Capítulo 14

La mañana siguiente pasó tranquila. A Fawn le pareció que Dag estaba cansado, se movía despacio, y hablaba poco, y supuso que probablemente su brazo le dolía más de lo que decía. Ella se encontró, quisiera o no, atrapada en el ritmo interminable de las tareas de la granja; las vacas no se tomaban vacaciones ni siquiera para los regresos a casa. Ella y Dag dieron un paseo por los terrenos a media mañana, y ella le enseñó los paisajes y lugares de los cuentos de su infancia. Pero lo que sospechaba sobre el brazo de Dag se vio confirmado cuando, después de comer, él tomó un poco más del polvo que le había ayudado a sobrellevar la larga cabalgata del día anterior. Sin decir palabra, él salió al porche delantero que miraba al valle y se sentó, apoyándose en la pared de la casa, acunando el brazo y pensando… lo que estuviera pensando sobre todo esto. Fawn fue enviada a batir crema de manzana en la cocina, y ya que estás, querida, ¿por qué no haces unos pasteles para la cena?

Estaba cerrando la masa del segundo pastel y pensando desganadamente en avivar el fuego bajo el horno, lo que calentaría aún más la habitación, cuando entró Dag.

—¿Quieres algo de beber? —adivinó ella.

—Por favor…

Sostuvo el cucharón con agua contra sus labios; después de vaciarlo, añadió:

—Hay un joven que ha atado su caballo en los bosques de delante. Creo que se imagina que está acercándose a escondidas por la colina. Su esencia está bastante alterada, pero no creo que sea un ladrón.

—¿Lo has visto? —preguntó, y se detuvo, pensando en lo absurda que parecía la pregunta si uno no conocía a Dag. Y luego en lo bien que ella había llegado a conocer a Dag, para que la pregunta surgiera tan espontáneamente de sus labios.

—Sólo un vistazo.

—¿Es muy rubio?

—Sí.

Ella suspiró.

—Sunny Sawman. Me apuesto a que Clover le dijo a la gente que yo había vuelto, y ha venido a ver por sí mismo si es verdad.

—¿Y por qué no viene abiertamente por el camino?

Ella se ruborizó un poco, aunque él no lo notaría con el calor, y admitió:

—Solía venir así para robarme besos de vez en cuando. Creo que tenía miedo de que mis hermanos lo supieran.

—Bueno, está asustado de algo —él dudó—. ¿Quieres que me quede?

Ella ladeó la cabeza, frunciendo el ceño.

—Es mejor que hable con él a solas. No será sincero si hay alguien delante. —Le miró inquieta—. Quizá… ¿te quedarás cerca?

Él asintió; ella no necesitó explicar más. Dag fue al cuarto del telar de Tía Nattie, que estaba junto a la cocina, y dejó la puerta abierta. Ella le oyó arrastrar una silla, y el crujido de la madera y posiblemente de Dag al sentarse en ella.

Momentos más tarde sonaron pisadas en el porche, un intento de andar de puntillas; se detuvieron ante la ventana de la cocina, sobre el banco. Ella se acercó y miró sin placer la cara de Sunny, que atisbaba el interior. Él retrocedió al verla, y luego susurró:

—¿Estás sola?

—Por ahora.

Él asintió y entró por la puerta trasera. Ella le miró, evaluando sus sentimientos. Su pelo dorado como el heno aún se ondulaba en torno a su cabeza en suaves rizos; sus ojos eran aún brillantes y azules, y piel clara y suave y tocada por el verano, sus hombros anchos, sus brazos musculosos, bronceados hasta donde se arremangaba y cubiertos de una neblina de vello dorado que siempre daban la impresión de que brillaba al sol. Su encanto físico no había cambiado, y se preguntó cómo era posible que ahora no le afectara en lo más mínimo, cuando había temblado bajo él en un trigal, con eufórico abandono.

Su hija hubiera sido una niña muy guapa. El pensamiento se retorció dentro de ella con un cuchillo, y trató de dejarlo aparte.

—¿Dónde están todos? —preguntó él con cautela, mirando a su alrededor otra vez.

—Papá y los chicos están cortando heno, Mamá está fuera echando a los pollos el polvo ese contra los piojos que le dio tu tío, y la rodilla mala de la Tía Nattie le duele, de modo que ha ido a echarse un rato después de comer.

—Nattie está ciega, no me verá de todos modos. Bien —se acercó, mirándola de hito en hito. No… sólo a su vientre.

Ella resistió el impulso de encorvarse y sacar tripa.

Él inclinó la cabeza.

—Por pequeña que seas, yo pensaba que ya se te notaría a estas alturas. Clover lo hubiera pregonado a los cuatro vientos si lo hubiera notado.

—¿Has hablado con ella?

—La vi a mediodía, en el pueblo. —Se movió inquieto—. No se habla de otra cosa más que de tu vuelta. —Se volvió de nuevo, con una mueca—. ¿Has venido para jugar conmigo? No te servirá de nada. Estoy prometido a Violet.

—Eso he oído —dijo Fawn con voz inexpresiva—. De hecho, no había planeado verte en absoluto. No nos hubiéramos quedado hoy salvo por el brazo roto de Dag.

