Capítulo 18

Un día, fue el primer pensamiento de Dag cuando se despertó a la mañana siguiente.

Había esperado que la víspera de la boda fuera un día de tranquilos preparativos para la pequeña ceremonia familiar, quizá con tiempo para meditar con la adecuada seriedad sobre el paso que estaba a punto de dar, y también para calmar la estridente voz de su cabeza, ¿Qué estás haciendo? ¿Cómo has acabado aquí? ¡Esto no estaba en tus planes! ¿Tienes idea de lo que va a pasar cuando llegues a casa? Un simple No le pareció a Dag respuesta suficiente a la última pregunta. Intentó ignorar preguntas más complicadas, del tipo de ¿Cómo vas a proteger a Chispa si no puedes siquiera protegerte a ti mismo?, o ¿Qué pasará si hay niños, si hay mestizos?, aunque esta última llevó directamente a ¿Serán bajitos y fogosos?, y tomó impulso a partir de ahí.

Pero después del desayuno llegaron a la granja Bluefield, no el par de amigas de Fawn que había esperado vagamente, sino dos amigas, cinco de sus hermanas, cuatro cuñadas, unas cuantas primas, y un número indeterminado de madres y abuelas. Eran como una plaga de langosta al revés, trayendo enormes cantidades de comida con manos que producían y ordenaban en lugar de consumir y destruir. Hablaban, reían, cantaban, al menos las más jóvenes soltaban risitas, y llenaron la casa hasta reventar. Los varones Bluefield huyeron a las cuatro esquinas de la granja. Dag, fascinado, se quedó. Durante algún tiempo.

Las presentaciones no estuvieron mal, aunque consiguió sobre todo silencios intimidados o risitas nerviosas en respuesta. Las más valientes, sin embargo, viendo cómo Fawn le ayudaba, también quisieron probar, y en breve se encontró esquivando intentos de darle de comer y de beber como si fuera alguna extraña mascota nueva. Intentó no pensar Cebado para la matanza. Una tropa aún más risueña, encabezada esta vez por una matrona más severa, junto a Fawn, que se negó a explicar nada, lo acorraló con cordeles y procedió a medir diversas partes de su cuerpo —felizmente para su zarandeada ecuanimidad, ésa no—, y se fueron de nuevo flotando entre ráfagas de risas. El cuarto del telar de Nattie, normalmente un refugio tranquilo, estaba repleto, y la cocina estaba, no sólo llena de gente, sino también intolerablemente recalentada por todos los fogones funcionando a tope. Hacia el mediodía, Dag siguió a los hombres a un exilio voluntario, aunque se quedó lo bastante cerca para oír las canciones que flotaban por las ventanas abiertas. Con todos los varones fuera, algunas de las canciones se volvieron sorprendentemente escandalosas; era una fiesta de boda, después de todo. Se alegró de que Fawn no se viera privada de estos detalles por su extraña elección de pareja.

La ayuda femenina se fue antes de la cena, con planes de volver a la mañana siguiente para los últimos preparativos, pero fue más tarde cuando Dag encontró su momento para pensar. Se sentó en el porche delantero, con las piernas colgando sobre el borde, mirando el tranquilo valle pasar del verde dorado a un gris apagado mientras se ponía el sol. En los aleros del viejo granero, las suaves y grises tórtolas lanzaban sus suaves y grises arrullos. Era la vista favorita de la granja para Dag, y pensó que quien se hubiera instalado allí originalmente debía haber compartido el mismo placer. Se sentía extrañamente desvinculado, dejando atrás todas sus viejas certezas, sin otras nuevas para reemplazarlas. Salvo por Chispa. Y ella era un extraño punto fijo en su vertiginoso mundo, porque se movía tan rápido que él temía que si parpadeaba la perdería.

Vio a Rush andando camino abajo en la creciente oscuridad. Después del episodio del cuenco, los gemelos habían dejado de lanzarle pullas, pero sólo porque evitaban hablar con él en absoluto. Si no podía hacer amigos, ¿quizá la intimidación funcionaría? Por contraste, Whit se mostraba ahora fascinado por Dag, siguiéndole como si tuviera miedo de perderse otro espectáculo mágico. Dag intentó tratarle como a un patrullero joven especialmente irresponsable, lo que pareció funcionar. Si su brazo no estuviera roto, podía haberse ofrecido para enseñar a Whit a tirar con arco, lo que hubiera ayudado a que se llevaran mejor. Su comentario de pasada al respecto hizo a Whit decir, mostrándose dispuesto en un grado que le sorprendió:

—¿Cuando vuelvas, quizá?

Lo que le hizo preguntarse: ¿volverían alguna vez? La mitad de la intención original de Dag al proponer matrimonio había sido reparar los puentes de Fawn en caso de necesidad… en caso de su muerte, por decirlo claramente. Un Andalagos intentaría integrarse en la familia de su novia, encajar como un nuevo hermano de tienda; y la familia a su vez esperaría recibirlo como a uno. Los granjeros acogían a nuevas hermanas, no a nuevos hermanos, y no estaban acostumbrados al cambio de papeles. A Dag le había llevado algún tiempo darse cuenta de que los únicos miembros de la familia a los que tenía que convencer para poder llevarse a Fawn eran los mayores, y ellos a su vez esperaban que alguien viniera a llevársela, en cualquier caso. El caso de Dag no era una inversión de costumbres, sino una modificación. Las preguntas que esto planteaba ante el regreso a casa de Dag eran insistentes y molestas, más aún porque Fawn no podía prever la mayoría de ellas.

