Capítulo 16

Fawn siguió a Dag al porche delantero y le miró preocupada mientras él se sentaba pesadamente en el escalón, con el codo izquierdo en la rodilla y la cabeza gacha. Hacia el oeste, detrás de la casa, los colores del ocaso empezaban a desaparecer; por el este, sobre el valle, las primeras estrellas asomaban en la bóveda turquesa. El calor del día empezó a atenuarse y el aire se suavizó. Fawn se sentó a la derecha de Dag y le tocó, insegura, la cara con la mano. Tenía la piel helada, y podía sentir los escalofríos que le recorrían el cuerpo.

—Te has quedado todo frío.

Él movió la cabeza, tragó saliva.

—Dame un poco de… —al cabo de algunos momentos se enderezó, respirando hondo—. Pensé que iba a echar toda la cena sobre mis pies, pero ahora me parece que no.

—¿Es normal esto? ¿Después de hacer estas cosas?

—No… No lo sé. No soy un hacedor. Quedó claro desde que cumplí los dieciséis. No tenía la capacidad de concentración necesaria. Tenía que estar moviéndome todo el rato. No soy un hacedor, pero esto…

—¿Sí? —le animó Fawn cuando él no siguió hablando.

—Esto ha sido una creación. Dioses ausentes. —Levantó el brazo izquierdo y se frotó la frente con la manga.

Ella le pasó un brazo por la cintura, intentando compartir su calor; no estaba segura de si ayudaría, pero él sonrió tembloroso ante el intento. Tenía el costado frío como el hielo.

—Deberíamos ir al fogón de la cocina. Te prepararé una bebida caliente.

—En cuanto pueda ponerme en pie —y añadió—: Podríamos ir rodeando la casa.

Por donde no tuvieran que arriesgarse a encontrarse con su familia. Ella asintió, comprensiva.

—El arte esencial —empezó, y su voz se apagó—. Tienes que entenderlo. El arte esencial de los Andalagos, su magia, podrías decir, consiste en tomar algo y hacerlo más real, más genuino, reforzando su esencia. Hay una mujer en Hickory Lake que trabaja con cuero, lo hace impermeable. Tiene una hermana que puede hacer que el cuero rechace las flechas. Puede hacer quizá un par de chaquetas al mes. Una vez tuve una.

—¿Funcionaba?

—Nunca tuve ocasión de comprobarlo mientras fue mía. Pero vi cómo otra rechazaba la lanza de un hombre de barro. La punta de hierro sólo dejó un arañazo en la superficie. De la chaqueta, no del patrullero —aclaró.

—¿Mientras fue tuya? ¿Qué pasó?

—Se la dejé al mayor de mis sobrinos cuando empezó a patrullar. Él se la dio a su hermana cuando ella empezó. Lo último que supe fue que el menor de los hijos de mi hermano la llevó consigo cuando salió del territorio. No estoy seguro de que las chaquetas sean tan útiles, porque pueden hacerte descuidado y no te protegen la cara o las piernas. Pero, ya sabes… uno se preocupa por los jóvenes. —Sus hombros se estaban relajando, pero su expresión siguió siendo tensa y distante—. Ese cuenco, sin embargo… Empujé su esencia hasta la naturaleza más pura de un cuenco, y el cristal se limitó a seguirla. Lo sentí con toda claridad. Excepto que, excepto que… —apoyó su frente contra la de ella, y habló en un susurro atemorizado—. Empujé con la esencia de mi mano izquierda, y no tengo mano izquierda y no tiene esencia. Lo que hubiera allí durante ese instante ya no está. Nunca he oído nada parecido. Pero los mejores hacedores no hablan mucho de su arte excepto entre sí. Así que no sé. No… no sé.

La puerta se abrió; Whit se deslizó hacia las sombras del porche.

—Hum… ¿Fawn?

—¿Qué, Whit? —dijo ella con impaciencia.

—Hum. Tía Nattie dice. Hum. Tía Nattie dice que ya está harta de tanta tontería y que te verá a ti y al patrullero en su habitación para terminar con esto de un modo u otro en cuanto el patrullero se sienta capaz. Hum. Señor.

Ocultos tras la cortina de su cabello, los labios de Dag temblaron un poco. Levantó la cara.

—Gracias, Whit —dijo con gravedad—. Dile a Tía Nattie que iremos enseguida.

