Tarod llegó al Castillo cuando estaba despuntando la aurora. Había cabalgado sin descanso durante dos noches y un día, poniendo a prueba hasta el máximo su resistencia y la de la yegua alazana, deteniéndose solamente cuando, de haber continuado, habrían muerto uno de ellos o los dos. La yegua había demostrado su temple y su buena raza durante el largo viaje, pero cuando llegaron al fin a la puerta del Castillo, llevaba la cabeza gacha de agotamiento.
Tarod se sentía poco mejor que el animal. Aquel trayecto habría sido toda una hazaña para el jinete más experto; le dolían terriblemente los miembros después de tantas horas y sentía la cabeza vacía y la mente confusa por la falta de sueño. Cuando vio alzarse a su alrededor las murallas, sintió que volvía la antigua sensación de opresión, y pensó con añoranza en el vasto cielo y los cantiles iluminados por el sol de la Tierra Alta del Oeste, donde, por un corto período de tiempo, había podido olvidar su tormento. Le obsesionaban las imágenes del breve interludio: el olor de la hierba virgen, el fantástico y bello canto de los fanaani, la joven Cyllan de ojos solemnes que le había ayudado y acompaña do sin pedirle nada a cambio... Bajó cansadamente de la silla y condujo la yegua a las caballerizas. Un mozo adormilado se levantó de su jergón de paja para encargarse del animal, y Tarod se dirigió despacio y de mala gana a sus habitaciones en el todavía silencioso Castillo.
Solo en la intimidad de su apartamento, sacó la pequeña y preciosa Raíz de la Rompiente y la depositó sobre su mesa de trabajo. Empezaba ya a marchitarse; tendría que trabajar de prisa para que no perdiese su poder, y el procedimiento de extraer y destilar su esencia requeriría algún tiempo.
Las manos de Tarod temblaban todavía un poco cuando empezó su fatigoso trabajo. De vez en cuando se le nublaban los ojos y su conciencia amenazaba con sumirse en un medio sopor. Pasaron horas mientras trabajaba detrás de la puerta cerrada, olvidando la actividad cotidiana que se iniciaba más allá de su ventana con el despertar del
Castillo. Nadie vino a molestarle, pues todos, incluso Keridil, creían que no había regresado aún; al fin, cuando el día declinaba y el sol empezaba a mostrarse como una amenazadora bola de fuego carmesí al otro lado de las negras murallas, terminó su trabajo.
La esencia destilada era un líquido oscuro, rojo purpúreo, turbio, que no llenaba una pequeña ampolla. Su desagradable olor invadía la habitación, pero esto no importaba ya a Tarod; aturdido por el agotamiento y la depresión, no estaba por consideraciones estéticas. Al contemplar el resultado de sus esfuerzos, aquel líquido de aspecto sucio y maligno, trató de recordar todas las etapas de la operación y se preguntó si había tomado todas las precauciones necesarias. La hierba podía ser mortal incluso en las manos más expertas..., pero esto ya no parecía importar ahora. Un cansado fatalismo se había apoderado de él y le había convertido en un hombre temerario: ocurriese lo que ocu-niese, su futuro estaba en manos de los dioses.
Esperó hasta que las sombras se hubiesen extendido sobre el patio para envolver su habitación en la penumbra, y entonces vertió un poco del brebaje en una taza, mezclándolo con vino. El olor de la mezcla y un último resto de precaución le detuvieron, pero sólo por un instante; echó la cabeza atrás y tragó de golpe el contenido de la taza.
Ni siquiera el buen vino podía disimular el sabor horrible de la hierba, y casi se atragantó. Durante unos momentos, se apoyó en el antepecho de la ventana y tosió violentamente; después cesó el espasmo y Tarod se dirigió tambaleándose a la segunda habitación, donde se tendió rígidamente en la cama.
El sabor de la Raíz quedó pegado a su garganta mientras observaba, tumbado en el lecho, cómo se extinguía la última luz en la ventana. A veces tenía la impresión de que se estaba asfixiando hasta que su respiración se calmaba de pronto, y se relajaba. Pero cuando la droga produjo su primer efecto importante, se olvidó de la causa; sólo sintió que su mente se embotaba y casi dejaba de existir, reflejando la fatiga de sus miembros. Las piernas le pesaban como el plomo y sentía un peso sobre el pecho y los hombros que... afortunadamente... le sumía en el sueño. Cerró los ojos.
Pero la presión empezó a aumentar. Cada aspiración era ahora una lucha física contra el dolor, al negarse sus pulmones a llenarse de aire, y sus músculos a responder. Su mente era impotente contra aquello; empezaba a asfixiarse.
Lanzando un grito ronco, saltó de la cama y cayó pesadamente al suelo. Se incorporó dolorosamente, agarrándose a los barrotes de la cama, y se dio cuenta de que apenas podía sostenerse en pie. Su aturdido cerebro le dijo a duras penas que algo había ido rotundamente mal, que se había equivocado, que el narcótico se había apoderado de su sistema y se estaba extendiendo con tal rapidez que nada podía contra él.
