Capítulo 12

Dag pasó la radiante mañana de verano probando más allá de toda duda a Fawn que la primera experiencia de su vida la noche anterior no tenía por qué ser la única experiencia de su vida. Cuando despertaron de su saciada siesta, era media mañana. Dag consideró seriamente las ventajas de esconderse hasta que las patrullas salieran, pero inesperadamente un hambre feroz les obligó a levantarse, lavarse, vestirse, y bajar a ver si todavía había algo para desayunar.

Fawn llegó a la escalera antes que Dag y se apartó a un lado para dejar pasar a Utau, que subía para recoger más equipo. Dag sonrió alegremente a su enlazador ocasional. Utau giró atónito la cabeza, chocó contra la pared con un ruido sordo, recobró el equilibrio, y dio la vuelta para mirarle. Decidiendo prudentemente ignorar esto, Dag siguió a Fawn antes de que Utau pudiera decir nada. Dag imaginó que tendría que controlar mejor sus labios, así como su chispeante esencia. Un patrullero responsable, respetado, maduro, no debía ir por ahí sonriendo y brillando como una calabaza decorada por un loco. Podía asustar a los caballos.

La patrulla de Mari tenía programado cabalgar hacia el norte y retomar su rejilla donde la habían dejado casi dos semanas atrás para responder a la petición de ayuda. Con la bolsa de su patrulla llena de nuevo gracias a los habitantes de Glassforge, Chato tenía planeado seguir con su misión de comprar caballos en la región de arenisca al sur del Grace. La primera etapa de su viaje sería más lenta, por el carro que llevaría a Saun y a Reela, que todavía no estaban listos para cabalgar; la pareja terminaría su convalecencia en un campamento Andalagos que controlaba la barcaza que cruzaba el río, y serían recogidos en el viaje de vuelta. Ambas patrullas habían pensado salir a mediodía, una hora sensata. Dag percibió en ello la influencia de Chato. Mari era muy capaz de ordenar una salida al alba después de un bow-down, y ocultar su malévolo regocijo tras una expresión absolutamente seria viendo marchar a trompicones a sus resacosas tropas. Mari era con diferencia el pariente favorito de Dag, pero eso no era decir gran cosa, y rogó a los dioses ausentes que le permitieran evitarla esa mañana.

Después del desayuno, Dag ayudó a llevar el resto del equipo de Saun al carro, y se volvió para encontrar que sus plegarias habían sido, como siempre, desoídas. Mari estaba de pie tras él, sujetando las riendas de su caballo, mirándolo con muda exasperación.

Él alzó las cejas, intentando desesperadamente no sonreír. O peor, soltar una risa satisfecha.

—¿Qué?

Ella tomó aire, pero se limitó a soltarlo.

—Tonto enamorado. Hablar contigo esta mañana va a ser tan inútil como hacerlo con los pajarillos de ese olmo en el patio. He dicho lo que tenía que decir. Te veré en el campamento dentro de unas semanas. Quizá para entonces la novedad se haya agotado y habrás recuperado el seso, no lo sé. Todo lo que digo es que serás tú quien se lo explique a Fairbolt.

Dag enderezó la espalda.

—Eso haré.

—¡Eh! —Ella tomó las riendas, pero luego se volvió, la irritación en sus ojos sustituida por una expresión seria—. Cuídate mientras estés en territorio de granjeros, Dag.

Hubiera preferido un sermón en lugar de esa preocupación sincera, contra la que no tenía defensa.

—Siempre me cuido.

—No que yo haya notado —dijo ella secamente.

En silencio, Dag la ayudó a montar, y ella aceptó la ayuda con una inclinación de cabeza, instalándose en la silla con un suspiro de cansancio. Estaba adelgazando, pensó él, desde hacía un par de años. Le dedicó una sonrisa de despedida, que sólo hizo que ella se inclinara sobre el arzón y le dijera, bajando la voz:

—Te he visto en una docena de estados de ánimo, incluyendo los peores. Nunca te he visto tan claramente feliz. Es como para hacer llorar a una vieja… Cuida de esa niña, también.

—Ése es mi plan.

—Huh. En serio. —Sacudió la cabeza y chasqueó la lengua, poniendo el caballo al paso, y Dag recordó entonces lo último que le había dicho sobre los planes.

Pero casi podía verse desaparecer de la mente de Mari, desplazado por los cien detalles que un jefe de patrulla en activo debe controlar, como bien recordaba. La mirada de ella se volvió a mirar al resto de sus hombres, examinando el equipo, los caballos, las caras; evaluando su preparación, juzgándola suficiente para seguir. Este día. De nuevo.

