Capítulo 6

Ante la aprobación de Dag, Fawn se durmió de nuevo después de comer. Bien, dejemos que duerma y se recupere de la pérdida de sangre. Ya tenía práctica en traducir los coágulos de los vendajes en una estimación de volumen. Cuando dobló mentalmente la cantidad para compensar el hecho de que ella tenía la mitad de tamaño que la mayoría de hombres de los que había cuidado, se sintió muy agradecido de que la hemorragia se estuviera deteniendo.

Volvió de ver a la yegua baya, que ahora descansaba en los pastos de la parte delantera, cuya cerca había reparado a base de tomar un par de tablones de la cerca de enfrente, para encontrar a Fawn despierta y sentada con la espalda apoyada contra la pared de la cocina. Tenía la cara seria y tranquila, y se pasaba aburrida los dedos por los rizos, abundantes pero enredados.

Le miró.

—¿Tienes un peine?

Él se pasó la mano por el pelo.

—¿Tan mal aspecto tiene?

Su sonrisa fue demasiado débil para su gusto, aunque la broma no merecía más.

—Para ti no. Para mí. Normalmente llevo el pelo recogido, porque si no queda hecho un desastre. Como ahora.

—Tengo uno en mis alforjas —dijo él, sardónico—. Creo. Suele acabar en el fondo. No lo he visto desde hace cosa de un mes.

—Eso sí me lo creo —arrugó un poquito los ojos, y luego se puso seria de nuevo—. ¿Por qué no llevas el pelo arreglado como los otros patrulleros?

Se encogió de hombros.

—Hay muchas cosas que puedo hacer con una sola mano. Trenzar pelo no es una de ellas.

—¿No podría hacértelo alguien?

Él se estremeció.

—No si no hay nadie. Además, ya necesito bastantes favores.

Ella pareció extrañada.

—¿Tan limitada es la oferta?

Él parpadeó. ¿Lo era? Aguda pregunta. Se preguntó si su pasión por demostrar que era capaz de arreglárselas sin ayuda, tomada tan en serio tras su mutilación, era algo que podía dejarse atrás. Es difícil perder las viejas costumbres.

—Quizá no. Miraré arriba, a ver qué encuentro —la miró por encima del hombro—. Tú, tiéndete —ella se recostó obedientemente, aunque hizo un mohín.

Volvió con un peine de madera que encontró tras un arcón derribado. Tenía tantas mellas como un anciano, pero vio que serviría. Ella estaba sentada de nuevo, con la piedra envuelta en tela a un lado: una buena señal.

—Toma, chispa; cógelo —le lanzó el peine, y la estudió cuando ella alzó la mano sorprendida y el peine rebotó contra sus dedos.

Le miró con repentina curiosidad.

—¿Por qué dijiste «¡Mira!» cuando me arrojaste el saquito de los cuchillos?

Es rápida.

—Un viejo truco de entrenamiento de patrulleros. Para las chicas, y algunos otros, que dicen que no pueden coger cosas al vuelo. Normalmente es porque ponen demasiado empeño. La mano sigue al ojo si la mente no la hace tropezar. Si les grito que cojan la pelota, o lo que sea, fallan, porque ésa es la imagen que tienen en la cabeza. Si les digo que cuenten las vueltas, va directa a su mano sin que se den cuenta. Y piensan que soy una maravilla —sonrió, y ella devolvió tímidamente la sonrisa—. No sabía si habías jugado a lanzar cosas con esos hermanos tuyos o no, de modo que elegí la vía más segura. En caso de que fuera la única que teníamos.

La sonrisa de ella se convirtió en una mueca.

—Sólo el juego donde me lanzaban al estanque. Que en invierno no era tan divertido. —Miró el peine con curiosidad, y empezó a desenredarse el pelo.

Tenía el cabello elástico y sedoso y del color de la medianoche, y Dag no pudo evitar pensar en lo suave que sería al tacto. Otra razón para desear tener dos manos. Recordó de nuevo su aroma, tan cercano la noche anterior. Y quizá haría mejor yendo a ver de nuevo a la yegua.

