Capítulo 10

Dag volvió a la hora de la cena como había prometido. Fawn se había puesto su vestido bueno, el de algodón verde que su tía Nattie le había hilado y tejido; le siguió escalera abajo. El bullicio proveniente de la sala donde antes habían estado comiendo tranquilamente hizo que dudara.

Viéndola detenerse, Dag sonrió y se inclinó para murmurar:

—Los patrulleros podemos ser gente muy ruidosa cuando nos juntamos, pero estarás bien. No tienes que contestar preguntas si no quieres. Podemos decir que aún estás demasiado afectada por nuestra lucha contra la malicia y no quieres hablar de ello. Lo aceptarán. —Su mano fue al cuello de su vestido como para ajustarlo, y Fawn se dio cuenta de que no estaba cubriendo las extrañas marcas de su cuelo, sino más bien asegurándose de que se veían—. Creo que no necesitamos mencionar lo que pasó con el segundo cuchillo a nadie aparte de Mari.

—Bien —dijo Fawn, aliviada, y permitió que la llevara dentro, el brazo protector a su espalda.

Las mesas esa noche estaban llenas de patrulleros altos e intimidantes, unos veinticinco, más o menos, cubiertos de polvo del camino. Gracias al aviso de Dag, Fawn se las apañó para no dar un salto cuando su entrada fue saludada con vítores, gritos, golpes en la mesa, y bromas sobre la ausencia de tres días de Dag. La rudeza de algunas de las bromas se veía atenuada por la genuina alegría en las voces, y Dag, con sonrisa torcida, replicó:

—¡Vaya unos patrulleros! ¡Juro que no podríais encontrar un trago en un barril de agua de lluvia!

—¡En un barril de cerveza, Dag! —alguien gritó en respuesta—. ¿Pero qué te pasa?

Dag examinó la sala y guió a Fawn hacia una mesa cuadrada al otro lado donde sólo se sentaban dos patrulleros, Utau y Razi, a los que había conocido antes. Los dos los animaron con gestos cuando se acercaron, y Razi empujó invitadoramente una silla con su bota.

Fawn no estaba segura de qué patrulleros eran los de Mari y cuáles los de Chato; las dos patrullas parecían estar mezcladas, no exactamente al azar. Parecían distribuirse más bien por edad, ya que había sólo una mesa en la que se sentaba media docena de cabezas canosas, la de Mari entre ellas; y también otras dos mujeres mayores que Fawn no había visto en la casa del pozo, que presumiblemente eran de la patrulla de Log Hollow. La joven del brazo en cabestrillo estaba en una mesa con tres hombres jóvenes, todos peleando por cortarle la carne de la comida; ella los mantenía a raya con el tenedor, riendo. Fawn vio que los patrulleros varones parecían de todas las edades, pero las mujeres eran o bien jóvenes o mucho más viejas, y recordó la descripción que le hizo Mari de su vida. Se preguntó si en los campamentos las proporciones se invertirían.

Camareras y sirvientes sin aliento iban entre las mesas, acarreando bandejas cargadas de fuentes y jarros, que eran tomados por manos rápidas. Los patrulleros parecían más interesados en velocidad y cantidad que en modales, una actitud compartida con las cocinas de las granjas que hizo que Fawn se sintiera casi cómoda.

Se sentaron y saludaron a Razi y Utau; Razi se levantó de un salto y consiguió más platos, cubiertos, y vasos, y ambos se unieron para coger comida y bebida para ellos. Acosaron a Dag a preguntas acerca de sus aventuras aunque, con miradas cautas, dejaron aparte a Fawn. Las respuestas de Dag eran aburridamente precisas, vagas, o adoptaron la forma que Fawn reconoció de la granja de los Horseford: preguntas que cambiaban de tema. Acabaron por desistir y dejaron que Dag se dedicara a masticar.

Utau miró alrededor, y comentó:

—Todos están mucho más alegres esta noche. Mari sobre todo. Por fortuna para todos los que estamos por debajo de ella.

Razi dijo, melancólico:

—¿Crees que ella y Chato nos dejarán que hagamos un bow-down antes de irnos?

—Chato parece bastante contento —dijo Utau, indicando con la cabeza otra mesa de patrulleros, aunque Fawn no pudo distinguir quién era el jefe—. Quizá tengamos suerte.

—¿Qué es un bow-down? —preguntó Fawn.

Razi sonrió con entusiasmo.

—Es una fiesta de patrulleros. Las hay a veces, para celebrar una cacería, o cuando dos o más patrullas se reúnen. Poder hablar con otra patrulla es un lujo. Nos queremos mucho —Utau puso los ojos en blanco al oír esto—, pero tras semanas y semanas solos nos hartamos. Un bow-down tiene música. Bailes. Cerveza, si podemos conseguirla…

—Aquí podríamos conseguir mucha cerveza —dijo Utau, distante.

—Refugiarrrrse en rincones oscuros… —trinó Razi, retorciendo el extremo de su trenza.

—Ya vale… ya se hace una idea —dijo Dag, pero sonrió. Fawn se preguntó si fue al recordar algo—. Podría ocurrir, pero garantizo que no será hasta que Mari esté segura de que haya terminado toda la limpieza. O tanta como sea posible —algo detrás de Fawn atrajo su mirada—. Me siento profético. Predigo tareas antes de las celebraciones.

—Dag, eres un cuervo agorero… —empezó Razi.

—Bien, caballeros —dijo la voz de Mari—. ¿Os duelen los pies?

Fawn volvió la cabeza y sonrió tímidamente a la jefa de la patrulla, que se había acercado a su mesa.

Razi abrió la boca, pero Dag le interrumpió:

—No contestes a eso, Razi. Es una pregunta con trampa. La respuesta segura es «No sé decirte, Mari, ¿por qué lo preguntas?».

Los labios de Mari temblaron, y respondió con voz dulce:

—¡Cuánto me alegro de que me preguntes eso, Dag!

—Quizá no tan segura —murmuró Utau, sonriendo.

—¿Cómo va la reparación del arnés? —preguntó Mari a Dag.

Dag hizo una mueca.

—Estará mañana por la tarde, quizá. Fui a dos sitios antes de encontrar a alguien que lo hiciera gratis. O más bien, a cambio de que salváramos su vida, a su familia, su ciudad, su territorio, y a todos en él.

—Y por supuesto, olvidaste mencionar que fuiste tú personalmente quien acabó con su malicia —dijo Utau secamente.

Dag hizo un irritado gesto de rechazo.

—En primer lugar, no fue así. En segundo lugar, ninguno de nosotros podría hacer el trabajo sin los demás, de modo que se nos debe a todos. No debería… Ninguno de nosotros debería mendigar.