Fawn había estado ayudando a Reela, al parecer una de entre las docenas de personas, o eso le parecía a Dag, de las que Fawn se había hecho amiga durante la última semana. Las dos jóvenes intercambiaron alegres despedidas, y Fawn bajó del carro para reunirse con él y ver la patrulla formar y salir al trote por la arcada. Prácticamente todos los patrulleros que le saludaron a él también saludaron a Fawn. Al cabo de algunos minutos, la patrulla de Chato montó también y partió, a paso más lento a causa del carro. Saun saludó con tanto entusiasmo como sus heridas le permitieron. El silencio cayó sobre el patio del establo.

Dag suspiró, dividido como siempre entre el alivio por librarse del irritante grupo y la extraña soledad que se apoderaba de él cuando se separaba de su gente. Se dijo que no tenía sentido sentirse asaltado por ambas emociones a la vez. Y de todos modos, había motivos más prácticos para ir con cuidado cuando uno era el único Andalagos en una ciudad de granjeros, y trató de rodearse de nuevo de su habitual cautela cortés. Pero esta vez con Fawn dentro.

Los mozos de establo se dispersaron hacia la sala de arreos o las cocinas, caminando despacio en el calor húmedo y charlando entre sí.

—Tus patrulleros no eran tan malos —dijo Fawn, mirando pensativa hacia la entrada—. No pensé que me aceptarían, pero lo hicieron.

—Esto es la patrulla. En el campamento es diferente —dijo Dag con aire ausente.

—¿De qué manera?

—Eh… —tópicos aguados acudieron a su mente, El tiempo lo dirá, No nos adelantemos a los acontecimientos—. Ya lo verás.

Se sentía curiosamente reacio a explicarle, en esta brillante mañana, por qué su guerra personal contra las malicias no era la única razón por la que se presentaba voluntario a más misiones que cualquier patrullero en el campamento de Hickory Lake. Su récord había sido de diecisiete meses seguidos en activo sin volver allí, aunque tuvo que cambiar varias veces de patrulla para poder conseguirlo.

—¿Tenemos que irnos hoy nosotros también? —preguntó Fawn.

Dag volvió en sí con un sobresalto y la abrazó, estrechándola contra su cadera.

—En realidad, no. De aquí a Lumpton hay dos días de camino, forzando los caballos, pero no necesitamos correr. Podemos salir mañana a buena hora, y tomárnoslo con calma —o incluso más tarde, le sugirió un seductor pensamiento.

—Me preguntaba si tendría que devolver mi habitación. Porque no soy patrullera de verdad, ni nada.

—¿Qué? ¡No! ¡Esa habitación es tuya tanto tiempo como quieras, Chispa! —dijo Dag, indignado.

—Hum, bueno, ésa era la idea, me parece. —Se mordió el labio, pero él se dio cuenta de que sus ojos chispeaban—. Me preguntaba si podría dormir contigo. Por… frugalidad.

—¡Por supuesto, frugalidad! Exacto, ésa es la idea. Eres una chica muy considerada, Chispa.

Ella le dedicó una sonrisita divertida. Cuando sonreía le salía un hoyuelo encantador, que hizo que su corazón se derritiera como mantequilla al sol.

—Voy a por mis cosas —dijo ella.

Él la siguió, sintiéndose tan enamorado como Mari le había acusado de estar. No podía, no podía correr por las calles de Glassforge saltando y gritando al cielo y a toda la población ¡Dice que le alegro la vista!

Pero tenía muchas ganas.

No salieron al día siguiente, porque se puso a llover. Ni al otro, porque también amenazaba lluvia. A la siguiente mañana, Dag dictaminó que Fawn estaba demasiado dolorida paramontar, a causa de sus experimentos en la cama la noche anterior, aunque a mitad de tarde ella brincaba tan contenta como una pulga y fue él el que empezó a cojear cuando el tirón muscular de su espalda se puso peor. Lo que sirvió de excusa paraquedarse también al día siguiente. Se imaginó la conversacióncon Fairbolt, ¿Por qué llegas tan tarde, Dag? Lo siento, señor, me lesioné haciendo el amor apasionadamente a una granjera. Sí, sería bien recibido.