Socorro. Esta palabra penetró en su conciencia. Tenía que pedir socorro, o agonizaría y moriría aquí, en sus propias habitaciones, pues nadie podría abrir la puerta y encontrarle a tiempo. Abre la puerta... Ésta parecía hallarse a mil millas de distancia, pero se arrastró desesperadamente hacia ella y a tientas agarró el cerrojo. No tenía más fuerza que un chiquillo, pero, de alguna manera, consiguió abrir el cerrojo y salir al pasillo, donde a punto estuvo de caer al suelo.
Ardía una antorcha en el otro extremo, pero el corredor estaba desierto. Tarod se tambaleó en dirección a la escalera, sin poder respirar, sin poder aspirar aire suficiente para gritar, seguro que no podría sobrevivir un momento más a ese horror. Sin embargo, todavía estaba vivo cuando salió al patio y cuando, sin encontrar a nadie, se tambaleó a lo largo de la columnata hasta encontrar la puerta que conducía a la biblioteca del sótano. El instinto le empujaba hacia el Salón de Mármol y, aunque no comprendía la causa, su sentido de autodefensa le obligó a seguir hasta el fin. Cuando entró en la biblioteca, apenas si podía tenerse en pie.
Las luces estaban encendidas, indicando que alguien había estado hacía poco allí y pensaba volver. Pero nada se movía entre las turbias sombras. Tarod se derrumbó contra un estante, haciendo caer un montón de libros a su alrededor y, con ojos nublados por el dolor, vio que la bóveda oscilaba y que la fuerte luz de las antorchas rebotaba en las paredes, haciendo que se torciesen y combasen. ¿Por qué había venido aquí? Aquí no había nada para él... Su confusa visión recorrió la estancia... , hasta que le pareció que veía mo verse algo en la puerta que daba al Salón de Mármol.
Con un tremendo esfuerzo, se levantó y se dirigió a aquella puerta. Tenía que haber estado cerrada, pero no lo estaba..., sino que se abrió al apoyarse en ella, de modo que cayó de rodillas y miró, medio a ciegas, al pasillo.
Un ruido como de huracán zumbó en sus oídos, y vislumbró una cara enloquecida, fantástica, que pareció avanzar contra él en el pasillo antes de desvanecerse. Después, otra, y una tercera, todas ellas desencajadas, burlonas, mofándose de su delirio. La pesadilla empezaba de nuevo...
Recuerda... Vuelve...
Tarod jadeó, tratando de volver atrás mientras el sibilante murmullo resonaba en la lejana puerta de plata del final del pasillo. Pero su cuerpo se negó a obedecerle.
Recuerda...
Algo venía por el pasillo, avanzando inexorablemente hacia él. No caminaba ni corría, sino que parecía deslizarse sin una fuerza motriz propia, como en sueños. La cara, su misma cara, sonreía, pero aquella sonrisa era una ilusión, una máscara humana que ocultaba algo mucho más terrible. Los ojos rasgados cambiaban constantemente de color, y los cabellos rubios ondearon, agitados por una fuerte corriente de aire mientras la aparición levantaba los brazos y extendía hacia él las manos delgadas y de largos dedos. El suelo empezó a vibrar debajo de Tarod, y una nota musical, débil pero estridente, brotó de aquella lúgubre figura, haciendo que quisiera taparse los oídos. Pero no podía hacerlo; sus músculos estaban rígidos, agarrotados...
Los labios de aquel ser se entreabrieron y pronunciaron una sola palabra. Un momento después, Tarod oyó su propio nombre murmurado en su mente y, al extinguirse el eco, algo se rompió dentro de él, poniendo fin al espantoso hechizo. El terror le devolvió la fuerza que le había quitado la droga, y volvió atrás, cruzó tambaleándose la puerta y la cerró de golpe contra la visión que se acercaba.
—¡Basta de pesadillas! —gritó, y su voz cansada y enloquecida resonó en el sótano—. ¡Vuelve al lugar del que has venido! ¡No puedo aguantarlo más!
Las dos personas que bajaban en aquel momento la escalera del sótano y se dirigían a la biblioteca se detuvieron en seco al oír aquella voz demencial.
Themila Gan Lin palideció visiblemente.
—En nombre de... —empezó a decir, y se interrumpió.
Había algo familiar en aquella voz apenas reconocible, y un terrible presentimiento se apoderó de ella.
Keridil le tocó un brazo, haciendo ademán de que no se moviese.
—Espera aquí —dijo en voz baja—. Iré a ver qué pasa.
Un fuerte golpe sonó en la biblioteca mientras él bajaba los últimos peldaños, y Themila vio que se llevaba instintivamente la mano a la espada de hoja corta que pendía de su cinturón. Era un signo de su rango más que un arma útil, y ella se preguntó, temerosa, si debería ir en busca de más ayuda. Si había un peligro real en el sótano, Keridil estaría prácticamente desarmado.
Pero era de tarde para preocuparse por la seguridad de Keridil. Éste había llegado a la puerta y la estaba empujando. Vio que vacilaba, y después...
¡Tarod!
— ¡Oh dioses... !
Lo que más temía Themila se había confirmado, y bajó corriendo la escalera.
