Capítulo 15

Durante un sofocante momento, mientras todo el mundo en torno a la mesa aún estaba tomando aire, Fawn dijo rápidamente:

—Me gustaría mucho, Dag. Quisiera y lo haré y lo deseo, también. Sí. Muchas gracias. —Entonces respiró.

Y entonces se desató la tormenta, por supuesto.

A medida que la discusión elevaba el tono, Fawn pensó que Dag debía haber abordado a su familia de uno en uno en vez de todos a la vez como ahora. Pero entonces se dio cuenta de que ni Mamá ni Tía Nattie contribuían a la lluvia de objeciones, y en verdad, cuando Papá se volvió hacia Mamá en busca de apoyo recibió una mirada solemne y silenciosa que pareció ponerlo nervioso. Tía Nattie no dijo nada en absoluto, pero sonreía secamente. De modo que quizá Dag había estado haciendo algo más que pensar, durante el día.

Fletch, quizá imitando el previo y exitoso intento de Papá de avergonzar a Dag acerca de su edad, dijo:

—Los robacunas no están bien vistos por aquí, Andalagos.

Whit, con tono de falsa reflexión pero con los ojos brillantes con la emoción de la batalla, intervino:

—¡De hecho, no estoy seguro de si él está robando cunas, o ella está robando tumbas!

Lo que hizo que Dag se estremeciera, pero también ofreció un burlón saludo con la cabeza y un bajo murmullo, «Ésa es buena, Whit».

También puso a Fawn tan furiosa que amenazó con ponerle a Whit el pastel en la cabeza en vez de en el plato, o mejor aún la cabeza en el plato en vez del pastel, lo que atrajo a Mamá a la disputa para reñir a Fawn, de modo que Whit ganó dos veces, y sonrió de tal modo que Fawn creyó que iba a explotar. Odiaba lo fácilmente que todos ellos podían hacer que se sintiera y actuara como si tuviera doce años, para acto seguido tratarla así y sentir que tenían razón al hacerlo; si seguían haciéndolo mucho más tiempo, ella temió que consiguieran revertirla a los dos años y hacerla caer al suelo gritando presa de una rabieta. Lo cual no haría nada por su causa. Contuvo el aliento y se sentó de nuevo, echando humo.

—He oído que los hombres Andalagos no tienen tierras, y no trabajan salvo para cazar —dijo Fletch, volviendo decidido al ataque—. Si quieres la parte de Fawn, déjame decirte que no tendrá tierras.

—¿Crees que podría llevarme tierras de granja en las alforjas, Fletch? —dijo Dag con calma.

—Quizá podrías llevarte un par de gallinas —dijo Whit servicialmente.

Dag arrugó los ojos al sonreír.

—Sería un poco ruidoso, ¿no crees? Mocasín se enfadaría mucho. E imagina el desastre de los huevos rompiéndose entre mi equipo.

Lo que hizo que Whit soltara una risita involuntaria a su vez. Fawn decidió que a Whit no le importaba de qué lado ponerse en una discusión, siempre que pudiera remover el caldo y mantenerlo hirviendo. Y se vanagloriaba cuando la gente se reía de sus bromas. Dag ya lo tenía medio en el saco.

—Entonces, ¿qué es lo que quieres, eh? —preguntó Reed agresivamente, frunciendo el ceño.

Dag se reclinó en su asiento, con expresión seria; y de algún modo, Fawn no supo cómo, obtuvo la atención de todos los comensales. Fue como si de pronto se hiciera más alto simplemente quedándose allí sentado.

—Fletch ha expresado algunas preocupaciones muy reales —dijo Dag, con un aprobador gesto de cabeza hacia el hermano mayor de Fawn que hizo que éste se esponjara a su pesar—. Tal como lo entiendo, si Fawn se casara con un muchacho de aquí, se le deberían ropas, algunos muebles, animales, semillas, herramientas, y mano de obra para ayudar a establecer su nueva casa. Excepto por darle a la novia su equipo personal, ni las costumbres ni las expectativas de los Andalagos exigen que yo obtenga nada de esto. Ni tampoco podría usarlo. Pero igualmente, no me gustaría verla privada de sus derechos ni de la parte que le corresponde. Tengo un plan alternativo para este dilema.

Papá y Mamá estaban escuchando con seriedad, como si los tres estuvieran repentinamente hablando el mismo idioma.

—¿Y qué plan sería ese, patrullero? —dijo Papá, que ahora fruncía el ceño pensando, antes que oponiéndose, y que no estaba ni la mitad de congestionado que antes.

