Las hojas del año anterior estaban húmedas y podridas bajo sus pies, y mientras Dag trepaba por la empinada pendiente en la oscuridad, su bota resbaló. De inmediato, una mano fuerte y preocupada asió su brazo derecho.
—Haz eso otra vez —dijo Dag en un susurro agradable—, y te dejaré inconsciente de una paliza. Deja de intentar protegerme, Saun.
—Lo siento —susurró Saun, soltando la presa. Tras una pausa, añadió—: Mari dice que ya no te pone con las chicas porque tú eres el sobreprotector.
Dag se tragó una maldición.
—Bueno, eso no te atañe. Inconsciente. Y ensangrentado.
Intuyó el destello de la sonrisa de Saun en las sombras del bosque. Treparon unas pocas yardas más, encontrando asideros entre las rocas y raíces y arbolillos.
—Para —musitó Dag.
Una pregunta casi inaudible a su derecha.
—Estaremos sobre ellos en la cresta. Lo que puedes ver te puede ver a ti, y si hay algo ahí arriba con sentido esencial, parecerás una antorcha entre los árboles. Bájalo, chico.
Un gruñido de frustración.
—Pero no puedo ver a Razi ni a Utau. Apenas te veo a ti. Pareces una brasa bajo un puñado de cenizas.
—Yo vigilo a Razi y Utau. Mari nos tiene a todos en la cabeza, tú no tienes que hacerlo. Sólo tienes que vigilarme a mí —se deslizó tras el joven y le asió el hombro derecho, masajeando. Deseó poder hacerlo en los dos lados a la vez, pero su toque pareció bastar; la tensión brillante empezó a desvanecerse en Saun, tanto en el cuerpo como en la mente—. Bájalo. Bájalo. Así. Mejor. —Y tras un momento—. Lo harás bien.
Dag no tenía ni idea de si Saun lo iba a hacer bien o desastrosamente, pero Saun evidentemente le creyó, con aterradora seriedad; la brillante ansiedad se atenuó aún más.
—Además —añadió Dag—, no llueve. No podemos tener un desastre sin lluvia. Es obligatoria, en mi experiencia. De modo que todo va bien. —Un mal chiste, pero en esas circunstancias funcionó; Saun soltó una risita.
Soltó al muchacho, y siguieron trepando.
—¿Está ahí la malicia? —murmuró Saun.
Dag se detuvo de nuevo, inclinándose en las sombras para coger con el garfio una planta a su izquierda. La sostuvo bajo la nariz de Saun.
—¿Ves esto?
La cabeza de Saun retrocedió con una sacudida.
—Es hiedra venenosa. Quítamela de la cara.
—Si estuviéramos cerca de la guarida de la malicia, ni siquiera la hiedra venenosa seguiría viva. Aunque admito que sería de las últimas en morir. Ésta no es la guarida.
—Entonces, ¿qué hacemos aquí?
Tras ellos, Dag podía oír a los hombres de Glassforge coronar la cresta y empezar a bajar por el barranco por el que él y la patrulla estaban trepando. La segunda oleada. Ni siquiera Saun se las arreglaba para armar tanto ruido. Mejor que Mari atacara antes de que sus ayudantes cubrieran la distancia que les separaba, o no habría sorpresa.
—Chato cree que el grupo de ladrones ha sido infiltrado, o peor, corrompido. Si cogemos a un hombre de barro, nos llevará a su creadora.
—¿Los hombres de barro tienen sentido esencial?
—Algunos. Si una malicia atrapa a alguno de nosotros, lo toma todo. El sentido esencial. Métodos y habilidades con las armas. La localización de nuestros campamentos… Probablemente el primer humano que cogió fue un bandido, intentando esconderse en las colinas, y por eso hace lo que está haciendo. Ninguno de los nuestros ha desaparecido, de modo que todavía tenemos ventaja. Un patrullero no deja que una malicia lo coja vivo si puede evitarlo —o a su compañero. Eran suficientes lecciones para una noche—. Trepa.
Se agacharon al llegar a la cresta.
Saun montó hábilmente el arco. Con menos habilidad pero igual rapidez, Dag sacó y montó el suyo, más corto, adaptado. Se quitó el garfio enroscado a la muñequera de madera sujeta al muñón de su muñeca izquierda, y lo sustituyó por la base del arco. Lo ajustó bien, aseguró, el cierre, y metió el garfio en la bolsa de su cinturón. Soltó la correa que cerraba la vaina y se aseguró de que su gran cuchillo se pudiera desenvainar suavemente. Era apenas un poco más incómodo de lo que habría sido llevar el arco en la mano izquierda, y ahora al menos no podía dejarlo caer.
