Para disgusto de Dag, ningún patrullero emergió esa noche de los bosques, ni antes ni después de que la lluvia le obligara a entrar. No vio a Fawn de nuevo hasta que se encontraron en la mesa del desayuno. Ambos llevaban de nuevo sus propias ropas, secas y sólo un poco manchadas; con el desgastado vestido azul, Fawn casi parecía estar bien, excepto por la palidez. El interior de sus párpados y sus uñas no estaban tan rosados como él pensaba que debían estar, y todavía se mareaba si intentaba levantarse demasiado deprisa, pero al ponerle la mano en la frente no notó fiebre, bien.
Estaba animándola a que comiera más pan y bebiera más leche cuando Tad, el muchacho, irrumpió en la cocina, jadeando y con los ojos muy abiertos.
—¡Ma! ¡Pa! ¡Tío Sassa! ¡Hay uno de esos hombres de barro en el prado, asustando a las ovejas!
Dag exhaló con cansancio; los tres granjeros en torno a la mesa se levantaron de un salto, sobresaltados, y se dispersaron en busca de sus aperos-armas. Dag soltó su cuchillo de guerra en la vaina y salió al porche. Fawn y la granjera le siguieron, mirando con miedo desde detrás de él, con Petti aferrando un enorme cuchillo de cocina.
Al otro extremo del prado, una forma humana desnuda había saltado sobre el lomo de una oveja que balaba, y tenía la cara hundida en su cuello lanudo. La oveja brincó y se quitó de encima a la criatura. El hombre de barro cayó mal, como si tuviera los brazos dormidos y no pudiera amortiguar bien la caída. Se levantó, se sacudió, y medio saltó medio gateó hacia su pretendida presa. El resto del rebaño, confuso, se alejó un poco al trote, y luego se giraron para mirar.
—¿Asustar? —murmuró Dag a las mujeres—. Yo diría que las ovejas están totalmente horrorizadas. El hombre de barro debe haber sido hecho a partir de un perro, o un lobo. Mirad, intenta moverse como uno, pero nada le funciona. No puede usar las manos como un hombre, y no puede usar las mandíbulas como un lobo. Está intentando desgarrar la garganta de esa estúpida oveja, pero todo lo que consigue es un bocado de lana. ¡Puaj!
Sacudió la cabeza con exasperación y piedad, bajó del porche, y caminó hacia el prado; tras él, Petti jadeó y Fawn ahogó un gritito.
Trotó hasta el final del camino, para dar un rodeo entre el hombre de barro y los bosques, y luego saltó la cerca. Estiró los hombros y sacudió el brazo derecho, intentando librarse del entumecimiento y el dolor de las magulladuras, y desenvainó el cuchillo. El aire matutino estaba lleno de humedad, el cielo gris, lila y rosa pálido convirtiéndose en turquesa más allá de la línea de los árboles. La hierba estaba mojada por la lluvia, con gotitas como plata derramada, y sus botas chapoteaban en el suelo saturado de agua. Rodeó algunas empapadas plastas de vaca y se acercó al hombre de barro. El nombre estaba bien puesto; la criatura estaba sucia, cubierta de estiércol, con el pelo apelmazado cayéndole sobre los ojos, y apestaba a incipiente podredumbre. La carne ya empezaba a perder tono y color, la piel se veía amarillenta y moteada. Enseñó los dientes para rugir a Dag y se quedó quieta, sin saber si atacar o huir.
Atácame, torpe y afligida pesadilla. Ahórrame el sudor de perseguirte.
—Vamos —canturreó Dag, agachándose un poco y juntando los brazos—. Terminemos. Te sacaré de aquí, lo prometo.
La criatura movió las caderas cuando se inclinó hacia delante, y Dag se preparó cuando saltó. Casi no acertó cuando tropezó en el salto, con las manos arañando el aire, torciendo y estirando el cuello en un vano intento de hundir sus demasiado humanas mandíbulas en el cuello de Dag. Dag paró una mano de garras negras con su brazo izquierdo, giró hacia un lado, y golpeó con el cuchillo.
