—Por los dioses, Keridil, ¡tú sabes que fue un accidente!
—Rhiman rebulló en su sillón en el estudio del Sumo Iniciado, cubriéndose la cara con una mano, mientras buscaba con la otra la copa que tenía al lado—. Que Aeoris me mate ahora mismo si Themi-la no es para mí la más querida, la más amable...
—Trata de serenarte, Rhiman. —Keridil puso cuidadosamente fuera del alcance del pelirrojo la botella negra de aguardiente de la provincia Vacía y, después, la guardó en el aparador. La había sacado porque lo había considerado necesario, pero ahora Rhiman estaba al borde de un ataque de histerismo y no podía dejar que bebiese más—. Todos sabemos lo que ocurrió, y que tú no tuviste la culpa. Themila actuó irreflexivamente, ¡nadie podía prever las consecuencias!
— Pero si muere...
—Grevard está haciendo todo lo posible. Tenemos que esperar y tener confianza. —Después añadió, con más convicción en la voz de la que sentía en realidad—: Vivirá, Rhiman. Estoy seguro de ello. Y ahora escúchame: necesitas dormir; es el mejor remedio contra la conmoción.
— ¡No podría dormir aunque en ello me fuese la vida!
Keridil miró la cabeza gacha de Rhiman. Todo su arrogante aplomo se había desvanecido después de la tragedia, dejándole agotado y quebrantado. Aunque tenía buenas razones para no simpatizar con aquel hombre y sabía que, de no haber sido por su acaloramiento, el accidente no se habría producido, Keridil se sintió conmovido por su auténtico dolor y su remordimiento, y le compadeció.
—Sin embargo —dijo firmemente—, debes intentarlo. Grevard te lo aconsejaría.
—Grevard tiene cosas más urgentes que hacer en este momento... —Rhiman hizo una mueca—. Tal vez debería ir a sus habitaciones... Quizás podría darme alguna noticia de su estado...
— No, Rhiman — le interrumpió rápidamente Keridil—. Creo que es mejor que esperes aquí.
Algo en su tono puso sobre aviso a Rhiman, que frunció el ceño en medio de su confusión.
—¿Por qué? —preguntó—. ¡Nada se pierde con preguntar!
— Es mejor que esperes — repitió Keridil; pero viendo que Rhi-man no se daría por satisfecho con una respuesta evasiva, suspiró y añadió—: Tarod está allí, Rhiman. Está velando, en espera de noticias de Themila.
Rhiman contrajo el semblante.
—Ese maldito y diabólico...
— ¡Rhiman!—A pesar de su compasión, Keridil sintió renacer la cólera que había experimentado en la cámara del Consejo. Controlando su voz, dijo—: Esta noche se ha causado ya bastante daño para que no haya que añadir más odio a la situación. Tu contienda con Tarod no tiene nada que ver con esto.
—¿Ah, no? —replicó agriamente Rhiman—. De no haber sido por ese cerdo, ¡nada le habría pasado a Themila!
—¿No seas ridículo! —Keridil sintió, de pronto, que no podía dejar de censurar al otro hombre; el remordimiento era una cosa, pero no aprobaría ningún intento de Rhiman de eludir la responsabilidad de sus acciones —. Sean cuales fueren tus sentimientos personales, no puedes volver la espalda a los hechos. No puedes culpar a Tarod cuando...
No terminó la frase. La puerta del estudio se había abierto, de repente, golpeando la pared, y una ráfaga de aire frío hizo bailar y chisporrotear todas las luces. Keridil se volvió en redondo... y se halló cara a cara con Tarod.
Al Sumo Iniciado se le cortó el aliento al mirar a su viejo amigo. Tarod estaba casi irreconocible; todos los rasgos del hombre familiar y falible habían sido eclipsados por algo extraño y terrible: un aura negra y gélida que hizo que a Keridil se le pusiese la piel de gallina. La luz de los ojos verdes era inhumana, y el anillo que llevaba en la mano izquierda resplandecía como una estrella maligna. Con una impresión tremenda, Keridil vio en él la imagen encarnada de Ya n-dros...
— Tarod...
Pronunció el nombre sólo para romper el espantoso si lencio, sabiendo ya que no podía confiar en razonar con la criatura que se enfrentaba a él.
Tarod le miró fijamente como atravesándole con la mirada y después dijo a media voz:
—Themila ha muerto.
Detrás de Keridil, Rhiman lanzó una exclamación ahogada, inarticulada, y Tarod dejó de mirar al Sumo Iniciado.
—¡Tu!
La palabra fue como una sentencia de muerte. Keridil oyó que una copa se estrellaba contra el suelo al echarse Rhiman atrás, tamb aleándose, e hizo un desesperado esfuerzo para evitar lo que el instinto le decía que estaba a punto de ocurrir.
—¡Tarod no! —Se interpuso en el camino de Tarod y le agarró de un hombro; después retrocedió al percibir el frío helado de la piel. Sabiendo que era inútil, suplicó—: Te lo pido por nuestra amistad, ¡no le hagas daño!
Tarod volvió lentamente la cabeza.
— ¿Amistad? — repitió, como si nunca hubiese oído esta palabra—. ¿Cuál es el precio de tu amistad, Keridil Toin?
—¡No tiene precio! Por el amor de Aeoris, ¡detente!