Al entrar en la biblioteca, un segundo ruido anunció la caída de todo un estante de libros, que levantaron una nube de polvo al chocar contra el suelo. A través de ella, vieron a Tarod de espaldas contra la pared, sacudiendo violentamente la cabeza, como si luchase por libra r-se de un monstruoso atacante que sólo él podía ver. Tenía los dientes apretados en su tremendo esfuerzo por respirar, y estaba empapado en sudor. Sin detenerse a pensar, Themila iba a correr hacia él, pero Ke-ridil la contuvo.
— ¡No le toques! —susurró.
—Pero está...
—¡He dicho que no le toques!
Sus voces penetraron en la angustiada y aturdidamente de Tarod, y entonces éste les vio. Keridil avanzó cautelosamente en su dirección, y algo se disparó en el confuso cerebro de Tarod. Cabellos rubios... cabellos rubios... cabellos de oro... Este demonio era el responsable de su amorfa terrible pesadilla... era el enemigo...
Mátale... Destruyele...
Agarró con una mano el cuchillo que llevaba en la cadera, y la fría empuñadura provocó en su interior una extraña mezcla de confianza y sed de sangre. Dio un paso adelante, pero ni Keridil ni The-mila advirtieron la amenaza. Ambos miraban, pasmados, al doble de Tarod, que se había materializado, de pronto, detrás de él. Era un fantasma en negativo (sombra y luz, oro y negro) del hombre vivo, y Themila sintió como si un puño la golpease violentamente en el estómago cuando una helada ráfaga de energía maligna sopló a través del sótano. Aquel golpe fue un aviso; cuando, con un tremendo esfuerzo, logró salir de su estado casi de trance, alcanzó a ver a Tarod al acecho, el brillo enloquecido de sus ojos, el cuchillo...
— ¡Cuidado! —chilló, en el momento en que Tarod iniciaba el salto.
Un puro reflejo salvó a Keridil de la cuchillada. Se inclinó a un lado y levantó un brazo para protegerse la cara; la hoja se clavó en su antebrazo, produciéndole una herida profunda que él apenas sintió. El propio impulso hizo perder el equilibrio a Tarod, que dio un traspié; después giró en redondo y se agachó, pero la mano que sostenía el cuchillo temblaba violentamente. Cuando atacó por segunda vez, Keridil le dio un golpe, sólo uno.
Era como luchar con un niño. El cuchillo cayó de la mano de Tarod y, por un instante, un destello de cordura volvió a sus ojos verdes. Entonces cayó al suelo.
Themila se arrodilló junto a Tarod, sintiendo que el corazón le palpitaba dolorosamente, mientras Keridil daba la vuelta a aquel cuerpo insensible. Ninguno de los dos quería ser el primero en hablar de lo que acababan de ver, pero Themila sentía la fuerte (y se confesó que cobarde) necesidad de salir del sótano lo antes posible. Se puso trabajosamente en pie, esforzándose por no mirar a los tenebrosos rincones de la biblioteca.
— Iré a buscar ayuda — dijo—. Necesitaremos al menos otro hombre para sacarle de aquí.
Keridil trataba de tomar el pulso a Tarod, pero no podía encontrarlo. —Sí, y envía a alguien en busca de Grevard.
Ella vaciló un instante al llegar a la puerta y miró hacia atrás, como esperando ver de nuevo la terrible aparición que se había manifestado tan fugazmente en el momento crítico. Lo único que vio fue que Keridil, con los ojos cerrados, hacia la señal de Aeoris y murmuraba lo que ella presumió que era una oración sobre el cuerpo inmóvil de Tarod.
Cuando Keridil y otros dos hombres llevaron a Tarod a sus habitaciones en una camilla improvisada, un numeroso grupo se había reunido en el pasillo. Las noticias, en especial las malas noticias, circulaban de prisa en el Castillo, pero los curiosos tuvieron que contentarse con unas pocas y secas palabras de Keridil sobre un «accidente».
En cuanto entraron en la habitación exterior, los hombres advirtieron el persistente olor del brebaje que había preparado Tarod. Uno de ellos se volvió hacia la puerta, lanzando una maldición que era también una protesta, y Keridil sintió náuseas y señaló frenéticamente las ventanas para que las abriesen. Themila llegó en el momento en que acostaban a Tarod en la posición más cómoda posible, y dijo que Grevard no se hallaba en sus habitaciones, pero que le estaban buscando con urgencia.
— Pero ese olor... — Se tapó la boca con una punta del chal y tosió—. En nombre de Aeoris, ¿qué es eso?
—No lo sé... Me recuerda algo, pero no puedo identificarlo.
—Ese frasquito... —dijo Themila, al fijar su aguda mirada en la mesa junto a la ventana—. Hay algo en él...
Keridil tomó la ampolla y la olió aprensivamente. Su estómago se contrajo cuando el fuerte hedor penetró en sus fosas nasales, y apartó rápidamente el pequeño recipiente.
—Sea lo que fuere, es mortal... Por todos los dioses, ¿dónde está ese maldito médico?
Como respondiendo al grito desesperado de Keridil, se oyó la voz de Grevard en la habitación exterior, acallando autoritariamente el parloteo.
—¿Qué pasa, Keridil?
El médico iba despeinado y con la ropa arrugada, cosa que, en circunstancias más felices, habría divertido a Themila. Grevard no se había casado, pero todavía le gustaba pasarlo bien cuando había una mujer dispuesta a complacerle. Pero ahora adoptó su actitud más profesional. Keridil le puso en antecedentes, con las menos palabras posibles, y Grevard examinó la taza. Su expresión se nubló después de olerla.
