Capítulo 17

Dag se despertó tarde y empapado en sudor, para enterarse de que su siguiente obligación en este baile era ir con Fawn y sus padres a West Blue a registrar sus intenciones con el secretario del pueblo, y a rogar su asistencia oficial a la boda. Fawn se mostró inquieta y nerviosa mientras ayudaba a Dag a afeitarse, lavarse y vestirse, lo que al principio le confundió, porque para ella la ayuda se había convertido ya en una rutina muy natural, y a pesar de su fatiga él no estaba malhumorado ni gruñón esa mañana. Por fin, se dio cuenta de que esa mañana verían a gente que no era la familia, gente a la que ella había conocido toda su vida. Y viceversa. Sería la primera vez que la mayoría de West Blue vería a Dag el Andalagos, ese tipo larguirucho que Fawn Bluefield llevó a casa, o como se le conociera en los cotilleos locales.

Intentó que su imaginación no descendiera hacia las posibilidades más desagradables, pero no pudo evitar pensar que el único habitante de West Blue que había conocido hasta el momento era Sunny el Estúpido. Parecía mucho esperar que Sunny no fuera dado a esparcir rumores, y ya se había visto que tenía costumbre de alterar los hechos para que le favorecieran. Era más probable que su humillación le hiciera taimado antes que discreto. Los Bluefields podían ser los únicos aliados de Dag en la comunidad de granjeros; era un hilo muy delgado del que depender. De modo que dejó que Fawn siguiera con sus intentos de dejarlo presentable, por muy inútiles que parecieran.

El pueblecito, a tres millas al sur por la sombreada carretera del río, parecía tranquilo y pacífico mientras Sorrel guiaba el carro de la familia por la calle principal, que parecía ser también la única calle. Era un día de nubes algodonosas contra un cielo azul completamente desprovisto de cualquier asomo de lluvia, lo que ayudaba a fingir buen humor. Los motivos principales de la existencia del pueblo parecían ser un molino, una pequeña serrería, y el puente para carros de leñadores, que mostraba señales de haber sido ensanchado recientemente. En torno a la pequeña plaza del mercado, muy tranquila en esos momentos, había una herrería, una taberna, y algunas casas, la mayoría construidas con las piedras locales de cerca del río. Sorrel detuvo el carro frente a una de ellas y abrió el camino al interior. Dag se inclinó para pasar por el dintel, evitando por poco una conmoción cerebral.

Se irguió con cuidado y vio que el techo era lo bastante alto. La habitación delantera parecía un cruce entre el salón de una granja y la tienda de consejo de un campamento, con bancos, una mesa, y estantes llenos de documentos, pergaminos enrollados y libros de actas encuadernados. Los papeles se derramaban por las habitaciones adyacentes. Por el oscuro pasillo apareció el secretario que al parecer, por el modo en que se estaba sacudiendo las rodilleras de los pantalones, había estado trabajando en el jardín. Era de mediana edad o un poco mayor, de nariz afilada, tripón, y alegre, y fue presentado a Dag con el muy granjero nombre de Shep Sower.

Saludó a los Bluefields como a viejos amigos y vecinos, pero quedó claramente sorprendido por Dag.

—¡Vaya, vaya, vaya! —dijo, cuando Sorrel, con la decidida ayuda de Fawn, explicó la razón de su visita—. ¡Así que es verdad! —Su rechoncha pero igualmente alegre mujer apareció, miró boquiabierta a Dag, hizo una cortesía muy parecida a la de Fawn cuando se lo presentaron, sonrió un poco frenéticamente, y arrastró a Tril fuera del alcance de la voz.

El proceso de registro no era complicado. El secretario tuvo que encontrar primero el libro de registros correcto, grande y grueso y encuadernado en cuero, lo puso sobre la mesa, lo abrió por la página más reciente, y escribió la fecha y algunas palabras bajo otras entradas similares. Pidió el lugar, fecha de nacimiento y nombres de los padres de ambos contrayentes; ni siquiera preguntó antes de escribir los de Fawn, aunque su mano dudó y la pluma salpicó un poco cuando Dag dijo su fecha de nacimiento; tras una mirada indecisa hacia arriba, secó la tinta apresuradamente y pidió a Dag que la repitiera. Sorrel le entregó el borrador del acuerdo matrimonial, para que lo pasara a limpio, y Sower lo leyó rápidamente e hizo algunas preguntas.