—Sí, Clover dijo que llevabas un Andalagos a rastras. Alto como un poste, con un brazo de madera y el otro roto, que no decía ni mú. Parece un inútil. Al parecer has estado con él por ahí durante tres o cuatro semanas. —Se humedeció los labios—. Entonces, ¿cuál es tu plan? ¿Cambiar de montura a mitad de cruzar el río? ¿Vas a decirle que el bebé es suyo y esperar que no sepa contar bien?

Había una sartén de hierro colado en el banco. Si le daba el impulso adecuado, encajaría justo en la cara redonda de Sunny, pensó Fawn a través de una neblina roja.

—No.

—No voy a jugar a tu jueguecito, Fawn —dijo Sunny, tenso—. No me cargarás con esto. Lo que dije, lo dije en serio —sus manos temblaban ligeramente. Pero las de ella también.

La voz de Fawn se hizo, si era posible, más inexpresiva.

—Puedes tranquilizar tu mente y darle un descanso a esa lengua tan agria. Aborté cerca de Glassforge el día que el dañiespectro casi me mató. De modo que no hay nada con que cargar a nadie, salvo malos recuerdos.

Su suspiro de alivio fue visible y audible; incluso cerró los ojos. La tensión en la habitación se redujo a la mitad. Ella pensó que Sunny debía haber sido presa del pánico cuando oyó lo de su vuelta, viendo cómo su pequeño mundo se tambaleaba, y se sintió sombríamente satisfecha. Su mundo había sido puesto cabeza abajo. Pero si ahora pudiera enderezarlo de nuevo, hacer que todas sus desgracias no hubieran existido, al precio de perder todo lo que había aprendido en el camino a Glassforge… ¿lo haría?

Pensó que no podía, en justicia, juzgar a Sunny por comportarse como si su hija no fuera real para él; apenas había parecido real a Fawn durante algún tiempo, después de todo. Preguntó a su vez:

—¿Dónde creíste que estaba?

Él se encogió de hombros.

—Al principio pensé que te habrías tirado al río. Me llevé un buen susto, durante algún tiempo.

Ella agitó la cabeza.

—Pero no lo bastante grande como para hacer algo al respecto, por lo que parece.

—¿Y qué podría haberse hecho para entonces? Parecía el tipo de estupideces que haces cuando te enfadas. Siempre has tenido genio. Recuerdo que tus hermanos te hacían enfadar tanto que casi no podías respirar de tanto como gritabas, a veces, hasta que tu padre venía tirándose de los pelos y te daba una paliza por armar tanto escándalo. Luego se corrió la voz de que faltaban algunas de tus ropas, lo que parecía indicar que te habías escapado, porque ni siquiera tú te llevarías tres mudas para ir a ahogarte. Tu familia te buscó, pero supongo que no lo bastante lejos.

—Tú tampoco ayudaste a buscar, por lo que parece.

—¿Te parezco un estúpido? ¡No quería encontrarte! Te metiste sólita en el lío, pues te tocaba salir de él.

—Sí, eso imaginé —Fawn se mordió el labio.

Silencio. Más miradas.

Vete de aquí, patán insoportable.

—No he olvidado lo que me dijiste aquella noche, Sunny Sawman. No eres bienvenido en mi presencia. En caso de que tuvieras alguna duda.

Él se encogió de hombros, irritado. Sus cejas doradas se unieron sobre su nariz respingona.

—Me imaginé que lo del dañiespectro era mentira. ¿Qué pasó en realidad?

—Los dañiespectros son de verdad. Uno me tocó. Aquí y ahí. —Se tocó el cuello donde las marcas se destacaban, rojas, y, a desgana, puso la palma de la mano sobre su vientre—. Los Andalagos hacen cuchillos especiales para matar malicias, ése es el nombre que dan a los dañiespectros. Dag tenía uno. Entre los dos matamos al dañiespectro, pero era demasiado tarde para el bebé. Casi fue demasiado tarde para nosotros, pero no del todo.

—Oh, ¿ahora cuchillos mágicos, además de monstruos mágicos? Claro, me lo creo. O quizá alguna de esas medicinas secretas de los Andalagos hizo el trabajo, y el resto es un cuento para ocultarlo, para hacerte quedar bien con tu familia, ¿eh? —se acercó a ella. Ella retrocedió.

—Ni siquiera saben que estaba embarazada. No se lo dije —tomó aire—. Y no te importa lo que pasó, ¿verdad?, siempre que no caiga sobre ti. ¡Aj! —Se estiró del pelo, luego se pasó las manos por la cara, fuerte—. Sabes, no me importa ni dos peniques lo que creas, siempre que vayas a creértelo a otro sitio —Tía Nattie había comentado una vez que lo opuesto al amor no era el odio, sino la indiferencia. Fawn sentía que empezaba a entenderlo.

Sunny se acercó más aún; ella sintió su aliento agitándole los mechones de pelo de su cuello, húmedos de sudor.

—Entonces… ¿has dejado que ese patrullero moje? ¿Sabe eso tu familia?

La rabia detuvo la respiración de Fawn. No iba a gritar…

—¿Después de un aborto? ¡No tienes sesos en absoluto, Sunny Sawman!

Él dudó ante esto, con la duda asomando a sus ojos azules.

—Además —dijo ella—, te vas a casar con Violet Stonecrop. ¿Ya estás mojando?

