Capítulo 5

Para cuando llegaron a la desierta granja del valle, la parte trasera de la falda de Fawn y la delantera de los pantalones de Dag estaban cubiertos de sangre brillante.

—Oh —dijo Fawn con voz avergonzada, cuando la bajó del caballo y se deslizó tras ella—. Oh, lo siento.

Dag alzó lo que esperaba fuera una ceja admirablemente tranquila.

—¿El qué? Sólo es sangre, Chispita. He visto más sangre en mi vida de la que tienes en todo tu cuerpecillo, que es donde esta marea roja tenía que estar, maldición y condenación. No me dejaré llevar por el pánico.

Quería cogerla en brazos y llevarla dentro, pero no confiaba en sus fuerzas. Tenía que seguir moviéndose, o su cuerpo magullado se empezaría a poner rígido. Le pasó el brazo derecho por los hombros y dejando que la yegua se las apañara sola, la guió hasta los escalones del porche.

—¿Por qué está pasando esto? —dijo ella, en voz tan baja y susurrante y dolida que no estuvo seguro de si dirigía la pregunta a él o a sí misma.

Dudó. Sí, era joven, pero sin duda…

—¿No lo sabes?

Ella le miró. El moratón que cubría la parte izquierda de su cara se había oscurecido hasta el púrpura, con costras formándose sobre los arañazos.

—Sí —susurró. Él pensó que había calmado su voz por pura fuerza de voluntad—. Pero pareces saber tantas cosas. Esperaba que tuvieras… una respuesta diferente. Estúpida de mí.

—La malicia te hizo algo. Lo intentó —le falló el valor, y desvió la mirada para decir—: Robó la esencia de tu bebé. La hubiera usado en su próxima muda, pero la matamos antes.

Y yo llegué demasiado tarde para evitarlo. Cinco condenados minutos, si sólo hubiera llegado cinco condenados minutos antes… Sí, y si aquella vez hubiera sido cinco condenados segundos más rápido, ahora aún tendría mano izquierda, y había recorrido ese camino arriba y abajo tantas veces como para cansarse del paisaje. Haya paz. Si hubiera llegado a la guarida mucho antes, podría no haber encontrado nunca a Fawn.

¿Pero qué había ocurrido con su otro cuchillo de vínculo, en aquella terrible pelea? Había estado vacío, pero ahora juraría que estaba activado, y eso no debía haber ocurrido. Trata los desastres uno a uno, viejo patrullero, o perderás la pista. El cuchillo podía esperar. Fawn no.

—Entonces… entonces es demasiado tarde. Para salvar nada.

—Nunca es demasiado tarde para salvar algo —dijo él severamente—. Quizá no sea lo que querías salvar, eso es todo.

Lo cual era ciertamente algo que él necesitaba oír, cada día, pero que no era exactamente lo que ella necesitaba ahora mismo, ¿verdad? Lo intentó de nuevo, porque consideró que ni su corazón ni el de ella debían quedar confusos respecto a este punto:

—Ella se ha ido. Tú no. Tu siguiente tarea es —sobrevivir a esta noche— ponerte mejor. Después de eso, ya veremos.

El crepúsculo moría cuando entraron en la penumbra de la cocina de la granja, pero Dag pudo ver que el desorden era diferente al de antes.

—Por aquí —dijo Fawn—. No pises la mermelada.

—Ah, vale.

—Hay por ahí unos cabos de vela. Sobre el hogar hay algunos más. No, no, no puedo acostarme ahí, mancharé los jergones.

—Parece bastante horizontal, Chispita. Sé que deberías estar echada. Estoy muy seguro de eso —la respiración de ella era demasiado rápida y superficial, su piel estaba demasiado sudorosa, y su esencia tenía un feo tono grisáceo que iba de la mano con daños graves, en su desagradable experiencia.

—Bueno… Bueno, pues busca algo. Para poner encima.

Ahora no era, definitivamente no era, el momento de discutir con la irracionalidad femenina.

—De acuerdo.

Avivó el fuego moribundo, lo alimentó con algunas astillas, y encendió dos velas, dejando una sobre el hogar para ella; tomó la otra para llevar a cabo una exploración rápida. Había un par de cofres y armarios arriba que aún tenían cosas dentro, según recordaba vagamente. Un patrullero tenía que saber improvisar. ¿Qué era lo que la muchacha necesitaba más? Un aborto era un proceso bastante natural, incluso si éste había sido provocado tan antinaturalmente; las mujeres sobrevivían a ellos todo el tiempo, estaba bastante seguro. Sólo deseaba haber hablado más de ellos, o haber escuchado con más atención. Acostarse, correcto, hasta ahí habían llegado. ¿Ponerla cómoda? Una broma cruel… basta. Supuso que estaría más cómoda limpia que sucia; en todo caso, él siempre se sentía agradecido por eso cuando se recobraba de alguna herida grave. ¿Qué pasa, no puedes arreglar el problema real, de modo que arreglarás otra cosa en su lugar?¿Ya cuál de los dos se supone que ayudará eso?