Dag inclinó la cabeza como en señal de agradecimiento, enfatizando de paso su permiso para hablar sin interrupciones de los jóvenes.

—Me comprometo por supuesto a cuidar y proteger a Fawn durante toda mi vida. Pero es un hecho patente que no llevo una vida muy segura. —El leve golpe de su muñequera sobre el borde de la mesa no fue ningún accidente, pensó Fawn—. Por ahora, quisiera que ella dejara aquí su porción matrimonial, intacta, pero definida; escrita claramente en el libro de la familia y en los registros del secretario, con testigos como corresponde. Ningún hombre conoce la hora de su vine… de su final. Pero si alguna vez Fawn tiene que volver aquí, quisiera que fuera como una viuda real, no como una del heno —inclinó la cabeza hacia Fawn lo justo para que ella viera su leve guiño, y se sintió tan aliviada por el guiño como atemorizada por las palabras, de modo que su corazón se puso a dar volteretas sin control—. Ella, y sus hijos, si hay alguno, tendrán entonces algo para ayudarles, independientemente de mi suerte.

Mamá, con la cara contraída por la concentración, asintió meditativamente.

—Esperando que ese día tarde en llegar o no llegue nunca, me gustaría que esto también fuera atestiguado por Fletch y Clover. No puedo evitar pensar que Clover se alegrará de retrasar todo lo posible el pago de esa porción, con todo el trabajo que tendrá empezando aquí.

Fletch, que había abierto la boca, la cerró de golpe, cuando se dio cuenta finalmente de que no sólo no tendría que desprenderse de ningún recurso familiar de inmediato, sino también de que Fawn no estaría en casa cuando él trajera a su nueva esposa. Y por el leve destello en sus ojos, Fawn se dio cuenta de que Dag tenía a Fletch precisamente donde quería, y lo sabía.

Cayó un bienaventurado silencio mientras todos se terminaban el pastel. Fawn colocó de nuevo el garfio de Dag antes de que Whit se limpiara la boca, y dijera con fraternal incomprensión:

—¿Pero por qué te quieres casar precisamente con Fawn?

El tono de su voz bastó para arrojar a Fawn a un pozo de indeseados recuerdos de burlas juveniles. Como si fuera la candidata menos probable para el cortejo de todo West Blue y en cien millas a la redonda, como si fuera un cruce entre la tonta del pueblo y un monstruo deforme. ¿Cómo era esa estúpida frase que conseguía, repetidamente, hacerla enfadar? ¡Hey, renacuaja! ¿Has bebido zumo de fea esta mañana? Y cómo esas palabras le habían llevado a sentirse así.

—¿Necesito decirlo? —preguntó Dag con calma.

—¡Sí! —dijo Fletch, con esa voz severa de soy-muy-paternal, que hizo a Fawn querer patearle más de lo que quería patear a Whit, y que hizo que hasta Papá enarcara una ceja y le mirara perplejo.

—Sí, viejo —dijo Rush con una mueca. De entre todos en la mesa salvo Nattie, los gemelos eran los que habían dicho menos, pero nada de ello favorable—. ¡Danos tres buenas razones!

Dag bajó brevemente los párpados en asentimiento tranquilo pero extrañamente amenazador; pero su mirada de reojo a Fawn fue como una caricia tras una azotaina.

—¿Sólo eso? Muy bien. —Mantuvo su atención mientras aparentaba pensar, despejando deliberadamente un silencio en el que poder hablar—. Por el valor de su corazón, que vi enfrentarse al mayor de los horrores que conozco sin romperse. Por la aguda y ávida inteligencia de su mente, que nunca deja de hacer preguntas, ni de pensar en las respuestas. Por la chispa de su espíritu, que podría enseñar a arder a las hogueras. Eso hacen tres. Suficiente para seguir adelante.

Se levantó de la mesa, con su garfio tocando brevemente el hombro de Fawn.

—Tengo todo esto junto a mí, ¿y en vez de eso me preguntáis si quiero polvo? No entiendo a los granjeros. —Se disculpó con un amable saludo de cabeza en derredor, y un murmurado «Buenas noches, Tía Nattie», y salió.

Fawn no estaba segura de si estaba más emocionada por sus palabras o por su oportunidad. Ciertamente había averiguado el modo de tener la última palabra ante un puñado de Bluefields: lánzala al blanco y corre.

Y cualquier comentario, burla o insulto que hubiera podido alzarse tras él quedó reducido a un silencio avergonzado cuando oyeron a Mamá llorando silenciosamente con el delantal apretado contra la cara.