Al final de la tarde, Fawn se quejó por primera vez de que tenía calor, lo que Dag pareció tomar como una buena señal. Él dijo que se estaba asando, colocó un asiento acolchado fuera en el porche, a la sombra, y dejó que se levantara apenas lo necesario para ir a sentarse allí. Ella se acomodó con la espalda contra la pared, mirando la brillante luz del verano. Los campos verdes, y el verde más oscuro de los bosques, parecían engañosamente tranquilos; el caballo pastaba al otro extremo del prado. La caseta quemada había dejado de humear. La ropa de ayer, de ella y de él, estaba tendida al sol sobre la cerca, y Fawn se preguntó cuándo la habría lavado Dag. Dag se sentó en el suelo a su izquierda, estiró las piernas, echó atrás la cabeza, y suspiró cuando la suave brisa les acarició.

—No entiendo por qué se retrasa mi patrulla —comentó él al cabo de un rato, abriendo de nuevo los ojos para mirar camino abajo—. Mari no se suele perder en los bosques. Si no aparecen pronto, tendré que intentar enterrar yo solo a esos pobres perros. Están empezando a oler.

—¿Perros?

Hizo un gesto de disculpa.

—Los perros de la granja. Los encontré ayer tras el granero. Al parecer fueron los únicos animales que no se llevaron. Creo que murieron defendiendo a los suyos. Pensé que debían ser enterrados como es debido, quizá en los bosques, a la sombra. A los perros les debe gustar eso.

Fawn se mordió el labio, preguntándose por qué esto hacía que quisiera estallar en llanto, cuando no había llorado por su propia hija.

El la miró y su expresión se volvió reservada.

—Entre las mujeres Andalagos, una pérdida como la tuya sería un duelo privado, pero no estaría tan sola. Quizá tendría a su hombre, sus amigos, o su familia con ella. Tú me tienes sólo a mí. Si necesitas —inclinó la cabeza, nervioso— llorar, ten la seguridad de que no lo confundiría con debilidad ni cobardía.

Fawn negó con la cabeza, con los labios tensos.

—¿Debería llorar?

—No lo sé. No conozco a las granjeras.

—No es por ser granjera —alargó la mano, que se cerró en un espasmo—. Es por ser estúpida.

Tras un momento, él habló en un tono muy neutral.

—Usas mucho esa palabra. Me hace preguntarme quién solía azotarte con ella.

—Mucha gente. Porque lo era —miró a su regazo, donde sus manos retorcían la tela de su holgado camisón—. Es curioso que pueda contarte esto. Supongo que es porque nunca te había visto antes, ni te volveré a ver —el hombre estaba limpiando sus asquerosos coágulos, después de todo. Antes de ayer, el mero pensamiento la hubiera matado de vergüenza. Recordó la pelea en la cueva, el hombre-oso… el aliento letal de la malicia. ¿Qué era una historia estúpida, comparada con aquello?

Esta vez el silencio de él adquirió una cualidad cómoda, atenta. Sin prisas. Ella sintió que podía llenarlo a su propio ritmo. En los campos, se oía el chirrido de algunos insectos de verano.

Habló en voz baja:

—No pretendía tener un bebé. Quería, quería, otra cosa. Y luego estaba tan asustada, y tan enfadada…

Tanteando el camino tan cuidadosamente como un cazador en los bosques, él dijo:

—Las costumbres de los granjeros no son como las nuestras. Oímos historias y canciones bastante melodramáticas sobre ellos. Tu familia… ¿te echaron? —hizo una mueca.

Fawn no estaba segura de por qué.

Ella negó con la cabeza.

—No. Hubieran cuidado de mí y de la niña, si hubieran tenido que hacerlo. No se lo dije. Me escapé.

La miró sorprendido.

—¿De un lugar seguro? No comprendo.

—Bueno, no pensé que el camino sería tan peligroso. Aquella mujer de Glassforge lo recorrió, después de todo. Me pareció un trato justo, yo a cambio de ella.

Él frunció los labios, miró al camino y preguntó, en voz aún más baja:

—¿Te forzaron?

—¡No! —expulsó el aliento—. No puedo culpar a Sunny el Estúpido por eso, al menos. Quería… a decir verdad, yo se lo pedí.

