CAPÍTULO 2

Tarod...

Oyó la palabra en su cerebro, y se aferró a ella. Era su nombre secreto y, por tenerlo, sabía que aún existía.

Tarod...

Yacía de bruces sobre una superficie dura. Algo, tal vez una piedra, presionaba cruelmente contra su mejilla derecha y, cuando el muchacho respiró, su boca y su nariz se llenaron de polvo. Trató de moverse, y sintió en el hombro derecho un dolor tan fuerte que tuvo que morderse furiosa mente la lengua para no gritar.

Poco a poco fue recobrando la conciencia y, con ella, algo parecido a la memoria. Recordó débilmente el último momento antes de que estallase el Warp; la imagen que se había formado en su cerebro antes de que toda la furia de la tormenta se desencadenase sobre él. ¿Estaba muerto? ¿Le había llevado el Warp a otra vida que no podía imaginar? Trató de recordar lo que había sucedido, pero su mente estaba confusa y no podía ordenar sus pensamientos. Además, se sentía vivo, dolorosamente vivo...

De nuevo intentó moverse, y esta vez lo consiguió, venciendo el dolor e incorporándose sobre el brazo indemne, gracias a un enorme esfuerzo dé voluntad. Algo que se le había pegado a los ojos le imp e-día abrirlos, y sólo después de frotarlos repetidas veces pudo al fin abrir los párpados.

Estaba rodeado de una oscuridad tan intensa que era casi sofocante. Y, sin embargo, sus sentidos le decían que estaba al aire libre, pues tenía una sensación de espacio y hacia frío. Una brisa insidiosa acarició sus negros cabellos, apartándolos de su cara y enfriando algo húmedo en sus mejillas. Se enjugó lo que podía ser agua, sangre o sudor; no lo sabía y no le importaba, y empezó a tantear prudentemente con las manos para hacerse alguna idea del lugar donde se hallaba.

Sus dedos tropezaron con piedras; el suelo inclinado estaba lleno de piedras y de angulosos fragmentos de esquisto. Ahora, doblemente asustado, el muchacho probó su voz. Surgió seca y cascada de su garganta, y fue incapaz de formar palabras con ella; sin embargo, al menos era un sonido, físico y real. Pero él no estaba preparado para la respuesta de los innumerables y suaves ecos que llegaron susurrando hasta él y que parecían venir de rocas macizas que se extendían hasta el infinito en todas direcciones. Rocas macizas... Se dio cuenta, impie-sionado, de que debía de estar entre altas colinas, tal vez incluso mo n-tañas. Pero no había mo ntañas en la provincia de Wishet; la cordillera más próxima estaba lejos, hacia el norte y el oeste, ¡a una distancia enorme! Se estremeció violentamente. Si estaba todavía en el mundo, ésta no podía ser parte del que conocía...

Armándose de valor, gritó de nuevo, y de nuevo le respondieron las rocas, imitándole. Y entre sus voces oyó una que no era la suya y que murmuraba el nombre que había sonado en su mente al recobrar el conocimiento.

Tarod...

De pronto, el muchacho sintió un terror que le abrumaba y una necesidad frenética, casi física, de consuelo. Quería gritar pidiendo que alguien viniese en su ayuda, pero ahora surgió otro recuerdo en su mente. Coran... Coran estaba muerto, ¡y él le había matado! Nadie podía ayudarle, pues ya había sido condenado.

Aunque había sido sin querer, se sintió repentinamente trastornado y cerró los ojos de nuevo, en su desesperado y fútil intento de borrar aquel recuerdo. Impotente, empezó a vomitar con violencia y, cuando pasaron los espasmos, sintió que le daba vueltas la cabeza. Sus ojos se llenaron de lágrimas que, abriéndose paso entre las negras pestañas, rodaron por sus mejillas. No comprendía lo que le había sucedido y, por mucho que se esforzase, no podía combatir el miedo y el dolor que sentía. En lo más profundo de su ser, una vocecilla trataba de consolarle, recordándole que al menos había sobrevivido a la terrible experiencia; pero ahora, mientras las lágrimas venían más y más copiosamente, sintió que era tan poca su esperanza que mejor habría sido morir junto a Coran.

Más tarde creyó que debía haber perdido de nuevo el conocimiento, pues, cuando se despertó, había luz. Muy poca, por cierto; pero un débil resplandor carmesí teñía el aire a su alrededor, y por primera vez pudo distinguir su en torno.