Dag descubrió entonces que se cobraba por este servicio, y que era costumbre que el novio pagara. Por fortuna, llevaba consigo su bolsa, y más afortunadamente aún, porque este viaje se alargaba mucho más de lo que había planeado, todavía tenía algunas monedas de cobre de Silver Shoals, que bastaron. Hizo que Fawn cogiera la bolsita de su cinturón y pagara. Al parecer también podía pagarse en especie, si uno no tenía dinero en metálico.

—Siempre viene alguien que no sabe o no puede escribir su nombre —informó Sower a Dag, indicando su cabestrillo con la cabeza—. Yo firmo en su lugar, y ellos ponen su marca, y los testigos firman para corroborarlo.

—Hace seis días que me rompí el brazo —dijo Dag un poco tenso—. Creo que para esto puedo arreglármelas. —Dejó que Fawn firmara primero, mirándola atentamente. Luego le hizo mojar de nuevo la pluma y deslizársela entre los dedos. La presa era dolorosa pero no imposible. No fue su mejor firma, pero era claramente legible. El secretario alzó las cejas ante esta muestra de habilidad caligráfica.

La mujer del secretario y la madre de Fawn volvieron. La mirada de la señora Sower a Dag se había vuelto asombrada. Inclinando con curiosidad la cabeza, leyó:

—Dag Redwing Hickory Oleana.

—¿Oleana? —dijo Fawn—. Es la primera vez que lo oigo.

—Entonces serás la señora Fawn Oleana, ¿eh? —dijo Sower.

—En realidad ése es mi nombre de territorio —intervino Dag—. Redwing es mi nombre de familia, podríamos decir.

—Fawn Redwing —murmuró Fawn experimentalmente, frunciendo el ceño con concentración—. Huh.

Dag se rascó la frente con un lado del garfio.

—Es más complicado. La costumbre de los Andalagos es que el hombre tome el nombre de la tienda de la mujer, por lo cual yo sería, ehm… Dag Bluefield West Blue Oleana, supongo.

Sorrel pareció horrorizado.

—¿Qué hacemos entonces, nos cambiamos los nombres? —preguntó Fawn muy confusa—. ¿O tomamos ambos? Redwing-Bluefield. Hum. ¿Redfield? ¿Bluewing?

—Podríais ser algo morado[2] —sugirió Sower jovialmente, con una risa ahogada.

—¡No puedo pensar en nada morado que no suene estúpido! —protestó Fawn—. Bueno… el saúco, imagino. Es un poco de los lagos.

—Ya está cogido —le dijo Dag con tono neutral.

—Bueno… bueno, aún tenemos unos días para pensarlo —dijo Fawn valientemente.

Sorrel y Tril se miraron, tomaron aire para darse fuerzas, y se inclinaron para firmar. La boda fue fijada lo antes posible tras los tres días que tenían que pasar para que el secretario pudiera hacer acto de presencia oficial, lo que para patente alivio de Fawn sería la tarde del tercer día.

—¿Tienes prisa? —preguntó Sower con calma, y aunque Dag no captó enseguida su mirada de soslayo al vientre de Fawn, ella si lo hizo, y se envaró.

—Por desgracia, tengo obligaciones que atender entre los míos —dijo Dag severamente, dejando descansar su muñequera en el hombro de ella. De hecho, aparte de evitar el pánico llegando al campamento antes que la patrulla de Mari, hasta que su condenado brazo curara iba a ser tan inútil en Hickory Lake como lo era aquí en West Blue. Daba igual dónde se sentara rechinando los dientes de impotencia, aunque al menos West Blue tenía más novedades. Pero el inquietante misterio del cuchillo de vínculo estaba siempre presente, como un picor en el fondo de su mente, bien enterrado bajo todas las nuevas distracciones pero sin desaparecer del todo.

Cuando Dag, Fawn y sus padres salieron por la puerta, tres personas que habían estado mirando por la ventana se sobresaltaron y fingieron que habían ido caminando calle abajo. Al otro lado de la calle, un par de chicas jóvenes se abrazaron y juntaron las cabezas, soltando risitas. Unos muchachos que vagueaban frente a la taberna se apartaron de la pared y desaparecieron en el interior, dos de ellos a toda prisa.

