CAPÍTULO 10

Bajo el misterioso doble cenit de las dos lunas, Tarod y Sashka estaban juntos de pie sobre la alta muralla del Castillo, contemplando el paisaje que se extendía ante ellos. Keridil había ordenado que el Laberinto permaneciese abierto durante el resto de las festividades, suspendiendo la barrera sobrenatural que separaba el Castillo del mundo exterior, y el lejano contorno de la costa era vagamente visible bajo el cielo de estaño.

Debajo de ellos, y tan lejos que parecían irreales como juguetes, las tiendas de los que habían acampado en la Península se agrupaban en racimos desparramados, iluminadas por la luz centelleante de más de cien pequeñas fogatas. Aquellos fuegos se extendían hacia lo lejos, al otro lado del puente, y la brisa traía débiles sonidos que indicaban que el jolgorio continuaba en algunos lugares.

Sashka estuvo largo rato mirando al suelo, sin hablar. La embargaba un sentimiento de gloriosa supremacía producido por el hecho de estar a tan gran altura, y de no haber sido por las cuatro titánicas y melancólicas torres del Castillo que empequeñecían incluso las murallas y que ella prefería no mirar, igual habría podido estar en el techo del mundo. Cautelosamente, para no romper el hechizo de la noche, dirigió una mirada al hombre que tenía a su lado. La luz de la luna endurecía los ángulos de su perfil, haciéndole parecido a un ave de presa; el viento apartaba los cabellos de su cara, y sus ojos se movían inquietos. Sashka se acercó un paso más, permitiendo que su manga le rozase una mano cuando él se acercó a su vez.

Tarod la miró, dándole de algún modo la impresión de que se había olvidado de que existía; pero esta ilusión se desvaneció cuando él sonrió.

—¿Es esta vista lo que esperabas? —preguntó Tarod.

—Es tres veces más hermosa de lo que había imaginado... — Lanzó un hondo suspiro de satisfacción—. Está todo tan tranquilo... Me encantaría vivir en este palacio y poder disfrutar de este espectáculo siempre que me apeteciese.

Él señaló con la cabeza la negra mole de la torre del sur, a pocos pasos de donde se hallaban.

—La vista es todavía mejor desde lo alto de la torre. ¿Te gustaría verla?

— No... — La apresurada respuesta fue seguida de un estremecimiento involuntario—. No..., creo que no. Estoy bien aquí.

Se movió de nuevo, esta vez para colocarse delante de él y exhibir el hombro que el amplio escote de su vestido dejaba al descubierto. Un instante después, una mano se apoyó ligeramente sobre su piel, y ella cerró momentáneamente los ojos con la satisfacción de otro pequeño triunfo, de otro paso en la dirección que quería tomar. Advirtió que la mano de Tarod era delgada pero sumamente vigorosa; el anillo que llevaba en el dedo índice captaba la luz nacarada y la mult i-plicaba, despertando en ella deseos de tocar la piedra. Pero permaneció quieta, inclinando ligeramente la cabeza hacia atrás en muda invitación.

Tarod contempló su esbelta figura, consciente de que en su fuero interno se agitaba una emoción como jamás había sentido hasta ahora. A pesar de su astucia, que ella jamás había tratado apenas de disimular, Sashka le había impresionado profundamente, y él se sentía cada vez más impotente contra la oleada de sus propios sentimientos. Una vocecilla interior le decía que fuese precavido, pero se estaba acercando a un punto en que, por ella, mandaría al diablo la prudencia. Estaba totalmente cautivado.., y al aproximarse más a ella y rozar sus cabellos con los labios, comprendió que nunca en su vida había deseado nada con tanta fuerza como deseaba ahora a esta hermosa criatura.

Más tarde, a Tarod le fue imposible recordar cuánto tiempo habían estado allí, bajo el cielo nocturno, ni lo que hablan dicho, ni siquiera lo que él había pensado. Le parecía que había pasado una eternidad hasta el momento en que la condujo lentamente hacia la empinada escalera de caracol que descendía al patio. Al pasar junto a la torre, aquel dedo gigantesco se interpuso delante de las lunas sumiéndoles en una densa sombra. Sashka tropezó y él la asió por la cintura. Ella se volvió. En el óvalo de su cara apenas si se percibían las facciones, y él la besó con una intensidad que le dejó pasmado. Por un instante, Sashka permaneció inmóvil, como petrificada, y después correspondió al beso con igual apasionamiento, hincando los dedos en los hombros de él, con un deseo casi animal.