Haya paz. Y un cubo y un pozo con agua limpia, con suerte.

Le llevó más tiempo de lo que le hubiera gustado, durante el cual, para su irritación contenida, ella insistió en tenderse sobre el maldito suelo de la cocina, pero finalmente consiguió un camisón limpio, demasiado grande para ella, algunas viejas sábanas remendadas, algunos trapos para compresas, jabón de verdad, y agua. En un momento de implacable inspiración, venció su reticencia convenciéndola para que le lavara primero la mano, como si él necesitara ayuda.

Ella todavía temblaba, algo que parecía considerar como restos del miedo, pero que él sabía era también parte de la piel helada y de la esencia gris, y lo trató cubriéndola con todas las mantas que pudo encontrar y avivando el fuego. La última vez que había visto a una mujer enroscada sobre el vientre de ese modo, era porque una hoja la había atravesado casi hasta la columna. Calentó una piedra, la envolvió en tela, y se la dio a Fawn para que la apretara contra sí, lo que para su alivio pareció ayudar por fin; los temblores se atenuaron y su esencia se esclareció. Al final quedó acostada pulcramente, como una paciente, relajándose a medida que la piedra la calentaba, parpadeando a la luz de las velas y mirándole cuando se sentó con las piernas cruzadas junto al jergón.

—¿Has encontrado ropas para ponerte? —preguntó—. Aunque imagino que tendrás suerte si encuentras algo que te venga.

—No he mirado aún. Tengo ropa en las alforjas. Que están en mi caballo. En algún lado. Si tengo suerte, mi patrulla lo encontrará y lo llevarán con ellos. Más les vale estar buscándome a estas alturas.

—Si puedes encontrar otra cosa que ponerte, seguro que podré lavarte esas ropas mañana. Siento que…

—Chispita —se inclinó hacia delante, con la voz enronquecida quebrándose—, no te disculpes conmigo por esto.

Ella retrocedió.

Él recuperó el control.

—Porque, sabes, un patrullero llorando es una visión muy ridícula. Se me llena la cara de mocos. Únelo a este ojo que se me está poniendo morado, y tendrás una visión que te revolverá el estómago. Y entonces tendremos otro desastre que limpiar, y no queremos eso ahora mismo, ¿a que no?

Le dio un tironcito en la nariz, una cosa absurda para hacerle a una mujer que acababa de salvar el mundo, pero funcionó para sacarla de su tristeza; sonrió débilmente.

—Muy bien, estamos haciendo grandes progresos. Comida, ¿qué te parece algo de comer?

—No creo que pueda todavía. Come tú.

—Entonces, bebe. Y no discutas conmigo sobre eso, sé que necesitas beber si has perdido sangre. —Estás perdiendo sangre. Aún. Demasiada, demasiado rápido. ¿Cuánto tiempo se suponía que tenía que durar?

Sus exploraciones a la luz de la vela en el asombroso sótano le proporcionaron una caja de sasafrás seco; sin fiarse del agua del pozo, hirvió un poco para un té y lo sirvió para ambos. Tenía más sed de lo que había creído, y sirvió de ejemplo a Fawn, que ella imitó tan dócilmente como un joven patrullero ingenuo. ¿Por qué, por qué hacen siempre lo que les dices? Excepto cuando no lo hacían, claro.

Se sentó contra el muro frente a ella, con las piernas estiradas, y tomó algunos sorbos más.

—Podría ayudarte algo más por dentro, trucos de patrullero con mi sentido esencial, si sólo…

—Sentido esencial —ella se relajó un poco más y le miró gravemente—. Dijiste que me hablarías de eso.

Él soltó el aliento, preguntándose cómo explicarlo a una granjera de modo que no se lo tomara a mal.

—Sentido esencial. Es la percepción de… de todo a nuestro alrededor. Todo lo que está vivo, dónde está, en qué estado. Y no sólo lo que está vivo, aunque eso es lo que más brilla. Nadie sabe seguro si el mundo crea la esencia, o la esencia crea al mundo, pero las malicias absorben esencia para sobrevivir, y su pérdida mata todo lo que hay alrededor de su guarida. En mitad de una zona de daño realmente mala, no es sólo que todo lo que estuvo vivo muere, es que incluso las rocas no mantienen su forma. La esencia es lo que el sentido esencial percibe.

