Capítulo 7

La gente de la granja vio a la pareja del porche cuando dejaron el camino, supuso Fawn por el modo en que se detuvieron y les miraron, evaluándolos. El viejo delgado del caballo se quedó atrás, vigilando al joven, que se ocupó en quitar algunos tablones de la cerca y guiar a las ovejas y vacas al pasto. En cuanto los primeros animales entraron, atropellados y quejándose, se pusieron rápidamente a pastar y el resto les siguió de buena gana. Los tres adultos se acercaron cautamente hacia la casa, aferrando herramientas como si fueran armas: una horca, una azada, un gran cuchillo de desollar.

—Si esta gente es de por aquí, acaban de pasar algunos días muy duros, por lo que se ve —dijo Dag, en tono de aviso o de mera observación; Fawn no supo cuál—. Quédate tranquila y en silencio, hasta que estén seguros de que no soy una amenaza.

—¿Cómo pueden pensar eso? —dijo Fawn, indignada.

Enderezó la espalda contra la pared de la casa, arropándose en los abundantes pliegues de su camisón demasiado grande, y frunció el ceño.

—Bueno, hay un cierto precedente, en este caso. Algunos bandidos han dicho ser patrulleros, en el pasado. Normalmente dejamos que los granjeros se ocupen de los bandidos, pero si cogemos a ésos, acabamos con ellos. Los granjeros no siempre lo pueden distinguir. No creo que esta gente nos dé problemas, en cuanto dejen de estar a la que salta.

Dag se quedó sentado en el escalón del porche a medida que los hombres se acercaban, aunque él también estaba más erguido. Levantó su mano derecha hasta la sien en lo que podía ser un saludo, o sólo para rascarse la cabeza, pero en cualquier caso no transmitía amenaza.

—Buenas tardes —dijo.

Los hombres se acercaron con precauciones, al parecer dispuestos a atacar o a huir a la menor provocación. El más viejo, un hombre robusto con algunas canas en el pelo y el tridente en la mano, se adelantó. Miró confuso a Fawn. Ella sonrió y agitó los dedos.

Provisionalmente amable, el hombre robusto respondió con un «Cómo están». Apoyó el tridente en la tierra y continuó más severamente:

—¿Quiénes sois, y qué estáis haciendo aquí?

Dag asintió.

—Soy de la patrulla Andalagos de Mari Redwing. Nos llamaron desde el norte hará un par de días para ayudar con vuestro dañiespectro. Ésta es la señorita Sawfield. Fue raptada ayer en el camino por el dañiespectro al que yo daba caza, y resultó herida. Había esperado encontrar a gente que la ayudara, pero todos se habían ido. No por propia voluntad, al parecer.

Fawn pensó que se había dejado un montón de detalles importantes. Le correspondía hablar sólo de uno:

—Bluefield —corrigió—. Mi nombre es Fawn Bluefield.

Dag la miró por encima del hombro, alzando las cejas.

—Ah, bien.

Fawn intentó despejar los ceños de los granjeros diciendo:

—¿Es ésta su granja?

—Sí —dijo el hombre.

—Me alegro de que pudieran volver. ¿Están todos bien?

Una mirada de agradecimiento en medio de la adversidad apareció en las caras de todos los hombres.

—Sí —dijo de nuevo el portavoz, soltando el aliento—. Demos gracias, esas… esas cosas no mataron a ninguno de los nuestros.

—Por poco —murmuró un hombre de pelo castaño, que parecía primo o hermano del hombre robusto.

Un hombre más joven de brillante pelo cobrizo y pecas se deslizó hacia la izquierda de Dag, mirando su manga vacía. Dag fingió no reparar en la mirada, pero Fawn creyó notar que sus hombros se tensaban un poco. El hombre soltó de golpe:

—Hey, no serás ese tipo, Dag, al que los otros patrulleros están buscando, ¿verdad? Dijeron que no se te podía confundir con otro: un trago largo de hombre, con el pelo corto, ojos brillantes y dorados, y sin mano izquierda —asintió, seguro, examinando al hombre del porche.

La voz de Dag sonó repentinamente confiada y ansiosa.

—¿Han visto a mi patrulla? ¿Dónde están? ¿Están bien? Esperaba que me encontraran antes.

El pelirrojo puso cara rara y dijo:

—Están desperdigados entre Glassforge y ese gran agujero en las colinas que esos locos intentaban que excaváramos, supongo. Buscándote. Cuando no volviste a Glassforge por la mañana, esa terrible vieja dama se puso como si temiera que estuvieras muerto en una zanja por algún lado. Cuatro patrulleros diferentes me dieron tu descripción antes de que saliéramos de la ciudad.

Las comisuras de Dag se alzaron ante la acertada descripción de quien Fawn imaginó que era la jefa de su patrulla, Mari. El muchacho y el flaco barbagrís a caballo, en cuanto repusieron los tablones de la cerca, se acercaron al grupo para mirar y escuchar.

El hombre robusto aferró más fuerte el mango de su tridente, aunque no como amenaza.

—Los otros patrulleros dijeron que debías haber matado al dañiespectro. Dijeron que por eso todos los monstruos, hombres de barro los llaman, escaparon ayer por la noche.

