Capítulo 11

Dag pensó que tenía su sentido esencial bien suprimido, pero algo de su mal humor debió filtrarse y fue suficiente para despejar la casa de baños de los tres patrulleros convalecientes que pasaban allí el rato a los cinco minutos de su entrada. Aun así, al final tanto su cuerpo como su mente se enfriaron, y fue en busca de alguna tarea útil en la que ocuparse, preferiblemente lejos de sus compañeros. La encontró llevando una silla con el armazón roto al guarnicionero, para cambiarla por otra, y de paso recoger algo de equipo arreglado, lo cual ocupó el tiempo hasta la hora de la cena y la llegada del preocupado Utau y el resto de la embarrada patrulla.

Ninguno de los argumentos de Mari era exactamente erróneo. O en absoluto, admitió Dag abatido para sí. Avergonzado, dispuso a su mente a mantener el autocontrol que una vez había sido tan rutinario como respirar… y que ahora de algún modo se había hecho tan pesado como una lápida sobre su pecho. Los muertos no necesitan aire, ¿eh?

Esa noche en la cena se comportó con meticulosa cortesía con Fawn, sin más. Ella le miró con ojos curiosos, precavidos. Pero había suficientes patrulleros a la mesa para que los asediara a preguntas, esta noche sobre todo acerca de cómo se organizaban y recorrían las rejillas de búsqueda, para que su silencio no atrajera comentarios.

Nunca la rectitud fue menos gratificante.

El día siguiente se dedicó oficialmente a descansar y a los preparativos para el bow-down, y Dag permitió que lo usaran de muía de carga para llevar los suministros que los más entusiastas habían conseguido en la ciudad. Se cruzó con Mari apenas el tiempo suficiente para presentarse voluntario para la guardia de la tarde y turno de portero, y fue rápidamente rechazado en ambos casos.

—No puedo poner al patrullero que mató a la malicia de guardia durante la celebración de su hazaña —dijo brevemente—. Tendría una revuelta entre manos, y tendrían razón —tras un momento añadió a desgana, deteniendo su protesta—: Asegúrate de que la granjerita sepa que está invitada también.

Poco más tarde, se encontró con el entusiasta de Log Hollow que estaba juntando a los músicos de ambas patrullas para practicar, una novedad en la experiencia de la mayoría de los implicados, y no escapó hasta que fue casi hora de recoger a Fawn.

Fawn se miró el cabello en el espejo de afeitar y decidió que las cintas verdes, donadas por Reela la de la pierna rota, combinaban muy bien con su vestido. Reela le había enseñado cómo hacer trenzas Andalagos, que resultaron tener diversos significados; Fawn se enteró de que el moño en la nuca era señal de luto, excepto cuando era una prudente preparación para entrar en liza. Saber esto hacía que el grupo de patrulleros pareciera distinto a ojos de Fawn, y le dio una sensación extraña, como si el mundo se hubiera movido bajo sus pies, sólo un poco, y no pudiera volver a ser como antes. En cualquier caso podía estar segura de que su peinado de esta noche, con el pelo recogido en lo alto de su cabeza por un alegre lazo y luego suelto en una cola de caballo, con los rizos agitándose, no decía nada que no quisiera decir en lenguaje patrullero.

Dag vino a recogerla, al parecer más relajado; Fawn se preguntó si Mari le habría dado malas noticias en el establo el día anterior, para deprimirle así por la noche. Pero ahora le relucían los ojos. Su sencilla camisa blanca hacía que su piel cobriza pareciera brillar. El olor de ayer, a pantano y caballo y emergencia, había sido reemplazado por jabón de lavanda y algo cálido por debajo que era sólo Dag. Su pelo estaba limpio y suave y escapando ya de cualquier orden que el peine hubiera intentando imponerle, y tenía un aspecto muy acariciable, si pudiera llegar tan arriba. De puntillas. Con una escalera. Algo…

La atmósfera en el comedor no era muy diferente a la de otras noches, hambrienta y ruidosa, excepto que había más gente porque por una vez todo el mundo estaba allí. Todos iban notablemente limpios, y muchos parecían haber obtenido, o compartido, agua de colonia. Las ropas de fiesta parecían ser las ropas de diario, sólo que limpias. Fawn imaginó que las alforjas no dejaban sitio para muchas mudas; las mujeres seguían llevando pantalones. ¿Llevarían falda alguna vez? Pero los peinados parecían más elaborados. Algunos de los patrulleros más jóvenes llevaban incluso campanillas en las trenzas.

La comida y la bebida, sobre todo la bebida, corrían libremente hasta la sala contigua, donde las sillas habían sido retiradas contra las paredes y habían quitado las alfombras para crear un espacio donde bailar. Fawn encontró un sitio con el resto de los convalecientes, Saun y Reela, el hombre de la patrulla de Chato con la rodilla mala y puntos en la mandíbula, y el pobre y alicaído patrullero que sufrió las mordeduras de serpiente el día anterior, y que ahora aguantaba con buen humor algunas despiadadas bromas al respecto. Pero los bromistas también distribuyeron cerveza entre todos los confinados en sillas, y parecían dispuestos a seguir trayéndola. Fawn dio un sorbito a la suya y sonrió tímidamente en agradecimiento.