—¿No era Sunny Sawman ese que acaba de entrar en la taberna de Millerson? —dijo Sorrel, entrecerrando los ojos.

—¿Y no iba Reed con él? —dijo Fawn, con más curiosidad.

—¡Así que ahí es donde se ha ido esta mañana! —dijo Tril indignada—. Voy a despellejar a ese chico.

—La casa de los Sawman es la segunda granja al sur del pueblo —informó Fawn a Dag en voz baja.

Él asintió, comprendiendo. La taberna de West Blue sería un buen sitio para pasar el rato, a pesar de ser también el lugar de reunión de toda la comunidad, por las descripciones que Dag había oído. Sunny debía haberse dado cuenta de que su secreto estaba a salvo, o su relación con los gemelos Bluefield sería ahora muy diferente; si no estaba agradecido, al menos el alivio debería hacerle más circunspecto. ¿Serían esos otros chicos los amigos con los que Sunny había amenazado la reputación de Fawn? ¿O había sido una amenaza vacía, y Fawn se la había creído? No había manera de decirlo ahora. No era probable que se dedicaran a hablar mal de ella en presencia de sus hermanos.

Subieron todos al carro, y Sorrel, chasqueando la lengua, hizo retroceder al caballo y dio la vuelta al vehículo. Golpeó las riendas contra la grupa del caballo y éste se puso obedientemente al trote. West Blue quedó atrás.

Tres días. No había ninguna razón en concreto por la que esa sencilla frase hiciera que su estómago quisiera dar volteretas, pensó Dag, pero… tres días.

Después de la comida del mediodía, Dag apartó las extrañas costumbres granjeras de su mente a favor de las propias. Salió con Fawn a recolectar por las cercanías de la granja.

—¿Qué estamos buscando, en realidad? —le preguntó ella, mientras él tomaba la delantera hacia el viejo granero.

—No hay una receta concreta. Cosas que se puedan hilar y que signifiquen algo para nosotros, para poder atrapar nuestras esencias en ellas. El pelo de alguien siempre es bueno, pero el mío no es lo bastante largo para poder usarlo solo, y nunca hace daño tener cuantos más ganchos mejor. La crin de caballo aportará longitud y fuerza, me imagino. Se usa a menudo, y no sólo para cordones de unión.

A la fresca sombra del granero, Fawn recogió dos puñados de largos y robustos pelos de las colas y crines de Grace y Mocasín. Dag se inclinó sobre la partición del establo, con los ojos entrecerrados, recordando suavemente a Mocasín su acuerdo de que el animal trataría a Fawn con toda la ternura de una yegua hacia su potranca, o si no sería echado a los lobos. Los caballos no razonan en base a consecuencias tanto como en base a asociaciones, y el zanquilargo castaño tenía menos seso que muchos, pero a base de arte esencial repetitivo Dag había conseguido inculcarle esa idea. Mocasín mordisqueó y frotó y hocicó a Fawn, soportó que le arrancaran crines sin apenas estremecerse, comió trozos de manzana de su mano sin morder, y miró a Dag con prevención.

No había lirios de agua en los terrenos de los Bluefield, y en todo caso Dag no estaba seguro de que sus tallos sirvieran para fibras como los de Hickory Lake, pero para su deleite, más allá de los campos más altos descubrieron una zanja llena de espadañas que albergaban varios nidos de tordos alirrojos. Sostuvo en el garfio los zapatos de Fawn y murmuró palabras de aliento, sonriendo ante su expresión de asco y determinación mientras ella chapoteaba en el barro recogiendo una buena cantidad de tallos y penachos de espadaña. Después recorrieron los márgenes y cruzaron una y otra vez los campos en barbecho. Todavía no era época para la seda de asclepias, ya que las aromáticas flores apenas estaban empezando a florecer, y los tallos eran inútiles, pero finalmente descubrieron algunas ramas marrones y secas del otoño anterior, cuyas vainas no se habían abierto, y Dag consideró que ya tenían suficiente.

