Capítulo 3

El alto patrullero miraba a Fawn como si la reconociera. Ella arrugó la nariz, confusa, sin entender sus palabras. A esta distancia y ángulo, pudo ver por fin el color de sus ojos, que resultaron ser de un inesperado tono dorado metálico. Parecían muy brillantes en su cara huesuda, contra la piel bronceada de su rostro y su mano. Varios arañazos marcaban sus mejillas, frente y mandíbula, la mayoría sólo enrojecidos pero algunos sangrando. Yo he hecho eso, ay madre.

Más lejos, el cuerpo de su potencial violador yacía sobre las desgastadas rocas de la orilla del arroyo. Un poco de su sangre, aún líquida, goteaba en la corriente, desapareciendo en el agua clara en finos hilos rojos que se diluían a rosa y desaparecían. Había estado ardiente, densa, aterradoramente vivo hacía sólo unos minutos, cuando había deseado su muerte. Ahora que veía cumplido su deseo, no estaba segura.

—Yo… Lo… —empezó, moviendo la mano insegura para indicar, bueno, todo, y luego estalló—: Siento haberte arañado. No sabía qué pasaba —luego añadió—: Me asustaste.

Creo que he perdido la cabeza.

Una sonrisa indecisa curvó los labios del patrullero, haciéndole parecer por un momento como otra persona. No tan… amenazador.

—Estaba intentando asustar al otro tipo.

—Funcionó —admitió ella, y la sonrisa se afianzó brevemente antes de huir de nuevo.

Él se palpó la cara, miró los rastros rojos en las puntas de sus dedos como sorprendido, luego se encogió de hombros y la miró. El peso de su interés le resultó chocante, como si nadie en toda su vida la hubiera mirado antes, mirado de verdad; en su actual y tembloroso estado, no era una sensación agradable.

—¿Estás bien… dentro de todo? —preguntó él gravemente. Su mano derecha trazó un gesto interrogativo. La otra la mantenía al costado, con el corto y poderoso arco mantenido en ángulo por su pierna—. Aparte de la cara.

—¿Mi cara? —Sus dedos trémulos rozaron la zona donde el idiota la había golpeado. Aún un poco dormida, pero empezaba a doler—. ¿Se nota?

Él asintió.

—Oh.

—Esos arañazos no tienen buen aspecto. Tengo algo en mis alforjas para limpiarlos. Ven, vámonos, ven a sentarte, hum… lejos.

De eso. Miró el cadáver y tragó saliva.

—Muy bien —y añadió—: Estoy bien. Dejaré de temblar dentro de un minuto, seguro. Soy una estúpida.

Con la mano abierta, no acercándose nunca a menos de tres pasos de ella, la guió hacia el claro como alguien pastoreando patos. Señaló a un leño caído, fuera de la zona de su reciente pelea y fue hacia su caballo, un esbelto castaño que ramoneaba tranquilamente las hierbas, con las riendas colgando. Ella se dejó caer pesadamente y se dobló en dos, abrazándose, meciéndose un poco. Tenía la garganta en carne viva, le dolía el estómago, y aunque ya no jadeaba, aún sentía que no podía recuperar el aliento, o que lo había recuperado pero sin ritmo.

El patrullero dio la espalda deliberadamente a Fawn, hizo algo para desmontar su arco, y rebuscó en sus alforjas. Más ajustes de algún tipo. Se volvió de nuevo, echándose al hombro la correa de una cantimplora, y con un par de paquetes envueltos en tela bajo el brazo izquierdo. Fawn parpadeó, porque parecía haber recuperado de súbito la mano izquierda, rígidamente curvada en un guante de cuero.

Se sentó junto a ella con un gruñido de cansancio, dispuso las largas piernas. A esta distancia olía, no desagradablemente, a sudor seco, humo, caballo, y fatiga. Dejó los paquetes y le alargó la botella.

—Primero, bebe.

Ella asintió. El agua estaba tibia e insípida pero parecía pura.

—Come —le alargó un trozo de pan del paquete de tela.

—No puedo.

—No, en serio. Dará a tu cuerpo algo que hacer aparte de temblar. Los cuerpos son fáciles de distraer. Inténtalo.