—¿Magia? —dijo ella, dudosa.

Él negó con la cabeza.

—No en el sentido en que los granjeros usan el término. No es que obtengas algo a cambio de nada. Es sólo cómo es el mundo, en el fondo. —Se esforzó más al ver su mirada francamente confundida—. Usamos palabras de la vista y del tacto y de los otros sentidos para describirlo, pero en realidad no es como ninguna de esas cosas. Es como la manera en que sabes… Cierra los ojos.

Ella levantó las cejas, confusa, pero lo hizo.

—Ahora. ¿Dónde está abajo? Señala.

Su pulgar giró hacia el suelo, y los grandes ojos marrones se abrieron de nuevo, todavía confundidos.

—¿Cómo lo sabías? No veías dónde está abajo.

—Lo… —dudó—. Lo sentí. Con todo el cuerpo.

—El sentido esencial es algo parecido. Entonces —tomó otro sorbo de té; las especias calientes le aliviaron la garganta—. Las personas son las cosas más complicadas y brillantes que ve el sentido esencial. Nos vemos mutuamente, a menos que lo bloqueemos para evitar distraernos. Es como cerrar los ojos, o envolver un farol con la capa. Puedes… los Andalagos podemos… sincronizar la esencia de tu cuerpo con la esencia del cuerpo de otro. Si conseguimos armonizarlo bien, casi como deslizarse dentro del otro, puedes dar fuerza, ritmo… Puedes ayudar con las heridas, detener hemorragias, ayudar cuando un cuerpo herido empieza a ir mal, a deslizarse a la zona fría y gris. Llevar al otro de vuelta al equilibrio. Hice algo así por un muchacho patrullero anoche… dioses, ¿sólo anoche? Saun. Tengo que dejar de pensar en él como Saun la Oveja, un día se me escapará y no me perdonará nunca, pero en fin. Un bandido le pegó en el pecho con un martillo durante la pelea, rompió costillas, le detuvo el corazón y los pulmones. Puse mi esencia en sincronía con la suya enseguida, la convencí de que bailara con la mía. Fue un tanto brutal, pero tenía prisa.

—¿Hubiera muerto? ¿De no ser por ti?

—Yo… Quizá. Si él lo cree así, no pienso discutir; quizá consiga que deje de dar esos exagerados golpes de espada, mientras aún está impresionado conmigo. —Dag sonrió brevemente, pero la sonrisa desapareció de nuevo. Más té—. El problema es que… —maldición, no quedaba té—. Estás herida en el útero. Puedo sentirla, como un desgarro en tu esencia. Pero no puedo armonizar para darte nada que te ayude a través de nuestras esencias porque, bueno, no tengo. Útero, quiero decir. No es parte de mi cuerpo ni de su esencia. Si Mari o una de las chicas estuviera aquí, quizá podrían ayudar. Pero no quiero dejarte sola durante ocho o doce horas o lo que cueste encontrar a una y traerla de vuelta.

—¡No, no hagas eso! —Su mano le cogió la pierna, y luego se retiró tímidamente.

Se encogió más sobre el costado. ¿Cuánto le dolería? Mucho.

—Bien. Entonces, eso quiere decir que tenemos que superar esto a la manera de los granjeros. ¿Qué hacen las granjeras en estos casos, lo sabes?

—Se van a la cama. Creo.

—¿No te lo dijeron nunca tu madre o tus hermanas?

—No tengo hermanas, y todos mis hermanos son mayores que yo. Mi madre me ha enseñado muchas cosas, pero no es comadrona. Siempre está muy ocupada con, bueno, con todo. Me parece que el cuerpo se limpia como si fuera una regla muy mala, aunque algunas mujeres parece que luego se ponen enfermas. Creo que es normal si sangras, pero malo si sangras mucho.

—Bueno, dime cuál de las dos cosas estás haciendo, ¿de acuerdo?

—De acuerdo… —dijo, dubitativa.

Su expresión era muy reservada, introvertida. Como si intentara escuchar dolorosamente la canción alterada de su cuerpo con un sentido esencial mutilado. O buscando en vano esa otra luz en su interior, tan brillante y activa esa misma mañana, y ahora oscura y muerta. En general, Dag pensaba que Fawn había estado excesivamente callada desde que dejaran la guarida. Le hacía sentirse inquieto y desesperado.

Se preguntó si tendría que inventarse algunas hermanas propias, para aumentar su autoridad en la materia.