Lo llevaron todo de vuelta al cuarto del telar de Nattie, donde Fawn deshizo los penachos de espadaña y sacó las semillas de asclepia, y Nattie preparó sus propias fibras: lino para aportar resistencia, un poco de precioso algodón comprado al sur de Grace River para dar suavidad y algo que ella llamó traba, y lino de ortiga para el brillo, todo ello teñido de oscuro con tinte de nueces. Fawn se mordió el labio y se dispuso a cortar el cabello, yendo con mucho cuidado con el de Dag, no tanto para no apuñalarle con las tijeras como, él se dio cuenta de pronto, para que pasado mañana no pareciera un espantapájaros. Luego ella se colocó frente a un pequeño espejo para cortar cuidadosamente algunos de sus rizados mechones. Dag se sentó disfrutando en silencio al verla retorcerse, contando las horas hacia atrás desde la última vez que se acostaron juntos, y hacia delante hasta su siguiente oportunidad. Tres días…

Bajo la estrecha supervisión de su tía, Fawn mezcló los ingredientes en dos cestas hasta que Nattie, hundiendo en ellas los brazos y palpándolas mientras fruncía el ceño pensativa de un modo que hizo que Fawn contuviera el aliento, las declaró listas para el siguiente paso. Disponer tan variopinta masa de fibras en los largos rollos para el hilado sólo podía hacerse cardando con mucho cuidado y habilidad, e incluso los voluntariosos dedos de Fawn parecían cansados al final.

Empezaron el hilado después de la cena. Los hombres de la familia tenían alguna vaga idea de que los tres estaban dedicados a algún extraño proyecto Andalagos para complacer a Dag, pero todos habían sido enseñados a no entrometerse en los dominios de Nattie, y Dag dudaba de que sospecharan que había magia, de tan sutil e invisible como era ésta. Se dedicaron a sus asuntos habituales. Tril entraba y salía a veces desde su trabajo en la cocina, miraba pero no decía gran cosa.

Tras un poco de discusión, se decidió que Fawn hilaría después de todo; ella estaba segura de que Nattie lo haría mejor, pero Dag estaba seguro de que cuanto más de ella hubiera en el trabajo, más probabilidades tendría de enredar su esencia en el cordón. Eligió hilar en la rueca, un artilugio que Dag nunca había visto en funcionamiento antes de llegar a la granja, diciendo que se le daba mejor que el huso. Cuando se sentó y reunió los materiales y su valor, el trabajo fue mucho más rápido de lo que Dag había esperado. Finalmente ella alargó triunfalmente a Nattie, para que las inspeccionara, dos madejas de resistente pero bastante áspero hilo de dos hebras, con una textura entre hilo y cordel.

—Nattie podría haberlo hilado más suave y regular —suspiró Fawn.

—Mmm —dijo Nattie, palpando las madejas. No discutió, pero dijo—: Servirá.

—¿Seguimos? —preguntó Fawn, ansiosa. Era noche cerrada, y durante la última hora habían trabajado a la luz de las velas.

—Estaremos más descansados por la mañana —dijo Dag.

—Estoy bien.

Yo estaré más descansado por la mañana, Chispa. Ten piedad de un viejo patrullero, ¿eh?

—Oh. Es verdad. El arte esencial te agota mucho —tras un momento de duda, añadió—: ¿Esto será tan malo como lo del cuenco?

—No. Esto es mucho más natural. Además, lo he hecho antes. Bueno… En realidad la madre de Kauneo hiló aquella vez, porque ninguno de los dos sabíamos. Pero cada uno de nosotros hizo el trenzado, para atrapar nuestras esencias.

Fawn suspiró.

—No voy a ser capaz de dormir esta noche.

De hecho, sí lo hizo, aunque no antes de que Dag oyera a través de la puerta a Nattie diciéndole que se calmara, que era peor que dormir con chinches. La suave risita de Fawn fue su último recuerdo de la noche.

Se reunieron de nuevo en el cuarto del telar después del desayuno, en cuanto el resto de la familia salió. Esta vez, Dag cerró la puerta con firmeza. Habían dispuesto un banco sacado del porche para que Fawn pudiera sentarse en él a horcajadas con Dag directamente tras ella. Nattie se sentó en una silla junto a la rodilla de Fawn, escuchando con la cabeza inclinada, su débil sentido esencial intentando extenderse más allá de su límite normal a flor de piel. Dag miró a Fawn practicar con un poco de hilo sobrante; era un trenzado de cuatro hebras que daba un cordón muy fuerte, un diseño que los Andalagos llamaban tallo de menta por su sección cuadrada y que los granjeros llamaban igual, lo que dejó perplejo a Dag.