Dudosa, tomó el pan y lo mordisqueó. Era muy buen pan, aunque ya un poco seco, y le pareció reconocer su origen. Tuvo que tomar otro sorbo de agua para bajarlo, pero sus incontrolados temblores se redujeron. Miró la rígida mano izquierda mientras él abría el segundo paquete, y decidió que debía ser de madera tallada, para disimular.

Él humedeció un trozo de tela con líquido de una botella pequeña (¿medicina de los Andalagos?), y levantó la mano derecha hacia su dolorida mejilla izquierda. Ella dio un respingo, aunque el fresco líquido no escocía.

—Lo siento. No quiero dejarlos sin limpiar.

—No. Sí. Quiero decir, bien. Está bien. Creo que el idiota me arañó cuando me pegó —garras. Eso habían sido garras, no uñas. ¿Qué tipo de nacimiento monstruoso…?

Él apretó los labios, pero su toque se mantuvo firme.

—Lamento no haber llegado antes, señorita. Vi que había pasado algo atrás en la carretera. He estado siguiendo a esos dos toda la noche. Mi patrulla atacó el campamento de su banda un par de horas después de medianoche, en las colinas al otro lado de Glassforge. Me temo que los llevé directos hacia ti.

Ella movió la cabeza, sin negarlo.

—Yo iba por la carretera. Simplemente me cogieron como quien coge una… cosa perdida, y la reclama como suya sin más —su ceño se frunció aún más—. No… no simplemente. Primero discutieron. Qué raro. El que estaba… hum… al que disparaste, ése no quería llevarme, al principio. El otro insistió. Pero luego no estaba interesado en mí en absoluto. Cuando… justo antes de que vinieras —y añadió en un susurro, sin esperar respuesta—. ¿Qué era?

—Un mapache, diría yo —dijo el patrullero.

Dio la vuelta a la tela, ocultando la sangre marrón, y la humedeció de nuevo, dedicándose al siguiente corte.

La extraña respuesta parecía tan ajena a su pregunta que decidió que no debía haberla oído bien.

—No, me refiero al hombre grande que me pegó. El que huyó de ti. No parecía estar bien de la cabeza.

—Más cierto de lo que crees, señorita. He estado cazando esas criaturas toda mi vida. Al final las distingues. Era una cosa fabricada. Confirma que una malicia, tu gente la llamaría un dañiespectro, ha emergido cerca de aquí. La malicia crea esclavos con forma humana para sí, para luchar o hacerle el trabajo sucio. También con otras formas, a veces. Hombres de barro, los llamamos. Pero la malicia no los puede crear de la nada. De modo que coge animales y los remodela. Al principio con crudeza, hasta que se hace más grande y más lista. No puede crear vida en absoluto, la verdad. Sólo muerte. Sus esclavos no duran mucho, pero a ella no le importa.

¿Le estaba tomando el pelo, como sus hermanos? ¿Viendo cuánto podría tragarse una tonta niña campesina? Parecía totalmente sincero, pero a lo mejor era simplemente muy bueno contando trolas.

—¿Me estás diciendo que los dañiespectros son reales?

Fue su turno de parecer sorprendido.

—¿De dónde vienes, señorita? —preguntó con renovada cautela.

Empezó a nombrar el pueblo más cerca de la granja de su familia, pero lo cambió a «Lumpton Market». Era una ciudad más grande, más anónima. Se enderezó, intentando que la frase Soy viuda saliera con naturalidad de sus labios magullados.

—¿Cómo te llamas?

—Fawn. Saw… field —añadió, y se estremeció.

No había querido el nombre de Sunny ni el de su familia, y ahora se había quedado con un poco de ambos.

—Fawn. Adecuado[1] —dijo el patrullero, ladeando la cabeza—. Esos ojos deben ser de nacimiento.

Ahí estaba de nuevo esa atención concentrada, incómoda. Intentó contraatacar:

—¿Cómo te llamas tú? —aunque pensó que ya lo sabía.

—Respondo al nombre de Dag.

Ella esperó un momento.

—¿No hay más?

Él se encogió de hombros.