Súbitamente, se apartó. Le miró con ojos muy abiertos por la emoción y se echó atrás, acabando de desprenderse suavemente.

—Tengo... que irme... —balbució—. Es tarde, Tarod... ¡Tengo que irme!

— ¡Sashka...!

Ella no esperó. Se había vuelto y corría en dirección a la escalera. Pasaron unos momentos antes de que la confusión de Tarod le permitiese seguirla, y cuando llegó a lo alto de la escalera, la joven estaba ya en la mitad de ésta, descendiendo a toda prisa hacia el patio iluminado por las antorchas. Ya al final de la escalera, se detuvo, miró hacia atrás... y él creyó que levantaba una mano en ademán de despedida o para lanzarle un beso. Después, desapareció.

Incluso los más obstinados juerguistas habían renunciado al fin a sus cantos y sus bailes, y volvían tambaleándcsse a sus tiendas o se quedaban sencillamente dormidos donde caían, hasta que reinó en la Península de la Estrella un silencio sólo turbado por el débil murmullo del mar, a cientos de pies debajo de los acantilados de granito.

Cyllan se despertó, sin saber por qué, y se encontró envuelta en los pliegues de su única manta y con la cabeza reposando en la mata de hierba que le servía de almohada. De momento, mientras se desvanecían en su mente los vestigios de lo que debió ser un sueño, no pudo recordar dónde se hallaba..., pero en seguida recobró la memoria.

Desde donde estaba podía ver el Castillo y las luces todavía encendidas en su interior. Debía ser muy tarde; las dos lunas se movían ahora hacia el horizonte; la más pequeña parecía balancearse sobre su hermana gemela, y el lejano edificio proyectaba una sola sombra li-gubre.

Cyllan se incorporó, frotándose los ateridos brazos. Algo atraía una parte de su mente; algo inquietante y triste, y miró rápidamente a su alrededor, pero no vio nada alarmante. Esa noche había elegido dormir a la intemperie en vez de compartir la ruidosa tienda con su tío y sus vaqueros borrachos, que ahora estarían como muertos para el mundo; nada tenía que temer de ellos. Entonces, ¿de quién?

Recordó los últimos acontecimientos. Más temprano, ha bía conseguido escabullirse por segunda vez y había vuelto junto a las murallas del Castillo y escuchado los lejanos acordes de la música de la fiesta de los nobles. Se había preguntado si volvería a ver a Tarod, pero no había aparecido ni siquiera un criado, y por fin había renunciado a su velada y regresado al campamento, donde se había acomodado lo mejor posible, quedándose dormida de puro agotamiento, mientras el jolgorio continuaba a su alrededor.

Pero el sueño estaba ahora a un mundo de distancia. Sólo sabía que había soñado y que en aquel sueño había una advertencia. Cyllan había aprendido hacía tiempo a confiar en los augurios, buenos o malos, y el hecho de que éste se negase a revelarle su naturaleza la trastornaba. Algo andaba mal, y no podría descansar hasta que supiese lo que era.

Moviéndose con cautela, se sentó, apartó la manta y esperó unos momentos hasta estar segura de que nadie daba señales de vida en la tienda de los boyeros. Cuando hubo comprobado que todo seguía en silencio, hurgó en una bolsita de cuero que llevaba en la cintura, oculta debajo del sucio jubón, y sacó un puñado de piedrecitas grises y azules, que el mar había pulido casi como gemas. Las había buscado en las tristes playas de las Grandes Llanuras del Este y nunca se había desprendido de ellas. Eran un catalizador del pequeño poder que había aprendido a ejercer en sus momentos más secretos, y si quería resolver este enigma, las piedras podían darle la solución que buscaba.

Furtivamente, se deslizó hacia el borde del acantilado, donde nadie había levantado tiendas. Allí no había arena, pero el suelo era llano y granulado y podía servirle igualmente. Encontró un lugar donde no crecía la hierba, se agachó de cara al norte y alisó la tierra lo mejor que pudo en un tosco círculo, antes de apretar con fuerza las piedras en el puño y ordenar a su mente que saliese de los confines de lo mundano y entrase en un mundo diferente; un mundo donde todo era posible. Durante unos pocos minutos, temió que le fallase su antigua habilidad... , pero entonces sintió en la nuca un cosquilleo que le dijo que su conciencia empezaba, despacio y sutilmente, a cambiar.