—Empezaremos con mi cordón —le dijo—. Lo más importante es que, una vez tenga mi esencia anclada en el trenzado, no te detengas, o se romperá la esencia, y tendremos que deshacerlo todo y empezar desde el principio. Lo que, de hecho, podemos hacer sin problemas, pero es un poco frustrante llegar casi hasta el final y entonces estornudar.

Ella asintió seria y lo preparó todo, anudando las cuatro hebras a un clavo hundido en el banco ante ella. Extendió los ovillos de hilo, tragó saliva, y dijo:

—Muy bien. Dime cuándo empiezo.

Dag se enderezó y sacó el brazo derecho del cabestrillo, colocándose detrás de ella tan cerca como para tocarla, besándole la oreja para darle ánimos y hacerla sonreír, consiguiendo quizá lo primero pero no lo segundo. Miró por encima de su cabeza y puso sus brazos sobre los de ella, dejando que su mano y garfio tocaran, primero la fibra, luego los dedos de ella, y dejándolos por encima de las manos de Fawn. Su esencia, fluyendo desde su mano derecha, se enredó enseguida en las gruesas hebras.

—Bien. La tengo anclada. Empieza.

Sus hábiles manos empezaron a tirar, girar, retorcer, repetir. Sentía claramente los tirones a medida que el delgado hilo de su esencia se trenzaba bajo su toque, y recordó de nuevo la extraña sensación que había sentido por primera vez en una tienda tranquila en la boscosa Luthlia. Era aún muy extraña, aunque no desagradable. La habitación estaba muy silenciosa, y pensó que casi podía ver el movimiento de las luces y sombras por la ventana a medida que el sol matutino subía por el cielo del este.

Su brazo derecho temblaba y sus hombros le dolían para cuando ella tuvo un poco más de dos pies de cordón.

—Bien —le susurró al oído—. Basta. Átalo.

Ella asintió, hizo el nudo final, y tensó las hebras.

—¿Nattie? ¿Lista?

Nattie se inclinó con las tijeras y, guiada por Fawn, cortó por debajo del nudo. Dag sintió el latigazo en su esencia, y controló un jadeo.

Fawn se estiró y se puso en pie de un salto. Ansiosamente, se dio la vuelta y le alargó el cordón a Dag.

Él indicó con la cabeza que le pasara el cordón entre los dedos que asomaban por el cada vez más mugriento vendaje. La sensación era muy extraña, como ver un trozo de sí mismo en un espejo deformante, pero el entrelazado era firme y seguro.

—¡Bien! ¡Hecho! ¡Lo hemos conseguido, Chispa, Tía Nattie!

Fawn sonrió como un rayo de sol y puso el cordón en manos de su tía. Nattie lo palpó y sonrió también.

—Cielos. Sí. Incluso yo puedo sentirlo. Me trae recuerdos, ya lo creo. ¡Bien hecho, niña!

—¿Y el otro? —dijo ella, ansiosa.

—Recupera el aliento —aconsejó Dag—. Camina un poco, relaja los músculos. El siguiente será un poco más complicado —el siguiente podía resultar imposible, admitió desolado para sí, pero no iba a decirle eso a Chispa; para estas cosas tan sutiles, la confianza era importante.

—¡Oh, sí, te deben doler los hombros también! —exclamó ella, y corrió para subirse al banco tras él y masajearlos con sus fuertes manitas, un ejercicio al que él no podía poner objeciones, aunque se las arregló para no caer de bruces sobre el banco y derretirse. Recordó qué más cosas podían hacer esas manos, luego intentó no hacerlo. Necesitaría toda su concentración. Dos días sólo…

—Ya es suficiente, descansa los dedos —dijo heroicamente tras un rato. Se levantó y caminó por la habitación, preguntándose qué más podía hacer, o debía hacer, o no había hecho, para conseguir que la siguiente y más crítica tarea tuviera éxito. Estaba a punto de entrar en el preocupante y poco familiar territorio de las cosas que no había hecho antes; de cosas que nadie había hecho antes, que él supiera. Ni siquiera en baladas.

Se sentaron de nuevo en el banco, y Fawn ató las cuatro hebras de su hilo en el clavo.