—Más o menos —dijo Dag—. Un gesto de su mano rechazó —o evitó— dar detalles. Hacen bien en viajar con precauciones. Todavía podría haber bandidos por ahí, de eso se tendrá que ocupar la gente de Glassforge. Los hombres de barro que se escaparan de mi patrulla o la de Chato correrán por los bosques, enloquecidos, durante algún tiempo, hasta que mueran. Maté a dos ayer, pero que yo sepa al menos cuatro se escaparon. No les atacarán ahora, pero todavía son peligrosos si se les sorprende o acorrala, como cualquier animal salvaje enfermo. La guarida de la malicia del dañiespectro estaba en las colinas, a menos de ocho millas al este de aquí. Tuvieron suerte de escapar de sus atenciones hasta ahora.

—Vosotros dos parece que no escapasteis de sus atenciones —dijo el hombre robusto, frunciendo el ceño ante sus visibles moratones y arañazos. Se volvió hacia el muchacho—, Oye, Tad, ve a por tu madre —el muchacho asintió seriamente y trotó camino abajo hacia los bosques.

—¿Qué pasó aquí? —preguntó Dag a su vez.

Esto desató una avalancha de narrativa cada vez más enérgica, con los hombres interrumpiéndose entre sí con corroboraciones o discusiones. Unos veinte, o quizá treinta, hombres de barro habían irrumpido desde los bosques hacía cuatro días, aterrorizando y maltratando a los granjeros, y luego llevándoselos a marchas forzadas unas veinte millas al sudeste, hacia las colinas. Los hombres de barro habían mantenido a la gente bajo control por el simple procedimiento de acarrear a los tres niños más jóvenes y amenazar con aplastarles la cabeza contra un árbol si alguien resistía, un detalle que hizo que Fawn contuviera el aliento y que Dag pareciera más inexpresivo que nunca. Llegaron por fin a un rudimentario campamento que ya albergaba a un par de docenas de prisioneros, la mayoría víctimas de los bandidos; algunos llevaban semanas allí. Los hombres de barro, supervisados incómodamente por algunos bandidos humanos, parecían decididos a hacer que sus nuevos esclavos excavaran un misterioso agujero en el suelo.

—No entiendo lo del agujero —dijo el hombre robusto, el hijo mayor del barbagrís y al parecer el jefe de la gente de la granja, cuya familia se llamaba Horseford. El flaco abuelo parecía gruñón y senil, rasgos que parecían previos al ataque de la malicia, pensó Fawn, a juzgar por la manera familiar y amable con que todos trataban sus quejas.

—La malicia, el dañiespectro, estaba probablemente empezando a cavar una mina —dijo Dag, pensativo—. Estaba creciendo rápido.

—Sí, pero el agujero no valía para mina —interpuso el pelirrojo, Sassa. Resultó ser cuñado de la familia, que había ido aquel día a ayudar a acarrear troncos. Parecía menos afectado que el resto, probablemente porque su mujer y su bebé estaban a salvo en Glassforge y se habían ahorrado la horrible aventura—. No tenían suficientes herramientas, para empezar, hasta que los hombres de barro trajeron las que robaron de aquí. Tenían a la gente cavando con las manos y acarreando la tierra en bolsas hechas con sus ropas. Era un desastre.

—Al principio sí, hasta que el dañiespectro cogiera a alguien que supiera hacerlo bien —dijo Dag—. Más tarde, cuando sea seguro, deberían llevar a algunos mineros a ver el sitio. Debe haber algo de valor ahí abajo; la malicia no se hubiera equivocado en eso. En esta zona, imagino que sería hierro o una veta de carbón, quizá con una forja planeada para luego, pero podría ser cualquier cosa.

—Me pregunté si no estarían desenterrando otro dañiespectro —dijo Sassa—. Dicen que se supone que salen del suelo.

Dag enarcó las cejas, y miró al hombre con renovado interés.

—Interesante idea. Cuando dos dañiespectros emergen cerca uno del otro, lo que felizmente no ocurre a menudo, suelen luchar entre sí primero.

—Eso os ahorraría problemas a los Andalagos, ¿no?

—No. Por desgracia. Porque el dañiespectro que gana se hace más fuerte. Es más fácil acabar con ellos de uno en uno.

Fawn intentó imaginar algo más fuerte y aterrador que la criatura a la que se había enfrentado ayer. Cuando estabas al límite del terror que tu cuerpo podía soportar, ¿qué diferencia había si algo era todavía peor? Se preguntó si eso explicaba algo acerca de Dag.

Un movimiento al final del camino atrajo su mirada. Otro caballo de tiro salió de los bosques y trotó pesadamente hasta la granja, con una mujer de mediana edad a la grupa y el desgarbado muchacho detrás. Se detuvieron al otro lado del pozo, la mujer mirando algo fijamente, y luego se unieron a los demás.

El pelirrojo Sassa, quizá más locuaz o más observador que su familia política, estaba terminando el relato del inexplicable tumulto en el campamento el día anterior: la repentina locura y huida de sus captores los hombres de barro, seguida, apenas media hora después, por la llegada desde los bosques al oeste de una patrulla de Andalagos muy alterada. Tras los Andalagos a su vez venía un frenético grupo de amigos y parientes de los cautivos de Glassforge y alrededores. Dejando que los lugareños se cuidaran de los suyos, los patrulleros volvieron a sus preocupaciones de Andalagos, que parecían ser principalmente ir por ahí acabando con todos los hombres de barro que pudieron encontrar, y buscar a su desaparecido Dag, a quien al parecer creían responsable de los extraños acontecimientos.