Él retiró los labios en algo parecido a una sonrisa, salvo que carecía de humor. Se acercó más aún.

—Yo tenía razón. Eres una pequeña zorra. —Y sonrió triunfante ante la furia que ella sabía le estaba enrojeciendo la cara—. No pongas esa cara —añadió, levantando una mano para apretarle un seno—. lo fácil que eres.

Los dedos de ella buscaron el mango de la sartén.

Unas pisadas largas y lentas se oyeron desde el cuarto del telar; Sunny retrocedió a toda prisa.

—Hola, Chispa —dijo Dag— ¿Queda algo de esa sidra?

—Claro, Dag —dijo ella, apartándose de Sunny y escapando al otro lado de la habitación, al jarro que había en el estante. Quitó la tapa y sirvió un vaso, deseando que dejaran de temblarle las manos.

De algún modo, Dag estaba ahora entre ella y Sunny.

—¿Un visitante? —preguntó, con un gesto de cabeza hacia Sunny. Sunny parecía estar preguntándose, furioso, si Dag acababa de entrar, si les habría oído, y de ser así, cuánto y en qué grado le comprometería.

—Éste es Sunny Sawman —dijo Fawn—. Ya se iba. Dag Redwing Hickory, un patrullero Andalagos. Se queda.

Sunny, que para variar tuvo que alzar la vista, saludó reservado con la cabeza. Dag le miró desde arriba sin expresión en uno u otro sentido.

—Qué interesante conocerte por fin, Sunny —dijo Dag—. He oído hablar mucho de ti. Todo cierto, al parecer.

Sunny abrió la boca y la cerró; ¿sorprendido quizá de que sus amenazas maledicientes no hubieran conseguido silenciar a Fawn? Bueno, ahora sólo podría culpar a su propia boca. Miró hacia el cuarto del telar, que no tenía otra salida salvo al dormitorio de Nattie y Fawn, y no dio con una respuesta.

Dag continuó, fríamente:

—Así que… Sunny… ¿alguna vez alguien te ha propuesto cortarte la lengua y dártela a comer?

Sunny tragó saliva.

—No. —Quizá estaba intentando adoptar un tono bravucón, pero salió más bien como un graznido.

—Me sorprende —dijo Dag.

Se rascó suavemente un lado de la nariz con el garfio, un aviso, pensó Fawn, aunque Sunny ni se dio cuenta ni hizo caso.

—¿Estás intentando empezar algo? —preguntó Sunny, recuperando su tono beligerante.

—Ay. —Dag indicó su brazo roto con un leve movimiento del cabestrillo—, tendremos que dejarlo para más tarde.

Los ojos de Sunny se animaron cuando se dio cuenta de la aparente indefensión del patrullero.

—Entonces quizá sea mejor que dejes la lengua quieta hasta entonces, patrullero. ¡Ja! ¡Sólo Fawn sería lo bastante tonta como para tener un lisiado de defensor!

Los ojos de Dag se redujeron a dos rendijas doradas y Fawn se estremeció. En el mismo tono tranquilo y afable, murmuró:

—He cambiado de idea. Voy a encargarme de ti ahora. Chispa, has dicho que este tipo se iba. Ábrele la puerta, ¿quieres?

Claramente incapaz de imaginar lo que Dag podría hacerle, Sunny apretó los dientes, separó las piernas, y puso cara feroz. Dag se quedó en pie, quieto. Confusa, Fawn dejó el vaso a toda prisa, salpicando sidra sobre la mesa. Abrió la puerta mosquitera y la sujetó.

Cuando Dag se movió, su velocidad fue sorprendente. Ella sólo vio a medias cómo giraba en torno a Sunny, su pierna alzada tras las rodillas de Sunny, y su brazo izquierdo trazó un arco con un malévolo zumbido y destello del garfio. De pronto Sunny se lanzó hacía delante, con la boca abierta, con el garfio de Dag sujetándole por el fondo de los pantalones. Sus pies se movían pero apenas tocaban el suelo; parecía alguien resbalando sobre hielo. Tres largas zancadas de Dag, un fuerte sonido de tela rasgada, y Sunny echó a volar por el aire sobre las tablas del porche, aterrizando más allá de los escalones con el trasero empinado y la cara contra el polvo.

Fue en parte el alivio de que Dag no le hubiera cortado la garganta a Sunny con el garfio tan tranquilamente como había matado a aquel hombre de barro lo que hizo que Fawn estallara en carcajadas. Se cubrió la boca con la mano y gozó de la ridícula visión de los calzoncillos de Sunny agitándose por el nuevo agujero en sus pantalones.

Sunny giró y les miró, con la cara congestionada de un rojo oscuro y desigual, y luego se puso torpemente en pie, crispando los puños. Entre el polvo y las maldiciones que llenaban su boca sus balbuceos eran casi incoherentes, pero el sentido general de ¡Ya te cogeré, Andalagos! ¡Os cogeré a ambos!, quedó bastante claro, y Fawn contuvo el aliento, alarmada de nuevo.

—Mejor tráete unos amigos —recomendó Dag secamente—. Si tienes alguno. —Las aletas de su nariz se movían un poco, pero aparte de eso apenas parecía agitado.