—Mira, soy un patrullero muy experimentado —parloteó en el tenso silencio—. Con una sola mano una vez ayudé a nacer a un bebé en Great Lake Road —espera, ¿era ésta una historia para contar ahora? Quizá no, pero era demasiado tarde para callar—. Bueno, con una sola mano no, entonces aún tenía las dos, pero ambas eran bastante torpes. Afortunadamente, era el cuarto hijo de la mujer, y pudo decirme qué hacer. Lo cual hizo, bastante bruscamente. No le hizo mucha gracia tenerme de comadrona. Me llamó unas cosas… Las atesoré; me fueron muy útiles más tarde, cuando yo tuve que lidiar con jóvenes patrulleros irresponsables. Tenía veintidós años, y luego estaba tan orgulloso de mí mismo como si hubiera hecho yo todo el trabajo. Déjame decirte que el primer bandido al que me enfrenté después de aquello no parecía ni la mitad de aterrador.

Esto le ganó una risita húmeda, como esperaba. Bien, porque si se hubiera decidido por las hermanas ficticias, quizá hubiera preguntado sus nombres, y no creía que sus poderes de invención aguantaran eso. Le parecía que alguien le había sujetado pesas de plomo a los párpados cuando no miraba. La habitación ondulaba desagradablemente.

—Era una dama muy directa. Me dio un ejemplo que nunca olvidaré.

—Eso veo —murmuró Fawn. Y tras un momento de silencio añadió—: Gracias.

—Oh, eres una buena paciente. No tendré que afeitarte por la mañana, y tú no me tirarás las botas a la cabeza porque estás de mal humor y dolorida. Los patrulleros heridos, aburridos y malhumorados son la peor compañía del mundo. Créeme.

—¿De verdad tiran botas?

—Sí. Yo lo hacía.

Bostezó. Sus moratones y magulladuras se estaban despertando. Ahora que recordaba la existencia de sus botas, se inclinó despacio y empezó a desatar los cordones. Había llevado esas botas durante dos, no, cuatro días, porque había dormido con ellas puestas hacía dos noches.

—¿Estarás más cómoda si duermo en el porche? —preguntó.

Fawn le miró por encima de las sábanas, ahora subidas hasta casi sus labios. Labios rosas, mucho más pálidos de lo que le gustaría verlos, pero no grisáceos ni azulados, bien.

—No —dijo ella, en tono curiosamente distante—. Creo que no.

—Bien… —otro bostezo le cortó la palabra, y otros hicieron cola detrás—: Porque no creo… que pudiera atravesar… toda esa mermelada pegajosa de fuera. Aquí se está más blandito. Quédate con la parte de dentro, yo me quedo con la de fuera.

Se dejó caer de bruces sobre el jergón. Supuso que debería volver la cara a un lado para poder respirar. Se volvió hacia Fawn, porque era la mejor vista, y estudió lo que podía ver de ella sobre la colina de tela rellena. Rizos oscuros, piel como un pétalo donde no estaba magullada. Olía infinitamente mejor que él. Un ojo marrón, sorprendido.

—Mamá —murmuró él—, las ovejas están a salvo esta noche.

—¿Ovejas? —dijo ella al cabo de un momento.

—Broma de patrulleros —sobre granjeros, ahora que lo pensaba. No iba a decírselo. Afortunadamente, el cansancio empezaba a impedirle hablar. Se incorporó lo justo para estirarse, apagar la vela de un pellizco, y dejarse caer de nuevo.

—No lo entiendo.

—Bien. Nas noches. —Durante un momento muy intenso, fue melancólicamente consciente del pequeño cuerpo redondeado separado del suyo por apenas un par de capas de tela. Pero fue también un momento muy breve.

Fawn despertó en la oscuridad de la noche, sobre el costado derecho, mirando el muro de la cocina, con un peso sobre el pecho y lo que parecía un cojín largo y abultado apretado contra su espalda. Se dio cuenta de que el peso era el brazo izquierdo de Dag, y debía estar profundamente dormido para haberlo dejado caer así, porque siempre parecía llevarlo sutilmente apartado, fuera de la vista, cuando estaba despierto. Su barbilla le rascaba la nuca, tenía la nariz enterrada en su pelo, y ella sentía sus rizos agitarse con su lenta respiración. Yacía muy sólidamente entre ella y la puerta.

Y entre ella y lo que entrara por la puerta. Había cosas aterradoras ahí fuera. Bandidos, hombres de barro, dañiespectros. Y aun así… ¿no era el alto patrullero el más aterrador de todos? Porque, al final del día, los bandidos, hombres de barro y dañiespectros habían caído ante él, y él todavía caminaba. Cojeaba, en todo caso. ¿Cómo podía alguien más aterrador que cualquier cosa hacer que se sintiera tan segura? Era un acertijo.