En el fondo del barranco, Dag podía ver el claro a través de los árboles: tres o cuatro mortecinos fuegos de campamento, tiendas, una vieja cabaña con la mitad del techo hundida. Bultos de hombres tendidos en mantas, como abrojos rozando su sentido esencial. Los leves destellos de un guardia, despierto en el bosque, y de alguien volviendo de la trinchera. Los borrones soñolientos de unos cuantos caballos trabados un poco más lejos. Palabras de los sentidos del cuerpo, para algo que sus ojos no podían ver, ni su mano tocar. Quizá veinticinco hombres en total, contra los dieciséis de la patrulla y la docena de voluntarios de Glassforge. Empezó a estudiar los fogonazos de vida, buscando cosas con forma de hombre que… no lo fueran.
Se oían los sonidos nocturnos del bosque: el croar de las ranas arbóreas, el chirrido de los grillos, el zumbido de otros insectos sin identificar. Un leve susurro esporádico entre las hierbas. Cualquier animal más grande habría sido espantado por el ruido del campamento, o atraído, dependiendo de cómo enterraran los ladrones sus desperdicios. Dag escudriñó con su sentido esencial más allá del decreciente perímetro de la patrulla, pero no encontró carroñeros nerviosos.
Entonces, demasiado pronto, sonó un aullido sobresaltado lejos a su derecha, en el círculo de patrulleros. Gemidos, gritos, el resonar de metal contra metal. El campamento se agitó. Ya está, allá vamos.
—Más cerca —dijo secamente Dag a Saun, y se adelantó deslizándose pendiente abajo para disminuir la distancia.
Para cuando hubo reducido la distancia a apenas veinte pasos y encontró un hueco entre los árboles por el que disparar, sus objetivos estaban levantándose servicialmente. Más lejos aún a su derecha, una flecha incendiaria trazó un alto arco y cayó sobre una tienda; en pocos minutos, podría incluso ver a qué disparaba.
Dag dejó que tanto el miedo como la esperanza se desvanecieran de su mente, junto a la inquietud por la naturaleza interna de aquello a lo que se enfrentaban. Sólo eran objetivos. Uno a uno. Ése. Y ése. Y en la confusión de sombras parpadeantes…
Dag soltó otra flecha, y se vio recompensado por un gañido a lo lejos. No tenía idea de a qué había acertado ni dónde, pero lo que fuera se movería más despacio ahora. Se detuvo a observar, y le satisfizo ver que la siguiente flecha de Saun también se desvanecía en la oscuridad más allá de la cabaña y devolvía un carnoso thunk que pudieron escuchar desde donde estaban. A su alrededor, por los bosques, la patrulla ardía de excitación; en un momento, su cabeza estaría tan llena de ellos como la de Mari, si no se controlaban.
La ventaja de los veinte pasos es que era una distancia buena, corta, rápida para disparar. La desventaja era el poco tiempo que les costaba a tus objetivos llegar a tu posición…
Dag maldijo cuando tres o cuatro grandes siluetas se les echaron encima desde la oscuridad. Bajó el brazo del arco y sacó su cuchillo. Echando un vistazo a la derecha, vio a Saun sacar su larga espada, asestar un mandoble, y descubrir que una hoja larga que daba gran ventaja a caballo se veía muy entorpecida en un bosque espeso.
—¡No puedes cortar cabezas aquí! —gritó Dag por encima del hombro—. ¡Tienes que dar estocadas! —gruñó mientras doblaba el brazo con el arco y hundía su hombro en el atacante más cercano, arrojando al hombre colina abajo.
Detuvo una hoja que parecía venir de la nada con la guarda de bronce de su empuñadura, y con un chirrido estremecedor de metal contra metal se acercó para asestar un buen rodillazo a la entrepierna. Estos hombres se creerían bandidos, pero aún luchaban como granjeros.
Saun levantó la pierna y la usó de palanca para liberar su hoja de un objetivo; el grito del hombre se ahogó en su garganta, y el acero al retirarse hizo un feo sonido de succión. Saun siguió a Dag hacia el campamento de los bandidos. Razi y Utau, a su derecha e izquierda, les seguían, acercándose a medida que descendían, cerniéndose como halcones.