Whit tragó saliva, bajó la cabeza, y huyó de vuelta al interior.

Se levantaron y rodearon la casa por el norte hacia la cocina, con Dag apoyando pesadamente su brazo izquierdo sobre los hombros de Fawn. Tropezó dos veces. Ella le hizo sentarse junto al fogón de la cocina mientras le preparaba un té de hojas de menta, sujetándole la taza para que lo bebiera. Para entonces Dag ya había dejado de temblar, y su piel estaba de nuevo seca y cálida. Fawn vio a sus padres y a Fletch atisbar tímidamente desde la oscuridad del pasillo, pero no dijeron nada y no entraron.

Tía Nattie estaba en el umbral de su oscura sala del telar.

—Bien, patrullero. Has estado volando un poco, me parece.

—Sí, señora, un poco —asintió Dag con cierta ironía.

—Fawn, haz entrar al patrullero y trae las luces que necesitéis. —Volvió a entrar en la oscuridad, arrastrando los pies y el bastón sobre las tablas del piso, no por cansancio, sino por la compañía que proporcionaba el sonido, como hacía a veces.

Fawn miró preocupada a Dag. La luz del fuego que había atizado brillaba rojiza sobre su piel, amarilla en su basta camisa blanca y el cabestrillo, y tenía los ojos oscuros y muy abiertos. Parecía cansado y confuso, y le dio la impresión de que le dolía el brazo, pero él sonrió para tranquilizarla y ella le devolvió la sonrisa.

—¿Estás listo? —preguntó.

—No estoy seguro, pero siento demasiada curiosidad para que me importe. Probablemente no sea una cualidad que lleve a la longevidad en un patrullero, pero ya ves.

Ella bajó de la repisa de la chimenea la lámpara de mecha con el quinqué mellado y la encendió, cogiendo de paso el candelabro de hierro de tres brazos, y abrió el camino. Ahogando un uf, él se levantó de la silla y la siguió.

Nattie llamó desde su habitación.

—Cierra las dos puertas, cariño. Así no se oirá nada de fuera.

Ni de dentro, pensó Fawn. Cerró con el pie la puerta de la cocina y rodeó el telar y los montones de equipo de Dag. En el dormitorio, Nattie se sentó en su estrecha cama e hizo un gesto indicando la cama de enfrente. Fawn dejó la lámpara y el candelabro sobre la mesa, encendió las velas, y fue a cerrar la puerta del dormitorio. Dag la miró y se sentó frente a Nattie, haciendo crujir las cuerdas del armazón de la cama, y Fawn se sentó a su izquierda.

—Aquí estamos, Tía Nattie —anunció ella, a lo cual Dag añadió:

—Señora.

Nattie enderezó la espalda haciendo una mueca, y luego se inclinó hacia delante apoyándose en el bastón; sus ojos perlados parecieron mirarles con inquietante agudeza.

—Bien, patrullero. Te voy a contar una historia. Y luego te voy a hacer una pregunta. Y luego veremos qué hacemos.

—Estoy a tu disposición —dijo Dag, con la estudiada cortesía que Fawn había aprendido a identificar como cautela oculta.

—Eso lo veremos —rezongó ella—. Sabes, no eres el primer Andalagos que conozco.

—Lo he sentido.

—Llevo una vida aburrida, en su mayor parte. He vivido en esta casa desde que Tril se casó con Sorrel hace casi treinta años. Casi no salgo de la granja salvo para ir al mercado en West Blue o a algún concurso de costura de vez en cuando.

De hecho, Nattie hacía ambas cosas con regularidad, siendo como era proveedora habitual de buenas telas y muy aficionada a los cotilleos del pueblo, pero Fawn evitó interrumpir este torrente de… lo que fuera a ser esto. ¿Recuerdos?

Al parecer sí, porque Nattie siguió:

—Bueno, el verano antes de que naciera Fawn fue una mala época. Su madre estaba enferma, y los chicos eran muy traviesos, y su padre tenía demasiado trabajo, como siempre. Yo no conseguía dormir bien, de modo que iba a recolectar a los bosques del norte por la noche, cuando todos se habían ido a la cama. Los chicos por entonces eran más un estorbo que una ayuda en los bosques.

Tendrían entre tres y diez años más o menos; Fawn podía imaginárselo, y se estremeció.