Saltó hacia atrás cuando la sangre salió a chorros del cuello de la criatura, intentando ahorrarse hacer de nuevo la colada. El hombre de barro consiguió retroceder tres pasos, aullando sin palabras, antes de caer al suelo embarrado. Dag lo rodeó con precauciones, pero el golpe de gracia no fue necesario; el hombre de barro se estremeció y se quedó quieto, con los ojos vidriosos semiabiertos. Un mechón de lana sucia, pegado a sus labios, dejó de agitarse. Dioses ausentes, ésta ha sido una fea labor de limpieza. Pero hecha con limpieza, esta vez. Limpió su hoja en la hierba, planeando pedir un trapo a la granjera enseguida.
Se incorporó y dio la vuelta para ver a los granjeros reunidos en un aterrorizado grupo, aferrando sus herramientas, mirándole con la boca abierta. Tad vino corriendo desde la cerca y fue detenido por el brazo de su padre alrededor de su cintura cuanto intentó acercarse al cadáver.
—¡Te dije que te quedaras atrás!
—¡Está muerto, Pa! —Tad se liberó y miró a Dag con el rostro reluciente—. ¡Sólo fue hacia él y lo mató, como si no fuera nada!
Ah. Los últimos hombres de barro que esta gente había visto todavía estaban guiados por la voluntad de su hacedora, inteligentes y letales. No como este animal condenado, enfermo y confuso, atrapado en un cuerpo que no era el suyo. Dag no sintió ninguna apremiante necesidad de aclarar a los granjeros el verdadero alcance de su valor. Era mejor si seguían asustados de los hombres de barro. Sus labios se curvaron en una severa sonrisa, pero sólo dijo:
—Es mi trabajo. Pero enterrarlo queda para vosotros.
Los granjeros se apelotonaron en torno al cadáver, empujándolo con los mangos de las herramientas. Dag volvió a la casa, sin mirar atrás.
La mayoría de los animales se habían juntado en el extremo más alto del pasto, lejos del inquietante intruso. La yegua baya alzó la cabeza y olisqueó cuando pasó junto a ella. Se detuvo, secó su cuchillo en su cálido flanco, lo envainó, y le rascó la nuca, lo que hizo que la yegua bajara las orejas, dejara caer el labio, y suspirara contenta. Recordó la dura sugerencia de la granjera la noche anterior, que cogiera la yegua y se fuera. Tentadora idea.
Sí. Pero no solo.
Saltó la cerca, cruzó el patio, y volvió al porche. Fawn le miraba con una expresión de adoración casi igual a la de Tad, sólo que ella lo entendía mejor. La granjera tenía los brazos cruzados, dividida entre la gratitud y el enfado.
Dag se sintió de golpe harto de extraños desconfiados. Echaba de menos su patrulla, a pesar de todas sus incomodidades. Casi echaba de menos esas incomodidades, por su cómoda familiaridad.
—Hey, Chispita. Iba a esperar al carro y llevarte a Glassforge tumbada, pero he estado pensando. Podríamos montar los dos y cabalgar por donde vinimos el otro día, y no te sacudiría mucho más.
La cara de ella se iluminó.
—Mejor, me parece. Ese camino haría temblar los dientes, en carro.
—Incluso si nos lo tomamos despacio y con calma, podríamos llegar a la ciudad en unas tres horas. ¿Crees que no te cansará demasiado?
—¿Salir ya, quieres decir? Voy a por mi hatillo. ¡Sólo tardaré un momento! —Se dio la vuelta, rápida.
—Mete también mi arnés, ¿quieres? Y las otras cosas —el arnés del brazo, el saquito de los cuchillos, y la bolsa de lino con el hueso destrozado y los sueños; todo lo demás que había traído consigo, lo llevaba; todo lo que había tomado prestado, lo había devuelto.
Ella se detuvo, frunciendo los labios como si repasara el mismo inventario, y luego asintió vigorosamente.
—Bien.