Dag había desaparecido un momento, pero reapareció enroscando algo en su muñequera. Fawn parpadeó asombrada al ver que era una pandereta, ajustada con una clavija de madera para que se sujetara bien.

—¡Cielos! No sabía que tocabas algo.

Él le sonrió, terminando de ajustar el instrumento y tamborileando los dedos sobre la piel tensa. El sonido en staccato la hizo incorporarse.

—Qué ingenioso. ¿Qué tocabas antes de perder la mano?

—La pandereta —replicó él alegremente—. Intenté aprender a tocar la flauta, pero los dedos se me enredaban incluso cuando tenía el doble, y cuando me puse con el violín me acusaron de torturar gatos. Con esto no puedo desafinar. Además —bajó su voz en tono cómplice—, así me libro de tener que bailar —le guiñó el ojo y fue hacia el extremo de la sala, donde se estaban reuniendo más patrulleros.

Su surtido de instrumentos parecía un poco aleatorio, pero la mayoría eran pequeños, para caber en algún rincón de las alforjas. Había varias flautas de madera, arcilla, o hueso, dos violines, y una colección improvisada de barreños para golpear, obviamente sustraídos al hotel para la ocasión. La sala se llenó y se quedó en silencio.

Un hombre de pelo canoso con una flauta de hueso se adelantó en el silencio y empezó a tocar una melodía que Fawn encontró embrujadora; le puso de punta el vello de los brazos. Inquieta, estudió la pálida flauta de hueso, con caracteres pirograbados en su superficie, y de golpe estuvo segura de que era un pariente de alguien. Porque los fémures venían a pares, pero los corazones de uno en uno, de modo que ¿qué hacían los Andalagos con las sobras, tan honradas? La melodía era tan elegíaca que tenía que ser alguna oración, un himno o un recordatorio; Fawn vio que algunos movían los labios recitando una letra que obviamente se sabían de memoria. El silencio se prolongó durante todo un minuto, las miradas bajas.

La pandereta repiqueteó como una serpiente de cascabel, y un repentino estallido de percusión hizo pedazos la melancolía como si intentara expulsarla por las ventanas. Los violinistas y flautistas y percusionistas de barreño empezaron a tocar un animado baile, y los patrulleros salieron a la pista. No bailaban en parejas sino en grupos, trazando complicados pasos unos en torno a otros. Aparte del intercambio de parejas sin importar sexo, a Fawn le recordó mucho a los bailes de los granjeros, aunque los patrulleros parecían arreglárselas sin un maestro de ceremonias. Se preguntó si harían algo con sus sentidos esenciales para sustituir esa coordinación externa. Los pasos parecían muy complejos, pero los bailarines raramente fallaban un paso, aunque cuando alguien lo hacía los demás se reían y se burlaban, y todo el grupo se reposicionaba, cogía de nuevo el ritmo, y empezaba otra vez. Las campanillas sonaban alegremente. Dag estaba en la fila de atrás de los músicos, manteniendo un ritmo constante, puntuándolo con tintineos bien colocados, mirándolo todo y con aspecto extrañamente feliz; no hablaba ni cantaba, pero sonreía levemente ante las bromas.

Las ganas de los patrulleros jóvenes de bailes rápidos parecían insaciables, pero finalmente los jadeantes músicos fueron sustituidos por un par de cantantes. Fuera, el sol oblicuo del verano se había puesto, y la habitación estaba caldeada por velas, lámparas y cuerpos sudorosos. Dag desmontó su pandereta y fue a sentarse a los pies de Fawn, recuperando el tiempo perdido en beber cerveza con ayuda de lo que parecía una cadena de gente que le llevaba vaso tras vaso junto con felicitaciones.

Una canción era nueva para Fawn, otra tenía una melodía conocida pero con otra letra, y la tercera se la había oído cantar a su tía Nattie mientras hilaba; se preguntó si se habría originado entre los granjeros o los Andalagos. Los cantantes eran un hombre y una mujer de la patrulla de Chato, y sus voces armonizaban encantadoramente, la de ella clara y pura, la de él baja y resonante. Fawn ya no estaba segura de si la canción sobre un patrullero bailando con osos mágicos en los bosques era una fantasía o no.

El hombre de la flauta de hueso se les unió, formando un trío; cuando emitió unas notas introductorias de la siguiente canción, Dag dejó abruptamente en el suelo su vaso de cerveza medio lleno. Su sonrisa por encima del hombro a Fawn parecía más bien una mueca.

—Voy a la letrina. La cerveza, eh —se disculpó, y se puso en pie.

Tres pares de ojos siguieron sus movimientos con preocupación: los de Mari, los de Utau, y los de otro camarada anciano; Mari hizo un gesto interrogativo, ¿Quieres que…?, a la que Dag contestó negando con la cabeza. Salió sin mirar atrás.

Cincuenta compañeros partieron aquel día —empezó la canción, y Fawn entendió rápidamente la razón de la repentina retirada de Dag, porque resultó ser una balada larga y complicada sobre la batalla de Wolf Ridge. No mencionaba nombres en su mezcla de poesía y canción, de dolor, coraje, sacrificio y victoria, invitando sutilmente a todos a identificarse con sus distintos héroes, y en cualquier otra circunstancia Fawn la hubiera encontrado emocionante. Ciertamente, la mayoría de los patrulleros parecían emocionados o excitados; Reela se limpió una lágrima, y Saun escuchaba con tal intensidad que se le olvidó cerrar la boca.