—Tengo un nombre de tienda, un nombre de campamento, y un nombre de territorio, pero Dag es más fácil para gritar —la sonrisa relució pasajera de nuevo—. Cuanto más corto mejor, en el campo de batalla. ¡Dag, abajo! ¿Ves? Si fuera más largo, podría haber sido demasiado tarde. Ah, así está mejor.

Ella se dio cuenta de que había respondido a la sonrisa. No sabía si era su charla o el pan o sólo estar sentada tranquilamente, pero su estómago había dejado de temblar por fin. Se sentía acalorada y cansada y vacía.

Él tapó la botellita.

—¿No deberías usarlo tú también? —preguntó ella.

—Oh. Sí. —Volvió de nuevo la tela y la pasó descuidadamente por su cara. Se dejó la mitad de los cortes.

—¿Por qué me llamaste Chispita?

—Cuando estabas escondida en el manzano ayer, fue así como pensé en ti.

—No creí que me hubieras visto. ¡No miraste arriba!

—No actuabas como si quisieras que te vieran. Me pareció de buena educación corresponder —dijo, y añadió—: Creía que esa bonita granja era tu hogar.

—Era bonita, ¿verdad? Pero sólo me detuve allí a por agua. Iba camino a Glassforge.

—¿Desde Lumpton?

Y señala al norte.

—Sí.

Al menos no dijo nada del tipo Es un largo camino para unas piernas tan cortas. Sí, dijo, inevitablemente:

—¿Tienes familia allí?

Casi dijo sí, y luego se dio cuenta de que él tenía probablemente la intención de llevarla con ellos, lo cual podía resultar embarazoso.

—No. Voy a buscar trabajo —enderezó la espalda—. Soy una viuda del heno.

Un lento parpadeo; su cara quedó inexpresiva durante un instante bastante largo. Finalmente dijo, en un tono extrañamente cauteloso:

—Perdona, señorita… ¿sabes lo que significa «viuda del heno»?

—Viuda reciente —dijo enseguida, y dudó—. Una vez vino una mujer a nuestro pueblo desde Glassforge. Se instaló como costurera y haciendo cuerdas y redes. Tenía un niño precioso. Mis tíos la llamaban viuda del heno —otra pausa demasiado silenciosa—. Es correcto, ¿no?

Él se rascó la maraña de su pelo oscuro.

—Bueno… sí y no. Es un término de granjeros para una mujer embarazada o con un hijo a cuestas, pero sin marido a la vista. Es más educado que, hum, términos menos educados. Pero no es del todo amable.

Fawn se sonrojó.

—No quería avergonzarte —dijo él con tono todavía más contrito—. Sólo pensé que debía asegurarme.

Ella tragó saliva.

—Gracias. —Parece que dije la verdad a mi pesar.

—¿Y tu hijita? —dijo él.

—¿Qué? —dijo Fawn bruscamente.

Hizo un gesto hacia ella.

—La que llevas.

Puro pánico le cortó el aliento. ¡No se me nota! ¿Cómo lo sabe? ¿Y cómo sabía, de todos modos, si el fruto de ese estúpido, estúpido y profundamente resentido frenético revolcón con Sunny Sawman en la boda de su hermana en primavera iba a ser niño o niña, de todos modos?

Él pareció darse cuenta de que había cometido un error, sin saber muy bien cuál. Su gesto vaciló, convirtiéndose en un gesto serio, con la mano abierta.

—Fue lo que atrajo al hombre de barro. Tu estado. Es casi seguro la razón por la que se te llevaron. Si la violación pareció improvisada, es porque probablemente lo fue.

—¿Cómo puedes… qué… por qué?

Sus labios se abrieron un momento, y luego cambió visiblemente lo que iba a decir a:

—Ahora ya no te pasará nada —recogió las telas.

Cualquier otro hubiera anudado las esquinas, pero él las rodeó con un trozo de cuerda que de algún modo consiguió anudar con una mano.

Apoyó la mano derecha en el tronco y se levantó con un empujón.

—Necesito subir ese cuerpo a un árbol o apilar algunas piedras encima para que los carroñeros no lo encuentren antes de que otros puedan recogerlo. Quizá tuviera familia —miró a su alrededor vagamente—. Luego tengo que decidir qué hacer contigo.

—Llévame de vuelta a la carretera. O indícame por dónde ir. La encontraré.

Él negó con la cabeza.