Colores extraños giraron detrás de sus párpados cerrados; sintió delante de ella una presencia que sabía que era ilusoria, pero a la que no obstante se aferró con fuerza. Las piedras empezaron a moverse en sus manos, como si tuviesen vida propia, y ella las arrojó al suelo en el momento que juzgó oportuno.

Al caer, formaron un dibujo que le era desconocido; lo supo incluso antes de abrir los ojos y verlo con sus sentidos físicos. Una piedra, la más grande, estaba sola en el centro, mientras que las otras se habían desparramado en una tosca y excéntrica espiral de siete brazos. Mientras observaba fijamente las piedras, sintió resurgir, súbita y violentamente, el miedo que le había producido el sueño, pero su causa seguía ocultándose y, por mucho que se esforzase, no podía recordar siquiera lo más esencial de la pesadilla. Solamente tenía otro recurso. Cerró los ojos una vez más y abrió despacio las manos, con las palmas hacia abajo, sobre el dibujo formado por las piedras. Oyó resonar su respiración en su cabeza; entonces empezó a sentir, entre los dedos extendidos, una pulsación débil y regular. Fue como si estableciese contacto con los latidos mismos de la tierra, trayendo de ellos un poder que añadir al suyo propio para encontrar el camino hacia la meta que buscaba.

Una imagen fue formándose en su visión interior. Al principio, era demasiado imprecisa para tener sentido, pero al fortalecerse el pulso en lo más hondo de su conciencia, también la imagen adquirió más intensidad. El mundo real se estaba desvaneciendo; ya no percibía el frío ni el viento ni el duro suelo; se sentía como suspendida en un limbo extraño e imprevisible.

Con sorprendente brusquedad, la imagen astral que tenía delante se definió de pronto. Cyllan se encontró mirando, a través de lo que parecía una ventana de vago perfil, una habitación iluminada por una sola antorcha que ardía lánguidamente en un soporte clavado en la pared. Había dos personas, y estaban muy juntas: una mujer de largos y hermosos cabellos castaños, y un hombre mucho más alto, moreno, que tenía un aire en cierto modo familiar...

El corazón se le encogió desesperadamente al reconocer el cuerpo esbelto de Tarod. Si esta visión era real, y no tenía motivos para creer lo contrario, sus propias fantasías habían quedado reducidas a cenizas.

Sin embargo, la razón, luchando por romper este tupido velo de dolor, le recordó que la ominosa sensación que la había despertado no tenía nada que ver con sus propios deseos incipientes; había sido un presagio, y un presagio que hacía que todos los sentimientos personales fuesen fútiles y no significasen nada. Mordiéndose el labio, se esforzó en concentrarse en el cuadro expuesto a su mirada interior, queriendo comprender, tratando de desterrar los celos inútiles que la agitaban. Y vio que el hombre alto y de cabellos negros se movía y volvía la cabeza, como si pudiese percibir su presencia astral, y a punto estuvo de cortarse la lengua con los dientes cuando, en aquel instante, cambió de forma y, en su lugar, apareció una cara espantosa, desconocida pero familiar, que le sonreía con malevolencia.

Aquel hombre se parecía tanto a Tarod que hubiesen podido ser gemelos, pero tenía los cabellos rubios como el oro, y un instinto profundo dijo a Cyllan que no era, que no podía ser humano. Su sonrisa se acentuó y ella vio que sus ojos cambiaban de color, que parecía estar hablando pero de manera que no oía sus palabras; de pronto, se sintió sofocada por una niebla pegajosa, mortífera, maligna...

-No...

Su propia voz, surgiendo en una protesta involuntaria, rompió el frágil velo del hechizo, y Cyllan se echó atrás y estuvo a punto de caerse mientras el mundo físico volvía a su sitio y la envolvía con su frío abrazo. Temblando por la impresión de haber recobrado tan violentamente la conciencia, empezó a ponerse en pie... y se quedó petrificada. Había alguien al otro lado de la Península, más allá de las tiendas y las carreteras y los puestos de los vendedores. Un personaje alto y tétrico, envuelto en una capa larga o un manto que le cubría todo el cuerpo, la estaba mirando. Un aura peculiar, como los engañosos fuegos fatuos de los pantanos de las Llanuras, resplandecía a su alrededor y hacía que sus cabellos brillasen como el oro.