—No des saltos. Y no brinques. ¡Despacio! —exclamó tras ella. La puerta de la cocina se cerró tras su risa.
Se dio la vuelta para encontrarse la mirada escrutadora de Petti. Levantó las cejas, mirándola.
Ella se encogió de hombros, y dijo con un suspiro:
—No es asunto mío, imagino.
Él se tragó un descortés asentimiento, convirtiendo el impulso en una más adecuada inclinación de cabeza, y se volvió para ir a por la yegua.
Para cuando había reanudado la cuerda a la brida para tener riendas y llevado la yegua al porche, murmurándole a la peluda oreja promesas de grano y un buen establo en Glassforge, Fawn había salido, sin aliento, con su hatillo al hombro, cubriendo a Petti de despedidas y agradecimientos. Su calidez sincera extrajo una sonrisa de la granjera, al parecer pese a sí misma.
—Ahora ten mucho más cuidado, niña —le dijo Petti.
—Dag me cuidará —Fawn le aseguró alegremente.
—Oh, sí —suspiró Petti, tras una breve pausa, y Dag se preguntó qué comentario se habría tragado—. Eso está claro.
Usando el porche como escalón, Dag se subió rápidamente a la grupa de la montura. Por fortuna, la yegua tenía el costillar ancho y no tenía cresta en el lomo, con lo que era tan cómoda como un cojín; no necesitó pedir prestada silla ni mantas de la granja. Tensó el tobillo derecho para que su pie sirviera de estribo a Fawn, y ella trepó y se sentó de través en su regazo como antes. Acurrucándose, se alisó las faldas y le deslizó el brazo derecho alrededor. Sorprendiéndole un poco, Petti se adelantó y puso un paquete en manos de Fawn.
—Es sólo pan y mermelada. Pero os irá bien en el camino.
Dag se tocó la sien.
—Gracias, señora. Por todo. —Su mano asió las riendas de cuerda de nuevo.
Ella asintió, rígida.
—A ti también —y, al cabo de un momento—: Piensa en lo que dije, patrullero. O al menos piensa.
Esto parecía no requerir respuesta alguna, o meterse en una larga discusión defensiva; Dag eligió prudentemente la primera opción, ayudó a Fawn a meter el paquete en su hatillo, asintió de nuevo, e hizo dar la vuelta a la yegua. Extendió su sentido esencial al límite en una última comprobación, pero no sintió nada en una milla a la redonda que se pareciera a un patrullero agobiado abriéndose paso a campo través, ni tampoco más hombres de barro moribundos.
Los cascos de la yegua baya aplastaban las duras achicorias, con sus flores azules como pedacitos de cielo desperdigados por las roderas, y las ondulantes margaritas. Los granjeros estaban arrastrando el cuerpo del hombre de barro hacia los bosques mientras ellos cabalgaban a lo largo de la cerca. Todos saludaron, y Sassa trotó hasta el final del camino a tiempo para decir:
—¿Ya salís para Glassforge? Yo iré pronto. ¡Si veis a nuestra gente, decidles que estamos bien! ¿Os veremos por la ciudad?
—¡Claro! —dijo Fawn.
—Quizá —dijo Dag. Añadió—: Si alguno de los míos se pasa por aquí, ¿querrás decirles que estamos bien y que nos reuniremos en la ciudad?
—¡Por supuesto! —dijo alegremente Sassa.
Y entonces el camino trazó una curva hacia los bosques, y la granja y toda su gente quedaron tras ellos. Dag respiró con alivio cuando la calma húmeda de la mañana de verano les envolvió, rota sólo por el suave sonido de los cascos de la yegua, el líquido trino de un cresta-roja, y el murmullo del riachuelo que el camino seguía, acrecentado por la lluvia. Una ardilla listada atravesó corriendo el camino ante ellos, desapareciendo entre las hierbas con un leve susurro.