Dag se frotó la incipiente barba.

—Hum. Imagino que Mari o Chato pensaron que la mina podría ser la guarida. Supongo que siguieron los rastros del escondrijo de los bandidos que atacamos anteanoche. Eso explica dónde estuvieron ayer todo el día. Y gran parte de la noche, por lo que parece.

—Oh, sí —dijo el hombre robusto—. La gente fue llegando a Glassforge toda la noche y también esta mañana, nuestros y vuestros.

La granjera bajó del caballo y se quedó en pie escuchando, recorriendo con la mirada su casa, a Dag, y especialmente a Fawn. Fawn supuso por la charla de los hombres que debía ser la mujer que habían llamado Petti. A juzgar por el gris de su cabello, era de la misma edad que su marido, y tan delgada como él, robusta, dura y fuerte, aunque con aspecto cansado. Ahora se adelantó.

—¿De quién es toda esa sangre en la palangana junto al pozo?

Dag le dedicó una cortés inclinación de cabeza.

—De la señorita S… Bluefield sobre todo, señora. Mis disculpas por usar sus sábanas. Cada vez que paso les echo otro cubo de agua. Intentaré lavarlas mejor antes de irnos.

Irnos, no irme, notó rápidamente una parte de la mente de Fawn, con un estremecimiento de alivio.

—¿Sobre todo? —la granjera ladeó la cabeza y le miró, entrecerrando los ojos—. ¿Cómo fue herida?

—Eso debe decirlo ella, señora.

La cara de la mujer se quedó inmóvil un instante. Miró a Fawn y luego a él, observando el puño de la camisa vacío.

—¿De verdad mataste al dañiespectro que hizo todo esto?

Él dudó brevemente antes de responder, con precisión pero lacónicamente:

—Lo hicimos.

Ella tomó aire y soltó un pequeño bufido.

—No te andes preocupando por mi colada. Vaya una idea.

Se volvió hacia, o contra, sus hombres.

—Venga, ¿qué hacéis todos aquí charlando como tontos? Hay trabajo que hacer antes de que se haga oscuro. Horse, ve a ordeñar a esas pobres vacas, si no se han quedado secas del susto. Sassa, trae leña, si los ladrones dejaron algo en el montón, y si no, corta un poco. Jay, ve apartando y aseando cosas, empieza a arreglar lo que se pueda, y lo que necesite herramientas, ponlo aparte para mañana. Tad, ayuda a tu abuelo con los caballos, y luego ven y ayuda a recoger dentro. ¡En marcha, mientras haya luz!

Se dispersaron a sus órdenes.

Fawn dijo servicialmente, levantándose:

—Los hombres de barro no encontraron su sótano… —y entonces su cabeza pareció vaciarse, latiendo desagradablemente. El mundo no se oscureció, pero a su alrededor bailaron sombras, y apenas fue consciente de un brusco movimiento: una mano fuerte y un brazo truncado cogiéndola y medio guiándola medio acarreándola dentro. Parpadeó para aclararse la vista y se encontró de nuevo en el jergón de plumas, con dos caras cerniéndose sobre ella, la de la granjera preocupada y cauta, y la de Dag preocupada y… ¿cariñosa? El pensamiento la sobresaltó, y parpadeó de nuevo, intentando volver a razonar.

—… acostada, Chispa —estaba diciendo él—. Acostada te iba bien —le apartó un rizo húmedo de sudor de los ojos.

—¿Qué te pasó, niña? —preguntó Petti.

—No soy una niña —murmuró Fawn—. Tengo veinte…

—Los hombres de barro la maltrataron mucho ayer. —La intensa mirada de Dag clavada en ella parecía pedirle permiso para seguir, y ella asintió—. Abortó de un bebé de dos meses. Sangró mucho, pero parece que está parando. Desearía que una de mis patrulleras estuviera aquí. ¿Sabe algo de estas cosas?

—Un poco. Si ha estado sangrando mucho lo mejor es que siga acostada.

—¿Cómo se sabe si… si una mujer va a estar bien, después de esto?

—Si deja de sangrar a los cinco días, es bastante seguro suponer que las cosas se están arreglando dentro, si no hay fiebre. Diez días como mucho. Un bebé de dos meses, bueno, puede pasar. Mucho más de tres meses, entonces ya es más peligroso.

—Cinco días —repitió él, como memorizando el número—. Bien, estamos bien, entonces. ¿Fiebre…? —Negó con la cabeza y se levantó, dando un respingo al frotarse el brazo izquierdo, y siguió la mirada de la granjera por la cocina. Disculpándose con un movimiento de cabeza, quitó el arnés de su brazo de la mesa, lo envolvió, y lo puso a los pies del jergón.

—¿Y qué te maltrató a ti? —preguntó Petti.

—Unas cosas y otras, con los años —respondió él vagamente—. Si mi patrulla no nos encuentra mañana, me gustaría llevar a la señorita Bluefield a Glassforge. Tengo que ir a informar. ¿Hay algún carro?