Los labios de Tarod se torcieron ligeramente, desdeñosamente. Hizo un breve ademán, y Keridil fue lanzado a través de la habitación como por el golpe de una maza. Chocó contra un armario, que cayó con gran estruendo golpeándole en la cabeza y dejándole medio aturdido, y antes de que pudiese recobrarse, Tarod había levantado la mano izquierda.
Keridil pudo ver lo que vendría ahora, pero era impotente para impedirlo: Rhiman no tenía la menor posibilidad de salvación. La última imagen que tuvo el Sumo Iniciado de él fue la de una figura encorvada, encogida, atrapada en una situación espantosa, levantadas las manos como para protegerse, antes de que un enorme chorro de luz roja como la sangre chocase contra sus ojos. Rhiman se estremeció y después pareció saltar en el aire como una marioneta desmadejada. Un solo alarido se hincó en el sistema nervioso de Keridil como la hoja de un cuchillo, y Rhiman murió antes de que los restos de su cuerpo cayeran al suelo.
El súbito silencio y la calma que siguieron a la acción de Tarod fueron tan impresionantes que Keridil creyó, por unos momentos, que iba a vomitar. Consiguió dominar el espasmo al empezar a aclararse su cabeza después del golpe y, muy despacio y tambaleándose, se puso en pie.
Tarod estaba inmóvil en el centro de la estancia. El aura que había hecho retroceder a Keridil había desaparecido, y con ella la locura. Tarod volvía a ser un ser humano, y sus ojos miraban sin expresión el cadáver de Rhiman.
Keridil, haciendo un gran esfuerzo, miró aquella cosa que yacía en el suelo, y su estómago se rebeló. Sólo restos de los cabellos rojos hacían reconocible a Rhiman; el resto... Desvió rápidamente la mirada.
—Keridil... —dijo Tarod, en voz tan baja que, de momento, creyó el Sumo Iniciado que había imaginado aquel sonido—. Keridil, esto... esto ha sido... —Se tambaleó y consiguió a duras penas agarrarse al respaldo de una silla, medio derrumbándose en ella—. Yo no...
Keridil cruzó la habitación y arrancó una de las cortinas de la ventana. La arrojó sobre el cadáver, volviendo la cara al hacerlo, y Tarod habló de nuevo, esta vez con más coherencia:
— ¿Le he matado...?
Keridil giró sobre sus talones, con incredulidad.
— ¿Acaso no lo sabes?
El tono condenatorio de su voz hizo que la sangre de Tarod se enfriase en sus venas. En algún rincón oscuro de su mente, persistía el vago recuerdo de un ataque de furor que no había podido dominar, alentado por el dolor y por una inhumana sed de venganza contra el hombre que yacía ahora debajo de la cortina; pero nada era claro o concreto. Le dolía la mano izquierda y apenas si podía doblar los dedos; trató de encontrar palabras para explicarse.
— No... no puedo recordar. Solamente que sentí una enorme cólera, Keridil, y... el poder...
Keridil respiró profundamente, debatiéndose entre sentimientos conflictivos de repugnancia, compasión y miedo.
—Tú le has matado —dijo a media voz—. No tenía posibilidad de defenderse. Entraste como una tromba y no pude razonar contigo. —Se volvió de espaldas—. Rezo para que no tenga que volver a presenciar jamás una cosa parecida.
Gradualmente, los fragmentos de recuerdos empezaron a unirse en la mente de Tarod, y con ellos volvió un pánico ciego. La fuerza caótica se había apoderado de él, y había sido impotente para evitar lo ocurrido: había sido arrastrado por una corriente de odio y se había regocijado con el aniquilamiento de Rhiman. Lo que había hecho no tenía justificación y, si había ocurrido una vez, ¿quién podía predecir que no sucedería de nuevo? No podía luchar solo; se había creído lo bastante fuerte para ello, pero estaba equivocado. Yandros le había utilizado, le estaba todavía utilizando, para sus propios fines. En algún lugar, pensó, el Señor del Caos debía estar riendo...
—Keridil... —Sabía que sólo tenía una oportunidad para apelar al Sumo Iniciado, y que se estaba jugando algo más que su antigua amistad—. Keridil, por favor, por el amor del Círculo, ¡tienes que ayudarme!
— ¿Ayudarte...?
El semblante de Keridil estaba absolutamente inmóvil.
—¡A luchar contra esto! —Tarod cerró forzosamente la mano izquierda, mostrando el anillo que tenía ahora un brillo amenazador—. No soy lo bastante fuerte para combatirlo... sin ayuda. Pero si fracaso, ¡no sólo mi futuro estará en peligro! Sabes lo que quiere Yandros... Quiere emplearme como un vehículo para traer de nuevo el Caos al mundo y amenazar el régimen del Orden. Yo haré acopio de todas mis fuerzas contra él, pero, si el Círculo no me apoya, no serán suficientes.
Y si él triunfa, ¡se abrirán de par en par las puertas que han tenido acorralado al Caos durante todos estos siglos!
Keridil seguía observando inexpresivamente a Tarod. Al fin dijo:
—Podrías desprenderte de ese anillo, Tarod. Se lo dijiste a Yandros... Podrías arrojarlo al mar.