No lo saben, supo Fawn de pronto. Saun, que había patrullado con Dag durante un año y decía conocerle bien, no lo sabía. Utau, escuchando con la mano sobre la boca, la mirada sombría, sí lo sabía; Mari, por supuesto, también lo sabía, con sus miradas al umbral por el que Dag había desaparecido silenciosamente, y por el que no regresó. La canción terminó por fin, y otra más alegre empezó a sonar.

Cuando Dag siguió sin volver, Fawn salió. Alguien más salía del lavabo, de modo que buscó fuera. Hacía un fresco muy agradable, las sombras azules atenuadas por la luz amarilla que se provenía de las ventanas, de las lámparas del porche y, al otro lado del patio, de encima de las puertas del establo. Dag estaba sentado en el banco fuera del establo, con la cabeza apoyada contra la pared, mirando las estrellas del verano.

Se sentó junto a él y dejó que el silencio reinara durante un rato, un silencio cómodo, que les rodeaba como la noche. Las estrellas brillaban y parecían muy cercanas, a pesar de los faroles; el cielo estaba raso.

¿Estás bien? —preguntó ella por fin.

—Oh, sí —se pasó la mano por el pelo, y añadió pensativo—: Cuando era un muchacho me encantaban todas esas baladas heroicas. Memoricé docenas de ellas. Me pregunto si todas esas viejas canciones de batalla parecerían igual de aborrecibles a sus supervivientes.

Y dice que no canta. Incapaz de contestar, Fawn indicó:

—Al menos ayudan a que la gente recuerde.

—Sí. Por desgracia.

—No era una canción mala. A mí me pareció muy buena, la verdad. Como canción, quiero decir.

—No lo niego. No es culpa del compositor, quienquiera que fuera; hizo un buen trabajo. Si no fuera tan buena, no me daría tantas ganas de llorar o enfurecerme, imagino. Por eso me fui. Mi sentido esencial estaba un poco abierto, para ayudar a la música. No quería arruinar el ambiente. Si metes a treinta y ocho patrulleros cansados y nerviosos en un edificio durante una semana, los estados de ánimo se contagian muy rápido.

—¿Tocáis a menudo, cuando estáis de patrulla? —Fawn intentó imaginar canciones y bailes de patrulleros en torno a un fuego de campamento; probablemente muchas veces no tendrían buen tiempo.

—Sólo a veces. Las noches en los campamentos suelen ser muy ajetreadas. Hay que curtir el cuero y curar la carne, preparar las plantas medicinales que recogemos durante las patrullas, poner al día los registros y los mapas. Si es una patrulla a caballo, hay que cuidar de los animales. Entrenamiento con las armas para los jóvenes, y sesiones de práctica para todos los demás. Reparar ropas y botas y equipo. Cocinar, lavar. Todo tareas sencillas, pero que nunca terminan.

Su voz se volvió lenta, recordando.

—Las patrullas son de muchos tamaños; al norte envían compañías de ciento cincuenta o doscientos patrulleros para los grandes rastreos estacionales de las zonas salvajes, pero al sur del lago las patrullas son más pequeñas y breves. Aun así suelen ir juntos durante semanas y semanas, sin otra diversión a la vista aparte de ellos mismos. Al cabo de un tiempo, todos se saben todas las canciones. De modo que hay cotilleos. Y facciones. Y chistes. Y bromas. Y revancha por las bromas. Y peleas por la revancha por las bromas. Y luchas a cuchillo por… Bueno, ya te harás una idea. Aunque si se permite que las emociones se mezclen en una sopa tan agria, puedes apostar a que el jefe de la patrulla tendrá una charla muy memorable con Fairbolt Crow al respecto, luego.

—¿Tú la has tenido?

—Sobre eso no. Aunque todas las charlas con Fairbolt tienden a ser memorables —en las sombras, se rascó la nariz y sonrió, luego inclinó la cabeza hacia atrás y dejó reposar la mirada en las cálidas ventanas al otro lado del patio. Ya no se oían canciones, y los bailes se habían reanudado; los pies golpeando el suelo hacían que todo el edificio latiera como un tambor.

—A ver, ¿qué más? En las noches cálidas de verano, ir a por leña siempre es una actividad muy popular.

Fawn consideró esto, y también la diversión que subyacía en la voz de Dag.

—Uno pensaría que sería una actividad más buscada en las noches frías.

—Mmm, pero es que, verás, en las noches cálidas, nadie se queja si la gente se va dos horas y cuando vuelven se han olvidado de la leña. Bañarse en el río, ésa es buena también.

—¿En la oscuridad? —dijo Fawn, dudosa.

—La pregunta es más bien si es en el río. Sobre todo si la estación ha traído escarcha. Paseos, oh, claro, muy creíble, cuando todo el mundo ha estado andando desde el alba. Explorar los alrededores, también… eso atrae a muchos sacrificados voluntarios. Hay algunas ardillas muy peligrosas en los bosques, podrían organizar un ataque en cualquier momento. Más vale estar preparado —una risita profunda resonó en su pecho.

