Capítulo 9

Fawn se inclinó precariamente sobre el hombro de Dag y miró la calle principal, flanqueada por viejos edificios de madera y piedra y otros más nuevos de ladrillo. Aceras de tablones protegían los pies de la gente del barro removido de las calles. Una manzana más allá, el barro daba paso a adoquines, y más lejos, a ladrillos. ¡La ciudad era tan rica que pavimentaban las calles con ladrillo! La carretera se curvaba para seguir un meandro del río, y ella apenas pudo divisar el bullicio de un mercado en una plaza. La mayoría de los penachos de humo que oscurecían el aire parecían venir de río abajo, a sotavento. Dag desvió a la yegua por una calle lateral, indicando con una sacudida de la barbilla el edificio de ladrillo que se alzaba a su izquierda, severo y cuadrado, pero suavizado por hiedra trepadora.

—Ése es nuestro hotel. Las patrullas siempre se alojan ahí gratis. Está escrito en el testamento del padre del propietario. Algo sobre la última malicia grande que eliminamos en esta zona, hace cerca de sesenta años. Debió ser una muy mala. Alguien tuvo una buena idea, porque así patrullamos esta área más a menudo.

—¿Buscasteis sesenta años sin encontrar otra?

—Oh, creo que ha habido un par desde entonces. Es sólo que las atrapamos cuando eran tan pequeñas que los granjeros nunca se enteraron. Como, hum… arrancar un brote en vez de talar un árbol. Es mejor para nosotros, y mejor para todos, salvo que es más difícil convencer a la gente de que nos paguen. El viejo posadero era un hombre con visión de futuro.

Giraron de nuevo atravesando una ancha arcada de ladrillo y entraron en el patio que había entre el hotel y sus establos. Un mozo de cuadra limpiando un arnés en un banco alzó la mirada y se levantó para acercarse a ellos. No cogió la brida improvisada de la yegua.

—Lo siento, señor, señorita. —Su saludo fue cortés, pero su mirada pareció evaluar las riquezas de la astrosa pareja montada a pelo y encontrarlas escasas—. El hotel está lleno. Tendrán que buscar otro sitio. —Sus labios adoptaron una mueca levemente burlona, aunque no del todo carente de simpatía—. Dudo que pudieran pagar el precio de una habitación aquí, de todos modos.

Sólo la mano de Fawn en la espalda de Dag percibió el leve retumbar de… ¿enfado?, no, de diversión, que le atravesó.

—Yo también lo dudo. Por fortuna, la señorita Bluefield aquí presente ha pagado el precio de todas ellas.

La expresión del muchacho vaciló mientras intentaba convertir la frase en algo que tuviese sentido para él. Su confusión se vio interrumpida por un par de Andalagos que salieron de la puerta y cojearon hacia el patio, mirando fijamente a Dag.

Ambos tenían más aspecto de patrulleros, elegantes en sus chalecos de cuero, con el pelo recogido en trenzas decoradas. Uno tenía la cara casi tan amoratada como la de Fawn, con un vendaje de lino envolviéndole torpemente la cabeza y la mandíbula, que no lograba esconder una hilera de puntos sanguinolentos. Se apoyaba en un bastón. La otra llevaba el brazo izquierdo en cabestrillo, envuelto en gruesos vendajes. Ambos eran altos y morenos, aunque sus ojos eran de un tono marrón claro casi normal.

—¿Dag Redwing Hickory…? —dijo la mujer, dubitativa.

Dag pasó la pierna derecha sobre el cuello de la yegua y quedó un momento sentado de lado; con una leve sonrisa, se llevó la mano a la sien en gesto de saludo.

—Sí. ¿Sois de la patrulla de Chato Log Hollow?

Ambos patrulleros se pusieron firmes, a pesar de sus patentes heridas.

—¡Sí, señor! —dijo el hombre, mientras la mujer chistaba al mozo de establo—: ¡Chico, cuida del caballo del patrullero!

El muchacho saltó como si le hubieran azuzado y tomó las riendas de cuerda, abriendo mucho los ojos. Dag se deslizó al suelo y se giró para ayudar a Fawn, que pasó las piernas a un lado.

—¡Ah! No te atrevas a saltar —dijo él severamente, y ella asintió y se deslizó hasta su brazo, recogiendo algo agradablemente parecido a un abrazo al poner los pies en el suelo. Reprimió su deseo de reclinar la cabeza en su pecho y quedarse así durante, oh, digamos una semana. Él se volvió hacia los otros patrulleros, pero dejó el brazo izquierdo alrededor de su espalda, un ancla sólida.

—¿Dónde están todos? —preguntó Dag.

El hombre sonrió y luego dio un respingo, llevándose la mano a la mandíbula.

—La mayoría fuera, buscándote.

—Ah, me lo temía.

—Sí —dijo la mujer—. Toda tu patrulla no hacía más que jurar que aparecerías igual que un gato, pero luego fueron a buscarte de todos modos sin apenas parar para comer o dormir. Parece que los amantes de los gatos tenían razón. Hay un muchacho arriba, atiende por Saun, que ha estado preocupadísimo por ti. Cada vez que entramos exige noticias.

Dag frunció los labios, exhalando con alivio.

—¿Estáis de turno de enfermería?

—Sí —dijo el hombre.

¿Cuántos heridos tenemos?

—Sólo dos, vuestro Saun y nuestra Reela. Se rompió una pierna cuando unos hombres de barro asustaron a su caballo junto a un barranco.

—¿Grave?

—No es leve, pero conservará la pierna.

Dag asintió.

—Entonces ya es bastante.

El hombre parpadeó, reparando tarde en el muñón de Dag, pero no añadió nada más que resultase embarazoso.

—No sé lo cansado que estarás, pero harías una buena obra si pudieras subir enseguida a tranquilizar a Saun. Ha estado realmente muy preocupado. Creo que descansará mejor si te puede ver con sus propios ojos.

