XIX LOS FABRICANTES DEL TIEMPO

Barney nos esperaba en el aeropuerto de la Marina con ropas secas, los últimos mapas y predicciones sobre Omega y una gran cantidad de emoción femenina. Jamás olvidaré verla correr hacia nosotros mientras bajábamos por la escotilla principal del aparato. Rodeó con sus brazos el cuello de Ted, luego hizo lo mismo con el mío y después volvió con Ted.

— ¡Me teníais tan asustada! — gimió.

Ted soltó una carcajada.

— Estamos un poco alborotados.

Se necesitó casi una hora para alejarnos del aeropuerto. Los jefazos de la Marina, los oficiales secundarios, periodistas, fotógrafos… todos querían que les habláramos. Yo les entregué al teniente diciendo:

— Es el verdadero héroe. Sin él todos nos habríamos ahogado.

Mientras convergían sobre él, Ted y yo tuvimos oportunidad de cambiarnos de ropa en el dormitorio de un oficial y escabullirnos hasta el coche que Barney tenía dispuesto.

— El doctor Weis ha estado en el teléfono todo el día — nos dijo Barney mientras el conductor salía hacia la autopista principal que conducía al muelle de Miami y al cuartel general de THUNDER.

Ted frunció el ceño y extendió los informes de Omega sobre su regazo. Sentada entre nosotros dos, ella señaló al último mapa.

— Aquí está el camino de la tormenta… Al noventa por ciento de seguridad, con más o menos un dos por ciento de margen de error.

Ted emitió un silbido.

— Se meterá en Washington y luego subirá por la costa. Va a causar daños en algo más que las reputaciones.

— Le dije al doctor Weis que le llamarías en cuanto pudieses.

— Bueno — contestó de mala gana -. Solucionemos ese detalle.

Yo marqué el número particular del Consejero Científico en el teléfono instalado en el asiento del coche. Después de unas breves palabras con una secretaria, el rostro tenso del doctor Weis apareció en la pantalla.

— Se han salvado — dijo triste.

— ¿Desencantado?

— Tal como tenemos el huracán viniendo sobre nosotros, no nos hubiese venido mal un mártir o dos.

— El dirigirlo no resultó — dijo Ted -. Lo único que nos queda probar es lo que se debió hacer desde el primer momento.

— ¿Control del tiempo? ¡Absolutamente, no! Que nos azote un huracán es cosa mala, pero si ustedes tratan de trastear con el tiempo en toda la nación, cada granjero, cada individuo en vacaciones, cada alcalde y gobernador y policía de tráfico, saltará contra nosotros.

Ted echaba chispas.

— ¿Y qué piensan hacer? ¿Sentarse y aguardar? El control del tiempo es la última posibilidad de detener a este monstruo…

— Marrett, casi estoy dispuesto a creer que preparó usted la tormenta a propósito para obligarnos a permitirle que pusiera en práctica su idea favorita.

— Si hubiera podido hacerlo, no estaría aquí sentado discutiendo con usted.

— Claro que no. Pero, escúcheme. El control del tiempo queda fuera de toda consideración. Si hemos de aguantar un huracán, lo haremos; tendremos que reconocer que THUNDER era un proyecto demasiado ambicioso para que triunfase la primera vez. Tendremos que retirarlo. Intentaremos algo como THUNDER de nuevo el año que viene, pero sin todo este alboroto. Usted tendrá que llevar durante unos cuantos años una vida muy tranquila, Marrett, pero por último lograremos seguir adelante.

— ¿Y por qué retroceder cuando se puede seguir adelante y detener este huracán? — arguyó Ted -. ¡Podríamos empujar a Omega hacia el mar, lo sé muy bien!

— ¿Del mismo modo en que trató de dirigirlo antes? Tenga la certeza de que volvería a caer sobre usted.

¡Intentamos mover seis trillones de toneladas de aire con un plumero para el polvo! Hablo del verdadero control del tiempo, de sus sistemas a través del continente. ¡Resultará!