El debate no terminó allí, por supuesto. Se disgregó en trozos más pequeños mientras abordaban a la familia uno a uno o en parejas, aunque Fawn dio puntos por eficacia a Dag esa primera noche. Los gemelos la acorralaron la tarde siguiente en el granero viejo, donde había ido para dar algunas golosinas y un buen cepillado a Grace y Mocasín.

Rush se apoyó en la partición del establo y habló con tono de disgusto.

—Fawn, ese tipo es demasiado viejo para ti. Es más viejo que Papá, y Papá es más viejo que las piedras. Y está todo machacado. Si estuvieras casada apuesto a que tendrías que ver el muñón ese que esconde. O tocarlo, puaj.

—Lo he visto —dijo ella brevemente, levantando una nube de pelos bayos con el cepillo—. Le ayudo con el arnés del brazo, ahora que tiene roto el otro. —Y muchos más tipos de ayuda que no se sentía inclinada a compartir con los gemelos—. Tendrías que ver sus pobres pies si quieres ver algo machacado de verdad.

Reed se sentó en un barril de avena al otro lado del pasillo, con los brazos en torno a las rodillas levantadas, meciéndose incómodo.

—Es un Andalagos —dijo agudamente—. ¡Es maligno!

Esto hizo que Fawn detuviera de golpe su irritado y vigoroso cepillado; Grace movió las orejas en señal de protesta. Fawn se volvió a mirar a Reed.

—No, no lo es. ¿De qué estás hablando?

—Dicen que los Andalagos se comen a sus muertos para hacer sus hechizos. ¿Qué pasará si te hace comer cadáveres? ¿O peor? ¿Para qué te quiere, en realidad?

—Para ser su esposa, Reed —dijo Fawn con sombría paciencia—. ¿Tan difícil es de creer?

Reed bajó la voz.

—¿Y si es para hacer magia?

Eso ya lo hace no sería, probablemente, la mejor respuesta.

—¿Qué pasa, temes que me conviertan en un sacrificio humano? Qué amable al preocuparte, Reed. Creo.

Reed se enderezó indignado.

—No te rías. Es verdad. Vi una vez a una Andalagos que había parado a comer en la taberna de West Blue. Sunny Sawman me desafió a que mirara en sus alforjas. Llevaba huesos dentro, ¡huesos humanos!

—Dime, ¿llevaba el pelo recogido en un moño en la nuca?

Reed la miró.

—¿Cómo lo sabes?

—Tienes suerte de que no te descubriera.

—Lo hizo. Me cogió y me sacudió y me dijo que si alguna vez tocaba algo de un Andalagos quedaría maldito. Puso una cara… ¡Dijo que me atraparía y me comería!

Fawn frunció el ceño.

—¿Qué edad has dicho que tenías?

—Diez.

—¡Reed, por el amor del cielo! —dijo Fawn, totalmente exasperada—. ¿Qué le dirías a un chico rebuscando en tus bolsas para que se asuste y no lo vuelva a hacer más? Tuviste suerte de no haber dado con Mari, la tía de Dag; seguro que se le hubiera ocurrido alguna historia que te hubiera hecho mearte en los pantalones durante una semana. —Se alegró de pronto de que el cuchillo de vínculo estuviera guardado con sus cosas, y se preguntó si tendría que avisar a Dag para que vigilara sus alforjas.

Reed pareció un poco sorprendido, como si esto nunca se le hubiera ocurrido, pero siguió de todos modos:

—Fawn, esos huesos eran de verdad. Eran frescos.

Fawn no lo dudaba. Pero no tenía ningún deseo de lanzarse por una pendiente resbaladiza de explicaciones con los gemelos, que sólo le preguntarían cómo lo sabía y la acosarían interminablemente cuando sus respuestas no coincidieran con sus preconcepciones. Terminó de cepillar los flancos de Grace y se dedicó a las crines.

Rush todavía estaba atascado en la diferencia de edad.

—Es asqueroso pensar en un tipo como ese toqueteándote. ¿Qué pasa si te deja embarazada?

Era todavía demasiado pronto para eso, pero no era una perspectiva que la llenara precisamente de horror. Quizá sus futuros hijos, si los tenía, no serían tan bajitos; era un pensamiento reconfortante. Sonrió suavemente para sí mientras Grace le ponía el sedoso morro en la palma y resoplaba.