Ya que no precisamente atrapada por su amenaza, se sentía aprisionada por su agotamiento. Su intento de salir sin despertarlo fracasó. Siguió una murmurada discusión inconexa en la oscuridad sobre un paseo a la letrina o un orinal (ganó él), el cambio y limpieza de vendajes empapados de sangre (ganó él otra vez), y dónde dormiría él a continuación (difícil decir quién ganó, pero él terminó en el jergón entre ella y la puerta, como antes). A pesar de una nueva piedra caliente, los espasmos decidieron que él se durmiera antes que ella. Pero el inopinado consuelo de su cuerpo huesudo, que envolvía sus dolores como el muro de una fortaleza, hizo que no fuera mucho antes.

Cuando despertó de nuevo era ya pleno día, y estaba sola. La agonía del día anterior en su vientre se había reducido a un dolor sordo y tenso, pero sus vendajes estaban empapados de nuevo. Antes de poder ceder al pánico, sonaron pisadas de botas en el porche, acompañadas, de un silbido alegre y desafinado. Nunca había oído silbar a Dag, pero no podía ser nadie más.

Entró por la puerta, agachándose, y le sonrió, con los ojos dorados brillando a la luz.

Debía haberse lavado en el pozo, porque tenía el pelo mojado y su piel húmeda estaba limpia de sangre y suciedad, haciendo que sus arañazos parecieran más leves y menos alarmantes. También olía mejor, el hedor de la noche anterior —aunque había sido tranquilizador saber exactamente dónde estaba incluso a varios pies de distancia en la oscuridad— reemplazado por el aroma limpio y astringente del jabón casero de la granjera, una áspera pastilla marrón aromatizada con lavanda y menta.

Iba sin camisa, con un par de pantalones grises sin manchas de sangre que claramente no le pertenecían, sujetos a la cintura con un trozo de cuerda. Ella sospechó que le estaban un par de palmos demasiado cortos, pero con las perneras remetidas en las botas no se notaba. Tenía un bronceado desigual, con su piel cobriza más pálida donde solía caer su camisa, aunque no tan pálida como la de ella. Llevaba manga larga también en verano, al parecer. Su colección de moratones era casi tan impresionante como la de Fawn. Pero no era tan huesudo como había temido; sus músculos largos, enjutos, se movían bajo su piel.

—Buenos días, Chispa —dijo alegremente.

La primera tarea del día fueron las repugnantes necesidades médicas, acometidas con un ímpetu tan natural que ella acabó pensando que los coágulos de sangre eran un triunfo más que un horror.

—Los coágulos son buena cosa. Sangre roja fluyendo a borbotones es mala cosa. Pensé que estábamos de acuerdo en eso, Chispa. Esto me dice que lo que fuera que la malicia te destrozó está empezando a curarse. Buen trabajo. Sigue acostada.

Ella yació allí soñolienta mientras él iba y venía. Ocurrieron cosas. Una raída camisa blanca apareció sobre su espalda, demasiado estrecha de hombros y arremangada. Apareció más té, y comida: los restos del pan ácimo que hiciera el día anterior, enrollados en torno a un poco de la carne guisada del sótano. Tuvo que obligarla a comer, pero milagrosamente la comida se le quedó dentro, y de inmediato empezó a sentir que recuperaba fuerzas. Le cambiaba las piedras calientes a intervalos regulares. Después de una excursión algo más larga al exterior, volvió con una tela llena de fresas del jardín de la cocina de la granjera, y se sentó en el suelo junto a ella, compartiéndolas con burlona exactitud.

Despertó de una siesta más larga y lo vio sentado a la mesa de la cocina, contemplando sombríamente el mecanismo de su mano.

—¿Puedes arreglarlo? —preguntó ella indistintamente.

—Me temo que no. No es un trabajo de una sola mano incluso si tuviera aquí las herramientas. Los puntos se han soltado, y la muñequera está rajada. Dirla no puede arreglar esto. Cuando lleguemos a Glassforge, tendré que encontrar un guarnicionero, y quizá un tornero, para que lo arreglen.

Glassforge. ¿Iba a ir aún a Glassforge, cuando la razón de su huida había sido tan abruptamente eliminada? Su vida se había visto trastocada demasiadas veces últimamente, demasiado rápido, para poder estar segura de nada ahora mismo. Se volvió hacia el muro y apretó aún más la piedra —a juzgar por el calor, debía haberla cambiado de nuevo mientras dormía— contra su dolorido vientre, que se vaciaba poco a poco.