Y ahí venía Rush de nuevo, camino arriba. Vio a Dag en el porche y torció hacia él entre la casa y el viejo granero, un área de hierba donde a veces dejaban pastar a las ovejas. Lo que las ovejas no se comían era segado una vez al año para evitar que los bosques crecieran de nuevo y taparan la vista. Rush, se dio cuenta Dag cuando lo vio acercarse, estaba tenso, y Dag sopesó abrir más su sentido esencial, aunque probablemente le resultaría desagradable.

—Hey, patrullero —dijo Rush—. Fawn te busca. En la carretera al final del camino.

Dag parpadeó una vez, despacio, para ocultar el hecho de que acababa de abrir su sentido esencial al máximo. Fawn, determinó primero, no estaba al final del camino, sino casi fuera de su percepción al oeste, arriba en la cresta. No estaba sola —¿con Reed?—, pero no parecía estar en ningún apuro especial. ¿Entonces por qué mentía Rush? Ah. Los bosques allí abajo no estaban desiertos. Escondidos entre los árboles cerca de la carretera había los borrones de cuatro caballos, quietos… ¿atados? Cuatro personas los acompañaban. Tres esencias indistintas que no conocía, pero identificó la cuarta como la de Sunny el Estúpido. ¿Sería una suposición muy aventurada pensar que los otros tres eran también rudos muchachos granjeros? Dag pensó que no.

—¿Ha dicho por qué? —preguntó Dag, para conseguir un momento más para pensar.

Rush respiró dos veces mientras inventaba una respuesta; había esperado aparentemente que Dag saltara sin más.

—Algo de la boda —replicó—. No lo ha dicho, pero dice que te des prisa.

Dag se rascó suavemente la sien con el garfio, contento de haber seguido con su costumbre de no discutir las habilidades de los Andalagos con nadie aquí, salvo por Fawn y Nattie. Ahora llevaba ventaja en el juego; intentó figurarse cómo no perder esa ventaja, porque sospechaba que era la única que tenía. Sería divertido quedarse allí y ver cómo Rush se cavaba una fosa cada vez más honda inventando razones inverosímiles para llevar a Dag colina abajo hacia lo que al parecer iba a ser una bonita emboscada. Pero eso dejaría a todo el grupo suelto toda la noche para preparar otros planes. Por poco que Dag quisiera enfrentarse a esto esta noche, le apetecería todavía menos por la mañana. Y sobre todo no quería que afectara a Chispa en absoluto. Sus fraternales enemigos, parecía, se estaban ocupando de eso ahora mismo. Bien.

Dejó que su sentido esencial volara levemente sobre los bosques, que había cruzado a pie varias veces los últimos días, buscando… sí. Justo eso. Una oleada, no de excitación, sino esa peculiar calma que caía sobre él cuando se enfrentaba a un campamento de bandidos o a una malicia en su guarida llevó su mente a otro nivel. Objetivos, eh. Sabía qué hacer con los objetivos. ¿Pero sabrían los objetivos qué hacer con él? Sonrió. Si no, se lo enseñaría.

—Hum… ¿Dag? —dijo Rush, indeciso.

No llevaba su cuchillo de guerra. Bien; no tenía mano para blandirlo. Se levantó y sacudió su brazo izquierdo.

—Claro, Rush. ¿Dónde has dicho?

—Hacia la carretera —dijo Rush, a la vez aliviado y su opuesto. Dioses ausentes, qué mal mentía el muchacho. Dentro de todo, era un punto a su favor.

—¿Vienes conmigo, Rush?

—Enseguida. Adelántate tú. Tengo que coger algo de la casa.

—Muy bien —dijo Dag amablemente, y bajó la colina hacia el camino. Siguió bajando durante algunos cientos de pasos, luego cortó por la ladera boscosa, planeando su ruta. Tenía que sorprender a sus acechadores por el lado correcto para sus propósitos. Se preguntó lo rápido que correrían. Sus piernas eran largas; las de ellos, jóvenes. Mejor no apurarlo mucho.

Mari me daría una paliza por intentar esta tontería. Era un pensamiento extrañamente consolador. Familiar.

Dag bajó con sigilo por la colina, en ángulo, hasta que llegó a unos quince pies por detrás de los cuatro jóvenes escondidos entre los árboles y vigilando el camino. Parece que Sunny ha seguido mi consejo. El crepúsculo acababa de empezar; el sentido esencial de Dag le daría una ventaja considerable en la oscuridad, pero quería que su presa pudiera verle.

—Buenas noches, chicos —dijo—. ¿Me buscabais?

Saltaron y se dieron la vuelta precipitadamente. La cabeza dorada de Sunny brillaba incluso en las sombras. Los otros eran más anodinos: uno corpulento, otro tan musculoso como Sunny, y uno flaco; suficientemente jóvenes para ser temerarios y suficientemente grandes para ser peligrosos. Era una combinación desagradable. Tres de ellos iban armados con mazas, por las que Dag sentía un nuevo respeto. Sunny tenía un palo y un gran cuchillo de caza, este último todavía envainado en su cinturón. De momento.