— ¡Raíz de la Rompiente! Por todos los dioses, ¿de dónde sacó esto? Es el narcótico más peligroso que se conoce.
— Miró un instante la figura inmóvil sobre la cama. Después dijo—: Quiero que todo el mundo salga de estas habitaciones. Vosotros, Keridil y Themila, podéis quedaros si queréis; pero todos los demás deben marcharse.
Así lo hicieron, y Grevard cerró la puerta tras ellos. Cuando volvió, empezó a examinar a Tarod, y Themila fue la primera en romper el silencio.
—Grevard, ¿qué puedes hacer por él?
El médico siguió con su trabajo, sin responder de momento. Después se irguió, suspiró y dijo:
—Nada.
—¡Nada! — Keridil se apartó de la ventana, levantando la voz en son de protesta—. Pero...
—La cuestión es sencilla, por mucho que te disguste —le interrumpió vivamente Grevard —. La Raíz de la Rompiente, ése es su nombre, es una droga muy valiosa si se emplea correctamente. Usada incorrectamente es mortal, y no hay ningún antídoto contra ella. —Se volvió de nuevo hacia la cama, levantó un párpado de Tarod e hizo una mueca—. Lo que no comprendo es por qué quiso Tarod emplear... , envenenarse, maldita sea.. , con esta droga.
—¿Crees que lo hizo él? —preguntó Keridil con incredulidad, y Grevard lanzó un bufido.
—No seas tonto, Keridil; ¡claro que fue él! ¿Crees que habría manera de persuadir o engañar a alguien, y menos a Tarod, para qie bebiese una pócima como ésa? Además, no hay homicidas entre nosotros.
Keridil sacudió, desalentado, la cabeza.
— ¿Tarod un suicida? ¡No puedo creerlo, Grevard!
—Entonces será mejor que empieces a pensar en explicación más convincente. Pudo equivocarse al preparar el brebaje; esto sería lo más lógico. Pero no hay que ser un genio para hacer bien la preparación, y me cuesta creer que un hechicero del séptimo grado cometiese errores tan burdos.
Cuando Keridil miró a Themila, ésta desvió la mirada y dijo en voz baja:
—Tal vez hay circunstancias en que cualquiera puede cometer un error...
Grevard la miró con dureza.
—Tal vez sí. Pero de momento esto no importa. Lo único que me interesa es su estado físico. Más tarde podremos preocuparnos de su condición mental... si es que sobrevive.
Estas palabras impresionaron a los dos, y Themila exclamó:
—¡Tiene que sobrevivir! No vas a pensar, Grevard...
No pudo terminar. Al vers u cara, el médico suavizó el tono.
—Lo siento,Themila; a veces soy más brusco de lo que quisiera. Pero la verdad es que no lo sé. Tarod tiene una constitución muy peculiar; probablemente, tu y yo habaríamos muerto a los pocos minutos de tragar ese brebaje. Pero el hecho de que él haya sobrevivido hasta ahora demuestra su vigor. Si es posible que algún mortal resista este grado de intoxicación, entonces si, creo que vivirá. —Empezó a recoger su instrumental— ¿Informaréis de esto a Jehrek, o queréis que lo haga yo? Tendrá que hacerse una investigación a fondo.
—Yo hablaré con mi padre.
A Keridil no le entusiasmaba la entrevista, pues sabía lo que diría Jehrek. El Sumo Iniciado no había olvidado nunca sus primeros resentimientos acerca de Tarod y, aunque siempre se había mostrado escrupulosamente justo en su trato con el hechicero de negros cabellos, recriminaba a Keridil que la amistad no le dejara ser imparcial. Keridil preveía una fuerte reprimenda por haber permitido que las cosas llegasen a este punto sin emprender ninguna acción.
—¿Me mantendréis informado de lo que descubráis? —preguntó Grevard.
—Sí, sí, desde luego.
— Bien. Le visitaré con regularidad, pero quiero que alguien esté continuamente a su lado. Si se produce algún cambio, debéis llamarme inmediatamente.
Keridil asintió con la cabeza y el médico apoyó una mano en su hombro.
—Lo único que siento es no poder hacer nada más por él.
—Estás haciendo todo lo humanamente posible.
Keridil convenció a Themila de que se marchase con Grevard y, cuando hubieron salido, se sentó en el borde de la cama y miró a su amigo. La cara de Tarod estaba palidísima, a excepción de sus hundidas ojeras; su respiración era irregular, como un estertor. Parecía que podía morir en cualquier momento. Durante un rato, Keridil observó su rostro inmóvil, tratando de no pensar en los tormentos que le habían llevado a tan desesperado y tal vez fatal extremo. Las señales habían sido claras para cualquiera que fuese capaz de verlas, y aunque él las había visto, no había actuado a tiempo.
Pero había más, mucho más, de lo que hasta aquí había podido ver cualquiera, pensó Keridil, y se estremeció, de pronto, como presa de una premonición. Había hecho mal en no informar a Jehrek: con anterioridad... Ahora tenía que reparar el mal.
Si no era demasiado tarde...