Había montañas, enormes masas de granito que se elevaban a tremenda altura y parecían abalanzarse en su dirección, haciendo que sintiese vértigo. Aunque desde el lugar donde se hallaba no podía ver el sol, el cielo había tomado sobre los picachos un color pálido y enfermizo, como de cobre viejo y gastado, y los riscos aparecían manchados con su lúgubre reflejo. Amanecía... Por consiguiente, había yacido aquí toda la noche. Y «aquí» había un estrecho barranco en cuyo fondo se amontonaban los detritos depositados por innumerables corrimientos de tierra; esquistos sueltos y una enorme piedra de borde mellado desprendida de la pared rocosa. Cuando pudo vencer el dolor y volverse para mirar a su alrededor, vio que el barranco terminaba precisamente debajo de sus pies, en una escarpada pendiente que terminaba en lo que parecía ser un camino. ¿Un paso...? Sacudió la cabeza, tratando de despejar su mente. Sentía un ardor terrible en el hombro y en el brazo y comprendió que tenía un hueso roto, o tal vez más de uno. Tratando de combatir el dolor, buscó un punto de apoyo y, tras un prolongado esfuerzo, consiguió ponerse en pie, agarrándose al borde afilado de la roca. Este movimiento hizo que le diese vueltas la cabeza y oyese en ella fuertes zumbidos; su estómago reaccionó y otro espasmo de náuseas hizo que se doblase por la mitad y que, durante un rato, se olvidase de todo salvo de su difícil situación. Después del espasmo, empezó a temblar una vez más, consciente de que las defensas de su cuerpo se habían debilitado peligrosamente. Ahora estaba de nuevo de rodillas en el suelo, incapaz de levantarse; si había de sobrevivir, tenía que encontrar ayuda. Pero esto parecía no tener sentido; su control se estaba deteriorando y no podía pensar con bastante claridad para decidir lo que tenía que hacer.

El muchacho se volvió en la que creyó que era la dirección del so1 naciente. Entonces, lenta, dolorosa y gradualmente, empezó a arrastrarse a lo largo de la cornisa que discurría junto al serpenteante camino de montaña.

Cuando terminó el breve día, supo que iba a morir. Durante interminables horas se había arrastrado como un animal herido sobre la cornisa de esquisto paralela al camino, esperando que terminaría el paso detrás del próximo saliente rocoso y aparecería una aldea, pero sufriendo siempre un amargo desengaño. En lo alto, un tímido sol se había elevado en el cielo, alcanzado su cenit y descendido de nuevo, y ni una sola vez había penetrado en la sombra un rayo de calor. En definitiva, el muchacho había perdido todo contacto con la realidad, y el estrecho mundo del paso de montaña parecía un sueño eterno, sin principio ni fin. Cada recodo parecía igual al anterior; cada risco desnudo y hostil sobre su cabeza, idéntico a los demás. Pero él seguía moviéndose, sabiendo que si se detenía, si admitía la derrota, la muerte vendría, rápida e inexorable. Y no quería morir.

Al fin se dio cuenta de que el paisaje se oscurecía una vez más y, al hundirse el triste día en el crepúsculo, las rocas parecieron acercarse más sobre él, como si tratasen de envolverle en un abrazo final del que nunca despertaría. Pero ahora estaba hablando sin palabras consigo mismo, tratando a veces de reír entre sus resecos labios y, en una ocasión, gritando incluso algún confuso desafío a los riscos. Y mientras se arrastraba, aquel nombre que era su único salvavidas iba resonando en su cabeza.

Tarod... Tarod... Tarod...

Por último llegó el momento en que comprendió que no podía seguir adelante. La última luz se había casi desvanecido y, cuando levantó una mano delante de su cara, apenas si pudo distinguir la pálida silueta de sus dedos. Una roca le cerró el camino y él se acurrucó junto a ella, apretando la cara contra la piedra y escuchando latir la sangre en sus oídos. Había tratado de salvarse y había fracasado. No podía hacer nada más...

Y entonces, entre los latidos de su propio pulso, oyó otro sonido.

Sólo era el débil repiqueteo de una piedra desprendida y rodando sobre el esquisto. Pero él se puso inmediatamente alerta, pues aquel ruido sólo podía significar una cosa: alguien, o algo, se estaba moviendo cerca de allí.

El corazón le latió más aprisa, y cambió de posición para poder mirar en la dirección de la que había venido el sonido. Aguzó los ojos para ver en la creciente oscuridad. Y, precisamente cuando empezaba a pensar que todo habían sido imaginaciones suyas, oyó otro suave repiqueteo de piedra sobre piedra, esta vez un poco más lejos.