—Ocurre —dijo Mari, dejando pasar esto— que tengo un trabajo cómodo para un hombre manco mañana por la mañana. En el almacén de aquí hay un arcón lleno de registros de patrullas y mapas de la región que necesitan un buen repaso. Lo normal. Necesito a alguien con buen ojo para ver si podemos averiguar cómo se coló esta malicia, y detener la grieta en el futuro. También quiero una lista de sectores cercanos que hayan sido especialmente descuidados. Vamos a quedarnos aquí algunos días más mientras los heridos se recuperan, y para reparar los equipos y reavituallarnos.

Utau y Razi se animaron ante estas noticias.

—También haremos algunos rastreos por la zona, ya que estamos —continuó Mari—, y dejaremos que la gente de Glassforge nos vea hacerlos —añadió ácidamente, con un gesto hacia Dag—. Les daremos espectáculo.

Dag resopló.

—Es mejor que les digamos que, si no les gusta nuestro trabajo, les devolveremos el doble de los dañiespectros que tenían.

Razi se atragantó con su cerveza y Utau le golpeó la espalda, amable pero inútilmente.

—¡Oh, ojalá pudiéramos! —jadeó Razi cuando recuperó el aliento—. ¡Me encantaría ver las expresiones de sus estúpidas caras de granjeros, sólo una vez!

Fawn se quedó muy quieta, su incipiente diversión ante la charla de los patrulleros abruptamente extinguida. Dag se puso rígido.

Mari les dedicó a ambos una enigmática mirada, pero se fue sin hacer comentarios, y Fawn recordó su conversación de antes sobre la ubicuidad de los patanes. Ya se ve.

Razi siguió, ajeno al efecto de sus palabras:

—Patrullar desde Glassforge es como unas vacaciones. Sí, cabalgas todo el día, pero cuando vuelves hay camas de verdad. ¡Baños de verdad! Comida que no tienes que preparar, ni quemada sobre un fuego de campamento. Pequeñas comodidades por las que puedes regatear en la ciudad.

—Pero los granjeros construyeron este lugar —murmuró Fawn, y estuvo segura, por el pequeño respingo que Dag dio, que había oído el estúpido que había dejado fuera de la frase.

Razi se encogió de hombros.

—Los granjeros plantan los campos, pero ¿quién plantó a los granjeros? Nosotros.

¿Qué?, pensó Fawn.

Utau, quizá no tan descuidado como su camarada, la miró, y contemporizó:

—Quieres decir que nuestros antepasados lo hicieron. Es mucho mérito para atribuir, en este caso.

—¿Por qué no deberíamos llevarnos el mérito? —dijo Razi.

—¿Y la culpa, también?—dijo Dag.

Razi hizo una mueca.

—Creía que lo habíamos hecho. Lo que es justo es justo.

Dag sonrió tensamente, tomó aliento, y se levantó.

—Bien. Si mañana debo pasar el día mirando un montón de registros de patrulla mal escritos, mal redactados, e indudablemente incompletos, es mejor que dé a mis ojos un descanso ahora. Si todos están tan faltos de sueño como yo, será una noche tranquila para recuperarlo.

—Encuéntranos montones de patrullas locales, Dag —urgió Razi—. Que duren semanas.

—Veré lo que puedo hacer.

Fawn se levantó también, y Dag la escoltó fuera. No intentó disculparse por Razi, pero una extraña expresión le ensombrecía la mirada, y a Fawn no le gustó la sensación de que sus pensamientos retrocedían a algún lugar que a ella le estaba vedado. Fuera caía el crepúsculo de finales de verano. Él le dio las buenas noches ante su puerta con estudiada cortesía.

A la mañana siguiente Dag se despertó al alba, pero Fawn, para su aprobación, siguió durmiendo. Bajó las escaleras en silencio y apartó a dos patrulleros de su desayuno para que llevaran el arcón de los registros arriba a su habitación. Al cabo de poco tiempo tenía registros, mapas y planos extendidos por la mesa de la habitación, sobre la cama, y, poco después, por el suelo.

A través de la pared, oyó el crujido amortiguado de la cama y las pisadas de Fawn cuando se levantó y se puso a andar por la habitación, vistiéndose. Al cabo, asomó la cabeza con precauciones por el umbral de la puerta que daba al pasillo, y él se apresuró a acompañarla a un desayuno mucho más tranquilo que la cena de la noche anterior, con algunos adormilados patrulleros saliendo todavía, solos o en pareja.

Tras el desayuno, fue con él escalera arriba y miró interesada los papeles y pergaminos desperdigados por la habitación.

—¿Puedo ayudar?

Él recordó su propensión al aburrimiento si no tenía las manos ocupadas, pero sobre todo oyó el tácito ¿Puedo quedarme aquí?, y la puso a cortar plumas, o a traer algún papel o registro desde el otro lado de la habitación de vez en cuando, trabajo improvisado, pero la mantuvo ocupada y tranquila, y agradablemente cerca. Ella quedó fascinada por los mapas, planos y registros, y se puso a leerlos, o a intentarlo. No era sólo la caligrafía desvaída y a veces cuestionable lo que hacía que para ella fuera un trabajo lento. Su afirmación de que sabía leer resultó cierta, pero quedaba claro por cómo seguía el texto con el dedo y movía los labios, y por la tensión de su cuerpo, que no lo hacía con fluidez, probablemente porque nunca había tenido suficiente material para practicar. Pero cuando él trazó una rejilla en una hoja en blanco para convertir las confusas entradas de los registros en una tabla fácil de leer de un vistazo, ella entendió rápidamente la lógica.

Hacia mediodía, Mari se asomó por la puerta abierta. Levantó una ceja al ver a Fawn, que estaba sentada en la cama examinando un mapa lleno de anotaciones a mano, pero se limitó a decir:

—¿Cómo va?

—Casi terminado —dijo Dag—. No es necesario retroceder más de diez años, me parece. Está todo muy tranquilo esta mañana. ¿Qué hacen los demás?

—Reparaciones, limpiar los equipos, algunos han ido a la ciudad. Otros trabajan con los caballos. Encontramos a un herrero cuya hermana estaba entre los que rescatamos de la mina; está encantado de ayudar en los establos. —Entró y miró por encima de su hombro, luego se apoyó contra la pared, cruzando los brazos—. Y bien. ¿Cómo se nos escapó esta malicia?

Dag golpeó su rejilla, extendida en la mesa frente a él.

—Esta sección fue recorrida por última vez hace tres años por una patrulla de Hope Lake Camp. Estaban intentando cubrir un área para dieciséis hombres con sólo trece. Tres menos. Porque si se hubieran quedado en una patrulla de doce, tendrían que haber hecho dos pases más para cubrir el área, y ya iban tres semanas retrasados. Aun así, no se puede decir que se les escapara nada; esa malicia podría no haber eclosionado aún.