—Por supuesto —dijo Dag.

—Ah… —dijo la mujer, mirando a Fawn y luego, interrogativamente, a Dag.

—Ésta es la señorita Bluefield —dijo Dag.

Fawn hizo una cortesía.

—¿Cómo están?

—¿Y es…? —dijo el hombre, dudoso.

—Está conmigo. —La firmeza patente en la voz de Dag detuvo otras preguntas, y los dos patrulleros, tras dedicar a Fawn saludos corteses pero llenos de curiosidad, les guiaron al interior.

Fawn apenas entrevió el vestíbulo, en el que había un alto mostrador de madera y arcos que daban a algunas salas amplias, mientras subía tras los patrulleros por una escalera de barandilla pulida por el tiempo, fresca y suave bajo sus dedos tímidos. En el primer rellano torcieron por un pasillo con puertas a ambos lados y una ventana de cristal al fondo, por la que entraba la luz.

—Tu compañero está bastante lúcido hoy, aunque sigue diciendo que lo trajiste de vuelta de entre los muertos —dijo el hombre, hablando por encima del hombro.

—No estaba muerto —dijo Dag.

El hombre lanzó una mirada a la mujer.

—Te lo dije.

—Su corazón se detuvo y había dejado de respirar, eso fue todo.

Fawn parpadeó, confusa. Y le alegró ver que no fue la única.

—Eh… —El hombre se detuvo frente a una puerta con un número 6 de latón—. ¿Perdone, señor? Siempre me enseñaron que era demasiado peligroso sincronizar esencias con alguien mortalmente herido, y que no es posible bloquear el dolor a gran velocidad.

—Es probable. —Dag se encogió de hombros—. Me salté los detalles y entré y salí rápido.

Oh —dijo la mujer, en un tono de súbita comprensión que Fawn no compartió.

—¿No dolió? —soltó el hombre.

Dag le dedicó una mirada larga y lenta. Fawn se alegró mucho de no ser ella el blanco, porque esa mirada era capaz de reducir a la gente a una mancha grasienta en el suelo. Dag dio al otro patrullero un momento más para que terminara de desintegrarse —calculado con precisión, estuvo segura de pronto—, y luego señaló la puerta con la cabeza. La mujer se apresuró a abrirla.

Dag entró. Si los dos patrulleros se habían mostrado respetuosos antes, ahora intercambiaron a su espalda una mirada totalmente acobardada. La mujer miró insegura a Fawn pero no intentó impedir que entrara por la puerta siguiendo a Dag.

La habitación tenía cortinas caladas de lino, abiertas y moviéndose levemente en la brisa de verano, y flanqueando la ventana había dos camas con edredones de plumas sobre colchones de paja. Una estaba vacía, aunque a sus pies había apilados equipo y alforjas. A los pies de la otra también, pero en ella yacía un —inevitablemente— alto joven. Tenía el pelo castaño claro suelto, esparcido sobre la almohada. Una sábana arrugada le cubría hasta el pecho, donde su torso se veía envuelto en vendajes. Miraba apáticamente al techo, con la frente pálida arrugada. Cuando giró la cabeza ante el sonido de pisadas y reconoció a su visitante, el dolor de su rostro se transformó en alegría con tal rapidez que fue como si hubiera pasado una inundación.

—¡Dag! ¡Lo conseguiste! —rió, tosió, hizo una mueca, y gimió—. ¡Uau! ¡Sabía que lo harías!

La patrullera alzó las cejas ante afirmación tan mendaz, pero sonrió indulgente.

Dag caminó hasta el costado de la cama y sonrió a su ocupante, adoptando un tono alegre.

—Bien, sé que tienes al menos seis costillas rotas. Por lo cual te pregunto, ¿te parece momento para discursos?

—Sólo uno corto —jadeó el joven. Su mano encontró la de Dag y la estrechó—. Gracias.

Las cejas de Dag se movieron, pero no discutió. En los ojos del joven brillaba una gratitud tan sincera, que a Fawn le cayó bien enseguida. Por fin, alguien que reconocía lo que Dag valía. Saun movió la cabeza para dedicarle una mirada levemente desenfocada, y ella le sonrió de corazón. Él parpadeó rápidamente y respondió a la sonrisa, un poco confuso.

Dag sacudió levemente de lado a lado la mano que sujetaba, y preguntó más suavemente:

—¿Cómo estás, Saun?

—Sólo duele cuando me río.

—¿Oh? No dejes que otros patrulleros se enteren de eso. —Fawn se dio cuenta de que el brillo en los ojos de Dag era de diversión.

Saun ahogó una carcajada y tosió.

—¡Au! ¡Maldito seas, Dag!

—¿Ves lo que quiero decir? —y añadió, más serio—: Me han dicho que no has dormido. Y yo he dicho, no puede ser, éste es el patrullero al que teníamos que sacar de las mantas a la fuerza por las mañanas, en el campamento. ¿Qué pasa, las camas de plumas son ahora demasiado blandas para ti? ¿Te traigo unas piedras para que estés más cómodo?

Saun se llevó una mano al pecho vendado y evitó cuidadosamente reírse.

—No. Todo lo que quiero es tu historia. Dijeron —se puso serio al recordarlo, se humedeció los labios— que encontraron tu caballo ayer, a millas de la guarida, que encontraron la guarida y la mitad de tu equipo y tu arco abandonados en un montón. Tu arco. Nunca pensé que abandonarías eso a propósito. Dos hombres de barro pudriéndose y un montón de algo que Mari juró que era la malicia muerta, y un rastro de sangre que se perdía en la nada. ¿Qué se suponía que debíamos pensar?