Tarod no recobró el conocimiento durante aquella noche, ni en muchos días y noches después. Los que velaban no informaban de ningún cambio en la figura inmóvil, y las ansiosas preguntas a Gre-vard, sobre todo por parte de Keridil y Themila, obtenían siempre la misma respuesta:
—Sin novedad. No puedo hacer nada más.
Sin embargo, dentro del deteriorado mundo de su mente, Tarod estaba, en cierto modo, despierto y alerta. Tenía la impresión de estar suspendido, fuera del tiempo, en un crepúsculo de sueño y delirio. Interminables secuencias de sucesos pasaban por su campo visual interior; revivía su pasado, aunque los recuerdos estaban tan deformados que sólo servían para crear una monstruosa confusión.
Entonces, al hacerse el coma más profundo, comenzaron a aparecer las caras. Al principio, eran furtivas y sutiles, pero al intensificarse las pesadillas, se hicieron más atrevidas, de manera que, dondequiera que se volviese, se enfrentaba a horribles semblantes que chillaban y le hacían muecas. Las desencajadas facciones, los insensatos ruidos que hacían muecas, le recordaban otro tiempo y otra vida en que había sido capaz de contender tranquilamente con estos espíritus menores y dominarles. Ahora era impotente contra sus ataques, y sólo podía volverse y retorcerse como atado con cuerdas invisibles, mientras aquel mar de caras bailaba a su alrededor y sus gritos retumbaban en sus oídos como un fuerte oleaje. Al final, los últimos hilos de su resistencia terminaron por romperse y el oscuro caos de la pesadilla se convirtió en la única realidad.
Pero luego se produjo un cambio. Al principio, la mente trastornada de Tarod apenas lo advirtió, pero, en definitiva, se dio cuenta de que los continuos horrores se desvanecían y daban paso a un vacío peculiar y tenso. Había algo familiar en la neblina de pálidos y fantásticos colores que llenaba el aire a su alrededor; algo familiar en las columnas vagamente visibles que se alzaban hacia un techo invis i-ble..., y, de pronto, volvió el recuerdo y Tarod se dio cuenta de que estaban en el Salón de Mármol.
No podía pensar con bastante claridad para preguntarse cómo le habían traído aquí y, en todo caso, parecía que su presencia era puramente astral. Pero el alivio que sintió al encontrarse en un lugar que le era conocido y en el que podía anclar su conciencia, fue indescriptible. Se volvió, se deslizó, buscando el punto de referencia que le era más familiar: los siete colosos de caras destrozadas que siempre le habían fascinado.
Estaban allí, amenazadoramente indiferentes en la resplandeciente niebla. Se lanzó hacia ellos, alargando mentalmente los brazos...
Una de las estatuas se movió. Tarod sintió una sacudida en su interior y se detuvo, mirando fijamente. De nuevo, y ahora de forma inconfundible, observó un temblor, como si la antigua piedra estuviese luchando contra siglos de inmovilidad, cobrando un fantástico aspecto de vida. Y mientras observaba, el perfil del coloso pareció oscilar y desintegrarse, metamorfoseándose en una figura humana, de tamaño natural, que se apeó con ligereza del pedestal de granito.
La cara, tan parecida a la suya, sonrió, y sus ojos cambiaban constantemente de color dentro del marco de cabellos de oro. No era un hombre mortal; las facciones cinceladas, la boca bella pero cruel, la alta y graciosa figura, eran demasiado perfectas para tener una humanidad real. Era un morador efe un mundo inimaginable.., y, cuando aquel ser tendió una mano de largos dedos a modo de saludo, Tarod le reconoció y sintió un terrible escalofrío, una sensación que le encantaba y repelía al mismo tiempo. Era el personaje que había estado presente en sus sueños, ¡el arquitecto de sus pesadillas!
— Tarod... — dijo aquel ser, y su voz sonó clara y musical en la mente de Tarod.
Éste luchó contra la fuerza que le retenía y, por fin, pudo articular unas palabras.
—Tú..., ¿quién eres tú?
—¿No me conoces, Tarod? ¿No te acuerdas de Yandros? Recuerda...
Elementos de los sueños volvieron a él, y sintió un estremecimiento en lo más profundo de su alma. Conocía aquel nombre, lo conocía tan bien como el suyo y, sin embargo, no podía comprender.
Y el recuerdo era tan intenso que toda la voluntad del mundo no habría podido borrarlo de aquella oscuridad profunda...
—¿Por qué? —gruñó Tarod—. ¿Por qué me persigues?
Yandros no respondió a la pregunta, sino que le dirigió una mirada que le hizo palidecer todavía más.
— Te estás muriendo, Tarod — dijo al fin—. El veneno que has tomado está en tu sangre, y tal vez poner fin a tu vida mortal es lo que deseas, pero no es lo que nosotros deseamos para ti.
— ¿Nosotros?
Yandros, con un ademán evasivo, dejó también esta pregunta sin respuesta.
—Desde luego, tú eres dueño de tu voluntad; puedes disponer de tu vida como mejor te plazca. Pero no creo que desees realmente morir.
¿Lo deseaba? Se sentía terriblemente confuso, y trató de despejar su confusión y pensar más claramente. Nada le había importado su propia existencia cuando había destilado y bebido la pócima; pero ahora, al enfrentarse con la realidad de la muerte, sus puntos de vista cambiaban. Y la voluntad de Yandros parecía imponerse a la suya con una fuerza que era inútil tratar de combatir...