Ver cómo Fawn descubría las delicias que podía proporcionarle su propio cuerpo era para Dag un embrujo tan interminable como los lirios de agua. Tenía que llevar su mente muy atrás para poder comparar, ya que él había hecho esos mismos descubrimientos cuando era mucho más joven. Ciertamente, recordaba haber pasado un tiempo bastante obsesionado con ellos. Se dio cuenta de que no tenía que complicarse demasiado para aportar variedad cuando hacían el amor, porque ella todavía estaba impresionada con la maravilla de la repetibilidad. De modo que no había creado algo que no pudiera manejar, aún.

Dag también descubrió en sí mismo una insospechada debilidad por los masajes en los pies. Si algún día Fawn quería tenerlo quieto en un sitio no necesitaría atarlo con cuerdas; cuando sus pequeñas y firmes manos bajaban hacia sus tobillos, él se desmoronaba como herido por el rayo y se quedaba paralizado, intentando no babear demasiado sobre la almohada. En esos momentos, quedarse en cama durante el resto de su vida le parecía la definición del paraíso. Siempre que Chispa estuviera en la cama con él.

Las cortas noches de verano pasaban rápidas y ocupadas, pero a Dag le inquietaba ver lo rápidamente que también pasaban los largos días. Una corta cabalgata con Fawn para probar su nueva yegua y sus pantalones de montar, con un picnic junto al río, se convirtió en una tarde bajo las ramas de un sauce llorón que duró hasta el anochecer. Sassa, el pariente de los Horseford, apareció de nuevo, y Dag descubrió en Fawn un apetito aparentemente insaciable por las visitas a los artesanos de Glassforge. Su inacabable curiosidad y pasión por las preguntas no quedaba limitada, ni mucho menos, a los patrulleros ni al sexo, por muy halagadores que fueran esos intereses, sino que parecía extenderse al mundo entero. Sassa les acompañaba de buen grado, no, con orgullo, y sus contactos familiares les guiaron a través de las complejidades de las instalaciones de un fabricante de ladrillos, un platero, un guarnicionero, tres tipos de molinos, una alfarera bajo cuya tutela Fawn modeló una vasija sencilla, embarrándose alegremente, y una repetición de la visita a la fábrica de cristal del propio Sassa, ya que Dag se lo había perdido la vez anterior, metido hasta la cintura en un pantano.

Al principio Dag mostró sólo un amable interés —raramente prestaba ya atención a los detalles de nada que no se le pidiera que rastreara y matara—, pero se encontró arrastrado por la estela de la fascinación de Fawn. Los trabajadores, sudorosos y concentrados, juntaban arena y fuego y atención cuidadosa para transformar las mismas esencias de los materiales en frágiles objetos de helado brillo. Ésta es la magia de los granjeros, y ni siquiera se dan cuenta, pensó Dag, completamente fascinado por su sistema de soplar vidrio en moldes para crear réplicas con facilidad y precisión. Sassa regaló a Fawn un cuenco que ella había visto hacer el otro día, ya templado, y ella decidió que lo llevaría a casa para su madre. Dag tenía dudas sobre si llegaría intacto a West Blue en las alforjas, pero Sassa les dio una caja de tablas, acolchada con paja y esperanza. Iba a ser voluminosa e incómoda de llevar; Dag se mentalizó para cargar con ella.

Más tarde, Fawn abrió la caja y puso el cuenco en la mesa junto a la cama para que recogiera la luz vespertina. Dag se sentó en la cama y miró, casi tan interesado como ella, cómo los diseños grabados en el vidrio creaban temblorosos arco iris.

—Todas las cosas tienen esencias, salvo cuando una malicia las ha extraído —comentó—. Las esencias de los seres vivos siempre están moviéndose y cambiando, pero hasta las rocas tienen una especie de murmullo bajo y constante. Cuando Sassa creó ese cristal y lo moldeó, fue casi como si su esencia estuviera viva, de tanto como se transformó. Ahora está quieta otra vez, pero ha cambiado. Es como si —su mano hizo un gesto como buscando la palabra adecuada— cantara una canción más brillante.

Fawn estaba de pie, con las manos en las caderas, y le dedicó una mirada levemente frustrada; como si, a pesar de todas sus preguntas, él siempre llegara a un sitio donde ella no podía seguirle.

—Entonces —dijo ella despacio—, si las cosas pueden mover sus esencias, ¿puedes empujar las esencias para mover las cosas?

Dag parpadeó, levemente sobresaltado. ¿Había sido casualidad, o aguda lógica lo que había hecho que su pregunta cayera tan cerca del corazón de los secretos de los Andalagos? Dudó.