—Puede que éstos no sean los únicos fugitivos. Puede que no todos los bandidos estuvieran en el campamento que conquistamos, o podrían tener más de un escondrijo. Y la malicia todavía está ahí fuera, a menos que mi patrulla se me haya adelantado, lo que no creo posible. Mi gente estaba peinando las colinas al sur de Glassforge, y ahora me parece que la guarida está al nordeste. Éste no es buen momento para que tú, especialmente, andes vagando sola —se mordió el labio y siguió como hablando consigo mismo—. El cuerpo puede esperar. Tengo que llevarte a un sitio seguro. Retomar el rastro, encontrar la guarida, volver con mi patrulla tan rápido como pueda. Dioses ausentes, estoy cansado. Sentarse ha sido un error. ¿Crees que podrás cabalgar a la grupa?

Entre el murmullo, casi no oyó la pregunta. Yo también estoy cansada.

—¿En tu caballo? Sí, pero…

—Bien.

Volvió a su montura y cogió las riendas, pero en lugar de volver con ella, la llevó hacia el arroyo. Ella le siguió, en parte por curiosidad, en parte porque no quería perderlo de vista.

Evidentemente decidió que un árbol sería más rápido para resguardar su presa. Lanzó una cuerda a través de la horquilla de un gran sicómoro que colgaba sobre el arroyo, usando el caballo para izar el cuerpo. Trepó para asegurarse de que el cadáver estaba bien asegurado y para recuperar la cuerda. Se movía con tanta eficiencia que Fawn apenas reparó en los movimientos adicionales y los ajustes que tenía que llevar a cabo por falta de una mano.

Dag espoleó su cansado caballo hacia la última cresta y se vio recompensado al otro lado por el hallazgo de un camino con roderas que discurría por el lecho del arroyo.

—Ah, bien —dijo en voz alta—. Ha pasado algún tiempo desde que patrullé esta zona, pero recuerdo una granja bastante grande en la cabecera de este valle.

La muchacha, a su grupa, seguía demasiado callada, el mismo silencio cauteloso que había mantenido desde que él comentara su embarazo. Su sentido esencial, extendido al máximo de su sensibilidad en busca de amenazas ocultas, se veía asediado por sus revueltas emociones; pero los pensamientos que las guiaban eran, como siempre, opacos. Quizá había sido indiscreto. Los granjeros que sabían algo del sentido esencial de los Andalagos tendían a llamarlo el mal de ojo, o magia negra, y acusaban a los patrulleros de leer mentes, estafar en el comercio, o cosas peores. Siempre causaba problemas.

Si encontraba suficiente gente en la granja, la dejaría a su cuidado, con un serio aviso sobre la mitad-cacería-mitad-guerra que estaba teniendo lugar ahora mismo en sus colinas. Si no había bastante gente, debía tratar de convencerlos para que se fueran a Glassforge o a algún otro sitio donde estuvieran a salvo entre más gente hasta que esta malicia aprendiera mortalidad. Si conocía a los granjeros, no querrían irse, y suspiró esperando una discusión deprimente y desagradecida.

Pero el mero pensamiento de una mujer embarazada, de cualquier edad o altura, vagabundeando despreocupadamente por los alrededores de la guarida de una malicia le provocaba horror. No era raro que le hubiera parecido tan brillante a su sentido esencial, con tanta vida dentro como llevaba. Aunque sospechaba que Fawn era apenas un poco menos vivida antes de concebir. Atraería la atención de una malicia como el fuego atraía a las polillas.

Para cuando se hubieron aclarado con la definición de viuda del heno, él estuvo seguro de que no tenía que ofrecerle condolencias. Las costumbres de cama de los granjeros no tenían mucho sentido, a veces, a menos que uno creyera las teorías de Mari sobre la confusión de sus embarazos con la idea de que poseían la tierra. También dedicaba comentarios bastante ácidos a la falta de control de las granjeras sobre su propia fertilidad.

Generalmente junto a sermones a los patrulleros jóvenes de ambos sexos sobre la necesidad de mantener los pantalones abrochados mientras estuvieran en territorio de granjeros.

A los patrulleros viejos, también.