—Raíces y hierbas y plantas para medicinas y tintes, ya sabes. La noche es más tranquila, y los aromas son más intensos. Yo quería sobre todo algo de jengibre silvestre para Tril, para hacerle un té que le calmara el estómago. Pero lamenté la paz de aquella noche, porque me caí y me torcí el tobillo de mala manera. Pedí ayuda durante un rato, pero estaba demasiado lejos de la casa para que se me oyera.

Ciertamente, los bosques en la empinada ladera norte del valle al norte de la granja se extendían tres millas antes de la siguiente granja. Fawn hizo un ruidito para animarla a seguir, en vez de asentir.

—Me imaginé que estaba destinada a quedarme allí entre el rocío hasta la mañana, cuando me echarían de menos, pero oí un sonido entre las hojas; pensé que era un lobo o un oso que venía a comerme, pero era un patrullero Andalagos. Al principio pensé que casi prefería al oso, pero resultó ser un joven muy agradable.

»Me puso las manos en el pie y me lo alivió muchísimo, y luego me tomó en brazos y me llevó de vuelta a casa. Por entonces yo estaba más delgada, en realidad era bastante guapa. No era ni mucho menos tan alto como tú —inclinó la cabeza aproximadamente hacia Dag—, pero era fuerte. Una voz bonita, casi tan profunda como la tuya. Me explicó que venía de intercambio desde un campamento lejos al este, y que era su primera patrulla por esta zona; me dio la impresión de que se sentía solo y echaba de menos su casa. En cualquier caso, le di de comer en la cocina, y él me vendó el pie de lo más bien.

»No sé si es que decidió adoptarme como tía, o si era más bien como un chico que encuentra un pájaro con el ala rota y lo convierte en su mascota, pero la madrugada siguiente alguien llamó a mi ventana. Había vuelto para darme unas medicinas, algunas para mi pie y otras para el estómago de Tril, aunque en esa ocasión no se quedó. Los polvos funcionaron de maravilla, debo decir —suspiró, recordando con satisfacción.

—Se fue y no pensé más en ello, pero al verano siguiente, hacia la misma época del año, sonaron de nuevo los golpes en mi ventana. Montamos un pequeño picnic en el porche trasero, en la oscuridad, y hablamos. Se alegró de oír que habías nacido bien, Fawn. Me dio algunos regalitos y yo le di comida y telas. Al verano siguiente igual; me acostumbré a esperarle.

»Al año siguiente volvió de nuevo, pero no solo. Trajo a su nueva esposa, sólo para enseñármela, me parece, de lo orgulloso que estaba. Me enseñó las pulseras de matrimonio de los Andalagos, los cordones de unión, como los llaman, porque sabía que me interesaban todas las cosas que tienen que ver con la artesanía, hilos y cordones y trenzados, aparte de tejer y hacer punto. Me dejaron cogerlos y palparlos. Me dieron un sobresalto, vaya que sí. No eran sólo cordones trenzados. Eran mágicos.

—Sí —dijo Dag con cautela, y ante la mirada llena de curiosidad de Fawn, explicó—: Los novios ponen un poco de su esencia en su cordón. La ceremonia de unión de los cordones entrelaza las dos esencias, y luego se las cambian, la de él por la de ella.

—¿De verdad? —dijo Fawn, fascinada, intentando recordar si había visto tales pulseras entre los patrulleros en Glassforge. Sí, porque Mari tenía una, y también un par de los otros patrulleros más viejos, Había pensado que sólo eran decorativas—. ¿Hacen algo? ¿Puedes enviar mensajes?

—No. Bueno, si uno de los cónyuges muere, el otro lo siente, porque la esencia desaparece del cordón de unión. A menudo se guardan aparte para que no se desgasten, aunque si se rompen se pueden rehacer. Pero si uno de los cónyuges está de patrulla, el otro en el campamento normalmente se pone el cordón. Sólo… para saber. Para el que está de patrulla es un sobresalto aún mayor, porque no esperas… Lo he visto dos veces. No es agradable. Hay un terror especial en saber qué ha pasado pero no cómo, excepto que ya es demasiado tarde, y la idea de que, ya sabes, quizá el cordón simplemente se quemó en algún incendio en la tienda o algún accidente así; suficiente esperanza para que sea una tortura, pero no la suficiente para tranquilizarte. Cuando desperté en la tienda-hospital después de…

La habitación quedó tan silenciosa que Fawn pensó que podía oír arder las velas.