Entonces las vio. Tres siluetas, sólo ligeramente más oscuras que el terreno circundante, se movían con cautela. Caminaban erguidas, sus cabezas parecían totalmente cubiertas con gorros o capuchas, y eran seres inconfundiblemente humanos.

La impresión de encontrar seres humanos en el mismo instante en que había renunciado a toda esperanza fue indescriptible, y sólo el dominio que tenía de sí mismo le impidió gritar con las pocas fuerzas que le quedaban. Se inclinó hacia adelante, tratando de levantarse... hasta que su instinto le advirtió que no debía hacerlo.

Algo en la manera de moverse de aquellas figuras de las que sólo percibía la silueta hizo sonar una señal de alarma en su mente, dicién-dole que no revelase su presencia. Las figuras caminaban cautelosamente a lo largo de la cornisa; vio un brazo levantado, más oscuro que las peñas del fondo; oyó una maldición ahogada al dar alguien un resbalón. El acento le era desconocido... Entonces, bruscamente, a una señal del que parecía ser el jefe, surgieron más figuras de la oscuridad. Conteniendo el aliento y tratando de ignorar los dolorosos latidos de su corazón, el muchacho empezó a contarlas, pero casi antes de que pudiese comenzar, un nuevo ruido desvió su atención.

Cascos de caballo. El ruido sonaba todavía lejos, pero al aguzar los oídos, lo percibió con mayor claridad. Eran varios caballos, aunque resultaba difícil calcular su número porque los ecos resonaban en el paso, y se estaban acercando rápidamente. También los hombres lo habían oído y sus siluetas se pusieron alerta. Algo brilló en la mano de uno de ellos, con un débil resplandor metálico...

El muchacho vio las luces antes de ver los caballos y a quienes los montaban: pequeños y oscilantes puntos luminosos que se acercaban a través del paso como luciérnagas. Tres faroles colgados de la punta de largos palos y que, al acercarse, iluminaron las caras de los jinetes.

Casi todos eran mujeres.

¿Mujeres cabalgando en un lugar tan desierto como éste? Antes de que pudiese ordenar sus pensamientos, vio que las figuras encapuchadas se movían. Comprendió inmediatamente su plan y se dio cuenta de que aquellos hombres eran bandidos: ¡iba a presenciar una emboscada! Las mujeres nada podrían hacer... Un frío más intenso que el producido por el dolor y el agotamiento y la cruda noche penetró hasta la médula de los huesos del muchacho, que se echó más atrás junto a la roca cuando el primer jinete pasó a pocos pies por debajo de él.

El ataque fue rápido y sorprendentemente eficaz. Los bandidos no dieron el menor aviso; saltaron simplemente desde su ventajosa posición como fantasmas que se materializasen en la noche, y tres jinetes y dos faroles cayeron estrepitosamente al suelo, mientras los caballos que iban en cabeza se encabritaban y relinchaban aterrorizados. Chillaron las mujeres, un hombre vociferó roncamente, los ecos resonaron en los picos, y a los pocos momentos el estrépito era infernal.

El muchacho observaba, incapaz de moverse, incapaz de apartar la horrorizada mirada del terrible espectáculo. A la luz de un farol que oscilaba violentamente, vio los largos cuchillos de los bandidos y un caballo que caía al suelo. De su cuello manaba un chorro de sangre y emitía un espantoso y débil relincho. Una mujer peligrosamente vis i-ble, atrapada en su largo y embarazoso vestido, trataba de salir a rastras de entre los convulsos cascos del caballo; una figura encapuchada se irguió, de pronto, sobre ella; brilló un cuchillo y el grito de la mujer, si es que gritó, se perdió entre aquel estruendo.

¡Atacar a una mujer... indefensa! El estómago del muchacho se contrajo presa de la terrible emoción que pareció inundar todo su ser. Cerró convulsivamente los puños, incluso el del brazo roto, dando rienda suelta a su indignación y a su furor. Este sentimiento hizo que tuviese ganas de dañar, de matar, de vengar a las víctimas de los bandidos y, a medida que aumentaba este deseo, una exultante sensación de poder se iba apoderando de él, estimulada por su cólera y borrando todas las otras formas de conciencia. Si hubiese tenido tiempo de razonar, se habría dado cuenta de que aquel poder era igual que la fuerza que había matado a Coran; pero ahora la razón estaba fuera de su alcance. Inconscientemente, se puso en pie, lleno su cuerpo de furia reprimida. Levantó un brazo por encima de la cabeza y el mundo pareció volverse carmesí a su alrededor; el jefe de los bandoleros levantó la cara y, por un instante, ésta s e le apareció con terrible claridad; una expresión de incredulidad se plasmó en las toscas facciones, donde quedó fijada para siempre, al brotar un rayo de brillo carmesí de los dedos del muchacho, con un estampido ensordecedor. El rayo dio de lleno en el bandido, y su cuerpo pareció erguirse al ser alcanzado por un segundo rayo menos intenso, antes de que el escenario se sumiese en la oscuridad y el silencio.