Sunny dio dos pasos hacia el porche, pero luego retrocedió indeciso cuando el garfio pasó de nuevo a primer plano. Fawn fue a por la sartén. Mientras Sunny dudaba, su cabeza se alzó ante el sonido golpes y pasos inseguros desde el cuarto del telar; la ciega Tía Nattie con su bastón. Sunny miró alocadamente a su alrededor, tropezó al bajar los escalones de espaldas, se dio la vuelta, y huyó por un lado de la casa.

—Tenías razón, Chispa —dijo Dag, cerrando de nuevo la puerta mosquitera—. No le gustan mucho los testigos. Se puede uno hacer una idea de por qué.

Nattie entró en la cocina.

—Hola, Fawn, cariño. Hola, Dag. Vaya, esa crema de manzana huele muy bien. —Giró la cara, siguiendo las pisadas que se alejaban de la casa—. Joven idiota —añadió pensativamente—. Sunny siempre cree que si no puedo verlo, no puedo oírlo. Es como para pensarlo, de veras que lo es.

Fawn tragó saliva, dejó la sartén en la mesa, y voló a los brazos de Dag. Él la rodeó con el brazo izquierdo en un abrazo tranquilizador. Tía Nattie inclinó la cabeza hacia ellos, con una sonrisa bailándole en los labios.

—Muchas gracias por la limpieza, patrullero.

—Un placer, Tía Nattie. Vamos, vamos —Dag apretó a Fawn contra sí—. Por lo que pueda valer, Chispa, él tenía más miedo de ti que tú de él —añadió pensativo—: Como una serpiente, en ese aspecto.

Ella soltó una risita temblorosa, y él relajó su abrazo.

—Iba a golpearle con la sartén, antes de que entraras.

—Pensé que iba a pasar algo así. Yo mismo estaba imaginando algo parecido.

—Una pena que no pudieras cortarle la lengua de verdad… —Hizo una pausa—. ¿Era una broma o no? A veces no estoy segura sobre el sentido del humor de los patrulleros.

—Eh —dijo él, sonando un poco melancólico—. No es, en cualquier caso, muy práctico ahora mismo. Aunque supongo que me alegro mucho de que Sunny no crea en ninguno de esos feos rumores que dicen que los Andalagos somos hechiceros negros.

Ella dejó de temblar poco a poco, pero juntó las cejas al pensar en lo sucedido.

—Me alegro mucho de que estuvieras allí. Aunque deseo que no tuvieras el brazo roto. ¿Lo tienes bien? —Tocó el cabestrillo, preocupada.

—Esto no le ha ido muy bien, pero el hueso no se ha movido. Hemos tenido suerte por la llegada de tu tía Nattie y por la, ah, repentina timidez de Sunny.

Ella retrocedió para estudiar con curiosidad su expresión seria, y él continuó:

—Verás, a pesar de los cerdos que haya matado, Sunny nunca ha estado en una lucha a muerte. Yo no he estado en ningún otro tipo de lucha desde que era más joven que él. Está acostumbrado a peleas de muchachos, del tipo que se tienen con hermanos o primos o amigos o, en cualquier caso, con gente con la que luego tienes que seguir viviendo. Edad, peso, vigor, músculos, todo eso estaría en mi contra en ese tipo de pelea, incluso sin un brazo roto. Si realmente quieres verlo muerto, soy tu hombre; si no, es más complicado.

Ella suspiró y le apoyó la cabeza en el pecho.

—No quiero que muera. Sólo quiero dejarlo atrás. Millas y años. Supongo que tendré que esperar para los años. Todavía pienso en él cada día, y no quiero. Si estuviera muerto sería peor, en ese aspecto.

—Sabia Chispa —murmuró él.

Ella arrugó la nariz, dudosa. ¿Cómo de seria habría sido esa letal oferta, para estar tan aliviado ante su negativa? Acordándose de pronto, le llevó su bebida, que él aceptó con una sonrisa de agradecimiento.

Nattie había ido al fogón a remover la crema de manzana que, por el olor, estaba a punto de quemarse. Golpeó la cuchara en el borde de la cazuela para liberar el exceso, la dejó a un lado, se volvió y dijo:

—Eres muy listo, patrullero.

—Oh, Nattie —dijo Fawn, dolida—, ¿cuánto has oído de este desastre?

—Prácticamente todo, cariño —suspiró—. ¿Se ha ido ya Sunny?

La cara de Dag adoptó brevemente la curiosa expresión que indicaba que estaba consultando su sentido esencial.

—Hace rato, Tía Nattie.

Fawn respiró aliviada.

—Dag, eres un buen hombre, pero necesito hablar con mi sobrina. ¿Por qué no te vas a dar una vuelta?

Él miró a Fawn, que asintió sin ganas.

—Quizá podría ir a ver a Mocasín, a asegurarme de que no haya mordido a nadie aún —dijo Dag.

—Eso estaría bien —asintió Nattie.

Él dio un último abrazo a Fawn, se inclinó para rozar sus labios perfumados de sidra en los de ella, sonrió para darle ánimos, y salió. Ella oyó sus pasos atravesar la casa hacia la puerta delantera, y luego fuera.

Fawn quería hundir la cabeza en el regazo de Nattie y llorar a moco tendido; en vez de eso, se dedicó a rastrillar las brasas bajo el horno para hacer los pasteles. Nattie se sentó en una silla de la cocina y puso las manos sobre su bastón. Primero a trompicones, y luego con más fluidez, la historia fue contada de nuevo, desde el insensato revolcón de Fawn en la boda en primavera, pasando por su creciente miedo a las consecuencias, hasta la primera y horrible conversación con Sunny.