— No puede garantizar que resultará e, incluso si pudiese, no le creería. Marrett, quiero que vaya al cuartel general de THUNDER y se siente tranquilito allí. Puede usted operar en cualquier nueva perturbación que aparezca. Pero dejará en paz absolutamente al Omega. ¿Está claro? Si trata usted de tocar a esta tormenta de cualquier forma, procuraré que haya terminado su carrera. ¡Para siempre! — añadió.

El doctor Weis cortó la comunicación. La pantalla quedó a oscuras, casi tanto como el ceño en el rostro de Ted.

Durante el resto del viaje al cuartel general del Proyecto, no dijo nada. Simplemente permaneció allí sentado, como desplomado, retirado en sí mismo, los ojos hechos brasas.

Cuando el coche se detuvo, nos miró.

— ¿Qué haríais si diese la orden de lanzar a Omega lejos de la costa?

— Pero el doctor Weis dijo…

— No me importa lo que dijera o lo que haga después. ¡Podemos detener a Omega!.

Barney se volvió y me miró.

— Ted… yo siempre puedo volver a Hawai y ayudar a mi padre a conquistar su vigésimo millón. Pero ¿y tú, qué? Weis puede acabar con tu carrera permanentemente. ¿Y qué será de Barney y del resto del personal del Proyecto?

— La responsabilidad es mío. Weis no se preocupará por los otros miembros. Y a mi me importa muy poco lo que haga… No puedo quedarme sentadito como si fuese un tonto y dejar que ese huracán sigo su camino. Tengo que ajustarle las cuentas al Omega.

— ¿Sin pensar en lo que te costará?

Asintió muy serio.

— Sin pensar en nada. ¿Estáis conmigo?

— Me parece que estoy tan loco como tú — le oí decir -. Hagámoslo.

Salimos del coche y subimos hasta el centro de control. Cuando el personal empezó a arremolinarse en nuestro torno, Ted alzó los brazos reclamando silencio.

— Escuchen ahora… el proyecto THUNDER está muerto. Tenemos que efectuar un trabajo de reconformar el tiempo. Vamos a empujar a ese huracán hacia el mar.

Luego empezó a dar órdenes como si hubiese estado ensayando toda su vida la llegada de este instante.

Cuando me dirigí hacia mi cabina, Barney me cogió del brazo.

— Jerry, pase lo que pase después, gracias por ayudarle.

— Somos cómplices — dije -. Antes, durante y después del hecho.

Sonrió.

— ¿Crees que yo seria capaz de mirar una nube en el cielo si tú no hubieses accedido a ayudarle en esto?

Antes de que pudiera pensar en una respuesta, ella dio media vuelta y se dirigió a la sección de computadores'.

Apenas teníamos treinta y seis horas antes de que Omega azotase la costa de Virginia y se encaminase hacia Washington subiendo por Chesapeake Bay. Treinta y seis horas para manipular el tiempo por todo el continente norteamericano.

A las tres horas, Ted nos tenía en torno a su escritorio, sosteniendo en la mano derecha un grueso fajo de notas.

— No es tan mala la cosa como podría haberlo sido — nos dijo, gesticulando hacia la pantalla trazadora -. Este gran Anticiclón, posado cerca de los Grandes Lagos, es una masa de aire frío y seco que puede formar una pantalla por toda la Costa Este, si podemos hacerlo cambiar de posición. Tuli, ésa es tu tarea.

Tuli asintió con los ojos brillantes de emoción.

— Barney, necesitaremos predicciones exactas para cada parte del país, aun cuando se necesite emplear todos los computadores del Departamento de Meteorología para proporcionárnoslas.

— De acuerdo, Ted.

— Jerry, las comunicaciones son la clave. Ponte en contacto con toda la nación encargada de este servicio. Y vamos a necesitar aviones, cohetes, incluso quizás hondas. Pon la pelota en marcha antes de que Weis descubra lo que maquinamos.

— ¿Qué hay de los canadienses? También estarás afectando su tiempo.

— Comunícate con ese individuo de enlace del Departamento de Estado y dile que el Departamento Meteorológico canadiense se ponga en contacto con nosotros. Sin embargo, al enlace no le expliques para qué.

— Es sólo cuestión de tiempo que Washington se entere — dije.