El muchacho se tambaleó peligrosamente sobre sus pies. ¿Qué había hecho? ¿Qué le había ocurrido? la oleada de poder se había apoderado totalmente de él, pero ahora, agotado en un instante, había dejado solamente un sabor amargo en su boca. De nuevo tuvo ganas de vomitar, pero su estómago estaba vacío, y no podía controlar sus músculos... Por un momento, vio aquellas caras debajo de él, petrificadas de asombro por lo que acababan de presenciar. En alguna parte, pensó que muy lejos, chillaron unos hombres y se oyeron las pisadas de alguien que salía corriendo, resbalando y tropezando. Después, le invadió una ola de oscuridad que subió, menguó y subió de nuevo, esta vez con más fuerza; sintió que le flaqueaban las piernas...

Afortunadamente, le esperaban unas manos cuando cayó de la cornisa al camino.

Tarod... Tarod... Tarod...

Este nombre hizo que empezase a recobrar el conocimiento. Trató de abrir los ojos, pero el menor movimiento le causaba un intenso dolor y renunció a su intento.

Tenía la lengua hinchada y pesada, irritada la garganta, pero no podía hablar para pedir agua. Si es que había alguien que pudiese oírle...

Pero sí que había alguien. Podía sentir su presencia, o mejor dicho, sus presencias, moviéndose sin ruido a su alrededor. Y ya no yacía sobre el frío esquisto, sino envuelto en una tosca tela que calentaba su cuerpo. La sensación de hallars e rodeado... Una sombra pasó sobre sus párpados y de nuevo trató de abrirlos, y de nuevo fue incapaz de hacerlo. Tarod... Tarod... Tarod... Esta vez su mente registró otras palabras; voces graves, físicas, reales.

— Y yo te digo, Taunan, que el muchacho está gravemente herido. ¿Quieres que muera durante el camino? Mi Residencia está a menos de media jornada de aquí...

—Comprendo tu preocupación, Señora, y la comparto.

—Esta vez era una voz masculina—. ¡Pero ya has visto lo que ha pasado! Ha dado pruebas de un poder... —pareció no encontrar de momento la palabra—, de un poder... ¡inaudito! No; si alguien puede curarle, es nuestro médico. Debo llevarlo a la Península.

La mujer se mantuvo en sus trece.

—Será llevado allí cuando esté curado. A menos, naturalmente, que lo reclame su clan.

El muchacho, horrorizado, quiso protestar, decirles que no pertenecía a ningún clan y que nada en el mundo podía inducirle a volver a Wishet. Sintió un enorme alivio cuando el hombre replicó:

— ¡Vendrá conmigo ahora! Maldito sea su clan... Nadie puede engendrar semejante prodigio y esperar que el Círculo se encoja de hombros. ¡Que Aeoris nos ampare! Cuando Jehrek se entere de esto...

—Probablemente hará que le sirvan tu cabeza hueca en una bandeja de plata por tu descuido, si es que conozco al Sumo Iniciado — repuso agriamente la mujer.

¡Iniciado! El muchacho consiguió lanzar una exclamación e, inmediatamente, otra voz femenina, más suave y más joven, habló cerca de su oído:

—Señora... Taunan... creo que está volviendo en sí.

El honbre juró en voz baja.

—Gracias, Taunan, pero debo recordarte que hay Novicias presentes —le zahirió la mujer mayor—. Y ahora, Ulmara, déjame ver al muchacho. ¡Oh, sí! Está recobrando el conocimiento, aunque trata de disimularlo. —Él oyó un susurro de ropa y sintió una segunda presencia a su lado y un débil olor a hierbas desconocidas —. ¡Y pensar que, de no ser por él, podríamos estar todos muertos...! ¿Puedes oírme, chico?

Algo en su voz, firme pero amable, hizo que el muchacho quisiera desesperadamente res ponder, pero sus cuerdas vocales se negaron a obedecer su voluntad.

—Agua, Ulmara. Allí hay una vasija; creo que no se ha roto.