—Tch —dijo Nattie con pena—. Sabía que tenías problemas, cariño. Intenté que hablaras conmigo, pero no lo conseguí.

—Lo sé. No sé si ahora lo lamento o no. Pensé que era un problema que había conseguido yo sola, de modo que tenía que pagar por él yo sola. Y luego pensé que me fallaría el valor si no me decidía pronto.

Con Nattie, ahora, Fawn decidió no omitir nada de su viaje excepto el extraño accidente con el cuchillo de vínculo de Dag, en parte porque le amedrentaban las complicadas explicaciones que tendría que dar, en parte porque no importaba respecto a lo que había ocurrido con su embarazo, pero sobre todo porque los secretos de los Andalagos no eran suyos para desvelarlos. No, no sólo los secretos de los Andalagos; la intimidad de Dag. Se dio cuenta, ahora, de lo personal y privada que era la posesión del hueso de su esposa muerta. Era el único secreto que le había pedido guardar.

Respirando hondo, Fawn empezó de nuevo. Describió su solitario viaje a Glassforge, su aterrador encuentro con el joven bandido y el extraño hombre de barro. Su primer vistazo fugaz del sorprendido Dag, más aterrador aún, pero en retrospectiva casi divertido. La fantasmal granja abandonada de los Horseford, el segundo secuestro. Las alturas de terror completamente inexploradas que había descubierto en la guarida de la malicia. Dag en la cueva, Dag esa noche en la granja.

Terminó con la cabeza sobre el regazo de Nattie, aunque consiguió contener las lágrimas en sollozos espasmódicos. Nattie le acarició el pelo como lo hacía cuando Fawn era pequeña y lloraba de dolor por algún rasguño en su cuerpo, o de furia por alguna herida más grave en su espíritu.

—Chist. Chist, cariño.

Fawn respiró, se limpió los ojos y la nariz en el delantal, y se sentó de nuevo en el suelo, junto a la silla de Nattie.

—Por favor, no cuentes nada de esto a mamá y papá. Tienen que seguir viviendo junto a los Sawmans. No tiene sentido crear mala sangre entre las familias, ahora.

—Bueno, cariño. Pero no me gusta ver que Sunny sale limpio de todo esto.

—Sí, pero no podría soportar que se enteraran mis hermanos. Intentarían hacerle algo a Sunny, lo que traería problemas, o se reirían de mí por ser tan estúpida, y no creo que pudiera soportar eso —tras un momento de reflexión, añadió—: O las dos cosas.

—No estoy segura de que ni siquiera tus hermanos sean tan desconsiderados como para burlarse de esto —Nattie dudó, y luego admitió de mala gana—: Bueno, quizá Whit-diota.

Fawn consiguió sonreír trémulamente ante la vieja burla.

—Pobre Whit, puede que sea esa vieja broma con su nombre lo que hace que sea tan chinche con todo el mundo. Quizá debería empezar a llamarle Whitesmith, a ver si ayuda.

—Es una idea. —Nattie se enderezó, mirando su oscuridad personal—. Creo que tienes razón respecto a la mala sangre. Ay, ya lo creo. De acuerdo. Esta historia se queda conmigo a menos que surjan otros problemas por su causa.

Fawn respiró aliviada ante esta promesa.

—Gracias. Hablar contigo me alivia, más de lo que esperaba —pensó en las últimas palabras de Nattie, y dijo con más firmeza—: Tienes que entender que voy a irme con Dag. De un modo u otro.

Nattie no estalló de inmediato en objeciones y advertencias ominosas, sino que se limitó a decir:

—Huh —y luego, tras un momento—: Un tipo curioso, ese Andalagos. Cuéntame más.

Fawn, afanándose de nuevo en la cocina, quedó encantada de poder explayarse sobre su nuevo tema favorito ante una audiencia inesperadamente comprensiva, o al menos no inmediatamente ofendida.

—Conocí a su patrulla en Glassforge… —describió a Mari y a Saun y a Reela, mencionando apenas a Diría y Razi y Utau; y Sassa enseñándoles con orgullo su ciudad, y todas las cosas interesantes en que la gente trabajaba allí y que no tenían nada que ver con vacas, ovejas, ni cerdos. Habló del bow-down, y del inesperado talento de Dag con la pandereta, una imagen que hizo que Nattie riera junto con Fawn. En ese punto, Fawn se detuvo bruscamente.

—Estás perdidamente enamorada de él, cariño —dijo Nattie con calma. Y, ante el jadeo de Fawn—: Vamos, niña, no estoy tan ciega.

Enamorada. Parecía un término demasiado débil. Se imaginó enamorada cuando estaba encaprichada de Sunny.

—Es más que eso. Confío en él… hasta el fondo de mi esencia.

—¿Ah, sí? Después de ese cuento, me parece que yo también estoy medio enamorada de él —dijo Nattie tras un momento pensativa—. No oía tanta alegría en tu voz desde hacía mucho, mucho tiempo, cariño. Años.

El corazón de Fawn brincó como si le hubieran quitado un peso de encima, y rió en voz alta y dio a Nattie un beso y un abrazo que hicieron que la anciana sonriera bobamente.