Él alzó un poco las cejas, aunque algo de tensión desapareció de sus hombros.

—¿Hay problemas con eso, entre los granjeros? A mí me parece lo normal. La mujer invita al hombre a su tienda. Excepto que imagino que no tenéis tiendas.

—Hubiera deseado una tienda. Una cama. Algo. Fue en la boda de su hermana, y terminamos en el prado tras el granero en la oscuridad, escondidos entre el trigo verde, que me pareció que podría haber sido un poco más alto. Yo esperaba que fuera romántico y desenfrenado. En vez de eso, hubo mosquitos y prisas y tuvimos que esquivar a sus amigos borrachos. Dolió, cosa que esperaba, pero no mucho. Sólo pensé que sería… más. Conseguí lo que pedí, pero no lo que quería.

Él se frotó los labios, pensativo.

—¿Qué querías?

Ella tomó aliento, pensando. En lugar de debatirse, que era probablemente lo que había estado haciendo en casa.

—Creo… que quería saber. Eso… lo que hacen un hombre y una mujer… era como una especie de pared que me impedía ser una mujer adulta, aunque ya soy bastante vieja.

—¿Cuánto es bastante vieja? —preguntó él, inclinando la cabeza con curiosidad.

—Veinte —dijo, desafiante.

—Oh —dijo él, y aunque consiguió que su voz no transmitiera diversión, sus ojos dorados chispearon un poco.

Le hubiera molestado, pero las chispas era demasiado bonitas para quejarse, y además estaban las patas de gallo, que flanqueaban las chispitas a la perfección. Agitó las manos en señal de rendición y siguió:

—Era como un gran secreto que todos conocían menos yo. Estaba cansada de ser la más joven, la más pequeña, siempre la niña —suspiró—. Además, estábamos un poco borrachos.

Tras un silencio malhumorado, añadió:

—Dijo que una chica no podía quedarse embarazada la primera vez.

Las cejas de Dag se alzaron aún más.

—¿Y le creíste? ¿Una chica de campo?

—Ya he dicho que fui una estúpida. Pensé que quizá la gente era distinta a las vacas. Pensé que a lo mejor Sunny sabía más que yo. Difícilmente podía saber menos. Y además, nadie hablaba de ello. Al menos conmigo —al cabo de un momento, añadió—: Y… me costó tanto juntar el valor para hacerlo, que; no quise parar.

Él se rascó la cabeza.

—Bueno, entre los míos, intentamos no ser muy rudos cuando hay jóvenes, pero tenemos que enseñar y aprender. Por el peligro de enredar nuestras esencias. Las parejas jóvenes aún lo hacen. No hay nada más embarazoso que el que tus amigos tengan que rescatarte de un enredo de esencias involuntario. O peor, la familia de ella —ante la mirada confusa de Fawn, añadió—: Es un poco como un trance. Te absorbes tanto en el otro que te olvidas de levantarte, de comer, de presentarte a la guardia… Al cabo de un par de horas, o de días, las necesidades del cuerpo te sacan. Pero es bastante incómodo. Y si el sitio no es seguro, es peligroso pasar tanto tiempo sin ser consciente del entorno.

Fue el turno de Fawn de decir «Oh», sin entender. Le miró.

—¿Te pasó…?

—Una vez. Cuando era muy joven. —Sus labios temblaron—. Tendría unos veinte. No es algo que la gente deje que le pase dos veces. Nos cuidamos mutuamente, intentamos que la primera lección no mate a nadie.

¿Un par de días? Creo que yo tuve un par de minutos… Sacudió la cabeza, sin saber si creer su historia. O si la entendía.

—Bueno; aquello, lo que Sunny dijo entonces, no fue lo que me puso tan furiosa. Quizá él tampoco lo sabía. Incluso quedarme embarazada no me puso furiosa, sólo me asusté. De modo que fui a ver a Sunny, porque me pareció que tenía derecho a saberlo. Además, pensé que le gustaba, o incluso que me quería.

Dag empezó a decir algo, pero se detuvo ante la última frase, pareció sobresaltarse, y le indicó con un gesto que siguiera.

—Esto ha tenido que pasarles a otras granjeras. ¿Qué hace tu gente normalmente en estos casos?