Fawn estaba acurrucada, con la cabeza apoyada en su pecho, dejándose mecer, sin hablar durante un rato. Superada de nuevo por la fatiga de su pérdida de sangre tras la excitación de la mañana, juzgó Dag; como otros jovenzuelos heridos que había conocido, parecía propensa a sobreestimar sus capacidades, oscilando entre la actividad imprudente y el colapso. Esperaba que su recuperación fuera igualmente rápida. Era una carga cálida y cómoda, en equilibrio en su regazo. El paso de la yegua era en verdad más suave de lo que hubiera sido un carro en las roderas enlodadas, y no tenía intención de sacudir a ninguna de las dos con un trote. Unos cuantos mosquitos zumbaban a su alrededor en las sombras húmedas, y los apartó delicadamente de la suave piel de ella con una sacudida de su esencia hacia la de ellos.
El aroma de su piel y su pelo, la curva móvil de sus pechos cuando respiraba, y la presión de sus muslos en los de él le estimulaban, pero no tanto como la luz, la satisfacción, y la halagadora sensación de seguridad que bailaba en la compleja esencia de ella. No estaba excitada, pero su aire abierto, de absoluta aceptación física de su presencia, le hacía irracionalmente feliz, como un hombre caldeado por un fuego. La roja nota oscura de su profunda herida todavía acechaba bajo la superficie, y las sombras violetas de sus moratones nublaban su esencia al igual que su carne, pero los afilados destellos de dolor eran mucho menores.
Ella no podía sentir su esencia a su vez; no era consciente de su detallada inspección. Una mujer Andalagos hubiera sentido su agudo interés, y hubiera mirado igualmente hondo dentro de él si él no se cerraba, cambiando ceguera por privacidad. Sintiéndose perversamente culpable, se permitió usar sus sentidos internos en Fawn sin excusa de necesidad… o miedo de revelarse.
Era un poco como mirar los lirios de agua; y bastante más como oler una cena que no podía comer. ¿Era posible estar hambriento tanto tiempo como para olvidar el sabor de la comida, para que los latigazos del hambre se consumieran como ceniza? Eso parecía. Pero tanto el placer como el dolor quedaban en secreto en su corazón, en este caso. Recordó, súbitamente, el suelo al borde de una zona llagada en recuperación; su aspecto raquítico y mal nutrido, feo pero esperanzado. La llaga era una zona gris y muerta, insensible. ¿Era posible que el regreso de la vida verde doliera? Extraña idea.
Ella se agitó, abriendo los ojos para mirar las sombras de los bosques, aquí sobre todo de hayas, olmos, y robles rojos, con algún esporádico chopo o, en áreas más despejadas cerca del riachuelo, cornejos o ciclamores, ya sin flores. Manchas de luz solar decoraban las hojas de las ramas más altas, haciendo chispear las gotas de lluvia que aún quedaban.
—¿Cómo encontrarás a tu patrulla en Glassforge? —preguntó ella.
—Hay un hotel en el que las patrullas se quedan; lo convertimos en nuestro cuartel cuando estamos en esta zona. Es un cambio agradable respecto a dormir en el suelo. También es nuestra tienda-hospital. Estoy seguro de que más patrulleros aparte de mi Saun recibieron heridas cuando saltamos sobre aquellos bandidos la otra noche, de modo que es allí donde estarán. Están acostumbrados a nosotros.
—¿Estarás mucho tiempo?
—No estoy seguro. La patrulla de Chato iba camino al sur a través de Grace River cuando se desviaron por este problema, y mi patrulla estaba revisando un cuadrante al nordeste, cuando lo dejamos para venir aquí. Dependerá de los heridos, imagino.
Ella dijo, pensativa:
—Los Andalagos no dirigen el hotel, ¿verdad? Es gente de Glassforge, ¿no?
—Correcto.
—¿Qué trabajos hay en un hotel?
Él alzó las cejas.
—Doncella, cocinera, friegaplatos, mozo de establo, lavandera, pequeñas reparaciones… muchas cosas.
—Yo podría hacer algo de eso. Quizá podría conseguir trabajo allí.
Dag se tensó.
—¿Te habló Petti de su primo?
—¿Primo? —le miró con inocencia.