—Oh —dijo Fawn, comprendiendo por fin.

Sonrió, sólo por ver la infrecuente aparición de líneas de risa en torno a sus ojos.

—Todo esto seguido por las rupturas y las reconciliaciones y la gente que no se habla, o peor, que te lo cuenta todo otra vez hasta que de tanto oírlo quieres meter la cabeza en la manta y gritar. Ah, bueno —soltó un suspiro tolerante—. Los patrulleros más viejos generalmente tienen las cosas bajo control, pero los más jóvenes pueden ser muy inquietos. La vida de la gente no se detiene durante una patrulla. Recorrer las rejillas no es una emergencia por la que tengas que dejarlo todo, actuar heroicamente, y luego volver a casa para siempre. Todo vuelve a empezar al día siguiente por la mañana. Y tendrás que levantarte y recorrer tu parte igual. —Se estiró y sus articulaciones crujieron, como si pensaran en uno de esos madrugones.

—No es que estemos todos locos, sabes, aunque a veces lo parezca —siguió en voz más baja—. El sentido esencial hace que nuestros estados de ánimo sean muy contagiosos. No sólo por palabras y gestos; es como si estuviera en el aire —su mano trazó una espiral ascendente—. Ahora, por ejemplo. Cuando un determinado número de personas abre sus esencias, empieza a haber… fugas. Los bow-downs son muy buenos para eso. Ese edificio de ahí está ahora mismo inundado. Cualquier cosa puede empezar a parecer una buena idea. Gracias sean dadas a los dioses ausentes por la cerveza.

—¿La cerveza?

—He llegado a la conclusión de que la cerveza… —alzó un didáctico dedo, y Fawn empezó a darse cuenta de que estaba ligeramente bebido; la gente se había asegurado de que los músicos estuvieran bien surtidos de bebidas— existe con sólo el propósito de que se le eche la culpa a la mañana siguiente. Una bebida llena de remordimientos, la cerveza.

—Los granjeros también la usan para eso —observó Fawn.

—Una necesidad universal —parpadeó—. Creo que necesito más.

—¿Tienes sed?

—No. —Se encorvó, mirándola de reojo. Sus ojos eran estanques oscuros en esta luz, como noche condensada. La luz de las farolas creaba brillantes aureolas anaranjadas contra su pelo, y se deslizaba por sus rasgos, levemente perlados de sudor, como una caricia—. Sólo estoy considerando el potencial de los remordimientos…

Se inclinó hacia ella, y Fawn quedó paralizada por una esperanza tan grande que parecía terror. ¿Iba a besarla? Su aliento olía a cerveza y a esfuerzo y a Dag. El de ella se detuvo por completo.

Quietud. Latidos.

—No —suspiró él—. No. Mari tenía razón. —Se enderezó de nuevo. Fawn casi estalló en lágrimas inacabables. Casi alargó la mano hacia él.

No, no puedes. No te atrevas. Pensará que eres esa… esa horrible palabra que Sunny usó. Le ardía en la memoria como un corte infectado: Sohar. Era una fea palabra que de algún modo la había convertido en algo feo, como una gota de tinta o de sangre o de veneno manchando el agua. Para Dag sólo quisiera ser hermosa. Y alta. Deseó ser más alta. Si fuera más alta, nadie podría insultarla sólo por, por querer tanto.

Él suspiró, sonrió, se levantó. Le alargó la mano. Entraron.

En el vestíbulo Dag giró la cabeza, escuchando.

—Bien, alguien está tocando la pandereta. Pueden seguir sin mí durante lo que quede de noche. —Ciertamente, la música que provenía del umbral parecía más lenta y soñolienta. Dag fue hacia la escalera.

Fawn encontró su voz.

—¿Te vas arriba?

—Sí. Ha estado bien, pero he tenido suficiente para una noche. ¿Y tú?

—Yo estoy algo cansada también —le siguió.

Le pareció que lo que había pasado o dejado de pasar en el banco era como aquel momento en el camino, un desvío que de algún modo no había tomado.

Cuando llegaron al segundo piso, detrás de ellos resonaron risas y tropezones. Diría y dos patrulleros jóvenes del grupo de Chato irrumpieron entre risitas, saludaron alegremente a Dag, y torcieron por el pasillo. Fawn se detuvo y les vio detenerse frente a la puerta de Diría, porque uno de los hombres le echó el brazo al cuello y empezó a besarla, pero ella todavía sujetaba la mano del otro contra su… pecho. Diría —la alta Diría— alargó una bota, abrió la puerta, y todos entraron a trompicones; se cerró, ahogando alguna broma.

—Dag —dijo Fawn, insegura—, ¿qué era eso?

Él alzó una ceja, divertido.

—¿Qué te parecía que era?

—¿Va a llevarse Diría a…? Quiero decir, ellos… ¿Va a irse a la cama con esos hombres?

—Parece lo más probable.

¿Probable? Si su sentido esencial podía hacer la mitad de lo que decía, probablemente lo sabía muy bien.

—¿Con los dos?

—Bueno, en las patrullas generalmente la proporción es desigual. La gente se adapta. Diría es muy… hum… generosa.

