? Esas personas no han obrado mal y se quedarán sin empleo. ¡Eso no es noble!
— Bueno, quizá se pueda hacer un trato con la chica. Tiene documentos que prueban su ciudadanía, según lo dicho por el personal de Seguridad. Y su país nativo es aliado nuestro. Pero el otro individuo es de Mongolia. No son amigos.
— Pero tampoco enemigos — respondí.
El comandante Vincent alzó las manos en un gesto que quiso decir "hice cuanto pude".
Ted hirvió de cólera al contarle la oferta del comandante.
— Así que permiten que Barney se quede. ¿Qué tiene de malo Tuli? ¿,La Fuerza Aérea teme que forme parte el peligro amarillo?
— Parece que lo que temen es la amenaza roja. — Mongolia, oficialmente, es una nación socialista.
— Amenaza roja, peligro amarillo… únelo todo y tendrás una masa anaranjada — no lo decía en plan de chiste, — ¿y qué hacemos, embarcamos a Tuli de vuelta a Mongolia dentro de un cajón?
— Oficialmente está suspendido — comenté, — ¿pero por qué no puede trabajar temporalmente para Eolo? Sólo hasta que este lío se aclare. Podemos instalarle en un despacho particular, cerca de nuestro edificio.
Ted meditó un momento.
— ¿Quizá resultará. Existe el problema de la polución del aire en la Cúpula de Manhattan. Tuli podría ayudar a resolverlo. Lo haría como empleado de Climatología, pero no es posible, por culpa de Rossman. Claro que siendo miembro de Eolo…
Asentí.
— Prepararé los papeles en seguida. Tuli puede ingresar en nuestro equipo como consejero eventual.
— De acuerdo — asintió Ted. — Pero toda esta operación militar es errónea de cabeza a rabo. Estoy pensando en el asunto. Si van a manejar el control del tiempo como un arma secreta, toda la idea se va a ver sofocada por dificultades.
El viento había recorrido largo trecho. Cosa de tres semanas antes fue frío, una ráfaga seca que nacía en la tundra de Siberia mientras las heladas de noviembre marchaban hacia el sur, cruzando el lago Baikal. Sopló hasta el amplio Pacífico, arrancando humedad del mar. El viento del oeste invadió América en un frente de mil trescientos kilómetros de amplitud, haciendo que los agricultores de California adoptaran medidas para impedir las heladas que por indicarían la última etapa del fruto en sazón. Cuando ascendió por las Rocosas, el viento dejó caer la primera lluvia; luego, un manto de nieve de más de un palmo de espesor mientras entregaba así la humedad capturada. Volvió a ser un viento seco cuando descendió por la otra ladera de las montañas y cruzó el desierto del suroeste. Se curvó hacia la Costa del Golfo, adquirió algo más de vapor de agua y, guiado por la corriente en chorro, se precipitó hacia el norte en Nueva Inglaterra. Para cuando llegó a Boston se había enfriado hasta el punto de la escarcha y roció toda la zona con una fina polvareda de nieve. Los niños, encantados, bajaron a las bodegas o subieron a los desvanes para buscar sus trineos y patines. Los adultos, malhumorados, se dirigieron a sus garajes, murmurando algo acerca de los neumáticos para la nieve y los inviernos de Nueva Inglaterra.
Jim Dennis llamó poco antes del Día de Acción de Gracias y nos invitó a los cuatro para que pasásemos la tarde del día de fiesta en su casa.
— Quiero presentarles a alguien — dijo -, que está interesado en sus problemas con el proyecto del tiempo del Pentágono.
Sorprendido, dije:
— No sabia que estuviera enterado. Se supone que el proyecto es secreto.
— Pues se asustaría al enterarse de lo que sabe un congresista — respondió, con una pícara sonrisa.
Me llevé a Barney, Ted y Tuli a Thornton para la cena del Día de Acción de Gracias y, luego, fuimos todos en coche a casa de Dennis. Empezó a nevar cuando nos acercábamos a Lynn.
— En la hora exacta — dijo Ted, consultando su reloj de pulsera -. Este año tendremos un invierno con mucha nieve. -
La hacienda de Dennis estaba llena de niños, amigos, correligionarios políticos, solicitantes de votos y vecinos. Jim iba de aquí para allá entre su despacho y la sala de estar, que quedaban separados por el vestíbulo principal de la casa. La sala de estar se hallaba atestada de adultos con mente política de una especie u otra. Problemas comerciales. Nosotros encajábamos en esa categoría, pero la señora Dennis nos llevó primero a remolque, presentándonos a todos los del comedor, en donde se servía el principio de un segundo turno de la cena del Día de Acción de Gracias, y nos acomodó en la cocina.