—Dices que me estoy muriendo —dijo, con voz ronca—. Por consiguiente, ¿qué pueden importar mis deseos?
—No digas esto. —Aquel ser sacudió la cabeza; la aureola de colores tembló un momento, y se inmovilizó de nuevo—. Yo puedo salvarte, si me lo pides. Pero esto tiene un precio.
Un rastro del antiguo humor cínico y negro se dibujó en la sonrisa con que le respondió Tarod.
—Ya me has dicho que mi vida está en tus manos, Yandros; no tengo nada mejor para ofrecerte.
—Al contrario. Hay una tarea... , un destino, podríamos decir... que debe cumplirse. Éste es el precio, amigo mío.
—¿Un destino? —El tono de Tarod era ahora burlón—. ¡Yo no soy un héroe!
— Sin embargo, eres el único habitante de este mundo que puede realizarlo. Y debe realizarse. —La voz de Yandros se hizo momentáneamente maligna—. Es algo ineludible, Tarod. Y un día lo comprenderás... y te alegrarás.
Los sueños... Tarod supo, de repente, que aquí estaba el origen de las pesadillas que le habían traído a este momento; la fuerza que le había estado llamando durante tanto tiempo; la razón de que él fuese diferente. Y comprendió que Yandros no había mentido cuando le había dicho que esta fuerza era ineludible. Si ahora le volvía la espalda, continuaría hostigándole y ya no tendría otra oportunidad. Esto, o la muerte: no había más alternativa.
—¿Qué es lo que quieres de mí? —dijo, a media voz.
Yandros sonrió, triunfal.
—Nada, todavía. Tómate tiempo, y sabrás todo lo que tengas que saber cuando llegue el momento oportuno.
No tenía elección...
—Entonces, acepto —dijo.
Aquel ser, fuese lo que fuese, asintió con la cabeza. Por un instante, un destello malicioso brilló en sus ojos multicolores.
—Debes comprometerte con un juramento que jamás podrás romper. ¿Aceptas esto?
— Lo acepto.
—Entonces, no hay más que decir. Salvo que... —Yandros vaciló, y un malévolo regocijo tiñó, de pronto, su expresión burlona—. Las corrientes de la vida y de la muerte no pueden manipularse exc e-sivamente, una vez se han puesto en movimiento. Tú no morirás, Ta-rod; pero otra vida se acabará en vez de la tuya.
— ¿otra vida...? ¡No! ¡Esto no lo permitiré! —protestó Tarod.
—No puedes impedirlo —dijo Yandros, acentuando su sonrisa—. Has prestado juramento.
— ¡Lo he prestado bajo engaño! —Tarod sintió una mezcla de cólera y pánico—. Si me hubieses dicho...
—No te lo dije. Tal vez me olvidé de hacerlo; pero es demasiado tarde para volver atrás.
Con una sensación de vértigo, se dio cuenta de que Yandros le tenía atrapado. A causa de las maquinaciones de aquel ser, algún inocente tendría que morir en su lugar...
—Volveremos a vernos dentro de poco —dijo Yandros—. Y entonces verás claramente que hago lo que tengo que hacer. Mucho depende de ti, viejo amigo. No lo olvides.
—Alargó una mano y tocó ligeramente la mano izquierda de Ta-rod, rozando con los dedos el anillo de plata—. Tiempo. Ésta es la clave, Tarod.
Mientras el ser hablaba, Tarod empezó a experimentar una nueva sensación en el rincón más oscuro de su conciencia. Una pulsación lenta y regular, como los latidos del corazón de un monstruo, que casi rebasaba los umbrales de la conciencia, pero que pareció apoderarse de él y trascenderle, hasta que su espantoso ritmo llenó todo el Salón de Mármol. Un terrible y vago recuerdo pasó por la mente de Tarod, que miró frenéticamente a su alrededor a través de la temblorosa niebla del Salón, pero, antes de que pudiese concebir una respuesta, le falló la memoria y el recuerdo se desvaneció.
Bruscamente, el perfil de la figura de Yandros empezó a oscilar y a oscurecerse, y Tarod gritó:
— ¡Espera!
Tenía que preguntar, que saber muchas más cosas. Pero Yandros se limitó a sonreír.
—Yandros, ¡espera!
Su voz resonó en un súbito e impresionante vacío.
— ¡. . .Yandros!
El joven Iniciado de primer grado que había estado dormitando en una silla junto a la cama de Tarod se levantó de un salto, como si le hubiesen dado un latigazo, y el grueso volumen que presuntamente estudiaba cayó al suelo con un ruido sordo. Con el corazón palpitándole por la impresión, el muchacho miró al enfermo y estuvo a punto de gritar de espanto. El cuerpo de Tarod se estremecía en violentos espasmos debajo de la manta que le cubría, y tenía los ojos abiertos, mirando loca y ciegamente a ninguna parte, y parecía esforzarse en hablar o gritar.
— ¡Dioses!
El joven se echó atrás, sobresaltado, y después salió corriendo en busca de Grevard.