Alzó la cara hacia la de él y dijo, un poco burlona:

—Sabes, tienes que terminar ese tipo de frases o no empezarlas.

Él suspiró y asintió.

—Creo que a ti te lo puedo decir. Si no puedo no tengo derecho a… en fin. Decía que, cuando me desperté en la tienda-hospital después de Wolf Ridge, mi mano no estaba, ni tampoco el cordón de unión de Kauneo, que llevaba en ese lado. Perdido en la cresta. Supongo que ocasioné algunos problemas al intentar encontrarlo, porque tampoco estaba muy bien de la cabeza. No quisieron decirme que estaba muerta mientras no estuviera más fuerte, pero tuvieron que hacerlo, y no les creí. Si podía encontrar el cordón, pensé, podía probar que se equivocaban. Se me pasó con el tiempo.

Apartó la mirada mientras hablaba. Fawn tomó aire y lo dejó escapar lentamente entre los dientes. Él la miró de nuevo y sonrió, o algo así, e intentó mover la mano para coger la de ella, estremeciéndose cuando el cabestrillo se la detuvo dolorosamente.

—Hace mucho tiempo de aquello —murmuró.

—Antes de que yo naciera.

—Ciertamente —tras un momento, añadió—: No sé por qué me consuela esa idea, pero lo hace.

Nattie había ladeado la cabeza, escuchando intensamente; cuando él no siguió hablando, ella dijo:

—Bueno, yo sé una cosa, patrullero. Sin esos cordones de unión, a ojos Andalagos no estáis casados.

Él asintió lentamente, y luego recordó decir en voz alta:

—Sí. Es decir, son la prueba visible de un matrimonio válido, como los registros del secretario de vuestro pueblo y escribir el nombre en el libro de la familia con todas las firmas de los testigos debajo. La unión de los cordones es el corazón y el núcleo de una boda. La comida y la música y los bailes y las discusiones entre parientes son añadidos.

—Aja —dijo Nattie—. Y ahí está el problema, patrullero. Porque si tú y Fawn vais a plantaros en el salón ante la familia y ante todos y decir lo que queréis, y escribir vuestros nombres e intercambiar vuestras promesas, me parece a mí que ella se casará, pero no. Dije que tenía una pregunta, y es ésta. Quiero saber exactamente qué pretendes, por qué crees que esto no se torcerá de algún modo y la dejará llorando.

Fawn se preguntó durante un momento por qué a él se le hacía responsable de sus lágrimas futuras, pero no a ella por las de él. Supuso que sería la condenada edad de nuevo. Parecía injusto, desequilibrado, de algún modo.

Dag guardó silencio durante algunas respiraciones. Finalmente alzó la barbilla, y dijo:

—Cuando vine aquí por primera vez, no llevaba intención de meterme en una boda de granjeros. Pero no me llevó mucho tiempo ver lo poco que su familia apreciaba a Chispa. Salvo por los presentes —añadió a toda prisa. Nattie asintió sombría, sin discutir—. La quieren e intentan cuidar de ella, cierto, de manera un poco despistada, un poco equívoca. Pero no parecen verla, no como es. No como yo la veo. Es cierto que no tienen sentido esencial, pero aun así… Quizá el pasado nuble el presente, quizá es que no han mirado últimamente, quizá nunca miraron de verdad, no lo sé. Pero el matrimonio parece elevar la posición de una mujer en una familia granjera. Pensé que podía darle eso, fácilmente. Bueno, parecía fácil al principio. Ahora no estoy tan seguro —suspiró—. Pero dejé muy claro lo de la viudez.

—Parece un regalo vacío, patrullero.

—Sí, pero aquí no puedo hacer una unión de cordones. No puedo hacer el cordón, para empezar; hacen falta dos manos y no tengo ninguna, y no estoy seguro de que Fawn pueda hacer uno en absoluto, y no tenemos a nadie para dar las bendiciones y atar los nudos. Pensaba que cuando llegáramos a Hickory Lake podría intentar hacer allí la unión de cordones, a pesar de las dificultades.

—¿Y crees que tu familia aprobará la idea?