Evidentemente no.
—Nada… No importa. La pareja que dirige el hotel lo tiene desde hace años; está construido sobre el solar de una vieja posada, me parece, que antes era del padre de él. Mari lo sabrá. Es de ladrillo, tres pisos, muy bonita. En Glassforge hacen ladrillos tan buenos como su cristal, sabes.
Ella asintió.
—Vi algunas casas en Lumpton Market una vez, dicen que estaban hechas de ladrillo de Glassforge. Debió costarles mucho traerlo.
Él cambió un poco de postura bajo ella.
—En cualquier caso no habrá trabajo para ti hasta que dejes de desmayarte cada vez que te levantas. Es decir, hasta dentro de algunos días. Sí comes bien y descansas.
—Supongo —dijo ella, dudosa—. Pero no tengo mucho dinero.
—Mi patrulla se encargará de ti —dijo él con firmeza—. Te lo debemos por la malicia, recuerda. —Te lo debemos por tu sacrificio.
—Sí, muy bien, pero necesito mirar al futuro, ahora que estoy sola. Me alegro de haber conocido a los Horseford. Buena gente. Quizá me presentarán a gente, me ayudarán a empezar.
¿No pensaba volver a casa? Ni la imagen de ella volviendo a los dominios de Sunny el Estúpido ni la idea de que trabajara de doncella en Glassforge le hacían mucha gracia.
—Mejor vemos primero qué tiene que decir Mari sobre ese cuchillo, antes de hacer planes.
—Mmm. —Sus ojos se oscurecieron, y se acurrucó de nuevo.
La calma de los bosques descendió de nuevo, aliviando el espíritu de Dag. La luz y el aire y la soledad, la plácida yegua moviéndose cálida bajo él, y Fawn acurrucada contra su pecho, con su esencia librándose lentamente de su angustia acumulada, le pusieron de lleno en un presente que no pedía nada más de él, y al que tampoco pedía nada. Liberado, durante un momento, de una cadena interminable de deber y trabajo, que tiraba de él hacia un futuro agotador que no eligió, sino que simplemente aceptó.
—¿Cómo te encuentras? —murmuró al cabello de Fawn—. ¿Te duele?
—No peor que cuando estaba sentada desayunando. Mejor que anoche. Está bien.
—Bien.
—Dag…—dudó.
—¿Mmm?
—Qué hacen las mujeres Andalagos que se meten en un lío como el mío?
La pregunta le dejó confuso.
—¿Como cuál de todos?
Ella soltó un pequeño bufido.
—Imagino que he estado haciendo colección de problemas últimamente. Un bebé sin marido era en el que estaba pensando. Una viudez del heno.
Él percibió la pena y la culpa arañándola desde dentro con el recordatorio.
—Para nosotros no es exactamente así.
Ella frunció el ceño.
—¿Es que los Andalagos jóvenes son muy, muy… hum… virtuosos?
Él rió suavemente.
—No, si por virtuoso se entiende dejarse los pantalones abrochados. Hay otras virtudes que se buscan más. Pero la juventud es la juventud, seas granjero o Andalagos. Prácticamente todo el mundo pasa por un período de torpeza y errores mientras aprenden.
—Dijiste que la mujer invita al hombre a su tienda.
—Si es un hombre con suerte.
—Entonces cómo… —dejó morir la voz, confusa.
Él entendió por fin la pregunta.
—Oh. Son nuestras esencias, de nuevo. El momento del mes cuando una mujer puede concebir se muestra como un diseño muy hermoso en su esencia. Si el momento y el lugar son inadecuados para un niño, ella y su hombre simplemente se dan placer mutuamente de modo que no haya niños después.
Después de esto, el silencio de Fawn duró bastante tiempo. Entonces dijo:
—¿Cómo?
—¿Cómo qué?
—¿Cómo hacen… pueden hacer eso? ¿Cómo?
Dag tragó saliva con dificultad. ¿Cuánto podría no saber esta muchacha? Por la evidencia hasta el momento, bastante, reflexionó apenado. ¿Por dónde tendría que empezar?