—No busco a quién echar la culpa —dijo Mari con tranquilidad.

—Lo sé —suspiró Dag—. En cuanto a sectores descuidados… —sus labios se abrieron en una sonrisa seca—.Eso ha sido más revelador. Resulta que todos los sectores a un día de cabalgata de Glassforge que se pueden patrullar a caballo están al día, o tan al día como es posible, es decir, patrullados no hace más de un año. Lo que falta son áreas pantanosas al oeste y barrancos rocosos al este, por los que no se pueden llevar caballos —añadió, pensativo—: Jovenzuelos perezosos.

Mari sonrió ácidamente.

—Ya veo —se rascó la nariz—. Chato y yo pensamos que me dejaría dos hombres, y ambos enviaríamos grupos de dieciséis, dividiéndonos los sectores descuidados. Él y yo estaremos atascados aquí en Glassforge discutiendo lo que se nos debe por nuestro reciente trabajo en su beneficio, de modo que he pensado en ponerte al mando de nuestra patrulla. Pero te dejo elegir sectores a ti primero.

—Qué amable eres, Mari. ¿Vadear entre barro maloliente hasta la cintura, con sanguijuelas, o caídas repentinas sobre rocas afiladas? Ambos suenan tan atractivos, que no sé cómo voy a poder elegir.

—Como alternativa, puedes arremangarte y venir conmigo a echar un pulso con los de Glassforge. Me he dado cuenta de que eso funciona excepcionalmente bien.

Fawn, que había dejado el mapa y seguía atentamente la conversación, parpadeó.

Dag hizo una mueca de disgusto. En su lista de alegrías personales, exhibir a los heridos para avergonzar a los granjeros y que pagaran quedaba muy por debajo de retozar con sanguijuelas, y apenas un poco por encima de drenar llagas supurantes.

—La última vez que me presté a ese espectáculo por ti, juré que no lo haría más —tras un momento de reflexión, añadió—: Y la vez anterior. No tienes vergüenza, Mari.

—No tengo recursos —replicó ella, torciendo el gesto frustrada—. Fairbolt calculó una vez que hacen falta diez personas en los campamentos, sin contar a los niños, para mantener a un patrullero en el campo. Cada pequeña ayuda que no podemos conseguir fuera nos perjudica un poco más.

—Entonces, ¿por qué no conseguimos más? ¿No se plantaron los granjeros precisamente con ese objetivo? —La discusión era vieja, y Dag aún no sabía la respuesta correcta.

—¿Y convertirnos de nuevo en los amos? —dijo Mari suavemente—. Creo que no.

—¿Cuál es la alternativa? ¿Dejar que el mundo se deslice hacia su destrucción porque nos avergüenza demasiado pedir ayuda?

—Mantener el equilibrio —especificó Mari con firmeza—. Como hemos hecho siempre. No podemos permitirnos depender de extraños. —Su mirada se desvió hacia Fawn—. Nosotros no.

Cayó un breve silencio, y Dag dijo finalmente:

—Me quedo con los pantanos.

Ella asintió con la cabeza, un poco demasiado satisfecha, y Dag se preguntó si acababa de cometer un error. Añadió tras un momento:

—Pero si dejas que nos llevemos a algunos mozos de establo para que vigilen los caballos, no tendremos que dejar a un patrullero con las monturas mientras los demás chapoteamos.

Mari frunció el ceño, pero acabó por decir, a desgana:

—Muy bien. Es razonable, al menos para las exploraciones de un solo día. Empezarás mañana.

Los ojos marrones de Fawn se abrieron, ligeramente alarmados, y Dag comprendió la causa de la expresión de triunfo de Mari.

—Espera —dijo—. ¿Quién cuidará de la señorita Bluefield cuando yo no esté?

—Yo lo haré. No estará sola. Tenemos otros cuatro heridos recobrándose, y Chato y yo iremos y vendremos a menudo.

—Seguro que estaré bien, Dag —dijo Fawn, aunque había una nota de duda en su voz.

—¿Pero puedes asegurarte de que no se excede? —dijo Dag malhumorado—. ¿Qué pasa si empieza a sangrar otra vez? ¿O si coge frío y le entra fiebre?

Hasta Fawn frunció el ceño ante esto último. Estamos en mitad del verano.

—En ese caso yo estaré más capacitada para manejarlo que tú —dijo Mari, mirándole.

Mirándole debatirse, sospechó él sombríamente. Intentó no hacer el ridículo más aún. Había reprimido su sentido esencial desde que llegaran a las afueras de Glassforge el día anterior, pero Mari claramente no necesitaba leer su esencia para sacar sus propias y agudas conclusiones, incluso sin ver cómo Fawn ardía como una lámpara de aceite de roca en su presencia.

Enrolló su plano y se lo dio a Mari.

—Quédatelo y ponlo en el muro de abajo, y podemos ir marcándolo a medida que avancemos. Para entretener a los demás en la medida de lo posible. Si sugieres que cuando terminemos podría haber un bow-down, podría ir más rápido.

Ella asintió agradablemente y salió, y Dag puso a Fawn a trabajar devolviendo los papeles al arcón, mucho más ordenados de lo que los había encontrado.

Mientras le llevaba un montón de manchados y raídos registros, preguntó:

—Ya habéis hablado dos veces de plantar granjeros. ¿Qué queréis decir?

Él se sentó sobre los talones, sorprendido.

—¿No sabes de dónde viene tu familia?

—Claro. Está escrito en el libro de familia, con las cuentas de la granja. El padre de mi tatarabuelo —se detuvo para contar las generaciones con los dedos, y asintió— vino al río, al norte desde Lumpton con su hermano hace casi doscientos años para despejar la tierra. Unos años después, el padre de mi tatarabuelo se casó y cruzó el ramal oeste del río para empezar nuestra granja. Los Bluefields han estado allí desde entonces. Por eso el pueblo más cercano se llama West Blue.

—¿Y estaban allí antes de Lumpton Market?

Ella dudó.

—No estoy segura. Excepto de que entonces era sólo Lumpton, porque Lumpton Crossroads y Upper Lumpton no existían aún.