El corazón de Cyllan empezó a palpitar dolorosamente al sentir de nuevo el miedo que había experimentado durante el sueño. Se apretó los ojos con las palmas de las manos, sacudió violentamente la cabeza y volvió a mirar.

Allí no había nadie.

— Aeoris...

Susurró esta palabra entre los apretados dientes, como un ensalmo, e hizo al mismo tiempo, involuntariamente, un signo supersticioso contra el mal. Aunque sus ojos la hubiesen engañado, no así su mente; fuese real o ilusorio, aquel personaje era significativo. En cuanto a la naturaleza de lo que significaba... eso era otra cuestión, y se necesitarían una mentalidad más desarrollada y un poder más grande de los que ella poseía para desentrañar aquel misterio.

Temblando, recogió rápidamente sus piedras y volvió corriendo al campamento de los vaqueros. Al mirar hacia el Castillo, le pasó por la cabeza la idea de volver allí, buscar al Adepto de cabellos negros y contarle sus presentimientos; pero la rechazó furiosamente. No tenía ninguna prueba, y sus motivos eran demasiado confusos...

Al tumbarse una vez más en el suelo y arrebujarse en la manta, su miedo era como una pequeña brasa que se negase a apagarse. Las lunas se estaban poniendo, dando paso a la verdadera oscuridad... Un pony pataleó y resopló, sobresaltándola. Se esforzó en recobrar el aplomo y se hundió más entre los pliegues de la manta, cerrando los ojos y rezando para que viniese el sueño y la librase de la noche.

Cyllan no era la única alma desvelada aquella noche. De vuelta en sus habitaciones, Tarod llevaba casi dos horas sentado, contemplando el patio del Castillo. Allí ardían todavía las antorchas, calentando las negras piedras frías y proyectando una luz apacible y amable sobre el escenario; junto a la puerta, un vigilante solitario bostezó y empezó a andar despacio de un lado a otro, para estirar las entumeci das piernas; un gato se deslizó entre las columnas con alguna finalidad particular.

Tarod deseaba ardientemente poder dormir, pero sabia que era imposible. ¿Cuántas noches había pasado en vela junto a esta ventana, maldiciendo las largas horas de oscuridad, pero temeroso incluso de tratar de descansar? Esta vez no era miedo, sino un torbellino emocional distinto; la imagen de una cara ovalada y blanca en la oscuridad, un cuerpo suave y flexible, una voz dulce... Ella se había alejado tan rápidamente, que no había tenido tiempo de aclarar los confusos sentimientos que se profesaban; sin embargo, ahora habría dado la mitad de su vida para estar de nuevo con ella. Y si esta confusión de angustia y alegría era amor, entonces éste se había apoderado de él con toda su fuerza.

Una y otra vez se atormentaba con preguntas. ¿Se había precipitado e ido demasiado lejos? ¿La había ofendido? ¿O lo único que ella buscaba era un coqueteo intrascendente para pasar el tiempo en el Castillo? La vulnerabilidad era algo que raras veces turbaba a Tarod; pero ahora se sentía desesperadamente vulnerable, aunque una parte de él se alzaba contra su propia flaqueza. Se preguntaba si, a pesar de sus modales desenvueltos, no estaría también Sashka insegura de sí misma. Si era así, él había traspasado los límites del decoro, y lo más probable era que ella no se atreviese a encontrarse de nuevo con él...

Bruscamente, se puso en pie y empezó a pasear por la habitación. Se sentía como un animal enjaulado... Había demasiadas preguntas sin contestación, y no podía hacer nada para aproximarse a una solución. Sashka poseía la llave de la jaula; sólo ella podía darla o retenerle a su antojo, y este conocimiento le hacía sufrir.

Dándose cuenta de que su inquieto paseo no hacía más que empeorar las cosas, Tarod volvió junto a la ventana y se disponía a sentarse de nuevo cuando oyó, o creyó oír, un ruido en la puerta exterior. Por un instante, sintió un destello de esperanza irracional, pero la reprimió, diciéndo se que no había sido más que una ilusión.

Entonces lo oyó de nuevo. No era una llamada con el puño o con los dedos; era como si alguien tratase de llamarle la atención sin que lo advirtiese nadie más.