—Yo esperaba que alguien pensaría que me habría refugiado en la granja más cercana —dijo Dag, apenado—. Empiezo a sospechar que no soy lo bastante excitante para todos vosotros.

Saun entrecerró los ojos.

—Hay algo más —dijo con seguridad.

—Bastante más, pero primero lo debe oír Mari —Dag lanzó una mirada a Fawn.

Saun se recostó, aparentemente aceptando esto.

—Siempre que me cuentes más en otro momento.

—En otro momento —Dag dudó, y luego añadió, reservado—: Entonces… ¿encontraron también el cuerpo que dejé en el árbol?

Tres caras se volvieron a mirarle.

—Evidentemente aún no —murmuró Dag.

—¿Veis lo que os dije? ¿Lo veis? —dijo Saun a sus compañeros, con tono de revancha. Entre dientes, añadió en dirección a Dag—: En otro momento, pero que sea pronto, ¿de acuerdo?

—En cuanto pueda —Dag se dirigió a los dos de la otra patrulla—. ¿Dijo Mari cuándo volvería?

Negaron con la cabeza.

—Salió al alba —dijo la mujer.

—¿Necesitas alguna otra cosa, Saun? —preguntó el patrullero.

—Me acabáis de traer lo que más quería —dijo Saun—. Tomaos un descanso, ¿eh?

—Creo que lo haré —con un gruñido de dolor casi inaudible, el patrullero se sentó en la otra cama, evidentemente la suya, se sacó las botas, y usó las manos para subir su rígida pierna al colchón—. Ah.

Dag se despidió con la cabeza.

—Duerme bien, Saun. Intenta ser más listo cuando despiertes, ¿eh?

Una leve risa y un ¡Uau! amortiguado siguieron a los tres al pasillo. Al girarse, la expresión de Dag se suavizó, como un hombre encontrando alivio inesperadamente.

—Sí, estará bien —murmuró con satisfacción.

La patrullera cerró suavemente la puerta tras ellos.

—¿Así que ése era Saun la Oveja? —preguntó Fawn.

—Sí, ése es el corderito —dijo Dag—. Si vive lo bastante como para cambiar algo de ese entusiasmo por sesos, será un buen patrullero. Ha conseguido llegar a los veinte, de momento. Debe ser suerte —su sonrisa se torció—. Como tú, Chispita.

Mientras iban pasillo abajo, una voz de mujer llamó débilmente desde otra habitación con la puerta abierta.

—Ésa es Reela —dijo enseguida la patrullera—. ¿Tiene todo lo que necesita, señor?

—Y si no, lo encontraré. —Dag la despidió con un gesto—. Conozco este lugar desde hace años.

—Entonces, si me disculpa, iré a ver qué quiere —saludó con la cabeza, y se marchó.

Bajando las escaleras, Fawn oyó a Dag mascullar entre dientes «¡Y dejad de llamarme señor, cachorrillos!». Se detuvo al llegar abajo, la mano sobre la barandilla, y miró de nuevo hacia arriba, con expresión distante.

—¿Ahora en qué piensas? —preguntó Fawn suavemente.

—Pienso… que cuando nuestros heridos leves tienen que cuidar de nuestros heridos graves, es una clara indicación de que nos falta gente. La patrulla de Mari es de dieciséis, cuatro por cuatro. Debería ser de veinticinco, cinco por cinco. ¿Me pregunto cuántos faltarán en la patrulla de Chato? Ah, bueno —suspiró—. Vamos a ver si conseguimos algo de comer, Chispa.

Dag la llevó a un pequeño pero asombroso cuarto de baño, donde pudo cambiarse los vendajes y lavarse en la bonita palangana de latón pintado que había. Cuando salió, fueron a una de las grandes salas de la planta baja, llena de mesas con bancos o sillas, pero, a esta hora, sin gente. En pocos minutos una camarera salió de la cocina al fondo con una bandeja de jamón, queso, dos tipos de pan, pastel de crema y ruibarbo, y fresas, con una jarra de cerveza y un jarro de leche, fresca, les dijo la chica, de las vacas que el hotel tenía. Fawn añadió mentalmente camarera a su lista de potenciales trabajos en Glassforge, así como lechera, y se sentó a comer bajo la mirada benigna de Dag. Más relajado de lo que le había visto nunca, atacó la comida con entusiasmo, notó Fawn con satisfacción.

Estaban peleándose por la última fresa, cada uno intentando dársela al otro, cuando la cabeza de Dag se alzó y dijo «Ah». Al cabo de un momento, Fawn oyó por las ventanas abiertas el ruido de caballos y el eco de voces en el patio del establo. Al cabo de un minuto, la puerta se abrió de golpe y resonaron pisadas de botas sobre las tablas del piso. Mari, seguida de otros dos patrulleros, entró en el comedor, se detuvo junto a su mesa, plantó los puños en las caderas, y miró fieramente a Dag.

—dijo, y nunca oyó Fawn una sílaba que cargara más peso.

Muy serio, Dag rellenó su vaso de cerveza y se lo alargó. Sin dejar de mirarle exasperada, ella se lo llevó a los labios y apuró la mitad de un trago. Los otros dos patrulleros sonreían de oreja a oreja.

—¿Es que estabas intentando darme el mayor susto de mi vida, chico? —preguntó ella, dejando el vaso en la mesa con tal fuerza que casi lo rajó.

—No —dijo Dag perezosamente, rescatando el vaso y llenándolo de nuevo—. Eso ha sido aparte. Siéntate y recupera el aliento, tía Mari.

—No empieces con el «tía Mari» hasta que no termine de echarte la bronca —dijo ella, pero con mucha más calma. Uno de los patrulleros a su espalda, cruzando una mirada con Dag, le acercó una silla y ella se sentó. Cuando hubo soltado el aliento y estirado la espalda, su postura se hizo mucho menos alarmante. Excepto por el agotamiento que asomaba a la superficie; Dag frunció el ceño al notarlo.