Sunny recuperó el aliento y gruñó.

—Hola, patrullero. Déjame decirte cómo va a ser esto.

Dag inclinó la cabeza, como si sintiera curiosidad.

—No te queremos aquí. En unos minutos Rush traerá tu caballo y tu equipo, y vas a montar y a cabalgar hacia el norte. Y no vas a volver.

—¡Asombroso! —se maravilló Dag—. ¿Y cómo crees que vas a hacer que eso ocurra, hijo?

—Si no, te llevarás la paliza de tu vida. Y te ataremos a tu caballo y te irás igualmente hacia el norte. Sólo que sin dientes —la sonrisa de Sunny brilló blanca en las sombras, para enfatizar su amenaza. Sus amigos se movieron, un poco demasiado tensos y preocupados para compartir la diversión, aunque uno intentó soltar una risa malhumorada para mostrar su apoyo.

—No es por criticar, pero veo algunos problemas en tu plan. El primero es una notable ausencia de caballo. Me parece que Rush va a tener algunas dificultades para manejar a Mocasín —Dag extendió brevemente su sentido esencial hasta el viejo granero. Ciertamente, los problemas de Rush acababan de empezar. Decidió que no podía permitirse dividir su atención para manejar a su caballo a esta distancia, y rompió el enlace. Habían dicho a toda la familia, durante la cena y delante de Sorrel y Tril, que no se acercaran a Mocasín a menos que Dag estuviera delante. Rush tendría que arreglárselas solo. Dag intentó no sonreír demasiado.

—Patrullero, Fawn puede manejar a tu caballo.

—Ciertamente, ella puede. Pero, sabes, has enviado a Rush. Una pena.

—Entonces puedes echar a andar.

—¿Tras una paliza? Tienes una buena opinión de mi resistencia —suavizó la voz—. ¿Creéis que entre los cuatro podréis conmigo?

Miraron su cabestrillo, su brazo izquierdo mutilado, y se miraron entre sí. Dag se sintió halagado de que no se echaran a reír en este punto. Pensó que deberían, pero no iba a decirlo. El corpulento, de hecho, parecía un poco avergonzado. Sunny, era cierto, se mostraba más cauto. El cuchillo de caza era un nuevo accesorio.

—Para aclarar las cosas, rechazo vuestra invitación de ponerme en camino. No quiero perderme mi boda. Ahora bien, parece que los números van a vuestro favor. ¿Estáis preparados para matarme esta noche? ¿Cuántos de vosotros estáis dispuestos a morir para que eso ocurra? ¿Habéis pensado en cómo se sentirán vuestros padres y familiares por la mañana? ¿Cómo explicarán los supervivientes lo que ha pasado? Matar a alguien es mucho más complicado de lo que parece, y las complicaciones no terminan al enterrar los cadáveres. Hablo por larga experiencia.

Tenía que detenerse; a juzgar por sus expresiones indecisas, sus palabras estaban convenciendo al menos a dos de ellos, y ésa no había sido exactamente su intención al empezar a hablar. Una persecución, ése era el plan. Por fortuna, Sunny y el otro chico musculoso estaban intentando rodearle, alejándose para ponerse en posición y lanzarse sobre él. Para animarles, empezó a retroceder. Y dijo:

—No me extraña que Fawn te llame Sunny el Estúpido.

Sunny alzó la cabeza de golpe. Desde un lado, uno de sus amigos ahogó una carcajada; Sunny le lanzó una mirada de enfado y soltó a Dag de golpe:

—Fawn es una zorra. Pero ya lo sabes. A que sí, patrullero.

Bien, ya basta.

—Tendréis que cogerme primero, chicos. Si sois tan lentos de piernas como de mollera, no tendré ningún problema…

Sunny se lanzó hacia delante, con el palo silbando en el aire. Dag no estaba allí.

Dag estiró las piernas, corriendo colina arriba, esquivando árboles, con las botas resbalando sobre las hojas viejas y las húmedas piedras y los tocones verdinegros. A juzgar por los golpes y gruñidos de dolor, al menos uno de sus perseguidores estaba encontrando la subida igualmente difícil. No quería perder a los chicos en los bosques, pero quería tener una buena ventaja para cuando llegara…

Aquí.

Ah. Hum.

El árbol que había elegido resultó ser un nogal silvestre con un tronco de un pie y medio de grueso, más o menos. Y sin ramas durante los primeros veinte pies. Esto tenía sus ventajas y sus desventajas. Ciertamente a los chicos les resultaría difícil seguirle hasta arriba. Si es que él conseguía subir. Se sacó el brazo derecho del cabestrillo y lo dejó colgar al costado, alzó el brazo izquierdo, clavó el garfio, apretó las rodillas en torno al tronco, y empezó a trepar. Arrancó el garfio, alargó el brazo, clavó, trepó. Otra vez. Otra vez. Estaba a unos quince pies de altura cuando los perseguidores llegaron, sin aliento y maldiciendo y agitando las mazas. Se le ocurrió, pensativo, mientras arrastraba su cuerpo hacia arriba, que incluso sin la desagradable sensación ardiente de los músculos de su hombro izquierdo, estaba confiando muchísimo en una pequeña clavija de madera y unas costuras diseñadas para desgarrarse. La corteza áspera se rompía y chascaba bajo sus rodillas, dejando caer una aromática lluvia de trocitos. Además, si el garfio cedía y él se deslizaba hacia abajo, la corteza tendría un interesante efecto de sierra entre sus piernas.