Se encargaba de los niños y de los adultos no políticos. El comedor, la cocina y todas las zonas de juego eran su dominio. De alguna forma logró mantener a todos felices y alimentados y a los niños distraídos de manera inofensiva, mientras permanecía con un aspecto tranquilo y nada agitado, Barney la contempló impresionada.
— Pueden colocar sus abrigos en la mesa de la estufa — dijo, señalando a un antiguo ejemplar de estufa de las que 'empleaban madera para quemar-. Jim estará acepado un ratito. ¿Quieren cenar algo? ¿Qué les parece sidra y pastel de frutas? ¿O algún dulce?
Todos declinamos excepto Ted, que siempre tenía sitio en su estómago para las golosinas. Pudo ser una media hora lo que permanecimos de pie en la cocina con una banda de desconocidos y de niños, pero la señora Dennis logró conseguir que nos sintiésemos como en nuestra casa. Nos conocía a todos por el nombre propio y pronto empezamos a hablar del tiempo… y de lo que podíamos hacer con él.
Ted estaba ya alcanzando su andadura normal en esta clase de conversaciones cuando entró Jim, con las mangas de la camisa arremangadas, la corbata floja, sonriendo feliz.
— Los días de fiesta son aquí a veces bastante confusos — nos dijo -. Lamento que no hayan podido venir para la cena. Sin embargo, creo que he comido pavo por todos ustedes.
— Hablábamos de nieve — dijo la señora Dennis -. Ted cree que va a detenerse la nevada dentro de una hora, poco más o menos.
Jim soltó la carcajada.
— Ted no lo cree. Lo sabe.
— Eso espero — repuso Ted.
— Está bien — indicó el congresista -, así que no hay que molestarse en sacar palas y ponernos las botas. Ahora, ¿qué les parece a ustedes cuatro si vienen a un extremo mas tranquilo de la casa? Y, Mary, ¿podrías servirnos más café?
— Durante los días de fiesta la única vez que te veo — dijo ella -, es cuando tienes hambre o cuando tienes sed.
— Los políticos llevan una vida muy dura.
El despacho del congresista era pequeño pero sorprendentemente tranquilo.
— Las paredes son a prueba de ruidos — nos dijo -. Con cinco niños y sus amiguitos siempre por la casa… o lo hacia así o me volvía loco.
Señaló con un gesto las sillas. Yo elegí una mecedora. Tres paredes del despacho estaban cubiertas de estanterías; la cuarta tenía un par de ventanas con diversas fotografías enmarcadas entre ellas.
Después de que la señora Dennis trajera el café y nos sirviésemos, Jim comenzó:
— El comité de Ciencias va a empezar en enero sus discusiones sobre el trabajo del Departamento de Meteorología. Naturalmente que la idea de ustedes sobre el control del tiempo se convertirá en la gran noticia.
— Eso es sí…
— Aguarde, hay más. El Pentágono ha estado ejercitando sus influencias para poner en marcha su proyecto. Su obra será secreta, si logra adelantarse al Congreso y a la Casa Blanca. Mientras, no es un secreto el que busquen un proyecto para controlar el tiempo. L3 noticia corre por todo Washington y podría convertirse en un balón político de primera clase. Claro que…
Sonó el timbre de la puerta. Jim dijo.'
— Creo que se trata de nuestro misterioso invitado.
Fue hasta el vestíbulo y saludó a un hombre que acababa de entrar por la puerta principal.
— Me alegro de que pudiera venir — le oímos decir -. Deje su abrigo en la mesa del teléfono y entre. Todos están ya
Reconocimos al hombre que entró en el despacho, identificándolo como el doctor Jerrold Weis, Consejero Científico del Presidente. Era pequeño, ligero, con una voz muy nasal; Parecía en persona más curtido que en televisión. Su apretón de manos fue fuerte y su mirada penetrante.
Tras las presentaciones, el doctor Weis ocupó mi mecedora. Yo encontré punto de apoyo en el alféizar de la ventana.
— Así que ustedes — son los jóvenes genios — dijo el doctor Weis, sacando una pipa del bolsillo de la chaqueta — que acabaron con la sequía.
— Y que quieren controlar el tiempo — corroboró Jim Dennis-. Cuéntaselo, Ted.