—Venga, venga. Aún hay cosas que probar, ya sabes.

Pero entonces los pasteles terminaron de cocerse, y la madre de Fawn volvió para empezar a preparar el resto de la cena, enviando a Fawn a ordeñar las vacas para que los chicos pudieran seguir cortando heno mientras quedara luz. Pasó por el porche delantero, pero Dag no había vuelto al sitio en el que se sentaba a pensar.

Dag volvió a la casa tras un paseo por la parte baja de la granja, en parte para estirar las piernas y despejar la mente y en parte para asegurarse de que Sunny se había ido de verdad. Era un muchacho resentido y una fuente de problemas, y su brusca y satisfactoria expulsión de la presencia de Fawn había sido probablemente una peligrosa autoindulgencia para un Andalagos solo en territorio de granjeros, pero Dag no podía lamentarlo, a pesar del dolor de su maltratado brazo. El último miedo oculto de Dag, que una vez de vuelta a salvo en su casa Fawn se olvidara de su patrullero y volviera con su primer amor, se disipó por completo.

Sunny había tenido fuego de estrellas en la mano, y lo había arrojado al barro del camino. No podría recuperar jamás ese tesoro. No parecía haber nada en todo el ancho mundo que Dag pudiera hacerle que fuera peor que lo que ya se había hecho a sí mismo. Con una sonrisa torcida, Dag expulsó a Sunny de sus pensamientos a favor de otras y más urgentes preocupaciones personales.

En la cocina vio que Fawn se había ido pero que su madre, Tril, estaba atareada preparando cena para ocho. Un cliqueteo y un zumbido del cuarto de al lado resultaron ser Nattie, sentada a su rueca, al alcance de la voz de su hermana, y él se aseguró de decir Cómo está; ella respondió con un amistoso pero poco explícito «Buenas tardes, patrullero», y siguió con su trabajo. Evidentemente no iba a comentar el incidente con Sunny. Dentro de todo, Dag se sintió aliviado.

Saludó amablemente a Tril e intentó ser útil poniendo y quitando cazuelas del fuego, mientras pensaba en otras maneras en que un hombre con la mitad de manos podía mostrar su valía a la mujer que, en términos Andalagos, era la jefa de la Tienda Bluefield. Tril le miraba tan profundamente alarmada que empezó a pensar que resultaba amenazador, demasiado alto para la estancia, y finalmente se sentó y miró, lo que pareció tranquilizarla. Su comentario sobre el tiempo cayó en saco roto, al igual que una pregunta sobre sus gallinas; por desgracia, Dag sabía poco de animales de granja aparte de caballos. Pero algunas preguntas sobre la inminente boda de Fletch sirvieron de atajo hacia las costumbres matrimoniales de West Blue, que era exactamente donde Dag quería llevarla. Descubrió rápidamente que la mejor manera de hacer que siguiera hablando era responder con comentarios sobre las costumbres Andalagos equivalentes.

Tril dejó un momento el pan que estaba amasando para suspirar.

—Me temí la primavera pasada que Fawn sintiera algo por el chico de los Sawman, pero nunca hubo nada ahí. Su padre y Jas Stonecrop tenían arreglado entre ellos desde hacía años que Sunny se casaría con Violet y las dos granjas se unirían en la siguiente generación. Van a ser ricos, en esa casa. Si Violet tiene más de un hijo, quizá tengan bastante para dividir entre ellos sin que los jóvenes tengan que irse a roturar, como Reed y Rush dicen que van a hacer.

Los gemelos hablaban de irse al límite de la zona cultivada, unas veinte millas al oeste, y preparar nuevas tierras para el cultivo entre los dos, después de que Fletch se casara. Era un plan del que se hablaba mucho pero sobre el que se actuaba poco, por lo que Dag entendió.

—¿Los padres disponen los matrimonios, entre los granjeros?

—A veces —Tril sonrió—. A veces sólo creen que lo hacen. A veces hay que disponer a los padres. Pero la tierra, o la parte de la familia por los hijos que no van a tener tierra, eso tiene que quedar claro y por escrito en poder del secretario del pueblo, o si no te arriesgas a que luego haya mala sangre.

La tierra otra vez; los granjeros sólo pensaban en la tierra. Otras riquezas se consideraban, al parecer, como equivalentes a la tierra.

—Las parejas Andalagos generalmente se eligen mutuamente —repuso él—, pero se espera que el hombre lleve regalos de boda a la familia de ella, que es a la que va a unirse. Por tradición suelen ser caballos y pieles, aunque depende de lo que haya acumulado —añadió, como de pasada—. Yo tengo ocho caballos ahora mismo. Los otros castrados están cedidos al fondo común del campamento, salvo por Mocasín, que tiene demasiado mal carácter para endosárselo a nadie. Las tres yeguas las guardo para criar. La mujer de mi hermano cuida de los potros, junto con las yeguas.

—¿Fondo común? —dijo Tril, tras un momento de confusión.