—Ésa es la teoría —dijo por fin—. ¿Quieres ver cómo un Andalagos mueve la esencia de ese cuenco de un extremo de la mesa al otro?

Ella abrió los ojos.

—¡Muéstramelo!

Con gravedad, él se inclinó, alargó la mano, y empujó el cuenco unas seis pulgadas.

—¡Dag! —gimió Fawn exasperada—. Pensé que ibas a mostrarme magia.

Él sonrió brevemente, en principio porque era casi imposible mirarla y no sonreír.

Intentar mover algo a través de su esencia es como empujar el extremo corto de una palanca larga. Siempre es más fácil hacerlo a mano. Aunque se dice… —dudó de nuevo—. Se dice que los antiguos señores-hechiceros se unían en grupos para hacer sus hechizos más poderosos. Como sincronizar esencias para curar, o el enredo de esencias de dos amantes, sólo que con alguna diferencia que se ha perdido.

—¿No hacéis eso ahora?

—No. Ahora hemos venido a menos; quizá nuestra sangre se corrompió durante la época oscura, nadie lo sabe. Y en todo caso, está prohibido.

—Quiero decir, cuando recorréis las rejillas.

—Eso es sólo simple percepción. Como la diferencia que hay entre palpar con la mano y empujar con la mano, quizá.

—¿Por qué está prohibido empujar? ¿O lo que no se permite es eso de unirse en grupos para empujar?

Debería haber sabido que su último comentario generaría más preguntas. Dar un dato a Fawn era como dar un trozo de carne a una jauría de perros hambrientos; causaba una revolución.

—Malas experiencias —dijo en tono serio, para evitar nuevas preguntas. Bueno, a juzgar por su mohín y su ceño fruncido, evitarlas no iba a funcionar; intentó una distracción—. Pero déjame decirte que ningún patrullero en Luthlia sobrevive a la zona de los lagos sin aprender a espantar mosquitos a través de sus esencias. Son una plaga feroz; te desangran en cuanto pueden.

—¿Usais magia para espantar mosquitos? —dijo ella, sonando como si no pudiera decidir si sentirse impresionada u ofendida—. Nosotros sólo tenemos una receta para un mejunje horrible que nos untamos por la piel. Cuando sabes de qué está hecho, casi prefieres que te piquen.

Él soltó una risita, luego suspiró.

—Dicen que somos un pueblo caído, y yo al menos me lo creo. Los señores antiguos construyeron grandes ciudades, barcos y carreteras, transformaron sus cuerpos, buscaron la longevidad, y al final destruyeron el mundo. Aunque sospecho que hasta entonces la cosa estuvo bastante bien. Yo… espanto mosquitos. Oh, y puedo llamar y enviar lejos a mi caballo, cuando lo entreno para eso. Y ayudar a curar un cuerpo herido, si tengo suerte. Y ver doble, hasta las esencias. Y ésa es toda la magia de Dag, me temo.

Ella le miró a la cara.

—Y matar malicias —dijo despacio.

—Sí. Eso sobre todo.

La abrazó, ahogando su siguiente pregunta con un beso.

El ancla de la conciencia de Dag tardó casi una semana en hacerle bajar de las nubes al camino. Deseó poder librarse de ese condenado peso muerto. Pero una mañana volvió de afeitarse para encontrar a Fawn, medio vestida y con su hatillo abierto en la cama, mirando con el ceño fruncido el cuchillo de vínculo.

Se acercó por detrás y la envolvió en sus brazos, torso desnudo contra espalda desnuda.

—Es hora, me parece —dijo ella.

—A mí también —él suspiró—. Tengo años de permisos de campamento sin usar, pero Mari me dio autorización para resolver el misterio de esa cosa, no para quedarme en este paraíso de ladrillos y tablas. Los empleados me han estado mirando de reojo desde hace días.

—Conmigo han sido muy amables —dijo ella sin faltar a la verdad.

—Se te da bien hacer amigos —de hecho, todo el mundo desde las cocineras, pinches, doncellas y mozos de establo hasta el dueño y su mujer se mostraban muy protectores con Fawn, la heroína granjera. Hasta tal punto que Dag sospechaba que si ella les decía ¡Arrojad a este tipo flaco a la calle!, se encontraría sentado en el polvo del camino, agarrado a sus alforjas. La gente de Glassforge que trabajaba en el hotel estaba acostumbrada a los patrulleros y sus extraños modales, pero a Dag le quedaba claro que, de no ser por la patente alegría de Fawn, no tolerarían este desigual emparejamiento. Los otros clientes que iban llegando, pastores y carreteros y familias de viaje y barqueros que venían del río para conseguir cargamento, miraban con curiosidad a la extraña pareja, y con más curiosidad aún después de enterarse de los extraños rumores que sin duda circularían acerca de ellos.