—No —dijo él francamente—. Espero que haya problemas. Pero hasta ahora he sido más terco que todo lo que la vida me ha tirado a la cara.

—En eso tiene razón, Tía Nattie —se atrevió a decir Fawn.

—Mmm —dijo Tía Nattie—. ¿Entonces qué pasará si la expulsan? Cosa que los Andalagos han hecho antes a pretendientes granjeros, tengo entendido.

Dag se quedó muy silencioso durante un momento, y luego dijo:

—Me iría con ella.

Nattie alzó las cejas.

—¿Te apartarías de tu gente? ¿Podrías?

—No por elección —se encogió de hombros, fracasando al intentar ocultar su incomodidad—. Pero si ellos eligen apartarse de mí, no puedo evitarlo.

Fawn parpadeó, inquieta de pronto. Sólo había pensado en la alegría que se darían mutuamente. Pero esa barca parecía ir remolcando un buen número de barcazas que no había visto antes. Dag sí, por lo que parecía.

—Huh-huh-hum —dijo Nattie, Golpeó levemente su bastón sobre el suelo—. Yo también estoy pensando, patrullero. Yo tengo dos manos. Fawn también, de hecho.

Dag se quedó muy quieto, mirando intensamente a Nattie.

—No… estoy nada seguro de que eso vaya a funcionar —tras una pausa más larga, añadió—: Tampoco estoy seguro de que no lo vaya a hacer. Tengo algunos conocimientos. Fawn conoce esta tierra, puede reunir los elementos necesarios. Pelo de ambos, otras cosas. El mío es un poco corto.

—Sé trucos para tratar con fibras cortas —dijo Nattie con ecuanimidad.

—Tienes más que eso, me parece. Chispa… —Dag se volvió hacia ella—. Tráeme algo del trabajo de tu tía. Quiero tocar algo que haya hecho ella. Algo especialmente delicado, ¿me entiendes?

—Creo que sé lo que quiere. Mira en el arcón a los pies de mi cama, cariño —dijo Nattie—. La camisa nupcial de Fletch.

Fawn se puso en pie de un salto, fue hacia el arcón de madera, y levantó la tapa. La camisa estaba encima del todo. La cogió por los hombros, dejando que la tela blanca se desplegara. Estaba casi terminada, salvo por los puños. Los bordados de las mangas y de los hombros eran suaves al tacto, y los botones, ya cosidos a la pechera, eran de iridiscente nácar tallado, frescos y suaves.

La llevó a Dag, que la extendió en su regazo, tocándola torpemente y con cuidado con las puntas de los dedos de su mano derecha y, con más precaución, pasando su garfio por encima, con cuidado para que no se enganchara.

—Esto no es sólo de una fibra, ¿verdad?

—Lino para dar resistencia, algodón por la suavidad, un poco de lino de ortiga para dar brillo —dijo Nattie—. Lo hilé yo misma a propósito.

—Las mujeres Andalagos nunca hilan ni tejen hilos tan finos. Lleva demasiado tiempo, y nunca tenemos suficiente.

Fawn miró su áspera camisa, que había creído de mala calidad, con nueva apreciación.

—Recuerdo ayudar a Nattie y a mamá a disponer el telar para esa tela, el invierno pasado. Costó tres días, y fue tan aburrido y tan meticuloso que pensé que me pondría a gritar.

—Los telares de los Andalagos son pequeños y ligeros, del tipo que se puede desmontar y llevar fácilmente cuando cambiamos de campamento. Nunca podríamos llevarnos la gran estructura de madera de tu tía. Es una herramienta de granjeros. Sésil, tan mala como graneros o casas. Objetivos… —bajó de nuevo la mirada hacia la tela—. Hay buena esencia aquí. Solía ser plantas, y… y criaturas. Ahora la esencia ha sido totalmente transformada. Es todo camisa, entera. Es una buena creación, sí que lo es. —Levantó el rostro y miró a Nattie con nueva e intensa curiosidad—. Hay bendiciones entrelazadas.

Fawn hubiera jurado que una sonrisa orgullosa pasó por los labios de Nattie, pero la expresión pasó demasiado rápido para estar segura.

—Lo intenté —dijo Nattie con modestia—. Es una camisa de boda, después de todo.

—Hum. —Dag se irguió, indicando a Fawn con la cabeza que ya podía llevarse la camisa.