La sangre le latía con anormal e incómoda rapidez mientras cruzaba la estancia y descorría el cerrojo. Abrió la puerta... y Sashka, con un fino camisón y sin más abrigo que un chal sobre los hombros, le miró fijamente desde el pasillo en penumbra.

—No podía dormir...

Se deslizó en la habitación y Tarod se echó atrás, demasiado pasmado para hablar. La puerta se cerró con un chasquido muy ligero pero que hizo vibrar todos los nervios de su cuerpo. Sashka recorrió en silencio la habitación con la mirada, abriendo mucho los ojos y captando todos los detalles. Por fin Tarod pudo recobrar la voz.

—Sashka... —La razón quiso imponerse a la emoción—. Tus padres... Si descubren que has salido...

Ella sacudió la cabeza, haciendo ondear sus cabellos.

—Están durmiendo, Tarod. No se despertarán hasta mañana.

No dijo nada de la reprimenda con que la había recibido su padre cuando volvió a sus habitaciones (para su enojo, la había estado esperando), ni de los polvos vegetales que ella había echado disimuladamente en el vaso de vino caliente y con especias de aquél, cuando, enfurruñado, había consentido al fin en irse a la cama. Las técnicas que estaba aprendiendo en la Residencia de la Hermandad empezaban ya a dar resultado.

Después de que su padre se durmiera, había permanecido largo rato delante del espejo de su propio dormitorio, dejando que sus m-nos recorriesen con pausada languidez los contornos de su cuerpo, mientras discutía consigo misma lo que debía hacer. ¿Podía haber interpretado mal la mirada que había visto esa noche en los ojos del hombre de cabellos negros? Creía que no, pero siempre existía la posibilidad de que sólo hubiese pretendido jugar con ella, y sería una tonta si se imaginaba que era más lista y más experimentada que un Adepto del séptimo grado. Sin embargo, un infalible instinto femenino le decía que había hecho bien en apartarse de él cuando lo hizo, por mucho que su propia naturaleza la indujese a todo lo contrario. Por encima de todo, no quería parecer demasiado atrevida, no quería que

Tarod se formase una mala opinión de ella. Otros hombres, y había conocido unos cuantos como tantas muchachas de su edad y posición, podían ser manipulados con facilidad; pero este hechicero era diferente. Ella le deseaba, pero sabía que no podía conquistarle con sencillas maniobras.

Pero ahora recibió la respuesta a la pregunta que la había atormentado desde que se había despedido tan precipitadamente de él. Al alargar Tarod la mano, deseando pero temiendo tocarla, se acercó más, y los dedos de él le rozaron el hombro.

— ¿Por qué te marchaste tan de repente? — dijo Tarod, con voz ronca.

— Porque... tenía que hacerlo. — Agachó la cabeza—. Creo que te tuve miedo.

— ¿Y ahora?

— No. Ahora no...

Tarod le asió los brazos, atrayéndola hacia él. Ella jadeó, involuntaria pero dulcemente, al sentir sus labios en el cuello; después cedió al abrazo y él la estrechó con más fuerza. Durante un momento, permanecieron inmóviles; después, inesperadamente, él la soltó y retrocedió.

Sashka comprendió y, al darse cuenta de que él no estaba seguro de sí mismo, sintió aumentar su propio poder. Sonrió, súbitamente confiada y queriendo tranquilizarle, y él vio reflejada en su cara la respuesta a su esperanza. La tomó de la mano y echó a andar hacia la habitación interior. Ella le siguió, sumisa, sabiendo que había triunfado.

El dormitorio estaba casi a oscuras, iluminado solamente por el tibio resplandor del fuego moribundo de la chimenea. Tarod parecía una sombra en la penumbra, pero el cuerpo que apretaba contra el de ella era real... Sashka cerró los ojos, y el suave chasquido de la puerta al cerrarse le pareció de una contundencia que la hizo estremecerse con una emoción que jamás había sentido hasta entonces...

—¿Casarte con ella?

Keridil miró fijamente a Tarod desde el otro lado de la habitación y, aunque la sorpresa era lo que predominaba en su semblante, otros sentimientos más difícilmente descifrables se ocultaban debajo de la superficie.

Tarod le miró a su vez, frunciendo ligeramente los párpados.

—¿Es una idea tan desconcertante?