Fawn tragó saliva.

—Oh.

Le siguió hasta su pasillo. Razi y Utau estaban abriendo la puerta de su habitación; Utau olía a cerveza y parecía bastante borracho, y el pelo de Razi, escapando de su larga trenza, estaba pegado a su frente por el sudor. Ambos desearon cortesmente buenas noches a Dag y desaparecieron dentro.

—Bueno —dijo Fawn, decidida a ser justa—, es una pena que no pudieran encontrar chicas. Son demasiado agradables para estar solos —tras una mirada suspicaz, añadió—: Dag, ¿por qué te muerdes la muñeca?

Él se aclaró la garganta.

—Alguna vez, cuando esté mucho más sobrio o mucho más borracho, Chispa, intentaré explicarte la tremendamente complicada historia de cómo esos dos acabaron casados con la misma complaciente mujer en el campamento de Hickory Lake. Digamos sólo que se cuidan mutuamente.

—¿Las mujeres Andalagos pueden casarse con más de un hombre? ¿A la vez? ¡Me estás tomando el pelo!

—Normalmente no, y no, no te estoy tomando el pelo. Ya he dicho que es complicado.

Llegaron a la puerta de la habitación de Dag. Él le dedicó una sonrisa levemente tensa.

—Bueno, yo creo que Diría es muy acaparadora —decidió Fawn—. O que esos hombres eran muy impertinentes.

—Ah, no. Entre los Andalagos educados, que como sabes somos todos, es la mujer la que invita. El hombre acepta o no, y déjame decirte que negarse con educación sin ofender es duro. Te garantizo que lo que esté pasando allí dentro es idea de Diría.

—Entre los granjeros eso se consideraría demasiado atrevido. Sólo las chicas malas o las, las —estúpidas— alocadas harían, bueno, eso. Las chicas buenas esperan a que se lo pidan —e incluso entonces se supone que tienen que decir que no a menos que él venga con tierras en la mano.

Él alargó el brazo derecho, apoyándose en la pared, casi sobre ella. La miró. Tras una larga, larga y pensativa pausa, dijo en un susurro:

—Eso hacen, ¿eh? —pasó los dientes sobre el labio inferior, la muesquita enganchándose brevemente. Sus ojos eran lagos de oscuridad en los que zambullirse y descender brazas y brazas—. Entonces, hum, Chispa… ¿cuántas noches dirías que hemos malgastado?

Ella alzó la cara, tragó saliva, y dijo trémula:

—¿Demasiadas?

No cayeron uno en brazos del otro exactamente. Fue más bien una zambullida mutua.

Él abrió la puerta de una patada y la cerró de otra, porque tenía los brazos ocupados. Los pies de Fawn no tocaban el suelo, pero ésa no era la única razón que le hacía pensar que volaba. La mitad de los besos de él no encontraban su boca, pero daba igual, casi cualquier parte de su piel deslizándose bajo sus labios era un gozo. Él la dejó en el suelo, fue hacia la tranca de la puerta, y se detuvo, jadeando un poco. No, no pares ahora…

La voz de Dag se volvió seria.

—Si realmente quieres esto, Chispa, atranca la puerta.

Lo hizo sin apartar la mirada de su querido, huesudo, levemente desencajado rostro. La tranca de roble cayó sobre sus abrazaderas con un ruido sólido, satisfactorio. Le pareció suficiente concesión a los modales.

Dag, a desgana, le apartó la mano del hombro el tiempo suficiente para subir la mecha de la lámpara de aceite de la mesa junto a su cama. El mortecino resplandor naranja se convirtió en una brillante llama amarilla dentro del quinqué, llenando la habitación de luces y sombras. Se sentó de golpe al borde de la cama, como si sus rodillas hubieran cedido, y la miró, alargando la mano. Temblaba. Ella entró en el círculo de su brazo, luego se arrodilló para alzar la cara hacia él. Sus besos se hicieron lentos, como si estuviera saboreando sus labios, y luego, sorprendentemente, empezó a saborearlos de verdad, deslizándole la lengua en la boca. Raro, pero agradable, decidió ella, y trató de imitarle con entusiasmo. La mano de él se enredó en su pelo y le soltó la cinta, dejando que sus rizos le cayeran hasta los hombros.

¿Cómo hacía la gente para quitarse la ropa, en estas situaciones? Sunny se había limitado a subirle la falda y bajarle las bragas; la malicia también, ahora que lo pensaba.

—Chisst, ¿qué pensamiento oscuro acaba de pasarte por la cabeza? —la reprendió Dag—. Quédate aquí. Conmigo.

—¿Cómo sabes lo que estaba pensando? —dijo ella, tratando de no inquietarse.

—No lo sé. Leo esencias, no mentes, Chispa. A veces, todo lo que el sentido esencial hace es confundirte más. —Su mano se detuvo en el primer botón de su vestido—. ¿Puedo?

—Por favor —dijo ella, aliviada de su duda protocolaria. Por supuesto, Dag sabría cómo se hace. Sólo tenía que observar y copiar.