—Simik Jair Sangen me pidió una entrevista esta mañana —dijo Jehrek Banamen Toln.
— ¿El padre de Inista? — Keridil se puso inmediatamente alerta, aunque lo disimuló muy bien tomando su copa de vino de encima de la mesa y bebiendo un sorbo—. ¿Se la has concedido?
—Difícilmente podía negarme. Posee algunas de las mejores tierras de labranza de la provincia de Chaun, y necesitamos estar a bien con él si queremos recibir nuestros diezmos anuales sin demasiados regateos.
A Keridil se le encogió el corazón.
—Entonces, supongo que no hace falta que te pregunte lo que quería...
— Me ofreció una buena dote, Keridil. Cree que Inista y tú formaríais una pareja perfecta... , y sus argumentos fueron muy convincentes.
Keridil se levantó y empezó a pasear impaciente por la habitación, ocultando a su padre la expresión de su semblante. Sabía que un hombre destinado a ocupar uno de los puestos más importantes del mundo debía contar con la estabilidad que le daría una esposa de buena crianza, y había advertido la preocupación de Jehrek porque él no había mostrado, hasta el momento, deseos de casarse. En las clases altas, se concertaban muchas bodas por razones de posición o de cón-veniencia, y la mayoría de ellas daban buenos resultados. Si su padre le hubiese propuesto una candidata con la que pudiese vivir de un modo aceptable, habría cumplido su deber y aceptado. Pero no Inista Jair...
Por fin se volvió de nuevo hacia el anciano.
— ¿Es esto lo que piensas, padre? ¿Que sus argumentos son convincentes?
Jehrek suspiró, mirando a su único hijo con una mezcla de afecto y melancolía. Normalmente, disfrutaba en estas tranquilas veladas ocasionales, en las que tenía tiempo de comentar tranquilamente los asuntos del Círculo y del Consejo y, quizás, de profundizar un poco más en las lecciones tan necesarias para Keridil, si había de sucederle un día como Sumo Iniciado. Pero a veces podía percibir la guerra personal que se desarrollaba en el alma de su hijo; el conflicto entre las exigencias del deber y el deseo de ser libre y dueño de sus actos tan propio de los jóvenes. En ocasiones, esta guerra se manifestaba y provocaba choques entre los dos, y esto era algo que Jehrek lamentaba profundamente; pero sus responsabilidades estaban claras y creía que, poco a poco, estaba ganando la batalla. El Círculo necesitaba un líder fuerte en el futuro; alguien que pudiese mantenerse firme contra la insidiosa ola de cambio y de incertidumbre que Jehrek sentía, en lo más hondo de su ser, que empezaba a invadir el mundo en general y el Castillo en particular. Todavía era un miedo vago, a pesar de que la preocupación había ido aumentando con los años, y Jehrek sentía que ahora era ya demasiado viejo y estaba demasiado agotado para tener esperanzas de librarse de él.
Si Malanda hubiese vivido, tal vez su labor habría sido más fácil. Desde el día en que se había casado con Malanda Banamen, ella había sido no solamente su áncora, sino también su talismán y una fuente de sabiduría práctica y sensata. Morir al dar a luz, dar su vida por su único hijo... era una ironía contra la que Jehrek casi no había tenido fuerza para luchar, y sólo su arraigada creencia en la justicia inconmovible, aunque a veces incomprensible, de los dioses, le había sostenido entonces. Pero Keridil, que había crecido sin una madre (Themila Gan Lin, a su vez viuda y sin hijos, había hecho cuanto había podido por él, pero sin dejar por ello de ser una suplente), no había tenido la misma áncora a la que agarrarse en sus años de formación. Y ahora, tal vez, ambos lo estaban pagando.
Por fin trató de responder a la pregunta de su hijo, pero se encontró con que el espectro de su esposa, muerta hacía tanto tiempo, se interponía entre él y lo que quería decir. No podía desear para su único hijo un mejor partido que Inista Jair..., pero su propio matrimonio había sido por amor...
—Sí —dijo al cabo de un rato—. Sus argumentos fueron convincentes. Pero antes de que tomemos una decisión, me gustaría saber lo que piensas tú del asunto.
Keridil se mordió el labio.
— ¿Quieres que sea sincero?
—Desde luego.
Keridil se disponía a hablar, cuando vio algo a través de la ventana sin cortinas que distrajo su atención. Había movimiento en el patio...
—Discúlpame, padre...
Se acercó en tres zancadas a la ventana y miró a través del cristal. Entonces, según le pareció a Jehrek, lanzó una maldición en voz baja.
—¡Keridil! —El Sumo Iniciado se puso enérgicamente en pie—. ¿Qué sucede?
—Me pareció... ¡Sí! Es Koord, que corre como si en ello le fuese la vida...
—¿Koord?
Jehrek estaba perplejo, y Keridil hizo un ademán de impaciencia.
—El muchacho, el Iniciado de primer grado que ha estado velando a Tarod...
El Sumo Iniciado frunció el entrecejo.
—Tal vez ha habido algún cambio. Si es así, ¡se ha producido con mucho retraso!
—Padre, tengo que ir a ver qué pasa.
Keridil corría ya hacia la puerta, impulsado por una premonición que eclipsaba todas las demás consideraciones. Pero Jehrek protestó:
—¡Nada puedes hacer, hijo mío! Deja esto en manos de Grevard, al menos hasta que hayamos...