Se necesitó un par de horas y unas cuantas ecuaciones en la libreta de notas del congresista para explicar las cuestiones técnicas al doctor Weis. Ted vagó sin cesar por a pequeña habitación mientras hablaba, conformando las ideas con las manos, recorriendo toda la historia de las predicciones a largo plazo, Investigaciones Eolo, la sequía y el proyecto del comandante Vincent.
El doctor Weis fumó pensativo, en pipa, mientras escuchaba.
Creo que hay un punto claro — dijo el Consejero Científico cuando Ted, por último, se detuvo -. A menos que actuemos para impedirlo, habrá un programa militar clasificado sobre control del tiempo antes de un año.
Ted asintió.
— Y un programa militar clasificado — prosiguió el doctor Weis -, dominará todo el campo entero de la investigación. El Congreso no querrá apoyar a dos o tres agencias distintas del Gobierno para que hagan el mismo trabajo. Si el Pentágono consigue poner en marcha primero su programa de control del tiempo, obligarán a todos los demás a trabajar según sus condiciones.
— ¿Y eso será tan terrible? — preguntó Barney.
Fue Ted quien contestó.
— Ya han causado dificultades para Tuli y para ti. Una vez empiecen en realidad, el manto de Seguridad caerá sobre todos. Los trabajos tendrán como meta utilizar el agua como arma. Se les impulsará a hacer cosas que produzcan un gran efecto; investigar y todo lo demás tendrá que rendir beneficios que comprendan los altos jefes militares.
— No es la manera adecuada de realizar esta clase de trabajo — afirmó el doctor Weis -. El control del tiempo podría ser una herramienta poderosa para la paz. Si se hace de él un proyecto militar, otras naciones empezarán a destacar sus aspectos militares, también. Podríamos acabar haciendo el control del tiempo un motivo de guerra… fría o cálida.
— Pero el Pentágono posee una necesidad legítima de estudiar el control del tiempo dije-. Hay aspectos militares en la situación.
— ¡Pues claro que los hay! — exclamó el doctor Weis, asintiendo vigorosamente. Y el comandante Vincent y su gente realizan su trabajo lo mejor que pueden… para ellos. Sin embargo, a mí me interesa una imagen mayor… La que incluye las necesidades militares y todas las otras necesidades de la nación.
— ¿Pero cómo detener al Pentágono? — preguntó Ted.
El doctor Weis se sacó la pipa de la boca.
— No lo haremos. Por lo menos, no directamente. El único modo de impedir que se apoderen de esta idea es ir al Congreso con una idea mejor y mayor.
— ¿Mayor?
Jim Dennis sonrió.
— Entiendo. Decirle al Comité de Ciencia algo sobre un gran programa no militar que no tendría la catalogación de clasificado, que sería espectacular y que podría acarrear a los congresistas una gran publicidad en sus distritos electorales.
Asintiendo, el doctor Weis dijo:
— Exactamente.
— Un gran proyecto — murmuré yo.
— Espectacular — añadió Ted.
— Y tienen ustedes desde ahora hasta la segunda semana de enero para imaginarlo — nos indicó Jim Dennis.
Ted, literalmente, se encerró en su habitación de Climatología durante las siguientes semanas, mientras Tuli se instalaba en su despacho particular cerca de Eolo. Ted buscaba furiosamente un proyecto espectacular que presentar al Congreso. Tuli no deja de ir de Eolo a la Cúpula de Manhattan y viceversa, tratando de averiguar por qué la "isla de aire acondicionado" padecía contaminación de aire.
Mientras, yo me mordía las uñas temiendo las próximas reuniones del Congreso, el visto bueno de Seguridad para Tuli y todo lo demás. Ahora el invierno se había instalado en serio, muy abundante en nieves, como predijo Ted, y amargamente frío. Pensé con tristeza en las islas de Hawai cada vez que tuve que salir al exterior.
Poco antes de Navidad, el comandante Vincent vino y nos invitó a ir a la Base de la Fuerza Aérea en Hanscom, en donde se encontraba de visita por unos cuantos días. Su tono parecía misterioso.
Era un día gris y muy frío cuando conduje el coche hasta Climatología para recoger a Ted. Luego, juntos, nos dirigimos a la base Aérea. El comandante nos recibió en la puerta y nos condujo hasta la línea del cercado de una de las pistas de cinco kilómetros de longitud. Aparcamos y nos apiñarnos en el coche mientras iba disminuyendo el calor producido por la calefacción.
— ¿Qué es lo que tendremos que ver? — preguntó Ted.
Aguarden un momento; estará aquí pronto.