La granjera asintió.

—Más tarde. Las chicas lo traerán mañana cuando vengan —el resto de mujeres y niños de la familia Horseford estaban en la ciudad con la mujer de Sassa, al parecer, recuperando sus bienes y esperando que sus hombres les dijeran que la granja era segura de nuevo.

—¿Harán otro viaje después?

—Quizá. Depende —se frotó la nuca, mirando a su alrededor como si cien cosas requirieran su atención a gritos y sólo tuviera sitio en su cabeza para diez, lo cual, se imaginó Fawn, era exactamente el caso.

—¿Cómo puedo ayudarla, señora? —preguntó Dag.

Ella le miró como sorprendida por la oferta.

—No lo sé aún. Todo está patas arriba. Sólo… espera aquí.

Salió para examinar su destrozada casa.

Fawn susurró a Dag:

—No va a quedarse tranquila hasta no tener sus cosas de nuevo en orden.

—Lo he sentido —se agachó y recogió el saquito de los cuchillos, a la cabecera del jergón. Sólo entonces se dio cuenta del cuidado que había puesto en no mirarlo en presencia de la granjera—. ¿Puedes esconder esto?

Fawn asintió, se incorporó —despacio— para abrir su hatillo, al pie del jergón. Su otra falda y camisa y ropa interior estaban sobre el vestido bueno que había metido en el equipaje para cuando fuera a buscar trabajo, la apresurada noche en que huyó de casa. Metió el saquito de los cuchillos bien hondo y enrolló de nuevo el hatillo.

Él asintió con aprobación y agradecimiento.

—Es mejor no mencionar el cuchillo a esta gente, me parece. Sería incómodo. Ése más que otros —y, entre dientes—: Ojalá Mari estuviera aquí.

Oyeron las rápidas pisadas de la granjera sobre las tablas de madera en el piso de arriba, y esporádicos gemidos, sobre todo «¡Mis pobres ventanas».

—Me he dado cuenta de que te has dejado muchas cosas en tu historia —dijo Fawn.

—Sí. Y apreciaría que tú también lo hicieras.

—Lo prometí, ¿no? Yo tampoco quiero hablar de ese cuchillo con nadie, desde luego.

—Si hacen demasiadas preguntas, o demasiado indiscretas, les preguntas tú sobre sus problemas. Normalmente eso les distraerá, cuando tienen tanto que contar como ahora.

—¡Ah, así que eso es lo que estabas haciendo fuera! —En retrospectiva, se dio cuenta de cómo Dag le había dado la vuelta a la conversación de modo que se enteraron de muchos de los problemas de los Horseford, pero los Horseford se habían enterado de muy pocas cosas a cambio—. ¿Otro viejo truco de patrullero?

Una comisura de su boca se alzó.

—Más o menos.

La granjera bajó cuando su hijo Tad volvió del granero, y tras pensarlo un momento envió al muchacho y a Dag a que limpiaran escombros y cristales rotos por la casa. Revisó su cocina y bajó a su sótano, del que emergió con algunos tarros para la cena, al parecer mucho más tranquila. Tras disponer los tarros en hilera sobre la mesa —Fawn casi la veía contar estómagos y planear mentalmente la comida—, se volvió y miró a Fawn con el ceño fruncido.

—Tendremos que meterte en una cama de verdad. La habitación de Birdy, me parece, cuando Tad quite los cristales. Aparte de eso no estaba muy mal —y luego, tras una pausa, en voz mucho más baja—. ¿Ese patrullero ha contado la verdad sobre ti?

—Sí, señora —dijo Fawn.

La cara de la mujer se arrugó con suspicacia.

—Porque esos arañazos de su cara no se los hizo un hombre de barro, me parece.

Fawn no reaccionó enseguida, y luego dijo:

—¡Oh! Esos arañazos. Quiero decir, sí, fui yo, pero fue un accidente. Lo confundí con otro bandido, al principio. Todo se aclaró enseguida.

—Los Andalagos son gente rara. Hechiceros negros, dicen.

Fawn se incorporó sobre un codo para decir, acaloradamente:

—Deberían estar agradecidos si lo son. Porque los dañiespectros son aún más negros. Yo vi uno, ayer. Más cerca de lo que la tengo a usted. ¡Cualquier cosa que los patrulleros tengan que hacer para acabar con ellos me parece bien!

Los pensamientos de Petti parecieron oscurecerse.

—¿Fue eso lo que… el dañiespectro… te dañó?

—¿Si me hizo abortar?

—Sí. Porque las chicas no suelen abortar sólo porque las golpeen, o se caigan escalera abajo, o cosas así. Aunque he visto a algunas intentarlo. Simplemente acaban siendo madres magulladas.

—Sí —dijo Fawn secamente, acurrucándose de nuevo—. Fue el dañiespectro. —¿Eran estas preguntas indiscretas? Aún no, decidió. Hasta Dag había ofrecido algunas explicaciones, suficientes para satisfacer sin provocar más preguntas—. Fue muy malo. Peor que los hombres de barro, incluso. Los dañiespectros matan todo lo que tocan, al parecer. Tendrían que ver su guarida, más tarde. Los bosques están muertos en una milla a la redonda. No sé cuánto tardarán en crecer de nuevo.