Alargó la mano sobre la mesa y se la estrechó.

—Siento el susto. Saun me ha dicho que ayer os encontrasteis con el desastre que dejé. Tenía la mano llena, a decir verdad.

—Sí, eso he oído.

—Oh, ¿encontrasteis por fin la granja de los Horseford?

—Hará unas dos horas. Nos contaron una historia bastante confusa —miró especulativamente a Fawn, y luego a Dag, frunciendo aún más el ceño.

Dag dijo:

—Mari, permíteme presentarte a la señorita Fawn Bluefield. Chispa, ésta es mi jefa de patrulla, Mari Redwing Hickory. Mari es su nombre personal, Redwing es nuestro nombre de tienda, y Hickory es por el campamento del lago Hickory, que es el cuartel general de nuestra patrulla.

Fawn inclinó cortésmente la cabeza. Mari le devolvió un saludo extremadamente provisional.

Con un gesto, Dag continuó:

—Utau y Razi, también del campamento Hickory.

Los otros dos patrulleros le dedicaron saludos amistosos, como hizo Dag en su momento. Utau era mayor, más bajo y robusto, y llevaba el pelo, que empezaba a escasearle, sujeto en un moño como el de Mari. Razi era más joven y alto, y más desgarbado; el pelo le caía por la espalda en una trenza que le llegaba casi a la cintura, con cordones granates y verdes entrelazados.

El más viejo, Utau, dijo:

—Felicidades por la malicia, Dag. Aunque los jóvenes se pusieron como locos por haberse perdido su primera cacería. Les propuse, a guisa de consuelo, que les llevarías a la guarida y les contarías todo, para que vieran cómo se hace.

Dag negó con la cabeza, indeciso entre reír por lo bajo o estremecerse.

—No creo que les resultara muy útil, la verdad.

—¿Cómo fue de desastroso, exactamente? —preguntó Mari secamente.

Los restos de diversión desaparecieron de los ojos de Dag.

—Lo suficiente. Por hacerlo corto, la señorita Bluefield aquí presente fue raptada en la carretera por los dos a los que seguí desde el campamento de los bandidos. Cuando los alcancé en la guarida los hombres de barro me acorralaron y se dedicaron a intentar descuartizarme. Pero me di cuenta de que la malicia y los hombres de barro, todos, estaban cometiendo el interesante error de no hacer caso a la señorita Bluefield en la pelea. De modo que le lancé mis cuchillos de vínculo y le clavó uno a la malicia. La destruyó. Me salvó la vida. Y también al mundo, por el premio adicional.

¿Ella se acercó tanto a una malicia? —preguntó Razi, con tono entre la incredulidad y el asombro—. ¿Cómo?

A guisa de respuesta, Dag se inclinó hacia delante y, tras una mirada pidiendo permiso a Fawn, apartó el cuello de su vestido. Su dedo recorrió unas zonas de piel insensible en torno a su cuello, que debían ser, se dio cuenta Fawn, las magulladuras de las grandes manos de la malicia, y se estremeció involuntariamente a pesar del calor del verano en la habitación.

—Se acercó más aún, Razi.

Ambos patrulleros quedaron boquiabiertos. Mari se reclinó en la silla, llevándose la mano a la boca. Fawn no había visto un espejo desde hacía días. ¿Qué aspecto tendrían las marcas?

—La malicia la subestimó —siguió Dag—. Espero que vosotros no. Pero si quieres repetir las felicitaciones a la persona correcta, Utau, adelante.

Bajo la mirada tranquila de Dag, Utau relajó las facciones y se llevó lentamente la mano a la sien. Tras luchar un momento para encontrar la voz, consiguió decir:

—Señorita Bluefield.

—Sí —se unió Razi, tras un momento de asombro.

—Los patrulleros somos enormemente expresivos, sabes —Dag murmuró a la oreja de Fawn, su humor seco aflorando de nuevo.

—Ya veo —murmuró ella, y los labios de él temblaron un poco.

Mari se frotó la frente.

—¿Y la explicación detallada, Dag? ¿Voy a querer oírla siquiera?

La grave mirada que le dedicó Dag atrajo toda su atención.

—Sí —dijo él—. Tan pronto como se pueda. Pero en privado. Y luego la señorita Bluefield tiene que descansar —se volvió hacia Fawn—. ¿O prefieres descansar primero?

Fawn negó con la cabeza.

—Primero hablemos, por favor.

Mari apoyó las manos en las rodilleras de sus pantalones y movió los hombros.

—Ah. De acuerdo. —Miró a su alrededor, entrecerrando los ojos—. ¿En mi habitación?

—Muy bien.

Ella se levantó.

—Utau, has estado en pie toda la noche. Quedas fuera de servicio. Razi, come algo, y luego cabalga a Tailor's Point y diles que han encontrado a Dag. O que ha aparecido, en todo caso. —Los patrulleros asintieron y se fueron.

—Trae tu hatillo —murmuró Dag a Fawn.

La habitación de Mari estaba en el tercer piso. Para cuando subieron el segundo tramo de escaleras, Fawn estaba mareada y temblando, y agradeció el soporte de la mano de Dag. Mari les llevó a una habitación más estrecha que la de Saun, con sólo una cama, aunque por lo demás muy parecida, hasta en la desordenada pila de equipo y alforjas a los pies de la cama. Dag hizo un gesto a Fawn para que pusiera el hatillo sobre la cama. Fawn soltó las correas y lo desplegó. El contenido tintineó.

Mari alzó las cejas. Cogió el roto arnés de la mano de Dag y lo sostuvo como el patético cadáver de algún animal.

—Han tenido que esforzarse para hacer esto. Ya veo por qué no te llevaste el arco. ¿Aún tienes brazo?