—Cuando quieras.

Dag inclinó la cabeza y respiró el aroma de su cabello, intentando calmarse. Pasó su rígida mano y el garfio suavemente por los brazos de ella un par de veces, intentando coger cualquier fragmento, cualquier abertura en la esencia que percibía arremolinándose, tan vital, bajo su piel. Espera, ahí había algo…

—Empieza.

Sus manos empezaron a moverse. Tras apenas tres pasadas, él dijo:

—Espera, no. Para. Eso no es tu esencia, es la mía otra vez. Perdón, perdón.

Ella exhaló, enderezó la espalda, se acomodó mejor, y deshizo su trabajo.

Dag se sentó un momento con la cabeza inclinada, los ojos cerrados. Su mente volvió al incómodo recuerdo del arte de esencia que había practicado con la mano izquierda en el cuenco dos noches atrás. La fractura de su brazo derecho debilitaba la esencia dominante de ese lado; quizá el izquierdo trataba de compensar ahora al derecho, como el derecho había hecho durante tanto tiempo por el mutilado brazo izquierdo. Esta vez, se concentró en intentar la esencia de la mano izquierda de Fawn. Acarició el dorso de su mano con el garfio, pellizcó con dedos fantasmales que no estaban allí, casi… ¡ahí! Tenía algo asido, frágil y delgado, y esta vez no era suyo.

—Adelante.

De nuevo las manos de ella echaron a volar. Había completado doce pasadas del trenzado cuando él sintió que el tenue enlace se rompía.

—Para —suspiró—. Lo he perdido otra vez.

—¡Ngh! —exclamó Fawn, frustrada.

—Chist, calla. Casi teníamos algo.

Ella deshizo el trenzado, y movió los hombros, y frotó la cabeza contra su pecho; él casi podía ver su mueca, aunque desde este ángulo todo lo que veía era su pelo y su nariz. Y luego lo sintió cuando la mueca se volvió pensativa.

—¿Qué pasa? —dijo.

—Tú lo dijiste. Dijiste que la gente pone su pelo en los cordones porque fue parte de su esencia una vez, de modo que era fácil encontrarla, enlazarla. Porque era parte de sus cuerpos, ¿verdad? Un cuerpo vivo crea su esencia.

—Cierto…

—Y también dijiste una vez, una noche cuando te pregunté tantas cosas sobre las esencias, que la sangre de la gente vive durante un tiempo después de salir de sus cuerpos, ¿verdad?

—Qué vas a… —empezó él incómodo, pero se interrumpió cuando ella le cogió el garfio y lo llevó ante sí. Él sintió presión y un tirón, luego otro, a través del arnés del brazo.

—Espera, para, Chispa, que estás… —se inclinó hacia delante y vio para su horror que se había abierto las yemas de los dedos índice con la no especialmente afilada punta del garfio. Se apretó cada mano con la otra para hacer fluir la sangre, y tomó de nuevo las hebras.

—Prueba otra vez —dijo en un gruñido absolutamente decidido—. Vamos, rápido, antes de que deje de sangrar. Inténtalo.

No podía desoír una petición tan asombrosa. Con una fiereza que casi igualaba a la de ella, pasó las manos, la de verdad y la fantasmal, por sus brazos de nuevo. Esta vez, su esencia casi saltó a los hilos ensangrentados, uniéndose firmemente.

—Adelante —susurró él.

Y sus manos empezaron a doblar y retorcer y tirar.

—Me estás dando un susto de muerte, Chispa, pero funciona. No pares.

Ella asintió. Y no paró. Terminó su cordón, más o menos de la longitud del que habían hecho para él, justo cuando sus dedos dejaron de sangrar.

—Nattie, cuando quieras.

Nattie se inclinó y cortó bajo el nudo final. Dag sintió cómo la esencia de Fawn volvía a su sitio como la suya había hecho.

—Perfecto —le aseguró—. Dioses ausentes, está bien.

—¿De verdad? —Ella se volvió a mirarle, con la cara tensa—. No he sentido nada. No he sentido nada ninguna de las dos veces. ¿De verdad?

—Ha sido… Has estado… —buscó las palabras adecuadas—. Has sido muy lista, Chispa. Ha sido más que lista. Has sido brillante.