—Hum —Petti se dedicó a abrir tarros, oliéndolos para ver su estado y rescatando el lacre roto para lavarlo y reutilizarlo después—. Esos hombres de barro ya fueron bastante malos. El día de antes de que nos llevaran a la excavación parece que había una mujer con un niño enfermo, que fue a ellos e insistió en que la dejaran ir para conseguir ayuda. Insistió e insistió, llorando y gimiendo, para que la dejaran. En vez de eso, mataron al niño. Y se lo comieron. Estaba como loca cuando llegamos allí. Todos lo estaban. Hasta los bandidos, que tampoco creo que estuvieran cuerdos del todo, parecían conformes con eso.

Fawn se estremeció.

—Dag dijo que los hombres de barro se comen a la gente. No estaba segura de creerle. Hasta… hasta después —cuadró los hombros—. Los Andalagos dan caza a esas cosas. Van a buscarlas.

—Hum. —La mujer frunció el ceño mientras intentaba preparar la comida según su rutina habitual y se veía entorpecida por falta de utensilios y recipientes. Pero improvisó y siguió adelante, como Fawn había hecho. Al cabo de un rato añadió, desde el otro lado de la estancia—: Dicen que los Andalagos pueden encantar la mente de la gente.

—Escuche una cosa —Fawn volvió a incorporarse sobre el codo, con fiereza—. Yo digo que ese Andalagos me salvó ayer la vida. Al menos dos veces. No, tres veces, porque me hubiera desangrado en los bosques intentando huir si él hubiera muerto en la pelea. ¡Luchó contra cinco de los hombres de barro! Me cuidó toda la noche pasada cuando no podía moverme del dolor, y se llevó mis coágulos de sangre sin quejarse ni una vez, y limpió su cocina y reparó su cerca y enterró a sus perros como es debido en el bosque a la sombra y no tenía que hacer nada de todo eso —y el recuerdo de los lirios de agua le rompe el corazón—. He visto a ese hombre hacer más bien con una sola mano en un día que a cualquier otro con dos manos en una semana. O nunca. ¡Si ha encantado mi mente, desde luego lo ha hecho de la manera más difícil!

La granjera había alzado ambas manos para defenderse de esta acalorada defensa, medio riéndose.

—¡Basta, basta, me rindo, niña!

—¡Ja! —Fawn se dejó caer de nuevo—. De modo que no quiero oír más de esos dicen que.

—Hum. —La sonrisa de Petti desapareció, pero no compartió con Fawn lo que ahora ensombrecía sus pensamientos.

Fawn se quedó tendida en silencio en su jergón hasta que el ocaso llevó a los hombres dentro. Entonces hicieron que Tad se llevara el jergón de plumas, y usaron el espacio para montar una mesa sobre caballetes. Pusieron bancos improvisados —tablones sobre tocones de árbol— para sustituir a las sillas. Petti le dijo a Dag que pensaba que Fawn estaría bien sentada para cenar con la familia. Ya que la alternativa parecía ser Petti llevándole la cena a algún solitario rincón de la casa, Fawn accedió con decisión.

La comida fue abundante, aunque sencilla e improvisada, devorada a la tenue luz de las velas y del fuego al final del largo día de verano. Todo el mundo se iría a la cama inmediatamente después, no sólo ella, pensó Fawn. Hacía calor en la sala, y al principio la conversación fue escasa y práctica. Todos estaban agotados, con las mentes llenas de los recientes problemas en sus vidas. Ya que todo el mundo estaba comiendo sobre todo con las manos, la leve torpeza de Dag no se notaba, como observó Fawn con satisfacción. Nadie pensaría que la falta de su mano le molestaba en lo más mínimo, a menos que te dieras cuenta de que nunca alzaba su muñeca izquierda sobre el borde de la mesa. Habló sólo para animar a Fawn, sentada junto a él, a que comiera, aunque fue bastante firme al respecto.

—Has sido muy amable al ayudar a recoger todo el cristal roto —dijo la granjera a Dag.

—No es molestia, señora. Ahora podrán dormir todos tranquilos, al menos.

—Te ayudaré a conseguir ventanas nuevas, Petti, en cuanto las cosas se calmen un poco —ofreció Sassa.

Ella dedicó una mirada de agradecimiento a su cuñado.

—Gracias, Sassa.

El abuelo Horseford rezongó:

—En mis tiempos nos bastaba con tela aceitada extendida en los marcos —a lo cual su canoso hijo se limitó a responder:

—Toma un poco más de pan ácimo, Pa. —La tierra podría ser aún del viejo, al menos de nombre, pero estaba claro que la casa era de Petti.

Inevitablemente, supuso Fawn, la conversación derivó al análisis de los desastres de los últimos días. Dag, que a los ojos de Fawn parecía cansado, lo cual no era raro, no fue muy locuaz; vio cómo usaba con éxito cuatro veces seguidas su táctica de contestar a una pregunta con otra. Hasta que Sassa le comentó, suspirando:

—Una pena que tu patrulla no llegara un día antes. Podrían haber salvado a ese pobre niño al que se comieron.

Dag no se estremeció exactamente. Fue un leve descenso de sus párpados, una ligera inclinación neutral de la cabeza. Un cambio en su cara, de cansada a inexpresiva. Y silencio.