Durante las pasadas semanas, había sentido a su hija en forma de miedo, desesperación, vergüenza, agotamiento, y náuseas. No había experimentado aún la famosa sensación de renovación de la vida que se suponía debía sentir, aunque cada noche se iba a dormir esperando notarla. Era inquietante darse cuenta de que este hombre, hallado por casualidad, con sus extraños sentidos de Andalagos, había conseguido una percepción más directa de la breve vida de su hija que ella. El pensamiento dolía, pero apretar la piedra envuelta en trapos contra su frente no ayudó.

Se volvió sobre la espalda y su mirada cayó sobre el saquito de los cuchillos de Dag, junto a la cabecera de su jergón de plumas. El cuchillo intacto de empuñadura azul estaba todavía en su funda, donde ella lo había puesto. El otro —empuñadura verde y fragmentos de hueso— parecía haber sido envuelto de nuevo en un trozo de tela rapiñada de algún sitio, con los extremos anudados con uno de los torpes nudos a una sola mano de Dag. El lino de buena calidad, aunque arrugado y rasgado y probablemente proveniente de la cesta de costura, estaba bordado, un trabajo atesorado para los días de visita.

Alzó la vista y vio que él miraba cómo los examinaba, de nuevo sin expresión en la cara.

—Dijiste que también me hablarías de ésos —dijo ella—. Me imagino que no fue un trozo de hueso cualquiera lo que mató a una malicia inmortal.

—No. En absoluto. Los cuchillos de vínculo son con diferencia la más compleja de nuestras… herramientas. Difíciles y costosos de hacer.

—Imagino que me dirás que tampoco son realmente mágicos.

Él suspiró, se levantó, fue hacia ella y se sentó con las piernas cruzadas a su lado. Tomó pensativamente el saquito en la mano.

—Son de hueso humano, ¿verdad? —dijo ella en voz baja, mirándole.

—Sí —respondió el, un poco distante. Su mirada basculó de nuevo hacia ella—. Tienes que entender que los patrulleros hemos tenido problemas con los granjeros por los cuchillos de vínculo. Malentendidos. Hemos aprendido a no hablar de ellos. Tú te has ganado… hay razones… a ti te lo debo contar. Sólo puedo pedirte que no hables luego de esto con nadie.

—¿Con nadie en absoluto? —preguntó confusa.

Él hizo un gesto brusco con los dedos.

—Todos los Andalagos lo saben. Me refiero a extraños. Granjeros. Aunque en este caso… bueno, ya llegaremos a eso.

Indirectamente, por lo que parecía. Ella frunció el ceño ante estos rodeos tan poco habituales en él.

—Muy bien.

Él tomó aire, enderezó un poco la espalda.

—No son simplemente huesos humanos. Son nuestros, huesos de Andalagos. No son huesos de granjeros, y especialmente no son huesos de niños granjeros secuestrados, ¿está claro? Adultos. Tienen que serlo, por longitud y fuerza. Uno pensaría que la gente se… bueno. Fémures, normalmente, y a veces húmeros. Por eso no solemos invitar a extraños a nuestras ceremonias fúnebres. Algunos de los rumores con peores consecuencias empezaron por gente que echó un vistazo… ¡No somos caníbales, puedes estar segura!

—De hecho eso no lo había oído.

—Lo harás, con el tiempo.

Ella había visto cerdos y vacas en la matanza; podía imaginarlo. Su mente saltó hacia delante, imaginando las largas piernas de Dag… no.

—Es inevitable que sea un poco desagradable, pero todo se hace con respeto, con ceremonia, porque todos sabemos que más tarde podría tocarnos a nosotros. No todo el mundo dona sus huesos; habría más de los que se necesitan, y algunos no sirven. Demasiado viejos o demasiado jóvenes, demasiado delgados o frágiles. Yo tengo intención de donar los míos, si muero lo bastante joven.

El pensamiento provocó a Fawn una contracción en el vientre que no tuvo nada que ver con sus espasmos.

—Oh.

—Pero ése es sólo el cuerpo del cuchillo, la mitad de su creación. La otra mitad, lo que hace posible compartir muerte con una malicia, es la activación. —La breve sonrisa que pretendía ser alentadora no alcanzó sus ojos—. Los activamos con una muerte. Una muerte donada por uno de los nuestros. En la creación, el cuchillo es asignado, unido a la persona que tiene intención de activarlo, de modo que son muy personales.

Fawn se incorporó, cada vez más fascinada y también cada vez más temerosa.

—Sigue.

—Si eres un Andalagos que tiene intención de entregar su muerte a un cuchillo y estás a punto de morir, herido en batalla sin esperanza de recuperarte, o en casa por causas naturales, entonces tú, o más a menudo un camarada o un pariente, tomas el cuchillo de vínculo y te lo clavas en el corazón.