Le acercaron algo frío a los labios y lo engulló convulsivamente. El agua tenía un sabor extraño pero le sentó bien, y al fin notó que su garganta y su lengua empezaban a desentumecerse.

— Muy bien — dijo, satisfecha, la mujer—. Y ahora, ¿puedes hablar? ¿Puedes decirnos tu nombre?

¿Su nombre? El no tenía nombre, ya no lo tenía, y esta idea hizo renacer su miedo. Irreflexivamente, trató de moverse, y el dolor que esto produjo en el hombro y en el brazo fue tan fuerte que lanzó un gemido y se dejó caer de nuevo.

— ¡Por el buen Aeoris, Taunan, la herida se ha abierto de nuevo! Tráeme un paño, Ulmara, ¡de prisa! Sí, sí, ése irá bien, ¡no importa que se ensucie!

Aplicó un paño mojado en su hombro, y su frescura fue como un bálsamo contra el fuego que parecía que iba a quemarle la carne. Más calmado, se preguntó qué podía decirles, y al fin, en medio de su confusión, recobró la voz. Pero no pudo articular la palabra que quería decir; en cambio murmuró:

— Bandidos.

El hombre lanzó una exclamación que podía ser de sorpresa o de regocijo.

— ¿bandidos? Se fueron, muchacho. Echaron a correr como chiquillos ante un Warp; todos, menos el jefe, que se quedó en el camino, gracias a ti.

— ¡Taunan¡—le replicó la mujer.

Taunan rechazó su protesta:

—Él sabe lo que le hizo a aquel cerdo y lo que quedó de él, ¡y también debe saber que con ello nos salvó la vida!

—Sin embargo, puede estar impresionado y no es bueno recordárselo.

—No le hará ningún daño. —Una mano tocó la frente del muchacho—. Es fuerte, Señora..., creo que más fuerte que tú y que yo y que cualquiera de nuestros conocidos. Un tipo raro, y no me equivoco.

Algo en la conciencia del muchacho se rebeló contra aquella palabrería; hablaban de el como si fuese un pedazo de carne inanimada que podían examinar y diseccionar a su antojo. ¿Qué había hecho él? Ahora no podía recordarlo... Apretó los dientes, hizo un tremendo esfuerzo para vencer el dolor y abrió los ojos.

De momento, no pudo enfocar la escena, sino que ésta siguió siendo un revoltijo de bultos amorfos y de colores sin color. Después vio que, a sólo un paso de distancia, había una pared de lona y, sobre su cabeza, un techo del mismo materia l. Estaba en una tienda o, al menos, en un tosco refugio construido a toda prisa. Y este mundo reducido, como un capullo, era tranquilizador; se sentía, contra toda lógica, a salvo de la noche que acechaba fuera. Pestañeó y alguien le frotó suavemente los párpados con un paño mojado, y al fin se aclaró su visión y pudo ver las caras de sus acompañantes.

La mujer que estaba arrodillada a su lado era mayor de lo que daba a entender su enérgica voz. Tenía larga y huesuda la cara, pálida la tez, y los ojos de un azul desvaído. No podía verle los cabellos, peinados hacia atrás y cubiertos por una toca blanca de lino, y llevaba el hábito distintivo de las Hermanas de Aeoris sobre lo que parecía ser un tosco vestido de viaje. Cuando sonrió, mostró que le faltaban varios dientes, y la luz del farol, que iluminaba débilmente el escenario, suavizó las profundas arrugas de su cara. Otros personajes se movían a su alrededor, y vio una muchacha pocos años mayor que él, de facciones más redondas y suaves, y que le miraba con los ojos muy abiertos. Otras dos mujeres le observaban desde lejos; también ellas llevaban hábitos blancos, desgarrados y manchados después del ataque de los bandidos, y una de ellas tenía un brazo vendado y doblado en un ángulo extraño. La intuición le dijo que era la que había visto tratando de alejarse a rastras, la que había sido atacada por el bandido. Se alegró de que hubiera sobrevivido sin sufrir lesiones graves. El muchacho le sonrió, pero, antes de que ella pudiese responderle, el hombre cuya voz había oído se interpuso entre los dos. Era alto y delgado, y sus cabellos de un castaño claro parecían mal cortados y le llegaban hasta los hombros. También sus ojos eran claros, flanqueando una nariz aguileña, y algo en su expresión decía que el muchacho significaba, para Taunan, mucho más de lo que habían dado a entender sus primeros comentarios.

Ahora, Taunan se sentó en cuclillas y se inclinó hacia adelante.

— Puedes verme, muchacho? — preguntó.