Rush continuó:

—Ha dicho prácticamente que su plan era quedarse contigo hasta que estuvieras preñada y luego enviarte de vuelta con nosotros a gorronear.

—¡Sólo si muere, Rush!

—Sí, bueno, no podrá tardar mucho.

—Y además, ¿a ti qué te importa eso? Te vas a ir al oeste con Reed a roturar tierra. Ni siquiera estarás aquí —salió del establo y cerró el pestillo.

—Pues con Fletch y Clover.

—Los dos sois tan, tan, tan —buscó una palabra que bastara— rematadamente estúpidos.

—¿Ah, sí? —replicó Rush—. Dijo que quería casarse contigo porque eres lista, y hay que ser muy tonto para creerse eso. Sabes que sólo es para poder ponerte las manos en tu joven… cuerpo.

—Mano —corrigió ella fríamente.

Y cuánto echaba de menos sus caricias en su joven… todo. No veía la hora de escapar de West Blue, con o sin boda.

Rush imitó una vomitona, con ruidos muy realistas. Fawn descartó de mala gana atravesarlo con la horca, pero quizá podría al menos darle con ella en la cabeza…

—¿Y cómo crees que nos sentiremos —añadió él— con nuestros amigos, con ese tipo metido en la familia?

—Teniendo en cuenta a tus amigos, no puedo decir que me conmuevas mucho.

—¡Yo no veo que hayas tenido en cuenta a nadie aparte de a ti misma, últimamente!

Reed dijo, con más urgencia y un peculiar tono atemorizado en la voz:

—Ya veo lo que es. Ya te ha hechizado de algún modo, ¿verdad?

—No quiero oír deciros una sola palabra más.

—¿O qué? —dijo Rush—. ¿O no nos volverás a hablar nunca?

—Me lo estoy pensando —gruñó Fawn, y se fue a zancadas del granero.

No todos los encuentros fueron tan irritantes. Fawn encontró una inesperada aliada en Clover, con quien no se había llevado bien hasta entonces, y Clover puso a Fletch en cintura. Las dos chicas se llevaban muy bien, ambas sintiendo que podían ser las mejores amigas del mundo y que se habían equivocado en sus juicios previos; Fletch parecía un poco mareado. Dag usó descaradamente la revelación de su edad para ponerse por encima de todo, y se dedicaba sobre todo a hablar en privado con Mamá y Papá o Nattie. Whit seguía lanzando pullas sin importar a quién, consiguiendo que todos se enfadaran con él menos Dag, que seguía mostrándose paciente y decidido.

—Me las he visto con patrullas desintegrándose, hasta el punto de haber peleas a cuchillo —aseguró a Fawn en un momento especialmente duro—. Aquí nadie ha intentado apuñalar a nadie aún.

—Ha faltado poco —gruñó Fawn.

Durante la cena, la segunda noche tras la proposición de matrimonio de Dag, los padres de Fawn prohibieron hablar del asunto en la mesa, para alivio de Dag. Lo cual hizo que la cena fuera desacostumbradamente tranquila. Dag pensó que su plan de sacar elegantemente a Fawn de las garras de su familia no iba tan bien como había esperado. Le llevara dos días, o veinte, o doscientos, estaba decidido a perseverar, pero estaba claro que Fawn estaba a punto de fundirse en el crisol de su familia, y su tensión se le contagiaba, porque no podía evitar estar abierto a su esencia.

Este viaje ya les había llevado demasiado tiempo. Si se retrasaban mucho más en West Blue, se arriesgaba a que la patrulla de Mari llegara antes que ellos a Hickory Lake, y entonces se alarmarían y pensarían que había desaparecido de nuevo. Y esta vez no llegaría con otra malicia muerta en el saco a guisa de disculpa.

Los Bluefields se iban poniendo de su lado, poco a poco. Fletch y Clover eran abiertamente amables, Nattie discretamente amable, y Tril era sobre todo discreta. A Whit le daba igual, y Papá Bluefield seguía indeciso.

Sorrel y Tril Bluefield recordaban a Dag un poco a jefes de patrulla, con las cabezas llenas de demasiados deberes y detalles, de las necesidades y deseos contradictorios de demasiada gente. Había una buena oportunidad de que un dilema irresoluble desapareciera; pensó que se desmoronarían por no poder permitirse dedicar todo su tiempo y energía a un solo problema cuando había tantos otros que reclamaban su atención. Dag se sentía casi cruelmente implacable, pero se obligó a continuar con los halagos y a seguir presionando sutilmente. Fawn se ocupó de presionar sin sutileza alguna.