—Por poco —dijo Dag—. Necesito arreglarlo, coserlo con hilo más fuerte esta vez.

—Yo me lo pensaría, en tu lugar. ¿Qué prefieres que se rompa primero, tú o él?

Dag hizo una pausa, luego dijo:

—Ah. Buena idea. Quizá lo haga arreglar igual que estaba.

—Mejor. —Mari dejó el arnés, cogió la improvisada bolsa de lino y la dejó resbalar por su mano, palpando el contenido. Su expresión se volvió triste, casi remota.

—¿El cuchillo del corazón de Kauneo?

Dag asintió brevemente.

—Sé cuánto tiempo lo has guardado. Ha sido un buen destino para él.

Dag negó con la cabeza.

—He acabado por creer que todos son iguales, en realidad —tomó aliento y fue hacia la cama, haciendo un gesto a Fawn para que se sentara.

Ella se sentó a la cabecera con las piernas cruzadas, alisándose la falda sobre las rodillas, y miró a los dos patrulleros. Mari tenía ojos dorados parecidos a los de Dag, aunque de un tono más broncíneo, y se preguntó si realmente sería tía suya, si el uso de ese título no era, como había pensado al principio, una broma o un término de respecto cariñoso.

Mari dejó la bolsa.

—¿Vas a enviarlo para que sea enterrado junto al resto de los huesos de su tío? ¿O lo quemarás aquí?

—No estoy seguro aún. Se quedará conmigo de momento; lo ha hecho hasta ahora. —Dag respiró hondo, mirando al otro cuchillo—. Ahora viene la historia larga.

Mari se sentó a los pies de la cama y cruzó los brazos, escuchando con atención a medida que Dag empezaba de nuevo su historia. Las descripciones de sus acciones fueron sucintas pero muy precisas, notó Fawn, como si ciertos detalles fueran más importantes, aunque no estaba segura de cómo decidía cuáles contar y cuáles no. Hasta que dijo:

—Creo que el hombre de barro cogió a la señorita Bluefield en el camino porque estaba embarazada de dos meses. Y volvió y se la llevó de la granja por la misma razón.

Los labios de Mari se movieron involuntariamente, ¿Estaba?, y luego se apretaron.

—Sigue.

La voz de Dag se tensó al describir su arriesgado ataque a la cueva de la malicia.

—Llegué tarde. Cuando llegué a la entrada y ataqué a los hombres de barro, la malicia ya estaba llevándose al bebé.

Mari se inclinó hacia delante, frunciendo el ceño.

—¿Por separado?

—Eso parece.

—Uh… —Mari se enderezó, movió la cabeza, y miró a Fawn—. Perdóname. Lamento mucho tu pérdida. Pero esto es nuevo para mí. Sabíamos que las malicias tomaban a mujeres embarazadas, pero toman a cualquiera que encuentren. Raramente se recuperan los cuerpos de las mujeres. No sabía que una malicia no siempre toma las dos esencias juntas.

—No creo —dijo Fawn con voz distante— que me hubiera perdonado mucho tiempo. Estaba a punto de romperme el cuello cuando por fin le clavé el cuchillo correcto.

Mari parpadeó, miró el cuchillo de hueso de mango azul sobre el hatillo, y miró de nuevo a Dag.

—¿Qué?

Dag explicó cuidadosamente la confusión de Fawn con sus cuchillos. Fue muy amable, pensó Dag, al librarla de cualquier culpa en el asunto.

—El cuchillo no estaba activado. Sabes para qué lo guardaba.

Mari asintió.

—Pero ahora está activado. Creo que con la muerte de la hija de Chispa… de la señorita Bluefield. Lo que no sé es si eso fue todo lo que tomó de la malicia. O si alguna vez funcionará como cuchillo de vínculo. O… bueno, no sé gran cosa, me temo. Pero con el permiso de la señorita Bluefield, pensé que tú podrías examinarlo también.

—Dag, no soy más hacedora que tú.

—No, pero eres más… estás menos… Me vendría bien otra opinión.

Mari miró a Fawn.

—Señorita Bluefield, ¿puedo?

—Por favor. Quiero entender y… y no lo entiendo, en realidad.

Mari se inclinó y cogió el cuchillo de hueso. Lo acunó, pasó la mano por toda su pálida longitud, y finalmente, como Dag, lo sostuvo contra los labios con los ojos cerrados. Cuando lo dejó de nuevo, apretó los labios un momento.

—Bueno —dijo por fin—, está ciertamente activado.

—Eso pude notarlo —dijo Dag.

—Parece… hum. Extrañamente puro. No es que las almas vayan a los cuchillos, le explicaste eso, ¿verdad? —preguntó a Dag.

—Sí. Esa parte la tiene clara.

—Pero los cuchillos del corazón de personas diferentes tienen diferentes cualidades. Algún eco del donante permanece, aunque todos funcionan por igual. Quizá es que las vidas son diferentes, pero las muertes son todas iguales, no lo sé. Soy patrullera, no una sabia. Creo —se golpeó los labios con el índice— que es mejor que lo lleves a un hacedor. Al más experimentado que puedas encontrar.

—La señorita Bluefield y yo —dijo Dag—. El cuchillo es suyo, ahora.

—Una granjera no debe mezclarse en estos asuntos.

Dag hizo una mueca.

—¿Qué quieres que haga? ¿Me dirás que se lo quite? ¿Tú?

—¿Alguien me lo explica, por favor? —dijo Fawn, tensa—. Todos hablan otra vez como si yo no existiera. Generalmente no pasa nada, estoy acostumbrada, pero no respecto a esto.

—Enséñale tus cuchillos, Mari —dijo Dag, con una nota de desafío en la voz baja.