Llegó a la primera rama gruesa, pasó una pierna y un brazo por encima, se izó, y se puso en pie. Buscó su objetivo. Dioses ausentes, quince pies más para trepar. Arriba, pues.

Una rama seca cedió bajo su pie, lo que le resultó útil en parte, porque la rompió de una patada y la dejó caer sobre la cara alzada del muchacho flaco al que sus amigos habían enviado árbol arriba en pos de Dag. Gritó y cayó, perdiendo ánimos durante un momento. Dag no necesitaba muchos momentos más.

Para su deleite, una piedra pasó silbando junto a él, luego otra.

—¡Ay! —gritó con realismo, para que le lanzaran más.

Un par de misiles subieron y bajaron, seguidos de un golpe carnoso y un enteramente auténtico «¡AY!» desde abajo. Dag se aseguró de que oyeran su risa malvada, a pesar de que a esas alturas estaba jadeando como un fuelle.

Casi en el objetivo. Dioses ausentes, la condenada cosa estaba bien lejos en la rama. Se estiró, sujetándose a la rama sobre la que estaba doblado a través con la axila derecha, los pies deslizándose por la rama oscilante de debajo, deseando casi por primera vez en su vida tener más altura y alcance. Si perdía el equilibrio a esta altura, podía probar rápidamente que era más estúpido que Sunny el Estúpido. Un poco más, un poco más, engancha el garfio en la sujeción… y un buen tirón.

Dag se agarró con fuerza cuando el avispero de avispas carpinteras del tamaño de una sandía se soltó de la rama y empezó su caída de treinta pies. La mayoría de los habitantes estaban en casa para pasar la noche, le dijo su sentido esencial. ¡Despertad! ¡Os atacan! Su débil intento de azuzar a las avispas con su esencia resultó innecesario cuando el avispero chocó contra el suelo y se rompió con un fuerte y satisfactorio crack. Seguido de un zumbido profundo y furioso que se pudo oír desde donde estaba.

Los primeros gritos fueron mucho más satisfactorios, sin embargo.

Se acomodó con la espalda contra el tronco, apoyando los pies en algunas ramas laterales más robustas, recuperando el aliento y dedicándose a añadir algunos refinamientos. Convencer a las furiosas avispas para que subieran por las perneras de los pantalones y entraran por los cuellos de las camisas no resultó tan difícil como había temido, aunque no podía simplemente espantarlas como mosquitos, y eran mucho menos tratables que las luciérnagas. Cuestión de práctica, decidió Dag. Se aplicó a ello con determinación.

—¡Ah! ¡Ah! ¡Las tengo en el pelo, las tengo en el pelo, me están picandoool —le llegó un aullido desde abajo, la voz demasiado aguda para identificarla.

—¡Au, mis orejas! ¡Ay, mis manos! ¡Quítamelas, quítamelas!

—¡Corre hacia el río, Sunny!

Los sonidos de la retirada le llegaron entre las hojas; la alocada huida no les ayudaría mucho, porque Dag se aseguró de que se fueran bien escoltados. Incluso sin sentido esencial, supo enseguida cuándo sus exploradoras de pantalones llegaron al objetivo, por los ensordecedores chillidos que siguieron y siguieron hasta que se quedaron sin aliento.

—Cojea hacia el río, Sunny —murmuró Dag salvajemente, mientras los frenéticos gritos se apagaban hacia el este.

Luego vino el problema de bajar.

Dag se lo tomó con calma, al menos hasta los últimos diez pies, cuando su garfio se soltó y marcó un largo surco en la corteza siguiendo la nube de trocitos desprendidos por sus rodillas. Pero consiguió caer de pie y evitar golpearse mucho el vendaje durante la caída. Se puso en pie tambaleante, jadeando.

—Era más fácil… cuando podía simplemente… destriparlos.

No. En realidad no.

Suspiró, e hizo lo que pudo para adecentarse un poco, sacudiéndose trozos de corteza y ramitas y anchas hojas secas de sus ropas y pelo con la curva de su garfio, y deslizando agradecido el dolorido brazo de nuevo en su cabestrillo. Algunas avispas rezagadas zumbaron cerca en amenazadora exploración; las envió tras sus compañeras de nido y se deslizó ladera abajo hacia donde estaban atados los caballos.

Los soltó e hizo lo que pudo para pasarles las riendas sobre el cuello para que no se las pisaran, los guió hasta la carretera, y los orientó hacia el sur, intentando implantar en sus mentes caballunas sugerencias de graneros y grano y hogar en sus limitadas mentes. Encontrarían el camino, o bien Sunny y sus amigos podrían pasar un buen rato los próximos días buscándolos. Cuando pudieran sacar sus hinchados cuerpos de la cama, claro. Un par de los potenciales bravucones, incluyendo a Sunny —Dag se había asegurado respecto a Sunny—, definitivamente no querrían montar hasta casa esa noche. O durante muchas más noches.

Mientras subía de nuevo por el camino, cansado, se encontró con Sorrel que bajaba apresuradamente. Sorrel llevaba una horca de aventar y parecía alarmado.

—¿Qué truenos eran esos horribles chillidos, patrullero? —preguntó.