—Oh, sí, se lo dije. Pero ¿qué conseguiría con ello? Si arrojase el anillo, perdería el poder que él puede darme, y saben los dioses que es ésta una carga que aborrezco. Pero, mientras lo posea, tendré una oportunidad de destruir las ambiciones del Caos. Puedo emplear el poder de la piedra, Keridil, y creo que, con la ayuda de nuestros Adeptos, podré controlarlo... ¡Es la única oportunidad!
Keridil había retrocedido un paso, como desconfiando y temiendo la vehemente súplica de Tarod. Este cobró aliento y dijo en voz muy baja:
—Además, rechazaría algo que no es simplemente una fuente de poder... Es mi propia alma, Keridil. —Alzó la mirada, con ojos torturados—. Yandros no mintió, lo sé; puedo sentirlo, como algo que me corroe. Pero ¿cómo puedo separarme de ella? Aunque uno se libre de su propia alma, ¿puede destruirla? ¿Qué sería de mí, cuando se hubiese ido?
Keridil guardó silencio, luchando interiormente con el desesperado razonamiento de Tarod. ¿Qué era un hombre sin su alma? No lo sabía, ni quería averiguarlo. Tal vez una cáscara..., una concha humana y viva, sin meollo ni razón de ser. No, pensó; nada podía inducirle a dar un paso del que dependería su propio futuro. Y, sin embargo, en ese momento estaba más asustado de lo que había estado jamás en su vida. El alma de Tarod no era la de un espíritu mortal corriente; había nacido del Caos, y el poder del anillo era demasiado grande y letal, demasiado maligno, para que el Círculo se arriesgase a permitir que renaciese. Tarod argüía que podía invertirlo, emplearlo contra sus creadores, pero ¿sería digna de confianza la promesa? Esa noche, la fuerza se había apoderado de él, y el resultado había sido la muerte de un hombre tonto y acalorado, pero en el fondo inocente. Si Tarod quería... o era empujado a emplearla de nuevo, ¿qué posibilidad de salvación tendría el Círculo?
Tratando de ganar tiempo, preguntó:
—¿Qué quieres que haga?
Sus palabras fueron como un salvavidas para Tarod.
—Necesito la ayuda del Círculo, controlar la influencia del Caos y emplearla contra Yandros — dijo, en tono suplicante—. Sabes que soy fiel a nuestros dioses y, digan lo que digan los demás, ¡soy humano! —Se golpeó furiosamente un brazo con el canto de la mano—. ¡Siento el dolor como cualquiera! Amo y espero y sueño como todos los demás... Si empuñases un cuchillo y me lo clavases en el corazón, ¡sangraría y moriría! ¡No soy un demonio!
Keridil tenía que tomar una decisión. No era fácil rechazar los hábitos de una vieja amistad, y algo dentro de él compadecía a Tarod. Pero, como Sumo Iniciado, se debía ante todo y sobre todo al Círculo... y después de lo que había visto, el abismo entre él y Tarod se había ensanchado irremediablemente.
Y además, el viejo resentimiento alzaba de nuevo la cabeza...
Tratando de eliminar toda censura o emoción de su voz, dijo:
—Tarod, ¿sabe Sashka algo de esto?
—¿Sashka? —La cara de Tarod se contrajo en una súbita expresión de dolor—. No. ¿Cómo podría saberlo? Ni yo mismo supe la verdad antes de que ella estuviese a salvo en la casa de su padre.
—Desde luego..., pero ¿se lo dirás?
Tarod se cubrió la cara con las manos. Keridil le había hecho la única pregunta que había estado evitando subconscientemente; había sido fácil no pensar en Sashka en medio del caos de los recientes sucesos, pero ahora sentía como si aquella pregunta le hubiese desnudado hasta los huesos.
—Por los dioses —dijo— que no sé qué hacer... No puedo ocultárselo... y sin embargo...
—¿No confías en ella?
Keridil no había pretendido que sus palabras fuesen hirientes, pero lo fueron.
— ¡Sí, confio en ella! Pero cuando sepa la verdad, ¿confiará ella en mí? ¿Cómo podré convencerla de que nada tiene que temer, Keri-dil?
—¿No tiene nada que temer? —preguntó éste.
La cara de Tarod palideció de enojo.
—De mí, ¡nada en absoluto!
Ambos se miraron fijamente. Lenta e inexorablemente, la mente de Keridil empujaba a éste a una elección... , que era, se dijo, la única posible. Sencillamente, no tenía otro ca mino...
Hizo un brusco ademán, tal vez para ocultar un atisbo de contrición.
—Lo siento. Tal vez será mejor que olvidemos este tema. — Vaciló—. Te ayudaré, Tarod..., si puedo.
Tarod le miró fijamente y, por un instante, el Sumo Iniciado se preguntó, alarmado, si estaría leyendo sus pensamientos ocultos. Pero sus dudas se desvanecieron cuando el hombre de negros cabellos asintió con la cabeza.
—No puedo expresarte mi gratitud... , cuando arriesgas tanto al ponerte de mi parte.
La gratitud de Tarod era lo que menos deseaba Keridil en aquel momento, y la rechazó con un torpe movimiento de la mano.
—Olvídalo. Ahora debemos pensar en lo que hemos de hacer en adelante. — Miró brevemente la cortina tendida sobre el cadáver—. Necesitaré tiempo para hablar con el Consejo y persuadirles de que no deben seguir pensando como ahora... En cuanto a Rhiman...