Fawn se encogió de hombros.

—Normalmente, la gente se casa. Con prisas. Las familias se reúnen y ponen buena cara, y la vida sigue. Quiero decir, si nadie estaba ya casado. Si él está casado, o ella, entonces supongo que todo se pone peor. Pero no pensé… quiero decir, me había preparado para una cosa, imaginé que podría prepararme para la otra.

»Pero cuando se lo dije a Sunny… no fue como había esperado. No pensé que fuera a estar encantado, pero esperaba que asumiera su parte. Después de todo, yo tenía que hacerlo. Pero —respiró hondo— parece que él tenía otros planes. Sus padres le habían prometido con la hija de un hombre cuyas tierras lindaban con las suyas. ¿He dicho que la familia de Sunny tiene una granja muy grande? Y es el único hijo, y ella era hija única, y lo tenían arreglado desde hacía años. Y yo dije que por qué no me lo había dicho antes, y él dijo que todos lo sabían y que por qué tenía que decírmelo, si yo me ofrecía gratis, y yo dije bueno, pero ahora viene este bebé, y todo se sabría, y nuestros padres nos harían juntarnos de todos modos, y él dijo que no, que el suyo no, que yo no tenía dote, y que haría que tres de sus amigos dijeran que también lo habían hecho conmigo esa noche, y que él se libraría —terminó atropelladamente, con la cara ardiendo. Echó un vistazo a Dag, que estaba sentado mirando hacia el camino con expresión curiosamente vacía pero con los dientes mordiendo el labio inferior—. Y entonces decidí que me daba igual si estaba embarazada de gemelos, que no tomaría a Sunny por marido ni por una apuesta —alzó la barbilla, desafiante.

—¡Bien! —dijo Dag, sobresaltándola. Le miró.

—Me había estado preguntando qué pensar de Sunny el Estúpido —añadió él—, durante toda esta historia. Ahora pienso que habría que hacer un tambor con su piel. Nunca he curtido piel humana, la verdad, pero no debe ser muy difícil. —La miró parpadeando jovialmente.

A ella se le escapó una risa espontánea.

—¡Gracias!

—Espera, ¡aún no lo he hecho!

—No, quiero decir, gracias por decirlo —había sido una oferta en broma. ¿Verdad? Recordó los cuerpos que dejó tendidos ayer y de pronto no estuvo tan segura. Andalagos, después de todo—. No lo hagas de verdad.

—Alguien debería —se frotó la barbilla, en la que empezaba a crecer la barba y que seguramente le picaba, y se preguntó si afeitarse era otra de las cosas que no podía hacer con una mano, o si su navaja estaba en el fondo de sus perdidas alforjas junto con su peine.

—Para nosotros es diferente —siguió—. Para empezar, no podemos mentir sobre estas cosas. Se muestran en tu esencia. Lo cual no quiere decir que mi gente no se busque problemas e infelicidad de otras maneras —dudó—. Puedo entender por qué su familia elegiría creer esa mentira, pero ¿lo hubiera hecho la tuya? ¿Por eso escapaste?

Ella apretó los labios, pero se encogió de hombros.

—Probablemente no. No fue exactamente así. Pero yo hubiera quedado… rebajada. Para siempre. Siempre sería la que… la que fue tan estúpida. Y si me empequeñecía aún más a sus ojos, temía que desaparecería del todo. Supongo que esto no tendrá ningún sentido para ti.

—Bueno —dijo él, despacio—. No. O quizá sí, ampliando el concepto de tener un bebé al de simplemente estar vivo. Me recuerda a cierto patrullero no tan joven que una vez movió el mundo para poder volver a patrullar, aunque había un montón de tareas para una sola mano que necesitaban hacerse en los campamentos. Sus motivos tampoco eran demasiado sensatos.

—Hum —ella le miró de reojo—. Imaginé que podría apañármelas con un bebé, si tenía que hacerlo. Lo que parecía imposible era apañármelas con Sunny el Estúpido y con mi familia.

En el mismo tono distante en que había preguntado sobre Sunny y la violación, él preguntó:

—¿Tu familia fue, hum… cruel contigo?