— La mayor parte de lo que tengamos que hacer es preciso realizarlo esta noche. Para cuando despierten, mañana por la mañana, ya estaremos lanzados.

Las velocidades centrales del viento en Omega habían ascendido a ciento veinte nudos al caer la tarde y seguían subiendo. Mientras el huracán marchaba hacia la costa, su furia aullante casi quedaba conjuntada por el estrépito de la acción en nuestro centro de control. No comimos, no dormimos. ¡Trabajamos!

Una media docena de satélites militares armados con lasers empezaron a lanzar torrentes de energía en zonas señaladas por las órdenes de Ted. Sus dotaciones habían sido alertadas semanas antes para cooperar con lo que les pidiese el Proyecto THUNDER y Ted y otros miembros de nuestro personal técnico les instruyeron antes de que comenzase la temporada de huracanes. Escuadrillas de aviones despegaron para sembrar productos químicos a todo lo largo de Long Island, en donde habíamos creado una célula débil tormentosa, en un vano intento de dirigir al Omega. Ted quería que la baja presión se profundizase, se intensificase… un agujero de presiones inferiores en el que el Anticiclón de los Grandes Lagos pudiera resbalar.

— intensificar la baja hará que Omega entre más deprisa también — destacó Tuli.

— Lo sé — fue la respuesta de Ted -. Pero los números están de nuestra parte, creo. Además, cuanto más deprisa se mueva Omega, menos posibilidades tiene de recuperar o fomentar las altas velocidades del viento.

A las diez de la noche habíamos pedido y recibido un análisis espacial del Centro Meteorológico Nacional, en Maryland. Indicaba que deberíamos desviar ligeramente la corriente en chorro, puesto que controlaba los sistemas de flujo de aire superior por toda la nación. Pero ¿cómo se desvía un río que tiene casi quinientos kilómetros de ancho, seis y medio de profundidad y que corre a lo largo de su rumbo a más de cuatrocientos ochenta kilómetros por hora?

— Se necesitaría una bomba de cien megatones — dijo Barney -, explotando a veinticinco kilómetros de altura por encima de Salt Lake City.

Ted por poco se ríe.

— Las N. U. necesitaron sólo un año para tenerla en su orden del día. Por no mencionar los ciudadanos soberanos de Utah y de otros puntos al este.

— Entonces, ¿qué hacemos?

Ted cogió la cafetera que tenía sobre el escritorio y se sirvió una taza de humeante liquido negro.

— El aire en chorro es una viva capa entre la tropopausa polar y de latitud media — murmuró, más para sí que para cualquiera de nosotros -. Si se refuerza el aire polar, debería empujar a la corriente en chorro hacia el sur…

Tomó un precavido chorro de café caliente.

— Tuli, ya estamos moviendo al anticiclón hacia el sur con respecto a los Grandes Lagos. ¿Qué tal mover una mayor masa polar desde el Canadá para que empuje a la corriente en chorro lo bastante como para que nos ayude?

— No tenemos suficientes tiempo y equipo para operar en Canadá — dije -. Y necesitaríamos permiso de Ottawa.

— ¿Y por qué no invertir el procedimiento? — preguntó Tuli -. Podríamos encoger el Anticiclón del desierto sobre Arizona y Nuevo Méjico ligeramente y la corriente en chorro se moverla hacia el sur.

Ted frunció las cejas.

— ¿Te parece que puedes lograrlo?

Necesitaré unos cuantos cálculos.

— Está biena la tarea.

A la mañana siguiente, en Boston, la gente que se habla ido a la cama con una predicción meteorológica de "calor, pocas nubes", despertó en medio de una lluvia del noreste muy fría. La baja que se intensificó durante la noche sorprendió a los encargados de las predicciones locales. La oficina en Boston del Departamento Meteorológico emitió predicciones corregidas durante toda la mañana. Mientras la pequeña tormenta lluviosa se marchaba, el anticiclón de los Grandes Lagos entró entonces y causó una serie de frentes de chubascos y por último logró el sol romper por entre las nubes. El aire frío del anticiclón hizo que las temperaturas locales bajasen más de diez grados en una hora. Para los ignorantes habitantes de Nueva Inglaterra, aquél fue, simplemente, otro día extraño, algo más azorador que la mayoría de los pasados.