Él desabrochó algunos botones más, bajó suavemente una manga, y le besó el hombro desnudo. Ella juntó valor y se dedicó a los botones de su camisa. Una vez establecida la confianza las cosas fueron más rápidas; las ropas cayeron en un montón al lado de la cama. Lo último que Dag se quitó, tras dudar un momento y dirigirle una rápida mirada, fue el arnés de su brazo, soltando las correas en torno a su antebrazo y por encima del codo y dejándolo sobre la mesa. Ella empezó a darse cuenta de que, para él, era un signo de confianza y vulnerabilidad mayores de lo que lo había sido quitarse los pantalones.

—La luz —murmuró Dag, dubitativo—. ¿Luz? He oído que los granjeros prefieren que sea a oscuras.

—Déjala —susurró Fawn, y él sonrió y se tendió de espaldas. Toda esa altura, acostada, ocupaba mucho. Su cama no era tan estrecha como la de ella en la habitación contigua, pero aun así la llenaba de una esquina a otra. Fawn se sintió como un explorador enfrentándose a una cordillera que cubría todo el horizonte—. Quiero mirarte.

—No soy ninguna rosa, Chispa.

—Quizá no. Pero me alegras la vista.

Las comisuras de sus ojos se arrugaron encantadoramente al oír esto, y ella tuvo que estirarse y besarlas. Piel se deslizaba contra piel a lo largo de todo su cuerpo. Él tenía músculos largos, ahusados, y la piel de su torso lucía un bronceado desigual donde solía caer su camisa, más clara aún por debajo de su cintura y a lo largo de su esbelto flanco. Un vello leve le sombreaba el pecho y descendía, estrechándose y espesándose, en forma de uve bajo su vientre. Ella lo acarició con los dedos, hacia arriba y hacia abajo. Con sus extraños sentidos de Andalagos, ¿qué más estaría acariciando él?

Tragó saliva, y se atrevió a decir:

—Dijiste que se podía saber.

—¿Hum? —Él trazó una espiral en torno a un pecho, ¿y cómo podía una caricia tan suave hacer que de pronto doliera tan dulcemente?

—El momento del mes en que una mujer puede concebir un hijo, dijiste que se podía saber —oh, espera, no, ¿era sólo para las mujeres Andalagos?—. Un hermoso diseño en su esencia, dijiste —sí, y también había creído el cuento de Sunny sobre la primera vez, que, aunque no pretendía ser un engaño, había resultado ser una costosa mentira; y el cuento de Sunny había parecido mucho más verosímil que esto. Un escalofrío de inquietud, ¿Estoy siendo estúpida otra vez…?, quedó interrumpido cuando Dag se incorporó sobre su codo izquierdo y la miró con una sonrisa preocupada.

Su mano le acarició el vientre, sobre las marcas de la malicia, ahora delgadas costras negras.

—Esta noche no corres peligro, Chispa. Pero me aterrorizaría intentar hacerte el amor así cuando ha pasado tan poco tiempo desde tu herida. Eres tan pequeña, y yo, hum, bueno, hay otras cosas que me gustaría mucho mostrarte.

Ella se arriesgó a mirar hacia abajo, pero su ojo encontró las negras líneas paralelas bajo la hermosa mano de Dag, y un estremecimiento de dolor y culpabilidad la sacudió. ¿Sería capaz alguna vez de acostarse con alguien sin que esas cascadas de recuerdos indeseados cayeran sobre ella? Y luego se preguntó si Dag, que al parecer tenía muchos más recuerdos acumulados, tendría un problema parecido.

—Chist. —La calmó él, y le pasó el pulgar por los labios, aunque ella no había hablado—. Busca la claridad, Chispa brillante. No traicionas tu dolor por dejarlo a un lado durante una hora. Esperará con paciencia a que lo recojas de nuevo al otro lado.

—¿Cuánto tiempo?

—El tiempo desgasta la pena como el agua una piedra. El peso siempre estará ahí, pero dejará de arañarte hasta hacerte sangrar con el más mínimo toque. Pero debes dejar que el tiempo fluya; no puedes apresurarlo. Llevamos el pelo recogido durante un año en señal de pérdida, y no es demasiado tiempo.

Ella alargó la mano y le pasó la mano por la oscura melena, acariciándola y retorciéndola entre los dedos. Dedos complacidos. Dio un tironcito a un mechón.

—¿Y esto qué se supone que significa?

—¿Que me lo corté por los piojos? —sugirió él, rompiendo la melancolía del momento y haciéndola reír, sin duda lo que pretendía.

—¡Venga ya, no tenías piojos!

—Últimamente no. Lo de los piojos es otra historia, pero ahora tengo mejores cosas que hacer con los labios… —empezó a recorrerle el cuerpo a besos, y ella se preguntó qué magia tendría su lengua, no sólo por sus besos y los rastros de fuego frío que dejaban sobre su piel, sino por cómo, con sus palabras, parecía quitarle piedras del corazón.

Contuvo el aliento cuando su lengua llegó a la punta de su seno e hizo allí cosas muy estimulantes. Sunny se había limitado a pellizcarla a través del vestido, y, y condenado fuera Sunny por meterse en su cabeza así, ahora. La mano de Dag se alzó, su pulgar le acarició la frente, y se incorporó.

—Vuélvete —murmuró—. Deja que te dé un masaje. Creo que puedo armonizar mejor tu cuerpo con tu esencia.