Le miró un momento algo confusa, intentando imaginar qué se estaría imaginando él. ¿Azotainas con látigos? ¿Que la hubieran encerrado a pan y agua? La noción parecía tan injusta para sus pobres y atareados padres y la querida tía Nattie como lo que Sunny había amenazado decir de ella. Se incorporó, indignada y dolida.

—¡No! —Tras un momento de reflexión, convirtió su negativa en un—: Bueno, mis hermanos pueden ser una plaga. Cuando recuerdan mi existencia, claro. —Se había hecho justicia, pero esto le devolvió a la deprimente idea de que había algo malo en ella. Bueno, quizá lo había.

—Los hermanos pueden serlo —admitió él. Y añadió cautamente—: ¿Y ahora ya podrías volver a casa? Ahora que ya no hay un —su gesto indicó bebé, pero su boca consiguió cambiarlo— un obstáculo.

—Supongo que sí —dijo ella apagadamente.

Él frunció el ceño.

—Espera. ¿Dejaste algún mensaje, o desapareciste sin más?

—Desaparecí, más o menos. Quiero decir que no escribí una nota, ni nada. Pero me imaginé que verían que me había llevado algunas cosas. Si miraban bien.

—¿No estarán frenéticos? Pensarán que puedes estar herida. O muerta. O raptada por bandidos. O quién sabe qué; ahogada, atrapada en una trampa. ¿No confesará el Estú… Sunny, y ayudará en la búsqueda?

La nariz de Fawn se arrugó, dubitativa.

—No es lo que había imaginado —al menos no respecto a Sunny. Aliviada ahora del pánico de su embarazo, imaginó de nuevo la escena que probablemente habría dejado atrás en West Blue, y tragó saliva con aire culpable.

—Tienen que estar buscándote, Chispa. Yo desde luego lo haría, si fuera tu… —mordió la última palabra, fuera la que fuese, abruptamente. Y luego además la masticó y la tragó, como inseguro de su sabor.

Ella dijo, incómoda:

—No lo sé. Quizá, si volviera ahora, Sunny el Estúpido pensará que le mentí. Para atraparle. Por su estúpida granja.

—¿Te importa lo que él piense? ¿Comparado con lo que piense tu familia?

Ella encorvó los hombros.

—Me hubiera importado, una vez. Me parecía… me parecía espléndido. Guapo… —en retrospectiva, la cara de Sunny era redonda y sosa, y sus ojos demasiado aburridos—. Alto… —de hecho era bajo, decidió. Era tan alto como sus hermanos, eso era verdad. Que quizá llegarían a la barbilla de Dag—. Tenía un buen caballo —bueno, eso le pareció, hasta que vio las bestias de largas patas que montaban los patrulleros. Sunny había presumido de caballo, haciéndole hacer cabriolas y trenzados, dando a entender que era un animal inquieto que sólo un experto podría montar. Los patrulleros montaban con tan tranquila eficiencia que ni siquiera te dabas cuenta de cómo lo hacían—. Sabes, es raro. Cuanto más me alejo de él, más parece… encogerse.

Dag sonrió levemente.

—No se está encogiendo. Tú estás creciendo, Chispa. He visto esos estirones en patrulleros jóvenes. Crecen rápido, a veces a toda prisa, cuando tienen que elegir entre hacerse fuertes o caer. Cuesta un poco adaptarse después, te aviso; como cuando creces ocho pulgadas en un año y la ropa ya no te viene.

Un ejemplo que, sospechó ella, no era elegido al azar.

—Eso era lo que quería. Ser adulta, ser de verdad, ser importante.

—Funcionó —dijo él, pensativo—. Indirectamente.

—Sí —susurró ella. Y entonces, de algún modo, por fin, la presa se rompió, y todo escapó—. Duele.

—Sí —dijo él sencillamente, y le rodeó el brazo con los hombros, y la apretó contra sí, porque ella no había llorado en toda la noche ni el día, pero estaba llorando ahora.