En el claro, Saun volvió a sus mandobles favoritos. Que eran espectacularmente sangrientos cuando conectaban, y le dejaban totalmente desprotegido cuando no. Un objetivo consiguió agacharse, y se incorporó blandiendo una maza de mango largo y cabeza de hierro. El ruido de calabaza rota que hizo al golpear el pecho de Saun revolvió el estómago de Dag. Dag saltó dentro del letal radio del objetivo, lo aferró con el brazo del arco, y le apuñaló. Horrores húmedos se derramaron sobre su mano; retorció el cuchillo y empujó al objetivo para liberarlo. Saun yacía de espaldas, retorciéndose, con la cara oscureciéndose.
—¡Utau! ¡Cúbrenos! —gritó Dag; Utau, jadeando, asintió y asumió una posición defensiva, con la hoja lista.
Dag se agachó junto a Saun, soltó el cierre del arco y lo dejó caer, y puso la cabeza de Saun en su regazo, deslizando su mano derecha sobre la zona del golpe.
Costillas rotas y respiración entrecortada, corazón detenido por el golpe. Dag permitió a su sentido esencial, que había extinguido casi del todo para bloquear la agonía de sus objetivos, emerger por completo, y lo hizo fluir hacia el chico. El dolor fue inmenso. Primero el corazón. Se concentró allí. Una unión peligrosa, si los órganos así uncidos decidían detenerse ambos en lugar de funcionar. La sensación ardiente y pesada en su pecho era reflejo de la del muchacho. Vamos, Saun, baila conmigo… Un aleteo, un tartamudeo, un latido maltrecho. Más fuerte. Ahora los pulmones. Una bocanada, dos, tres, y el pecho se alzó de nuevo, otra vez, y finalmente se estabilizó en sincronía. Bien, así, ahora el corazón y los pulmones seguirían solos.
La reverberación ensordecedora de las muertes de los objetivos de Saun todavía se agitaba en el organismo del chico, mal bloqueada. Mari tendría trabajo con eso, luego. Odio pelear contra humanos. Con pena, Dag dejó que el dolor fluyera de vuelta a su fuente. El muchacho caminaría doblado en dos durante un mes, pero viviría.
El mundo volvió a sus sentidos. Alrededor del claro, los bandidos empezaban a rendirse a medida que los hombres de Glassforge irrumpían gritando desde los bosques. Dag cogió su arco y se puso en pie, mirando alrededor. Más allá de la tienda ardiente vio a Mari. ¡Dag!, su boca se movió, pero el grito se perdió entre el ruido. Alzó dos dedos, señaló con ellos al lado opuesto del claro, y los golpeó contra su brazal. Dag giró la cabeza.
Dos bandidos habían roto el perímetro y se alejaban corriendo. Dag agitó su arco en señal de que había entendido y gritó a su enlace de la izquierda:
—¡Utau! ¿Te llevas a Saun?
Utau hizo un gesto aceptando al herido compañero de Dag. Dag dio la vuelta para perseguirlos, intentando reajustarse el arco mientras corría. Para cuando lo consiguió, ya estaba más allá de la luz de los fuegos. Más cerca…
El caballo casi le derribó; saltó a un lado apenas un instante antes de ser arrollado. Ambos fugitivos iban montados, un hombre grande delante y uno enorme detrás.
No. El segundo no era un hombre.
Mareado por la excitación, la persecución, y las consecuencias de la herida de Saun, Dag se inclinó un momento, luchando por controlar su respiración. Su mano se alzó para comprobar la funda de los cuchillos gemelos que colgaba bajo su camisa, un bulto tranquilizador contra su pecho. Murmullo oscuro, cálido, mortal. Hombre de barro. Te tenemos. Tú y tu creadora sois nuestros…
Detestaba rastrear a caballo, pero no iba a alcanzarles a pie, ni siquiera con la doble carga. Se calmó de nuevo, abajo, abajo, ¡nuestros!, abajo, maldita sea, y llamó a su caballo. A Mocasín le llevaría varios minutos atravesar los bosques desde el escondido punto de reunión de la patrulla. Se arrodilló y se sacó, de nuevo el arco, lo desmontó y lo guardó, y buscó la más útil de sus manos postizas, un sencillo garfio con una lengua plana de metal flexible sujeta a su curva externa que podía actuar como una pinza. Sacando un palito empapado en resina de la caja de lata del bolsillo de su chaleco, la colocó en la pinza y la encendió. Mientras ardía la llama, gateó arriba y abajo estudiando las pisadas. Cuando estuvo seguro de poder reconocerlas, se incorporó.