—Vas… si quieres…

—No diré confía en mí. Pero sí diré pruébame —susurró contra sus cabellos—. Pruébame.

Para ser manco, hacía esto maravillosamente bien, pensó ella confusamente unos minutos después, con la cara contra la almohada. La cama crujió cuando él la abandonó brevemente, y ella abrió un ojo, no dejes que se vaya, pero regresó en un instante. Un leve gorgoteo, un líquido fresco cayendo sobre la curva de su espalda, aroma de camomila y trébol…

—Oh, compraste un poco de ese aceite tan agradable —pensó un momento—. ¿Cuándo?

—Hace siete días.

Ella ahogó una carcajada.

—Hey, un patrullero debe estar preparado para cualquier emergencia.

—¿Esto es una emergencia?

—Dame un poco más de tiempo, Chispa, y lo veremos… Además, es bueno para mi mano, que tiende a estar áspera. No te gustará si mis callos se enganchan en algún sitio sensible, créeme.

El aceite cambió la textura de su toque mientras él trabajaba por su cuerpo hasta los dedos de los pies, le daba la vuelta, y volvía a empezar hacia arriba.

Mano. Rápidamente auxiliada por lengua, en lugares muy sensibles y sorprendentes. Su toque era como de seda, aquí, aquí, ¿aquí? ¡ah! Se sacudió, sorprendida, pero volvió a relajarse. Así que esto era hacer el amor. Era muy agradable, pero parecía un poco unilateral.

—¿No debería ser tu turno? —preguntó ansiosamente.

—Aún no —dijo él indistintamente—. Estoy muy contento donde estoy. Y tu esencia fluye casi del todo bien ahora. Déjame, deja que…

Pasaron los minutos. Algo se agitaba dentro de ella, como una emergencia asombrosamente dulce. Las caricias de Dag se volvieron más firmes, más rápidas, más seguras. Ella cerró los ojos, su respiración se aceleró, su espalda empezó a arquearse. De pronto contuvo el aliento y se quedó rígida, en silencio, boquiabierta, cuando la sensación estalló dentro de ella, subiendo hasta cegarle el cerebro, invadiéndola como una marea hasta las puntas de los dedos, y retrocediendo.

Su espalda se relajó, y ella se quedó tendida, temblando y asombrada.

Oh. —Cuando pudo, alzó la cabeza y miró su propio cuerpo, el extraño y nuevo paisaje en que se había convertido. Dag estaba apoyado en un codo, mirándola a su vez, los ojos negros y brillantes, con una amplia sonrisa de satisfacción en el rostro.

—¿Mejor? —preguntó, como si no lo supiera.

—¿Eso ha sido… la magia de los Andalagos? —No era sorprendente que la gente quisiera seguirlos hasta el fin del mundo.

—No. Eso ha sido la magia de Chispita. Toda tuya.

Cientos de misterios parecieron huir volando como una bandada de pájaros en la noche.

—No me extraña que la gente quiera hacer esto. Todo tiene ahora mucho más sentido…

—Así es. —Él gateó por la cama para besarla de nuevo.

Su propio sabor en sus labios, mezclado con el aroma a camomila y trébol, era un poco inquietante, pero ella le devolvió valientemente el beso. Luego acarició con los labios sus fascinantes pómulos, sus párpados, la barbilla definida, y de vuelta a su boca, mientras reía indefensa. Sintió un profundo retumbar de respuesta en su pecho cuando se tendió sobre él.

Le había acariciado, pero no le había tocado aún. Sin duda ahora le tocaba a él. Las manos debían trabajar en ambos sentidos. Se sentó, parpadeando un poco mareada.

Él se tendió y le sonrió, sus ojos entrecerrados mirándola ahora interrogativamente, invitadores, sin prisa. Yacía expuesto ante ella, ante sus ojos, de un modo que ella encontró de nuevo asombroso. Todo menos su misteriosa esencia, por supuesto. Estaba empezando a parecerle una ventaja injusta. ¿Dónde empezar, cómo empezar? Recordó cómo había empezado él.

—¿Puedo… tocarte yo también?

—Por favor —susurró.

Podía ser mera imitación, pero era un comienzo, y una vez empezó, pronto adquirió velocidad. Le besó el cuerpo de arriba abajo y acabó de nuevo en el medio.

Su primer toque tentativo le hizo dar un respingo y contener el aliento, y ella retrocedió.

—No, está bien, sigue —jadeó él—. Estoy un poco, hum, sensibilizado ahora mismo. Está bien. Casi cualquier cosa que hagas estará bien.

—Sensibilizado. ¿Es así como lo llamas? —ella sonrió.

—Estoy intentando ser educado, Chispa.

Ella probó varios toques, caricias y presiones, preguntándose si lo estaría haciendo bien. Sus manos le parecían torpes y demasiado pequeñas.

Sus jadeos ocasionales no eran muy informativos, pensó, aunque de vez en cuando su mano le cubría las suyas para indicar algo con un apretón. ¿Era ese jadeo de placer o de dolor? Su aparente resistencia al dolor era un poco atemorizadora, cuando lo pensaba.

—¿Puedo probar tu aceite en mis manos?

—¡Claro! Aunque… puede que esto termine muy rápido si lo haces.