—Lo que ha pasado no puede ocultarse —dijo tristemente Tarod—. Yo no podría negar la verdad..., no podría mentir...
—Lo sé y comparto tu sentimiento. Pero, con un poco de tiempo, creo que podría alegar circunstancias atenuantes y hacer que el Consejo viese la razón. —Se levantó—. Ahora debes irte, Tarod. Vuelve a tus habitaciones, procura dormir un rato y, sobre todo, que no te vean rondar por el Castillo hasta que podamos continuar la sesión del Consejo y dar una explicación. —La duda pasó por los ojos de Tarod y Keridil añadió—: Confía en mí.
—Desde luego. Pero... —dijo Tarod, mirando la cortina.
— Pediré ayuda a Gyneth para sacar de aquí a Rhiman. Sé que Gyneth obedecerá mis órdenes sin hacer preguntas ni difundir rumores. Ahora, vete, por favor.
Por un instante, pensó que Tarod iba a replicar; pero éste inclinó la cabeza en señal de aquiescencia, se levantó y abrazó brevemente a Keridil, incapaz de expresar con palabras lo que sentía. Keridil consiguió dominar un estremecimiento involuntario y el impulso de apartarse al sentir aquel contacto, y cerró la puerta detrás de Tarod cuando éste salió del estudio. Después respiró hondo para recobrar su aplomo, tomó una campanilla de encima de la mesa y llamó a Gyneth. Cuando apareció el viejo criado, Keridil estaba en pie delante de la chimenea, con las manos apoyadas en la repisa y contemplando fijamente las brasas.
—¿Señor? —Gyneth inició una reverencia al volver el Sumo Iniciado la cabeza, y entonces vio aquel bulto inidentificable y cubierto con la cortina en el suelo, y frunció el entrecejo—. ¿Qué...?
Keridil atajó la pregunta antes de que Gyneth pudiese formularla.
— Gyneth, éste es un caso urgente. Quiero que vayas a ver discretamente a cada uno de los miembros antiguos del Consejo de Adeptos y les pidas que vengan a verme inmediatamente. Eso... —y señaló con mano súbitamente temblorosa la cortina— oculta los restos de un miembro del Consejo que ha sido asesinado en mi presencia hace unos minutos.
Gyneth abrió mucho los ojos, pero antes de que pudiese hablar, Keridil prosiguió:
—Ahora comprendes por qué te he dicho que el caso es urgente. Recuérdalo: todos los Ancianos del Consejo, y nadie más.
El viejo asintió con la cabeza, controlando valerosamente su incredulidad. Midiendo sus palabras, dijo:
— Está bien, Señor. ¿Debo... explicar la razón de la urgencia del caso a los venerables Ancianos?
Keridil se mordió el labio. Ésta era la cuestión crucial: su decisión marcaría definitivamente el camino a seguir, y una vez la hubiese tomado, no podría volverse atrás. Una imagen de Tarod, tal como había entrado en el estudio, confundió su visión interior, y el miedo volvió a hacer presa en él, como una mano fría y vigorosa. El miedo y la repugnancia y... casi... una especie de odio...
— No, Gyneth — dijo—. No sería prudente, pues los rumores circulan demasiado fácilmente y con demasiada rapidez en el Castillo. Diles solamente... —Se estrujó las manos—. Diles que necesito la aprobación del Consejo para ordenar una ejecución.
Confia en mí había dicho Keridil. Desde luego, había respondido él. Pero ahora, sentado detrás de las cortinas corridas de su ventana, Tarod estaba obsesionado por una duda que se negaba a dar paso al razonamiento. Ni siquiera el doble tormento de su dolor por Themila y del recuerdo de su terrible venganza podían disiparla; un instinto que no le daba momento de reposo hurgaba en su conciencia, persistente, inconmovible.
Keridil le había prometido la ayuda del Círculo, y durante todos los años de su amistad, incluso desde la infancia, Tarod no había visto nunca que faltase a su palabra. Pero ayer, en la cámara del Consejo, se había abierto un abismo entre los dos, y sólo ahora se daba cuenta de que aquel abismo había existido ya y se había ido agrandando desde el día de la investidura de Keridil como Sumo Iniciado. Los acontecimientos de los últimos días habían hecho que se ensanchase de modo inconmensurable, hasta el punto de que la noche pasada le había parecido que era juzgado por un extraño... y por un extraño que no le quería bien.
Difícilmente podía culpar a Keridil de que su antigua amistad hubiese perecido, a la luz de todo lo que había pasado. Apoyar a un hombre que, a los ojos de cualquier ser sensato, debía parecer un demonio, pues la acusación de Rhiman había causado efecto, y que había sido indirectamente responsable de la muerte de su propio padre, era más de lo que Tarod podía pedirle. Sin embargo, Keridil le había prometido su ayuda..., aunque algo en su comportamiento y en su voz había despertado una inquietante in tuición.
Tarod no podía creer que el Sumo Iniciado le traicionase. No era el estilo de Keridil; habría podido condenarle abier tamente, pero que recurriese a los subterfugios y al engaño era algo inconcebible, a menos que Tarod se hubiese equivocado completamente acerca de él.