Ella le miró, y luego se desabotonó la camisa en parte y sacó un saquito de doble vaina parecido al de Dag, aunque de cuero más suave. Se pasó la correa por el cuello, apartó el hatillo, y puso los dos cuchillos lado a lado sobre la colcha. Eran casi idénticos, excepto por el tinte de las empuñaduras ligeramente talladas, una roja y otra marrón.

—Éstos son una auténtica pareja, ambos huesos del mismo donante —dijo ella, acariciando el rojo—. Mi hijo, menor, de hecho. Era su tercer año de patrulla, arriba en Sparford, y yo empezaba a pensar que ya había pasado la parte más peligrosa de su aprendizaje… Bueno —tocó el marrón—. Éste está activado. Su tía abuela paterna Palai le dio su muerte. Una anciana dura, muy dura… dioses ausentes, cómo la queríamos. Preferiblemente desde una distancia segura, pero hay alguien como ella en cada familia, me parece. —Su mano fue de nuevo al rojo—. Éste está sin activar, ligado a mí. Lo llevo conmigo por si acaso.

—¿Y qué pasaría —dijo Dag secamente— si alguien quisiera quitártelos?

La sonrisa de Mari se oscureció.

—Liberaría toda la furia de la tía abuela Palai. —Se enderezó y guardó los cuchillos, luego inclinó la cabeza hacia Fawn—. Pero creo que para ella es distinto.

—Todo esto es extraño para mí. —Fawn frunció el ceño, mirando al cuchillo de mango azul—. No tengo ningún buen recuerdo que compense los malos. Pero son mis recuerdos, de todos modos. Preferiría que no fueran… desperdiciados.

Mari alzó ambas manos en un gesto de neutralidad frustrada.

—¿Podría tomarme un permiso de la patrulla para viajar por este asunto?—pidió Dag.

Mari hizo una mueca.

—Sabes lo mal que vamos de gente, pero en cuanto este asunto de Glassforge quede resuelto, no veo cómo negártelo. ¿Te has tomado un permiso alguna vez? ¡Ni siquiera te pones enfermo!

Dag pensó un momento.

—La muerte de mi padre —dijo por fin—. Hace once años.

—Antes de que yo estuviera. ¡Eh! Pregunta de nuevo cuando vayamos a levantar el campamento. Si no nos han llegado nuevos problemas para entonces.

Él asintió.

—La señorita Bluefield no está todavía en condiciones de viajar. Aunque no notes que las rodillas apenas la sostienen, puedes ver por sus uñas y párpados que ha perdido demasiada sangre. Pero no tiene fiebre. Por favor, Mari, hice todo lo que pude, pero ¿puedes mirarla tú? —Se tocó el vientre, aclarando el sentido de sus palabras.

Mari suspiró.

—Sí, sí, Dag.

Se quedó de pie, expectante, durante un minuto; ella hizo una mueca y se levantó, señalando una pila de alforjas en un rincón.

—Por cierto, ahí tienes tu equipo. Por fortuna, el tonto de tu caballo no se había librado de todo en los bosques. Venga, vete.

—Pero quieres… no puedes… quiero decir, no es que tengas que desvestirla…

—Asunto de mujeres —dijo ella con firmeza.

A desgana, él fue hacia la puerta, aunque paró a recoger el arnés de su brazo y sus recuperadas pertenencias.

—Voy a ver si te consigo una habitación, Chispa.

Fawn le sonrió agradecida.

—Bien —dijo Mari—. Lárgate.

Él se mordió el labio y se despidió con un gesto de la cabeza. Las pisadas de sus botas desaparecieron pasillo abajo.

Fawn intentó no ponerse demasiado nerviosa por quedarse a solas con Mari. Terrible vieja dama o no, la jefa de la patrulla parecía compartir algo del estilo directo de Dag. Hizo que Fawn se sentara en la cama mientras ella le pasaba las manos por encima. Luego se sentó detrás de Fawn y la abrazó estrechamente durante algunos minutos en silencio, con las manos sobre el vientre de Fawn. Si estaba haciendo algo con su esencia, Fawn no pudo sentirlo, y se preguntó si era así como se sentía un sordo entre gente que podía oír. Cuando soltó a Fawn, la expresión de Mari era tranquila, pero amable.

—Estarás bien —dijo—. Está claro que la herida es antinatural, lo que explica lo repentino de la hemorragia, pero te estás curando tan rápido como se puede esperar en alguien que ha perdido tanta sangre, y tu útero no está caliente. La fiebre mata más que la hemorragia en estos casos, aunque no es tan espectacular. Te quedará cicatriz, supongo, lenta en curarse, como las de tu cuello, pero no como para impedirte tener otros hijos, de modo que ten más cuidado en el futuro, señorita Bluefield.

—Oh —Fawn, mirando atrás entre nubes de remordimientos, no había siquiera pensado en su futura fertilidad—. ¿Le pasa eso a algunas mujeres, tras un aborto?

—A veces. O tras un mal parto. Son zonas muy delicadas. Me asombra que el proceso funcione en absoluto, cuando pienso en todas las cosas que he visto que pueden ir mal.

Fawn asintió, y alargó la mano para guardar el cuchillo de mango azul de Dag, todavía en su hatillo sobre sus otras ropas.

—Entonces —dijo Mari en tono cuidadosamente neutro—. ¿Quién posee la otra mitad de la activación de ese cuchillo, aparte de ti? ¿Algún patán granjero?

Fawn apretó la mandíbula.

—Sólo yo. El patán dejó muy claro que me lo dejaba todo a mí. Lo cual explica por qué iba yo por la carretera.

—Granjeros. Nunca los entenderé.

—¿No hay patanes Andalagos?

—Bueno… —Mari arrastró la palabra, dándole la razón.

Fawn releyó la desgastada inscripción marrón de la hoja de hueso.

—Dag tenía la intención de clavarse esto en su propio corazón algún día. ¿No es cierto? —Esa Kauneo había tenido esa intención.