Haciendo un esfuerzo, el chico asintió con la cabeza y se mordió el labio con tal fuerza que de nuevo sintió una punzada de dolor.

—No te muevas más de lo necesario —le aconsejó la vieja—. Has perdido mucha sangre y estás débil. Pero aquí estás a salvo. Los bandidos se han marchado hace rato.

Y miró hacia abajo, para indicar a Taunan que no debía hacer más comentarios al respecto.

Taunan desvió la mirada y volvió a fijarla en el muchacho.

— Estamos en deuda contigo, jovencito — dijo seriamente—. Y la pagaremos, si podemos. ¿Cómo te llamas y cuál es tu clan?

El muchacho hubiese querido decirle a Taunan la verdad, pero el cansancio le obligó a morderse la lengua.

— O no lo sabe, o no quiere que nosotros lo sepamos —murmuró Taunan. No había pretendido que el chico oyese sus palabras, pero éste las oyó a pesar de todo—. O puede ser un niño abandonado; no es más que huesos y piel.

La vieja suspiró.

—Sí..., y esto es aún más peligroso, después de la herida que ha sufrido. Si por lo menos tuviésemos algo para alimentarle; un poco de leche...

—¡Leche! —Taunan lanzó una breve risa que era como un ladrido—. Señora, no encontrarías leche aunque estuvieses un día cabalgando alrededor de este agujero infernal. Lo mejor que podemos hacer por él es darle agua salobre y algunos bocados de las provisiones que llevamos, si es que puede tragarlos, cosa que dudo.

El muchacho sintió que su mente empezaba a divagar, desprendiéndose del tranquilo escenario del refugio. Era una sensación peculiar, como flotar en una nube de aire húmedo, y relajó lo bastante sus sentidos para prolongar aquella sensación un poco más, hasta que Taunan se inclinó de nuevo sobre él.

Al moverse el hombre, algo que brillaba en su hombro derecho llamó la atención al chico, y cuando éste lo miró se le aceleró el pulso. Era un broche de oro, una insignia que formaba un círculo perfecto, partido en dos mitades por un rayo en zigzag. Había visto una vez uno de estos broches, en una ilustración... ¡Era la insignia de un Iniciado!

Contra todas las probabilidades, ¡parecía que sus salvadores eran los servidores del propio Aeoris! Si al menos pudiese...

Presa de la angustia, trató impulsivamente de incorporarse. Taunan le agarró cuando empezaba a sentir náuseas como reacción al dolor, y cuando le reclinaron de nuevo sobre el montón de abrigos y capas que le servía de cama, sintió como si todo el mundo fuese un torbellino escarlata de tortura, que daba vueltas a su alrededor. Taunan lanzó otro juramento, y le dieron más agua; pero esta vez, cuando se mitigó el dolor, persistió el agitado latido en sus venas, sin que hubiese manera de calmarlo. Cuando abrió una vez más los ojos, todo lo que vio, la tienda, las dos mujeres, Taunan, estaba rodeado de un aura temblorosa y de vivos colores.

— No podrá resistir mucho tiempo, Taunan — dijo, preocupada, la vieja. Parecía estar hablando desde muy lejos, en un espacio vacío—. Por muy fuerte que sea su constitución, ha sufrido demasiado. ¡Y no es más que un niño! Si perdemos más tiempo, cualquier decisión sobre el lugar al que debemos llevarle será inútil.

¿Iba a morir? Él no quería morir...

Tarod... Tarod... Tarod... El nombre secreto volvió inesperadamente a su memoria, pillándole desprevenido. El delirio se estaba apoderando de él, aunque trataba de combatirlo; estaba en el límite entre la consciencia y la ilusión, y cada vez le resultaba más difícil distinguir entre una y otra.

Tarod... Tarad...

La vieja se puso en pie, alisando la falda de su hábito y contrayendo los entumecidos dedos de los pies dentro de las gruesas botas de cuero.

—Creo que tienes razón, Taunan. El muchacho está muy mal y, como tú has dicho, si alguien puede curarlo es sólo vuestro médico. En la Residencia no tenemos gente tan hábil como Grevard. Si puede salvarse, el Castillo le salvará.

¿El Castillo? La palabra despertó un recuerdo en lo más profundo de la mente del muchacho, algo que necesitaba articular. Sólo estaba consciente a medias, al borde de una inquietante pesadilla, pero tenía que encontrar fuerzas para decirlo antes de que las alucinaciones le impidiesen hacerlo.

— Tarod.