Había una llamativa ausencia de detalles sobre un marido muerto en la narración de Fawn. Dag podía entender que la pena a veces dejara a alguien sin palabras, pero la pena también parecía faltarle. Cólera, miedo, una tensa determinación, sí. Los efectos del terrible ataque que acababa de sufrir. Soledad y nostalgia. Pero no la angustia de un alma partida en dos. También faltaba, extrañamente, la profunda satisfacción que la procreación solía provocar en las mujeres Andalagos que había conocido. Granjeros, bah. Dag sabía por qué su propia gente estaba un poco loca, pero ¿qué excusa tenían los granjeros?

Salió de su ensimismamiento cuando dejaron los bosques y vieron la granja del valle. De inmediato se sintió inquieto. Lo primero que le llamó la atención fue la ausencia de vacas, caballos y cabras; luego, la cerca del prado, rota. Después, la ausencia de perros de granja, que ya deberían estar ladrando irritantemente a su caballo. Se puso de pie en los estribos mientras cabalgaban por el camino. La casa y el granero, ambos de tablas de madera gris, estaban en pie —y abiertos—, pero una hebra de humo se alzaba de las cenizas y escombros de una caseta.

—¿Qué pasa? —preguntó Fawn, las primeras palabras que había pronunciado en una hora.

—Problemas, me parece —dijo él, y añadió al cabo de un momento—: Problemas que ya han pasado. —No había nada humano hasta donde Dag podía percibir; ni tampoco nada inhumano—. Este lugar está completamente desierto.

Detuvo el caballo frente a la casa, pasó una pierna sobre el cuello del animal, y bajó de un salto.

—Adelántate. Toma las riendas —dijo a Fawn—. No bajes aún.

Ella se adelantó desde su sitio sobre las alforjas, mirando alrededor con los ojos muy abiertos.

—¿Y tú?

—Voy a echar un vistazo.

Recorrió rápidamente la casa, una estructura de dos pisos con añadidos construidos sobre añadidos. El lugar parecía carente de todos los objetos pequeños de valor. Las cosas demasiado grandes para acarrear —camas, arcones— habían sido derribadas o partidas. Todas las ventanas de cristal estaban destrozadas. Dag sabía lo difícil que habría sido conseguir esas mejoras, la granjera ahorrando esperanzadamente para poder traerlas desde Glassforge, empaquetadas en paja por las carreteras llenas de roderas. La despensa de la cocina no contenía comida.

No había animales en el granero; quedaba heno, podía faltar algo de grano. Tras el granero, en el montón de estiércol, encontró por fin los cadáveres de tres perros de granja, destrozados a cuchilladas. Miró la caseta al pasar, los maderos chamuscados sobresaliendo de la ceniza como huesos negros. Alguien tendría que registrarlos buscando otros huesos, más tarde. Volvió a su caballo.

Fawn miraba inquieta a su alrededor a medida que se daba cuenta de los detalles. Dag se apoyó contra el cálido hombro de Mocasín y le pasó la mano por el pelaje.

—Este lugar ha sido saqueado por los bandidos, o por alguien, hace cosa de tres días, me parece —le dijo—. No hay cadáveres.

—Eso es bueno… ¿verdad? —dijo ella, con la inquietud creciendo en sus ojos oscuros al parecer a causa de la expresión que asomaba a su rostro. Él no podía creer que fuera otra cosa aparte de agotamiento.

—Quizá. Pero si la gente hubiera huido, o les hubieran hecho huir, las noticias ya habrían llegado a Glassforge. Mi patrulla no sabía nada de esto ayer por la tarde.

—¿Entonces adonde fueron? —preguntó ella.

—Capturados, me temo. Si esta malicia ya está intentando tomar como esclavos a los granjeros, está creciendo muy deprisa.

—¿Qué? ¿Esclavos para qué?

—No estoy seguro de que la malicia lo sepa aún. Tienen una especie de instinto. Pero lo averiguará bastante rápido. No me queda tiempo. —Se estaba mareando por la fatiga. ¿También se estaría volviendo estúpido por la fatiga?