—Sí.

Ahora no podría. Eso era algo, al menos.

—Tú también tienes uno.

—Alguien tiene que activar. No todos, pero sí los suficientes. Los patrulleros entendemos mejor la necesidad.

—¿Kauneo era una patrullera?

—¿No te lo dijo Dag?

—Dijo que era una mujer que murió hace veinte años, en algún sitio al noroeste.

—Eso es un poco lacónico, incluso para él. —Mari suspiró—. No me corresponde contar sus historias, pero si has de poseer ese cuchillo, muchacha granjera, es mejor que entiendas qué es y de dónde viene.

—Sí —dijo Fawn con firmeza—, por favor. Estoy cansada de cometer errores estúpidos.

Mari alzó una —provisional— ceja aprobadora ante esto.

—Muy bien. Te contaré lo que Dag llamaría la historia corta. —Su larga inhalación sugirió que no iba a ser tan corta, y Fawn se sentó de nuevo con las piernas cruzadas, atenta.

—Kauneo era la mujer de Dag.

Un estremecimiento recorrió a Fawn. Pero no de sorpresa, se dio cuenta.

—Ya veo —dijo.

—Murió en Wolf Ridge.

—No me mencionó Wolf Ridge. Sólo lo llamó una terrible guerra contra una malicia —aunque no podía haber ninguna buena guerra contra una malicia, sospechó.

—Muchacha granjera, Dag no habla de Wolf Ridge con nadie. Es una de sus pequeñas manías, a la que te tendrás que acostumbrar. Tienes que entender que Luthlia es el mayor y más salvaje territorio de los siete, el que tiene menos patrulleros para intentar recorrerlo. Las patrullas son horribles, pantanos helados y bosques sin senderos, e inviernos asesinos. Los otros territorios envían más jóvenes patrulleros a Luthlia que a ningún otro sitio, pero aun así no dan abasto.

«Kauneo venía de una tienda de patrulleros con fama de feroces por aquella zona. Era muy hermosa, supongo; todos la cortejaban. Entonces llegó este joven patrullero, tranquilo y discreto, caminando alrededor del lago en su segundo ciclo de entrenamiento, y le robó el corazón ante las narices de todos los demás —su voz tenía una nota de orgullo, y Fawn pensó, Sí, es su tía de verdad—. Hizo planes para quedarse. Estaban unidos por el cordón, vosotros los granjeros diríais casados, y fue ascendido a capitán de compañía.

—¿Dag no fue siempre un patrullero? —dijo Fawn.

Mari resopló.

—Ese chico debía ser teniente de territorio a estas alturas, si no hubiera… agh, da igual. La mayoría de nuestras patrullas se parecen más bien a cacerías, y la mayoría acaban en nada. De hecho, es posible patrullar durante toda la vida y no asistir nunca a la destrucción de una malicia, por una u otra causa. Dag tiene modos de aumentar las probabilidades a su favor. Pero cuando una malicia se hace fuerte, cuando hace la guerra de verdad… entonces todos tenemos que improvisar.

Se levanto y cruzó el cuarto hasta el palanganero, se sirvió un vaso de agua y lo bebió. Se puso a caminar mientras continuaba:

—Una malicia grande se escurrió entre las rutas de las patrullas. No tenía mucha gente a la que esclavizar por allí, no había bandidos como la malicia que mataste aquí. No hay granjeros en Luthlia, ni en ningún sitio al norte de Dead Lake, salvo algún trampero o mercader que se cuela, y al que escoltamos de vuelta. Pero la malicia encontró lobos. Hizo cosas a los lobos. Lobos-hombre, hombres lobo, licántropos del tamaño de ponis, con ingenio humano. Para cuando la encontramos, se había creado un ejército de lobos. Los patrulleros de Luthlia enviaron un mensaje pidiendo ayuda a los territorios vecinos, pero mientras llegaba, estaban solos.

»La compañía de Dag, cincuenta patrulleros incluyendo a Kauneo y un par de sus hermanos, fue enviada a cubrir el flanco de otro grupo que estaba intentando atacar el valle de la guarida. Los exploradores les dijeron que podían esperar un ataque de unos cincuenta licántropos. Llegaron unos quinientos. , Fawn contuvo el aliento.

—En una hora Dag perdió su mano, su mujer, su compañía menos a tres, y la posición. Lo que no perdió fue la guerra, porque en la hora que ganaron, el otro grupo consiguió llegar a la guarida. Cuando se despertó en la tienda hospital, toda su vida había ardido como una pira, supongo. No se lo tomó bien.

»Al cabo del tiempo, los compañeros de tienda de su mujer muerta perdieron la esperanza y lo enviaron a casa. Donde siguió sin tomárselo bien. Luego Fairbolt Crow, benditos sean sus huesos (nuestro capitán de campamento, aunque por entonces sólo era capitán de compañía), fue listo, o se desesperó, o se puso furioso, y lo arrastró hasta Tripoint. Hizo que un artesano granjero muy hábil que conocía fabricara el arnés para el brazo, y lo estuvieron probando y probando hasta que encontraron artilugios que funcionaban. Dag practicó con su nuevo arco hasta que le sangraron los dedos, trabajó hasta alcanzar las expectativas de Fairbolt, y déjame decirte que Fairbolt no se lo puso nada fácil, y volvió a patrullar. Y ahí ha estado desde entonces.

»Desde entonces por la mano de Dag han pasado unos diez o doce cuchillos de vínculo; la gente se los da porque están seguros de que así se usarán, pero siempre guardó aparte esa pareja. Los únicos recuerdos de Kauneo, que yo sepa, que no apartó como si le quemaran. De modo que ése es el cuchillo que ahora guardas, muchacha granjera.

Fawn lo levantó y lo deslizó entre sus dedos.