El doctor Weis telefoneó a las siete y media de la mañana.

— ¿Marrett, ha perdido el juicio? ¿Qué cree que está haciendo? Le dije…

— No puedo charlar ahora, tenemos trabajo — repuso Ted.

— Mañana tendrá mi piel. Yo mismo se la llevaré. Pero primero voy a descubrir si tengo razón o me equivoco.

El Consejero Científico se volvió púrpura.

— Voy a enviar una orden a todas las instalaciones del Gobierno para que cesen…

— Será mejor que no. Estamos ahora en el centro de algunos movimientos peligrosos. Además, nunca descubriremos si resulta o no. La mayor parte de las modificaciones que hemos estado haciendo es irreductible. Veamos para qué sirven.

Barney entró precipitadamente con un manojo de hojas impresas por el computador mientras Ted cortaba la conexión telefónica.

— Va a haber helada en las Llanuras Centrales y en la parte norte de las Rocosas — dijo, echándose hacia atrás un cabello alborotado. Habrá algo de nieve. Todavía no hemos determinado la cantidad exacta.

Una helada en tiempo de cosecha. Sembrados arruinados, ciudades paralizadas por la nieve inesperada, fines de semana estropeados y, en las montañas, muertes por frío y cansancio.

— Envía la predicción a la red principal del Departamento de Meteorología — ordenó Ted -. Date prisa en avisarles.

La pantalla trazadora mostró claramente nuestra batalla. Omega, ahora con velocidades centrales de viento de ciento setenta y cinco nudos, aún marchaba hacia Virginia. Pero su progreso disminuía, aunque muy ligeramente, mientras el anticiclón de los Grandes Lagos se movía hacia el suroeste pasando Pittsburgh.

A — mediodía Ted estaba mirando con fijeza la pantalla y murmuraba:

— No será bastante. No, a menos que la corriente en chorro gire un par de grados.

Ahora llovía en Washington y empezaba a caer nieve en Winnipeg. Yo trataba de resolver inmediatamente, y a la vez, tres llamadas telefónicas, cuando oí un grito ensordecedor de Ted. Miré hacia la pantalla trazadora. Se doblaba ligeramente la corriente en chorro al oeste del Mississipi en una curvatura que antes no estaba localizada allí.

En cuanto pude, abordé a Ted, pidiéndole una explicación.

— Hemos utilizado los lasers de la Estación del Atlántico y hasta el último gramo de catalizadores que pude encontrar. El efecto no es espectacular, no hay cambio de tiempo advertible. Pero el anticiclón del desierto se ha encogido ligeramente y la corriente en chorro ha bajado un poquito hacia el sur.

— ¿Bastará? Pregunté.

Se encogió de hombros.

Toda la larga tarde contemplamos cómo aquel pequeño rizo viajaba por toda la longitud del rumbo de la corriente en chorro, como una onda deslizándose por la extensión de una cuerda larga y tensa. Mientras, el antiguo anticiclón de los Grandes Lagos cubría todo Maryland y penetraba por Virginia. Su extensión septentrional formaba una especie de escudo en la costa hasta muy adentro de Nueva Inglaterra.

— Pero logrará penetrar — gruñó Ted, contemplando el sistema reluciente de Omega con las isobaras tan próximas unas a otras -, a menos que la corriente en chorro ayude a expulsarlo.

— ¿Qué nos dice cronometraje? ¿Quién llegará primero, el cambio de la corriente en chorro o el huracán? — pregunté a Barney.

Sacudió su cabecita.

— Nos han suministrado las máquinas hasta cuatro cifras decimales y todavía no hay respuesta exacta.

Norfolk se vio azotada por una lluvia torrencial; vientos con fuerza de galerna estaban arrancando los cables de energía y derribando árboles. Washington era una ciudad oscurecida, asolada por el viento. La mayor parte de las oficinas federales había cerrado pronto y el tráfico marchaba muy despacio a lo largo de las lluviosas calles.