Dag estudió la coronilla de Fawn, que era todo lo que podía ver mientras ella lloraba con la cara apretada contra su pecho. Incluso entonces ahogaba sus sollozos, temblando por el esfuerzo de contenerlos. Su certeza de que necesitaba aliviar la tensión sobre su esencia se vio confirmada; si hubiera tenido que explicarlo con palabras, hubiera dicho que las fisuras que la atravesaban parecieron hacerse menos imposiblemente negras a medida que desahogaba su pena, pero no estaba seguro de que esto tuviera sentido para ella. Pena y rabia. Había aquí más erosión del espíritu, que venía de mucho antes de la destrucción de su hija por la malicia.

Su instinto le decía que la dejara llorar, pero tras un rato se preocupó cuando ella se apretó de nuevo el vientre, una señal de que el dolor físico volvía.

—Chist —susurró él, abrazándola—. Chist. No te vayas a poner enferma. ¿Quieres la piedra caliente?

La presa de ella pasó a su manga, apretó.

—No —murmuró. Alzó un momento la cara, blanca y enrojecida donde no estaba amoratada—. Ahora tengo calor.

—Muy bien.

Ella agachó de nuevo la cabeza, recuperando el control de su respiración, pero la tensión de su cuerpo no desapareció.

Dag se preguntó si el abandono de su familia sin una palabra había sido tan asombrosamente despiadado como parecía, o si había algo más en la historia. Pero él venía de un grupo que cuidaba sistemáticamente de los suyos, desde las parejas establecidas pasando por los enlazadores, las patrullas, las compañías y así sucesivamente, en un entramado probado a través de los años. Sin duda yo cuidaría de ti, Chispa, si fuera tu… y su lengua se trabó entre dos opciones, cada una inquietante a su modo: padre o amante. Ya basta. No eres ninguna de las dos cosas, viejo patrullero. Pero era lo único que ella tenía aquí.

Bajó los labios hasta su oreja, rodeada de rizos negros, y murmuró:

—Piensa en algo hermoso pero inútil.

Ella alzó la cara, y sorbió confusa por la nariz.

—¿Qué?

—Hay muchas cosas sin sentido en el mundo, pero no todas ellas son dolorosas. A veces, creo yo, ayuda recordar las otras. Todo el mundo sabe de alguna luz, incluso si lo olvidan cuando están en la oscuridad. Algo —buscó un término que tuviera sentido para ella—, algo que todos piensan que es una tontería, pero que tú sabes que es maravilloso.

Ella se apoyó contra él en silencio durante algún tiempo, y él empezó a buscar otra explicación, o quizá a abandonar el intento por ser, bueno, una tontería, pero entonces ella dijo:

—Asclepias.

—¿Mmm? —Le dio un pequeño apretón para animarla, en caso de que tomara su pregunta por una objeción.

—Asclepias. Son sólo malas hierbas, tenemos que arrancarlas del jardín y de los campos, pero creo que el olor de sus flores es más agradable que el de los rosales trepadores que tanto cuida mi tía. Más dulce que el de las lilas. Nadie más piensa que las flores son bonitas, pero lo son, si las miras de cerca. Rosas y complicadas. Como frondas de zanahoria silvestre, pero gorditas y tímidas, como un puñado de estrellitas. Y el aroma, podría quedarme respirándolo… —se relajó un poco más, desvinculándose de su dolor, siguiendo la visión—. En otoño echa vainas, todas feas y arrugadas, pero si las abres, dentro hay unas hebras como de seda que se echan a volar. Los bichitos de las asclepias hacen con ellas casas y las almacenan en despensas. Los bichitos de las asclepias no son plagas. No muerden, y no! comen otra cosa. Tienen las alas de color naranja oscuro con bandas negras, y patas negras y brillantes… sólo te hacen cosquillas si se te suben a la mano. Yo tuve algunos en una caja. Les daba semillas de asclepia, y les ponía una tela mojada para que bebieran —sus labios, que se habían relajado, se tensaron de nuevo—. Hasta que uno de mis hermanos tiró la caja, y mamá me obligó a soltarlos. Era invierno entonces.

—Mmm. —Bueno, había funcionado, hasta que llegó al epílogo. Pero al menos su cuerpo se relajaba, los temblores iban desapareciendo.

Inesperadamente, ella dijo:

—Tu turno.

—¿Uh?

Le empujó el pecho muy decidida con un dedo.