Fawn separó los labios.

—Pero…

—Sí, nos mata. Esa es la idea.

¿Estás diciendo que las almas de la gente van a parar a los cuchillos?

—Las almas no, ¡ja! Sabía que preguntarías eso —se pasó la mano por el pelo—. Ese es otro rumor de granjeros. Crea muchos problemas… Ni siquiera nuestro sentido esencial nos dice dónde van las almas de la gente cuando mueren, pero te prometo que no es a los cuchillos. A ellos va sólo su esencia moribunda. Su mortalidad —empezó a añadir—: Las historias de los Andalagos dicen que los dioses han… Bueno, eso no importa ahora.

Ah, ese rumor lo había oído.

—La gente dice que no creéis en los dioses.

—No, Chispita. Más bien al contrario. Pero eso no tiene que ver. Ese cuchillo —señaló la empuñadura azul— es el mío, vinculado a mí. Lo mandé hacer especialmente. El hueso me fue donado por una mujer llamada Kauneo, que murió en una terrible guerra contra una malicia al noroeste del Lago Muerto. Hace veinte años. La encontramos tarde, y se había hecho muy poderosa. La malicia no había encontrado gente que poder usar en aquel despoblado, pero había encontrado lobos, y… bueno. El otro cuchillo, el que usaste ayer, ése era su cuchillo activado, vinculado a ella. Llevaba su muerte. El hueso fue donado por un tío suyo; nunca lo conocí, pero fue un patrullero legendario en su día, un hombre llamado Kaunear. Probablemente no tuviste tiempo de verlo, pero su nombre y su maldición para las malicias estaban grabados a fuego en la hoja.

Fawn agitó la cabeza.

—¿Maldición?

—Su elección, lo que quería tener escrito en el hueso. Puedes hacer que los creadores pongan cualquier mensaje personal que quepa. Algunos escriben notas de amor para los herederos de sus cuchillos. O a veces chistes malísimos. Depende de ellos. Dos notas, de hecho. En un lado, una para el donante del hueso, la otra para el donante de la muerte del corazón, que se graba después de que el cuchillo se active. Si hay oportunidad.

Fawn imaginó la hoja de hueso que había sostenido entrando lentamente en el corazón de una patrullera moribunda, quizá alguien como Mari, por… ¿quién lo habría hecho? ¿Dag? Veinte años le parecía un tiempo enormemente largo… ¿podría ser tan viejo, quizá cuarenta años?

—Las muertes que compartimos con las malicias —dijo Dag en voz baja— son las nuestras, y no otras.

—¿Por qué? —susurró Fawn, impresionada.

—Porque es lo que funciona. Porque es como funciona. Porque podemos, y nadie más puede. Porque es nuestro legado. Porque si una malicia, cualquier malicia, no se mata cuando emerge, sigue creciendo. Y creciendo. Y se hace más fuerte y más lista y más difícil de matar. Y si alguna vez hay una con la que no podamos, crecerá hasta que todo el mundo sea polvo gris, y luego ella morirá también. Cuando dije que ayer salvaste el mundo, Chispa, no estaba bromeando. Esa malicia pudo haber sido la que lo destruyera.

Fawn se recostó, aferrando las sábanas contra el pecho, asimilando todo esto. Era mucho que asimilar. Si no hubiera visto a la malicia de cerca —el olor a polvo de roca de su fétido aliento todavía parecía estar dentro de su nariz— no estaba segura de poder haberlo entendido del todo. Todavía no lo entiendo. Pero oh, sí lo creo.

—Sólo podemos esperar —suspiró Dag— que se acaben las malicias antes que los Andalagos.

Sujetó el saquito contra su muslo con el muñón y sacó el cuchillo de empuñadura azul. Lo acunó pensativamente durante un momento y luego, con expresión concentrada, lo tocó con los labios, cerrando los ojos. Su cara se arrugó en líneas de preocupación. Colocó el cuchillo entre él y Fawn, y retiró la mano.

—Lo que nos lleva a ayer.

—Clavé ese cuchillo en el muslo de la malicia —dijo Fawn—, pero no pasó nada.

—No. Algo ocurrió, pero este cuchillo no estaba activado, y ahora lo está.

La cara de Fawn se contrajo.

—¿Absorbió la mortalidad de la malicia, entonces? ¿O su inmortalidad? No, eso no tiene sentido.