—Algunos jóvenes idiotas en tus bosques pensaron que sería una gran idea tirar piedras a un avispero. No salió como habían planeado.

Sorrel bufó con irritación medio divertido, la tensión abandonando su cuerpo, y luego hizo una pausa.

—¿De verdad?

—Creo que ésa será la mejor historia, sí.

Sorrel soltó un pequeño gruñido que a Dag le recordó de pronto a Fawn.

—Está claro que hay más que contar. Lo tienes controlado, ¿no? —Se dio la vuelta para caminar de vuelta junto a Dag.

—Esa parte sí. —Dag extendió de nuevo su sentido esencial, esta vez hacia el viejo granero. Su futuro cuñado estaba todavía vivo, aunque su esencia estaba decididamente agitada en esos momentos—. Hay otra parte. De la que creo que te corresponde ocuparte a ti y no a mí. —No era trabajo de un jefe de patrulla disciplinar a la gente de la patrulla de otro jefe. Por otro lado, el trabajo en equipo a veces podía ser sorprendentemente efectivo—. Pero creo que adelantaríamos más si quisieras seguir mi consejo.

—¿Sobre qué?

—En este caso, Reed y Rush.

Sorrel masculló algo sobre «… punto de romperles las cabezotas», luego añadió:

—¿Qué pasa con ellos?

—Creo que debemos dejar que Rush nos lo cuente. Luego veremos.

—Huh —dijo Sorrel dubitativo, pero siguió a Dag cuando éste se desvió hacia el viejo granero.

La puerta corredera que daba al camino estaba abierta, y desde el interior se derramaba la suave luz amarilla de una lámpara de aceite colgada de un clavo en una viga. Grace, en un establo junto a la puerta, bufó inquieta cuando entraron. El pasillo de tierra apisonada olía agradablemente a caballos y paja y estiércol y guano de paloma y moho. Desde el establo de Mocasín se oyó un chillido furioso. Dag alargó una mano para detener a Sorrel cuando éste empezó a avanzar. Espera, vocalizó Dag.

A Dag le costó no echarse a reír cuando vio la escena, aunque la visión de la mitad de su equipo esparcido por el suelo del establo y bien pisoteado por Mocasín ayudó mucho a que mantuviera la cara seria. En el extremo opuesto del establo había unos cuantos tablones clavados para formar un rudimentario pesebre, y sobre él un agujero cuadrado en el techo permitía tirar el heno directamente desde el altillo del granero. Aunque el agujero era lo bastante grande para tirar por él una brazada de heno, no era lo bastante grande como para que los anchos hombros de Rush hicieran el viaje contrario. En esos momentos, habiendo trepado por el pesebre a guisa de escalera improvisada, Rush tenía una pierna y ambos brazos atascados en el agujero, y estaba intentando retorcer el resto de su cuerpo fuera del alcance de los dientes amarillos de Mocasín. Mocasín, con las orejas gachas y torciendo el cuello, chilló y tiró un bocado de nuevo, al parecer por el simple placer malévolo de ver retorcerse a Rush.

—¡Patrullero! —gritó Rush al verlos llegar a la partición del establo—. ¡Ayúdame! ¡Llama a tu caballo!

Sorrel lanzó a Dag una mirada preocupada; Dag negó brevemente con la cabeza y pasó los brazos sobre la partición, poniéndose cómodo.

—Veamos, Rush —dijo Dag en tono de conversación—. Recuerdo claramente haberos dicho a ti y a tus hermanos que Mocasín era un caballo de guerra y que no os acercarais a él. ¿Lo recuerdas, Sorrel?

—Sí, lo recuerdo, patrullero —dijo Sorrel, adoptando el mismo tono, y acodándose también en las tablas.

—¡Lo has hechizado de algún modo! ¡Quítamelo de encima!

—Bueno, eso vamos a tener que verlo. Pero siento mucha curiosidad por saber cómo es que estás en este establo, sin mi permiso, pero con mis alforjas y equipo, que había dejado en el cuarto del telar de Tía Nattie. Creo que a tu padre también le gustaría oír la historia.

Y entonces Dag guardó silencio.

El silencio se alargó. Rush intentó bajar. Mocasín, excitado, pateó el suelo y chascó los dientes, e hizo un ruido muy peculiar, a medio camino entre un serrucho y una risa caballuna, pensó Dag. Rush volvió a izarse a toda prisa.

—¡La mala bestia de tu caballo me ha atacado! —se quejó Rush. Tenía la camisa desgarrada en el hombro, y había un poco de sangre, pero a ojos de Dag estaba claro por el modo en que Rush se movía que no tenía nada roto.

—Vamos, vamos —dijo Dag en tono burlonamente tranquilizador—. Eso sólo ha sido un mordisquito cariñoso. Si Mocasín realmente te hubiera atacado, tú estarías allí, y tu brazo estaría aquí. Hablo por experiencia, sabes.

Rush abrió mucho los ojos al darse cuenta de que si quería simpatía estaba en la tienda equivocada con el dinero equivocado.

Dag guardó silencio un poco más.

—¿Qué quieres saber? —preguntó finalmente Rush, en tono hosco.

—Seguro que se te ocurrirá algo —dijo Dag perezosamente.

—¡Papá, haz que me deje bajar!