—No, no, claro que no. Sólo.., sorprendente. —Keridil encogió los hombros—. Precisamente tú... Me cuesta imaginar que quieras renunciar a tu independencia.

No era la reacción que Tarod había esperado, y el resentimiento se mezcló con su contrariedad. Había decidido seguir la tradición del Círculo y pedir al Sumo Iniciado que bendijera formalmente su boda; pero la respuesta de Keridil había agriado lo que habría debido ser ocasión de regocijo.

Suavemente, pero con un deje de acritud, dijo :

—Y tal vez te cueste aún más imaginar que me haya desviado de mi camino para unirme con una Veyyil Savarin.

Keridil enrojeció intensamente.

—¡No quise decir eso! —Se volvió a medias, y entonces se detuvo e hizo un brusco e irritado ademán—. Lo siento, Tarod; tal vez he estado descortés; lo hice sin querer. — Una débil sonrisa se dibujó en sus labios—. Pero incluso tú debes reconocer que ha sido una noticia inesperada.

Apaciguado hasta cierto punto, Tarod asintió con la cabeza y Ke-ridil añadió:

— Tampoco habría previsto que te atuvieses tanto al protocolo. Una precipitada fuga con la chica, en una noche oscura, me habría parecido más propio de tu carácter.

Tarod se echó a reír y la tensión desapareció. El Sumo Iniciado se dirigió a un pequeño armario cerrado. Estaban en la que irónicamente llamaba su habitación de las jaquecas (el antiguo despacho de Jehrek), en la que atendía la mayoría de los asuntos oficiales en los que empleaba ahora la mayor parte de la jornada. Abrió el armario y sacó una botella de cristal negro y dos pequeñas copas de plata.

—Sólo para ocasiones especiales y situaciones desesperadas — dijo Keridil. Descorchó la botella, vertió un dedo de un líquido de brillante color zafiro en cada copa y tendió una de ellas a Tarod—. Lo destilan en la provincia Vacía, extrayéndolo de flores de un arbusto que sólo florece una vez cada quince años, y su nombre es impronunciable. Pero apuesto a que todo un clan de vaqueros se emborracharía con un cuarto de botella.

Tarod esbozó una sonrisa.

— Ocasiones especiales y situaciones desesperadas... ¿Qué...

—Lo primero, ¡te lo aseguro! Ahora que he tenido unos minutos para hacerme a la idea... Pero no, hablando en serio, Tarod, te felicito de todo corazón. —Keridil levantó su copa e hizo la señal de la bendición de Aeoris—. Has elegido bien, y también ella. Brindo por ti y por la novia.

Sorbieron ceremoniosamente el licor y, después, Keridil se dejó caer en un sillón y puso los pies sobre la mesa; movimientos demasiado casuales con los que intentaba disimular su súbita turbación.

—Bueno..., ¿cómo ha reaccionado Frayn Veyyil Saravin ante la perspectiva de tenerte por yerno?

— Todavía no lo sé.

—¿No has hablado con él?

— No.

Esa mañana (era el último día de las fiestas de investidura del Sumo Iniciado) Tarod le había dicho a Sashka que pediría una entrevista con Frayn sin más dilaciones. Ella le habla sonreído con ojos maliciosos, mientras le rodeaba el cuello con los brazos.

—No hay prisa, amor mío —le había dicho—. Además, mi padre no pondrá inconvenientes.

Él la había besado.

— Pareces muy segura...

— ¡Muy segura! Mi padre es un hombre ambicioso, Tarod. Cuando sepa que voy a casarme con un Adepto de séptimo grado del Círculo, ¡estará encantado! Oh, no me mires de esta manera... Sé lo que sientes en lo tocante al rango y a los privilegios, y comparto tu desdén. Pero ¿qué mal hay en sacar partido de sus ilusiones?

Y él había capitulado, como había cedido en todo durante estos seis últimos días de locura. Frayn Veyyil Saravin podía esperar... Nada importaba a Tarod, salvo el hecho casi increíble de que, después de sólo cinco días y noches febriles, Sashka hubiese accedido a ser su esposa...

Volvió a la realidad presente, al oír que Keridil decía:

—Bueno, si yo estuviese en tu lugar, no lo demoraría mucho. Seguro que una muchacha como Sashka tiene muchos pretendientes. Cuanto antes os prometáis, ¡tanto mejor!