—Hace seiscientos años —dijo Dag— toda esta región, desde Dead Lake hasta casi la costa del sur, era salvaje y despoblada. Algunos Andalagos de este territorio bajaron a las costas, al este y al sur, donde había algunos enclaves de gente, tus ancestros, que apenas sobrevivían. Convencieron a algunos grupos para que vinieran y construyeran casas. La idea era que esta área, al sur de determinada línea, estaba lo suficiente libre de malicias para ser habitable de nuevo. Lo cual resultó no ser del todo cierto, aunque era mucho mejor de lo que había sido. Intercambiamos promesas… por fortuna, mi gente todavía recuerda cuáles. Hubo dos plantaciones más, una al este en Tripoint y otra al oeste en torno a Farmer's Flats, además de la que hay al sur del río Grace en Silver Shoals, de donde vinieron la mayoría de la gente de por aquí. Los descendientes de los pioneros han estado expandiéndose lentamente desde entonces.

«Había dos ideas respecto a esto entre los Andalagos; todavía las hay, de hecho. Una facción imaginó que cuantos más ojos tuviéramos vigilando las apariciones de las malicias, mejor. La otra decía que simplemente estábamos dejándoles comida a las malicias. He visto a malicias desarrollarse en áreas pobladas y despobladas, y no veo que haya mucho donde elegir entre ambos horrores, de modo que la discusión ya no me altera tanto.

—De modo que los Andalagos estaban aquí antes que los granjeros —dijo Fawn lentamente.

—Sí.

—¿Qué había antes de los Andalagos?

—¿Es que no sabes nada?

—No tienes que adoptar ese tono de sorpresa —dijo, claramente dolida, y él hizo un gesto de disculpa—. Sé muchas cosas, es sólo que no sé qué es verdad y qué son cuentos o historias para niños. Hace mucho tiempo dicen que hubo una cadena de lagos, no sólo el grande y muerto de ahora. Con un grupo de siete maravillosas ciudades alrededor, gobernadas por grandes señores-hechiceros, y un rey hechicero, y princesas y valientes guerreros y marinos y capitanes y quién sabe qué más. Con altas torres y hermosos jardines y pájaros cantores hechos de piedras preciosas y anímales mágicos y cosas sagradas y demás, y las bendiciones de los dioses manando como fuentes, y los dioses entrando y saliendo de la vida de la gente de una manera que yo encontraría muy molesta, estoy segura. Oh, y navíos en los lagos, con velas de plata. Yo creo que eran simplemente velas de tela blanca, que parecerían de plata a la luz de la luna, porque por supuesto tanto metal haría volcar el barco. Lo que que es una trola es que dicen que algunas de las ciudades tenían cinco millas de anchura, lo que es imposible.

—De hecho —Dag carraspeó—, sé que esa parte es verdad. Las ruinas de Ogachi Strand están a sólo unas millas de la costa. Cuando fui por esa zona, siendo un patrullero joven, unos amigos y yo botamos un barco para ir a verlas. En un día claro y tranquilo puedes ver los remates de piedra de las ruinas a lo largo de la antigua línea de la costa, en algunos puntos. Ogachi tenía de verdad cinco millas de ancha, y más. Ésa fue la gente que construyó las carreteras rectas, al fin y al cabo. Algunas de ellas tenían miles de millas de longitud, antes de que se rompieran.

Fawn se levantó, se sacudió el polvo de la falda, y fue a sentarse al borde de la cama, la cara tensa y pensativa.

—Entonces… ¿dónde fueron todos? Los constructores.

—La mayoría murió. Unos pocos sobrevivieron. Sus descendientes aún están aquí.

—¿Dónde?

—Aquí. En esta habitación. Tú y yo.

Ella le miró con genuina sorpresa, luego miró sus manos, dubitativa.

—¿Yo?

—Las historias de los Andalagos dicen… —él se detuvo, clasificando y suprimiendo— que los Andalagos descienden de algunos de esos lores-hechiceros que escaparon de la ruina de todas las cosas. Y que los granjeros descienden de gente normal que vivía en los límites de los territorios, que de algún modo sobrevivió a las primeras guerras de las malicias, la gran primera guerra y las dos que vinieron después, que mataron los lagos y dejaron las Planicies Occidentales —también llamadas las Planicies Muertas, por quienes las habían recorrido, y Dag podía entender por qué.

—¿Hubo más de una guerra? Eso nunca lo oí —dijo ella.

Él asintió.

—En cierto sentido. O quizá siempre ha habido sólo una. Lo que no has preguntado es de dónde vienen las malicias.

—Del suelo. Siempre lo han hecho. Pero —dudó, y luego siguió apresuradamente— supongo que dirás que no siempre, y me contarás cómo fue que acabaron en el suelo, ¿verdad?

—La verdad es que yo mismo no lo tengo muy claro. Lo que sabemos es que todas las malicias descienden de la primera, la grande. Sólo que no descienden como nosotros, con matrimonio y nacimientos y el transcurrir de generaciones. Es más como un insecto monstruoso que puso diez mil huevos que eclosionan a intervalos.

—Vi esa cosa —dijo Fawn en voz baja—. No sé lo que era, pero seguro que no era un bicho.

Él se encogió de hombros.

—Sólo es una manera de intentar imaginarlas. He visto unas cuantas docenas en mi vida, hasta ahora. Podría decir también que la primera fue como un espejo que se rompió en diez mil pedazos para crear diez mil pequeños espejos. La naturaleza de las malicias es inmaterial. Toman materia de su entorno para crearse una casa, una cáscara. Parecen alimentarse de esencia pura, en realidad.

—¿Cómo se rompió?

—Perdió la primera guerra. Eso dicen.

—¿Ayudaron los dioses?

Dag resopló.

—Las leyendas de los Andalagos dicen que los dioses abandonaron el mundo cuando vino la primera malicia. Y que volverán cuando la tierra haya sido limpiada por completo de su descendencia. Si crees en los dioses.

—¿Tú crees?

—Creo que no están aquí, sí. Es un tipo de fe.

—Huh —ella enrolló los últimos mapas y ató los cordones antes de alargárselos. Él los metió en su sitio y cerró el arcón.

Se quedó un momento con la mano sobre la cerradura.

—Cualquiera que fuera su parte en esto —dijo por fin—, no creo que sólo los señores-hechiceros construyeran todas esas torres y tendieran todas esas carreteras y navegaran esos navíos. Tus ancestros también lo hicieron.

Ella parpadeó, pero él no pudo adivinar lo que pensaba.

—Y los señores no salieron de ninguna parte, ni tampoco de otra parte —continuó Dag tenazmente—. Una opinión dice que sólo hubo un pueblo, una vez, y que los hechiceros surgieron de ellos. Excepto que entonces se casaron entre sí para aumentar sus sentidos y habilidades, y luego usaron su magia para hacerse más mágicos, y señoriales, y poderosos, y así se apartaron de los suyos. Lo cual pudo ser el primer error.

Ella inclinó la cabeza y abrió los labios como si fuera a hablar, pero en ese momento resonaron pisadas por el pasillo. Razi asomó la cabeza por el umbral.