Su presa casi había atravesado el límite de su sentido esencial para cuando su montura llegó, bufando, y Dag subió a la silla. Donde iba un caballo, otro podía seguir, ¿verdad? Espoleó a Mocasín tras ellos a una velocidad que hubiera hecho que Mari le cubriera de insultos por arriesgar su tonto cuello en la oscuridad. Míos.
Fawn avanzaba con dificultades.
Ahora que dejaba las llanuras y entraba en las colinas del sudeste, la carretera recta no era tan llana como lo había sido desde Lumpton, ni tan recta. Sus suaves pendientes y curvas estaban intercaladas con extrañas cuestas a través de estrechos barrancos que cortaban la roca, o con bajadas por pontones de madera que reemplazaban puentes de piedra derruidos cuyos restos yacían como huesos viejos entre dos puntos imposibles de cruzar de un salto. El camino esquivaba torpemente viejas avalanchas, o mojaba sus pies y los de ella en torrenteras.
Fawn se preguntó cuándo llegaría por fin a Glassforge. No podía estar mucho más lejos, aunque hubiera ido lenta esa mañana. El último trozo de pan bueno no le había sentado mal, al menos. El día amenazaba volverse cálido y pegajoso más tarde. Aquí la carretera estaba agradablemente en sombra, con bosques a ambos lados.
Hasta el momento esa mañana había pasado un carro de granjeros, una caravana de mulas, y un pequeño rebaño de ovejas, todos yendo en dirección contraria. No había encontrado a nadie más durante casi una hora. Ahora alzó la vista y vio un caballo yendo hacia ella, a cierta distancia por la carretera. También yendo en dirección contraria, por desgracia. Se apartó cuando se acercó. No sólo iba hacia el norte, sino que además llevaba dos jinetes. Montaban a pelo. El animal avanzaba con dificultades, casi tan cansado como Fawn, su pelaje marrón sin cepillar manchado de costras saladas de sudor seco, con abrojos enredados en las crines y cola negras.
Los jinetes parecían tan cansados y maltrechos como el caballo. Un hombre grande que no parecía mucho mayor que ella montaba delante, con chaqueta arrugada y barba incipiente. Tras él se agarraba su compañero, más grande. El segundo hombre tenía rasgos bulbosos, largas uñas sin cortar tan llenas de mugre que parecían negras, y expresión vacua. Sus ropas eran demasiado pequeñas y parecía llevarlas como si fueran una ocurrencia de última hora: una camisa raída abierta, arremangada, pantalones que no llegaban a la caña de sus botas. Era difícil adivinar su edad. Fawn se preguntó si sería un idiota. Ambos parecían volver a casa tras una noche de borrachera, o peor. El joven llevaba un gran cuchillo de caza, aunque el otro parecía desarmado. Fawn pasó de largo con una breve inclinación de cabeza, sin saludarles, aunque por el rabillo del ojo vio que las cabezas de ambos se giraron. Siguió caminando, sin mirar atrás.
El ruido decreciente de los cascos se detuvo. Ella arriesgó una mirada por encima del hombro. Los dos hombres parecían discutir, con voces demasiado bajas para que ella pudiera entenderles, excepto un repetido «¡Ama quiere!», en tonos acuciantes por parte del idiota y un arisco e irritado «¿Por qué?» del otro. Ella bajó la cara y aceleró el paso. Los cascos sonaron de nuevo, pero en lugar de alejarse, se hicieron más fuertes.
El animal se puso a su lado.
—Buenos días —dijo el más joven en un tono que quería ser alegre.
Fawn miró hacia arriba. Él se dio un amable tironcillo del pelo rubio, pero su sonrisa no llegó a sus ojos. El idiota sólo la miraba, tenso.
Fawn combinó una cortés inclinación de cabeza con un ceño fruncido, empezando a pensar Por favor, que venga un carro. Vacas. Otros jinetes, cualquier cosa. No me importa en qué dirección.
—¿Vas a Glassforge? —preguntó él.
—Me esperan —dijo ella secamente. Marchaos. Daos la vuelta y marchaos.