Keridil interrumpía raras veces a su padre, pero ahora lo hizo.
—No... , tengo que ir. Perdóname.
Abrió la puerta y se disponía a salir al pasillo, cuando un súbito grito de Jehrek le detuvo en seco.
—¡Keridil!
El anciano seguía en pie, pero se había doblado, de pronto, por la cintura, como presa de un terrible dolor. Agitó ciegamente una mano en dirección a Keridil, en una petición de auxilio que no podía expresar con palabras.
—¡Padre! —Los ojos de Keridil se desorbitaron de espanto—. Padre, ¿qué es? Qué te pasa?
Su única respuesta fue un jadeo ahogado, y Jehrek se tambaleó. Keridil corrió hacia él y llegó justo a tiempo de sujetar al Sumo Iniciado antes de que cayese al suelo.
Poco a poco, Tarod fue advirtiendo un dolor casi intolerable en todo el cuerpo y creyó ver una habitación oscura, con un solo rayo de luz fría filtrándose a través de la cortina medio corrida. Gradualmente fue recobrando sus sentidos y creyó percibir otra presencia a su lado; pero esta vez no se trataba de un regreso al mundo de las pesadillas. Cautelosamente, inseguro de su propio estado físico y mental, Tarod abrió los nublados ojos.
No se había equivocado: se hallaba en una habitación y la luz era la que proyectaban las lunas gemelas por encima de las murallas del Castillo. Y había alguien más presente...
Una mano pequeña, fresca y firme le tocó la frente. Trató de levantar un brazo para asir aquellos dedos, pero no tuvo fuerza para hacerlo. Entonces la figura se acercó más y reconoció a Themila Gan Lin.
— ¡Tarod! ¿Puedes oírme?
Sus palabras despertaron un recuerdo que le hizo retroce der nu-chos años y evocar el momento en que había despertado del delirio producido por el dolor y el peligro, y se había encontrado por primera vez en el Castillo. Pero no era una ilusión; había vuelto al mundo de la realidad.
Quiso responder a Themila, pero su garganta estaba demasiado seca. Ella le acercó una taza a los labios; el agua fresca fue para él como el más dulce de los vinos y aflojó el nudo que tenía en la garganta, hasta que pudo hablar.
— Themila...
Estaba demasiado débil para poder tocarla, pero al menos le pudo sonreír.
La voz de Themila tembló al murmurar:
—No trates de moverte. Grevard vendrá en cuanto pueda.
— ¡Oh, sí!
Estaba vivo. Le costaba creerlo. Pero estaba vivo.
—¿Es de noche? —preguntó, cuando hubo recobrado sufi cien-temente la voz.
— Noche cerrada — le dijo Themila, con voz extrañamente entrecortada, cosa que él no comprendió—. ¡Oh, Tarod..., hemos temido tanto por tu vida! Grevard había perdido toda esperanza, y ahora... — Se levantó y se acercó a la ventana, contemplando la oscuridad bañada por la luz de la luna—. Tal vez sea un buen presagio, a pesar de todo...
Tarod estaba perplejo. Como todavía tenía la mente con fusa, podía recordar muy poco de los sucesos que le habían provocado aquel delirio, y todavía menos de sus experiencias durante el coma. Pero algo se agitaba en lo más recóndito de su memoria...
Themila abrió un poco más las cortinas y, por primera vez, él la vio claramente. Llevaba un traje de noche largo, con una capa y, encima de la capa, una banda púrpura desde el hombro izquierdo hasta la cadera derecha. El púrpura era el color de la muerte... Themila estaba de luto.
Tarod trató de incorporarse y maldijo su debilidad, que le impedía hacerlo.
—Themila..., esa banda...
Ella se volvió de nuevo hacia la cama, pero antes de que pudiese responder se abrió la puerta del dormitorio y entró Keridil. Llevaba una linterna que proyectaba una fuerte luz sobre su cara, y Tarod vio inmediatamente la tensión que se reflejaba en sus facciones. Keridil se acercó y le miró, pero pareció incapaz de hablar. Y Tarod vio que sus ojos estaban enrojecidos y que también él llevaba una banda púrpura, idéntica a la de Themila salvo por un sencillo dibujo bordado en oro debajo del nudo del hombro.
Un doble círculo, cortado por un rayo. Solamente existía una banda como ésta, y sólo un hombre en todo el mundo tenía derecho a llevarla. Era la banda del Sumo Iniciado que llevaba luto por su predecesor.
Y entonces recordó. Yandros..., una vida por una vida... Con una fuerza que no creía tener, Tarod se agarró a la columna más próxima a la cama y se incorporó, venciendo el dolor. Sus ojos, fijos en Keridil, reflejaban un tormento que éste no comprendió. Al fin dijo:
— ¿Qué ha pasado?
—Mi padre murió hace dos horas, al salir la primera luna.
Keridil se sentó sobre la cama, con la cabeza gacha, y las manos hundidas en los rubios cabellos, como si estuviese desesperadamente cansado.
Tarod cerró los ojos para impedir el paso a los pensamientos que querían infiltrarse en su mente.
—Que Aeoris reciba su alma... —murmuró.