—Ah, Dag, aquí estás. Tienes que oler esto —alargó una botellita de cristal y quitó el tapón de cuero—. Diría encontró una tienda de medicinas en la ciudad que lo vende.

Diría sonrió orgullosamente desde detrás de él.

—¿Qué es? —preguntó Fawn, inclinándose y olisqueando cuando el patrullero agitó la botella ante ella—. ¡Oh, qué agradable! Huele a camomila y flores de trébol.

—Aceite perfumado —dijo él—. Tienen siete u ocho variedades.

—¿Para qué lo usáis? —preguntó Fawn inocentemente.

Dag envió mentalmente a su camarada al centro de las Planicies Muertas.

—Músculos doloridos —dijo severamente.

—Bueno, supongo que podrías —dijo Razi, pensativo.

—Masajes de espalda perfumados —suspiró Diría con voz cálida—. Mmm, buena idea.

—Qué amable por vuestra parte haber venido —cortó Dag antes de que la cosa se pusiera más interesante, tanto para él, que no deseaba repetir las incomodidades de su cabalgata desde la granja de los Horseford, como para Fawn, que sin duda haría más preguntas—. Resulta que necesito que alguien lleve este arcón de vuelta al almacén —se levantó y señaló—. A cargar.

Gruñeron, aunque de buen humor, y cargaron. Dag cerró la puerta tras ellos, llevó a Fawn a su propia habitación, y les siguió. Pensando si se atrevería a preguntarles dónde estaba esa tienda, y si quedaba cerca del guarnicionero.

Recorrer los sectores en las marismas al oeste de Glassforge les llevó seis días.

Dag eligió primero el sector más cercano, de modo que pudo devolver la patrulla a las comodidades del hotel esa noche, y también ver cómo le iba a Fawn. Después de una búsqueda cada vez más preocupada, la encontró pelando guisantes en la cocina, haciéndose amiga de las cocineras y los pinches. Aliviado, abandonó su visión de Fawn solitaria y angustiada entre extraños Andalagos condescendientes, aunque no su miedo de que se excediera imprudentemente.

El siguiente sector que eligió fue el más lejano, una salida de tres días, para quitárselo de encima. Dag contestó a las quejas de los patrulleros más jóvenes con unas cuantas historias de rastreos de pantanos al norte de Farmer's Flats en invierno, lo bastante llenos de horrores helados como para silenciar a todos menos a los gruñones más tercos. La patrulla pudo dejar casi todo su equipo con los caballos, pero la necesidad de proteger la piel hizo que botas, camisas y pantalones se llevaran la peor parte del barro y el agua fétida. Cuando se arrastraron de vuelta a Glassforge la madrugada siguiente fueron recibidos por los empleados de la agradable casa de baños del hotel, que tenía su propio pozo y estaba convenientemente situada entre el establo y el edificio principal, con notable falta de entusiasmo; las lavanderas les miraron malhumoradas. Esta vez Dag encontró a Fawn esperándole, ocupando el tiempo y las manos remendando sábanas del hotel y escuchando las historias de un par de costureras.

Volvió a la noche siguiente para intercambiar historias con ella durante una cena tardía. La fascinó con su descripción de una zona de marismas circular y plana de unas seis millas de diámetro, que estaba seguro de que era la antigua llaga de una malicia, recuperándose y de nuevo albergando vida; la mayoría nociva, por no decir famélica, pero sin duda floreciente. Pensó que la destrucción de esa malicia debió tener lugar más de un siglo antes de los primeros asentamientos de granjeros en la región. Ella le entretuvo con una narración larga y complicada de sus aventuras en la ciudad. Sassa, el cuñado de los Horseford, ya de vuelta en casa, había aparecido y cumplido su promesa de enseñarle sus trabajos en cristal. Habían rematado la excursión con una visita a la papelería de su hermano, y como añadido, a la trastienda del fabricante de tinta que había al lado.

—Hay más trabajos aquí de lo que imaginé —le confió, en tono de pensativa especulación.

Claramente, se había excedido; cuando la acompañó hasta su puerta, estaba muy soñolienta, y bostezando tanto que apenas pudo decir buenas noches. Él pasó algún tiempo convenciendo a su esencia de que no siguiera con un incipiente resfriado, estudió la carne bajo las feas costras de la malicia en busca de signos de necrosis o infección, y le hizo prometer que a la mañana siguiente descansaría.

La exploración de sectores del día siguiente se vio truncada para Dag por la tarde temprano, cuando un patrullero se las apañó para cambiar el barro y las sanguijuelas por un tropezón con las raíces de un sauce, un chapuzón, y un nido de víboras de agua. Dejando la patrulla con Utau, Dag cabalgó de vuelta a la ciudad llevando frente a sí al patrullero enfermo y tembloroso. Felizmente, Dag no necesitó hacer nada desaconsejable y peligroso con sus esencias en el trayecto, aunque era sombríamente consciente de que Utau le había enviado a él como escolta por si se daba el caso. Pero el hombre sobrevivió no sólo a la cabalgata, sino también a ser rápidamente bañado, secado, y llevado arriba y metido en cama. Para entonces, ya habían encontrado a Chato y Mari, y Dag les dejó a ellos la responsabilidad de futuros remedios.

Las noticias de Mari enviaron a Dag en busca de Fawn antes incluso de hacer una visita a los baños él mismo. El sonido de la voz de Fawn elevándose en, qué si no, una pregunta, le hizo detenerse mientras bajaba las escaleras, y enfiló el pasillo del segundo piso. Había una puerta abierta, la de Saun, y se detuvo fuera cuando la voz de Saun respondió:

—Mi primera impresión de él fue que era uno de esos tipos gruñones que nunca hablan salvo para criticarte. ¿Conoces el tipo?

—Oh, sí.

—Siempre cabalgaba o caminaba atrás y no hablaba mucho. Empecé a ver la luz cuando Mari lo colocó de tope; es el patrullero al extremo, en el borde de una rejilla, sin nadie más allá. Verás, no nos separamos hasta los límites de nuestra visión, sino hasta los límites de nuestros sentidos esenciales. Si puedes percibir a los patrulleros que hay a ambos lados, y ellos a ti, sabes que no estás dejando pasar ningún indicio de malicias entre vosotros. Mari lo envió a una milla. Eso es más del doble del alcance máximo de mi sentido esencial.

Fawn hizo un ruidito para que siguiera hablando.

Saun, así animado, siguió:

—Y luego me di cuenta de que cuando Mari quería hacer algo que se saliera de lo corriente, lo enviaba a él. O que había sido idea suya. No solía contar historias, pero cuando lo hacía, eran de todas partes, quiero decir de todas. Empecé a juntar todos los sitios y la gente y a pensar ¿Cómo es posible? Pensé que no tenía sentido del humor, pero al final me di cuenta de que era tremendamente seco. No parecía gran cosa al principio, pero desde luego se fue acumulando. ¿Y tu primera impresión?