Los marinos, desde Hatteras hasta el ángulo en forma de anzuelo de Cabo Cod, marinos de fin de semana y profesionales por igual, colocaban amarras especiales, doblando los anclajes o sacando sus naves mar adentro. Las líneas aéreas comerciales dirigían sus vuelos rodeando la tempestad y escuadrillas enteras de aviones militares marchan hacia el oeste, alejándose del peligro, como grandes masas de aves migratorias.

Mareas de tormenta se amontonaban a lo largo de la costa y avisos de inundación eran emitidos por todos los centros civiles de defensa de una docena de Estados. Las autopistas se llenaban de gentes que se movían tierra — adentro, huyendo de la furia que se aproximaba.

Y Omega seguía a ciento sesenta kilómetros mar adentro.

Entonces se tambaleó.

Se podía notar cómo restallaba la electricidad por todo nuestro centro de control. El gigantesco huracán empezó a desviarse de la costa cuando la deflexión de la corriente de aire en chorro llegó finalmente. Todos contuvimos el aliento. Omega se plantó lejos de la costa, inseguro durante una infinita hora; luego giró hacia 'el noroeste. Empezó a encaminarse mar adentro.

Gritamos hasta quedar roncos.

Cuando el furor amainó, Ted nos convocó en torno a su escritorio.

— Aguantad, héroes El trabajo no terminó aún. Tenemos que modificar una helada en el Oeste Medio y yo quiero arrojar todo cuanto poseemos en el Omega, debilitándolo lo más posible. ¡Ahora. . .a la tarea!.

Era casi media noche cuando Ted nos dijo que podíamos dejarlo. El personal de nuestro Proyecto, ahora verdaderos fabricantes del tiempo, había debilitado al Omega hasta el punto en que sólo era ya una tormenta tropical, perdiendo rápidamente su fuerza por encima de las aguas frías del Atlántico Norte. Una ligera nieve rociaba zonas de la parte superior del Oeste Medio, pero nuestras predicciones de aviso llegaron a tiempo y los fabricantes del tiempo podíamos quitar mordiente, en su mayoría, al frente frío. Las estaciones meteorológicas locales informaban sólo de problemas insignificantes producidos por la helada. La nieve no llegaba a alcanzar dos centímetros y medio.

La mayor parte del personal del Proyecto se había ido a dormir. Sólo quedaba una dotación reducida en el centro del control. Barney, Tuli y yo gravitamos hacia el escritorio de Ted. Había pedido una máquina de escribir y estaba tecleando.

— "Dimisión" lleva acento, ¿verdad? — preguntó.

Antes de que ninguno pudiese responder, sonó el teléfono. Ted estableció la comunicación. Era el doctor Weis.

— No era preciso que llamase — dijo Ted -. Se acabó el juego. Lo sé.

El doctor Weis parecía profundamente agotado, como si personalmente hubiese estado luchando contra la tormenta.

— Esta noche tuve una larga charla con el Presidente, Marrett. Usted le ha colocado en una posición difícil y a mí en otra imposible. Para el público en general, es usted un héroe. Pero no me fiaría de usted como tampoco me fiaré nunca de un ciclotrón.

— No se lo censuro, me imagino — respondió Ted tranquilo -. Pero no se preocupe, no tendrá que despedirme. Estoy dimitiendo. Quedará usted libre de toda culpa.

— No puede marcharse — dijo con amargura el doctor Weis -. Es usted un recurso nacional, en cuanto respecta al Presidente. Pasó la noche comparándolo con la energía nuclear le quiere domesticado y bien atado.

— ¿Atado? ¿Para el control del tiempo?

Weis asintió sin decir palabra.

— ¿El Presidente quiere un trabajo verdadero en el control del tiempo? — Ted mostró una enorme sonrisa -. Esas ataduras son las que he tratado de conseguir desde hace cuatro años.

— Escúcheme, Marrett. El Presidente quiere que trabaje usted en el control del tiempo, pero yo soy quien quedará responsable de controlarle. Y yo nunca… ¿me oye? ¡Nunca!… permitiré que dirija un Proyecto o que se acerque en lo más mínimo a la dirección de ese proyecto. Voy a encontrar jefes para usted, que le puedan tener bien embotellado. Haremos trabajo de control del tiempo y utilizaremos sus ideas Pero usted nunca se encargará de nada mientras yo esté en Washington…

La sonrisa de Ted se apagó.