—No. Lo que creo —la miró desde debajo de las cejas, cauto—, a ver, no estoy seguro del todo, necesito hablar con algunas personas, pero lo que creo es que la malicia acababa de robar la esencia de tu bebé, y el cuchillo la robó de nuevo. No el alma, no vayas a pensar en almas atrapadas… sólo su mortalidad —y añadió entre dientes—: Una muerte sin nacimiento, muy extraño.

Los labios de Fawn se movieron, pero no emitió ningún sonido.

—Así que aquí estamos —siguió él—. El cuerpo de este cuchillo me pertenece, porque Kauneo me legó sus huesos. Pero por nuestras reglas, la activación de este cuchillo, su mortalidad, te pertenece a ti, porque eres su pariente más cercana. Porque tu hija nonata no puede, por supuesto, donarla. Aquí las cosas se vuelven muy… se complican todavía más, porque normalmente no se permite a nadie donar ni otorgar su activación hasta que no sea lo bastante adulto para tener su sentido esencial totalmente desarrollado, a los catorce o quince años, y cuanto más viejo, más fuerte es. Y de todos modos, ésta era una niña granjera. Aun así, ninguna muerte salvo la mía debería haber sido capaz de activar este cuchillo. Esto es un… esto es un lío muy gordo, eso es lo que es, de hecho.

Aunque todavía afectada por su repentino aborto, Fawn había pensado que había dejado atrás todas las decisiones referentes a su desastre personal, y se había sentido agradecida de no tener que enfrentarse más a ello. Era una especie de alivio, enroscado dentro de la pena. Pero al parecer, no era así.

—¿Podrías usarlo para matar a otra malicia? —¿Un poco de redención, en esta cadena de pesares?

—Primero me gustaría llevarlo al mejor hacedor de mi campamento. Ver lo que tiene que decir. Yo sólo soy un patrullero. Esto cae fuera de mi experiencia y conocimientos. Es un cuchillo extraño, podría hacer algo desconocido. Quizá indeseado. O podría no funcionar en absoluto, y como has visto, acercarse a una malicia y que te fallen tus armas se convierte en un pequeño problema.

—¿Qué debemos hacer? ¿Qué podemos hacer?

Él movió la cabeza, bruscamente.

—Dos opciones. La mano derecha, la mano izquierda… Con la mano derecha, podríamos destruirlo.

—¿Pero eso no desperdiciaría…?

—¿Dos sacrificios? Sí. No sería mi primera elección. Pero si lo dices, Chispa, lo romperé aquí mismo ante ti, y todo habrá acabado. —Puso la mano sobre la empuñadura, la cara como una máscara inexpresiva, pero sus ojos buscando en los de ella.

Fawn contuvo el aliento.

—No… no, no hagas eso. Aún no, al menos —y con la mano izquierda, no hay mano izquierda. Se preguntó si su sentido del humor era lo bastante macabro para que se le hubiera ocurrido el mismo pensamiento. Sospechaba que sí.

Tragó saliva y continuó:

—Pero tu gente… ¿les importará lo que piense una granjera cualquiera?

—En este asunto, sí —movió los hombros, como si le dolieran—. Si te parece bien, entonces, hablaré de esto primero con Mari, la jefa de mi patrulla, a ver qué se le ocurre. Después, seguiremos pensando.

—Por supuesto —dijo débilmente. Lo dice en serio, lo de que mi opinión se debe tener en cuenta.

—Lo tomaría como un favor si te hicieras cargo de él hasta entonces.

—Por supuesto.

Él asintió y le alargó el saquito de cuero, dejando que envainara el cuchillo. Pero recogió la bolsa de lino para ponerla junto al arnés de su mano. Sus articulaciones crujieron cuando se levantó y se estiró, y dio un pequeño respingo. Fawn se recostó de nuevo en el jergón y miró de cerca la hoja de hueso. Las tenues líneas marrones grabadas sobre la pálida superficie de hueso decían: Dag. Mi corazón camina con el tuyo. Hasta el fin, Kauneo.

Fawn se dio cuenta de que la mujer Andalagos debía haberlo escrito algún tiempo antes de morir. La imaginó sentada en una tienda Andalagos, alta y grácil como las otras mujeres patrulleras que había visto; la tableta de escritura apoyada sobre el mismo muslo que sabía que algún día llevaría esas palabras, si las cosas se torcían. ¿Habría imaginado este cuchillo, hecho de su médula? ¿Habría imaginado a Dag usándolo algún día para que bebiera la sangre de su corazón? Pero Fawn pensó que nunca podría haber imaginado a una joven granjera imprudente implicándolo en esta extraña confusión, toda una vida —al menos, una vida de Fawn— después.

Frunciendo el ceño, Fawn escondió el cuchillo de nuevo en su funda.

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