Reed y Rush siguieron siendo un foco de tozuda resistencia. Dag no sabía muy bien por qué, ya que ninguno de los dos quería hablar con él, a pesar de varios intentos amistosos por su parte. Por separado, pensó que podía haber conseguido algo, pero juntos formaban una piña desaprobadora. Cuando se dirigió a Fawn en busca de ayuda para entender sus objeciones, ella guardó silencio. Pero sus comentarios más incendiarios al menos sirvieron para que su padre se inclinara más hacia la reconciliación de lo que él hubiera conseguido por sí mismo, aunque sólo fuera por vergüenza. Había adversarios que eran sus propios peores enemigos.

Aun así… Me hubiera gustado poder tener algunos hermanos de tienda. Y ésa era una esperanza irracional que más valía sacar a la luz y espantar. Dag frunció el ceño. El regalo de la camaradería que había encontrado con los hermanos de Kauneo en Luthlia, tan hermoso de poseer, fue tanto más doloroso al perderlo. Quizá era mejor así.

Tras las tareas de después de cenar, la familia solía reunirse en el salón, más fresco que la cocina, a compartir la luz de la lámpara. Dag había salido con Fawn a dar de comer a las gallinas; cuando entraron por la puerta de la cocina hacia el recibidor, Dag oyó voces en el salón. A estas alturas, Dag evitaba abrir su sentido esencial entre gente tan escandalosa, ninguno de los cuales era capaz de atenuarlo en lo más mínimo; pero aguzó el oído ante la voz de Reed, baja, hostil, e indistinta, y luego la de Tril, alzada en repentino miedo:

—¡Reed! ¡Deja eso! ¡Fawn me lo trajo todo el camino desde Glassforge!

Junto a él, Fawn contuvo el aliento y se lanzó hacia delante. Dag la siguió, preparándose.

En el salón, Reed y Rush habían conseguido acorralar a sus padres. Tril estaba sentada junto a la mesa con la brillante lámpara de aceite, con la labor de costura en el regazo; Nattie se sentaba al otro lado del cuarto, en sombras, con el huso del que raras veces se apartaba, ahora quieto. Whit estaba agachado junto a Nattie, un espectador desde la barrera, por una vez sin burlarse. Sorrel estaba enfrentado a Reed, con Rush caminando nervioso alrededor de ambos.

Reed sujetaba el cuenco de cristal y exclamaba, demasiado dramáticamente en opinión de Dag:

—¿… vender a tu hija a un comecadáveres de manos ensangrentadas por un trozo de cristal?

—¡Reed! —gritó Fawn furiosa, lanzándose hacia delante—. ¡Deja eso! ¡No es tuyo!

Dag pensó que fue por puro hábito; enfrentado al enfado de su hermana, Reed alzó sin pensar el cuenco para ponerlo fuera del alcance de Fawn. Ante su chillido de rabia, se lo lanzó a Rush, que lo cogió igualmente sin pensar.

Los ojos de Fawn se llenaron de lágrimas de furia.

—Los dos sois peores que perros callejeros…

—Si no te hubieras traído a Inútil a rastras… —Rush empezó a decir, a la defensiva.

Ah, otro nuevo apodo para él, pensó Dag. Estaba creándose una bonita colección aquí. Pero no le provocaba tanto ver colmada su paciencia como la humillada indefensión de Fawn.

Sorrel miró a su consternada mujer, que se había llevado las manos a la boca, y ladró con furia:

—¡Ya vale, chicos! —Avanzó e intentó quitarle el cuenco a Rush. Sorrel, sin querer estirar, lo soltó a la vez que Rush, temeroso de resistirse, hacía lo mismo.

No fue exactamente culpa de nadie, o al menos nadie lo hizo a propósito. Dag lo vio venir al igual que Fawn, de cuyos labios se escapó un gemido desolado incluso antes de que el cuenco chocara contra el suelo de madera y se rompiera en tres grandes pedazos y una lluvia de fragmentos centelleantes.

Todo el mundo quedó congelado por el espanto. Whit abrió los labios, miró a su alrededor, y los cerró de golpe.

Sorrel recuperó el primero la voz, ronca y baja.

—Whit, no te muevas. No llevas zapatos.

Tril gritó:

—¡Reed! ¡Rush! ¡Cómo habéis sido capaces! —Y empezó a sollozar sobre la costura.

La ira de su madre quizá no les hubiera afectado, pensó Dag, pero el dolor genuino de su voz pareció cortarles las alas. Ambos empezaron a disculparse incoherentemente.