Se levantó y se acercó a la ventana, abriendo la cortina para mirar al patio. La culpa, el remordimiento y un miedo terrible al futuro pesaban sobre él como una carga de plomo. Si Keridil hubiese dicho entonces la verdad, creía que, reforzado por el Círculo en su empeño, habría podido luchar contra la influencia de la piedra-alma y contra la corrupción de Yandros, y tenido algo en lo que esperar. Pero sin ayuda, estaba perdido.
De pronto, le llamó la atención una figura en el patio: un hombre que se movía todo lo deprisa que le permitía su avanzada edad y llamaba bastante la atención a los que le miraban. Había salido del lugar donde se hallaban las habitaciones del Sumo Iniciado, y Tarod se puso tenso al reconocer a Gyneth Linto. El viejo tenía mucha prisa e, incluso visto desde lejos, su agitación era evidente. Sin duda un recado urgente de su Señor...
Bruscamente, las angustiosas dudas cristalizaron en una fría certidumbre. Tarod sintió renacer una vez más su terrible cólera y tuvo que ejercer, para sofocarla, todo el dominio que tenía sobre sí mismo. Se dijo que no podía estar seguro... , que un pequeño incidente no demostraba nada.
Pero si sus sospechas fuesen acertadas..., le dijo una vocecilla interior.
Corrió la cortina y sintió un escalofrío al volverse hacia la sombría habitación. Tenía que descubrir lo que pasaba, le decía su instinto. Si apreciaba en algo su vida, no podía otorgar a Keridil el beneficio de la duda. Se dejó caer temblando en un sillón, incapaz de creer que el Sumo Iniciado fuese tan pérfido, pero sin atreverse ya a confiar en él. Poco a poco, levantó la mano izquierda.
Aborrecía el centelleo de la piedra del anillo, pero sabía que dependía de ella, que la necesitaba. Su aura pareció intensificarse y extenderse como un súbito estallido de luz, cuando Tarod fijó su poderosamente en las habitaciones del Sumo Iniciado...
—Estamos de acuerdo, Señores. —Keridil se levantó, indicando que la discusión había terminado. Su cara estaba desprovista de color y de emoción, y su mirada rehuyó las de los Ancianos presentes en su estudio—. Gracias por el tiempo y la atención que me habéis prestado. Creo que hemos llegado a la única conclusión posible.
El más viejo de los Consejeros asintió gravemente con la cabeza.
— Debo confesar que siento un cierto alivio, Sumo Iniciado. Ésta ha sido la decisión más dura que cualquiera de nosotros haya tenido nunca que tomar, y comprendemos que tu larga amistad con Tarod te ha colocado en una posición nada envidiable. Pero creo hablar en nombre de todos los presentes cuando digo que alabamos tu prudencia y que apoyamos plenamente la decisión.
Un murmullo de asentimiento recorrió toda la mesa, pero Keridil supo que no solamente Tarod había sido juzgado en esa reunión. Su propia credibilidad, como presidente del Círculo y del Consejo, había estado en juego, y cualquier intento de pronunciarse en favor de Tarod habría sido desastroso. Lo había sabido hacía una hora, en el terrible momento en que había estado demasiado asustado para negarse a la petición de ayuda de Tarod, y lo veía ahora doblemente confirmado. Había tomado la única decisión posible; no podía hacer otra cosa. Y, con el recuerdo de la espantosa muerte de Rhiman todavía vivo en su mente, supo también que era esto lo que había querido.
— Gracias por vuestra confianza en mí, Consejeros —dijo —. Espero, por encima de todo, saber cuál es mi deber para con el Circulo, y sé que este deber va mucho más allá de las exigencias de cualquier amistad. — Vaciló—. Pero también confieso que el puro deber no ha sido mi único motivo. Como a vosotros, me espanta lo que Ta-rod podría hacer y, a diferencia de vosotros, he sido testigo involuntario y presencial de sus poderes. Estoy totalmente de acuerdo en que no podemos correr el riesgo de permitir que viva entre nosotros.
Siguió otro asentimiento general y, entonces, alguien dijo:
—Existe, desde luego, la cuestión de los.., de los medios, Sumo Iniciado. Aunque, estrictamente hablando, estamos moralmente obligados a seguir los procedimientos adecuados, me parece que, dadas las circunstancias, un juicio no sería aconsejable.
—Sí... —convino otro—. A fin de cuentas, nadie va a la muerte de buen grado. Y en cuanto se enterase Tarod de la decisión del Consejo, se convertiría en un terrible adversario. Por lo que nos has dicho, está claro que podría destruir a cualquiera de nosotros, o a todos, con la misma facilidad con que nosotros aplastamos un insecto.
Varios Consejeros miraron involuntariamente al suelo. Se habían llevado ya el cuerpo de Rhiman, todavía envuelto en la cortina; pero antes de que se lo llevasen, todos habían visto con sus ojos el resultado del poder de Tarod. Alguien rió nerviosamente.
Keridil miró fijamente la mesa, sobre la que apoyaba las manos extendidas, con los nudillos totalmente blancos.
—Tenemos buenos espadachines —dijo pausadamente—. Si dos de ellos llamasen a la puerta de Tarod sin previo aviso... todo habría terminado en un momento y sin que nadie pudiese impedirlo. Y sería un final piadoso.
Los Consejeros se miraron en silencio. Al fin, el más joven carraspeó y dijo:
—Sobrarán los voluntarios, Keridil. Después de la revelación de ayer...