—Yo te he contado mi cosa inútil, ahora tú me tienes que contar una.

—Bueno, eso parece justo —tuvo que admitir—. Pero no se me ocurre… —y entonces se le ocurrió. Oh. Guardó silencio un momento—. No había pensado en esto desde hace años. Hay un sitio al que ibamos, al que aún vamos, en verano y en otoño, un campo de recolección, en un sitio llamado Hickory Lake, quizá a unas ciento cincuenta millas al noroeste de aquí. Nueces, bayas de saúco, y una raíz de lirio de agua que solemos comer, y que cosechamos y plantamos a la vez. Los Andalagos también cultivamos cosas, a nuestro modo, Chispa. Es un trabajo muy húmedo, pero divertido, si eres un muchacho y te gusta nadar. Quizá podría enseñarte… Sea como sea, yo tenía, oh, quizá ocho o nueve años, y me habían mandado en una barca de pértiga a recoger bayas de saúco en las orillas, por detrás de las islas. No recuerdo por qué iba solo ese día. Hickory Lake está en zona arcillosa y la mayor parte del tiempo está embarrado y marrón, pero en los canales del lago, cuando están tranquilos, el agua es maravillosamente transparente.

»Podía ver hasta el fondo, tan claro como cristal de Glassforge. Las algas se enredaban entre sí como plumas verdes ondulantes. Y flotando en la superficie había hojas planas de lirios de agua, diferentes a los que dan las raíces que nos comemos. No habían sido plantados, no eran útiles, simplemente crecían allí, quizá desde antes de que hubiera Andalagos. Verde oscuro, con bordes rojos, y delgadas líneas rojas en los tallos verdes que se hundían en el agua. Y las flores se acababan de abrir, flotando como soles, tan blancas como… como nada que hubiera visto antes, los pétalos translúcidos y venosos como alas de libélula lechosas, reluciendo en la luz que se reflejaba sobre el agua. En el centro eran de un dorado polvoriento y luminoso, como flores dentro de flores, interminables. Debía haber estado recolectando, pero me quedé mirándolas colgando sobre el borde de la barca, quizá durante una hora. Mirando la luz y el agua bailando a su alrededor como en una celebración. No podía apartar la vista —de pronto tragó aire con dificultad—. Más tarde, en lugares mucho más secos, el recuerdo de aquella hora me bastó para seguir.

Una mano se alzó tímidamente y le tocó la cara con lo que parecía asombro. Un dedo cálido trazó una línea húmeda y fresca sobre su pómulo.

—¿Porqué lloras?

Las respuestas se agolparon en su mente: No estoy llorando, o Sólo estoy captando ecos de tu esencia, o Debo estar más cansado de lo que creí. Dos de ellas eran más o menos ciertas. En vez de eso, su lengua halló toda la verdad.

—Porque había olvidado los lirios de agua —bajó los labios hasta su cabeza, dejando que su aroma le llenara la nariz, la boca—. Y me has hecho recordarlos.

—¿Duele?

—En cierto modo, Chispa. Pero es un buen modo.

Se acurrucó pensativa, apretando la oreja contra su pecho.

—Hum.

El olor de su pelo le recordaba a hierba cortada y pan recién hecho sin ser exactamente ninguna de las dos cosas, mezclado con la fragancia de su cuerpo cálido y blando. Una fina película de sudor brillaba en su labio superior al calor de la tarde. La idea de lamerlo, seguida de una exploración más detallada del sabor de su boca, le pasó rápida por la mente. De repente fue agudamente consciente de lo lleno que estaba su brazo de muchacha joven y redondeada. Y de cómo el calor del día parecía estar concentrándose en su entrepierna.

te queda seso en la cabeza, viejo patrullero, déjala. Ahora mismo. Este no era el momento ni el lugar. Ni la pareja. Había dejado su sentido esencial demasiado abierto a la esencia de ella, muy peligroso. De hecho, para poder repasar todo lo malo que tenía la idea tendría que quedarse sentado abrazándola durante otra hora, lo cual sería un error. Un error muy, muy grave. Respiró hondo y le retiró el brazo de los hombros, a desgana. Su brazo protestó por el súbito vacío que se enfriaba. Ella emitió un maullido decepcionado y se incorporó, parpadeando soñolienta.