—Parece que debería pesar más. —¿De verdad quería saber todo esto?

—Sí —suspiró Mari.

Fawn miró con curiosidad el canoso cabello de Mari.

—¿Serás tú alguna vez capitán de compañía? Debes haber estado patrullando mucho tiempo.

—He estado menos tiempo en acción que Dag, de hecho, aunque soy veinte años mayor. Seguí el camino de las mujeres. Pasé cuatro o cinco años entrenando de niña; tenemos que entrenar a las niñas, aunque gente como Dag lo desapruebe, porque si alguna vez atacan nuestros campamentos, para defenderlos quedaremos nosotras y los ancianos. Me uní por la cuerda, me uní por la sangre (tuve hijos, quiero decir), y luego volví a patrullar. Espero seguir andando hasta que me fallen la suerte o las piernas, cinco o diez años más, pero no me apetece lidiar con nada más problemático que una patrulla, gracias. Luego de vuelta al campamento, a jugar con mis nietos y sus hijos hasta que sea hora de vincularme. Como vida, no es mala.

Fawn arrugó la frente.

—¿Alguna vez imaginaste otra? —¿O ser arrojada a otra, como le había ocurrido a Fawn?

Mari ladeó la cabeza.

—No puedo decir que sí. Aunque si se me concediera un deseo, pediría a mi hijo de vuelta.

—¿Cuántos hijos tuviste?

—Cinco —replicó Mari, con claro orgullo maternal que a Fawn le sonó muy granjero, por mucho que sospechara que Mari lo negaría.

Un golpe en la puerta precedió a la voz quejosa de Dag:

—Mari, ¿puedo entrar ya, por favor?

Mari puso los ojos en blanco.

—Muy bien.

Dag se coló por la puerta entreabierta.

—¿Cómo está? ¿Se está curando bien? ¿Pudiste sincronizar esencias? ¿O hacer un refuerzo, incluso?

—Se está curando tan bien como podría esperarse. No hice nada con mi esencia, porque con tiempo y descanso curará igualmente bien.

Dag asimiló la información y pareció algo decepcionado, pero resignado.

—Te he conseguido una habitación, Chispa, está en el piso de abajo. ¿Cansada?

Exhausta, se dio cuenta. Asintió.

—Bueno, te llevaré abajo y podrás empezar con lo de descansar, al menos.

Mari se frotó los labios y estudió a su sobrino, entrecerrando los ojos. Sentido esencial. Fawn se preguntó qué habría visto la jefa de patrulla con el suyo; fuera lo que fuese, no habló de ello. Al parecer la reserva era tan frecuente en la familia Redwing como los ojos dorados. Fawn recogió su hatillo y se dejó llevar por Dag.

—No dejes que Mari te asuste —dijo Dag, poniéndole el brazo izquierdo en la espalda mientras bajaban las escaleras; Fawn no pudo decidir si como gesto de protección o como una sutil manera de esconderlo. Giraron en el siguiente pasillo.

—No me asustó, no mucho. Me gusta —Fawn tomó aire. Algunos secretos ocupaban demasiado espacio para andar de puntillas a su alrededor—. Me contó algo más sobre tu mujer, y Wolf Ridge. Pensó que necesitaba saberlo.

El silencio se extendió durante tres largas zancadas.

—Tiene razón.

Y eso, evidentemente, era todo lo que Fawn iba a conseguir por el momento.

La nueva habitación de Fawn era estrecha como la de Mari, salvo que ésta miraba a la calle en vez de al patio del establo. Un palanganero con jarro, ya lleno, cortinas de retales y colcha a juego, y alfombras en el suelo la hacían agradable y hogareña a ojos de Fawn. Una puerta lateral daba al parecer al cuarto de al lado. Dag giró la barra que la cerraba y la encajó en sus abrazaderas.

¿Dónde está tu cuarto? —preguntó Fawn.

Dag señaló a la puerta cerrada.

—Ahí.

—Oh, bien. ¿Vas a descansar tú? No me digas que tú no necesitas tiempo para curarte. Vi los moratones.

Él negó con la cabeza.

—Voy a buscar un guarnicionero. Volveré para llevarte a cenar luego, si quieres.

—Me gustaría mucho.

Él sonrió levemente al oírlo, y retrocedió hasta el umbral.

—Parece que todo lo que hago en este lugar es decirle a la gente que se vaya a dormir.

—Sí, pero yo voy a hacerlo de verdad.

Él sonrió de nuevo, ampliamente —esa sonrisa debería ser ilegal— y cerró la puerta con suavidad.

En la pared junto al palanganero colgaba un espejo de afeitar hecho de buen cristal liso de Glassforge. Recordando, Fawn fue hacia él y abrió el cuello de su vestido azul.

El moratón que le cubría casi todo el lado izquierdo de la cara era púrpura, verdoso en los bordes, con cuatro costras oscuras de las garras del hombre de barro sobre su pómulo, todavía sensibles pero no infectadas. La marca de la mano de la malicia en su cuello, cuatro llagas en un lado y una en el otro, contrastaba vividamente sobre su piel clara. Las marcas tenían un curioso tono oscuro y una fea textura resaltada, diferentes a cualquier otra contusión que Fawn hubiera visto. Bueno, si había algún truco especial para que se curaran, Dag lo sabría. O quizá lo habría experimentado en sí mismo, si se había acercado a tantas malicias como sugería en inventario de sus pasados cuchillos que había hecho Mari.

Fawn fue a la ventana y alcanzó a ver la alta figura de Dag pasando por debajo, con el arnés del brazo al hombro, yendo por la calle hacia la plaza. Se quedó mirando la ciudad cuando él desapareció por la acera, pero no durante mucho tiempo; bostezando incontrolablemente, se quitó el vestido y los zapatos y se metió en la cama.

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