— Está bien — dijo, ceñudo -, mientras haga el trabajo… y se .haga bien. De cualquier forma, no esperaba conseguir por esto la Medalla Nacional.

Aún echando llamas por los ojos, el doctor Weis dijo:

— Tiene usted suerte, Marrett. Mucha suerte. Si los sistemas del tiempo hubiesen sido ligeramente diferentes, si las cosas no hubiesen resultado tan bien…

— No fue suerte repuso Ted -. Fue trabajo, el trabajo de muchas personas, y cerebros y valor. Eso es lo que le gana a usted el control del tiempo… el verdadero control del tiempo. No importa cuáles sean los sistemas del tiempo si uno tiene que cambiarlos todos para que convengan a sus necesidades. No se necesita suerte, sólo tiempo y sudores. Uno hace el tiempo que desea. Eso realizamos nosotros. Por eso tenía que resultar; era preciso que lo abordásemos a la suficiente escala.

— Suerte o pericia — dijo cansino el doctor Weis -, no importa. Ahora tendrá control, del tiempo. Pero bajo mi dirección y en mis condiciones.

— Hemos ganado — exclamó Ted cuando cortó el teléfono -. Hemos ganado en verdad.

Barney se dejó caer en la silla más próxima.

— Esto es demasiado para que ocurra a la vez. Me parece que no podré creerlo.

— Es cierto respondió tranquilo Ted -. Ahora el control del tiempo es un hecho. Vamos a realizarlo.

— Tendrás que trabajar bajo las órdenes del doctor Weis y de quien él señale para dirigir el programa — dije.

Ted se encogió de hombros.

— Ya trabajé para Rossman. Puedo trabajar para cualquiera. El trabajo es importante, no los títulos que te dan.

Tuli se frotó la cintura y murmuró:

— Yo no sé qué os pasará a vosotros, inescrutables occidentales, pero este mongol de sangre roja se está muriendo de hambre.

— Yo también, ahora que lo pienso — corroboró Ted -. ¡Vamos, muchachos, celebremos el triunfo con un desayuno!

— Muchachos repitió Barney, ceñuda.

— Ah, es cierto, eres una chica. Vamos, muchacha. Parece ser que ya no tendrás que hacer de segundo violín en el concierto de los huracanes — la cogió del brazo y se dirigió hacia la puerta -. ¿Crees que podrías continuar siendo el centro de mi atención?

Barney se volvió a mirarme. Me levanté y la tomé del otro brazo.

— Si no te importa, será también el centro de mi atención.

Tuli sacudió la cabeza al unírsenos.

— Sois bárbaros. No me extrañan vuestros ataques nerviosos. Uno nunca sabe quién se casará con quién Y yo ya tengo a mi futura esposa elegida; nuestras familias concertaron la unión cuando ambos teníamos cuatro añitos.

— Por eso te encuentras aquí en los Estados Unidos — bromeó Ted.

Barney dijo:

— Tuli, no hagas nada para que cambien de idea. Desde que yo tenía cuatro años no me dedicaron tantas atenciones los hombres como en este momento.

Bajamos por la escalera principal y salimos a la calle. Las aceras tenían charcos de lluvia, un efecto colateral de Omega, pero en el cielo las estrellas brillaban por entre los retazos deshilachados de las nubes.

— Hoy el mundo va a despertar y descubrir que el hombre puede controlar el tiempo dijo Ted.

— No, en realidad — le previno Tuli -. Sólo estamos en el principio. Aún nos quedan por delante años de aprendizaje. Décadas, quizá siglos.

Ted asintió, una sonrisa de satisfacción en su cara.

— Puede. Pero ya hemos empezado. Eso es lo importante.

— ¿Y los problemas políticos que esto originará? — pregunté -. ¿Los cambios oficiales y económicos que comportará el control del tiempo? ¿Qué hay de eso?

Soltó una carcajada.

— Eso es para que os preocupéis los administradores como tú y el Presidente. Yo tengo bastante trabajo para seguir atareado: seis cuatrillones de toneladas de aire… y una chica matemática.

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