—Hace más calor —dijo él—. Es mejor que me ocupe de los perros. —La mano de ella pasó sobre su camisa, cayendo cuando él se levantó, con las articulaciones chimándole—. ¿Estarás bien, descansando aquí fuera un rato? No, no te levantes…

—Entonces tráeme la cesta de costura. Y tu camisa y la manga, si están secas. No estoy acostumbrada a estar sentada sin hacer nada con las manos.

—No son tus remiendos.

—Tampoco es mi casa, mi comida, mi agua, ni mi ropa de cama —se apartó los rizos de los ojos.

—Te lo deben por la malicia, Chispa. Esta granja y todo lo que contiene.

Ella agitó los dedos y le miró con severidad. Él se derritió.

—De acuerdo. La cesta. Pero no te pongas a dar saltos cuando no mire, ¿me oyes?

—La hemorragia casi se ha detenido —dijo ella—. Quizá, después del primer brote, se detendrá rápidamente, igual que empezó.

—Esperémoslo —le dedicó un asentimiento de cabeza para animarla y entró a por la cesta.

Fawn miró a Dag desaparecer tras el granero, y luego se dedicó a la camisa desgarrada. Después buscó en la cesta otros trabajos sencillos que pudiera hacer sin arruinarlos. Era peligroso interferir con el sistema de otra mujer, pero las ropas más gastadas y rotas parecían adecuadas. Este vestido infantil manchado, por ejemplo. Se preguntó cuánta gente habría vivido aquí y dónde habrían ido. Era inquietante pensar que podría estar remendando las ropas de alguien que ya no estaba vivo.

Al cabo de una hora, Dag reapareció. Se detuvo junto al pozo para sacarse la camisa demasiado pequeña que había tomado prestada, y lavarse de nuevo con el trozo de jabón marrón, lo cual le llevó a pensar que enterrar a los perros debía haber sido un trabajo acalorado, feo y maloliente. No imaginaba cómo podría haber manejado una pala con una sola mano, excepto despacio, al parecer. Se le daba muy bien sacar el cubo con la manivela y verter el agua en el abrevadero, eso sí. Acabó por meter toda la cabeza en el cubo, sacudiendo luego el pelo como si fuera un perro. No tenía toallas para secarse, pero ella supuso que le apetecería sentir el agua refrescándole la piel. Se imaginó a sí misma secándole la espalda, con los dedos recorriendo esos largos músculos. Hablando de tener las manos ocupadas. A él no parecía haberle importado que ella le lavara la mano la noche anterior, pero aquello había sido parte de las preparaciones médicas. Le había gustado la forma de su mano, fuerte, de dedos largos y uñas cortas.

Él fue a sentarse al borde del porche, aceptó su camisa con una sonrisa de agradecimiento, la arremangó, y se la puso de nuevo. El sol bajaba hacia las copas de los árboles, hacia el oeste donde el camino desaparecía en los bosques. Se estiró.

—¿Tienes hambre, Chispa? Deberías comer.

—Un poco —dejó a un lado la costura—. Tú también —quizá esta vez podría sentarse a la mesa de la cocina y ayudar con la cena.

Él se enderezó de pronto, mirando camino abajo. Al cabo de un minuto, la yegua al otro extremo del prado alzó la cabeza también, irguiendo las orejas.

Al cabo de otro minuto, una desarrapada comitiva apareció de entre los árboles. Cuatro hombres, uno montando un caballo de tiro y los otros a pie; algunas vacas que caminaban a desgana, atadas en hilera; media docena de ovejas que balaban, mantenidas juntas a base de las amenazas inconexas de un muchacho alto con un palo.

—Creo que alguien ha vuelto a casa —dijo Dag. Sus ojos se estrecharon, pero no salieron más figuras de los bosques—. No hay patrulleros. Maldita sea.

Sin decir palabra, todavía mirando a los hombres y animales en la distancia, se bajó la manga izquierda dejando que le cubriera el muñón. Pero no la manga derecha, notó Fawn conteniendo el aliento. Su cara huesuda perdió la divertida animación de antes, quedando inexpresiva y vigilante de nuevo.

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