—Diferente a la tuya, diría yo. Sólo llegó. Todo de golpe. Muy… definitivamente allí. Siento como que he estado desenvolviéndolo desde entonces y no estoy siquiera cerca del fondo.

—Huh. En las patrullas es así, en cierto modo.

—¿Es bueno?

—Es como si estuviera allí más que nadie… no, no es así exactamente. Es como si no estuviera en ningún otro lado. ¿Ves lo que quiero decir?

—Mmm, puede. ¿Cuántos años tiene en realidad? No he podido averiguarlo exactamente…

Con su esencia suprimida o no, alguien tendría que notar tarde o temprano el aroma a pantano en el aire húmedo del verano proveniente del pasillo. Dag relajó la expresión intrigada de sus labios, golpeó la jamba de la puerta, y entró.

Saun estaba en la cama, vestido visiblemente sólo con sus vendajes; el resto, vestido o no, estaba cubierto con una sábana. Fawn, con su vestido azul, se reclinaba en una silla, con los pies descalzos sobre la cama, moviendo los dedos para recoger cualquier leve brisa que entrara por la ventana. Por una vez, tenía las manos vacías, pero el pelo castaño de Saun mostraba signos de haber sido recientemente peinado y recogido en dos trenzas pulcras y prácticas.

Dos anchas sonrisas saludaron a Dag, en dos rostros igualmente jóvenes e igualmente pálidos por las recientes heridas. Ambos habían sido casi mortalmente heridos durante su guardia —y ésa era una idea estremecedora—, pero sus expresiones mostraban sólo confianza y cariño. Intentó sentir un latigazo de envidia generacional, pero su belleza sólo le dio ganas de llorar. Mala señal. Seis días de patrulla sin una sola malicia a la vista no deberían hacerle sentir así de cansado y extraño.

—Cómo estás, Chispa. Te buscaba. Hola, Saun. ¿Qué tal las costillas?

—Mejor. —Saun se incorporó ansiosamente, su respingo desmintiendo sus palabras—. Ya me dejan caminar por el pasillo. Fawn me ha estado haciendo compañía.

—¡Bien! —dijo Dag cordialmente—. ¿Y de qué hablabais?

Saun pareció incómodo.

—Oh, de esto y aquello.

Fawn dijo, con más habilidad:

—¿Por qué me buscabas?

—Tengo algo que enseñarte. En el establo, de modo que ponte los zapatos.

—Muy bien —dijo ella agradablemente, y se levantó.

Sus pies descalzos resonaron pasillo arriba, y él le gritó «¡Despacio!». Nunca se consideró muy ingenioso, pero esto provocó una flotante carcajada. En su estado normal, ¿iría alguna vez a algún paso que no fuera al galope?

Estudió a Saun, preguntándose si convendría lanzar un aviso. Había tenido ocasión de darse cuenta de que el joven de anchos hombros atraía a las mujeres, aunque esto nunca antes había sido motivo de preocupación. Pero en su actual estado machacado, Saun no era una amenaza para las chicas granjeras curiosas, decidió Dag. Y los avisos podrían provocar preguntas que Dag estaba mal preparado para contestar, tales como ¿Y a ti qué te importa? Se decidió por un pequeño saludo amistoso con la mano y empezó a retroceder hacia el pasillo de nuevo.

—Oh, ¿Dag? —llamó Saun—. ¿Viejo patrullero? —sonrió desde sus almohadas.

—¿Sí? —condenado sea, ¿cuándo habría oído el chico esa expresión? Saun debía haber prestado más atención a los ocasionales murmullos de Dag de lo que creía.

—No necesitas poner esa cara de sospecha. Todo lo que tu Chispa quiere oír son historias de Dag —se reclinó de nuevo con una risita, no, una risa malvada entre dientes.

Dag movió la cabeza y se batió en retirada. Al menos consiguió dejar de estremecerse antes de terminar de bajar la escalera.

Dag llegó al establo, lleno de caballos de las dos patrullas, apenas antes de que lo hiciera Fawn. La llevó a la partición donde se alojaba la tranquila yegua baya, y señaló.

—Felicidades, Chispa. Mari lo ha hecho oficial. Eres ahora la dueña de esta bonita yegua. Es tu parte de la paga de los ancianos de Glassforge. Te he conseguido también la silla y bridas que hay en la percha; deberían ser de tu talla. No son nuevas, pero están en muy buen estado. —No vio necesidad de mencionar que el equipo había sido parte de un trato privado con el guarnicionero que había hecho tan buen trabajo reparando el arnés de su brazo.

La cara de Fawn se iluminó de deleite, y entró a la partición para pasar las manos por el cuello de la yegua, y rascarle las orejas y la estrella de la frente, lo que hizo que el animal ensanchara los ollares y bajara la cabeza con placer.

—Oh, Dag, es maravillosa, pero —su nariz se arrugó con súbita sospecha—, ¿estás seguro de que esto no es tu parte del pago? Quiero decir, Mari ha sido amable conmigo, pero no pensé que me hubiera ascendido a patrullera.

Un poco demasiado astuta.

—Si hubiera dependido de mí, habría mucho más, Chispa.

Fawn no parecía demasiado convencida, pero la yegua la empujó para recibir más caricias, y se dedicó de nuevo a la tarea.

—Necesita un nombre. No puedo seguir llamándola la yegua esa. —Fawn se mordió el labio, pensando—. La llamaré Grace, como el río. Porque es un nombre bonito y es una bonita yegua, y porque nos llevó con tanta suavidad. ¿Quieres llamarte Grace, dulce dama, hum? —Siguió acariciándola y mimándola; la yegua aceptó el cariño, el nombre, o ambas cosas cambiando el peso a una cadera, levantando un casco trasero, y exhalando, lo que hizo reír a Fawn. Dag se apoyó en la partición y sonrió.

Finalmente, Fawn se puso seria ante algún nuevo pensamiento. Salió de la partición y se quedó un momento con los brazos cruzados.

—Excepto que… No estoy segura de que pueda mantenerla con la paga de una lechera, o lo que sea.

—Es totalmente tuya; podrías venderla —dijo Dag en tono neutral.

Fawn negó con la cabeza, pero su expresión no se aclaró.

—En cualquier caso —siguió Dag—, es demasiado pronto para que vayas pensando en trabajar. Primero necesitarás la yegua para cabalgar.

—Me encuentro mucho mejor. La hemorragia se detuvo hace dos días, si fuera a tener fiebre creo que ya la habría tenido, y ya no me mareo.