Ella la plegó cuidadosamente y la devolvió al arcón. Había tensión entre Nattie y Dag, y no se atrevió a pasar entre los dos, por si algo delicado se rompía como una telaraña.

Dag dijo:

—Estoy dispuesto a intentar hacer los cordones de unión si tú lo estás, Tía Nattie. Seguro que cambiaría mucho la discusión en casa. Si no funciona, no estaremos peor que antes, salvo por la decepción, y si funciona… habremos adelantado mucho.

—¿Adelantado mucho hacia dónde? —preguntó Nattie.

Dag gruñó divertido.

—Lo sabremos cuando lleguemos, supongo.

—Bien dicho —admitió Nattie amablemente—. Muy bien, patrullero. Es un trato.

—¿Quieres decir que hablarás a nuestro favor con mamá y papá? —Fawn quería brincar y dar gritos.

Lo convirtió en un más comedido gritito y saltó a la cama para dar a Nattie un abrazo y un beso.

Nattie la rechazó sin mucho entusiasmo.

—Vamos, vamos, cariño, no te pongas así. Me vas a dar repeluznos. —Se sentó erguida y orientó de nuevo la cara hacia el hombre sentado frente a ella—. Otra cosa… Dag. Si quieres oírme.

Él alzó las cejas ante el desacostumbrado uso de su nombre.

—Se me da bien escuchar.

—Sí, he notado eso en ti. —Pero entonces Nattie guardó silencio. Se movió un poco, como si se sintiera avergonzada o… ¿o tímida? No podía ser…—. Antes de que ese joven Andalagos se fuera, me dio un último regalo. Porque dijo que le apenaba irse sin que yo le hubiera visto nunca la cara. Bueno, en realidad fue su mujer la que me lo dio, imagino. Al parecer era bastante buena con curaciones Andalagos, como lo que hizo él con mi tobillo cuando nos conocimos.

—Armonizar esencias —interpretó Dag—. ¿Sí? Es un poco íntimo. De hecho, es muy íntimo.

La voz de Nattie se convirtió casi en un susurro, como si estuviera confesando oscuros secretos.

—Fue como si me dejara sus ojos un rato. Él no era muy diferente a como lo había imaginado, no muy guapo pero atractivo. Aunque no esperaba el pelo rojo y un bronceado tan brillante en un tipo que pasaba el día durmiendo y la noche por ahí. Me sorprendió un poco. —Guardó silencio largo rato—. Sabes, nunca he visto la cara de Fawn. —El tono despreocupado de su voz no engañó a nadie de los presentes, pensó Fawn, incluso sin el pequeño temblor al final.

Dag se echó hacia atrás, parpadeando.

En el silencio, Nattie dijo insegura:

—Quizá estás demasiado cansado. Quizá es… demasiado difícil. Demasiado.

—Hum… —Dag tragó saliva, y se aclaró la garganta—. Estoy muy cansado esta noche, lo admito. Pero estoy dispuesto a intentarlo, por ti. No estoy seguro de que vaya a funcionar, eso es todo. No quisiera decepcionar.

—Si no funciona, no estaremos peor que antes. Como has dicho.

—Lo he dicho —admitió él. Sonrió débilmente a Fawn—. ¿Me cambias el sitio, Chispa?

Ella bajó de la cama de Nattie y ocupó el lugar de Dag en la suya, mientras él se sentaba junto a Nattie. Cuadró los hombros y sacó el brazo del cabestrillo.

—Ten cuidado con el brazo —avisó Fawn preocupada.

—Creo que lo puedo levantar desde el hombro sin problemas, si no muevo los dedos o lo uso para levantar peso. Nattie, voy a tocarte las sienes. Puedo usar mis dedos para el lado derecho, pero me temo que tendré que tocarte con la curva del garfio en el izquierdo, aunque sea sólo por el equilibrio. No saltes, ¿eh?

—Lo que tú digas, patrullero. —Nattie se sentó muy erguida, muy quieta.

Se humedeció nerviosamente los labios. Sus ojos perlados estaban muy abiertos, mirando al espacio. Dag se acercó a ella, alzando mano y garfio a ambos lados de su cabeza. Aparte de su expresión introvertida, no había absolutamente nada que ver.