¿Había todavía un matiz de rencor en sus palabras al parecer intrascendentes? Tarod recordó la discusión que habían tenido la primera noche de las fiestas, cuando Keridil había puesto, o parecido poner, en duda sus intenciones. Pero rechazó esta idea. Llevaban demasiado tiempo siendo amigos para que los celos enturbiasen el asunto.

— Es lo que yo desearía — dijo—. En realidad, pensé que tal vez cuando vuelvas de la Isla de Verano...

— ¡Por los dioses, no me lo recuerdes! — Keridil hizo una mueca—. Tengo que partir mañana al amanecer, y no me complace la perspectiva de un viaje de quince días a caballo, con séquito o sin él.

—Hay mucha más gente ansiosa de ver con sus ojos al nuevo Sumo Iniciado. Además, en cuanto llegues a la corte del Alto Margra-ve, ¡piensa en nosotros, pobres Iniciados que nos quedaremos tiritando de frío mientras tú disfrutas del sol del sur!

— Y de las pesadillas que tendré despierto, pensando en lo que harán esos viejos tontos del Consejo sin que yo pueda impedírselo — replicó agriamente Keridil —. La mayoría de los miembros más antiguos hubiesen debido retirarse hace ya mucho tiempo. Sólo el sentimiento de sentirse en deuda con ellos hizo que mi padre no realizase cambios que eran necesarios.

—Sin embargo, cuando vuelvas...

—Oh, sí, cuando vuelva... Quiero reformar nuestra comunidad. Tarod, y te hago responsable de este sentimiento. ¿Recuerdas lo que me dijiste la primera noche de las celebraciones, después de que escucháramos las quejas de los Margraves? Tenias razón: estamos estancados, y en peligro de convertirnos en poco más que un anacronismo inútil. Los Warps, la actividad de los bandidos, todo nos lleva a una situación que amenaza con ser incontrolable, mientras nosotros permanecemos sentados, sin hacer nada. — Keridil se puso en pie, impulsado por sus propios pensamientos, y paseó nerviosamente por la estancia—. Esa noche me prestaste un gran servicio y no lo olvidaré.

Y necesitaré que me ayuden los Adeptos que, como tú, piensan en el futuro y no en el pasado.

—Sólo tienes que pedirlo. Yo no tengo intención de abandonar el Castillo; pienso traer a Sashka a vivir conmigo.

—Sí..., sí, desde luego. —Keridil frunció el entrecejo, como si hubiese olvidado el matrimonio de Tarod —. Entonces, cuando regrese, habrá que poner en marcha muchas cosas. —Miró al otro hombre—. Sé que puedo confiar en ti.

—De pronto, pareció romper el hilo de sus pensamientos y tomó de nuevo su copa—. Mientras tanto, vuelvo a brindar por ti, amigo mío. ¡Eres un hombre más afortunado de lo que te imaginas!

Cuando Tarod se hubo marchado, Keridil se dejó caer una vez más en el sillón bellamente tallado que la tradición le obligaba a ocupar durante las reuniones que se celebraban en esta habitación. Sabía que tenía que irse a la cama si quería estar en condiciones de emprender el viaje por la mañana; pero también sabía que no podría dormir.

Esa noche no se había comportado demasiado bien. Hubiese debido alegrarse por la felicidad de su amigo, regocijarse sinceramente con él. En cambio, el gusanillo de la envidia había envenenado la entrevista.

No tenía derecho a sentirse celoso. Sashka Veyyil había elegido libremente y, según había reconocido él mismo, elegido bien. Pero mientras el futuro de Tarod parecía ahora bien encarrilado hacia la felicidad, Keridil tenía la impresión de que el suyo estaba nublado por la incertidumbre y por obligaciones que habría dado cualquier cosa por no tener que cumplir. No se trataba de la libertad que le había sido tan severamente restringida al morir su padre; desde la infancia, había sido educado para ello, y su carácter era lo bastante fuerte para hacer frente a la situación. Parte de él, aunque una parte pequeña, disfrutaba con la pompa y las circunstancias inherentes a su nuevo papel. No; eran otras obligaciones, más personales, las que le dolían.