Keridil cerró momentáneamente los ojos, como sobreponiéndose. Después asintió con la cabeza y dijo vivamente, casi con irritación:
— Está bien, enviad a buscarles. Dadles las instrucciones oportunas y decidles que actúen antes de que Tarod tenga oportunidad de contraatacar.
— ¿Ahora, Señor?
— ¡Sí, ahora! Me habéis recordado que no puedo perder tiempo, y teníais razón. —El conocimiento de que estaba traicionando la amistad, traicionando los principios, ya no parecía importarle. La existencia del Caos en medio del Círculo era una traición todavía más grave, y contando con el apoyo del Consejo, la conciencia de Keridil se sentía un poco más tranquila—. Enviadies a buscar — dijo—. ¡Acabe mos de una vez con este desagradable asunto!
Gracias a alguna cuidadosa manipulación por parte de Keridil, el pasillo del Castillo que conducía a las habitaciones de Tarod estaba desierto cuando los dos Iniciados de cuarto grado lo recorrieron en dirección a la escalera principal. Caminaban rápidamente y sin ruido, sin hablar, asiendo cada uno con mano inquieta la empuñadura de la espada, de hoja corta, que colgaba de su cinto.
Keridil no se había sorprendido de que hubiese voluntarios para la desagradable tarea. A nadie le gustaba la perspectiva, pero los sentimientos de los Adeptos estaban excitados después de las dos muertes de la noche anterior. Estaban de acuerdo en que la de Rhiman había sido indiscutiblemente un asesinato a sangre fría, y en cuanto a la de Themila, aunque Tarod no la había matado, era el único culpable de los sucesos que habían provocado su muerte por la espada. Mientras siguiese vivo y en libertad en medio de ellos, nadie podía sentirse seguro. Sin él, el Círculo se libraría de una plaga maligna que podía extenderse rápidamente.
Los dos Iniciados de cuarto grado habían sido elegidos para esta misión tanto por su destreza en el empleo de las armas como por la vehemencia con que habían aceptado la decisión del Consejo. Ambos habían sido discípulos de Themila en su infancia y habían sentido un afecto especial por ella, y uno estaba emparentado, a través de una hermana casada, con el clan de Rhiman. Antes de salir de las habitaciones de Keridil, se habían arrodillado con el Sumo Iniciado para pedir a Aeoris el triunfo de la justicia y habían bebido, con veneración, el vino de la Isla Blanca, elaborado según una antigua receta y reservado exclusivamente para casos excepcionales. La ceremonia había fortalecido su determinación, pero ambos tenían que reconocer interiormente un sentimiento de aprensión que iba creciendo a medida que se acercaban a la puerta de Tarod.
La puerta estaba cerrada y no se filtraba luz por debajo de ella. El Iniciado más joven alargó una mano hacia el tirador, pero el otro le detuvo, sacudiendo la cabeza.
—El Sumo Iniciado dijo que no debíamos despertar en modo alguno su recelo — dijo en su ronco murmullo—. Llama.
Su compañero asintió con la cabeza. Tenía los labios fuertemente apretados cuando llamó con los nudillos a la puerta, y ambos escucharon en el silencio que siguió.
—No está ahí —susurró el más joven—. O esto, o...
— ¡Espera! Escucha...
Ninguno de los dos habría podido decir si los débiles sonidos que oían ahora detrás de la puerta eran pisadas o solamente el fruto de su imaginación; pero, unos segundos más tarde, percibieron el inconfundible ruido de un cerrojo al abrirse. El más viejo hizo una rápida señal con la cabeza y los dos hombres desenvainaron sus espadas, manteniéndolas ocultas debajo de los pliegues de sus capas cortas.
Chirrió la cerradura y se entreabrió la puerta... y los Iniciados se encontraron frente a una habitación a oscuras y aparentemente vacía.
Se quedaron inmóviles en el umbral, sorprendidos y sintiendo flaquear su confianza. El mayor empujó con indecisión la puerta, que se abrió del todo contra la pared, evidenciando que no había nadie escondido detrás. Por lo visto se había abierto sin que nadie tocase la cerradura ni la hoja, y el joven sintió que el miedo le atenazaba la gar ganta.
—Él lo sabe... —murmuró.
— Puede haber otra explicación... ¡No te pongas nervioso!
Su compañero respiró profundamente; después entró en la habitación, cautelosamente, sin ruido. Ahora que sus ojos empezaban a acostumbrarse a la oscuridad, pudo distinguir las abultadas sombras de los muebles y vio que las cortinas de la ventana de la cámara interior estaban corridas... Sin embargo, la falta de luz parecía irreal. Diciéndose que Tarod no podía saber nada de las intenciones del Consejo, dio otro paso adelante, y su compañero le siguió. Algo surgió amenazadoramente a su derecha; se sobresaltó violentamente y después se burló de sí mismo al darse cuenta que no era más que un alto armario que, por un juego del resplandor desigual de las antorchas del pasillo, había parecido cobrar vida momentáneamente. Se volvió a medias hacia la cámara interior, haciendo ademán al otro de que no se separase...
Y entonces la puerta se cerró a su espalda, con un ruido que puso los pelos de punta a los dos.
Ambos giraron en redondo al apagarse la luz que llegaba del interior, y el más joven lanzó una maldición en voz alta e hizo la señal de Aeoris ante su cara.