Dag se preguntó cómo le mirarían en West Blue. Fawn había ido aceptando poco a poco la idea de parar en su casa, en parte por la sensación de culpa ante la descripción que él le hizo de la probable ansiedad de sus padres, y en parte por la promesa que le hizo de no abandonarla. Fue la única promesa que ella le hizo repetir.

Dag le dio un beso en la coronilla, paseando su dedo por las heridas casi curadas de su mejilla izquierda.

—Los moratones están desapareciendo. Me imagino que si ahora te llevo de vuelta a tu familia afirmando ser tu protector, seré más convincente si no parece que acabes de salir de una pelea de taberna.

Ella empezó a sonreír cuando le cogió la mano para besarla, pero luego se llevó la mano a las marcas de la malicia en su cuello.

—Salvo por éstas.

—No te las toques.

—Me pican. ¿Se caerán por fin? Las otras costras ya se han caído.

—Pronto, me parece. Te dejará unas marcas rojas por debajo durante algún tiempo, pero desaparecerán casi como cualquier otra cicatriz. Cuando son viejas se vuelven plateadas.

—Oh… entonces, ese surco largo y brillante que empieza detrás de tu rodilla y llega hasta el muslo, ¿fue un zarpazo de una malicia? —había cartografiado cada marca de su cuerpo tan meticulosamente como un explorador durante las pasadas noches y días, y le había pedido que comentara la mayoría de ellas.

—Sólo una caricia. Escapé, y mi enlazador le clavó el cuchillo un instante después.

Ella se volvió y le abrazó por la cintura.

—Me alegro de que no te diera un poco más arriba.

Dag ahogó una carcajada.

—¡Yo también, Chispa!

A mediodía, estaban de nuevo en la carretera recta hacia el norte.

Cabalgaban despacio, en parte a causa de sus pocas ganas de llegar a su destino, pero sobre todo a causa de la humedad sofocante que había caído después de las últimas lluvias. Los caballos cabalgaban despacio bajo un sol de latón. Sus jinetes hablaban o guardaban silencio con igual facilidad, o eso le parecía a Dag. Pasaron la siguiente tarde —lluviosa de nuevo— en el altillo del granero de la casa del pozo donde se vieran por primera vez, comiendo la comida de la granja y escuchando los sonidos relajantes de la lluvia sobre el tejado y los caballos masticando heno bajo ellos, no se dieron cuenta cuando la tormenta terminó, y se quedaron a pasar la noche.

El día siguiente resultó más claro y brillante, con la calima empujada hacia el este por el viento, y partieron de nuevo a desgana. La quinta noche de su trayecto de dos días se detuvieron cerca de Lumpton Market para acampar por última vez. Fawn calculó que si salían temprano desde Lumpton llegarían a West Blue antes del anochecer. Dag tenía dificultades para imaginar qué pasaría entonces, aunque ella había ido contándole algunas cosas de su familia que le dieron una idea más clara de las personas con que se encontraría.

Encontraron un lugar para acampar cerca de un arroyuelo, alejados de la carretera, bajo un grupito de árboles de correas. Durante el otoño, las vainas de semillas colgarían bajo las hojas en forma de pala como cientos de tiras de cuero, pero ahora los árboles estaban en plena floración. Desde rosetas de hojas se alzaban tallos coronados por racimos de flores formados por docenas de capullos blancos como lino, del tamaño de huevos, que exhalaban un perfume dulce en el aire de la tarde. A medida que la noche sin luna caía, las luciérnagas salieron desde el arroyuelo y el prado que había detrás, parpadeando en la neblina. Bajo el árbol, las sombras se oscurecieron.

—Ojalá pudiera verte mejor —murmuró Fawn cuando se acostaron sobre sus mantas juntas y empezaron a juguetear cada uno con los botones de las ropas del otro.

Ninguno quiso echarse la manta por encima, con este calor.

—Hum —Dag se incorporó sobre un codo y sonrió en la oscuridad—. Dame un minuto, Chispa, y quizá pueda hacer algo al respecto.

—No, no eches más leña al fuego. Hace demasiado calor.