Un policía del aire, con casco y arma al cinto, se acercó para inspeccionarnos. Cuando vio al comandante, le saludó militarmente.
Una capa gris de nubes había bloqueado el sol y un viento crudo soplaba desde las distantes colinas, sin ninguna obstrucción al cruzar aquel campo de aviación tan extenso. El viento y la humedad hacían que todo pareciese más frío de lo que era en realidad y el humo de la estación generadora de energía de la base aérea parecía casi congelado en el aire frígido y pesado.
— ¿Qué es esto, una prueba de resistencia? — Gruñó Ted.
Luego olmos un avión por los aires.
— ¡Aquí viene! — el comandante Vincent saltó del coche.
Cuando le seguimos, señaló un puntito lejano que acababa de cruzar las nubes. Rápidamente fue creciendo hasta alcanzar las dimensiones sólidas: un avión que circundó el campo una vez, dos, y que luego se preparó para abordar la pista.
— Inmenso — dijo Ted mientras el aparato se deslizaba por los aires.
Ahora pude distinguir su tren de aterrizaje con múltiples ruedas bajo el fuselaje. Durante un momento pareció perder en mitad del aire, como si no tuviera ganas de volver a la tierra. Luego sus neumáticos chirriaron en la pista y marchó hacia nosotros.
Ted se equivocaba, no era grande. Era inmenso. Un reactor de seis turbinas, de alas rectas, que se cernía gigantesco mientras se trasladaba hacia la línea de vuelo en donde estábamos nosotros, los reactores chirriando dolorosamente en nuestros oídos. Parecía un avión trasatlántico cuyas alas se hubieran desarrollado en exceso. La cola quedaba a una altura inconcebible con respecto a nosotros; el fuselaje parecía lo bastante grande para contener a toda la flota de autobuses de una ciudad.
— Es completamente nuevo — el comandante Vincent prácticamente hervía de entusiasmo -. El primero de una serie reciente. Es un vuelo inaugural… le llamamos Dromedario.
Ted se encogió de hombros.
— ¿Una joroba o dos?
— Ninguna joroba. ¡Y tampoco tripulación! Eso interesó a Ted.
— ¿Aterrizó de manera automática?
— Cierto. Es la primera vez que se posa en el suelo en tres días. Ha estado volando en vuelo automático setenta y dos horas. A propósito, esto es información clasificada. No se la comuniquen a nadie que no tenga el visto bueno de seguridad.
— ¿Y qué tiene que ver con…? -comencé a preguntar.
Pero Ted se me adelantó.
— Podría convertirse en un avión-observatorio meteorológico no tripulado… en muchos aspectos mejor que un satélite, porque vuela a través del aire que se quiere medir, en lugar de pasar por encima. Podría tomar las temperaturas, las presiones, la humedad, el total.
Ahora contemplaba el enorme aparato con admiración.
— ¿Cuánto tiempo ha estado fabricándose? ¿Podríamos entrar y echar un vistazo? ¿Qué instrumentos han puesto en él? ¿Qué hay de…?
El comandante levantó las manos.
— Está bien, está bien, suban a bordo y examínenlo. Originalmente no fue creado para observación meteorológica, pero parte de nuestros jefes cree que podemos adaptarlo a esa misión.
— ¡Estupendo! — Ted estaba radiante mientras nos dirigíamos hacia la escotilla delantera del avión -. Y podría llevar suficiente material de siembra para misiones modificativas.
— No había pensado en eso — dijo el comandante Vincent -. Pero quería que viesen el avión. Trabajar con el Pentágono no sólo son dificultades y molestias.
Ted me miró de reojo y me imaginé que pensaba en la reunión con el doctor Weis. Sin embargo, como excepción, guardó silencio.
Aún permanecía silencioso mientras volvíamos, al caer la tarde, hacia Boston.
— Parece ser que el Pentágono se mueve muy deprisa en su proyecto del tiempo — dije.
Ted asintió.
— Demasiado. Se necesitará algo en verdad grande para quitarles la pelota.
Sin apartar los ojos de la serpenteante línea de luces rojas que se extendían en la carretera delante nuestro, pregunté:
— ¿Tienes alguna idea de lo que…?
— Huracanes — dijo Ted, más para sí que para mí--. Es la única manera de detener a Vincent.
— ¿Qué?
— Tenemos que proporcionar a Weis un gran programa que lleve el asunto del control del tiempo a la primera página de los periódicos y que deje boquiabierto al Pentágono impidiéndole toda acción. Los huracanes servirán. Vamos a detener los huracanes.