Ella dudó.

—¿No podríamos… hacerlo de nuevo? ¿Alguna vez?

Oh, sí. Soy muy renovable. Sólo que no muy rápido. No —suspiró— tan rápido como cuando era más joven, en todo caso. Aunque esta noche eso ha sido más bien una ventaja para mí.

Y para mí. Su paciencia le asombraba.

—Bueno, entonces…

El aceite hacía que sus manos resbalaran y se deslizaran de maneras que la intrigaban y que a él parecían gustarle también. Se hizo más atrevida. Eso, por ejemplo, hizo que se sacudiera, no, que se convulsionara, casi como él había hecho con ella hacía un rato.

—¡Chispa valiente! —jadeó.

—¿Te gusta?

—Sí…

—Imaginé que si tú pensaste que me gustaría, podía ser algo que te gustara a ti también.

—Chica lista —canturreó él, cerrando de nuevo los ojos.

Ella se quedó helada.

—Por favor, no te rías de mí.

Él abrió los ojos y juntó las cejas; alzó la mano de la almohada y la miró frunciendo el ceño.

—No lo hacía. Tienes una de las mentes más ávidas que jamás he tenido el placer de conocer. Puede que estuvieras hambrienta de información, pero tu inteligencia es tan aguda como el filo de una hoja.

Ella contuvo el aliento, para evitar que se le escapara en un sollozo de sorpresa. Sus palabras no podían ser ciertas, ¡pero oh, era tan agradable oírlas!

Ante su expresión de sorpresa, él añadió con un toque de impaciencia:

—Vamos, niña, no puedes ser tan lista y no saberlo.

—Papá decía que debía ser tonta si preguntaba tantas cosas.

—Eso nunca. —Él inclinó la cabeza, y sus ojos adoptaron esa extraña mirada interior—. Hay un lugar oscuro y profundo en tu esencia justo ahí. Una gran fisura, y bloqueo. Yo… no va a ser trabajo de una hora encontrar el fondo, me temo.

Ella tragó saliva.

—Entonces dejémoslo a un lado con el resto de las piedras, por ahora. Esperará —inclinó la cabeza—. Te estoy descuidando.

—No voy a discutir eso…

La lengua, descubrió, funcionaba tan bien como los dedos en los hombres, aunque de modo diferente que en las mujeres. Bien, entonces. Qué pasaría si hacía esto y también esto y esto otro al mismo tiempo…

Lo descubrió. Era fascinante de observar. Incluso desde su bastante oblicuo ángulo de visión pudo ver su expresión volverse tan introvertida que podría haber sido un trance. Durante un momento, se preguntó si la levitación sería una habilidad mágica de los Andalagos, porque él parecía a punto de flotar sobre la cama.

—¿Estás bien? —preguntó ansiosamente, cuando su cuerpo dejó de estremecerse—. Durante un momento has arrugado toda la frente de un modo raro, cuando tu, hum, tu espalda se curvó de ese modo.

Su mano se movió mientras él recobraba el aliento; tenía los ojos firmemente cerrados, pero acabó por abrirlos.

—Perdón, ¿qué decías? Perdón. Estaba esperando a que todas esas chispitas blancas detrás de mis párpados dejaran de explotar. No era para perdérselo.

—¿Pasa a menudo?

—No. Ciertamente, no.

—¿Estás bien? —repitió ella.

Su sonrisa le iluminó la cara como una estela de fuego.

—¿Bien? Creo que estoy totalmente perfecto. —Desde un ángulo de ataque que todo lo más parecía permitir una media vuelta, él se incorporó hasta sentarse y la rodeó con los brazos, bajándola de nuevo contra su pecho, sin importarle el desastre de la cama. Fue su turno de cubrirle la cara de besos. La risa se convirtió en caricias accidentales, y en…

—Dag, tienes cosquillas.

—No, no tengo. O sólo en algunos… ¡ayyy! —Cuando recuperó el aliento, añadió—: Eres maligna, Chispa. Me gusta eso en una mujer. Dioses. No me había reído tanto desde… no recuerdo cuándo.

—Me gustan tus risitas.

—No eran risitas. Eso no sería digno de un hombre de mi edad.

—Entonces, ¿qué era ese ruido?

—Risotadas. Sí, sin duda. Risotadas.

—Bueno —decidió ella—, te sientan bien. Todo te sienta bien —se incorporó sobre un codo y dejó que su mirada recorriera la larga ruta por todo su cuerpo—. Nada te sienta muy bien también. Es muy injusto.

—Oh, como si tú no estuvieras ahí sentada como, como…

—¿Como qué? —susurró ella, hundiéndose de nuevo en su abrazo.

—Desnuda. Comestible. Hermosa. Como lluvia de primavera y fuego de estrellas.

La atrajo de nuevo hacia sí; sus besos se hicieron más largos, más perezosos. Soñolientos. Haciendo un gran esfuerzo, alargó la mano y apagó la lámpara. Una leve brisa nocturna de verano agitó las cortinas. Tomó la sábana y la echó sobre los dos. Ella se acurrucó contra su brazo, apoyándole la oreja sobre el pecho, y cerró los ojos.

Hasta los confines del mundo, pensó Fawn, fundiéndose en la oscuridad.

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