—Bueno… Con las manos, por ejemplo.
—¿Manos?
—Tocándose mutuamente, hasta intercambiar descargas. Lenguas y bocas y otras cosas, también.
Ella parpadeó.
—¿Descargas?
—Se tocan el uno al otro como uno se tocaría a sí mismo, sólo que con mejor ángulo y compañía y, bueno, mejor en general. Menos… solitario.
Ella arrugó la cara.
—Oh. Los chicos hacen eso, lo sé. Imagino que las chicas podrían hacérselo a ellos, también. ¿Les gusta?
—Hum… en general —dijo con precaución. Este inesperado giro en la conversación lanzaba su mente a la carrera, y su cuerpo le seguía. Cálmate, viejo patrullero. Por fortuna, ella no podía sentir su ardiente perturbación—. A las chicas también les gusta. En mi experiencia.
Otro silencio largo, digiriendo esto.
—¿Es cosa de las damas Andalagos? ¿Magia?
—Hay trucos que puedes hacer con las esencias para que sea mejor, pero no. Las damas Andalagos y las chicas de granja son igualmente mágicas para esto. Y de todos modos, los granjeros también tienen esencias, es sólo que no pueden sentirlas —gracias sean dadas a los dioses ausentes.
Su expresión ahora era intensamente pensativa, y un balbuceo de excitación había empezado a agitarse también en ella. Él se dio cuenta de pronto de que no eran sólo sus heridas las que bloqueaban su flujo. Recordó algo que le había dicho una mujer mestiza en Tripoint, y que entonces apenas creyó: que algunas granjeras nunca aprenden a darse placer, o a conseguir la descarga. Se había reído ante su expresión. Vamos, vamos, Dag. Los hombres prácticamente tropiezan con sus partes. Las de las mujeres están todas metiditas bien adentro. Para nosotras pueden ser tan difíciles de encontrar como para los muchachos granjeros. Más de una granjera me ha agradecido el poder dar el mapa del tesoro a su marido, aunque se escandalizara al aprenderlo. Ya que él había tenido mucho que agradecerle también, se había dedicado a la tarea, apartando de su mente la ineptitud de los muchachos granjeros y, tras un rato, apartándola también de la mente de ella.
Aquello había sido mucho tiempo atrás…
—¿Qué otras cosas? —dijo Fawn.
—¿Perdón?
—Además de manos y lenguas y bocas.
—Sólo… no… nada… no importa —y ahora su erección ya era una seria molestia física.
A caballo, además. Había muchas cosas que no se debían intentar a caballo, ni siquiera sobre uno tan apacible como esta yegua. No pudo evitar recordar algunas de ellas, lo cual no ayudó.
Chispa no podía sentir su esencia. Podía estar ante ella rígido de lujuria, y mientras se dejara puestos los pantalones, ella no lo sabría. Y considerando sus recientes y desastrosas experiencias, no debería saberlo. Sería malo si se reía… no, mejor pensado, sería bueno si se reía. Malo si mostraba asco, o terror, o susto, tomándole por otro patán como Sunny el Estúpido o el pobre idiota al que había disparado en el trasero. Si se hacía insoportable, podría bajar del caballo y desaparecer en los bosques un rato, fingiendo responder a una llamada de la naturaleza. Lo cual sería cierto; no mentiría. Basta. Te lo has buscado tú. Sufre en silencio. Piensa en otra cosa. Puedes controlar tu cuerpo. Ella no puede notarlo.
Ella suspiró, se removió, le miró a la cara.
—Tus ojos cambian de color con la luz —observó, con tono de nuevo interés—. Al sol son de oro brillante, como monedas. A la sombra son marrones como té de especias. Por la noche son negros, como estanques hondos —al cabo de un momento, añadió—: Ahora están muy negros.
—Mmm —dijo Dag. Cada respiración le llevaba su aroma intoxicante a la boca, a la mente. Y no iba a dejar de respirar.