Le sorprendió la claridad de su propia voz y le agradó el momentáneo silencio de asombro que se hizo.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Taunan en voz baja.

— No lo sé..., parecía un nombre. ¿Tal vez el suyo? — El mi-chacho sintió que la vieja se acercaba—. Qué has dicho, niño? ¿Tu nombre? ¿Puedes decirlo otra vez?

— Tarod...

Esta vez lo oyeron mejor, y Taunan repitió la palabra.

—Tarod..., no sé qué significa, pero...

— Puede ser su nombre — concluyó la vieja—. Tiene que serlo. Se llama Tarod.

El muchacho se estaba hundiendo en el abismo que le alejaba de la realidad. Pero al cerrar los ojos sonrió confirmando las palabras de la anciana, y en esta confirmación había satisfacción y alivio.

El crepúsculo de principios de primavera era frío y silencioso. En estas lejanas latitudes del norte, el sol nunca subía muy alto y, al ponerse, era un hinchado globo carmesí, viejo, agotado y triste. Al salir con Taunan del paso de montaña que separaba la Península de la Estrella del resto del mundo, la dama Kael Amion, superiora de la He r-man dad de Aeoris, contempló la improvisada camilla que transportaban los caballos. No era un sistema muy adecuado para trasladar a un niño herido, pero no había alternativa, si querían llegar pronto a la Península de la Estrella. Y por la gracia de Aeoris, pensó, por lo menos el muchacho seguía vivo. Recordó, temblando, la manera en que había delirado mientras se preparaban para el viaje, y la inquietud que habla visto en las caras de Ulmara y de las otras mujeres cuando las había despedido para que terminasen solas el trayecto hasta la Residencia de la Hermandad en la Tierra Alta del Oeste. Las había animado diciéndoles que, con toda seguridad, la historia de los misteriosos poderes del muchacho se propagaría como un incendio en pleno verano, y que ningún bandido se atrevería a acercarse al distrito durante muchos días; pero, de todos modos rezaba en silencio para que llegasen sin tropiezos a su destino. Cabalgaba hacia el Castillo para cumplir con su extraña misión, todavía no muy segura de por qué la había aceptado...

Taunan, percibiendo su inquietud, miró también al chico. También él había dudado de si debían dejar que las otras mujeres continuasen solas su camino, pero había creído que no había alternativa. Después de lo que había presenciado en el puerto de montaña, la prioridad estaba clara, y no estaba dispuesto a que un grupo de Novicias parlan-chinas retrasase su marcha.

Ahora las montañas habían quedado a su espalda, oscuras y gigantescas, desafiando al sol y proyectando una sombra siniestra sobre los dos personajes a caballo. Sus monturas habían avanzado sobre el terreno pedregoso de las laderas más bajas y, delante de ellos, estaba el punto de destino de su viaje: la Península de la Estrella.

La Península de la Estrella era la punta de tierra más septentrional de todo el mundo; un pequeño pero espectacular montón de peñas de granito que se adentraba en un mar frío y hostil. Ni siquiera los más curtidos pescadores navegaban por aquel mar, y Taunan dudaba mucho de que algún día los hombres se atreviesen a explorarlo. Nacido y criado junto al mar, comprendía la mezcla de miedo y amor que sentían los pescadores por el elemento del que dependían sus vidas. Si las cosas hubiesen ido de otro modo, él mismo habría podido ser pescador, desafiando el poder del mar, que daba la vida o la muerte a su antojo...

Intentó librarse de estos pensamientos. La Península siempre le afectaba de esta manera cuando regresaba a ella después de una ausencia de más de un día o dos; su primera visión de la punta de tierra verde-gris que se extendía hacia lo lejos partiendo del pie de las mo n-tañas, y de las grandes olas que viniendo desde el norte rompían y se disolvían contra las rocas a cientos de pies más abajo, todavía le producía una emoción que ni siquiera su antigua familiaridad con el paisaje podía disipar. Desde aquí era difícil distinguir el pináculo de rocas que se elevaba en el extremo de la Península; la niebla de la tarde y el sol vespertino lo oscurecían. Pero sintió la impresión familiar de volver a casa. Y la convicción de que aquella casa era la estructura más conocida y respetada (e incluso más temida, se dijo) del mundo, seguía produciéndole un escalofrío de orgullo.

Kael Amion, aprovechando el ensimismamiento de Taunan, desmontó y se arrodilló sobre la húmeda hierba para observar más de cerca al joven que transportaban. A primera vista, parecía que el muchacho estaba dormido, pero algunas señales inequívocas le advirtieron que no era un sueño normal. El muchacho tenía la cara sudorosa y las mejillas coloradas, y la respiración era superficial e irregular. Sospechó que estaba en coma y rezó en silencio a Aeoris para que Gre-vard, el viejo médico del Castillo, pudiese hacer algo por él.