Fawn se enderezó, ofendida por él.

—Cuidado con lo que deseas. Si la patrulla de Dag hubiera llegado antes de que yo… nosotros… antes de que el dañiespectro muriera y los hombres de barro huyeran, hubiera habido una lucha tremenda. Hubiera muerto mucha gente, incluyendo al niño.

Sassa, frunciendo el ceño, se volvió hacia ella:

—Sí, pero… ¿devorado? ¿No te afecta aún más? A mí sí.

—Es lo que hacen los hombres de barro —murmuró Dag.

Sassa le miró, desconcertado.

—¿Es que estás acostumbrado?

Dag se encogió de hombros.

—Pero era su hijo.

—Todo el mundo es hijo de alguien.

Petti, que había estado mirando su plato con aire de cansancio, alzó la mirada ante esto.

En tono de jovial especulación, Jay dijo:

—Si hubieran llegado cinco días antes, no nos hubieran atacado a nosotros. Y nuestras vacas y ovejas y perros aún estarían vivos. Ya que deseas algo, desea eso, ¿por qué no?

Con una mueca que no consiguió pasar por una sonrisa, Dag se levantó de la mesa. Dedicó a Petti una inclinación de cabeza.

—Discúlpeme, señora.

Cerró suavemente la puerta de la cocina tras él. Las pisadas de sus botas sonaron en el porche, luego desaparecieron en la noche.

—¿Qué le ha picado? —preguntó Jay.

Petti tomó aliento.

—Jay, hay días que creo que tu madre debió dejarte caer de cabeza cuando eras un bebé, de verdad.

Él parpadeó, confundido ante su mueca de enfado, y dijo, más como protesta que como pregunta:

—¿Qué?

Por primera vez en horas, Fawn se encontró de nuevo helada, helada y temblando. Su decaimiento no escapó a la atención de la observadora Petti.

—Vamos, niña, deberías estar en la cama. Horse, ayúdala.

Horse, menos mal, era mucho más tranquilo que sus parientes jóvenes; o quizá su mujer le había hablado sobre sus extraños huéspedes en privado. Guió a Fawn a través de la casa en penumbra. La falta de luz esta vez no se debía a que se estuviera mareando, aunque le latía la cabeza otra vez. Petti los siguió con una vela dentro de una taza a guisa de candelero improvisado.

La planta baja de uno de los añadidos consistía en dos pequeñas habitaciones frente a frente. Horse guió a Fawn al interior de una de ellas, donde su jergón de plumas había sido extendido sobre un armazón de madera. El roto somier de cuerdas entrelazadas había sido reanudado recientemente, quizá por Dag y Tad. A través de las pequeñas ventanas sin cristales se colaba la húmeda brisa nocturna veraniega. Fawn decidió que éste debía ser el dormitorio de alguna de las hijas; las chicas llegarían a casa probablemente mañana, con el carro.

En cuanto el traslado se completó con éxito, Petti echó a Horse. Torpemente, Fawn se cambió los vendajes, medio escondiéndose bajo una manta ligera que apenas necesitaba. Petti no comentó nada, aparte de un «dámelos» y un «toma». Un día atrás, reflexionó Fawn, hubiera dado cualquier cosa por cambiar a su extraño ayudante varón por una mujer desconocida. Ahora, el deseo se veía extrañamente invertido.

—Horse y yo dormimos en el cuarto de enfrente —dijo Petti—. Puedes llamar si necesitas cualquier cosa esta noche.

—Gracias —dijo Fawn, intentando sentirse agradecida.

Supuso que no la entenderían si pedía de nuevo el suelo de la cocina. El suelo y a Dag. ¿Dónde intentarían enviar a Dag a dormir estos descorteses granjeros? ¿En el granero? La idea la puso de mal humor.

Pisadas largas e inconfundibles sonaron en el pasillo, seguidas por un par de golpes en la puerta.

—Adelante, Dag —dijo Fawn, antes de que Petti pudiera decir nada.

Él entró. Llevaba una pila de ropa seca en el brazo izquierdo, la colada que Fawn había visto colgada de la cerca del prado antes, el vestido azul de Fawn y sus bragas de lino; debajo tenía sus pantalones y ropa interior, tan espectacularmente ensangrentados ayer. Llevaba su hatillo bajo el brazo.

Puso el hatillo en una esquina limpia del cuarto, con sus ropas limpias encima.

—Aquí tienes, Chispa.

—Gracias, Dag —dijo sencillamente.

La sonrisa de él aleteó en su cara como la luz sobre el agua; desapareció en un instante. ¿Nadie daba nunca las gracias a los patrulleros? Empezaba a preguntárselo seriamente.

Dedicando un cauto gesto de cabeza a Petti, Dag se acercó a la cama y le puso la palma de la mano sobre la frente.

—Caliente —comentó. Sustituyó la palma por el interior de la muñeca. Fawn intentó sentir su pulso a través de sus pieles, como antes había escuchado su corazón, sin éxito—. Pero no febril —añadió él para sí.

Retrocedió un poco, apretando los labios. Fawn recordó esos labios respirando sobre su pelo la noche anterior, y de súbito sólo deseó que le dieran y darles un beso de buenas noches. ¿Era tan malo? De algún modo, la presencia ceñuda de Petti decía que sí.