Un destello de movimiento en las copas de los árboles atrajo sus miradas.
—¡Mira, un halcón de cola roja! —gritó ella—. ¡Qué bonito! —Su cabeza y cuerpo giraron para seguir la pálida y pulcra silueta de translúcidas plumas rojas casi reluciendo contra el azul desvaído del cielo, y su manita caliente bajó para apoyarse. Directamente sobre la dolorosa erección de Dag.
Él dio un respingo tan brusco, que cayó de la yegua.
Aterrizó de espaldas con un golpe que le quitó el aliento. Por fortuna ella cayó sobre él y no debajo. Su peso era blando sobre él, su respiración acelerada por el sobresalto. Tenía las pupilas demasiado grandes para esta luz, y cuando se dio la vuelta y alargó una mano para apoyarse, su mirada quedó fija en la boca de él.
¡Sí! Bésame, hazlo. Su mano se sacudió, y la puso plana y rígida, con la palma sobre la hierba. Se humedeció los labios. La humedad de la hierba y del suelo empezó a empaparle la parte trasera de la camisa y pantalones. Podía sentir todas las curvas de su cuerpo, apretado contra el suyo, y cada trayectoria de su esencia. Dioses ausentes, estaba a medio camino de un enredo de esencias él solo…
—¿Estás bien? —jadeó ella.
El terror le atravesó, marchitando su erección, por si la caída le había sacudido algo por dentro que la hiciera sangrar de nuevo como el primer día. Le llevaría casi una hora llevarla de vuelta a la granja, y en su actual estado, quizá no sobreviviría a otra hemorragia.
Ella se le apartó de encima y se dejó caer sin gracia al suelo, jadeando.
—¿Tú estás bien? —preguntó él a su vez, con urgencia.
—Creo que sí —dio un pequeño respingo, pero se frotó el codo, no el vientre.
Él se incorporó y se pasó la mano por el pelo. ¡Tonto, tonto, condenado seas, presta atención…! Podrías haberla matado.
—¿Qué ha pasado? —preguntó ella.
—Yo… creí ver algo por el rabillo del ojo, pero sólo fue un efecto de luz. No pretendía encabritarme como un caballo —lo cual tenía que ser la peor excusa de toda su vida.
La yegua, de hecho, estaba menos alterada que ellos dos. Se había apartado cuando cayeron, pero ahora estaba a unas pocas yardas, mirándoles ligeramente asombrada. Como la diversión parecía haber terminado, bajó la cabeza y mordisqueó una matita de hierba.
—Sí, bueno, después del hombre de barro de esta mañana, no me extraña que estés nervioso —dijo Fawn amablemente. Miró en derredor, preocupada de nuevo, y luego le apoyó una mano en el hombro, se levantó, y trató de limpiarse la tierra de la manga.
Dag respiró hondo unas cuantas veces, dejando que su corazón se calmara, y luego se levantó también y fue a por la yegua. Un cercano árbol caído le pareció un buen escalón; llevó la yegua hasta allí, y Fawn le siguió obedientemente. Y si empezaban de nuevo con todo esto, Dag temió que acabaría en desgracia mucho antes de que llegaran a Glassforge.
—A decir verdad —mintió—, el brazo izquierdo se me estaba cansando un poco. ¿Crees que podrías montar a la grupa durante un rato?
—¡Oh! Lo siento. ¡Estaba tan a gusto, no pensé que te podría resultar incómodo! —se disculpó ella ansiosamente.
No tienes ni idea de lo incómodo que era. Sonrió para ocultar su culpabilidad, y para tranquilizarla, pero le salió una sonrisa más bien enloquecida.
Montaron de nuevo. Fawn se acomodó con los dos piececitos a un lado, y las dos manitas cerradas en torno a su cintura en un abrazo firme y cálido.
Y toda la firme resolución de Dag se derritió en el involuntario pensamiento: Más abajo. ¡Más abajo!
Apretó los dientes y hundió los talones en los inocentes flancos de la yegua para que fuera a un paso más vivo.