—¿Familia allí?
—Sí. —Sopesó si inventarse algunos enormes hermanos y tíos en Glassforge, o sólo recolocar a los de verdad. La plaga de su vida, y casi deseaba tenerlos aquí ahora.
El idiota golpeó a su amigo en el hombro, con mala cara.
—No habla. Sólo coge —su voz salió indistinta, como si su boca tuviera la forma incorrecta por dentro.
Un carro de estiércol sería maravilloso. Uno con mucha gente encima, mejor.
—Pues hazlo tú —saltó el hombre joven.
El idiota se encogió de hombros y se deslizó desde la grupa del caballo. Aterrizó con más limpieza de lo que Fawn esperaba. Ella apretó el paso; cuando él rodeó el caballo hacia ella, echó a correr frenéticamente.
Los árboles no ayudarían. Cualquier cosa a la que ella pudiera trepar, él también podría. Para desaparecer de su vista el tiempo suficiente como para esconderse en los bosques, tendría que sacar a su perseguidor una ventaja imposible. ¿Podría mantener la distancia hasta que ocurriera un milagro, tal como alguien cabalgando por aquella curva de delante?
Se movía más rápido de lo que había supuesto para un hombre de su tamaño. Antes de su tercer paso o respiración, unas manos enormes se cerraron en torno a sus brazos y la alzaron en el aire, todavía moviendo los pies. A esa distancia ella vio que sus uñas no estaban sucias, sino que eran completamente negras, como garras. Se le clavaron a través de la chaqueta cuando la hizo girar.
Gritó tan alto como pudo:
—¡Dejadme en paz! ¡Soltadme! —seguido de alaridos que le destrozaron la garganta.
Pateó y luchó con todas sus fuerzas. Era como luchar contra un roble, y con los mismos resultados.
—Ves, ahora está toda alterada —dijo el joven, disgustado. Él también se bajó del caballo, se quedó un momento mirando, y se sacó la cuerda que le sujetaba los pantalones—. Tendremos que atarle las manos. A menos que quieras que te saque los ojos.
Buena idea. Fawn lo intentó. Fue inútil: las manos del idiota siguieron sujetándole las muñecas, tensas sobre la cabeza. Se retorció y mordió un brazo desnudo y peludo. La piel del gigantón tenía un peculiar olor y sabor, como a pelo de gato, no tan horrible como había esperado. Su satisfacción cuando hizo sangre duró poco; la hizo girar y, aun sin mostrar emoción alguna, le dio un bofetón que le echó atrás la cabeza y la tiró al suelo, con sombras negras y púrpuras bailando en su campo de visión.
Todavía le zumbaban los oídos cuando la incorporaron y ataron, y luego la levantaron en vilo. El idiota se la dio al joven, que había vuelto a subir al caballo. Le empujó las faldas y la colocó erguida ante él, poniéndole los brazos en torno a la cintura. El sudoroso torso del caballo era cálido bajo sus piernas. El idiota tomó las riendas para guiarlos, y empezó a caminar de nuevo, más rápido.
—Así es mejor —dijo el hombre que la sujetaba, con su aliento agrio soplando en su oreja—. Siento que te pegara, pero no deberías haber intentado escapar de él. Ven, te lo pasarás mejor conmigo —una mano subió y le apretó un pecho—. Huh. Más madura de lo que pensé.
Fawn, jadeando y todavía temblando por el susto, se lamió un hilillo húmedo que le corría por la nariz. ¿Eran lágrimas, sangre, o ambas cosas? Tiró disimuladamente de la cuerda que le ataba dolorosamente las muñecas. Los nudos parecían muy apretados. Pensó si gritar más. No, podrían pegarle otra vez, o amordazarla. Mejor fingir estar aturdida, y si pasaban junto a alguien al alcance de la voz, aún estaría en posesión de su voz y sus piernas.
Este esperanzado plan duró diez minutos, cuando, antes de que nadie más apareciera, se salieron de la carretera por un camino escondido. La presa del hombre joven se había convertido en un abrazo casi indolente, y sus manos le recorrían el torso. Cuando empezaron a subir una cuesta, él se echó hacia delante cuando ella resbaló hacia atrás, apartó el hatillo, y le sujetó la espalda más estrechamente contra él, dejando que los movimientos del caballo les frotaran uno contra otro.