—Si un hombre tiene más de lo que necesita, no puede quedárselo y dejar que se pudra. De modo que va al fondo común del campamento, normalmente para equipar a algún patrullero joven, y el escriba del campamento lleva un registro. Es muy conveniente si tienes que cambiar de campamento, porque te llevas una carta de inventario y usas de ella lo que necesites cuando llegas, en lugar de llevarte toda la carga. En los encuentros entre territorios cada dos años, una de las tareas de los escribas de los campamentos es reunirse y resolver los problemas que hayan podido surgir. Yo tengo bastante crédito en los Almacenes. —Cómo traducir esto en acres resultó demasiado para él, pero esperó que ella entendiera que no era de ningún modo un indigente, a pesar de su actual aspecto desaliñado. Se rascó pensativo la nariz con un lado del garfio.

—Probé como escriba de campamento un tiempo después de perder la mano, pero no me acostumbré a todos los detalles y a tanto escribir. Quería moverme, estar en activo.

—¿Sabes leer y escribir? —Tril parecía pensar que esto era un punto a favor de Dag; bien.

—Prácticamente todos los Andalagos saben.

—Hum. ¿Eres el mayor de la familia, o qué?

—El más joven por diez años, pero sólo tengo un hermano aún vivo. Para mi madre fue una gran pena no tener ninguna hija que heredara su tienda, pero mi hermano se casó con una de las hermanas pequeñas de los Waterstriders (tenían seis), y ella tomó nuestro nombre de tienda para que no se perdiera, y vino con nosotros para que mi madre no estuviera sola —ves, soy un tipo normal y tranquilo, también tengo una familia. O algo así—. Mi hermano es un hacedor muy dotado, en nuestro campamento —decidió no decir de qué. La creación de cuchillos de vínculo era la más exigente de todas las artes de los Andalagos, y Dar era muy respetado, pero parecía pronto para informar de esto a los Bluefields.

—¿No sale de patrulla?

—Lo hizo cuando era más joven, casi todo el mundo lo hace, pero sus habilidades de hacedor son demasiado valiosas para desperdiciarlas patrullando —las de Dag, no hacía falta decirlo, no lo eran.

—¿Y qué hay de tu padre? ¿Era un hacedor o un patrullero?

—Patrullero. Murió en patrulla, de hecho.

—¿Lo mató uno de esos dañiespectros de los que habla Fawn? —A Dag no le quedaba claro si Tril había creído en dañiespectros antes, pero pensó que ahora sí lo hacía, y se sentía muy incómoda por ello.

—No. Fue al rescatar a un patrullero joven que había sido arrastrado al vadear un río muy revuelto, a finales de invierno. Yo no estaba allí, estaba patrullando un sector diferente del territorio, y no me enteré hasta pasados unos días.

—¿Ahogado? Parece una muerte extraña para un patrullero.

—No. O no por entonces. Le entró fiebre de los pulmones y murió cosa de cuatro noches más tarde. En cierto sentido se ahogó, supongo. —En realidad, había muerto al vincularse; los dos compañeros que estaban intentando llevarlo a casa durante su enfermedad entraron en la tienda y vieron que se había dejado caer sobre su cuchillo.

Si había elegido ese final lúcidamente, o por el delirio, o por desesperación, o por estar agotado de la lucha, Dag nunca lo sabría. Había recibido el cuchillo, en todo caso, y lo usó tres años más tarde en una malicia cerca de Cat Lick.

—Oh, sí, la fiebre de los pulmones es muy mala —dijo Tril comprensivamente—. Una de las tías de Sorrel murió de lo mismo el invierno pasado. Lo siento mucho.

Dag se encogió de hombros.

—Fue hace once años.

—¿Teníais mucha relación?

—En realidad, no. Cuando yo era pequeño él estaba siempre fuera, y más tarde el que estaba fuera era yo. Pero conocí bien a su padre; el abuelo tenía una rodilla mala, como Nattie —Nattie, que escuchaba a través de la puerta mientras hilaba, alzó la cabeza y sonrió al oír su nombre—, y se quedó en el campamento para ayudar a cuidarme, entre otras cosas. Si hubiera perdido un pie en vez de una mano, podía haber acabado igual, el Tío Dag para los hijos de mi hermano —o quizá me hubiera vinculado pronto—. Entonces, hum… ¿hay granjeros mancos?

—Oh, sí, en las granjas hay accidentes. La gente se las arregla, supongo. Una vez conocí a un hombre con una pierna de madera. Pero nunca he oído hablar de nada como ese aparato tuyo.

La madre de Fawn se estaba relajando bastante en su presencia, y ya no saltaba cada vez que él se movía. Dag sospechó que iba a ser más fácil hacer que animales salvajes comieran de su mano que calmar a los Bluefields. Pero estaba haciendo claros progresos. Se preguntó si sus costumbres de Andalagos le estarían jugando una mala pasada, si no debería haber empezado con el padre de Fawn en vez de con las mujeres. Bueno, no importaba por dónde empezara; tendría que acabar ganándose a todo el grupo para poder conseguir su propósito.

Y ahora entraron, sudorosos y hambrientos. Fawn les siguió, oliendo a vacas, con dos cubos tapados colgando de un balancín, que dejó a un lado para después. Todos ellos, menos Clover esta noche, se sentaron contentos ante enormes porciones de jamón, judías, pan de maíz, calabacines, encurtidos de todo tipo, panecillos, mantequilla, mermeladas, crema de manzana recién hecha, sidra y leche. La conversación disminuyó durante un rato. Dag ignoró las miradas de reojo mientras pinchaba panecillos enteros con su tenedor-cuchara; Tril, si la estaba interpretando bien, parecía sencillamente contenta de que parecieran gustarle. Por fortuna no necesitó fingir sus elogios, aunque lo hubiera hecho de ser necesario.