Fawn vio el momento sólo porque Nattie parpadeó y jadeó, desviando la mirada hacia Dag.

—Oh. —Y luego, con impaciencia—. No, no mires a esa vieja gorda. No quiero verla, y además, no es verdad. Mira allí.

Solícitamente, Dag giró la cabeza, paralela a la de Nattie aunque mucho más alta. Sonrió a Fawn. Ella le devolvió la sonrisa, con la respiración acelerada por la ilusión que flotaba en la habitación.

—Cielos —suspiró Nattie—. Cielos —el momento se alargó. Luego dijo—: Vamos, patrullero. No hay nada humano en todo el ancho y verde mundo que pueda ser tan bonito como eso.

—Es lo que pensé —dijo Dag—. Estás viendo su esencia además de su cara, sabes. La ves como yo la veo.

—Como tú la ves, dices —susurró Nattie—. Como tú. Eso explica muchas cosas. —Fijó sus ojos en Fawn con expresión hambrienta, como si quisiera memorizar esa visión ciega. Sus ojos se llenaron de lágrimas, que brillaron a la luz de las velas.

—Nattie —dijo Dag, con una mezcla de diversión y pena en la voz—, no puedo mantener esto mucho tiempo. Lo siento.

—Está bien, patrullero. Es suficiente. Bueno, no lo es. Pero ya sabes.

—Sí. —Dag suspiró y se echó hacia atrás, encorvando la espalda. Colocó de nuevo torpemente el brazo en el cabestrillo y luego se dobló en dos, mirando al suelo.

—¿Te encuentras mal otra vez? —preguntó Fawn, preguntándose si debería ir a por una palangana.

—No. Pero me duele la cabeza. Y hay cositas flotando en mi campo de visión. Ya van desapareciendo. —Parpadeó rápidamente y se enderezó de nuevo—. Ay. Me estáis agotando entre todos. Me siento como si acabara de volver de recorrer las rejillas durante diez días seguidos. Con mal tiempo. Sobre peñascos.

Nattie se sentó muy recta, con las lágrimas corriéndole por la cara como agua por un acantilado. Se frotó las mejillas y miró en torno a la habitación que ya no podía ver.

—Vaya, he estado metida en un agujero mugriento todo este tiempo, Fawn, cariño. ¿Por qué no lo dijiste? Voy a hacer que los chicos me pinten las paredes, eso voy a hacer.

—Me parece una buena idea —dijo Fawn—. Pero yo no estaré aquí.

—No, pero yo sí. —Nattie respiró hondo, resueltamente.

Tras algunos minutos más para recuperar su estabilidad, Nattie plantó el bastón en el suelo y se levantó.

—Bien, vamos, venid los dos. Vamos a empezar con esto.

Fawn y Dag salieron tras ella del cuarto del telar; una vez pasaron la puerta de la cocina, Fawn se acercó al lado izquierdo de Dag, y él le pasó el brazo por la espalda para darle apoyo, y quizá también para apoyarse él. Toda la familia estaba sentada en torno a la mesa con la lámpara, Mamá y Papá y Fletch en el extremo más cercano a ellos, Reed y Rush y Whit al otro. Alzaron la vista, cautelosos. Si habían estado hablando, habían mantenido las voces muy bajas; o quizá no se habían atrevido a hablar en absoluto.

¿Están todos? —murmuró Nattie.

—Sí, Tía Nattie.

Nattie se colocó en el centro de la cocina y golpeó el suelo con su bastón, irguiéndose para una Declaración Formal como Fawn había visto escasísimas veces, la última cuando Nattie zanjó la discusión con los airados Bowyers por los daños de aquella carrera de vacas con los gemelos y Whit, años atrás. Nattie tomó una larga bocanada de aire; todos los demás contuvieron el aliento.

—Estoy satisfecha —anunció en voz alta—. Fawn tendrá su patrullero. Dag tendrá su Chispa. Ocupaos de eso, Tril y Sorrel. El resto —los miró; cuando se lo proponía, la mirada fija de sus ojos ciegos causaba un efecto extraordinario—, ¡comportaos, por una vez!

Y se dio la vuelta y caminó rápidamente de vuelta a la sala de su telar. En caso de que alguien fuera lo bastante estúpido como para discutir su última palabra, giró garbosamente el bastón y cerró con él la puerta de golpe.

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