—Daría casi cualquier cosa por dos horas de sueño ahora mismo —dijo—, excepto dos horas de luz. Necesito retomar el rastro, mientras haya luz para verlo. Creo… —dijo más despacio—. Creo que este lugar es tan seguro como cualquiera y más que muchos. Ya lo han atacado, no queda nada de valor… no volverán enseguida. Estoy pensando que podría dejarte aquí, en todo caso. Si alguien viene, diles… no. Primero, si alguien viene, escóndete, hasta estar segura de que son gente de bien. Entonces sal y diles que Dag tiene un mensaje para su patrulla, que cree que la malicia tiene la guarida al nordeste de la ciudad, no al sur. Si vienen los patrulleros, ¿crees que sabrás guiarles a donde lleva el rastro? Y al cuerpo de ese muchacho… del bandido… —añadió, en el último instante.

Ella miró hacia las colinas boscosas.

—No estoy segura de poder volver a encontrar el sitio, por el camino que tomaste.

—Hay una ruta más fácil. Esta senda… —indicó con un gesto el camino por el que habían venido— se une a la carretera recta a unas cuatro millas. Gira a la izquierda, y creo que el camino que tomó tu hombre de barro hacia el este está unas tres millas más allá.

—Oh —dijo ella con más seguridad—, eso sí que lo puedo encontrar.

—Entonces, perfecto.

Ella no tenía miedo, maldición y condenación. Él podría cambiar eso… ¿Quería volverla loca de miedo, dejarla helada, incapaz de reaccionar? Ella ya estaba bajando del caballo, contenta por poder hacer algo.

—¿Por qué son tan peligrosos los hombres de barro? —preguntó, mientras él recogía las riendas y se preparaba para montar de nuevo.

Él dudó durante un largo momento.

—Te devoran —dijo al fin. Cuando han terminado de hacer todo lo demás, claro.

—Oh.

Atemorizada, impresionada. Y, lo que era más importante, le creyó. Bueno, no había sido una mentira. Quizá haría que tuviera cuidado. Encontró el estribo y se aupó, intentando no pensar demasiado en el contraste entre la dura silla y una cama de plumas. Quedaba un colchón de plumas intacto en la granja. Se había fijado especialmente, apartando de su mente la fantasía de caer de bruces sobre él. Hizo girar al caballo.

—¿Dag…?

Se volvió de inmediato, mirando por encima del hombro. Grandes ojos marrones le miraron desde una cara como una flor maltrecha.

—No dejes que te devoren a ti.

Sus labios se curvaron hacia arriba involuntariamente; ella le dedicó una brillante sonrisa por debajo de las contusiones. Le provocó una curiosa sensación en el estómago, que prudentemente decidió no identificar. Envalentonado pese a todo, alzó su mano tallada en un saludo y galopó de vuelta al sendero.

Sintiéndose abandonada, Fawn vio desaparecer al patrullero por el túnel de árboles en la linde de los campos. El silencio de los edificios, vacíos de gente y animales, era fantasmagórico y opresivo, cuando fue consciente de él. Miró hacia arriba. El sol todavía no había llegado a su cénit. Parecía que habían pasado años desde el alba.

Suspiró y entró en la casa. La recorrió entera, levantando ecos con sus pisadas, sintiéndose como si estuviera irrumpiendo en el duelo de un extraño. El caos dejado por los bandidos parecía demasiado, visto todo de una vez. Volvió a la cocina y se quedó allí, temblando un poco. Bueno, si la casa era demasiado, ¿qué había de una sola habitación? Puedo arreglar una habitación, sí.

Se dispuso a ello y empezó por enderezar todo lo que aún aguantaría en pie, el estante y la mesa y un par de sillas. Lo irreparable lo sacó, apilándolo en una esquina del porche. Luego barrió el suelo de platos y cristales rotos, y de harina derramada y comida reseca. Barrió el porche también, ya que estaba.

Bajo una alfombra vieja, ignorada por los invasores, encontró una trampilla con un asa de cuerda. Sacudió la alfombra en la baranda del porche, volvió, y miró preocupada la trampilla. Me parece que Dag no vio esto.

Se mordió el labio, luego cogió un cubo con el asa rota que había fuera, recogió algunas brasas ardientes de los restos de la caseta (o lo que hubiera sido), y los usó para encender un pequeño fuego en el hogar de la cocina. Encendió con él un cabo de vela que encontró al fondo de un cajón. Levantó la trampilla, estremeciéndose cuando las bisagras chirriaron, tragó saliva y miró la escala que descendía a la negra oquedad. ¿Podría haber alguien aún escondido allí abajo? ¿Arañas enormes…? ¿Cadáveres? Respiró hondo y bajó.