—Sí, pero… Mari me ha dado permiso para llevar el cuchillo de vínculo al campamento y que lo pueda mirar un hacedor. Conozco al mejor. Estaba pensando que, como Lumpton Market y West Blue están más o menos de camino a Hickory Lake desde aquí, podríamos parar en tu granja y tranquilizar a los tuyos respecto a tu cruel sino.

Ella le dedicó una mirada inescrutable.

—No quiero volver —su voz vaciló—. No quiero que se conozca toda mi estúpida historia —y volvió a hacerse firme—: No quiero estar a cien millas de Sunny el Estúpido.

Dag tomó aire.

—No tienes que quedarte. Bueno, no puedes quedarte; se necesitará tu testimonio por el asunto del cuchillo. Cuando eso haya terminado, la elección de adonde ir a continuación será tuya.

Ella se chupó el labio inferior, cabizbaja.

—Intentarán que me quede. Les conozco. No creerán que puedo ser una adulta —su voz se hizo más urgente—. ¡Sólo si prometes que vendrás conmigo, promete que no me dejarás allí!

Le apoyó la mano en el hombro, intentando tranquilizar esta extraña inquietud.

—¿Y podría, con tu aprobación, dejarte aquí?

—Mmm…

—Sólo estoy intentando averiguar si a lo que te opones es a quedarte aquí, o allí, o a que te deje.

Los ojos de ella estaban muy abiertos, oscuros, y sus labios húmedos se entreabrieron cuando su cara se alzó ante esas palabras. Dag sintió que su cabeza se inclinaba, su espalda se doblaba, y su mano se deslizaba tras la espalda de ella, como si estuviera cayendo desde una gran altura, cayendo en blando…

Tras él sonó un seco carraspeo, y se enderezó abruptamente.

—Aquí estás —dijo Mari—. Pensé que te encontraría aquí —su voz era cordial, pero tenía los ojos entrecerrados.

—¡Oh, Mari! —dijo Fawn, un poco sin aliento—. Gracias por conseguirme esta preciosa yegua. No lo esperaba —hizo su pequeña cortesía.

Mari le sonrió, apañándoselas para dedicar a Dag un irónico alzamiento de ceja a la vez.

—Te has ganado mucho más, pero es lo que he podido hacer. No carezco enteramente de sentido de la obligación.

Esto detuvo brevemente la conversación. Mari continuó, en tono neutral:

—Fawn, ¿nos perdonas un momento? Tengo algunos asuntos de patrulla que discutir con Dag.

—Oh. Claro. —La cara de Fawn se iluminó—. Voy a contarle a Saun lo de Grace. —Y salió de nuevo al galope, dedicando a Dag una sonrisa por encima del hombro.

Mari apoyó la espalda contra el poste de la partición y cruzó los brazos, mirando a Dag, hasta que Fawn desapareció por la puerta y quedó fuera del alcance de la voz. El establo estaba fresco y sombrío, comparado con la tarde blanca del exterior, perfumado de caballo, tranquilo excepto por algún movimiento de los animales soñolientos por el calor y el leve zumbido de las moscas. Dag alzó la barbilla y unió su mano y la prótesis detrás de su espalda, enganchando su pulgar en el garfio con pinza que llevaba en ese momento en la muñequera de madera, y aguardó. Sin mucha esperanza.

No tardó en llegar.

—¿A qué estás jugando, chico? —gruñó Mari.

Cualquier respuesta que viniera a decir ¿Qué quieres decir, Mari? sería una pérdida de tiempo y aliento. Dag bajó los párpados y siguió esperando.

¿Necesito enumerarte todo lo malo que tiene este encaprichamiento? —dijo ella, con voz claramente exasperada—. Me atrevo a decir que tú mismo podrías dar el condenado sermón. Me atrevo a decir que lo has hecho.

—Una vez o dos —concedió él.

—Entonces, ¿qué estás pensando? ¿O más bien, estás pensando?

Él tomó aire.

—Sé que me quieres decir que me aparte de Fawn, pero no puedo. Aún no, en todo caso. El cuchillo nos une, hasta que lo lleve al campamento. Vamos a tener que viajar juntos algún tiempo; no puedes discutir eso.

—No me preocupa el viaje. Me preocupa lo que vaya a pasar cuando te detengas.

—No estoy durmiendo con ella.

—No, aún no. Desde que llegaste tienes tu sentido esencial cerrado a mí. Bueno, eso en parte es propio de ti; tienes el hábito tan arraigado, que prácticamente sigues oculto cuando duermes. Pero esto… Pareces un gato que cree que está escondido porque tiene la cabeza metida en un saco.

—Ah, privacidad mental. Un concepto de granjeros que podría extenderse un poco entre nosotros.

Ella resopló.

—Buena suerte.

—Voy a llevarla al campamento —dijo Dag tercamente—. Eso es seguro.

En una voz dulce y cordial, Mari murmuró:

—¿Vas a presentársela a tu madre? Oh, qué encantador.

Dag encorvó los hombros.

—Iremos primero a su granja.

—Oh, y así conocerás a su madre. Maravilloso. Será un éxito. ¿No podéis cogeros de la mano y saltar juntos desde un acantilado? Será más rápido y menos doloroso.

Sus labios se agitaron un poco ante esto, involuntariamente.

—Es probable. Pero tiene que hacerse.

—¿De verdad? —Mari se apartó del poste y caminó arriba y abajo por el establo—. Si fueras un patrullero joven que quiere mojar mecha en lo diferente, te daría un buen pescozón y esto terminaría aquí y ahora. ¡No sé decir si estás intentando engañarme a mí, o a ti mismo!

Dag apretó los dientes y siguió sin decir nada. Parecía lo más sensato.

Ella volvió a su poste, se apoyó en él, se frotó una bota con la otra, y suspiró.

—Mira, Dag. Te vengo observando desde hace mucho tiempo. En patrulla, nunca descuidas tu equipo ni tu comida ni tu sueño ni tus pies. No como los jóvenes, que tienen ilusiones heroicas sobre su resistencia, hasta que chocan contra un muro. Tú preparas tu cuerpo para un esfuerzo prolongado.

Dag inclinó la cabeza, mostrándose de acuerdo con ella, sin saber muy bien adonde iría a parar.

—Pero aunque tú nunca dejarías de comer hasta debilitarte, esperando poder seguir, sí descuidas tu corazón, y actúas como si pudieras seguir usándolo eternamente sin tener que pagar nunca la deuda. Si caes… cuando caigas, caerás como un hombre famélico. Estoy aquí y te veo empezar a tambalearte, y no sé si mis palabras bastarán para detener tu caída. No sé por qué, maldición y condenación —su voz cambió, irritada de nuevo— no te has unido por la cuerda con alguna de las viudas que tu madre… vale, bien, tu madre no… que tus amigos o parientes te presentaban, hasta que lo dejaron por desesperación. Si lo hubieras hecho, me atrevo a decir que hoy serías inmune a estas tonterías, con o sin cuchillo.