—No iba a hacerlo. Espera y verás. De hecho, cierra los ojos.

Él extendió su sentido esencial al máximo y no encontró amenaza alguna en una milla a la redonda, sólo los pequeños cúmulos de vida entre la hierba: ratones y musarañas y conejos y loicas; por encima, algunos murciélagos que revoloteaban y el paso fantasmal y silencioso de un búho. Creó una red más tupida aún, llenándola de vida diminuta. Más que a golpes, persuadiendo… sí. Aún funcionaba. El árbol empezó a abarrotarse de sus invitados, más y más. Junto a él, la cara de Fawn apareció de entre la penumbra como si emergiera de aguas profundas.

—¿Puedo abrirlos ya? —preguntó, con los ojos obedientemente cerrados.

—Un momento más… sí. Ya.

Él la miró mientras ella alzaba la cara, para no perderse la mejor maravilla de todas. Empezó a alzar los párpados, y de golpe abrió los ojos de par en par; sus labios se entreabrieron con un jadeo de sorpresa.

Sobre ellos, el árbol estaba lleno de cientos, quizá miles de —para los sentidos de Dag algo confusas— luciérnagas, tan numerosas que las ramas más ligeras se doblaban bajo su peso. Muchas de ellas treparon al interior de las flores blancas, y cuando se encendieron, los pomos de pétalos relucieron como linternas pálidas. El resplandor fresco y sin sombras los bañó a ambos. Ella contuvo el aliento.

—Oh —dijo, alzándose sobre un codo y mirando hacia arriba—. Oh…

—Espera. Puedo hacer más. —Se concentró y atrajo sobre ella una refulgente espiral de insectos que se posó sobre su pelo oscuro, iluminándolo como una corona de velas.

—¡Dag…! —Ella soltó una carcajada medio de deleite medio de indignación, levantando las manos para tocar cuidadosamente sus rizos—. ¡Me has puesto bichos en el pelo!

—Resulta que sé que te gustan los bichos.

—Sí me gustan —admitió ella, ecuánime—. Algunos, al menos. ¿Pero cómo…? ¿Aprendiste a hacer esto en los bosques de Luthlia también?

—En realidad, no. Lo aprendí en el campamento, cuando mi sentido esencial se manifestó por primera vez; me parece que tendría unos doce años. Los niños lo aprenden unos de otros; ningún adulto lo enseña nunca, pero creo que casi todos saben cazar luciérnagas así. Es sólo que se nos olvida. Crecemos y estamos ocupados y esas cosas. Aunque admito que jamás había cogido más que un puñado, antes.

Ella sonreía, indefensa.

—Es un poco fantasmagórico. Pero me gusta. Aunque no estoy segura respecto a mi pelo… ¡eh! ¡Dag, me hacen cosquillas en las orejas!

—Afortunados ellos. —Se inclinó y sopló a los viajeros de la curva de su oreja, besándola para aliviar las cosquillas—. Deberías estar coronada de luz como la luna cuando surge.

—Bueno —dijo ella con vocecita ahogada, y sorbió por la nariz. Miró las flores-linterna sobre su cabeza, y luego a él—. ¿Para qué has hecho una cosa como ésta? Ya me llenas de tanta felicidad como mi cuerpo puede soportar, y ahora vas y me das más. Es un desperdicio, te digo. Sólo va a derramarse… —la luz danzaba en sus ojos húmedos.

Él la levantó y la puso sobre sí, y dejó que las lágrimas cálidas le cayeran sobre el pecho como lluvia de verano.

—Derrámate en mí —susurró.

Liberó su centelleante tiara y dejó que las criaturillas volaran de nuevo al árbol. En el resplandor parpadeante, hicieron el amor despacio hasta que la medianoche trajo el silencio y el sueño.

Lumpton Market era una ciudad más pequeña que Glassforge, pero bulliciosa de todos modos. Se asentaba en la confluencia de dos ríos rocosos, que flanqueaban un islote de arenisca y esquisto que se extendía hacia el norte. Dos de las viejas carreteras rectas se cruzaban aquí, y sin duda había sido la sede de una gran ciudad donde gobernaron los señores antiguos. Ahora, gran parte de la ciudad nueva estaba hecha de sillares antiguos rapiñados de los bosques cercanos, y abundaban muros de piedra en seco hechos con piedras locales o con escombros mucho menos identificables en torno a los campos y casas de alrededor. Ahora que el ojo de Dag sabía en qué fijarse, se dio cuenta de que había casas más nuevas y mejores en las afueras, hechas de ladrillo. Los puentes eran de madera, recientes, y anchos y fuertes para permitir el paso de grandes carromatos.