—¿Dónde fuiste mientras yo ordeñaba? —le preguntó Fawn por fin.

—A dar un paseo hasta el río y vuelta. Me alegra decir que no hay indicios de ninguna malicia en una milla a la redonda, aunque no esperaba ninguno. Esta área es patrullada regularmente.

—¿De verdad? —dijo Fawn—. Nunca he visto patrulleros por aquí.

—Solemos cruzar tierras cultivadas de noche, para no molestar. No nos hubieras visto.

Papá Bluefield alzó la mirada con curiosidad ante esto. Era posible, a lo largo de los años, que no todas las patrullas hubieran pasado tan invisibles como decía.

—¿Has patrullado West Blue alguna vez? —preguntó Fawn.

—Últimamente no. Cuando era un muchacho y acababa de empezar, hacia los quince años, caminé mucho por esta zona, de modo que puede que sí. Ahora no lo recuerdo.

—Quizá nos cruzáramos sin saberlo —la idea la dejó pensativa.

—Hum… no. Por entonces no —añadió—: A los veinte años me enviaron de intercambio a un campamento al norte de Farmer's Flats, y empecé mi primer recorrido alrededor del lago. Volví dieciocho años después.

—Oh —dijo ella.

—He recorrido todo este territorio desde entonces, pero no sólo por aquí. Es una zona grande.

Papá Bluefield se echó hacia atrás, a la cabecera de la mesa, y miró a Dag de hito en hito.

—¿Cuántos años tienes, Andalagos? Debes ser bastante más viejo que Fawn, me parece.

—Bastante más —asintió Dag.

Papá Bluefield siguió mirándole, expectante. El sonido de tenedores rebañando en los platos se hizo de pronto molesto.

Acorralado. ¿Debía saberse aquí? Mejor aclararlo cuanto antes. Dag se aclaró la garganta, para que su voz no sonara ni como el chirrido de un ratón ni demasiado fuerte, y dijo:

—Cincuenta y cinco.

Fawn se atragantó con su sidra. Quizá debía haber mirado primero para asegurarse de que no tuviera la boca llena. Su mano con el tenedor-cuchara no valía para darle palmaditas en la espalda, pero ella recuperó enseguida el aliento.

—Perdón —jadeó—. Se ha ido por el lado malo. —Le miró de reojo con disimulada… alarma, quizá. O consternación. Esperó que no fuera horror.

—Papá —murmuró ella— tiene cincuenta y tres.

Bueno, un poco de horror. Lo superarían.

Tril le miraba.

—No pareces mayor de cuarenta. O menos.

Dag bajó los párpados sin discutir.

—Fawn —anunció sombríamente Papá Bluefield— tiene dieciocho años.

Junto a él, Fawn siseó, irritada.

Dag intentó, casi con éxito, no sonreír. Era difícil, cuando estaba tan claro que estaba tan enfadada que parecía a punto de echar humo.

—¿De veras? —dijo con ecuanimidad—. A mí me dijo que tenía veinte. Aunque, desde mi posición, no hay mucha diferencia.

Ella hundió los hombros, avergonzada. Pero sus miradas se cruzaron, y entonces fue ella la que tuvo problemas para no echarse a reír, y todo estuvo bien.

Papá Bluefield dijo, con tono de irritación:

—Fawn siempre tuvo la mala costumbre de contar mentiras. Intenté quitárselo a azotes. Quizá debería haberla azotado más.

O menos, se abstuvo de decir Dag.

—En realidad, vengo de gente muy longeva —dijo Dag, a guisa de desagravio—. Mi abuelo, del que ya he hablado, aún estaba muy ágil cuando murió, con más de cien años —ciento veintiséis, pero ahora mismo ya había suficientes cálculos mentales rondando por la mesa. Los hermanos, en particular, parecían confusos, mirándole con renovada cautela.

—No es un problema —dijo en la pausa demasiado larga que siguió—. Si, por ejemplo, Fawn y yo nos casáramos, llegaríamos a la vejez prácticamente juntos. Accidentes aparte.

Bien, había dicho la palabra mágica, casáramos. Ya había hecho algo parecido antes, mucho tiempo atrás. Bueno, de acuerdo, no había sido en absoluto como esto. La familia de Kauneo le había abrumado de manera completamente diferente. El terror que le atravesaba era idéntico, sin embargo.

Papá Bluefield gruñó:

—Los Andalagos no se casan con granjeras.

No podía coger la mano de Fawn por debajo de la mesa para obtener consuelo; todo lo que pudo hacer fue clavarle el tenedor en el muslo, con resultados impredecibles pero probablemente no muy prácticos en ese momento. La miró. ¿Iba a saltar desde este acantilado solo, o con ella? Ella tenía los ojos muy abiertos. Y adorables. Y aterrorizados. Y… emocionados. Tomó una larga bocanada de aire.

—Yo quisiera. Lo haré. Lo deseo. Casarme con Fawn. ¿Por favor?

Siete aturdidos Bluefields crearon el silencio más ensordecedor que Dag había oído jamás.

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