Taunan se volvió en su silla para observar al niño.

— ¿Cómo está? —preguntó.

Kael Amion sacudió la cabeza y montó de nuevo a caballo.

—Mal. Y cuanto más nos demoremos aquí, menores serán sus probabilidades de salvación.

Un viento del noroeste les alcanzó cuando dejaron el refugio de las montañas y empezaron a cabalgar por el breve trecho cubierto de césped primaveral que les separaba de la Península. Como le daba vértigo la altura, Kael mantuvo la mirada fija en el suelo a pocos pasos delante de ella, volviéndose sólo ocasionalmente a mirar atrás, para comprobar el buen estado de la camilla oscilante. La Península era una lengua de tierra vacía y desierta, sin un solo árbol o arbusto, un abandonado montón de peñascos; y una vez más, se preguntó qué mente trastornada había podido elegir este lugar para levantar una fortaleza, cuando podía haberla construido en cualquier otro paraje del mundo. Pero el Castillo había sido edificado antes de que empezase la Historia conocida, si los relatos eran verdaderos, y nadie podía ni quería imaginarse los oscuros móviles de los Ancianos...

Sólo tenían que avanzar media milla más, bajando una suave ladera, para llegar al extremo de la Península. Aquí estaba el final de su viaje y la parte del mismo que Kael temía más: el paso por el puente natural que les llevaría hasta el Castillo.

Mucho tiempo atrás, la tierra en la que se elevaba el Castillo había formado parte integrante de la Península, pero, a lo largo de los siglos, el mar había aprovechado una falla en el estrato rocoso para erosionar el granito, hasta que éste había cedido al incesante golpeteo de las olas.

Ahora, la punta estaba unida a tierra firme sólo por un puente natural de roca peligrosamente estrecho y que formaba un gran arco entre aquélla y ésta. Cada vez que cabalgaba sobre este arco, a Kael se le revolvía el estómago de pensar que sólo aquel desgastado puente la salvaba de una caída de casi mil pies a un mar siempre hambriento.

Dominando su miedo, miró hacia adelante en dirección al inicio del puente, señalado por dos montones de piedras.

Levantando la voz para hacerse oír sobre el viento y el mar, dijo a Taunan:

— ¿Es el puente lo bastante ancho para que podamos pasar los dos con la camilla?

—Es lo bastante ancho para cuatro, Señora, pero no más.

Haciendo pantalla con la mano para resguardar sus ojos del sol poniente, Kael miró hacia el extremo del puente, tratando de no pensar en lo estrecho que era y lo frágil que parecía. Ahora podía ver el mo n-tón de peñascos con más claridad y, como siempre, sintió un momentáneo escalofrío al no percibir, ni siquiera de tan cerca, la menor señal del Castillo. Nadie conocía del todo el secreto de la barrera amorfa que separaba el Castillo de la Península de la Estrella del resto del país; se creía que la estructura del Castillo comprendía una dimensión adicional, pero desde la caída final de los Ancianos, ningún Adepto había conseguido descubrir el enigma. Empleaban el Laberinto (éste era el nombre por el que era conocido) para mantenerse a resguardo de toda curiosidad, pero no acababan de comprender cómo debían utilizarlo.

Kael sonrió torciendo el gesto. Había que pasar por allí; mejor era hacerlo en seguida y acabar de una vez. Espoleando ligeramente los flancos de su montura, la obligó a avanzar en línea con Taunan y sintió el débil tirón del improvisado arnés cuando la camilla se puso en movimiento. Todo el cielo era ahora, en el crepúsculo, una cúpula de luz roja como la sangre, y su reflejo en el mar hacía que éste pareciese una infinita y palpitante sábana de acero fundido. Si hubiese mirado hacia el oeste, habría podido distinguir las peñas y los islotes frente a la costa de la provincia de la Tierra Alta del Oeste, que parecían pequeños carbones negros en un escenario de fuego carmesí; mientras que, hacia el este, la larga línea de la costa se perdía en la creciente oscuridad.

Kael Amion no miró una sola vez ni al este ni al oeste.

Sujetando con más firmeza las riendas con una mano, y agarrando disimuladamente el pomo de su silla con la otra, suspiró profundamente cuando los dos caballos entraron juntos en el vertiginoso puente.

Загрузка...