Sorrel soltó un suspiro exasperado.

—Sabes, Rush, os he sacado a ti y a tu hermano de los líos en los que os metéis más de una vez cuando erais más jóvenes, porque todos los chicos tienen que sobrevivir a sus tonterías. Pero como tanto os gusta decirme, ya no sois unos jovenzuelos. Me parece a mí que te has subido tú sólito ahí arriba. También podrás bajar solo.

Rush pareció horrorizado ante esta aparente traición paterna. Empezó a farfullar una enrevesada explicación de su estado que incluía una petición imaginaria de Fawn.

Dag negó de nuevo con la cabeza. Sorrel parecía más y más sombrío.

—No —interrumpió Dag con voz aburrida—. Eso no es. Piénsalo mejor, Rush —tras un momento, dijo—: También debería mencionar, imagino, que Sunny Sawman y sus tres fortachones amigos están ahora de camino río abajo a West Blue. Bajo escolta. Bajo el agua, principalmente. No creo que vuelvan hasta dentro de algunos días.

—¿Cómo lo…? ¡No sé de qué estás hablando!

Más silencio.

Rush añadió, con voz mucho más humilde:

—¿Están bien?

—Vivirán —dijo Dag con indiferencia—. Acuérdate de agradecérmelo, después —y guardó silencio de nuevo.

Después de un par de intentos en falso más, Rush empezó a confesar por fin. Era más o menos la historia que Dag esperaba, de conspiraciones en la taberna y bravuconería juvenil. En la versión de Rush, Reed era el cabecilla, valerosamente horrorizado ante la idea de su única hermana casándose con un patrullero comecadáveres y haciéndole por tanto cuñado de uno, y los motivos de Rush se perdieron en un murmullo; Dag no estaba seguro de si esto era cierto o estaba echándole la culpa a otros, ni tampoco le importaba mucho, porque estaba claro que ambos muchachos estaban juntos en esto. Habían encontrado en Sunny un cómplice extrañamente entusiasta, recién llegado de limpiar tocones y con ganas de presumir de músculos. Nada sorprendentemente, parecía que Sunny no había considerado necesario mencionar a los gemelos su anterior encuentro con Dag. Dag tampoco lo mencionó. Sorrel parecía más y más sombrío.

Rush dejó finalmente de hablar. Un silencio frío se hizo en el cálido granero. Rush empezó a deslizarse hacia abajo; Mocasín atacó de nuevo. Rush se izó de nuevo, agarrándose como una zarigüeya a una rama. Dag veía que le temblaban los brazos.

—Bien, Rush —dijo Dag—. Ahora te voy a decir yo lo que va a pasar. De hecho, estoy preparado para perdonar y olvidar vuestro fraternal plan de dejarme mutilado o muerto de una paliza y enterrarme en los bosques de tu padre la víspera de mi boda. El hecho de que hayáis puesto en peligro las vidas de vuestros amigos —porque, enfrentado a la muerte, no me hubiera contenido al defenderme—, dejaré que lo trate con vosotros vuestro padre. Perdonaré incluso que me hayas mentido —la voz de Dag bajó a un registro letal que hizo que Sorrel le mirara de reojo, alarmado—. Lo que no perdono es la malicia de vuestras mentiras a Fawn. Habíais planeado que se levantara gozosa la mañana de su boda, y entonces decirle que me había escapado en la noche, haciendo que se creyera avergonzada y traicionada, humillada delante de sus amigos y parientes, llorando… aunque creo que su verdadera respuesta os habría sorprendido —miró hacia un lado—. ¿Te gusta la imagen, Sorrel? ¿No? Bien —Dag tomó una larga bocanada de aire—. Cualesquiera que fueran las razones por las que tus padres toleraran los tormentos a vuestra hermana, terminan mañana. ¿Dices que Reed tenía miedo de mí? No el suficiente. Si cualquiera de vosotros mira siquiera mal a Fawn mañana, o en cualquier momento después, os daré motivos para lamentarlo cada día durante el resto de vuestras vidas. ¿Me escuchas, Rush? Mírame —Dag no había usado esa voz desde que era capitán de compañía. Le alegró ver que todavía funcionaba; Rush casi cayó de su posición. Mocasín retrocedió. Incluso Sorrel dio un paso atrás. Dag siseó—: ¿Me escuchas?

Rush asintió frenéticamente.

—Muy bien. Voy a retener a Mocasín, y tú vas a bajar de ahí. Entonces recogerás todo mi equipo y lo dejarás donde estaba. Tú y tu hermano arreglaréis lo que esté roto, limpiaréis lo que ha sido arrastrado por el estiércol —lo que os mantendrá ocupados y lejos de líos el resto de la noche, me parece—, reemplazaréis lo que no se puede arreglar, y en cuanto a lo que no se puede reemplazar, lo hablaréis con vuestro padre.

—Ya has oído al patrullero, Rush —dijo Sorrel, en un profundo gruñido paternal. En verdad, era casi tan bueno como la voz de capitán de compañía.

Dag extendió su esencia hacia su caballo, un movimiento familiar y largamente practicado; había estado cargando con este idiota castaño durante ocho años. Decepcionado por la pérdida de su juguete, Mocasín bajó la cabeza y empezó a comer paja, fingiendo que no había pasado nada. Dag pensó que en eso tenía mucho en común con Rush.