Dag se encorvó más.

—No hubiera sido justo para ella. No puedo tener de nuevo lo que tuve con Kauneo. No por culpa de la mujer. Soy yo. No puedo dar lo que di a Kauneo —agotado, vacío, seco.

—Nadie esperaba que lo hicieras, excepto quizá tú. La mayoría de la gente no tiene lo que tuviste con Kauneo, si la mitad de lo que he oído es cierto. Aun así se las apañan para llevarse bastante bien.

—Ella moriría de sed, intentando sacar agua de este pozo.

Mari movió la cabeza, la boca apretada con desaprobación.

—Dramático, Dag.

Él se encogió de hombros.

—Entonces no presiones para obtener respuestas que no quieres oír.

Ella apartó la mirada, frunció los labios, alzó la mirada a las vigas llenas de polvorientas telarañas y briznas de heno, e intentó otra aproximación.

—Teniéndolo todo en cuenta, no tengo nada en contra de que te diviertas un poco. Tú no. Y además, esta granjera no tiene aquí parientes que puedan armar un alboroto.

Dag entrecerró los ojos, y una esperanza insensata se alzó en su corazón. ¿Iba a decir Mari que no interferiría? Probablemente no…

—Si no te puedo hacer cambiar de opinión ni razonar contigo, bueno, estas cosas pasan, ¿eh? —El sarcasmo de su voz acabó con la esperanza—. Pero si estás tan decidido a entrar, más vale que tengas un plan para salir, y quiero oírlo.

No quiero salir. No quiero un final. Un descubrimiento inquietante, y Dag no estaba seguro de dónde ponerlo. Condenación, ni siquiera había empezado… nada. La discusión estaba yendo demasiado rápida para él, lo cual era sin duda la intención de Mari.

—Todos los magníficos planes que hice para mi vida acabaron en horribles sorpresas, Mari. Dejé de hacer planes hace tiempo.

Ella hizo un gesto burlón con la cabeza.

—Casi deseo que seas un patán al que pueda dar un sopapo. Bueno… no, no lo deseo. Pero tú eres tú. Si ella acaba herida al final, y no veo que esto pueda ser más que un viaje muy corto, tú también lo estarás. Doble desastre. Lo veo acercarse, y tú también. ¿Qué vas a hacer?

Dag dijo, tenso:

—¿Qué sugieres, vidente?

—Que no hay modo de que puedas hacer que esto termine bien. De modo que no lo empieces.

No he empezado, quiso hacer notar Dag. ¿Una verdad en sus labios y una mentira en su esencia, quizá? La resistencia había sido la última virtud que le quedaba desde hacía mucho, mucho tiempo; reunió su paciencia y se quedó de pie, simplemente se quedó de pie.

Ante su testarudo silencio, Mari cambió de postura y de ataque de nuevo.

—Hay dos grandes deberes que se dan a los que nacen de nuestra sangre. El primero es seguir con la larga guerra, con fortaleza y resolución, en la vida y en la muerte, con o sin esperanza. En este deber no has fallado nunca.

—Una vez.

—Nunca —le contradijo—. Una derrota ante fuerzas abrumadoramente superiores no es un fracaso; es sólo una derrota. Ocurre a veces. Nunca oí que huyeras de esa cresta, Dag.

—No —admitió él—. No tuve oportunidad. Estar rodeado hace que lo de huir sea un problema, uno que no tuve tiempo de resolver.

—Sí, bien. Pero luego está el otro gran deber, el segundo deber, sin el cual el primero es inútil, sólo paja e ilusiones. El deber en el que hasta ahora has fallado por completo.

Él alzó la cabeza, dolido y alerta.

—He dado sangre y sudor y todos los años de mi vida hasta ahora. Todavía debo mis huesos y la muerte de mi corazón, que tengo intención de donar, que donaré a su debido tiempo si la oportunidad lo permite, pero el suicidio es un lujo y una deserción del deber de la que nadie me acusará, eso lo decidí hace años, de modo que no sé qué más quieres.

Ella apretó los labios; su mirada se volvió intensa.

—El otro deber es crear la nueva generación a la que legar la guerra. Pero todo lo que hacemos, las millas y años que caminamos, todo lo que sangramos y sudamos y sacrificamos, quedará en nada si no transmitimos el legado de nuestros cuerpos. Y ésa es una tarea a la que has vuelto la espalda durante los últimos veinte años.

A su espalda, su mano derecha aferró la muñequera hasta que oyó crujir la madera, y se obligó a relajar la presa para no romper lo que había sido arreglado tan recientemente. Intentó apretar los dientes con igual fuerza para bloquear cualquier respuesta, pero una se escapó igualmente:

—¿Has tomado prestada la mandíbula de mi madre, no?

—Me parece que podría recitar su discurso de memoria, he tenido que escuchar sus quejas a menudo, pero no. Esto es mío, ganado con mi propia sangre. Mira, sé que tu madre te empujó fuerte y demasiado pronto tras Kauneo y te enderezó bien tieso, sé que necesitabas más tiempo para superarlo. Pero ha pasado el tiempo, Dag, tiempo suficiente. Esa granjerita es la prueba, si es que necesitabas una prueba. Y no quiero estar debajo de ti cuando caigas.

—No lo estarás; nos vamos.

—No me basta. Quiero tu palabra.

No puedes tenerla. ¿Y era eso, de por sí, una decisión? Sabía que vacilaba, pero ¿había ido ya más allá de algún punto de no retorno? ¿Y cuál era ese punto? Apenas lo sabía, pero la cabeza le latía por el calor, y estaba exhausto hasta los huesos. Sus ropas, todavía húmedas, le picaban y apestaban. Deseaba un baño frío. Si metía la cabeza bajo el agua durante el tiempo suficiente, ¿cesaría el dolor? Diez o quince minutos deberían conseguirlo.

—Si hubiera muerto en Wolf Ridge, ahora estaría igualmente sin hijos —gruñó a Mari. Y ni siquiera mis parientes protestarían. O al menos, yo no tendría que escucharles—. Tengo un plan. ¿Por qué no te limitas a fingir que estoy muerto?

Dio media vuelta y salió del establo.

Lo cual hubiera sido una salida más espectacular si ella no hubiera gritado, furiosa y certera, tras él:

—Oh, ciertamente, ¿por qué no? ¡Tú lo haces!

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