Su padre, al menos así lo creía él, había pensado que debía casarse pronto, y en su última entrevista, que había terminado con aquella horrible tragedia, habla expresado claramente su deseo de que se cas ara con Inista Jair. Una boda muy conveniente. Inista sería un perfecto complemento de la posición del Sumo Iniciado; su educación era impecable, y también sus cualidades. Jehrek había querido elegir lo mejor para su único heredero. Y Keridil, como hijo amante y sumiso, no podía actuar contra el que había sido, efectivamente, el último deseo de su padre.

Y Tarod iba a casarse con Sasbka Vejyil...

Era ridículo; apenas si había cambiado una docena de palabras con aquella Hermana Novicia de cabellos castaños. Pero habían bastado para convencer a Keridil de que, comparadas con ella, todas las Inista Jair del mundo eran como tosco granito al lado de una joya. Oh, Keridil debía hacer lo que se esperaba de él: casarse con Inista, engendrar un hijo que le sucediese cuando fuese, a su vez, a reunirse con Aeoris. Pero mientras Tarod y su esposa viviesen entre ellos, ¿podría sentirse nunca contento?

Imprudentemente, agarró la botella de negro cristal y llenó su copa hasta el borde. Era mejor despertar mañana sintiendo martillazos en la cabeza que pasarse toda la noche sin dormir y con la envidia royéndole las entrañas como una enfermedad.

¿Estaba ella yaciendo esta noche con Tarod? Las habladurías se propagaban como un incendio en el Castillo, y eran demasiados los que hablaban de la puerta cerrada de Tarod y de la ausencia de la joven de las habitaciones destinadas a las Novicias para que el rumor no fuese tomado en serio. Y hacía solamente unos minutos que Keridil había dado su beneplácito a la unión, obligándose a desterrar los celos de su mente. Cuando volviese de la Isla de Verano, se completarían las formalidades y Sashka Veyyil quedaría ligada a otro hombre.

No era que estuviese enamorado de ella, se dijo tristemente Keri-dil. Ni siquiera podía decir que la conociese bien, y el amor era algo muy distinto que las punzadas de un enamoramiento a distancia. Pero esta situación podía cambiar con peligrosa facilidad y, si su único consuelo estaba en los encantos de Inista Jair, era ciertamente un consuelo muy pobre...

Apuró su copa y cuando levantó para guardar de nuevo la botella, el suelo pareció vacilar bajo sus pies. El licor había surtido efecto, pero no lo bastante para eliminar la sensación de frustración. Tal vez, se dijo, su estancia en el sur le ayudaría a ver las cosas bajo una perspectiva más alentadora; cuando regresase, quizás se daría cuenta de que todo había sido una tempestad en un vaso de agua. Pero, en el fondo de su corazón, dudaba de que fuese así.

Alguien llamó con golpes vacilantes a la puerta, y el anciano Gy-neth Linto, el mayordomo de Jehrek que servía ahora al hijo de éste, asomó la cabeza.

—Oh, discúlpame, Señor; creía que te habías retirado a descansar. Iba a apagar las luces.

Se disponía a marcharse, pero Keridil se lo impidió con un ademán.

—Has hecho bien, Gyneth. Precisamente iba ahora a acostarme. No tenías que haberme esperado.

—No ha sido ninguna molestia, Señor —Gyneth esbozó una de sus vagas y amables sonrisas y cruzó la habitación. Empezó a apagar metódicamente las velas, una a una—. Las antorchas del patio han sido también apagadas, Señor, al terminar las fiestas. La mayoría de la gente que estaba en la Península se ha marchado ya; aunque hay unos cuantos que esperan para desearte mañana un buen viaje.

—Sí. Sí, gracias.

—Y yo mismo he terminado de hacer el equipaje y de cargarlo, Señor, para que todo esté a punto para que puedas partir temprano. — El anciano hizo una pausa y miró a Keridil antes de apagar una vela humeante—. ¿Te ocurre algo, Señor? ¿Te encuentras mal?

El viejo Gyneth era demasiado perspicaz para sentirse tranquilo. Keridil le dirigió una sonrisa forzada y sacudió la cabeza.

—No, Gyneth, estoy bien. Sólo un poco cansado; esto es todo. Te deseo buenas noches.

— Gracias, Señor. Buenas noches.

Estaba apagando la última vela cuando Keridil abrió la puerta. El Sumo Iniciado miró una vez por encima del hombro, sintiendo que su ánimo estaba tan frío y oscuro como lo estaba ahora la habitación. Después salió rápidamente al pasillo y se dirigió a sus habitaciones particulares.

Загрузка...