Tarod estaba entre ellos y la puerta. A pesar de la oscuridad, podían verle claramente; una luz peculiar e incolora, que brotaba del anillo de su mano izquierda, acentuaba las duras facciones, la mata de cabellos negros, los inhumanos ojos verdes. Sonrió, sin humor ni rencor.
— ¿Me buscabais, caballeros?
El Iniciado más joven trató de articular las palabras que había aprendido cuidadosamente de memoria para engañarle, haciéndole creer que iban a convocarle para una reunión urgente del Consejo. Habían proyectado ganarse su confianza, o al menos disipar sus dudas, y entonces clavarle rápidamente la espada por la espalda, matándole antes de que pudiese defenderse. Ahora parecía una maniobra fútil y ri dícula.
—El Sumo Iniciado... —empezó a decir, pero la lengua se le secó en la boca y, con ella, las palabras.
Tarod les miró y su sonrisa se hizo más amplia, súbitamente amenazadora.
—¿El Sumo Iniciado...? —repitió, con una suavidad que no engañó a sus oyentes.
Al ver que ninguno de los dos respondía, avanzó un paso, y ellos retrocedieron al unísono.
—El Sumo Iniciado —prosiguió Tarod, ahora en tono suave y malicioso— me envía sus saludos y sus disculpas. El Sumo Iniciado ha decidido que ya no puedo seguir viviendo como Adepto del Círculo; mejor dicho, que no puedo seguir vivo. El Sumo Iniciado me tiene miedo, y por eso os envía a vosotros para hacer su trabajo, furtivamente, como esos bandidos que degüellan a sus víctimas amparándose en la noche. ¿O he juzgado mal al Sumo Iniciado?
Supo la respuesta sin necesidad de mirar los pasmados semblantes. Poco a poco cerró la mano derecha sobre la izquierda, tocando ligeramente, casi instintivamente, su anillo.
—Con que Keridil ha tomado por fin una decisión. —Miró de nuevo a los Iniciados y éstos palidecieron—. Cree que soy un embustero, y cree que soy el mal. Tal vez ahora descubrirá lo que es el verdadero mal...
El más joven de los presuntos asesinos se dejó llevar por el pánico. Incitado por las palabras de Tarod, un terror ciego anuló su razón y, súbitamente, saltó sobre el hechicero de cabellos negros, levantando la espada, dispuesto a matar. Por un instante, Tarod se sorprendió; después, con tal rapidez que ninguno de sus dos atacantes se dio cuenta de ello hasta que fue demasiado tarde, desenvainó su cuchillo y lo levantó para parar el golpe. Chocaron ruidosamente los metales, saltaron chispas al encontrarse las dos hojas, y el cuchillo de Tarod se hundió hasta el mango en el pecho de su adversario.
El Iniciado se tambaleó, soltó la espada y se apoyó de espaldas en la pared. Su cara había palidecido de espanto y de dolor, y la sangre brotó a raudales de la larga y curva herida del torso. Después cayó de rodillas y Tarod volvió su atención a su compañero.
El Iniciado mayor había adoptado una posición entre agresiva y defensiva, sosteniendo la espada con ambas manos. Tarod le miró un breve instante; después, hizo un ligero movimiento con la mano izquierda. El anillo resplandeció, como si cobrase vida de repente, y el hombre retrocedió tambaleándose lanzando un alarido al ser alcanzado de lleno por una fuerza colosal y sentir que le ardían los ojos. Ciego, cayó al suelo y Tarod se inclinó sobre él. Habló, casi sin poder controlar la voz:
— Dile a tu traidor Sumo Iniciado que, si quiere tenérselas conmigo, será mejor que lo haga en persona, ¡en vez de enviar a unos niños en su lugar!
El Iniciado cegado estaba demasiado aterrorizado y dolorido para responderle. Abrió la boca, pero ninguna palabra salió de ella, y su mano, que se movía a tientas, no encontró nada. Sintió que se agitaba el aire a su alrededor, como si alguien o algo se moviese, y lo último que oyó, antes de sumirse en el olvido, fue el furioso golpe de la puerta exterior al cerrarse.
Si los Siete Dioses y todas sus legiones le hubiesen cerrado el camino en aquel momento, Tarod les habría derribado sin pensarlo. Se dirigió a la escalera principal, bajó de tres en tres los escalones, salió al gran vestíbulo y lo cruzó, sin reparar en el cuchillo ensangrentado que colgaba de nuevo de su cinto, manchando su ropa y su mano izquierda. Todos sus sentidos estaban embotados; lo único que sentía era una enorme y sofocante amargura por la magnitud de la traición de Keridil. Fingir amistad, jugar con el lazo que les había atado desde la infancia, con el único fin de intentar un frío y cínico asesinato... , todavía no podía creerlo. Pero los dos hombres con sus espadas desenvainadas no habían sido fruto de su imaginación.
Al parecer desde muy lejos, alguien gritó su nombre; él hizo caso omiso de la llamada, apartó a un criado de su camino y oyó una exclamación de sorpresa. Hasta aquel momento, pocos moradores del Castillo, aparte de Keridil y de los miembros más ancianos del Consejo, conocían los detalles de las muertes de Rhiman y Themila; Keridil quería que los hechos no se divulgasen hasta después de que muriese Tarod, y por esto nadie intentó detenerle cuando abrió la doble puerta del vestíbulo y salió al patio.