Cuando se dio la vuelta y alzó la vela, sus labios se abrieron con asombro. El sótano estaba forrado de estanterías, y en ellas, intactas, había hileras e hileras de frascos de cristal, muchos de ellos sellados con lacre y cubiertos de tela sujeta con cordeles. Una despensa para una granja llena de gente hambrienta. Un año de trabajo bien alineado; Fawn sabía exactamente cuánto trabajo suponía, también, porque hacer las conservas y sellarlas había sido una de sus tareas más satisfactorias en casa. Ninguno de los frascos estaba etiquetado, pero no tuvo dificultad en identificar sus contenidos. Fruta en conserva. Pepinillos. Maíz agridulce. Carne en adobo. Un barril en una esquina resultó contener varios sacos de harina. Otro estaba lleno de las manzanas de la cosecha del año pasado, acolchadas con paja, ya muy arrugadas y sólo aptas para cocinar, pero no podridas. Se sintió animada e impulsada a la acción.

La mayoría de los frascos eran grandes, para mucha gente, pero encontró tres más pequeños, uno de una oscura fruta púrpura, otro de maíz agridulce, y otro de lo que esperó fuera carne guisada, y los sacó a la luz, junto a un pañuelo lleno de harina. Una sola sartén de hierro, que encontró en una esquina bajo un estante caído, era todo lo que quedaba de los utensilios de la casa, pero con algo de ingenio pronto se las apañó para cocer en ella tortas de pan ácimo sobre el fuego. El frasco de carne resultó ser, probablemente, cerdo cocido hasta no ser más que hebras con cebolla y hierbas aromáticas, que calentó tras sacar las tortas de la sartén.

Se recuperó de días de magras raciones y luego, saciada, separó una porción para cuando Dag volviera. Claramente, a juzgar por el comportamiento de la jefa de su patrulla y por su constitución, debía ser el tipo de hombre que tenías que capturar y amarrar para hacerle recordar cómo comer. ¿Era simplemente despistado, o es que vivía hasta tal punto dentro de su cabeza que no notaba las necesidades de su cuerpo? ¿Y qué más había dentro de esa cabeza? Parecía obsesionado. Considerando el valor casi inconsciente del que había hecho gala hasta el momento, era inquietante pensar en qué podría temer tanto como para impulsarle tan incesantemente. Bueno, yo fuera tan alta como un árbol, quizá sería valiente también. Un árbol delgadito. Tras pensarlo un poco, envolvió la carne y las conservas en el pan para que él pudiera comer mientras cabalgaba, porque cuando volviera, probablemente seguiría teniendo prisa.

Si volvía. No lo había dicho, en realidad. El pensamiento le generó un punto frío y decepcionado en el vientre. Estás siendo una idiota. Ya vale. La cura para pensamientos malos y tristes era el trabajo, cierto, pero estaba muy cansada.

En otra de las habitaciones encontró un costurero abandonado que también había escapado a la atención de los bandidos, probablemente porque la costura que lo cubría parecía ser nada más que trapos. Se les habían escapado todas las herramientas útiles que contenía, tijeras afiladas y buenos dedales y una colección de finas agujas de hierro. ¿Eran los hombres de barro del dañiespectro, de la malicia, todos hombres? ¿No había mujeres de barro? Al parecer no.

Decidió que cosería algunos de los rajados jergones de plumas en pago por la comida, para que no pareciera que la habían robado. Coser no era lo que se le daba mejor, pero unas costuras rectas serían sencillas de hacer, y terminaría con el desorden de las plumas que flotaban por todas partes. Sacó los jergones al porche para tener luz, y para poder vigilar el camino a la espera de un alto… de quien viniera. La aguja y el hilo y el trabajo repetitivo y preciso crearon un ritmo tranquilizador bajo sus manos. En la quietud, su mente volvió al terror de esa mañana. Pensar en ello le hizo sentirse de nuevo enferma y temblorosa. Como alternativa, desvió sus pensamientos hacia los Andalagos.