Fawn se equilibró, preguntándose si oiría de nuevo el corazón de Dag si apoyaba la cabeza en su espalda. Pensaba que se estaba recuperando bien esa mañana, pero el pequeño accidente le recordó lo cansada que estaba todavía, lo rápidamente que el esfuerzo la había dejado sin aliento. Dag estaba más cansado de lo que parecía, también, a juzgar por sus largos silencios.
Le daba vergüenza lo cerca que había estado de besarle, después de su torpe caída. Probablemente le habría clavado el codo en el estómago, y él había sido demasiado amable para decir nada. Incluso le había sonreído, al ayudarla a levantarse. Tenía los dientes apenas un poco torcidos, nada que importara, fuertes y sanos, con una muesquita fascinante en un diente delantero. Su sonrisa era siempre demasiado fugaz, pero era probablemente mejor para su raída dignidad que su auténtica sonrisa fuera aún menos frecuente. Si le hubiera sonreído de aquella manera tan besable cuando estaban aún tendidos en el césped, en lugar de lanzarle esa mirada tan peculiar —¿quizá de dolor reprimido?— probablemente hubiera hecho el ridículo más absoluto.
El feo nombre que le había dedicado Sunny durante su discusión a causa del bebé todavía se le atragantaba. Con una sola palabra burlona, Sunny había convertido de algún modo su intento de amar, su insaciable curiosidad, su tímido atrevimiento, en algo feo y vil. La había besado y manoseado en el trigal, a oscuras, y la había llamado su cosita bonita; el insulto vino después. Sospechoso, por tanto, pero aun así… ¿era típico en los hombres despreciar a las mujeres que les daban la atención que decían querer? A juzgar por algunos de los insultos que había oído aquí y allá, quizá sí.
No quería que Dag la despreciara, que la considerara algo mezquino. Pero claro, ella nunca diría de él que era típico.
Así que… ¿Dag era un solitario? ¿O afortunado?
De algún modo, no parecía afortunado.
¿Y cómo lo sabes? Su corazón sentía que lo conocía mejor que a cualquier hombre, no, que a cualquier persona que hubiera conocido. Pero era un sentimiento que no aguantaba el escrutinio. Podía estar casado, aunque había dicho que no. Podía tener hijos. Podía tener hijos casi de la edad de ella. ¿O quién sabía qué más? Él no había dicho nada. Había muchas cosas de las que no había hablado, ahora que lo pensaba.
Era sólo que… lo poco de lo que había hablado parecía muy importante. Como si ella se hubiera estado muriendo de sed, y todo el mundo le quisiera dar montones de áridas baratijas, y él le ofreciera una taza de agua pura. Sencilla. Bienvenida más allá del deseo o el mérito. Desasosegante…
El valle por el que cabalgaban se abrió, el riachuelo se lanzó por campo abierto, y el camino de granja se unió a la carretera recta por fin. Dag llevó a la yegua hacia la izquierda. Y cualquier oportunidad que acabara de desperdiciar había desaparecido para siempre.
La carretera estaba más concurrida hoy, y se llenó más a medida que se acercaban a la ciudad. O bien la desaparición de la amenaza de los bandidos había hecho que más gente saliera, o era día de mercado. O ambas cosas, decidió Fawn. Pasaron vagones de ladrillos y de mercancías que salían, tirados por grandes caballos, y cabalgaron junto a otros que volvían, no vacíos, sino llenos de leña, o de campesinos hablando de cosechas, y artesanías para vender. Oyó retazos de alegres conversaciones, con las chicas coqueteando con los conductores si no había adultos con ellas. Carros de granja y vagones de heno y, sí, incluso el carro de estiércol que había deseado en vano el otro día. El olor a humo de carbón y de leña llegaba a la nariz de Fawn incluso antes de que trazaran la última curva y la ciudad apareciera ante su vista.
Nada en esta llegada era como lo había imaginado cuando salió de casa, pero al menos había llegado. Había empezado algo, y había conseguido terminarlo. Era como romper una maldición. Glassforge. Por fin.