—¡Las disculpas no arreglan nada! —exclamó ella, lanzando a un lado la costura. Estaba manchada de sangre de cuando se había pinchado la palma de la mano con la aguja sin darse cuenta—. ¡Estoy harta de todos vosotros…!

La algarabía de los Bluefield era tan dolorosa para la esencia de Dag, que intentó cerrar pero no pudo por la fuerza de su vínculo con Fawn, que cayó de rodillas. Miró los trozos de cristal frente a él mientras las voces enfadadas y angustiadas continuaban sobre su cabeza. No podía bloquearlas, pero podía redirigir su atención; era un viejo método para soportar lo insoportable.

Sacó su entablillado brazo derecho del cabestrillo, y con él y el garfio juntó torpemente los trozos del cuenco tanto como pudo. Los fragmentos… la mayoría de esas astillitas de cristal no eran mucho más grandes que mosquitos. Si podía espantar un mosquito, podía mover una astilla, y si podía mover una, podía mover dos y cuatro y más… Recordó la dulce canción de la esencia de ese cuenco a la luz vespertina de su refugio en Glassforge, regalando arco iris, y empezó a canturrear por lo bajo, subiendo y bajando a la búsqueda de la nota correcta, hasta… ahí.

Los fragmentos de cristal empezaron a brillar, luego a moverse, luego se alzaron y fluyeron sobre las tablas del piso del salón. Las movió no con la mano, sino con la esencia de su mano. La esencia de su mano izquierda, la mano que no estaba allí, y la sola idea era tan aterradora que la evitó.

Pero ni siquiera ese terror rompió su concentración. Los fragmentos levitaron, volando en círculos como luciérnagas en torno al cuenco para encontrar de nuevo su sitio. El cuenco brillaba con luz dorada a lo largo de las líneas de fractura, como fuego de forja, como fuego de estrellas, como nada que Dag hubiera visto en la tierra. Relucía, reflejándose en su piel, que se iba enfriando. Mantuvo débilmente la nota. Las líneas de luz parecieron fundirse en riachuelos, arroyos, ríos de oro pálido recorriendo todo el cristal, y luego se extendieron como un lago en calma un amanecer de invierno.

La luz se atenuó. Y desapareció.

Dag volvió en sí de rodillas, doblado en dos, con el cabello cayendo como una cortina sobre su cara, la boca abierta, mirando el cuenco intacto. Sentía la piel fría y pegajosa como sebo en una mañana de invierno, y estaba tiritando, temblando con tal violencia que le dolía el estómago. Apretó los dientes para evitar que le castañetearan.

Los únicos sonidos en la habitación eran los de ocho personas respirando: algunos pesadamente, otros rápidamente, algunos conteniendo las lágrimas, otros jadeando con asombro. Pensó que podía distinguirlos sólo con el oído. No podía obligarse a alzar la vista.

Alguien —Fawn— cayó de rodillas junto a él.

—¿Dag…? —dijo, insegura.

Su manita se alzó para tocarle la barbilla, para hacer que alzara la cara y le mirara a los ojos, que tenía muy, muy abiertos.

Él empujó el cuenco con su brazo izquierdo. Estaba caliente al tacto, pero no mucho. No se fundió ni desapareció ni explotó ni se desmoronó de nuevo en mil pedazos. Resonó leve y musicalmente al rozar contra el suelo, la canción ordinaria del cristal ordinario que nunca ha muerto y resucitado. Encontró la voz, o al menos una buena imitación; le sonaba totalmente extraña, como si viniera desde debajo del agua o bajo tierra.

—Devuélveselo a tu madre.

Le apoyó la muñequera en el hombro y empujó para levantarse. La habitación osciló, y de pronto tuvo miedo de vomitar, de dar un espectáculo en mitad del piso del salón frente a todo el mundo. Fawn apretó el cuenco contra su pecho y se levantó tras él, sin quitarle la vista de encima.

—¿Estás bien? —preguntó.

Él asintió brevemente, se humedeció los labios fríos, y salió tambaleándose por la puerta del salón hacia el vestíbulo. Esperó poder llegar al porche antes de que su estómago se diera la vuelta. Tril, de pie, revoloteaba en las cercanías, y cuando él pasó ella retrocedió. Fawn le siguió, deteniéndose sólo para poner el cuenco en manos de su madre.

Dag oyó la voz de Fawn tras de sí, baja y fiera:

—También hace eso con los corazones, sabéis.

Y fue decidida tras él.

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