—Ya puedes bajar —dijo Dag.

—No está atado —dijo Rush nerviosamente.

—Sí lo está —dijo Dag—. Baja ya —Sorrel alzó las cejas, pero no dijo nada. Rush bajó con precauciones. Congestionado, con los ojos clavados en Mocasín, empezó a recoger las dispersas pertenencias de Dag: ropas y alforjas y el hatillo desgarrado, la abollada silla y la manta pisoteada. El arco adaptado, aunque lanzado de una patada a un rincón, estaba intacto; Dag se alegró. Sólo este final razonablemente favorable evitaba que se pusiera totalmente furioso; eso, y no pensar mucho en Chispa. Pero tenía que pensar en Chispa.

—Ahora —dijo Dag mientras Rush salía del establo cargado con sus cosas, y Dag cerraba la puerta tras él. Rush dejó el maltrecho equipo muy cuidadosamente en el suelo— llegamos a la otra pregunta. ¿Cuánto de esto quieres que le cuente a Fawn?

El lugar había estado tranquilo como un granero; durante un momento, quedó quieto como la tumba.

Sorrel contrajo el rostro. Dijo, con cautela:

—Me parece a mí que quedará casi tan afligida de oír esto como del hecho en sí. Quiero decir, respecto a Reed y Rush —añadió, evidentemente con visiones de Fawn llorando sobre el cadáver apaleado de Dag, como el mismo Dag tenía. Rush, que había estado muy rojo, se puso ahora muy blanco.

—A mí también me lo parece —dijo Dag—. Pero, sabes, hay ocho personas que saben la verdad de lo que ha pasado esta noche. De acuerdo, cuatro de ellas mentirán cuando lleguen esta noche a sus casas, aunque dudo de que sean las mismas mentiras. Van a correr algunos rumores.

Dag dejó que ambos contemplaran la fea situación durante un rato, y luego dijo:

—No soy el enlazador de Reed y Rush, aunque debería haberlo sido. No le mentiré a ella por ellos. Pero os daré esto, y no más: no seré el que hable primero.

Sorrel recibió esto casi sin expresión durante un momento, claramente pensando en las profundamente desagradables ramificaciones familiares. Luego asintió brevemente.

—Es justo, patrullero.

Dag extendió su sentido esencial brevemente, aunque la cercanía de los dos alterados Bluefields le dolía. Dijo:

—Reed está volviendo ahora a la casa con Fawn. Preferiría que tú te ocuparas de él, Sorrel.

—Envíamelo aquí al granero —dijo Sorrel, un poco entre dientes.

—Así lo haré, señor —Dag inclinó la cabeza en vez de su saludo habitual.

—Gracias… señor —dijo Sorrel, devolviendo el saludo.

Fawn volvió con Reed a la cocina un poco enfadada con él por haberla arrastrado fuera en la oscuridad. Encendió algunos cabos de vela en la repisa de la chimenea, para alegrar tanto la sala como su ánimo. Mucho mejor para este último fue el sonido de las largas zancadas de Dag que entraban por el vestíbulo. Reed, que por algún motivo se había escondido en el cuarto del telar de Nattie, salió con una inexplicable sonrisa de triunfo en la cara. Ella iba a preguntarle por qué parecía tan contento de pronto cuando su expresión desapareció al ver a Dag entrar a la cocina. Fawn contuvo aún más irritación con su hermano. Tenía cosas mejores que hacer que pelearse con Reed; dar un abrazo a Dag era la primera en la lista.

Él le dio un rápido abrazo en respuesta con su brazo izquierdo y se volvió hacia Reed.

—Ah, Reed. Tu padre quiere verte en el viejo granero. Ahora mismo.

Red miró a Dag como si éste fuera una serpiente venenosa apareciendo donde iba a poner la mano.

—¿Por qué? —preguntó suspicaz.

—Creo que él y Rush tienen mucho que decirte. —Dag ladeó la cabeza y dedicó a Reed una sonrisita, que tenía que ser una de las expresiones menos amistosas que recibían ese nombre que Fawn hubiera visto. Reed apretó los labios en respuesta, pero no discutió; para alivio de Fawn, se fue. Oyó la puerta delantera cerrarse tras él.

Fawn se apartó los rebeldes rizos de la cara.

—Bueno, esto sí que ha sido una pérdida de tiempo.

—¿Dónde habéis ido? —preguntó Dag.

—Me ha llevado hasta el prado de atrás para ayudar a rescatar a un ternero que se había quedado atrapado en la cerca. Si el muy bobo se las había apañado para enredarse, para cuando llegamos ya había conseguido desenredarse. Y luego quiso recorrer la cerca ya que estábamos allí. No me importa andar, pero tengo cosas que hacer. —Retrocedió y miró a Dag de arriba abajo. A menudo no iba especialmente aseado, pero ahora parecía más desaliñado de lo normal—. ¿Has tenido tiempo para pensar con calma?

—Sí, acabo de pasar una hora muy esclarecedora. Muy útil también, espero.

—Ah, ya. Apuesto a que no te quedaste sentado. —Le sacudió algunos trozos de corteza y hojas de la camisa, y miró con desaprobación un nuevo roto en sus pantalones manchado de sangre de un arañazo—. Caminando por los bosques, me parece. Juro que has estado caminando tanto tiempo que ahora no sabes cómo parar. ¿Qué pasa, te has puesto a trepar a los árboles?