El albergue familiar que Dag buscaba, donde se acogía amistosamente a los patrulleros, estaba en la zona norte de Lumpton, de modo que él y Fawn se encontraron cruzando la plaza a media tarde, con el mercado en su apogeo. Fawn se volvió sobre la silla, examinando los puestos y carros y toldos mientras bordeaban la multitud.

—Tengo el cuenco de cristal para mamá —dijo—. Desearía tener algo para Tía Nattie. Cuando mis padres vienen, casi nunca la traen —un ritual anual, según había entendido Dag.

Tía Nattie era la hermana de la madre de Fawn, mucho mayor, ciega desde que una infección le quitara la vista a la edad de diez años. Cuando la madre de Fawn se casó fue a vivir con ellos, a consecuencia de algún arreglo de la dote. Semiinválida pero no ociosa, se ocupaba de todo el hilado y tejido que la granja requería, con algo extra para vender a veces. Y era el único miembro de su familia del que Fawn hablaba sin tensión oculta en su voz y esencia.

Solícitamente, ahora que entendió su propósito, Dag siguió la mirada de Fawn. Probablemente uno no llevaba comida a una granja. Las telas y ropas a la venta, nuevas y usadas, parecían igualmente innecesarias. Su ojo paseó por las tiendas permanentes que rodeaban la plaza.

—¿Herramientas? ¿Tijeras, agujas? ¿Algo para el telar, o para coser?

—Tiene montones de todo eso —suspiró Fawn.

—Algo que se termine, entonces. ¿Tintes? —su voz se apagó, dudosa—. Ah. Probablemente no.

—Mamá teñía las telas, aunque ahora lo hago yo. Ojalá pudiera llevarle algo sólo para ella —entrecerró los ojos—. ¿Pieles…?

—Bueno, echemos un vistazo —desmontaron, y Fawn miró el tenderete donde una mujer ofrecía a la venta lo que, al ojo experto de Dag, eran pieles de bastante mala calidad; todas de animales locales, mapaches y zarigüeyas y ciervos.

—Puedo conseguirle algo mucho mejor, más tarde —murmuró Dag, y Fawn, mostrándose de acuerdo con una mueca, dejó de examinar los patéticos pellejos. Siguieron paseando hombro con hombro, llevando los caballos de la brida.

Fawn se detuvo y dio media vuelta, frunciendo los labios, cuando pasaron junto a una tienda de medicinas encajada entre una zapatería y una barbería-escribanía; no quedaba claro si esta última la llevaba una sola persona. La tienda de medicinas tenía un ancho escaparate de pequeños paneles cuadrados de cristal dispuestos en un mirador saliente para ofrecer mejor vista.

—Me pregunto si aquí venderán agua de colonia como esa que las chicas patrulleras encontraron en Glassforge.

O aceite, no pudo evitar pensar Dag. Les vendría bien tener un poco en reserva para usos futuros, aunque la probabilidad de usarlo en el futuro inmediato en la residencia de los Bluefield parecía remota. No era probable que la gratitud que pudiera sentir su familia por devolver a su única hija viva a casa se extendiera a dejarles dormir juntos allí. Fuera como fuese, ataron sus caballos a uno de los raíles convenientemente dispuestos en la acera adoquinada y entraron.

La tienda tenía cuatro tipos de agua de colonia pero sólo aceite normal, lo que facilitó mucho la elección de Dag. Se entretuvo mirando la impresionante colección de remedios de hierbas, algunos de los cuales reconoció como de gran calidad y provenientes de Andalagos, mientras Fawn se aromatizaba en feliz indecisión. Cuando por fin hizo su elección, esperaron mientras envolvían sus pequeñas compras. O no tan pequeñas comparadas con la magra bolsa de Fawn, como notó Dag al ver cómo se preparaba a cambiar algunas de sus escasas monedas por esos pequeños lujos.

Fuera, Dag metió los paquetes en sus alforjas y se volvió para ayudar a Fawn a subir a la yegua baya. Ella miraba consternada su silla.

—¡Mi hatillo no está! —Su mano fue hacia las correas de cuero que colgaban tras el arzón—. ¿Se me caería en la carretera? Sé que lo até mejor que…

La mano de él la siguió, y su voz se tensó.