Un granjero para un Andalagos no quería decir alguien que cultivaba los campos; quería decir cualquiera que no fuera un Andalagos. Gente de la ciudad, barqueros, mineros, molineros… bandidos…, evidentemente todos eran granjeros a ojos de Dag. Pensó en las implicaciones. Había oído una historia sobre una chica en Coshoton que había sido seducida por un Andalagos de paso, un mercader, se decía. Había ido al norte tres veces tras él, a tierras de los Andalagos, y había sido traída de vuelta los tres veces por los suyos; al final se ahorcó en los bosques. Había una advertencia en esa historia. Fawn se preguntó qué lección se suponía que tenías que aprender de ella. Bueno, Las chicas deben alejarse de los Andalagos era la que se pretendía, obviamente, pero quizá la real era Si algo no funciona una vez, no te limites a repetirlo dos veces más, intenta otra cosa. O quizá fuera No te rindas tan pronto. O Aléjate de los bosques.

La anónima muchacha había muerto de amor frustrado, susurraba, pero Fawn se preguntó si no sería más bien de rabia frustrada. Admitió para sí que había albergado sentimientos parecidos tras aquella horrible conversación con Sunny el Estúpido, pero no era que quisiera morir, era que quería hacerle sentir tan mal como la había hecho sentirse a ella. Y había sido bastante descorazonador darse cuenta de que no estaría viva para disfrutar de su venganza, y más descorazonador aún sospechar que a él se le pasaría la culpa bien pronto. Mucho antes de que a ella se le pasara lo de estar muerta, en todo caso. Y esa noche no hizo nada, después de todo, y al día siguiente se le ocurrieron otras ideas. De modo que quizá la auténtica lección era Espera a la mañana, después del desayuno.

Se preguntó si la chica ahorcada también estaría embarazada. Luego se preguntó de nuevo cómo el hombre alto lo había sabido, al parecer sólo mirándola con aquellos ojos de oro reluciente que a veces eran fríos como el metal y otras veces cálidos como el verano. Hechiceros, ja. Dag no parecía un hechicero. (¿Y qué aspecto tenía un hechicero, de todos modos?). Parecía un cazador muy cansado que había pasado demasiado tiempo lejos de casa. Cazando cosas que le daban caza a él.

Una niña. Quizá él sólo lo había supuesto. Una probabilidad del cincuenta por ciento no era nada mala, para aparentar tener razón más tarde. Aun así era una idea que le daba ánimos. Conocía a las niñas. Un niño, por muy inocente que fuera, le hubiera recordado demasiado a Sunny. No había previsto ser madre tan pronto, pero si tenía que serlo, iba a intentar ser una buena madre. Se frotó el vientre con gesto ausente. No te traicionaré. Una atrevida promesa. ¿Cómo iba a proteger a un niño cuando no podía ni salvarse a sí misma? Y también, a partir de ahora, tendré más cuidado. Cualquiera podía cometer un error. El truco estaba en no cometer el mismo error dos veces.

Al final se quedó sin tela que coser, paciencia para pensar, ni voluntad de quedarse despierta. Las magulladuras de la cara le latían. Llevó los jergones reparados dentro y apiló cuatro de ellos en una esquina de la cocina, porque la habitación de al lado era aún un desastre y no tenía la energía necesaria para acometer su limpieza. Se dejó caer agradecida sobre la pila de jergones. Tuvo apenas tiempo de percibir su olor mohoso, y pensar que necesitaban airearse, cuando sus ojos se cerraron.

Fawn despertó al oír ruido de pisadas en el porche de madera. ¿Ya volvía Dag? Todavía había luz. ¿Cuánto tiempo había dormido? Soñolienta, se incorporó, ansiosa por mostrarle los tesoros escondidos en el sótano y por escuchar lo que había encontrado él. Sólo entonces se dio cuenta de que había demasiadas pisadas fuera.

Si estuviera en el sótano no la habrían visto. Hubiera podido arrojar un par de jergones allí abajo. Tuvo apenas tiempo de pensar ¿De qué sirve no cometer dos veces el mismo error cuando los nuevos errores te matan igualmente?, cuando los tres hombres de barro derribaron la puerta.

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