—Sólo a uno.

—¡Vaya una tontería que hacer con un brazo roto! —Le riñó cariñosamente—. ¿Te has caído?

—No, no del todo.

—Menos mal. Ten más cuidado. ¡Trepando a los árboles, hay que ver! Estaba de broma. Déjame que te diga que no quiero que se rompa mi novio.

—Lo sé. —Él sonrió, mirando a su alrededor.

Fawn se dio cuenta de que, milagrosamente, estaban solos por el momento. Él pareció darse cuenta al mismo tiempo, porque se sentó en la gran silla de madera junto a la chimenea y la atrajo hacia sí. Ella subió contenta a su regazo y alzó la cara para un beso. El beso cobró urgencia, y ambos estaban sin aliento cuando se separaron de nuevo.

Ella dijo roncamente:

—No van a ser capaces de tenernos separados mucho más tiempo.

—Ni siquiera con cuerdas y caballos salvajes —asintió él, con los ojos brillantes. Su sonrisa se hizo más seria—. ¿Has decidido ya dónde quieres que estemos mañana por la noche? ¿Cabalgamos o esperamos?

Ella suspiró y se ir guió.

—¿Tienes alguna preferencia?

Él le apartó el pelo de la frente con los labios, probablemente porque solía mostrar muy poca disposición a tocarle la cara con el garfio. Se convirtió en una pequeña hilera de besos siguiendo el arco de sus cejas antes de que él también se echara hacia atrás, pensativo.

—Aquí será físicamente más fácil. No llegaremos a Hickory Lake en un día, menos aún en un par de horas mañana por la tarde. Si acampáramos, tendrías que hacer casi todo el trabajo.

—El trabajo no me importa. —Ella agitó la cabeza.

—También está esto. No sólo estaremos haciendo el amor, estaremos creando recuerdos. Es el tipo de día que recuerdas toda tu vida, cuando los otros días se desvanecen. La pregunta real, entonces, la única pregunta que importa es, ¿qué recuerdos de esto quieres llevarte al futuro?

Ésa era la voz de la experiencia. Mejor escucharla.

—Es costumbre de granjeros que la pareja vaya a su nueva casa, que duerman bajo su nuevo techo. La fiesta sigue. Si nos quedamos, seguro que acabaré lavando los platos a medianoche, que no es lo que quiero estar haciendo a medianoche.

—No tengo casa para ti. Ni siquiera tengo una tienda conmigo. Será un techo de estrellas, si es que no es un techo de lluvia.

—No parece que vaya a llover. El tiempo así de despejado en esta época del año suele durar tres o cuatro días. Admito que prefiero habitaciones de posada antes que trigales, pero al menos contigo no hay mosquitos.

—Creo que podremos conseguir algo mejor que un trigal.

Ella añadió con más seriedad, pensando en sus palabras:

—Este sitio está lleno de recuerdos para mí. Algunos son buenos, pero muchos de ellos duelen, y los dolorosos tienen modos de ponerse en primera fila. Y la casa estará llena de mi familia. Mañana por la noche, me gustaría estar en algún sitio donde no haya ningún recuerdo —ni familia.

Él inclinó la cabeza, comprendiendo.

—Eso es lo que haremos, entonces.

Ella enderezó la espalda.

—Además, voy a casarme con un patrullero. Deberíamos ir al estilo patrullero. Mantas bajo las estrellas, así —sonrió y le acarició el cuello con la nariz, y dijo seductoramente—: Podríamos bañarnos en el río…

Él estaba más que listo para ser seducido, con los ojos sonriendo del modo que a ella le encantaba ver.

—Bañarse en el río siempre está bien. Un patrullero limpio es, hum…

—¿Raro? —sugirió ella.

Y también amaba cómo su pecho retumbaba bajo ella cuando se reía desde muy dentro. Como un terremoto tranquilo.

—Un patrullero feliz. —Terminó con firmeza.

—Podríamos recoger leña. —Siguió ella, sus labios haciendo camino hacia arriba.

Los de él iban hacia abajo. Murmuró entre sus besos:

—Una gran, gran hoguera.

—Buscar ardillas amenazadoras…

—Esas ardillas son una auténtica amenaza —la miró de cerca, aunque ella pensó que no había manera de que pudiera enfocar la vista a esa distancia—. ¿Las tres cosas? ¡Optimista, Chispa!

Ella soltó una risita, alegre por ver sus ojos tan animados. Al entrar había parecido muy alicaído.

Para su irritación, oyó pesados pasos por las escaleras, Fletch o Whit, yendo hacia ellos. Suspiró y se incorporó.

—Cabalgaremos, entonces.

—A menos que tengamos una tormenta de las gordas.

—Rayos y truenos no podrían mantenerme en esta casa un día más —dijo ella fervientemente—. Es hora de que me vaya. ¿Lo ves?

Él asintió.

—Empiezo a verlo, chica granjera. Esto es lo adecuado para ti.

Ella le robó otro beso mientras se bajaba de su regazo, pensando Mañana compraremos estos besos limpia y legalmente. Su corazón se fundió en la ternura de la mirada de él mientras, de mala gana, la liberaba de su abrazo. Podía capear todas las tormentas al abrigo de esa sonrisa.

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