La tensión se convirtió en un relámpago de gloria, brillándole en los ojos.

¿De verdad?

Yo no hubiera dado ese salto mental.

—Bueno, claro que no lo hubieras hecho —ella resopló—. Te hubieras puesto todo protector o hubieras discutido conmigo.

Él le dio un abrazo, y la sacudió un poco, y sintió una nueva y extraña simpatía por sus padres y su ambigua reacción ante su vuelta a casa aquella primera noche.

—Probablemente tienes razón.

—Claro que tengo razón. —Ella soltó una risita más propia de Chispa.

Él se echó hacia atrás, soltándola, y deslizó de nuevo su dolorido brazo derecho en el cabestrillo.

—Por el amor del cielo, ve a lavarte enseguida los dedos. Con mucho jabón fuerte. No sabes dónde ha estado ese garfio.

—Por todas partes, ¿no? —le dedicó una alegre sonrisa por encima del hombro, acarició de nuevo su cordón, y salió bailando hacia la cocina.

Nattie se inclinó y cogió el nuevo cordón del banco, deslizándolo pensativa entre los dedos.

—No tenía ni idea de que iba a hacer eso —se disculpó Dag débilmente.

—Nunca la tienes, con ella —dijo Nattie—. Te mantendrá alerta, me parece, patrullero. Quizá más de lo que creías. Lo curioso es que crees que sabes lo que haces.

—Solía hacerlo —suspiró él—. Aunque eso puede deberse a que sólo estaba haciendo las mismas cosas una y otra vez.

Chispa volvió de la cocina, arrastrando a su madre para que viera el trabajo terminado. Dag confió en que Fawn no mencionara el último detalle de la sangre. Tril y Nattie se pasaron los cordones de una a la otra; Tril dio un tirón a uno, asintiendo pensativa ante su resistencia. Cuadró los hombros y metió la mano en el bolsillo de su delantal.

—Nattie, ¿te acuerdas de aquel collar que tenía mamá con las seis cuentas de oro, una por cada hijo, que se rompió aquella vez que el carro volcó en la nieve, y que nunca hizo arreglar porque no encontró todos los trozos?

—Oh, sí —dijo su hermana.

—Me lo quedé yo, y tampoco lo arreglé nunca. Ha estado en el fondo de un cajón durante años y años. He pensado que a lo mejor podrías usar las cuentas para rematar los nudos de los cordones.

Fawn, excitada, miró la mano de su madre y cogió una de las cuatro alargadas cuentas de oro, mirando a través del agujero.

—Nattie, ¿podemos? Dag, ¿estará bien?

—Creo que será un bonito regalo —dijo Dag, cogiendo una que le ofreció Fawn para que la examinara. De hecho, no estaba seguro de que no fueran una oración. Miró a Tril, que le dedicó un asentimiento breve, casi inexpresivo—. Son muy hermosas. Quedarán muy bien contra el trenzado oscuro y harán que los extremos cuelguen mejor. Me sentiré honrado de aceptarlas.

Cuentas y cordones fueron puestos en las hábiles manos de Nattie, que prontamente sujetó las cuentas de oro a los extremos, cortando las hebras de hilo que sobresalían de los nudos finales en pulcros flecos. Cuando terminó, los dos cordones, uno un poco más oscuro, el otro con un leve brillo cobrizo, relucieron en su regazo como cosas vivas. Cosa que eran, en cierto sentido.

—Quedará bien, cuando Fawn vaya a tu país —dijo Tril—. Sabrán que somos… que somos gente respetable. ¿No crees, patrullero?

—Sí —dijo él, oyendo la súplica en su voz y esperando no estar mintiendo.

—Bien —asintió ella de nuevo.

Nattie se hizo cargo de los cordones, guardándolos hasta pasado mañana, cuando se ocuparía de atarlos a la extraña pareja. Entrelazados y bendecidos, los cordones completarían la unión de esencias, si ambos corazones lo deseaban, como signo y señal de una unión válida que cualquier Andalagos con sentido esencial podría atestiguar. Fielmente creados. Dag estaba seguro de que recordaría este momento de creación durante toda su vida, tanto tiempo como llevara el cordón en torno al brazo, y cómo Chispa había derramado la sangre de su corazón tan furiosamente sobre él. Y sí su auténtico corazón se detiene, lo sabré.

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