—Están cortadas. Mira, los nudos están intactos. Ha sido un ladrón.

—¡Dag, el cuchillo estaba en mi hatillo! —jadeó ella.

Él abrió de golpe su sentido esencial, con un respingo cuando el rugido de la multitud le golpeó. Buscó entre el ruido el tintineo familiar. Sólo… ahí. Alzó la cabeza, y miró a través de la plaza hacia donde una figura delgada desaparecía entre dos edificios, con el hatillo echado descuidadamente sobre el hombro como si le perteneciera.

—Lo veo —dijo, tenso—. ¡Espera aquí! —Estiró las piernas al seguirle, sin llegar a correr. Tras él, oyó a Fawn preguntando a los transeúntes ¿Han visto a alguien merodeando cerca de nuestros caballos?

Dag convirtió su ira en exasperación, sobre todo hacia sí mismo. Si hubiera venido con un grupo de patrulleros, siempre hubieran dejado a alguien con los caballos, como precaución rutinaria. ¿Qué le había hecho bajar la guardia? ¿Una sensación equivocada de anonimato? ¿El hecho de que si sólo se hubiera molestado en mirar por la ventana, hubiera podido vigilar los caballos él? Si hubiera dejado su sentido esencial más abierto, podría haber captado la inquietud de Mocasín al acercársele demasiado un extraño. Demasiado tarde, daba igual.

Alcanzó a su presa en un callejón detrás de los edificios. El chico estaba acuclillado detrás de una pila de leña, y no estaba solo; un compañero mucho mayor y más fuerte —¿hermano, amigo, jefe de la banda?— se arrodillaba junto a él mientras abrían el hatillo para examinar su botín.

El grandullón estaba diciendo, disgustado:

—Esto son sólo ropas de chica. ¿Por qué no cogiste las alforjas, idiota?

—Esa mala bestia de caballo rojo intentó cocearme, y la gente miraba —replicó ceñudo el chico—. Espera, ¿qué es eso?

El grandullón alzó la funda del cuchillo de vínculo por la correa rota; el saquito osciló, y su mano fue hacia la empuñadura de hueso.

—Tu muerte, si lo tocas —gruñó Dag, acercándose a ellos—. Me aseguraré de ello.

El chico le miró, soltó un gañido, y huyó, con una mirada de pánico por encima del hombro mientras corría. El hombre grande, abriendo mucho los ojos, se puso de pie, cerrando la mano sobre un grueso leño de la pila. Estaba claro que habían dejado atrás el momento de malas explicaciones y disculpas, señor, creía que era el mío, incluso si el fornido ladrón tuviera el ingenio y la sangre fría necesarios para intentar escapar de esa manera. Avanzó blandiendo el leño.

Dag alzó el brazo para proteger su cara de un golpe que se la hubiera hundido. El leño chocó contra su antebrazo con un sonido repugnante, y su propio brazo más el impulso del leño le golpearon con tal fuerza que casi cayó. Un dolor ardiente le estalló en el antebrazo. No podía coger su cuchillo, pero el garfio más muelle que llevaba en el brazo izquierdo servían de arma no poco amenazadora; el hombre retrocedió asustado cuando el golpe de Dag en respuesta le rozó la garganta. Revisando rápidamente sus opciones ante este inesperado contraataque manco —¿sería más listo de lo que parecía?—, el potencial ladrón dejó caer el saquito de los cuchillos y el leño y galopó en pos de su pequeño compañero.

Fawn y un grupo de tres o cuatro habitantes de Lumpton doblaron la esquina cuando Dag se ponía tambaleante en pie.

Disimuladamente, echó con la punta de la bota una esquina de la manta sobre el saquito de cuero.

—Dag, ¿estás bien? —exclamó Fawn alarmada—. ¡Te está sangrando la nariz!

Dag sintió un hilillo húmedo corriéndole por el labio, y se lo lamió, percibiendo el inconfundible sabor metálico. Intentó levantar la mano para tocarse la cara, que le latía, y se dio cuenta de que no le respondía bien. Tomando aire entre los dientes en un largo siseo ante el dolor, buscó maldiciones en su mente y no encontró ninguna lo bastante fuerte. Su sentido esencial, vuelto hacia sí mismo, no le dejó duda alguna. Se dio media vuelta, se dobló en dos, y escupió sangre y furia sobre el pavimento antes de volverse hacia ella.

—La nariz está bien —murmuró con cólera y frustración—. El brazo derecho está roto. ¡Condenación!

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