Por mucho que este flagrante interés la asustara, no estaba segura de que la indiferencia del idiota no la asustara más. El joven era perverso de maneras predecibles. El otro… ella no tenía ni idea de lo que pensaba, si es que pensaba algo.
Bueno, si esto va a donde parece que va, al menos no pueden dejarme embarazada. Gracias, estúpido Sunny Sawman. Como lado bueno, éste era un precipicio, pero tenía que conceder el punto. Odiaba los temblores de su cuerpo, que informaban de su miedo a su captor, pero no podía evitarlo. El idiota los adentró más en los bosques.
Dag se puso de pie en los estribos cuando los gritos distantes levantaron ecos en los árboles desde el ancho barranco, tan altos y fieros que apenas pudo distinguir palabras: ¡…paz! ¡Soltadme!
Espoleó su caballo a un trote, ignorando las ramas que les golpeaban y arañaban. Las extrañas marcas que había leído en la carretera un par de millas atrás se hicieron de golpe mucho más preocupantes. Había estado siguiendo a su presa al límite absoluto de su sentido esencial durante horas, mientras el agotamiento de la noche llenaba su cuerpo y su mente, esperando que le llevaran a la guarida de la malicia. Su sospecha de que se había añadido una nueva preocupación a su fardo le heló el vientre mientras los gritos continuaban.
Se asomó a un altozano y tomó un rápido atajo por una torrentera con el caballo casi patinando sobre los cuartos traseros. Su presa quedó por fin a la vista en un pequeño claro. ¿Qué…? Cerró la boca y se acercó al galope, sin preocuparse de no hacer ruido. Frenó a diez pasos, bajó de un salto, dejó que su mano realizara los movimientos de encordar y montar y asegurar su arco sin ser consciente de ello.
Estaba meridianamente claro que no estaba interrumpiendo los escarceos de nadie. El hombre de barro, arrodillado e inexpresivo, sujetaba los hombros de una figura que se debatía, oculta por su camarada. El otro hombre intentaba, a la vez, bajarse los pantalones y separar las piernas de la cautiva, que le pateaba valientemente. Maldijo cuando un pie pequeño hizo blanco.
—¡Sujétala!
—No tiempo parar —gruñó el hombre de barro—. Hay que seguir. No tiempo para esto.
—¡No llevará mucho tiempo si… la sujetas… bien! —consiguió finalmente colocar las caderas dentro del ángulo de las patadas.
Dioses ausentes, ¿era una niña lo que estaban sujetando contra el suelo? El sentido esencial de Dag amenazaba con hervir; distraído o no, el hombre de barro debía reparar pronto en él incluso si el otro estaba de espaldas. La figura del medio emergió brevemente, cara congestionada y rizos negros agitándose, el vestido medio arrancado por arriba y medio arremangado por abajo. Un destello de pechos dulces como manzanas golpeó los ojos de Dag. Oh. La pequeña forma redondeada no era una niña después de todo. Pero estaba indefensa como si lo fuera, en todo caso.
Dag contuvo su furia y tensó el arco. Esas nalgas agitadas color de luna tenían que ser el blanco más justo jamás presentado a su puntería. Y por una vez en su condenada vida, parecía que no llegaba tarde. Consideró esta maravilla durante el tiempo que le costó ajustar la tensión para asegurarse de que la flecha no pasaría a través y alcanzaría a la niña. Mujer. Lo que fuera.
Soltó.
Estaba cogiendo otra flecha antes de que la primera alcanzara su blanco. La perfección del thunk, justo en mitad de la nalga izquierda, fue incluso más satisfactoria que el grito sorprendido que siguió. El bandido se sacudió y se apartó de la chica, aullando y tratando de alcanzar la flecha por detrás, girando a un lado y a otro.
Ahora el peligro no se había reducido a la mitad, sino duplicado. El hombre de barro se puso bruscamente en pie, viendo a Dag por fin, y arrastró a la chica frente a su torso como un escudo. Su altura y la corta estatura de ella frustraron su propósito; Dag envió su siguiente flecha a la pantorrilla de la criatura. Le dio de refilón, pero dolió; el hombre de barro dio un salto.
¿Tendría seso suficiente como para amenazar a su prisionera para intentar detener a Dag? Dag no esperó a averiguarlo. Con los labios retirados en una fiera sonrisa, sacó su cuchillo de guerra y se lanzó hacia delante. La muerte iba tras sus pasos.