—¿Qué has visto fuera? —preguntó.

—A mi patrulla no —suspiró él—. Al menos no en una milla a la redonda.

—¿Crees que todavía estarán buscando al otro lado de Glassforge?

—Puede ser. Parece que va a llover; una tormenta de verano hacia el oeste. Si yo me hubiera quedado atascado en una zanja, no lo sentiría, pero odio pensar que vayan corriendo en la oscuridad por los bosques húmedos, temiendo por mí, cuando yo estoy a salvo y cómodo bajo techo. Luego me lo harán pagar, supongo.

—Ay, madre.

—No te preocupes, Chispa; otro día será al contrario. Y entonces será mi turno de mostrar, ah, mi sentido del humor —sus ojos brillaron de un modo que le dio ganas de echarse a reír.

—¿De verdad iremos mañana a Glassforge?

—Ya veremos. Según cómo estés por la mañana.

—Ya estoy mucho mejor. Ahora sólo sangro como en una regla normal.

—¿Quieres la piedra caliente otra vez?

—No, ya no la necesito, de verdad.

—Bueno. Entonces que duermas bien.

Ella sonrió tímidamente.

—Lo intentaré.

Su mano empezó a moverse hacia ella, pero luego cayó de nuevo a su costado.

—Buenas noches.

—Buenas noches, Dag. Que duermas bien también.

Le dedicó un último saludo con la cabeza, y salió; la granjera se llevó la vela consigo, cerrando la puerta con firmeza tras de sí. Un lejano relámpago de la tormenta de verano que Dag había mencionado se vio a través de la ventana, demasiado lejos para oír siquiera el trueno, pero aparte de eso todo era oscuridad y silencio. Fawn dio la vuelta y trató de obedecer la orden de Dag.

—Espera —murmuró la granjera, y ya que ella llevaba la única vela, fundiéndose en un charquito en la taza de barro, Dag esperó. Ella le adelantó y le guió hasta la cocina. Otra vela, y las últimas brasas de la chimenea, dejaban ver la mesa de caballetes y los bancos apartados contra las paredes, y los platos y recipientes de la cena apilados junto al fregadero para que se secaran, junto a un cubo de agua fresca.

La granjera miró a su alrededor en las sombras y suspiró.

—Me ocuparé del resto por la mañana, supongo —pero se contradijo al ponerse a cubrir las escasas sobras de la comida, incluyendo una pila de pan ácimo que aparentemente había cocido pensando en el desayuno.

—¿Dónde le parece que duerma, señora? —preguntó Dag cortésmente. No con Fawn, obviamente. Intentó no recordar el aroma de su pelo, como el verano en su boca, o la calidez de su joven cuerpo respirando bajo su brazo.

—Puedes usar uno de los jergones que remendó la pequeña; ponlo donde quieras.

—En el porche, quizá. Puedo vigilar por si viene mi gente, si es que vienen desde los bosques durante la noche, y no despertar a nadie en la casa. Si llueve puedo entrarlo a la cocina.

—Está bien —dijo la granjera.

Dag miró por la ventana a la oscuridad, extendiendo su sentido esencial. Los animales, desperdigados por el prado, estaban tranquilos, algunos pastando, otros medio dormidos.

—La yegua no es mía en realidad. La encontramos en la guarida del dañiespectro y la usamos para salir de allí. ¿Sabe a quién puede pertenecer?

Petti negó con la cabeza.

—No es nuestra, en todo caso.

—Si la monto hasta Glassforge, estaría bien que no me detuvieran por robar caballos antes de haber podido explicarme.

—Pensé que vosotros los patrulleros cobrabais por matar dañiespectros. Podrías pedirla como pago.

Dag se encogió de hombros.

—Ya tengo un caballo. Al menos, eso espero. Si nadie viene a reclamar éste, desearía que se lo pudiera quedar la señorita Bluefield. Tiene buen carácter y paso fácil. Lo cual es parte de lo que me hace pensar que no era un caballo de los bandidos, o al menos no durante mucho tiempo.

Petti hizo una pausa, mirando su reserva de comida.

—Una muchacha agradable, esa señorita Bluefield.

—Sí.

—Uno se pregunta cómo se metió en este lío.

—No me corresponde a mí contarlo, señora.

—Sí, me he dado cuenta de que haces eso.

¿El qué? ¿Que no contaba historias?

—Los jóvenes sufren accidentes —siguió ella—. Veinte años, ¿eh?

—Eso dice ella.

no tienes veinte años —fue a arrodillarse junto al fuego, atizando las brasas para la noche.

—No. No desde hace mucho tiempo.

—Podrías coger la yegua y reunirte con tu patrulla esta noche, si tan preocupado estás por ellos. La muchacha estará bien aquí. La acogeré hasta que esté curada.

Ayer ése había sido exactamente su plan. Parecía mucho tiempo atrás.

—Es muy amable al ofrecerlo. Pero prometí que la llevaría sana y salva a Glassforge, que es adonde iba. También quiero que Mari le eche un vistazo. La jefa de mi patrulla; ella podrá decir si Fawn se está curando bien.

—Sí, imaginé que dirías algo así. No estoy ciega —suspiró, se levantó, se volvió a mirarle cruzando los brazos—. ¿Y luego qué?