La brillante luz del sol le deslumbró, y se detuvo, confuso. Sentía una necesidad salvaje y animal de encontrar a Keridil y matarle, pero la razón se estaba ya abriendo paso entre el miasma de su cerebro. Podía vengarse, pero tendría que enfrentarse con todo el Círculo, y ni siquiera él podría resistir su fuerza combinada. No quería morir... , su venganza contra Keridil tendría que esperar.
Se volvió bruscamente y caminó en dirección a las caballerizas. Ni siquiera se había preguntado a qué lugar del mundo podía ir; lo único que le importaba era alejarse del Castillo y de su ambiente de ruindad y de traición.
Su llegada a las caballerizas hizo que los caballos pataleasen y piafasen en sus compartimientos. Fin Tivan Bruali, que había estado disfrutando de lo que consideraba una merecida siesta sobre un mo n-tón de balas de paja, se despertó sobresaltado y empezó a maldecir al intruso que venía a molestarles, a él y a los animales que tenía a su cuidado. Una mirada a la cara de Tarod cortó en seco sus maldiciones.
—La yegua alazana —dijo fríamente Tarod—. ¿Está aquí?
— ¿Aquella bestia resabiada? Está aquí, Señor, pero...
— Ensíllala. —Tarod se volvió al encargado de las caballerizas, cuando éste empezó a protestar de nuevo—. No discutas conmigo, hombre, si aprecias en algo tu cabeza. ¡Ensíllala!
Fin palideció y se dispuso a obedecer. La yegua reconoció a su antiguo jinete y captó algo de su estado mental. Luchó contra Fin, que intentaba ensillarla , tratando de morderle y desorbitando los ojos con agitación. Cuando el hombre la sacó al patio, la bestia sudaba copiosamente y estaba al borde del pánico.
— Señor, nadie podría montarla en estas condiciones —dijo Fin, desalentado—. ¡Sería un suicidio!
Tarod avanzó y asió la rienda de la yegua.
— ¡Déjame en paz con tus nervios!
Forzó la cabeza de la yegua, obligándola a volverla, y cuando el animal dio un paso de lado para protestar, saltó sobre la silla. La yegua se encabritó y Tarod le golpeó el flanco con el extremo de la rienda. En ese momento, sintió que despreciaba a todos los seres vivientes del mundo; no iba a dejarse dominar por un animal. Fin Tivan Bruali saltó a un lado cuando la yegua se lanzó hacia adelante. Tarod se dio perfecta cuenta de que estaba llamando la atención a todos los que se hallaban en el patio; pero, si querían detenerle, habían esperado demasiado. Retuvo a la bestia a pura fuerza de brazos hasta que estuvieron cerca de la puerta del Castillo; entonces le dio rienda suelta.
El ruido de los cascos sobre la piedra fue casi ensordecedor cuando la yegua salió disparada bajo el gran arco hasta el césped que se extendía más allá. Cruzaron a velocidad vertiginosa el Laberinto, y los contornos de la vasta costa del norte parecieron surgir, de pronto, de ninguna parte, mientras el animal galopaba sobre el peligroso camino del puente.
A Tarod no le habría importado que la yegua, en su furiosa carrera, le hubiese arrojado sobre el borde del estrecho puente de granito al mar embravecido que rugía abajo. Ahora chillaba a su montura, inclinado sobre su cuello y ordenándole que fuese más de prisa, casi incitándola a que les matase a los dos. Pero ella llegó sin tropiezo al otro lado, cruzó al galope la Península y, a medida que se alejaban del Castillo, la ciega y rabiosa locura que se había apoderado de Tarod iba desvaneciéndose, siendo reemplazada por una emoción que le atormentaba en lo más íntimo.
Había dejado atrás todo lo que había conocido, había roto los lazos que le habían atado desde la infancia. Ellos habían despreciado su lealtad, le habían maldecido, le habían condenado... Él ya no era parte de su mundo, sino un proscrito. La amistad se había convertido en fiera enemistad de la noche a la mañana; su única amiga y protectora había muerto... y el Círculo no guardaba nada para él, salvo dolor.
¿Adónde podía ir? El Círculo había sido su vida; no tenía parientes ni amigos más allá de sus confines. Lo único que tenía era una sola fe, una sola esperanza.
Sashka. Ahora debía de haber salido de la casa de su padre para volver a la Residencia de la Tierra Alta del Oeste y esperarle allí. En una cosa no se hacía ilusiones: en cuanto circulase la noticia, la Señora Kael Amion le condenaría con tanta vehemencia como cualquier Iniciado del Círculo; pero la Señora Kael no era madre ni tutora de Sashka. Y su hermosa, fiel y testaruda novia no prestaría atención a las advertencias o consejos de los viejos, sino que seguiría los impulsos de su corazón.
Ahora la necesitaba más que nunca. En cuanto estuviesen de nuevo juntos, podrían trazar planes y decidir lo que había que hacer: su futuro sería ahora muy diferente, pero, pasara lo que pasara, nunca volverían a separarse...
La yegua, calmado su frenesí, había ralentizado su andadura. Más amablemente que antes, pero con mayor resolución, Tarod levantó las riendas y la condujo hacia adelante, en dirección al estrecho y peligroso camino que se adentraba hasta el corazón de las montañas.