El hombre de barro lo vio; el miedo asomó a la cara abultada y abotargada. Con una sacudida llena de pánico, lanzó a la chica, que gritaba, hacia Dag, se dio la vuelta, y huyó.
Con el arco todavía entorpeciéndole el brazo izquierdo y el cuchillo en la mano derecha, Dag no tenía modo de cogerla; lo mejor que se le ocurrió fue abrir los brazos para que no resultara magullada o herida. Perdió el equilibrio con el impacto, y ambos cayeron al suelo.
Durante un instante ella quedó sobre él, sin aliento, la blandura de su cuerpo apretada contra él. Inhaló, emitió un gañido ahogado, y empezó a arañarle la cara. Él intentó encontrar palabras para calmarla, pero ella no se lo permitía; finalmente se vio obligado a soltar su arma y quitársela de encima. Con dos enemigos vivos aún en el terreno, tendría que lidiar con ella después. Rodó para alejarse, cogió su cuchillo, y se puso en pie de un salto.
El hombre de barro había trepado de nuevo al caballo del bandido. Dio un tirón a las riendas e intentó atropellar a Dag. Dag esquivó, empezó a dar la vuelta a su cuchillo para lanzarlo, lo pensó mejor, lo dejó caer de nuevo, metió la mano en su aljaba, que llevaba ahora al frente, y sacó una de sus pocas flechas restantes. La colocó, apuntó.
No.
Que la criatura siga corriendo, hasta la guarida. Dag podía recuperar la pista si tenía que hacerlo. Un prisionero herido pondría a prueba los límites de lo que podía manejar ahora mismo. Un prisionero al que, con toda seguridad, se le iba a hacer hablar. El caballo desapareció por la tenue pista que se alejaba del claro, paralela al curso de un arroyo cercano. Dag bajó el arco y miró alrededor.
El bandido humano también había desaparecido, pero por una vez rastrearlo no iba a ser un problema. Dag señaló a la chica, que ahora estaba de pie a unas pocas yardas y luchaba para reajustar su roto vestido azul.
—Quédate ahí —siguió el rastro de sangre.
Más allá de un telón de arbolillos y matorral que circundaba el claro, las gotas de sangre se hicieron más grandes. Junto a los peñascos del arroyo, una figura yacía boca abajo y en silencio en un charco rojo, con los pantalones por las rodillas y la flecha de Dag apretada en la mano.
Demasiado quieta. Dag apretó los dientes. El hombre había intentado claramente sacarse el astil de la carne a la fuerza, y al hacerlo debía haberse cortado una arteria. ¡No era un tiro a matar, maldita sea! No tenía la intención de serlo. Buenas intenciones, ¿dónde nos hemos visto antes? Dag dio la vuelta al cuerpo con el pie. La pálida cara sin afeitar parecía terriblemente joven en la muerte, aun oscurecida por la suciedad. No se le podrían sacar respuestas a éste; ya había llegado a la última de sus traiciones.
—Dioses ausentes. Más niños. ¿No se acaban nunca? —musitó Dag.
Alzó la mirada y vio a la mujer-niña de pie a unas pocas yardas en el rastro de sangre, mirándolos a ambos. Tenía los ojos marrones y enormes, como una cierva aterrorizada. Al menos ya no gritaba. Miró frunciendo el ceño a su difunto atacante, y un Oh mudo se adivinó en sus labios magullados y mordidos. Un moretón lívido empezaba a aparecerle en un lado de la cara, subrayado por cuatro rojos surcos paralelos.
—¿Está muerto?
—Por desgracia. E innecesariamente. Si se hubiera quedado quieto y esperado ayuda, lo hubiera llevado prisionero.
Ella lo miró de arriba, y más arriba, a abajo, con miedo. La coronilla de su cabeza morena, cuando estaban juntos, le llegaba más o menos a la mitad del pecho, juzgó Dag. Azorado, escondió la mano del arco en su costado, un poco por detrás del muslo, y envainó su cuchillo.
—¡Sé quién eres! —dijo ella súbitamente—. ¡Eres el Andalagos patrullero que vi en la casa del pozo!
Dag parpadeó, y parpadeó otra vez, y dejó que su sentido esencial, protegido del golpe de esta muerte, emergiera de nuevo. Ella llameó en su percepción.
—¡Chispita! ¿Qué estás haciendo tan lejos de tu granja?