—¿Perdón?

—¿Tienes idea de lo que le estás haciendo? ¿Ahí parado, con esos pómulos bien en el aire? No, imagino que no.

Dag pasó de sentirse cauto a confuso. Ya había notado que la granjera era astuta y observadora; pero no entendía la ansiedad que se entreveía en ella en este asunto.

—Sólo quiero su bien.

—Claro que sí —ella frunció fieramente el ceño—. Tuve un primo, una vez.

Dag inclinó la cabeza levemente, animándola a seguir, dividido entre la curiosidad y la nada mágica premonición de que fuera a donde fuese con ese cuento, él no quería seguirla.

—Un buen muchacho, muy agradable; guapo, también —continuó Petti—. Consiguió trabajo de mozo de establo en el hotel ese de Glassforge donde siempre se quedan vuestras patrullas, cuando pasan por aquí. Había una patrullera, joven, llegó con su patrulla. Muy bonita, muy alta. Muy amable. Muy amable con él, pensó.

—Los jefes de patrulla tratan de evitar que pasen estas cosas.

—Sí, eso tengo entendido. Lástima que no pudieran. No le costó mucho enamorarse perdidamente de la chica. Se pasó todo el año siguiente esperando que su patrulla volviera. Lo cual hicieron. Y ella fue amable de nuevo con él.

Dag esperó. Incómodo.

—Al tercer año la patrulla volvió, pero ella no. Parece que sólo estaba de visita, y que había vuelto con los suyos, muy al oeste de aquí.

—Es normal, para entrenar a patrulleros jóvenes. Los enviamos a otros campamentos durante una estación o dos, o más. Aprenden otras costumbres, hacen amistades; si tenemos que combinar fuerzas a toda prisa, siempre es más fácil si hay patrulleros que saben las rutas y territorios de otros. A los que se entrenan para ser jefes los enviamos a los siete territorios. De ésos se dice que han rodeado el lago.

Ella le miró.

—¿Y tú has rodeado el lago?

—Dos veces —admitió él.

—Hum —movió la cabeza, y continuó—: Se le ocurrió ir tras ella, presentarse voluntario para unirse a los Andalagos.

—Ah —dijo Dag—. Eso no funcionaría. No es asunto de orgullo o de mala voluntad, entiéndalo; simplemente tenemos métodos y habilidades que no se pueden compartir.

—Quieres decir que no se trata sólo de orgullo o mala voluntad, me parece —dijo la mujer, con voz seca.

Dag se encogió de hombros. No es mi historia. Déjalo, viejo patrullero.

—Acabó por encontrarla. Como dices, los Andalagos no lo quisieron. Volvió a los seis meses, con la cola entre las piernas. Derrotado y melancólico. No miraba más a las otras chicas. Bebía. Era como si, al no poder enamorarse de ella, se hubiera enamorado de la muerte.

—No hay que ser un granjero para eso. Señora —dijo Dag fríamente.

Ella le lanzó una mirada dura.

—Sea como sea. Después de eso nunca se asentó. Al final se puso a trabajar con los barqueros, abajo en el Grace River. Tras un par de estaciones oímos que se había caído de la barca y se había ahogado. No creo que fuera adrede; decían que había ido a hacer pis por la borda, estando borracho. Descuidado, pero es un tipo de descuido que no le pasa a otros.

Quizá ése era el problema con sus propios planes, pensó Dag. Nunca había sido lo bastante descuidado. Si hubiera tenido veinte años en vez de treinta y cinco cuando la oscuridad se lo tragó, todo podría haber acabado de otro modo…

—Nunca supimos más de aquella patrullera. Supongo que para ella él fue sólo un capricho pasajero. Pero ella fue el fin del mundo para él.

Dag se mantuvo en silencio.

Ella tragó aire, y siguió:

—De modo que si crees que es divertido hacer que la chica se enamore de ti, te digo que luego ya no te parecerá tan gracioso. No sé qué ganarás tú, pero para ella no habrá futuro. Tu gente se encargará de eso, si la de ella no lo hace. Tú y yo lo sabemos… pero ella no.

—Señora, se está imaginando cosas —cosas muy plausibles, quizá, dado que no podía saber del asunto del cuchillo de vínculo que unía tan estrechamente a Dag y a Fawn, al menos por el momento. Y no iba a intentar explicar lo del cuchillo a esta mujer exhausta y nerviosa.

—Sé lo que veo, muchas gracias. Y tampoco es la primera vez.

—¡Hace apenas un día que conozco a la muchacha!

—¿Ah, sí? ¿Y qué pasará dentro de una semana, eh? Los bosques se incendiarán, supongo —soltó un bufido de burla—. Todo lo que sé es que, a la larga, cuando la gente entrelaza corazones con vuestra gente, acaba muerta. O deseando estarlo.

Dag destrabó la mandíbula, y le dedicó un seco asentimiento.

—Señora… a la larga, toda la gente acaba muerta. O deseando estarlo.

Ella sacudió la cabeza, torciendo los labios.

—Buenas noches. —Se tocó la sien con la mano y fue a sacar el jergón de la habitación contigua al porche.

Si Chispita era capaz de viajar por la mañana, decidió que saldrían de este lugar tan pronto como fuera posible.

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